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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.68 no.170 Bogotá mayo/ago. 2019

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v68n170.61761 

Artículos

FUNDAMENTOS CONCEPTUALES DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL LIBERALISMO Y CRÍTICA

CONCEPTUAL FOUNDATIONS OF INTELLECTUAL PROPERTY LIBERALISM AND CRITIQUE

ARIEL FAZIO* 

*Universidad de Buenos Aires - Buenos Aires - Argentina, arielfazio@filo.uba.ar


RESUMEN

En el contexto de nuevos cercamientos sobre la naturaleza y la cultura, la cuestión de los derechos de propiedad intelectual ha adquirido una relevancia inusitada, y ha redefinido la cuestión misma de la propiedad. El artículo examina las teorías de J. Locke y D. Hume, para confrontarlas con las posiciones que, desde el liberalismo contemporáneo, defienden o critican la propiedad intelectual. A partir de allí, se busca una línea superadora que trascienda los supuestos liberales sobre la propiedad intelectual en particular y la propiedad privada en general.

Palabras clave: D. Hume; J. Locke; liberalismo; propiedad; propiedad intelectual

ABSTRACT

In the context of new enclosures of nature and culture, the issue of intellectual property rights has acquired unprecedented relevance and redefined the very question of property. The article examines the theories of J. Locke and D. Hume, in order to contrast them with those positions that either defend or criticize intellectual property from the perceptive of contemporary liberalism. This serves as the basis for a position that transcends liberal assumptions regarding intellectual property, in particular, and private property, in general.

Keywords: D. Hume; J. Locke; liberalism; property; intellectual property

Introducción

Frente a la profusión del tercer sector de servicios y bienes inmateriales en la economía global, los debates en torno a las formas que debería adquirir la propiedad intelectual han tenido una inusitada importancia en los últimos años. En principio, cabe mencionar que, en términos legislativos, se inició a nivel mundial un movimiento de propertización que extendió y amplió la esfera de aquello que puede ser objeto de apropiación privada: desde los organismos genéticamente modificados hasta la producción intelectual y artística, las formas privativas de propiedad han multiplicado sus esferas de incidencia (cf.Pestre 2005; Rifkin 2009; 2014). Esto, sumado a que los derechos de propiedad intelectual extendieron sus plazos mínimos -setenta años desde la muerte del autor para los derechos de autor y veinte años, extensibles por distintos mecanismos legales, para las patentes- y que los mecanismos de ejecución se mostraron cada vez más efectivos, inició lo que para muchos constituye un movimiento de "nuevos cercamientos" sobre la naturaleza y la cultura (cf.Boyle 2009; Moulier-Boutang 2004; Rullani 2004).

En efecto, naturaleza y cultura parecen ser los nuevos grandes objetos de apropiación, lo que -con el creciente alcance de esta última- estaría dando inicio a un proceso comparable con el que en su momento tuvo la apropiación de la tierra y del trabajo entre los siglos XVI y XVIII. Sin embargo, una diferencia fundamental salta a la vista: la mayor parte de estos objetos son, por su carácter inmaterial, naturalmente abundantes, por lo que escapan a la condición de escasez que tradicionalmente se constituyó como base para una de las principales justificaciones argumentales de la propiedad privada de los bienes materiales. En este contexto, la discusión sobre las formas de la propiedad intelectual exigió desde un principio revisitar los argumentos tradicionales para la justificación de la propiedad en general, lo que dio lugar a distintas posiciones al interior de las principales corrientes de pensamiento político.

Las principales defensas de la propiedad intelectual han surgido desde el liberalismo, pero igual o más numerosas fueron las posiciones críticas que, desde la misma corriente, han planteado la necesidad de distinguir los bienes intelectuales de los propiamente materiales, resaltando la separación que impediría reducir las formas intelectuales a los principios tradicionales de la propiedad material.1 En efecto, el liberalismo ha dado nacimiento tanto a una corriente defensora de la propiedad intelectual como a otra corriente crítica, lo que genera una tensión que permite marcar muy claramente las contradicciones del movimiento de propertización con los principios sobre los que se ha fundado el actual modo de producción.

Ante este escenario, en el presente trabajo se propone retomar los fundamentos filosóficos de la propiedad a través de dos de sus principales fuentes: la propuesta de Locke, en sus vertientes naturalista y utilitarista, y la de Hume, en su vertiente pragmática. Estas tres líneas constituyen la base para las discusiones del liberalismo -defensor y crítico- sobre propiedad intelectual, y permiten hacer explícitos los fundamentos de las distintas posiciones respecto a qué formas de propiedad deberían adquirir los bienes inmateriales. A estos fines, una lectura directa tanto de Locke como de Hume, a su vez confrontadas con las tres grandes corrientes liberales respecto a la propiedad intelectual -la naturalista, la utilitarista y la crítica-, debería contribuir a esclarecer el sentido social de la propiedad intelectual, en particular, y de la propiedad privada en general. Así, al tiempo que se trazan las principales líneas argumentales, se procurará marcar los límites de cada una de estas corrientes en vistas a una futura línea superadora que, probablemente, deba trascender los principios liberales de concebir la propiedad intelectual.

Locke y la invención de la propiedad privada

En Locke, al igual que en Descartes, la remisión a la divinidad indica el punto de partida, es decir, el fundamento último sobre el cual se sostiene todo su esquema conceptual. Ya desde el comienzo del Segundo ensayo sobre el gobierno civil la noción de propiedad ocupa ese lugar central y, en efecto, Locke rápidamente construirá una homologación entre persona, libertad y propiedad que terminará constituyendo la piedra angular de la fundamentación de la propiedad privada específicamente capitalista. Partiendo de la afirmación de que cada hombre es propiedad de Dios y de la preservación de la propiedad divina como deber de la razón natural,2 Locke deriva en un primer momento el derecho a la propia preservación y a la libertad individual3 para, luego, avanzar sobre la propiedad de las cosas. Su intención es demostrar que no es necesario pacto alguno para la apropiación de lo común, lo que -obviamente- implica que la fundamentación de la propiedad será de carácter natural antes que social.

Originariamente los bienes no se encuentran en propiedad de nadie. Son res nullius, cosas sin dueño. Debe existir, entonces, un medio por el cual estos bienes, necesarios para la vida y la preservación de las personas, puedan ser poseídos por una u otra persona. Este medio va a ser el trabajo humano que, como extensión del propio cuerpo, es por naturaleza propiedad del individuo.4 Al tomar una cosa y sacarla de su estado natural, la persona le agrega algo a la cosa, algo que es creado por su propio trabajo. Y como su trabajo es naturalmente de su propiedad, la cosa trabajada se convierte de forma automática en su posesión. Para aclarar la cuestión, Locke propone el conocido ejemplo de quien se alimenta de algunas manzanas para preguntarse: ¿cuándo comenzaron a ser suyas? Ni cuando las digirió, ni cuando las cocinó, ni cuando las llevó a su casa: cuando las recogió, ya que fue este primer trabajo el que marcó la distinción entre lo suyo y lo comunal al agregar a los frutos algo más de lo que la naturaleza les había dado.

En esta línea, Locke lleva al absurdo la idea de un pacto habilitante de la propiedad: si una persona tuviera que buscar el consentimiento de todos sus congéneres antes de comer las manzanas, se moriría de hambre. No hay mediación social ni política. No se trata de una mera adjudicación, en el sentido de ser el primero en marcar territorio sobre lo que hasta entonces pertenece a todos. La apropiación lockeana supone, incluso en el ejemplo más básico del simple "tomar", algo más, un plus que está dado por el trabajo humano. Con este, el propio cuerpo deja una huella ontológica en la cosa, una marca que la separa de todas las demás, al tiempo que la excluye del derecho común. La relación entre trabajo y propiedad se constituye entonces a partir de un encadenamiento entre cuerpo, trabajo y propiedad por el cual la propiedad sobre el cuerpo se transfiere al trabajo, y de ahí a la cosa trabajada.

Aunque Locke se ocupa de aclarar que la apropiación es lícita en tanto queden bienes en suficiente cantidad y de igual calidad para uso de los demás, su esquema conceptual está construido en un contexto donde los bienes comunales todavía están lejos de ser escasos. En otras palabras, todavía existe América. De manera que el derecho natural a la apropiación presupone la abundancia, por lo que esta dista de ser un problema en este punto del desarrollo conceptual. Aun así, ¿significa esto que ya que el trabajo confiere derecho de propiedad sobre los objetos, entonces las personas son libres de acumular tantos bienes como quieran? La respuesta en un primer momento es negativa. Tan natural como la propiedad son los límites impuestos a ella: "nada fue creado por Dios para que [el hombre] lo eche a perder o lo destruya" (2000 28). Locke introduce así (nuevamente, nótese la presencia de la divinidad) la regla de la propiedad por la cual "todo hombre debería tener tanto como es capaz de utilizar" (2000 31). Lo que significa que, de acuerdo con la razón natural, el límite de la abundancia de lo común será el propio uso, y todo lo que exceda a la parte que se pueda utilizar pertenecerá a los demás. Por ejemplo, en el caso de la tierra: no basta cercar una parcela, sino que deberá ser cultivada y, es más, tampoco basta con cultivarla, sino que también el cultivo deberá ser utilizado. Así, en el estado de naturaleza existe un límite fáctico a la acumulación ilimitada, esto es, las necesidades humanas, por encima de las cuales cualquier producción deja de ser legítima.

En este punto, Locke ensaya una teoría del valor-trabajo por la cual el valor de las cosas depende "solo de su utilidad para la vida del hombre", siendo el trabajo "lo que introduce la diferencia de valor en todas las cosas" (2000 33). La tierra virgen, por caso, no tiene gran valor para el hombre en sí misma: son la producción posible y, sobre todo, la efectiva las que marcan la diferencia. Y el valor de esta última está constituido por la sumatoria de todos los trabajos empleados en el proceso productivo: cada uno de ellos agrega una cuota de valor al producto final. En efecto, Locke tiene en cuenta los distintos momentos productivos que llevan al objeto final. Así, tomando como ejemplo un pedazo de pan, indica que su valor no solo depende de la dedicación del panadero y del cosechador, sino también de todos los trabajadores que, directa o indirectamente, participaron del proceso productivo.5 Obviamente, estas disquisiciones están lejos de poder constituirse como una teoría del valor en un sentido económico, y de hecho ya se encontraban en términos similares en el pensamiento de Aristóteles; aun así, suponen un complemento importante para la ontología de la propiedad al introducir el carácter social de la producción de los objetos económicos.

Ahora bien, la regla de la propiedad limita la apropiación de los bienes comunes en función de su uso. Pero también pone un freno al progreso económico y a la ética del trabajo, ambos construidos en estrecha relación con la acumulación individual (cf Bauman 2000 17). Aparece entonces el problema acerca de cómo justificar conceptualmente la apropiación ilimitada. Por otra parte, recién con Smith se invierte la relación entre división del trabajo e intercambio.6 De manera que Locke -en continuidad con la tradición clásica- entiende que el intercambio es posterior a la división del trabajo. Así, por ejemplo, quien tenía más manzanas de las que podía consumir podía cambiarlas por nueces, que en lugar de días durarían meses antes de echarse a perder. El hecho de que uno de estos bienes fuera más durable que el otro no modificaba la legitimidad del intercambio. Incluso era igualmente lícito cambiar manzanas por gemas o diamantes para atesorarlos durante toda la vida, y esto sin invadir el derecho de los demás ya que el punto problemático no es la cantidad de las posesiones sino su desperdicio.7 De lo que se trata es de encontrar un medio por el cual los bienes no se echen a perder. Siendo así, el hombre logra soslayar la regla de la propiedad con la institución social del dinero, esto es, un mutuo consentimiento que permitió acumular los bienes sin que se arruinen, guardando aquellos bienes verdaderamente útiles para la vida pero perecederos.

El dinero tiene para Locke dos características esenciales: es perdurable y escaso, y por tanto puede constituirse como objeto de valor y convertirse en la mediación necesaria que permite y da sentido a la acumulación.8 En efecto, no tiene ningún sentido exceder la producción por encima de las propias necesidades cuando no está la posibilidad de intercambiar con algo que posea las cualidades mencionadas.9 Pero existiendo esta posibilidad, es decir, habiendo objetos a la vez perdurables y escasos, los hombres acordaron darles un valor y constituirlos como medios de cambio y, más importante, de acumulación.

De manera que el problema de la acumulación en Locke no pasa por cuántos bienes sería lícito reservarse, ni mucho menos por qué tipo de uso debería dárseles. El asunto es cómo evitar que estos se desperdicien en el sentido más literal de la palabra. No es entonces una cuestión ética, sino fáctica, y la solución tiene también ese mismo carácter: el hecho de que exista el dinero es lo que posibilita la acumulación por encima de las necesidades; la legitimación, a este respecto, va de suyo gracias a la relación originaria entre trabajo y propiedad. Por otra parte, que el dinero sea funcional solo por medio de un mutuo consentimiento tiene un papel no menos importante en la argumentación lockeana. En efecto, aún queda pendiente otro condicionamiento sobre la apropiación, muy caro al problema de la tierra: que haya suficiente cantidad de bienes comunales y de idéntica calidad disponibles para los demás. Y es en este punto donde el consentimiento que da origen (y sostiene) al dinero cumple un rol fundamental al legitimar la inevitable desigualdad que surge al asentar -conceptual o, más bien, ideológicamente- la distribución de la riqueza en la disposición de los individuos al trabajo.10

Es con la invención del dinero, pues, que se libera toda la potencialidad del trabajo y la propiedad. Mientras que en los primeros intercambios -limitados por la regla de la propiedad- los hombres trabajaban solo por la satisfacción de sus necesidades, ahora se habilita una acumulación indefinida que desprende a la producción de toda atadura. La conservación y acumulación del fruto del trabajo quedan así garantizadas, justificándose la cantidad de lo poseído a través de la mayor o menor laboriosidad de cada quien. Pero Locke da todavía un paso más al introducir el problema de América y afirmar que en el nuevo mundo hay suficientes tierras para todos, de manera que la abundancia es un dato del orden de lo dado. Aun así, buena parte de esas tierras están ya ocupadas por los indios americanos. Pues bien: la invención social del dinero le permitirá resignificar el primer límite, que va a pasar del "no echarse a perder de las cosas" en particular al "no desperdicio" en general. Y sobre esa resignificación impondrá la comparación entre la productividad moderna (de los europeos) y la primitiva (de los indios americanos): cuando una organización productiva primitiva impide la constitución de una organización productiva moderna, desperdicia todo lo que la segunda pudo haber producido en lugar de la primera. Así, además de justificar la apropiación de las tierras americanas por parte de los colonos europeos, termina introduciendo la maximización de la productividad como un enunciado performativo que actúa sobre el ansia de acumulación requerida por el capitalismo naciente y, al menos indirectamente, instituye a este último como la mejor organización social disponible.

Si ante el primer límite a la apropiación -que las cosas no se echen a perder- Locke daba una respuesta factual, ante el segundo límite -que existan bienes de igual cantidad y calidad disponibles para los demás-Locke dará una respuesta de carácter ético en una muy clara continuidad con la idea de que los intereses egoístas redundan en beneficios públicos. No es casual, entonces, que caracterice la época anterior a la institución social del dinero como una edad "pobre y virtuosa" donde los peligros sociales residían "en el exterior" antes que en los otros miembros de la comunidad. En efecto, al no existir la tentación de tener más de lo necesario para el consumo personal, en el estado de naturaleza el derecho y la conveniencia iban juntos: solo con la habilitación de la acumulación ilimitada "el lujo y la ambición" fueron afincándose en el poder, separando a los gobernantes del pueblo y volviendo necesaria la institución del Estado para cumplir con la gran finalidad de los hombres al entrar en sociedad, esto es, "disfrutar de sus propiedades en paz y seguridad" (2000 91).

El legado lockeano en propiedad intelectual

Al sacar una cosa de su estado natural, entonces, la persona le agrega más, un plus. Este plus es el propio trabajo que, siendo por naturaleza de su propiedad, transfiere el derecho sobre la cosa tomada a la persona que invirtió trabajo en ella, convirtiéndola en su posesión y excluyéndola del derecho común. No es necesario pacto alguno para habilitar la propiedad privada en tanto esta encuentra su justificación última en el trabajo humano. Pero además para Locke el derecho positivo no anula al natural, sino que, antes bien, está en plena continuidad con este. La protección de la propiedad es así una función primaria del sistema político. Pues bien, sobre este esquema básico se asienta una de las corrientes defensoras de la propiedad intelectual: la corriente naturalista.11

Fundamentalmente, sostiene que no existe ninguna diferencia entre los bienes materiales y los inmateriales que esté por encima del hecho de que ambos sean productos del trabajo humano. Las creaciones de la mente son tan dignas de protección como la propiedad tangible, porque ambas son productos del trabajo -físico y/o mental- de cada uno (cf Kinsella 17). Por consiguiente, los argumentos naturalistas a favor de la protección de los derechos de propiedad intelectual pueden o no hacer caso de la distinción ontológica entre la producción material y la inmaterial. Aunque en general se tiende desde aquí a homologar ambos tipos de bienes, esto no es una condición sine qua non de la defensa naturalista: la relación entre trabajo y propiedad es previa y, por ende, independiente de la naturaleza de la cosa.

Para la corriente naturalista, toda creación merece remuneración. La propiedad intelectual se piensa desde la particular relación entre cuerpo, trabajo y propiedad que establece Locke, entendiéndose así que detrás de todo acto productivo se encuentra un individuo que crea valor a partir de sí mismo y en función de su propio interés. En este sentido, los argumentos naturalistas parecen mucho más adecuados para la defensa de los derechos de autor que de las patentes.12 Las imágenes del escritor que -aislado- crea un libro, del pintor que -aislado- crea un cuadro o del músico que -aislado- crea una canción no se diferencian sustancialmente de la de un médico en un consultorio o la de un abogado en un estudio jurídico. Es el modelo de las llamadas profesiones liberales. El proceso de creación de la expresión de una idea se presenta como una relación prácticamente sin mediaciones entre el trabajador, su obra y el adquirente de esta última. Simplemente se asume el modelo liberal por el cual un individuo se toma el trabajo de tomar una manzana de un árbol y, habiéndola hecho suya, la intercambia por una nuez.13

En esta línea, varios intelectuales ven una clara continuidad entre los argumentos naturalistas y la defensa de la propiedad intelectual, al entender que esta última se adecúa perfectamente a los principios más básicos del relato lockeano (cf Himma 2005; Moore 2012). El ámbito de la propiedad intelectual, al caracterizarse por la no rivalidad y no exclusión de los bienes intelectuales, tendría una consistencia ideal con el marco en el que Locke expone su teoría de la propiedad, es decir, con el estado de abundancia a partir del cual se construye la relación entre trabajo y propiedad. En efecto, dado que las ideas no se agotan ni se excluyen entre sí, los límites de la razón natural no se aplicarían a la propiedad intelectual: como siempre se puede inventar una idea nueva, siempre quedarán suficientes bienes de calidad disponibles para los demás. Entonces, el único criterio que se mantiene es el derecho al propio trabajo.14

Ahora bien, el razonamiento de Locke se vuelve más complejo cuando introduce los límites de la razón natural: que queden bienes de igual calidad en suficiente cantidad para el uso de los demás, por una parte, y que las cosas no se echen a perder, por otra. Aparece entonces la necesidad de superar conceptualmente la regla que limita la acumulación en función de su uso. Lo que Locke logra a través de la introducción del dinero que, en su carácter de objeto perdurable y escaso, puede constituirse como la mediación necesaria entre el trabajo y la acumulación. Así se justifica la acumulación indefinida y la regla de la propiedad, aunque sigue todavía en pie, parece funcionar no ya como límite sino como móvil para la acumulación. En efecto, esto puede observarse en las argumentaciones de Locke respecto al problema de las tierras ocupadas por los indios americanos: el "desperdicio" que supone el hecho de que las tierras sean utilizadas arcaicamente termina por legitimar la ocupación europea, la cual permitirá un "mejor uso" debido a la eficiencia de su propia organización productiva. De esta manera, la regla de la propiedad pasa de tener el carácter negativo dado por evitar el desperdicio a otro positivo, y profundamente performativo, dado por el incremento de la productividad.

En torno a esta línea de pensamiento se construye la segunda gran corriente defensora de la propiedad intelectual: la corriente utilitarista, que básicamente sostiene los derechos de protección de la propiedad intelectual con base en distintos criterios de eficiencia (cf Moore 2003).

Por supuesto, lo eficiente requiere un referente sobre el cual basarse. Y para el caso de la propiedad intelectual ese referente es, en general, similar al expuesto por Locke en el caso particular de las tierras americanas: "el argumento utilitarista presupone que debemos elegir leyes y normas que maximicen la riqueza o la utilidad" (Kinsella 18). La producción inmaterial sostenida con base en la propiedad intelectual redundaría en mayor innovación, por lo tanto, en mayor productividad, y en mayor riqueza que si esa producción fuera, por ejemplo, de dominio público, todo lo cual termina por expresarse en la idea de que "la riqueza se optimiza, o al menos se incrementa, otorgando monopolios sobre derechos de autor y patentes que incentiven a autores e inventores a innovar y crear" (ibd).

La idea es sencilla. Sin derechos de exclusión sobre la propiedad intelectual, se asumirían los costos de la producción pero no necesariamente la totalidad de la ganancia y, por ende, no existiría suficiente incentivo para el desarrollo de nuevos productos o el rápido lanzamiento de estos al mercado. Los derechos artificiales de exclusión sobre la propiedad intelectual, aunque anulen o limiten la competencia, generarían mayores beneficios para la sociedad, ya sea en términos de desarrollo productivo -por el aumento de las inversiones-, de nuevos productos -por las innovaciones- e, incluso, de distribución de la riqueza -por el derrame natural desde los países desarrollados al resto del mundo-. El control de los derechos de propiedad aparece entonces como la garantía requerida para proveer los incentivos necesarios para lo que, en última instancia, debería redundar en el progreso general de la sociedad: incluso cuando no se podría garantizar de antemano este objetivo, el fracaso sería inevitable si aquellos que no realizaron inversiones -de trabajo o de capital- están habilitados para reproducir el trabajo intelectual de otros (cf Moore 2003 610).

Por otra parte, desde una perspectiva global se encuentra que detrás de esta propuesta está la teoría de las ventajas comparativas, por la cual se entiende que los países tienden a especializarse en la exportación de las mercancías que pueden producir a un costo comparativamente más bajo que el resto del mundo, importando aquellas en las que son más ineficaces produciendo.15 Efectivamente, desde el enfoque de los impulsores del ADPIC16 se sostuvo que, dado el alto costo de la innovación y el bajo costo de la circulación de la información, era necesaria la regulación internacional de los derechos de propiedad intelectual con el propósito de garantizar los incentivos para mantener las ventajas comparativas de los países productores de conocimiento (cf. Grosse y Ruse-Khan 2008 167; Dinwoodie 2001), lo cual redundaría en el progreso social del resto de los países que podrían beneficiarse de innovaciones que, sin los incentivos necesarios, directamente no se producirían. La idea, en efecto, es que si el costo de producción de una mercancía es más alto que en otros países, conviene importarla antes que producirla, y precisamente por esto los países en desventaja comparativa deberían o bien competir en los términos de los países centrales, o bien comerciar con ellos. Poniendo entre paréntesis la entronización de una teoría que tiende a rozar la falacia naturalista, justificando el estado actual de las cosas,17 cabe mencionar que este argumento supuso, al menos en el momento de institución del ADPIC, una notoria petición de principio al presuponer aquello que se quería instituir: que el conocimiento es una mercancía como cualquier otra.

Hume y la justificación pragmática de la propiedad

Una de las fundamentaciones más lúcidas de la propiedad es la que realiza David Hume en el final del Tratado sobre la naturaleza humana. Desde una perspectiva pragmática, antes que naturalista o utilitarista, Hume ve en la propiedad la mediación necesaria entre el individuo y la sociedad ante las condiciones propias de los objetos y de los hombres. Pero quizás sea la especificidad de estas condiciones lo que la vuelve particularmente interesante: el carácter escaso de los objetos y el deseo ilimitado de los individuos, a su vez movilizados principalmente por el interés personal. Estas características no solo son constantes en la definición histórica del concepto de capitalismo, sino también -y desde mucho antes- del concepto de economía, hecho para nada menor a la hora de evaluar el lugar central que ocupa la fundamentación humeana como teoría de la propiedad. Pero además resulta especialmente importante en el marco de las discusiones sobre los derechos de propiedad intelectual. No solo el sostener una perspectiva pragmática le permite insertarse cómodamente entre el naturalismo y el utilitarismo, haciendo propias o confrontando unas u otras líneas argumentales, sino que, partiendo de un contexto de escasez y no de abundancia, interpela desde la base misma los argumentos que ocupan mayoritariamente la escena de los debates, es decir, los de ascendencia lockeana.

El punto de partida para la teoría humeana de la propiedad es el conjunto de condiciones que caracterizan a la sociedad, a los individuos y a los objetos. Al igual que Aristóteles antes y Marx después, va a distinguir lo propio del hombre, a diferencia del resto de los animales, a partir de la relación con los otros, de la vida en sociedad. Mientras que las necesidades de los animales se encuentran de alguna manera equilibradas con sus capacidades naturales, el hombre parece encontrarse desprovisto de medios naturales específicos a la hora de enfrentarse al mundo.18 Es la sociedad, afirma Hume, la que lo provee de una fuerza, capacidad y seguridad adicionales, derivadas de -respectivamente- la conjunción de fuerzas, la división del trabajo y el auxilio mutuo. Esta es la manera que tiene la humanidad de compensar las debilidades naturales; la vida social aumenta tanto las necesidades como las capacidades, es decir, potencia al hombre, que a través de ella puede constituirse muy por encima de sus límites corporales. De manera que, aunque no pueda pensarse en una ontología del hombre como ser social, en el esquema de Hume la sociedad es anterior tanto a la propiedad como a la justicia.19

Por otra parte, el Tratado se enmarca en su concepción de la "benevolencia limitada": la atención más intensa, es decir, la preferencia individual, va a estar centrada primero en uno mismo, después en las relaciones más cercanas -amigos y conocidos- y por último en las más lejanas -extraños y personas que resultan indiferentes (cf. Hume 657)-. Esta concepción está basada en el principio de simpatía derivado de la impresión del yo, y es fundamental para entender el fondo común que para Hume tienen las relaciones en sociedad. Lo que va a cruzar a las relaciones intersubjetivas va a ser el propio interés: de todas las pasiones, el egoísmo es la más fuerte, y por tanto la que define a los individuos al relacionarse con otros. La benevolencia limitada indica precisamente que este egoísmo, que se mantiene en la base, se proyecta hacia los distintos círculos de intimidad, constituyendo el cúmulo de relaciones que hacen posible a la sociedad.

Por último, Hume va a distinguir tres clases distintas de bienes: la satisfacción interna de la mente, la buena disposición externa del cuerpo y el disfrute de las posesiones adquiridas. En una línea estoica, nada debe temerse respecto al disfrute de la primera, ya que siendo bienes de carácter puramente personal nadie los puede arrebatar. La segunda clase de bienes, por otra parte, sí puede ser arrebatada, pero no puede servirle de ventaja a quien nos prive de su uso. Pero las posesiones no solo pueden ser arrebatadas, sino que también son fuente de interés ajeno:

Solo la última clase de bienes se ve expuesta a la violencia de los otros y puede además ser transferida sin sufrir merma o alteración; al mismo tiempo, nunca se tiene una cantidad tal de bienes que satisfagan a cada uno de nuestros deseos y necesidades. (Hume 656)

Así, el fomento de las posesiones es para Hume la principal ventaja de la sociedad, pero también y al mismo tiempo su principal impedimento. La inestabilidad de su posesión y su escasez hacen que los bienes materiales sean causa tanto de unión como de conflicto.

Tanto es así que la principal perturbación de la sociedad se origina a partir de los bienes externos, y precisamente para encauzar esta perturbación los hombres van a intentar limitar las dos causas por las cuales las posesiones son fuente de conflicto -su carácter independiente y su facilidad para pasar de una persona a otra- procurando equipararlos al carácter constante e inmutable característicos de la mente y el cuerpo. La única manera de generar esta suerte de imitación de lo propio va a ser la convención, es decir, acordar que "cada uno disfrute pacíficamente de aquello que pudo conseguir gracias a su laboriosidad o suerte" (Hume 658). Ahora bien, la convención no va a consistir más que en un sentimiento de interés común, por el cual cada individuo entiende a través de la práctica cotidiana que el respeto de las posesiones ajenas genera el respeto del otro por las propias: "yo me doy cuenta de que redundará en mi provecho el que deje gozar a otra persona de la posesión de sus bienes, dado que esa persona actuará de la misma manera conmigo" (659). No se trata, pues, de una promesa. Lo que en última instancia deriva en la institución de determinadas reglas, fueron antes reglas de conducta que se asentaron en la práctica de una experiencia fundada en el interés personal de cada uno.

A través de esta práctica se establece la abstención de las posesiones ajenas, que va estabilizando también las posesiones propias. Surgen entonces las ideas de justicia e injusticia, y a partir de ellas las de propiedad, derecho y obligación. En este punto de la argumentación la benevolencia limitada muestra su importancia en la teoría de la propiedad que Hume propone: dado que la propiedad y la justicia confrontan con las pasiones más básicas de la humanidad -que llevan a los individuos a privilegiar lo más cercano a ellos- solo pueden surgir con base en un acuerdo, es decir, una suerte de artificio social.20 Lo que da origen tanto a la idea de justicia como a la de propiedad es ese determinado uso de los bienes externos que, a través de la experiencia, logró restringir o, más bien, llevar por otros canales a la pasión más fuerte de los hombres, esto es, el propio interés. La propiedad no es una relación natural, sino moral.

En este sentido, el origen de la justicia explica el de la propiedad. Pero es el mismo artificio el que genera ambas convenciones. La sociedad crea las leyes de la justicia y establece la propiedad como una relación de posesión constante para determinados bienes con el objetivo de restringir, o más precisamente encauzar, el egoísmo de los hombres en beneficio de la sociedad.21 Es, pues, la combinación entre el carácter escaso de los objetos y el deseo ilimitado y egoísta de los hombres lo que en última instancia explica y justifica la propiedad privada: dado que no hay infinita cantidad de bienes, la sociedad establece las reglas por las cuales pueden legítimamente ser posesión de una u otra persona. Así, se evita el conflicto y, en un mismo movimiento, se incentiva el desarrollo de la sociedad.

La crítica liberal a la propiedad intelectual

Existe dentro del liberalismo una corriente -que incluye desde intelectuales liberales hasta anarco-capitalistas- que es fuertemente crítica de la apropiación privada del conocimiento. Básicamente, plantea que los argumentos que generalmente son utilizados en forma conjunta para defender la propiedad privada de los bienes materiales e inmateriales entran en contradicción entre sí cuando son aplicados a la propiedad de estos últimos (cf. Palmer 817). Esto se explica porque estos tipos de bienes son esencialmente diferentes unos de los otros: mientras que los bienes tangibles son escasos, los idearios -por el contrario- están definidos por la abundancia. Así, la corriente liberal crítica parte de una separación ontológica entre la propiedad material y la inmaterial por referir a objetos de distinta naturaleza, que resulta insalvable a la hora de justificar los derechos de protección de la propiedad intelectual.

El peso de esta separación refiere en primera instancia a la justificación humeana de la propiedad, precisamente por la importancia que en ella tiene el carácter escaso de los bienes materiales. En efecto, los bienes tangibles tienen dos características de importancia. Por una parte, son fácilmente intercambiables: pueden pasar de una mano a otra sin ninguna modificación en sus propiedades o, en otras palabras, son plenamente expropiables. Por otra parte, son escasos: su uso está limitado a un número definido de personas y, por ende, no hay forma de utilizarlos que no suponga su posesión. Estas características, en combinación con el interés egoísta e ilimitado de los individuos, hacen que la institución de la propiedad privada sea necesaria para garantizar la vida en sociedad. Pero la combinación del carácter ilimitado de las necesidades y los deseos de los hombres junto al carácter limitado de los bienes tangibles también hace que la propiedad privada aparezca como la institución social que permitiría el uso económico más eficiente de los recursos disponibles, es decir, sería una vía no solo para canalizar el interés egoísta de los individuos, sino también para canalizarlo de forma productiva.

Sin embargo, la perspectiva de Hume es eminentemente pragmática: dadas determinadas condiciones -carácter escaso y transferible de los objetos, deseo ilimitado de los hombres- se establece una relación causal entre un elemento (propiedad privada) y otro (vida en sociedad). Lo que significa que si las condiciones fueran otras -si los bienes externos fueran ilimitados, o el deseo de los hombres mesurado- la relación causal dejaría de tener sentido:

si los hombres dispusieran todas las cosas en la misma abundancia, o todo el mundo sintiera el mismo afecto y amable respeto por todo el mundo que el que siente por sí mismo, también la justicia y la injusticia serían desconocidas por el hombre. (Hume 666)

Y, de la misma manera, la propiedad privada no sería necesaria si los bienes materiales fueran factibles de ser utilizados en cualquier momento por cualquier persona, sin ninguna restricción. Si todos los hombres pudieran comer la misma manzana, ¿qué sentido tendría repartirla?

Pues bien, esta es exactamente la pregunta que se plantea parte del liberalismo respecto a la propiedad intelectual, ya que, efectivamente, los bienes inmateriales son susceptibles de ser utilizados de esa manera. Tanto la aplicación de una idea (materia de las patentes) como la expresión de una idea (materia de los derechos de autor) pueden ser usadas como bienes de capital o de consumo simultáneamente por la totalidad de la humanidad, por tiempo indefinido y sin que merme su calidad o cantidad. Precisamente por esto, es decir, porque siendo objetos idearios se definen por la abundancia, se planteará que:

es difícil justificar los derechos de propiedad intelectual bajo este concepto de propiedad [el proveniente de Hume] ya que estos no surgen de la escasez de los objetos apropiados, más bien su propósito es crear una escasez [...]: aquí la ley no protege la propiedad de un bien escaso, sino que la ley se establece con el propósito de crear una escasez que antes no existía. (Cole 48)

La trasposición de los derechos de propiedad de los bienes tangibles a los idearios tiene como principal objetivo y efecto la creación de escasez: generan artificialmente una situación monopólica gracias a la cual se le confiere a la propiedad inmaterial su valor económico. Esta situación es el resultado de conferir derechos exclusivos al propietario, que podrá excluir al resto de la comunidad del derecho a utilizar, distribuir o conocer el funcionamiento del bien, lo que genera las condiciones de escasez que le permitirán obtener una ganancia por una u otra forma de acceso. La mercantilización del bien inmaterial supone en este esquema su privatización, entendida como forma de apropiación exclusiva y, en general, excluyente. Lo que choca con los principios libertarios más básicos: la libertad de los individuos, en general, y la libertad de mercado, en particular.

Ahora bien, para estos autores los elementos mencionados hasta aquí son suficientes para lograr una contraposición sólida a los principales argumentos de las dos corrientes defensoras de la propiedad intelectual. En primer lugar, la diferencia marcada entre la naturaleza de los bienes materiales e inmateriales, junto con la adopción de la postura humeana que prevalece en la teoría económica, les permite evitar la línea de pensamiento naturalista más cercana a Locke, según la cual la justificación última de todo tipo de propiedad ha de ser el trabajo humano individual. En efecto, la escasez no tiene en la argumentación lockeana el papel fundamental que sí tiene en el caso de Hume; al contrario, la apropiación privada comienza en Locke en un contexto de abundancia: en primera instancia, es condición de ella que existan bienes suficientes y de la misma calidad disponibles para los demás. Sin embargo, esta idea puede no ser completamente fiel al pensamiento de Locke cuando se tienen en cuenta las implicaciones que tiene la institución del dinero como mediación para la acumulación ilimitada de riqueza. En una interpretación utilitarista, la existencia del dinero modifica el sentido de los límites impuestos por la ley natural, y habilita como nuevo criterio legitimante de la apropiación a la maximización productiva.

En esta línea, la civilización europea, como representante de una organización productiva racional, tendría derecho a hacer propias las tierras desperdiciadas por la irracional organización de los indios americanos.

Pero, ¿qué pasaría si la cantidad de tierras fuera mayor a las tierras efectivamente ocupables? Claramente no tendría sentido ocupar las tierras producidas ineficientemente por los americanos, ya que la producción total sería menor a que si, en lugar de eso, se utilizaran las tierras desocupadas. Así, podría desprenderse -al menos, indirectamente- cierto contexto de escasez para el uso de la regla de la propiedad como criterio de eficiencia: solo en cuanto falten tierras primaría el criterio de eficiencia. Lo que lleva a la crítica a la otra gran corriente defensora de la propiedad intelectual.

En segundo lugar, entonces, resaltando que la propiedad intelectual es una institución que genera escasez con el objetivo de crear situaciones monopólicas, estos autores marcan el punto de partida para la crítica al principal argumento de la corriente utilitarista, el cual se asienta en la idea de que son los mayores efectos socio-económicos de este tipo de propiedad los que la justifican. En este sentido, la pregunta relevante sería: "¿qué implicaciones tienen las patentes para la eficiencia en la asignación de recursos, y por qué querría la sociedad conceder a algunos de sus miembros privilegios de este tipo?" (Cole 48). La contraposición entre la escasez de los bienes materiales y la abundancia de los inmateriales permite cuestionar la idea de que la privatización de la producción inmaterial motive, efectivamente, la innovación y la productividad. En efecto, si se da por supuesta la motivación de los agentes, la disponibilidad plena de los productos inmateriales debería provocar tanto mayor innovación como productividad, ya que un mismo producto inmaterial podría ser utilizado como bien de capital simultáneamente por infinidad de agentes, mientras que con las limitaciones de la privatización solo podría ser utilizado por el tenedor de sus derechos o de aquellos autorizados por él. En otras palabras, si no se da una intervención legislativa que introduzca la exclusión sobre lo inmaterial, estarían dadas las condiciones de un estado ideal de libre competencia, donde -además- los medios de producción estarían disponibles para todos.

A partir de la clásica contraposición entre competencia y monopolio, el liberalismo crítico construye su argumento más fuerte en contra de los derechos de protección de la propiedad intelectual: siendo los bienes inmateriales naturalmente abundantes, su limitación artificial equivale a atentar contra el mercado y los principios que le otorgan su legitimidad económica y política. El ideal del mercado, desde esta perspectiva, es la libre competencia, a la cual está atada su capacidad de autorregulación y, por lo tanto, los principios ordenadores de la producción y distribución de la propiedad en general. En consecuencia, la creación de monopolios artificiales para los bienes inmateriales distorsiona no solo la producción y distribución de este tipo de bienes, sino la producción y distribución en general: siendo el mercado uno y el mismo, instituir derechos de protección de la propiedad intelectual significa instituir privilegios para algunos de los agentes.22

Consideraciones finales: los límites de la crítica liberal

La perspectiva liberal en los debates sobre propiedad intelectual está cruzada por una tensión que interpela de manera directa a los fundamentos del liberalismo, es decir, aquella entre propiedad y libertad. Mientras que para los bienes materiales la propiedad puede aparecer como una garantía de la libertad de los individuos, con los bienes inmateriales esa relación no solo no se aplica, sino que se invierte. El carácter escaso y excluyente de los bienes materiales aparece, en las teorías de la propiedad, como un dato del orden de lo dado, y es en función de él que el liberalismo erige a la propiedad privada como un límite ordenador para aquello que, en un contexto de individuos enfrentados entre sí, debe normalizarse para evitar el conflicto y garantizar una utilización eficiente de lo escaso. Pero, contrariamente, la propiedad intelectual solo puede erigirse a costa de la libertad de esos mismos individuos, ya que introduce el carácter rival y excluyente sobre los bienes inmateriales de forma externa y artificial. No es de extrañar, entonces, que la tensión entre libertad y propiedad sea divisora de aguas; al introducirse esta inconsistencia en la base misma de su sistema filosófico, el liberalismo está obligado a jerarquizar sus fundamentos. Debe privilegiar o bien la libertad, o bien la propiedad.

De manera que la propiedad y la libertad, tradicionalmente pensadas como dos aspectos consistentes desde el punto de vista de los derechos del individuo en la sociedad liberal, se contraponen ahora en una contienda que no parece ofrecer ninguna salida conciliatoria. No debería llamar la atención, entonces, que dos de los principales ideólogos del pensamiento neoliberal tengan posiciones divergentes respecto a la propiedad intelectual. Aunque la atención que le dedicaron específicamente a la cuestión es menor, todos los abordajes se han basado en la relación entre monopolio y libre competencia, y han visualizado en los derechos de propiedad intelectual una forma de monopolio, de ahí, un posible riesgo para la competencia. Friedich Hayek, de hecho, mantiene la postura de la corriente liberal crítica al ver en la propiedad intelectual un monopolio como cualquier otro que, en cuanto tal, solo puede ser entendido como resultado de una intervención injustificable del Estado:

No es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad privada y de la libertad de contrato; mucho depende de la definición precisa del derecho de propiedad, según se aplique a diferentes cosas. Se ha desatendido, por desgracia, el estudio sistemático de las formas de las instituciones legales que permitirían actuar eficientemente al sistema de la competencia; y pueden aportarse fuertes argumentos para demostrar que las serias deficiencias en este campo, especialmente con respecto a las leyes sobre sociedades anónimas y patentes, no solo han restado eficacia a la competencia, sino que incluso han llevado a su destrucción en muchas esferas. (Hayek 69)

Las patentes industriales, entre otras formas de propiedad intelectual, son visualizadas como ejemplo de una política en beneficio de los monopolios por parte del Estado, que incluye desde tarifas subsidiadas hasta acuerdos para que determinadas compañías puedan soslayar las leyes anti-monopólicas. Hayek entiende que la propiedad intelectual -al menos cuando se constituye como una herramienta monopólica-no puede sino atentar contra los principios de la libre competencia y, de ahí, contra su correcto funcionamiento. Es pues fiel a su máxima de que la política gubernamental no debería asistir a los monopolios, sea a través de reglas discriminatorias o de políticas públicas que los favorezcan por sobre el resto de los agentes.

Sin embargo, Milton Friedman tiene una posición mucho más matizada, al punto de que -llevada hasta sus últimas consecuencias- llega a contraponerse a la de Hayek. Aunque reconoce el carácter monopólico de la propiedad intelectual, se preocupa por separarla de los monopolios tradicionales; de hecho, Friedman considera a la propiedad intelectual como una forma de monopolio similar a la que se puede tener sobre una parcela de tierra -lo que significa reconocer que su existencia ya se ha justificado para otro tipo de bienes-. Además, como punto de partida identifica dos razones principales por las cuales los derechos de propiedad intelectual se podrían justificar específicamente: el incentivo al productor y los altos costos de algunas innovaciones. La cuestión de los derechos de propiedad intelectual la refiere entonces a una "definición social" de aquello que se considera objeto de propiedad, cuyas particularidades habrán de resolverse prácticamente:

Una cosa es clara. Las condiciones específicas de las patentes y los derechos de autor, por ejemplo la duración de las patentes por un periodo de diecisiete años en lugar de cualquier otro lapso posible, no son una cuestión de principios. Son una cuestión de conveniencia que debe determinarse a través de consideraciones prácticas. Yo personalmente me inclino a creer que serían preferibles períodos mucho más cortos. Pero este es un juicio casual de un tema que debería estudiarse mucho más profundamente. (Friedman 108)

De manera que, una vez establecida la propiedad intelectual, Friedman relega la cuestión a una evaluación social, lo que deja la puerta abierta a una tendencia hacia la ampliación de los derechos de propiedad intelectual que pocos años después se mostrará como hegemónica.23 El movimiento conceptual que realiza está en la línea de la defensa utilitarista de la propiedad intelectual. Friedman no apela al derecho natural sobre los frutos del propio trabajo; por el contrario, la pregunta de si es "deseable" el establecimiento de la propiedad intelectual parte de dos condiciones fácticas que podrían justificarla: la necesidad de incentivar al productor y la necesidad de hacer frente a los costos de algunas innovaciones. De esta manera, se emparenta a los argumentos utilitaristas para la justificación de la propiedad privada de los bienes intelectuales y su homologación al sentido de la propiedad privada característico de los bienes materiales, en una línea similar, aunque fundamentalmente distinta, a la trazada por Hume.24

En efecto, en Hume la propiedad privada también se justifica por una condición de tipo fáctico: la escasez natural de los bienes materiales; así, la propiedad privada aparece como la manera más eficiente -en un sentido económico tanto como político- de administrar los recursos en un contexto donde los usos posibles están condicionados por las características naturales de los bienes, que incluyen la rivalidad y la exclusión. Pero los defensas utilitaristas invierten este argumento, manteniendo, sin embargo, la asociación entre escasez, propiedad privada y eficiencia: la escasez se justifica por la propiedad privada, que (ahora) es en sí misma vista como la manera más eficiente de administrar los recursos económicos -o de incentivar al productor y enfrentar los costos-. La propiedad privada se vuelve autorreferencial, deviene en verdadera arché.

Para comprender esto, ante todo debe notarse que, por una parte, incentivar al productor es distinto a garantizarle una justa retribución y que, por otra, la existencia de costos nada dice acerca del origen de los fondos necesarios para costearlos. Justificar la propiedad privada a partir de esas necesidades es dar una respuesta arbitraria, o, en palabras de Friedman, "social". Y, efectivamente, es en este sentido que entendemos que se realiza una inversión de la argumentación humeana: allí la propiedad privada resultaba eficiente por los límites que imponían las condiciones materiales de los objetos, pero aquí -donde esas condiciones no solo son distintas, sino que son las opuestas- la propiedad privada sigue manteniendo esencialmente la misma pretensión de eficiencia.

No es de extrañar entonces que la crítica liberal no acepte la nueva asociación. Por una parte, desde una perspectiva naturalista, porque por encima de cualquier tipo de eficiencia se encuentra la libertad del individuo. La propiedad intelectual requiere la creación de monopolios artificiales sobre algo que es en sí mismo abundante, y por tanto supone una exclusión arbitraria, una limitación a la libertad individual que no debería poder justificarse por argumentos de carácter utilitario. En esta línea, la eficiencia aparece como un aspecto secundario que debe relegarse a la libertad, tanto de uso como de empresa: el argumento naturalista es independiente de la cuestión de la eficiencia. Por otra parte, desde una perspectiva utilitarista, porque la eficiencia es asociada a la libre competencia antes que a la propiedad privada. La privatización de aquello que es abundante atentaría contra la libertad de empresa, otorgando monopolios que excluyen en favor de pocos aquello que podría ser un recurso económico para todos y, con esto, generar fallas en el mercado, ya que los precios monopólicos escaparán a la regulación de la oferta y la demanda.

Sin embargo, las posiciones liberales críticas no pueden sino quedar descolocadas ante el sistema que contribuyeron conceptual e ideológicamente a construir. La razón parece simple: las características de los bienes inmateriales -no rivalidad, no exclusión y costo de reproducción tendiente a cero- imponen un límite a la acumulación, que -para incentivar apropiadamente a los agentes económicos- debe poder concebirse como ilimitada. La posición de Hayek es claramente intransigente a este respecto, pero dado que ha sido -según sus propias palabras- la mutua asociación entre Estado y mercado la que ha promovido la creación de monopolios así como su desarrollo en las grandes corporaciones multinacionales, resulta cuanto menos algo arcaica. La libertad de empresa ya no puede entenderse como el derecho a la libre competencia; antes bien, pareciera expresar el derecho a obtener la máxima ganancia posible en un mundo ordenado en torno a la propiedad privada. En otras palabras, no sería la competencia el principio regulador del mundo económico sino la acumulación.

De esta manera, pareciera que, de las perspectivas clásicas respecto a la fundamentación filosófica de la propiedad, la que el capitalismo ha hecho triunfar es la de raigambre lockeana basada en la utilidad. Su principio regulador es la acumulación ilimitada, legitimada ante los límites de la razón natural por la realidad fáctica de la existencia del dinero, que no solo es medio para la acumulación sino causa eficiente de la productividad gracias a su influencia sobre la motivación de los productores: al tiempo que la propiedad privada se define por la acumulación ilimitada, el ansia de riqueza resulta aquello que moviliza a los individuos. La maximización de la productividad que supuestamente implica es la que, finalmente, le da el carácter de eficiencia a la propiedad privada en tanto tal. Como sostiene Schumpeter (1997)), la propiedad privada -entendida desde la acumulación- es la mejor expresión material para la voluntad de creación de un imperio privado.

Esta es la razón por la cual el resto de los principios liberales -para muchos fundantes--, como la libre competencia o la libertad de empresa, quedan relegados a un segundo plano, pues resultan ideológicamente insuficientes en contraposición a la acumulación. El incentivo puede entenderse de maneras muy distintas: como el derecho a obtener la mayor ganancia posible o como el derecho a una justa retribución. De igual manera, los costos pueden ser financiados de forma privada o también socialmente, mediante fondos públicos o impuestos específicos. Pero esto no está realmente en discusión. El éthos del capitalismo contemporáneo indica que aquello que sea economizable debe organizarse sobre la base de la propiedad privada, entendida a partir del derecho a la maximización de las ganancias o, lo que es lo mismo, que la acumulación es precisamente el límite de las discusiones sobre el debate de la propiedad intelectual.

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1 Los bienes inmateriales, a diferencia de los materiales, se caracterizan por los principios de no rivalidad, no exclusión y un costo de reproducción tendiente a cero.

2"Los hombres son todos obra de un Hacedor omnipotente [...]; en consecuencia, son de Su propiedad y han sido hechos para durar lo que a Él, y no a cualquiera de ellos, le plazca" (Locke 2000 11).

3Uno se deriva directamente de la máxima antedicha, el otro del derecho a la propia preservación (ya que esta última no estaría garantizada si uno no dispusiera libremente de sí mismo, es decir, si alguien pudiera disponer a su antojo de la propia vida).

4"Cada hombre tiene una propiedad sobre su propia persona, a quien nadie tiene derecho alguno sino él. La labor de su cuerpo y el trabajo de sus manos, podríamos decir que son suyos por propiedad" (25).

5"Ya no son solo los esfuerzos del labrador, la labor del cosechador y el trillador y el sudor del panadero los que han de computarse en el pan que comemos, sino también el trabajo de quienes domesticaron los bueyes, los que extrajeron y forjaron el hierro y sacaron las piedras, los que derribaron y ensamblaron la madera empleada en el arado, el molino, el horno o cualquier otro de los utensilios, que son numerosos, utilizados desde que se sembró la semilla hasta que se hizo el pan, y que deben ser puestos en la cuenta del trabajo y percibidos como un efecto de él" (2000 35).

6Esta inversión puede verse como el último paso hacia la secularización del mundo. Si bien Hobbes y Locke habían desarrollado la autonomización y emancipación del sujeto respecto al cuerpo social, al pensar el intercambio como consecuencia de la división del trabajo todavía se mantiene el sentido común del orden medieval en tanto los roles sociales siguen apareciendo como efecto de un cuerpo constituido de antemano. Es a partir del giro propuesto por Smith que los distintos roles sociales dejarán de concebirse como un desprendimiento de una organicidad natural de la sociedad, para ser explicados a partir del libre interés de individuos iguales (cf. Rosanvallon 2006 77).

7"lo que sobrepasaba los límites de su propiedad no consistía en la cantidad de sus posesiones sino en dejar que se echara a perder lo que, teniendo en su poder, no usaba" (Locke 2000 37).

8"donde no haya algo a la vez perdurable y escaso, y por tanto valioso para ser acumulado, los hombres no tendrán la posibilidad de aumentar sus posesiones" (2000 38).

9"pues, ¿cuánto valoraría un hombre diez mil o cien mil acres de tierra excelente, ya cultivada y bien provista de ganado, en el medio de las regiones interiores de América, donde no tiene esperanza de comerciar en otras partes del mundo, ni de obtener dinero por la venta del producto? No valdría la pena cercarla y lo veríamos entregar de nuevo al común de la tierra natural cualquier superficie que superara lo necesario para proveer las necesidades de vida para él y su familia" (2000 38).

10"es claro que los hombres han consentido una posesión desproporcionada y desigual de la tierra. Pues mediante voluntario consentimiento, han establecido la forma en que un hombre, rectamente y sin injuria, puede poseer más tierra de la que puede utilizar, recibiendo oro y plata a cambio de lo sobrante. Pues el oro y la plata pueden permanecer largo tiempo en posesión de su propietario, sin echarse a perder" (2000 39).

11La separación entre una corriente naturalista y otra utilitarista debería tomarse en muchos casos como meramente arquetípica, ya que, por supuesto, en las discusiones se cruzan y complementan argumentaciones de ambas ascendencias. Un debate particularmente interesante donde se ve claramente esto es aquel entre Adam Mossof y Richard Epstein: Mossof entiende que los derechos de propiedad responden a una formación histórico-social pero que, sin embargo, tienen una base natural para ellos (siendo en última instancia representante de la corriente naturalista), mientras que Epstein asume la distinción cualitativa entre lo material y lo inmaterial pero incorpora una serie de matices para justificar distintos tipos de propiedad intelectual (cf. Epstein 2004; Mossof 2005).

12Porque las patentes -entendidas como ideas-, a diferencia de los derechos de autor -entendidos como expresiones de ideas-, cercan un espacio mucho mayor: la propertización es genérica, en el sentido de que se trata de una apropiación no sobre objetos sino sobre géneros y especies.

13Por ejemplo: "El objetivo de la protección brindada por los derechos de autor es reconocer a los mismos (en nuestro caso periodistas o las propias compañías periodísticas) un título de autoría intelectual, y, por otro lado, una remuneración de su trabajo que les sirva de recompensa por sus logros creativos [ y de incentivo para] ulteriores trabajos creativos" (García y Rojo 63). Nótese que los autores no hacen distinción entre ellos mismos y las compañías para las cuales trabajan.

14Sin embargo, no es tan sencillo sostener esta interpretación del legado lockeano. Una de las complicaciones más notorias aparece cuando se cruza la teoría del valor de Locke con el derecho a la propia adquisición. En efecto, por una parte, Locke reconoce el aporte de numerosos agentes en el proceso de trabajo, los cuales participan en mayor o menor medida en la producción del objeto, pero, por otra, su teoría de la apropiación se centra en la primera adquisición, esto es, en el primero en poner trabajo y decir "esto es mío". El problema que se sigue, entonces, es a quién debería corresponder la propiedad del objeto cuando es producto de una elaboración colectiva. Problema que, además, es especialmente pertinente para el caso de la propiedad intelectual, ya que una idea no surge de forma aislada, sino que, antes bien, tiende a depender de toda una serie de elaboraciones previas. Sobre esta cuestión, véase Moore (1997 79).

15Básicamente, la idea es que si el costo de producción de una mercancía es más alto que en otros países, conviene importarla antes que producirla. La teoría de las ventajas comparativas tiene su origen en David Ricardo quien, a diferencia de Smith, entiende que lo decisivo en el comercio internacional no son los costos absolutos de producción, sino los relativos.

16El Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (TRIPS en inglés) de la Organización Mundial de Comercio (OMC) a partir del cual se constituyen los "estándares" en derechos de propiedad intelectual a nivel mundial. Sobre la institución del ADPIC puede verse Drahos 2009.

17Casi va de suyo que la teoría de las ventajas comparativas ejerce una fuerte influencia performativa, en cuanto que tiende a mantener una división internacional del trabajo desventajosa para los países periféricos -hoy limitados a la producción agropecuaria, de commodities o industrial-, cuando son los bienes y servicios los que cada vez más permiten obtener ganancias diferenciales.

18Un león, por ejemplo, tiene garras, fuerza, agilidad; una oveja o un buey, no. Pero sus necesidades son moderadas. Contrariamente, "solo en el hombre es posible observar en forma extrema esta conjunción antinatural de necesidad y debilidad" (Hume 653).

19Tampoco hay una ontología de la propiedad, a diferencia del caso de Locke.

20En efecto, "Como nuestro sentimiento primero, y más natural, de lo que es moral está basado en la naturaleza de nuestras pasiones, y otorga preferencia a nosotros y a nuestros amigos por encima de los extraños, resulta imposible que pueda existir algo así como un derecho o propiedad establecidos mientras las pasiones opuestas de los hombres les empujen en direcciones contrarias y no sean restringidas por una convención o acuerdo" (Hume 660-661).

21Pues "no existe ninguna pasión capaz de controlar nuestro deseo de interés, salvo esta misma afección, y conseguimos este control alterando su dirección" (Hume 662).

22En este sentido, Palmer argumenta que: "El intento de generar oportunidades de negocios por medio de la limitación legislativa al acceso de ciertos bienes inmateriales [...] contiene una contradicción fatal: viola los derechos a los bienes tangibles, los principios básicos de la fundamentación legal sobre la cual se da el mercado" (864).

23No podemos dejar de mencionar que Friedman fue uno de los economistas que presentaron un escrito al Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso "Eldred contra Ashcroft" (537 u.s. 186, 2003), en el que se oponía a la extensión de veinte años del plazo de protección del copyright hasta alcanzar los setenta años desde la muerte del autor, o los noventa y cinco para obras de propiedad de una corporación (cf. Benkler 74).

24La posición de Friedman, sin embargo, sigue siendo intermedia, y también se emparenta a la de intelectuales críticos de los derechos de propiedad intelectual que, empero, entienden que deberían existir formas socialmente matizadas de estos derechos (como puede serlo Richard Epstein).

Cómo citar este artículo:

MLA: Fazio, A. "Fundamentos conceptuales de ia propiedad intelectual. Liberalismo y crítica." Ideas y Valores 68.170 (2019): 121-145.

APA: Fazio, A. (2019). Fundamentos conceptuales de la propiedad intelectual. Liberalismo y crítica. Ideas y Valores, 68 (170), 121-145.

CHICAGO: Ariel Fazio. "Fundamentos conceptuales de la propiedad intelectual. Liberalismo y crítica." Ideas y Valores 68, 170 (2019): 121-145.

Recibido: 26 de Diciembre de 2016; Aprobado: 10 de Abril de 2017

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