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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.68 no.169 Bogotá ene./abr. 2019

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v68n169.56311 

Artículos

INQUIETUD DE LO INCONDICIONAL Y MESIANISMO JACQUES DERRIDA LECTOR DE WALTER BENJAMIN*

THE CONCERN FOR THE UNCONDITIONAL AND MESSIANISM JACQUES DERRIDA, READER OF WALTER BENJAMIN

ANDREA POTESTÀ** 

** Pontificia Universidad Católica de Chile - Santiago - Chile. apotesta@uc.cl


RESUMEN

W. Benjamin expresa su inquietud política en las tesis acerca de la "violencia revolucionaria" como "excepción divina", valorada por J. Derrida como una ruptura histórica; esto permite ver una analogía e incluso una continuidad en estos autores. Sin embargo, Derrida subraya la inadecuación política y el efecto "insoportable" del planteamiento de Benjamin. Se intenta comprender el fondo de esta crítica y avanzar hacia una hipótesis que haga converger las dos problematizaciones de la violencia y las complemente con el tema mesiánico y el problema de la responsabilidad.

Palabras clave: W. Benjamin; J. Derrida; violencia; mesianismo; política

ABSTRACT

W. Benjamin expresses his political concerns in his theses on "revolutionary violence" as "divine exception". J. Derrida sees this as a historical rupture, a fact that allows for an analogy and even a continuity between the two authors. However, Derrida highlights the political inadequacy and the "unbearable" effect of Benjamin's formulation. The article seeks an in-depth understanding of this critique in order to advance toward a hypothesis that makes the two approaches to violence converge and that complements them with a discussion of Messianism and the issue of responsibility.

Keywords: W. Benjamin; J. Derrida; violence; messianism; politics

Introducción

Una profunda inquietud acompaña a todo pensamiento que sugiera la necesidad de cualquier principio incondicional en la práctica política. Cierta violencia es consubstancial a la incondicionalidad, aunque se trate de la incondicionalidad de la justicia. Esta última impone siempre axiomas tales como: "¡Así o de ningún otro modo!"; "¡ahora o nunca!". De este modo, la justicia se pretende sin condiciones, sin acomodos posibles, sin discusión, sin anticipación o cálculo de las consecuencias. En las circunstancias revolucionarias, por ejemplo, la justicia se pide sin pedir permiso. Únicamente así se hace una revolución: a pesar de todo.

En este "a pesar de todo" reside una violencia fundamental que excede todo sistema de derecho establecido. Es cierto que no existe, por ejemplo, un "derecho a la revolución".1 No hay normas que conduzcan o garanticen el proceso de ruptura de las reglas: una revolución que sobreviene dentro del marco de la ley es esencialmente imposible. Sería como pretender que el rey se autoguillotine o que el derecho denuncie su propia ilegitimidad. Por lo tanto, una acción es revolucionaria solo en la medida en que no puede estar asegurada por un sistema de normas jurídicas, porque presupone precisamente la suspensión de este, es decir, la interrupción de la legitimidad del derecho y la entrada en un régimen de incondicionalidad y violencia.

Ahora bien, esta contaminación de la justicia y la violencia es la intuición "enigmática", "fascinante", "profunda" -como la define Derrida (cf. 1997 126)- que tuvo Benjamin en Para una crítica de la violencia. Pero, indudablemente, dicha contaminación está también en el centro de la inquietud propia del mesianismo derridiano. En este artículo intentaremos mostrar la profunda proximidad de los dos pensamientos, pero también valorar la diferencia en sus modelos de violencia, con el propósito de entender la crítica que Derrida le formula a Benjamin, y para comprender la apuesta política que se juega entre ellos. Es cierto que, a primera vista, al criticar la violencia divina benjaminiana, Derrida parece querer oponerse también a la fuerza revolucionaria y a toda violencia que exceda los marcos del derecho. Mostraremos que, en realidad, se trata de lo contrario: lejos de pretender bajar el perfil de la violencia revolucionaria, con su crítica Derrida busca radicalizar el propósito de Benjamin. Sin embargo, encuentra otro fundamento de lo incondicional: la responsabilidad.

I

En su estudio sobre la violencia, Benjamin toca un punto crítico. Si es incontestable que una fuerza incondicional mueve todo intento revolucionario, ¿cómo es posible justificar la revolución y valorar su violencia? ¿Cómo disociar la práctica revolucionaria de cualquier otra pretensión ideológica de actuar en nombre de la justicia? ¿Cómo se legitima este "en nombre de" de lo incondicional? ¿Qué justifica la acción si la violencia es incondicional? La respuesta de Benjamin es radical: nada. Nada justifica la revolución. Nada, en el sistema de sentido presente, la hace legítima, y nada, además, la preserva ni garantiza que no engendrará en el porvenir "lo peor", la catástrofe, el desastre, el fracaso, la violencia más devastadora o incluso el "mal radical". Pero, entonces, ¿en nombre de qué, políticamente, se debe (o no) romper los esquemas para introducir un principio revolucionario en el tejido de las relaciones sociales? La respuesta de Benjamin es la misma: no hay criterio. No existe un criterio racional del cual se deduzca esto, al cual atenerse para justificar la ruptura o la crisis. Ninguna instancia verdaderamente política justifica la ruptura de lo político, porque ninguna garantiza el éxito de la acción: un acto revolucionario está de entrada destinado a atenerse a lo incondicional y a ejercer, sin criterio y sin medida, su violencia, sin poder, por lo tanto, saberse revolucionario con plena conciencia y distinguirse de su contrario.

En la parte final de Para una crítica de la violencia, Benjamin afirma que "si la violencia llega a tener [...] un lugar asegurado como forma limpia e inmediata" (44), eso se debe a "la más elevada manifestación de la violencia a cargo del hombre" (ibd). Si el acto revolucionario solo es posible a condición de que seamos capaces de repensar radicalmente los medios de la acción política, en general, de que seamos capaces de revolucionar la relación entre justicia y derecho, y que concibamos la violencia con un nuevo registro conceptual, que nos permita entrar en el régimen de lo incondicional, fuera del derecho natural y del derecho positivo: ambos modelos, observa Benjamin, vinculan la violencia con el derecho, pero lo hacen en vista de justificar la violencia inherente a este. El derecho natural intenta justificar los medios de la acción política a través de la justicia de los fines; el derecho positivo, por su parte, garantiza la justicia de los fines a través de la legitimidad de los medios. Pero esos modelos de violencia del derecho nunca alcanzarán a explicar o legitimar la violencia pura, la violencia revolucionaria, la violencia (de lo) incondicional. Porque, al final, observa Benjamin, la búsqueda de una justificación de la violencia no tiene sentido alguno.2 Toda violencia, sin excepción, encuentra siempre, por lo menos en sí misma, una legitimación. Toda violencia, previa o posteriormente, se autolegitima en nombre de su propio criterio de ejercicio. Por lo tanto, no hay que pretender "justificar" el ejercicio de la violencia o demostrar su legitimidad, y aún menos se debe pretender suspender la violencia injustificada. Se necesita, por el contrario, considerar la violencia como condición del derecho e, igualmente, como condición de la justicia. Para hacer respetar la ley es necesaria la autoridad violenta del Estado. Pero, para oponerse a la violencia del Estado y hacer valer la justicia, es igualmente necesario el ejercicio de la violencia.

La violencia es entonces ineludible. Pero, para Benjamin, existe una diferencia fundamental entre esos modelos del ejercicio de la violencia: en un caso, la violencia sirve para legitimar el estado de excepción en el cual el derecho pliega la historia y quiere perpetuar lo excepcional, y legitimar la irrupción de la violencia (la "violencia mítica" y fundante) y su duración estable (la "violencia conservadora" del derecho). Esa violencia pertenece entonces siempre al modo en que la fuerza se pone o se dispone en la ley. En contra de eso, Benjamin quiere mostrar un modelo de violencia de otra naturaleza, que no consiste en el coronamiento del derecho y de su proprio clinamen fatal (el Estado): la violencia peculiar de la justicia, pensada en cuanto fuerza de interrumpir la interrupción y de oponer una excepción excepcional en relación con el estado de excepción permanente del Estado. De modo que la incondicionalidad de la justicia no ordena suspender la excepción, encontrar un punto de interrupción de la violencia, un punto de equilibrio o de justa medida, sino que prescribe oponer una excepción a otra, alterar la excepción del Estado, en cuanto forma de dominación perpetua, a través de la que Benjamin llama la "excepción divina". Mientras la violencia mítica o conservadora se concibe como "medio legítimo"3 y funciona mediante una regulación o normalización de la "vida" monopolizada por el Estado, Benjamin habla de una violencia como fin, una violencia que sería la irrupción vital de la "mera vida" (cf 42), capaz de interrumpir el derecho y de liberar, de restituir la vida a su propia vitalidad. La "violencia divina", a diferencia de la violencia mítica, animada por un principio orientador, es movida absolutamente por la desorientación y por una fuerza destructiva. La violencia absoluta divina es destructiva, revolucionaria,4 aniquiladora y, por lo tanto, devora la violencia jurídica y política.

Esta reflexión es, por cierto, inquietante. Pero, para Benjamin, se trata de la inquietud misma de lo político o de su ejercicio. La entrada en el régimen de la pura violencia divina,5 capaz de destruir todo derecho, de interrumpir la historia, es una violencia inescrutable e infinita, como el mal radical kantiano y, sin embargo, capaz, en potencia, de hacer justicia. Eso inquieta, necesariamente, pero es el único modo para entender en qué medida la ruptura revolucionaria no requiere de medios mítico-jurídicos y no puede, por lo tanto, esperar una legitimación de derecho, y para entender, además, en qué medida se debe, de hecho, abrir la política al afuera de toda condicionalidad para hacer intervenir la instancia de justicia en la historia y como su propia interrupción.

La inquietud que indicamos perturba cualquier forma posible de "buena conciencia revolucionaria" y trastorna toda positividad o positivación (dialéctica) de lo negativo. Más que todo, nos obliga a contaminar positivo y negativo, justicia y derecho, fuerza y debilidad, dimensión política e instancia teológica, soberanía e incondicionalidad, a abandonar, en cierto modo, tanto la confianza en la historia (en la naturaleza, en el proceso en que estamos) así como en toda idea tranquilizadora de la gracia (la sobrenaturaleza teleológica).

II

Ahora bien, esa dicotomía de las violencias también asusta a Derrida. En "Nombre de Pila de Benjamin", Derrida se expresa, como es sabido, de modo muy duro en contra de Benjamin, asociándolo muy provocadoramente con la "solución final" nazi. "Debemos -dice Derrida- pensar, conocer, representarnos, formalizar, juzgar la complicidad posible entre todos estos discursos [de Benjamin] y lo peor" (1997 150). Y el problema de la connivencia de la violencia divina con lo peor, agrega Derrida, "define [...] una tarea y una responsabilidad cuya tematización no he podido leer ni en la destrucción benjaminiana ni en la Destruktion heideggeriana" (id. 150-151).

En estas líneas, Derrida parece profundamente perturbado. La violencia divina de Benjamin (de modo no diferente de la "destinalidad" metafísica heideggeriana) no ofrece elementos decisivos para alejarse de la amenaza de la catástrofe, de la pasiva acogida de lo peor. La instancia de justicia es, sostiene Derrida, "temible, incluso insoportable" (1997 149). Es una tentación que deja abierta la posibilidad "de pensar el holocausto como una manifestación ininterpretable de la violencia divina" (ibd.). La asociación con el holocausto manifiesta toda la preocupación de Derrida con respecto a la inquietud política benjaminiana. Es obvio que no podemos acordar eso, que no podemos abandonar la política a la irrupción del acontecimiento de la justicia divina, si esta irrupción no contiene algún criterio para reconocer la venida del mal radical.

Pero ¿en qué consiste propiamente esta crítica? ¿Qué quiere decir y qué sugiere Derrida expresando su inquietud? ¿Quiere oponerse a la amenaza? ¿Quiere acaso sugerir la posibilidad de pensar la revolución sin peligros y sin violencia? ¿O acaso quiere incluso sacrificar la revolución, abandonar la política al Estado? ¿Hay en su crítica una pretensión de "purificar" la revolución de la violencia, de encontrar su versión dulce, garbosa y domesticada por la razón histórica o, en cambio, una renuncia absoluta a su instancia de ruptura?

A pesar de lo que se lee en las frases recién citadas, Derrida no quiere oponerse a la amenaza de toda acción política, de toda decisión o de toda ruptura. Su crítica a Benjamin no trata de suspender la violencia ni, todavía menos, de apaciguar la inquietud, el trastorno. Derrida quiere, en cierto modo, desplazar el trastorno de la violencia, entenderlo de otro modo, mediante una desacralización de la justicia. Sin perder nada de su instancia incondicional y violenta, pero pensándola fuera de lo teológico o, si se pudiera decir así, concibiéndola como una instancia teológica retirada. Lo incondicional derridiano es, en un sentido, una "secularización" de la violencia divina benjaminiana. Incluso este podría ser el marco fundamental de lo mesiánico derridiano. O, para no abusar del concepto de "secularización", se trataría de una profanación de lo incondicional de la justicia.

"Profanar lo incondicional" no es poca cosa. No es algo fácil e inmediato. Lo incondicional es lo imposible, es el "otro radical", pero aquí se quiere separarlo precisamente de toda idea teológica de soberanía. "La tarea más difícil, -afirma Derrida- a la vez necesaria y aparentemente imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y soberanía" (2003 39-40). Disociar incondicionalidad y soberanía quiere decir profanar lo sagrado de lo teológico-político y, además, significa, en Derrida, hacer jugar las dos polaridades heterogéneas, lo condicional y lo incondicional, y hacer de esta heterogeneidad el rasgo de toda acción política. Irreconciliables pero indisociables, condicionalidad del derecho e incondicionalidad de la justicia, deben coexistir en su conflicto aporético. El mesianismo derridiano intenta articular lo inarticulable: la exigencia de justicia en cuanto incondicionalidad "extrapolítica" y la condicionalidad de la responsabilidad democrática. "La democracia no busca su lugar sino en la frontera inestable e inencontrable entre derecho y justicia, es decir, también entre la política y la ultrapolítica" (Derrida 2005a 57).

Ahora bien, ¿qué cambia con eso? ¿Ha cambiado nuestra consideración de la violencia de lo incondicional? ¿Se nos reduce acaso el trastorno o el miedo? René Char decía: "No tengo miedo, sólo me da vértigo" (48). Esta diferencia tal vez se juega acá. Derrida quiere pensar lo incondicional, por decirlo así, sin abandonarse al miedo. Sin que nos dejemos llevar por la violencia del otro, sin que concibamos la interrupción del tiempo divino en términos de catástrofe padecida, esto es, sin un fin de la historia, sin apocalipsis. Según Derrida, lo incondicional no implica, ante todo, la venida del Otro (divino) en la forma del sujeto destructor de la historia. Implica la venida del otro, pero de modo precisamente "mesiánico", es decir no en cuanto venida, sino en cuanto espera. Con eso se desplaza la atención desde el tiempo futuro, afuera de la historia, hasta el instante presente, que es histórico y a la vez admite la crisis, la escisión aporética de su inscripción meramente secuencial en la historia.

Mientras que, con Benjamin, se corre el riesgo de padecer la justicia como un abandonarse al tiempo, con Derrida, se trataría más bien de asumir la justicia como responsabilidad del tiempo. Una responsabilidad "imposible", pero capaz de alguna manera de pervertir la relación con el tiempo de la acción. En Benjamin, la justicia implica el abandono a una violencia extraordinaria; en Derrida, la justicia es más bien la violencia imposible de la responsabilidad.

No es que con eso "se nos acabe el miedo", pero se convierte en algo distinto, en vértigo, vacilación, en suspensión temporal, en la necesidad de asumir el intervalo sin equilibrio de la acción, en la imposibilidad de evadir el instante de desequilibrio frente a la imposibilidad de la venida.

Para Derrida, la justicia, es hiperbólica, incondicionada, refractaria a la presencia, a la fenomenalidad, a la historicidad, a la política, consubstancial a lo imposible, al secreto absoluto, al don, al perdón. Pero, mesiánicamente, capaz de inquietar lo político, de hacerlo vacilar en todo instante presente. Derrida quiere pensar la revolución y la justicia a partir de una comprensión diferente de la temporalidad, a saber, una temporalidad espectral, ritmada por el infinito volver de lo que queda infinitamente por venir, lejos de todo cumplimiento efectivo, inaccesible a la aprehensión conceptual o a la previsión nocional. Esta espectralidad, sin embargo, especifica, para Derrida, el tiempo de la política, según una dinámica de sentido que define la naturaleza misma de la democracia y de la acción política como tales, y las abre a la más profunda suspensión aporética.

Es posible pensar exhaustivamente la aporética política de la justicia y su conexión con la temporalidad con la ayuda de lo que Derrida (1995) llama la "aporía de la promesa", descrita, entre otros textos, en Avances: una promesa, en cuanto tal, observa Derrida, debe ser siempre al mismo tiempo finita e infinita. Por un lado, la promesa pide ser finita, es decir mantenida; exige entonces no reenviarse a lo infinito, llevar a cabo lo que se había prometido. Prometer es prometer mantener la promesa, en un tiempo finito y razonable. Por otro lado, toda promesa está intrínsecamente abierta a lo infinito, en la medida en que no se puede prometer simplemente la realización de un programa, y tampoco se anuncia en la promesa lo que es meramente posible. Siempre se promete a partir de una situación de la cual no estamos seguros (de otro modo no serviría prometer y se podría "garantizar" cierto logro como efecto necesario de los acontecimientos presentes hacia el porvenir). Se promete en cambio lo que no está asegurado, lo que no sabemos si podemos mantener o si "vendrá un día", lo que está radicalmente abierto al riesgo de no poderse realizar. La promesa, por lo tanto, implica, más exactamente una fe incondicional porque promete lo imposible y anticipa el posible fracaso, la posible infinitización de la palabra, su pérdida de sentido. "Prometo que de ahora en adelante me portaré bien". Es imposible saber si se realizará, e incluso muy sospechoso, es muy probable que se traicione la promesa, que la fe no sea correspondida.

Ahora bien, la experiencia de la promesa describe los rasgos del "mesianismo estructural" -y no religioso- al que se refiere Derrida para pensar lo político y la instancia de lo incondicional (cf. Derrida 1998 102). Lo mesiánico es una relación con el porvenir "escatológico", pero tan vaciado de determinaciones, tan "desértico" y vacío (cf. id. 56), dice Derrida, que ninguna teología o religión podrían reconocerse en él (cf. 1997 19). Es una escatología sin eschaton, sin fin, sin conclusión posible. La apertura mesiánica no lleva, por lo tanto, una esperanza y tampoco un deseo de salvación. Normalmente, el mesianismo religioso está asociado de partida con una promesa de paz y de salvación. Mientras que la mesianicidad sin mesianismo invocada por Derrida es la más profunda (y, en ese sentido, benjaminiana) indeterminación del porvenir, al punto que, como en Benjamin, puede implicar también lo peor. Es una promesa en la medida en que conlleva también una amenaza, una catástrofe, una destrucción. Es claro, si se pudiera esperar lo que viene, la espera sería un cálculo programado y no se esperaría nada ni a nadie. La promesa sería vacía y no prometería nada. En cambio, la promesa y la espera acá se abren a la amenaza más radical.

Pero lo determinante, lo que altera profundamente el registro conceptual presente en Benjamin es, precisamente, como se ve en el ejemplo de la promesa, la introducción del "vértigo" de la responsabilidad. Prometer es implicarse a sí mismo en la promesa, es prometer hacer en primera persona. La "mesianicidad sin mesianismo", en palabras de Derrida, significa la alusión al anuncio y no a lo anunciado (cf. 2005b 79): ahí está toda la diferencia entre una paciencia apocalíptica y la impaciencia mesiánica. Prometer es como asumir en primera persona la responsabilidad divina de hacer justicia.

Es como decir: "Yo soy posiblemente el Mesías" (Levinas 2006 123). Y si tal vez el Mesías soy yo, es claro que no hay que esperar un tiempo afuera del tiempo, sino que hay que romper, aquí y ahora, toda dilación temporal. La mesianicidad no se asemeja, en Derrida, a una utopía paralizante y extrapolítica, sino que implica inmediatamente una promesa de justicia que debe inscribirse en una inmanencia, como sostiene este autor en Marx e hijos, en "la urgencia más concreta, también la más revolucionaria" (2002 249).

Ahora, en realidad, ese punto es muy difícil y tal vez discutible. El mesianismo de hecho no puede no tener una conexión, confusa pero relevante, con lo utópico, en la medida en que la imposibilidad o la in-composibilidad del tiempo le es asociado. Al mirar bien, en lo utópico, en todos sus usos políticos, la delimitación negativa del presente siempre fue adoptada en cuanto no-lugar, en cuanto dimensión no-localizable, pero en vista de introducir un modo fundamentalmente revolucionario para desarticular el presente, de manera no muy diferente a la "mesianicidad sin mesianismo" de Derrida. En ambos casos, entonces, se trata de la promesa en cuanto fuente misma de toda acción política.

La cuestión entonces no sería tanto negar la "utopicidad" del mesianismo, aunque Derrida insista en eso;6 sino pensar su instancia utópica y deslocalizada junto con su instancia de localización absoluta. Las dos cosas a la vez (lo condicional del lugar, del aquí-ahora en que me hago responsable y en que prometo, y lo incondicional de lo prometido, del porvenir, de la justicia). El mesianismo de Derrida instala esa duplicidad y se mantiene aporéticamente en ella: impone una temporalidad de la espera del porvenir sin lugar y deconstruye toda encarnación "tópica" en la forma de la ciudad, del Estado, de la institución o de una democracia realizada;7 y, al mismo tiempo, conlleva una práctica de la política inmediatamente determinada por una "interdicción de abstenerse", es decir por una urgencia a su vez incondicional. El mesianismo de Derrida es utópico y, al mismo tiempo, no lo es.8 Esta es quizás la verdadera complejidad del modelo mesiánico. La espera del porvenir extrahistó-rico consiste (paradójicamente) en una relación histórica inmediata, en una acción previa a la espera, como si del instante presente dependiera todo el porvenir y el destino de la humanidad entera, como si, de eso y de eso solamente -esto es, de cierta relación presente con el porvenir-, pudiera la revolución "sacar su poesía", como dice Marx: "La revolución [...] no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir" (406). Es necesario, por lo tanto, sacar la poesía revolucionaria de cierta temporalidad mesiánica, es decir, concebir la dimensión mesiánica de la acción política, en una articulación deconstructiva de presencia y ausencia, historia e inacabamiento, política e inquietud, temporalidad y exceso. Lo mesiánico es el trabajo de lo que es, en la historia, de un orden distinto a la historia. Por eso el mesianismo es lo contrario (casi irónico) de lo historial o de lo destinal heideggeriano.

Ahora bien, ¿en qué sentido el instante mesiánico es "abierto" y a qué se abre? Se abre a una extrahistoricidad radical, como en Benjamin, a una dimensión, entonces, extraña a la historia en que ese instante está involucrado. Pero el instante es mesiánico en la medida en que es, también, históricamente presente. El instante de la ruptura debe hacerse indiferente a lo que lo precede, debe olvidar ciegamente el pasado, interrumpir el deseo de recuperarlo. Y debe, igualmente, "amar la ignorancia del porvenir", como sostiene Nietzsche (cf. 195), esto es, hacerse "conductor", vehículo, instigador secreto de una venida incondicional (cf. Bensussan 45-57). Frente a ese porvenir (imposible, incognoscible, incierto), el instante atestigua, afuera de todo saber y de toda previsión, la espera y la promesa de lo que viene: se trata de hacer como si cada instante, en la paciencia y en la impaciencia, en una paciencia impaciente o en una impaciencia paciente, fuese el instante de una eternización, de una suspensión única, de una ruptura irremediable que fractura aquí y ahora el tejido del tiempo histórico.9 Pero la revolución no consiste aquí únicamente en esa violencia interruptiva de la historia, en la cesura radical del curso del tiempo, sino en la conjunción de esta violencia incondicional y la condicionalidad de lo político. Si existe algo como una responsabilidad política, esta implica la promesa responsable de lo imposible: la promesa de interrumpir el orden de las cosas a partir de un acontecimiento no programable, lo que excede el horizonte de lo posible, de la potencia, del poder y llama a una inquietud sin fin, a una responsabilidad responsable hasta la irresponsabilidad.

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* Este artículo presenta resultados de una investigación desarrollada en el marco del proyecto Fondecyt Regular n.º 1160479.

1 Benjamin conocía la tesis del jurista Herbart Vorwerk, según la cual, "un derecho a la revolución es conceptualmente imposible" (Vorwerk 15; cf. Bojanic).

2 "El sentido de la distinción entre violencia legítima e ilegítima no se deja aprehender inmediatamente" (Benjamin 25).

3"La fundación de derecho tiene como fin ese derecho que, con la violencia como medio, aspira a implantar" (Benjamin 40).

4Se asume aquí la coincidencia de la "violencia divina" con la "violencia revolucionaria", tal como se desprende de las alusiones presentes en las últimas líneas del ensayo de Benjamin, sin profundizar, por economía argumentativa, en las diferentes interpretaciones de esta conexión que se han ofrecido, ni en las posibles relecturas del gesto benjaminiano que, a partir de una oposición entre violencia divina y revolucionaria, se han propuesto (cf. Hamacher).

5 Benjamin habla de "la pura violencia divina" como "violencia sobre todo lo viviente y por amor a lo vivo" (42).

6Sabemos que Derrida insiste sobre ese punto para oponerse a lecturas fáciles y erróneas de lo mesiánico. Véase en particular la discusión con Agamben, quien critica a Derrida pensar el instante a partir de la infinita diferencia con un porvenir imposible, de tal modo que se termina por engendrar un inacabamiento radical y, por lo tanto, un malo infinito hegeliano, o un malo mesianismo. El mesianismo sería, por lo tanto, una “Aufhebung suspendida” que produce un “mesianismo suspendido”, infinitamente paralizante (cf. Agamben 104). Esto nombraría el peligro de la “perfectibilidad infinita”, lo que implica más que todo una injunción a la prudencia, a la espera indefinida, a la abstención de la mirada histórica que eximiría del compromiso histórico, esto es, una denegación del principio metafísico de la historia tan profunda que impediría un cara-a-cara con el destino del mundo. Un mesianismo, entonces, como mera distracción política, capaz solamente de quedarse en un no-acontecimiento constitutivo. Pero es fácil ver la paradoja de ese argumento preguntándose sencillamente: ¿y qué sería un mesianismo no suspendido?, ¿un mesianismo desbloqueado? ¿No sería acaso inevitablemente una teleología orientada al cumplimiento, a la llegada del Mesías? ¿No sería entonces la fe hegeliana o heideggeriana, la fe ideológica en la destinalidad de la historia? ¿Oponerse al mesianismo derridiano de esta forma no renuncia acaso a pensar el acontecimiento y la responsabilidad?

7El mesianismo es una refutación de la historia y la espera de un acontecimiento o de una propulsión extrahistóricas que llegarían, como en Benjamin, a revolver el tiempo entero. Se entiende, por tanto, que la apertura del instante, la apertura que se lleva en él, no es del orden del cumplimiento, del logro teleológico y no está orientada a un fin determinado. Si el instante mesiánico se orienta a algo preciso, seguramente no es eso lo que obtiene. Si se reconoce el Mesías, entonces no es él, afirma Derrida. Ya Blanchot (1990), en La escritura del desastre, repetía una fábula rabínica antigua: el Mesías está en las puertas de Roma, alguien lo reconoce y le dice: “¿cuándo vendrás?”. Por eso, comenta Blanchot, “el hecho de estar ahí no es la venida”, porque “la venida no corresponde a una presencia” (121). El “ahora” de la venida no pertenece al tiempo ordinario, no mantiene la historia, porque la desestabiliza, la rompe, la inquieta, la permea de peligro y de amenaza -de violencia-.

8El mesianismo nos invita a circular, a movernos de un polo a otro, como si cada uno fuese el único verdadero. Circular en las verdades, no implica abandonar la exigencia de la verdad, sino dejar atrás su instancia para engendrar una exigencia más profunda. Esta circulación es performativamente la responsabilidad. Una responsabilidad que inquieta, perturba, trastorna. Que inquieta todo lo que se ofrece en una presencia a la luz de lo que viene. La verdad del mesianismo es, en ese sentido, la prueba de la responsabilidad y no la venida de lo que viene (y que al final no puede venir porque es siempre por venir).

9Esta estructura de la temporalidad, que Levinas describe ejemplarmente como "attente sans visée d'attendu" (1993 39), consiste en una experiencia de la exposición al acontecimiento. Al desarticular el concepto de tiempo causal y homogéneo, lineal y progresivo, o sea de un tiempo de los instantes "indiferentes", el mesianismo intenta pensar la no-indiferencia del instante, el "aquí-ahora" en cuanto fractura abierta de la decisión.

Cómo citar este artículo:

MLA: Potestà, A. “Inquietud de lo incondicional y mesianismo. Jacques Derrida lector de Walter Benjamin.” Ideas y Valores 68.169 (2019): 241-253.

APA: Potestà, A. (2019). Inquietud de lo incondicional y mesianismo. Jacques Derrida lector de Walter Benjamin. Ideas y Valores, 68 (169), 241-253.

CHICAGO: Andrea Potestà. “Inquietud de lo incondicional y mesianismo. Jacques Derrida lector de Walter Benjamin.” Ideas y Valores 68, n.° 169 (2019): 241-253.

Recibido: 20 de Marzo de 2016; Aprobado: 04 de Febrero de 2017

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