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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.68 no.171 Bogotá Sep./Dec. 2019  Epub Feb 15, 2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v68n171.64799 

Artículos

¿ES RAWLS RESPONSABLE POR EL IGUALITARISMO DE LA SUERTE? LEGITIMIDAD Y RESPONSABILIDAD EN LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA

IS RAWLS RESPONSIBLE FOR LUCK EGALITARIANISM? LEGITIMACY AND RESPONSIBILITY IN DISTRIBUTIVE JUSTICE

FACUNDO GARCÍA VALVERDE* 

* Universidad de Buenos Aires / Conicet - Buenos Aires - Argentina. fgarciavalverde@gmail.com


RESUMEN

El igualitarismo de la suerte es una teoría de justicia distributiva que incluye con sideraciones de responsabilidad atributiva individual para definir las obligaciones distributivas. Se presenta como un intento de recomponer cierta consistencia in terna a la teoría rawlsiana y evitar algunas de sus consecuencias "inequitativas". El artículo defiende la consistencia interna del proyecto rawlsiano sin necesidad de incluir un criterio sensible a la responsabilidad atributiva individual, ya que la inclusión de tal criterio resultaría ilegítima desde el punto de vista rawlsiano.

Palabras clave: J. Rawls; igualitarismo de la suerte; justicia distributiva; legitimidad; responsabilidad

ABSTRACT

Luck egalitarianism is a theory of distributive justice that includes considerations of attributive responsibility when defining distributive obligations. It appears as an attempt to recompose the internal coherence of Rawlsian theory and avoid some of its "inequitable" consequences. The article defends the internal coherence of Rawls' theory, without the need to include a criterion sensitive to individual attributive responsibility, given that such criterion would be illegitimate from a Rawlsian point of view.

Keywords: J. Rawls; luck egalitarianism; distributive justice; legitimacy; responsibility

Una de las grandes discusiones de la justicia distributiva post-rawlsiana trata acerca de si es necesario utilizar una concepción de responsabilidad individual para determinar la extensión de las obli gaciones distributivas de una comunidad política. Por un lado, el igualitarismo de la suerte responde afirmativamente, ya que las des igualdades son injustas únicamente si surgen de circunstancias azarosas y no de elecciones. Por otro lado, el igualitarismo relacional responde con una negativa, ya que las desigualdades injustas son aquellas que limitan la capacidad para cooperar como participantes iguales. De esta forma, la cuestión que divide las aguas es si un Estado igualitario debe evaluar los comportamientos individuales para determinar con preci sión la extensión de sus obligaciones distributivas.

El igualitarismo de la suerte mantiene una relación tensa con la teoría rawlsiana que, en muchos aspectos, se asemeja a una disputa por paternidad. De un lado, el igualitarismo de la suerte se muestra como un heredero legítimo de la tradición rawlsiana, señalando dos rasgos identitarios comunes: la tesis de que los individuos deben responsabilizarse por el costo de sus planes de vida (cf. Cohen 914-915; Rawls 1993 33-34) y la tesis de que la distribución natural de talentos es moralmente arbitraria (cf Kymlicka 57-60; Rawls 1999 63-4, 88-95). De otro lado, buena parte de los intérpretes rawlsianos rechazan compartir la herencia; otros rasgos definitorios de la genética rawlsiana -como el rechazo de un principio de compensación por desigualdades inmerecidas (cf Freeman 118-9; Rawls 1999 86; Scheffler 25), y que el objetivo de la justicia distributiva es cómo regular las instituciones económicas entre personas libres e iguales que están dispuestas a cooperar mutuamente sobre términos de reciprocidad y respeto (cf. Freeman 2007 131; Rawls 2001 50)- apuntan en la dirección de otros "hijos" no basados en tesis del igualitarismo de la suerte.

En este artículo defenderemos la segunda de estas opciones. Esta defensa, no obstante, no estará basada en la comparación de esos rasgos genéticos sino en una comprensión global de la identidad rawlsiana. Creemos que esta es muy pasible de malinterpretación si solo se conside ran elementos aislados; por lo tanto, solo la vinculación entre diferentes elementos de su teoría ofrecerá una imagen acabada. En este sentido, creemos que la cuestión de la justicia distributiva es inseparable de cómo sus principios podrían resultar aceptables para los ciudadanos de sociedades plurales, es decir, de su legitimidad.

La tesis central de este artículo será que el igualitarismo de la suerte no puede formar parte de una concepción política de la justicia y que, por lo tanto, las políticas públicas derivadas de esa concepción serían ilegítimas de acuerdo al propio Rawls. Así, no solo rechazaremos que Rawls sea el padre "involuntario" del igualitarismo de la suerte sino que tampoco podría serlo, dada su propia "identidad" genético-filosófica.

Esta tesis se desarrollará analizando la legitimidad rawlsiana de los distintos criterios que el igualitarismo de la suerte ha propuesto para di ferenciar circunstancias de elecciones, es decir, para delimitar el campo de las obligaciones de la justicia distributiva. Luego de reconstruir bre vemente la concepción rawlsiana de la legitimidad y las tesis básicas del igualitarismo de la suerte (I, II), se discutirán tres criterios de distinción propuestos por igualitaristas de la suerte. En primer lugar, el que surge de la respuesta filosófica tradicional consistente en derivarlo de alguna posición sobre el problema del libre albedrío (III.a). En segundo lugar, el criterio que surge de tomar las intuiciones mayoritarias respecto de qué es una circunstancia y qué una elección (III.b). En tercer lugar, se exa minará el criterio que surge de la propia concepción rawlsiana de la persona (III.c). Como veremos, cada uno de estos criterios fallará, por distintas razones, en satisfacer el criterio de legitimidad rawlsiano.

I. El igualitarismo de la suerte

Los hijos no reconocidos suelen ignorar las circunstancias de su nacimiento; sencillamente aparecen aquí y ahora reclamando para sí una identidad genética. Esta situación dramática es análoga a la del igualitarismo de la suerte. Por un lado, ninguno de los autores que sue le asociarse clásicamente a esta concepción (Ronald Dworkin, Gerald Cohen, Richard Arneson, John Roemer, etc.) creyó estar desarrollán dola. De hecho, no fue sino hasta que Elizabeth Anderson los agrupó en su clásico artículo que una mínima identidad comenzó a desarro llarse (cf. Anderson). Por el otro lado, sus tesis son claras y distintivas y han generado tanto consecuencias prácticas como lazos de familia.

La intuición básica del igualitarismo de la suerte y que compone su identidad está ampliamente presente en buena parte de las discusiones políticas acerca de la igualdad de oportunidades. Esta intuición consiste en que los individuos no son responsables por las circunstancias que les ocurren, pero sí son responsables por las elecciones que realizan; un individuo no es responsable por el terremoto que destruye su hogar ni por haber nacido en una zona sísmica, pero sí es responsable de no ha ber contratado un seguro contra todo riesgo y de haberse accidentado mientras intentaba filmar el terremoto desde un balcón para subirlo a las redes sociales. La igualdad de oportunidades se vería afectada en el primer tipo de casos, pero no en el segundo.

Dada esta intuición, el igualitarismo de la suerte sostiene que un Estado igualitarista debería compensar aquellas desigualdades que surgieron de circunstancias que no estaban bajo el control del indivi duo; el azar impacta arbitrariamente sobre nuestras oportunidades y la igualdad de oportunidades requiere morigerar tal impacto. Al mismo tiempo, no debería compensar aquellas desigualdades que resultan de las elecciones de los individuos; la igualdad de oportunidades no exige igualdad de resultados, sino que el estado final sea determinado úni camente por las elecciones.

De esta forma, sus antagonistas conceptuales son los vividores (freeriders) y los irresponsables. Los primeros se rehúsan voluntariamente a realizar una acción requerida para la cooperación, pero pretenden disfrutar de los beneficios cooperativos; los segundos realizan acciones voluntarias a pesar de conocer los costos y riesgos de sus acciones. Según el igualitarismo de la suerte, exigir una redistribución a favor de alguno de ellos -como lo hace el principio de diferencia rawlsiano- implica una forma inequitativa de igualar oportunidades ya que un tercer grupo (los prudentes y los que realizan su parte justa en la cooperación) debería subvencionar los costos de elecciones imprudentes o descuidadas (cf. Kymlicka 72-74).

Como resulta claro, la intuición básica del igualitarismo de la suerte debe comprometerse con algún criterio para distinguir clara y pública mente entre una elección y una circunstancia. La diferencia entre tener que hacerse cargo de todas las consecuencias de una elección y no tener que hacerlo es grande y crucial para la calidad de vida del individuo; es la diferencia entre poder y no poder dedicar recursos a otra cosa que no sea cubrir los costos de decisiones imprudentes pasadas; es la diferencia entre caer bajo un umbral de suficiencia o no; es la diferencia entre que el respeto debido esté o no condicionado a la realización de ciertas ac ciones autorreferenciales. Así, dadas las consecuencias de emplear esta intuición para definir cuándo las oportunidades son iguales, es funda mental exigir un criterio preciso que nos guíe con altas probabilidades de éxito en la identificación de circunstancias y elecciones.

Tal exigencia es absolutamente necesaria porque no es esperable que la intuición nos ofrezca, por sí sola, una respuesta indubitable para todos los casos. Ella nos ofrece poca orientación en casos difíciles: ¿dón de ubicamos a la mujer que se dedica a cuidar a sus hijos sin trabajar, al hombre extremadamente obeso que decide no trabajar para no sufrir humillaciones, al individuo que no puede elegir otra cosa que "gustos caros" o al individuo que fumó diez cigarrillos en toda su vida, pero tiene una disposición genética mayor a contraer cáncer de pulmón? ¿Dónde termina una circunstancia y comienza una elección? De esta forma, el carácter intuitivo del igualitarismo de la suerte depende de un criterio, ya no tan intuitivo, que delimite el campo de las elecciones y el de las circunstancias. En las secciones siguientes, se analizarán dis tintos criterios propuestos.

II. Legitimidad rawlsiana

Como es ampliamente conocido, los problemas de la estabilidad política y de la legitimidad cobraron una importancia central en la obra rawlsiana. Luego de A Theory of Justice, Rawls se esforzó en mostrar que su teoría de justicia como equidad puede ser aceptada por ciudadanos razonables que no comparten un acuerdo sustantivo sobre la verdad de una doctrina comprehensiva omniabarcante. Rawls entiende a tales doctrinas como las concepciones teóricas, filosóficas y morales que de fienden tesis acerca del valor de la vida, de su significado último, de la naturaleza de la realidad y de las posibilidades del conocimiento, entre las que pueden incluirse las grandes religiones, las ideas de una vida humana floreciente, las tesis metafísicas sobre cómo conocer el mun do, etc. (cf. Rawls 1993 13). Así, por ejemplo, de acuerdo con Political Liberalism, el principio de diferencia no debería descansar en cómo las desigualdades impactan negativamente en una concepción específica de una vida humana floreciente.

Las razones para este nuevo foco rawlsiano son múltiples, pero parten de la premisa de que una de las obligaciones de un sistema de cooperación equitativo es respetar el hecho del pluralismo razonable. Este hecho consiste en la existencia de desacuerdos morales profundos y arraigados en la vida social y política de sociedades democráticas. Si ellos fueran solo producto del egoísmo humano, los sesgos cognitivos de los individuos, sus preconceptos culturales o de clase, etc., aun no explicarían por qué constituyen un hecho persistente de las culturas democráticas. La pregunta rawlsiana por la legitimidad, por el contra rio, supone otorgar a tales desacuerdos un valor moral. Según Rawls, dado que estos surgen en democracias pluralistas donde las libertades individuales quedan resguardadas, ellos son el devenir natural de la razón libre (cf 1993 XVI). Al mismo tiempo, esos desacuerdos son muy difícilmente resolubles ya que están sujetos a las "cargas del juicio", esto es, "las muchas dificultades implicadas en el ejercicio adecuado de nuestras facultades de razón y juicio en el curso ordinario de la vida política" (id. 56) como, por ejemplo, la dificultad para comprobar y ponderar evidencias relevantes o para interpretar los conceptos mora les, etc. Dado ello, no es razonable esperar que "personas conscientes, en pleno uso de sus facultades de razón, ni siquiera tras una discusión libre, arriben unánimemente a la misma conclusión" (id. 58).

El valor moral de estos desacuerdos no puede, no obstante, atribuir se a cualquier discusión moral o política sino tan solo a las mantenidas por individuos que son razonables. Estos quedan definidos, además de por poseer las facultades morales de un sentido de la justicia y de una concep ción del bien, por su motivación a ofrecer y cumplir con términos justos de cooperación social y por su reconocimiento de las consecuencias de las cargas del juicio (cf Rawls 1993 48-54). De manera inversa, si cualquier desacuerdo fuera considerado como razonable -independientemente de quiénes discuten y de cómo justifican sus posiciones políticas-, un posible consenso entre las distintas doctrinas comprehensivas no sería más que el producto de un compromiso y generaría tan solo un modus vivendi que no podría ser justificado moralmente (cf id. 144-159).

Dada esta explicación de los desacuerdos morales profundos en las democracias contemporáneas, Rawls concluye que el poder coercitivo del Estado y de las instituciones que componen la estructura básica no puede justificarse apelando exclusivamente a ideas propias de una determinada doctrina comprehensiva. Una justificación así violaría el principio liberal de la legitimidad, según el cual el ejercicio del poder político

es propio y justificable solo si se realiza de acuerdo con una constitu ción, la aceptación de cuyas esencias pueda razonablemente presumirse de todos los ciudadanos a la luz de principios e ideales admisibles por ellos como personas razonables y racionales. (cf Rawls 1993 217)

Tal principio de legitimidad se deriva, entonces, de la posibilidad y existencia de ciudadanos razonables. Estos no están dispuestos a imponer sus doctrinas comprehensivas como justificación del poder coercitivo porque entienden que eso equivaldría a que otros individuos (también razonables) queden forzados a vivir bajo reglas que, al interior de sus doctrinas, consideran falsas. Puesto en los términos del propio Rawls, los ciudadanos razonables aceptan y satisfacen el deber de civilidad al discutir asuntos de justicia básica (cf. 1993 217).

De lo anterior se infieren dos consecuencias más o menos directas. En primer lugar, la concepción de justicia que estructura el poder político solo quedará justificada si se convierte en el foco de un consenso entre cruzado entre las distintas doctrinas comprehensivas razonables, esto es, si se presenta desde un punto de vista independiente (free-standing) que no exige la adopción de una doctrina comprehensiva particular para su aceptación y justificación. Tal punto de vista independiente solo puede ser alcanzado si las ideas y conceptos fundamentales de tal concepción política pueden extraerse de la cultura pública de una so ciedad, es decir, del "fondo compartido de ideas y principios básicos implícitamente reconocidos" (Rawls 1993 8) que "abarca las instituciones políticas de un régimen constitucional y las tradiciones públicas de su interpretación, así como los textos y documentos históricos que son de conocimiento común" (cf. id. 14).

La segunda consecuencia es que se garantiza un ámbito liberal de autonomía sobre el cual el Estado no puede intervenir y que depende de las propias decisiones de los individuos respecto de cómo llevar adelan te su plan de vida. La concepción política de justicia queda, entonces, restringida exclusivamente al dominio de lo político, es decir, a la vida del individuo en calidad de sujeto de derechos y libertades básicas, de participante en los asuntos públicos, y a su forma de ser representado en la posición original (cf.Rawls 1993 38-39).

De esta forma, el principio de legitimidad rawlsiano contiene res tricciones de dos clases diferentes respecto de la justificación aceptable de políticas públicas. Por un lado, implica restricciones materiales respecto al tipo de razones que pueden incluirse en esos procesos ar gumentativos y, por otro lado, implica restricciones procedimentales relacionadas con la forma en que deben darse las justificaciones en las instituciones públicas. La distinción entre estas razones es útil, aunque en la teoría completa rawlsiana sea particularmente escurridiza; por ejemplo, la exclusión de doctrinas comprehensivas de la justificación pública se justifica porque un procedimiento de justificación que las incluyera sería inequitativo con aquellos que, a pesar de no aceptarlas, tuvieran que vivir bajo las leyes producidas por tal justificación. Al mismo tiempo, el propio proceso de justificación no puede justificarse apelando a razones provenientes de doctrinas comprehensivas sino a aquellas que pertenecen a la cultura pública.

Esta brevísima reconstrucción del concepto rawlsiano de legiti midad será fundamental para el análisis del igualitarismo de la suerte que ocupará las próximas secciones. Así, si esta concepción igualita rista pretende ser legítima en términos rawlsianos, entonces debería satisfacer dos criterios:

  1. Su validez no debería apelar a razones basadas únicamente en doctrinas comprehensivas.

  2. Debería poder justificarse a través de un procedimiento de dis cusión intersubjetivo entre individuos que sean libres e iguales.

III. ¿Es legítimo distinguir entre elección y circunstancia?

Como señalamos, la aparente simplicidad del principio del igualita rismo de la suerte se desvanece cuando se intenta elaborar un criterio más sofisticado de distinción entre lo que corresponde a la elección y lo que corresponde a las circunstancias. Esta elaboración debería expandir los casos fáciles y reducir los difíciles de forma que la disminución o reducción de las obligaciones distributivas de una comunidad política sea legítima.

En las tres secciones siguientes mostraremos los múltiples problemas de legitimidad que tienen tanto las respuestas filosóficas tradicionales como las supuestamente neutrales o meramente políticas a la necesidad de trazar tal criterio esencial para el proyecto del igualitarismo de la suerte.

a. La ilegitimidad de las respuestas filosóficas tradicionales

Una forma filosófica tradicional de trazar tal criterio consistiría en indagar qué condiciones deberían darse para que un individuo sea efectivamente el agente de la acción o, en otros términos, para que su elección haya sido genuina. Por ejemplo, supongamos un individuo que siente náuseas cuando se lleva a la boca cualquier trozo de comida que no sea carne de Kobe y que, no obstante, no puede costear ese alimento; dado esto, obtendrá menores estados de cosas objetivamente valiosas -como estar bien nutrido- que quienes tienen preferencias alimentarias "normales". ¿Exige el igualitarismo de la suerte que lo compensemos por ese grado desigual de bienestar? Gerald Cohen afirmaría que sí: el indi viduo (por definición) no puede evitar tener esa preferencia ni alterarla y, por lo tanto, sus elecciones alimentarias no son genuinas (cf. 923-924). Por el contrario, Ronald Dworkin exigiría más información: preguntaría si el sujeto considera a esa preferencia por la carne de Kobe como algo contrario a su plan de vida y que interfiere con aquello que realmente valora; si este fuera el caso, entonces podría recibir una compensación ya que el individuo no se identificaría con su elección (cf Dworkin 82).

Como es claro, la discusión entre estas dos formas de trazar la distinción reproduce una parte importante de uno de los debates más extensos y complejos en la historia de la filosofía, el de la posibilidad del libre albedrío en un mundo determinista. A muy grandes rasgos y salvando complejas distinciones internas, hay dos respuestas generales. Una respuesta compatibilista sostiene que es posible ser responsable incluso en un mundo completamente determinado causalmente; la agencia responsable solo requiere que exista una conexión robusta entre la acción y las deliberaciones del agente, como defiende implícitamen te la posición dworkiniana. Una segunda respuesta, incompatibilista, sostendría que no es posible ser responsable en un mundo causal com pletamente determinado ya que este elimina la posibilidad de actuar de manera diferente a cómo actuamos y que, por lo tanto, las acciones genuinamente voluntarias pertenecen a una categoría metafísica dife rente, como defiende explícitamente la posición de Cohen.

¿Sería razonable esperar que este problema filosófico se resuelva para saber si el enganchado a la carne de Kobe debe o no recibir una compensación? Es importante reconocer que un pedido de mayor espe cificación de la aparentemente intuitiva distinción entre circunstancia y elección nos condujo directamente al problema más prolongado de la filosofía y en el cual todos sus participantes han dejado de tener esperanzas de llegar a un acuerdo aceptable. De esta forma, ante un eventual desacuerdo sobre qué debe corresponder a una elección y qué a una circunstancia, la respuesta filosófica tradicional nos exige tomar una posición necesariamente controversial sobre un asunto específi camente metafísico.

Desde el punto de vista rawlsiano, el rechazo a esta respuesta fi losófica tradicional no se basa solo en que sea improbable llegar a un consenso en un plazo de tiempo limitado. La ilegitimidad de esta respuesta se debe a dos problemas relacionados pero distinguibles: el del desacuerdo y el de la utilización de tesis metafísicas.

Por un lado, cualquier solución al debate entre Dworkin y Cohen sería objeto de desacuerdo incluso entre ciudadanos razonables motiva dos sinceramente a cooperar. Por ejemplo, un defensor del determinismo duro podría rechazar ambas posiciones argumentando que tanto las elecciones supuestamente "genuinas" como los procesos de identificación dworkinianos están determinados causalmente por hechos preceden tes como la educación del individuo, las reglas sociales que establecen expectativas, las relaciones sociales que entabló y en las que se vio in serto, etc.; por lo tanto, la distinción entre circunstancia y elección no solo sería arbitraria sino fundamentalmente falsa. Bajo esta lectura, la ilegitimidad del igualitarismo de la suerte radicaría en que su intento de justificar la intuición básica multiplica el desacuerdo.

Por otro lado, la utilización por parte de instituciones públicas de algún criterio determinado para distinguir entre la elección y la cir cunstancia necesariamente produciría una desigualdad en las cargas impuestas. Por ejemplo, el libertario y el determinista duro deberían vivir, guiar su conducta y moderar sus expectativas sociales según re glas compatibilistas que consideran falsas. Bajo esta interpretación, la ilegitimidad del igualitarismo de la suerte estribaría en que utiliza tesis metafísicas controversiales que hacen desiguales las cargas del poder coercitivo estatal.

Puestas las cosas de tal forma, la pregunta importante es la siguien te: ¿qué justifica, desde una perspectiva rawlsiana, el rechazo de esta respuesta filosófica tradicional? ¿La multiplicación del desacuerdo o la desigualdad de las cargas políticas?

La respuesta es la segunda. La ilegitimidad de utilizar tesis metafí sicas controvertidas como aquellas de las que depende el igualitarismo de la suerte radica en que el poder coercitivo de las políticas distributi vas solo sería aceptable por quienes afirmen la verdad de esa tesis y no por quienes defiendan su falsedad. Así, la respuesta filosófica clásica es ilegítima por el primer aspecto del criterio rawlsiano de legitimidad, es decir, por su utilización de razones comprehensivas y metafísicas como base de justificación.

Esta conclusión es importante porque toda teoría de justicia dis tributiva debe apelar a alguna tesis sobre la responsabilidad individual que podría motivar desacuerdo con una tesis metafísica inserta en una doctrina comprehensiva. Por ejemplo, la teoría distributiva rawlsiana sostiene que los individuos tienen una capacidad para formar, revisar y perseguir un plan racional de vida y que, por lo tanto, se los presume como poseyendo control sobre sus fines y deseos, es decir, que pueden ajustar sus aspiraciones a la luz de los recursos que poseen y de las expectativas razonables que les garantiza el sistema de coope ración (cf.Rawls 1993 186).

¿Por qué esta tesis rawlsiana no es ilegítima según sus propios parámetros? Después de todo, un determinista duro también podría argumentar que los individuos son recipientes pasivos de deseos y mo tivaciones determinadas causalmente.

La distinción scanloniana entre dos sentidos de responsabilidad nos resultará tremendamente útil para explicar por qué la tesis rawlsiana no es ilegítima. Un primer sentido de responsabilidad (responsabilidad atributiva) se utiliza cuando se afirma que la acción A es una acción propia del sujeto Β y que ella constituye la base para la reprobación o la alabanza moral. Un segundo sentido (responsabilidad sustantiva) está presente cuando se afirma que el sujeto Β debe hacerse cargo de las con secuencias de la acción A (cf Scanlon 248-949). Mientras que el primer sentido depende del cumplimiento de ciertas características para que la elección sea realmente genuina, el segundo sentido requiere que el agente tenga oportunidades adecuadas para elegir (cf id. 286). Volviendo al caso planteado al comienzo de esta sección, podría afirmarse que el enganchado a la carne de Kobe es atributivamente responsable porque hay una conexión estable entre sus deliberaciones y su conducta pero que no es sustantivamente responsable porque no contó con oportu nidades adecuadas para elegir sus necesidades alimentarias especiales.

La concepción rawlsiana de responsabilidad sería ilegítima, si inten tara responder a cuándo, y bajo qué condiciones, una acción determinada es genuinamente atribuible a un individuo. Sin embargo, ella no realiza esto. Rawls es plenamente consciente de las múltiples contingencias que hacen que un individuo abrace la doctrina comprehensiva o la concep ción del bien que finalmente persigue y que, por lo tanto, esta no surge solo de sus elecciones (cf. Rawls 1993 185). De hecho, es esta imbricación entre lo elegido y lo contingente lo que motiva al filósofo a no distin guir, a efectos de la justicia distributiva, entre circunstancia y elección.

Por el contrario, la concepción rawlsiana está respondiendo a la pregunta de qué costos podrían ser razonablemente asumidos por el indi viduo y cuáles por su comunidad. Dado esto, su concepción es acerca de la responsabilidad sustantiva ya que defiende una posición respecto de qué puede y qué no puede esperar razonablemente un individuo de aquellos con los que participa en un esquema de cooperación estable, independientemente de si ellos son responsables también en un sentido atributivo (cf Scanlon 290; Scheffler 27-28)

De esta forma, la tesis rawlsiana de la responsabilidad no emite juicio sobre la verdad o falsedad de las teorías metafísicas respecto del libre albedrío y el determinismo. Quizás los individuos únicamente sean responsables en un sentido dworkiniano o en un sentido cohenita; quizás el determinismo duro sea verdadero y no haya posibilidad justi ficada de atribuir responsabilidad atributiva a los individuos. En lugar de rechazar alguna de estas tesis como falsa, la teoría rawlsiana elude este desacuerdo y se plantea al nivel político donde deben determinarse qué obligaciones tienen los participantes de un esquema justo de coo peración (cf Blake y Risse 185). Al formularse en un plano político y no metafísico, esta concepción puede ser el foco de un consenso super puesto entre esas concepciones, ya que no se les exige que abandonen la pretensión de verdad. Así, las instituciones coercitivas que distribuyen cargas y beneficios se mantendrían neutrales respecto de las diversas e incompatibles concepciones metafísicas, una actitud requerida por el compromiso con un ideal de justificación y por el propio criterio de legitimidad.

b. La ilegitimidad del criterio mayoritarista

El apartado anterior mostró que la respuesta filosófica tradicional a la necesidad de especificar la distinción entre circunstancia y elec ción involucraba la utilización de tesis metafísicas controversiales y que, por ello, podían ser calificadas como ilegítimas desde un punto de vista rawlsiano. En esta sección, analizaremos el criterio mayoritarista propuesto por John Roemer que, a pesar de no utilizar tesis metafísicas controvertidas, continúa siendo ilegítimo desde el punto de vista rawlsiano.

La propuesta de Roemer parte de una tesis paradójica: al mismo tiempo que acepta que no puede dar una fórmula precisa para distin guir entre lo que queda dentro del control individual y lo que no (cf. Roemer 1998 8), utiliza esa distinción para dar cuenta de su teoría de igualdad de oportunidades.

De acuerdo con él, la propia sociedad debe decidir el contenido y las fronteras del criterio para cada una de las oportunidades que con sidere relevante mantener iguales. Por ejemplo, para determinar si ha habido igualdad educativa entre ciudadanos, la sociedad puede decidir que el ingreso del hogar, la educación de los padres, el origen étnico, el resultado en evaluaciones de inteligencia y el estado de salud sean consi deradas circunstancias que están allende el control individual. Aquellos individuos que compartan los mismos valores en cada una de estas ca racterísticas (un conjunto tipo) alcanzarán un nivel similar de educación; quienes alcancen un nivel diferente a la media (sea más bajo o más alto) serán responsables por tal diferencia porque se asume que ella se debe a la realización de un grado diferencial de esfuerzo y, por lo tanto, no ge neraría obligaciones de compensación (cf Roemer 1993 152-154). A su vez, la igualdad de oportunidades se daría entre los distintos conjuntos tipo una vez que la influencia diferencial de cada una de esas circunstancias queda compensada hasta alcanzar un nivel similar.

La propuesta de Roemer es digna de tener en cuenta porque reco noce la necesidad de que los juicios de responsabilidad utilizados por la justicia distributiva permanezcan dentro de los límites propios de una concepción política de la justicia. Sin embargo, hay dos razones fundamentales por las que esta propuesta tampoco sería legítima desde un punto de vista rawlsiano.

En primer lugar, su propuesta viola el segundo elemento del criterio de legitimidad, el vinculado con el procedimiento igualitario de inter cambio de razones. Esto ocurre porque, como mostraremos, el criterio es muy pasible de error y porque afecta desigualmente a los miembros menos aventajados del esquema de cooperación.

Con respecto a la cuestión del error, Fleurbaey ha argumentado que no hay evidencia significativa de que las mayorías sociales distingan correctamente los factores que están más allá de control individual de los que caen bajo su control (cf. 505). De hecho, este riesgo se multiplica porque, dada la existencia de desacuerdos, los encargados de la decisión última serán los funcionarios elegidos por los ganadores de elecciones libres y periódicas. Si esto es así, es esperable que las fronteras entre la elección y la circunstancia vayan modificándose de acuerdo con el re sultado de los comicios (cf.Roemer 1998 9). De esta manera, Roemer parece reconocer que no es su calidad epistémica lo que legitima a es tos juicios; por el contrario, es el mero hecho de que esos juicios sean realizados (sean los que sean) lo que habilita a incluirlos a la hora de distribuir ventajas y juzgar la igualdad de oportunidades.

Este trazado mayoritarista de la distinción ofrece amplias opor tunidades para que ideologías erróneas, prejuicios, estereotipos y discriminaciones arbitrarias cumplan un rol fundamental en decidir qué desigualdades son aceptables y cuáles no. Este riesgo no es mera mente teórico, sino que puede identificarse en un ámbito fundamental para la igualdad de oportunidades, como el de la protección social.

Los últimos años fueron testigos de una nueva generación de siste mas de protección social no contributiva, las Transferencias Monetarias Condicionadas, las cuales están parcialmente justificadas en la concep ción de Roemer (cf Fiszbein y Schady 46-50). Estas políticas parten de la premisa de que los pobres son responsables tanto por su situación como por la transmisión intergeneracional de la pobreza. Dado que las comunidades políticas tienen la creencia de que los pobres son vagos y de que no invierten prudentemente ni en educación ni en la salud de sus hijos, ellas se sienten autorizadas a imponer condicionalidades a eventuales transferencias de recursos. El hecho de que no haya una evidencia decisiva para determinar si la falta de inversión en capital humano por parte de los pobres se debe a una falta de oportunida des reales o a una falta motivacional suele ser ignorado por estas políticas públicas, al asumir que la posición por defecto es que los hogares pobres deben hacerse merecedores del beneficio y que es razonable sospechar de ellos. De esta manera, es claro que los prejuicios y estereotipos terminan definiendo los criterios y límites de la distinción entre circunstancia y elección; si bien es absolutamente razonable afirmar que la situación de los niños nacidos en hogares pobres es una circunstancia, lo es mucho menos afirmar que el estatus laboral y el ingreso del adulto pobre sean su elección. Así, el criterio de Roemer carece de recursos para impedir que los prejuicios y estereotipos sean los encargados de distribuir las ventajas y desventajas de un sistema de cooperación.

Dado esto, un proceso de justificación como el roemeriano se convier te en un intercambio discursivo completamente desigual; no solo carece de obstáculos a los prejuicios, a las creencias falsas y a las consecuencias de la desigualdad política, sino que les ofrece un lugar preponderante como razones válidas y sus resultados, casi inevitablemente, conducirán a que la ventaja sea distribuida arbitrariamente. Así, los miembros más desaventajados se hallan en una posición tal que su opción estratégica más racional es aceptar cualquier trazado del criterio y esforzarse por mostrarse merecedores a los ojos del evaluador. Al mismo tiempo, si este proceso de justificación no prevé obstáculos y contenciones a la inclusión de prejuicios y estereotipos, es claro que su resultado podrá disminuir las bases sociales del autorrespeto que son centrales para que los propios participantes puedan reconocerse a sí mismos como miembros con un igual estatus (cf.Roemer 1993 203, 1999 386). La presunta legitimidad de este criterio depende, entonces, de un proceso justificatorio que no solo incluye creencias que atentan contra la igualdad de estatus de los par ticipantes de un esquema de cooperación, sino que, además, reproduce y mantiene las condiciones para la transmisión de tales desigualdades.

En segundo lugar, la propuesta de Roemer no puede elevarse más allá del mero modus vivendi entre concepciones de la responsabilidad en pugna, con lo cual no puede justificarse en razones compartidas por los ciudadanos. Por el contrario, una concepción política de la justicia exi ge, en términos rawlsianos, que los ciudadanos defiendan los principios de justicia con un conjunto de razones presentes en la cultura política, es decir, que no solo acuerden con instancias concretas de aplicación sino también con las razones empleadas para su justificación. La idea roemeriana, por el contrario, privilegia el acuerdo sobre las aplicacio nes concretas por encima de su justificación.

Por ejemplo, que estemos de acuerdo en que el enganchado a la car ne de Kobe sea responsable por su preferencia no implica que tengamos algún tipo de acuerdo tan significativo como para darle contenido a una concepción política de la justicia. Como es esperable, la nitidez de ese juicio se esfuma al querer explicar las razones por las cuales tal indivi duo debe ser considerado responsable por su bajo bienestar. Quizás el funcionario roemeriano encargado de distinguir entre circunstancia y elección crea que el individuo está identificado con su preferencia o crea que, si no lo declaramos responsable, incentivamos la generalización social de ese tipo de comportamientos que destruirían el sistema de la justicia distributiva o crea que nadie puede razonablemente esperar que tales gustos caros sean financiados por los otros, independientemente de su origen. El acuerdo sobre los juicios de responsabilidad en casos individuales aparece, entonces, demasiado frágil como para elevarse del mero modus vivendi, es decir, del equilibrio de poder entre concep ciones rivales sobre la responsabilidad.

Dado esto, es claro que el trazado roemeriano del criterio no puede ser estable por las razones correctas y que siempre será extremadamente vulnerable a que una de las interpretaciones intente prevalecer sobre la otra. Sin embargo, el problema no es solo la baja predicibilidad del esquema distributivo resultante, sino que también, y quizás más fundamental mente, se obstaculiza el desarrollo de la razonabilidad de los ciudadanos. Esta no solo depende de que utilicen razones que los otros puedan com partir sino también de que los otros también lo hagan; la interpretación mayoritarista del criterio de responsabilidad genera incentivos para que, precisamente, los ciudadanos abandonen la búsqueda de razones com partidas, busquen poder político para imponer sus concepciones sobre la de los otros y deshonren el deber de civilidad.

c. El criterio limitado y agnóstico

A nuestro parecer, el intento más promisorio hasta la fecha de de fender la legitimidad rawlsiana de un criterio propio del igualitarismo de la suerte se halla en un reciente artículo de Ryan Long (2016). Este parte de aceptar las razones por las que el criterio rawlsiano de legiti midad descartaría tanto las respuestas filosóficas tradicionales como las supuestamente políticas. En primer lugar, sostiene que los defensores del igualitarismo de la suerte se han basado en teorías metafísicas de la responsabilidad atributiva (cf. Long 108). En segundo lugar, esta base implica desconocer el deber de civilidad (cf. id. 110). A diferencia de es tas teorías tradicionales, Long cree que es posible construir y justificar una concepción política de la responsabilidad atributiva que nos permi ta distinguir entre circunstancias y elecciones. Tal concepción sería, en principio, aceptable por ciudadanos razonables que adhieren a diversas y antagónicas doctrinas comprehensivas ya que se mantendría agnóstica respecto al problema metafísico.

Long construye su concepción positiva de la responsabilidad atri butiva teniendo dos objetivos en mente. En primer lugar, mostrar que ella depende de la propia tradición rawlsiana del liberalismo político; en segundo lugar, mostrar que ella apoya alguna tesis propia del igua litarismo de la suerte.

Con respecto al primer objetivo, Long reinterpreta el reconocimiento rawlsiano de que los ciudadanos poseen la facultad moral de desarrollar una concepción del bien, según la cual pueden perseguir, revisar y modi ficar el ideal de vida que deseen (cf Rawls 1993 30) independientemente de si este depende de una elección propia o del entorno (cf. id. 185). De acuerdo con Long, el liberalismo político no solo sostiene que así deben ser considerados los ciudadanos en la arena pública, sino que también se compromete con una tesis de responsabilidad atributiva; dado que los ciudadanos son vistos como poseyendo esa capacidad, ellos podrían ser atributivamente responsables por las consecuencias de adherir y perseguir esa determinada concepción del bien. En última instancia, argumenta Long, es el propio Rawls quien sostiene que "las variaciones en preferencias y gustos son consideradas como nuestra propia respon sabilidad" (cf. id. 185). En otros términos, dado que podríamos revisar nuestra concepción del bien y que no estamos "indefensos" frente a ella, podemos ser responsables por cómo invertimos los bienes primarios en la persecución de nuestras preferencias, ideales de buena vida, etc. y, por tanto, convertirnos en objeto de alabanza o censura (cf. Long 117-119). La cuestión, entonces, es qué mecanismo de nuestra facultad del bien convertiría a nuestras preferencias, hábitos y planes de vida en resultado de nuestra agencia responsable.

En relación con el segundo objetivo, Long distingue entre circunstan cia y elección utilizando como criterio el cumplimiento de una obligación novedosa. Mientras Rawls señala que los ciudadanos saben que sus pre tensiones frente a los otros por preferencias costosas no serán tenidas en cuenta y que se da como supuesto que ajustaron (o que podrían hacerlo) sus preferencias e ideales de vida a su expectativa razonable de ingreso (cf 1993 186), Long incluye una obligación de los ciudadanos con respecto a su propia concepción del bien. Esta obligación consiste en realizar un esfuerzo por rechazar o revisar aquellas preferencias o aspectos identitarios que los conduce a realizar reclamos desmesurados de compensación (cf. Long 123). A su vez, el cumplimiento de esta obligación se constituye en el criterio necesario para mostrar la legitimidad del igualitarismo de la suerte. Si el individuo realiza un esfuerzo razonable y puede reformar exitosamente una preferencia demandante, es atributivamente respon sable por la nueva preferencia. Por el contrario, si el individuo falla en modificar esa preferencia dado un esfuerzo razonable, entonces ella deja de pertenecer a la esfera de su agencia; ya no es su voluntad la que controla esa preferencia, sino que esta controla a aquella (cf. Long 122). De esta forma, el criterio de demarcación propio del igualitarismo de la suerte pasa a depender, en la concepción de Long, de las obligaciones de justicia de los ciudadanos y no de una tesis metafísica respecto de qué es una elección genuina; como el mismo autor sostiene: "la responsabili dad sustantiva lleva directamente a la responsabilidad causal" (cf. ibd.). Formulado en otros términos, es porque los ciudadanos tienen la obli gación de moderar sus reclamos frente a otros que también adquieren esta obligación de revisar o abandonar la doctrina comprehensiva que conduce a tales reclamos.1

De acuerdo con Long, esta obligación está firmemente enraizada en la cultura pública de sociedades liberales (cf. 119). Como mencioná bamos anteriormente, parece haber surgido una corriente dentro de las políticas sociales y de combate a la pobreza que se concentra en condi cionar los beneficios a la realización efectiva de una acción. Esta nueva corriente podría interpretarse según la trama conceptual de la obligación de Long; la provisión pública de ciertos beneficios podría condicionarse a la realización de ciertas acciones que involucran un esfuerzo por par te del "beneficiario". En otros términos, estaríamos menos dispuestos a proveer de un bien o servicio a quien no realiza un esfuerzo por escapar de una situación desventajosa que a quien lo realiza; por ejemplo, si solo existiera una porción ínfima de la población de adictos a sustancias tó xicas que estuviera dispuesta a realizar un esfuerzo para recuperarse, la financiación de las instalaciones de recuperación sería considerada un gasto puramente ocioso.

Consideremos un ejemplo para ilustrar qué implicaría la obligación añadida por Long. Siestero ha desarrollado un hábito de dormir dos siestas de una hora durante la tarde. Dado que no nació en una familia acomodada y que depende de su salario para sobrevivir, no puede satisfacer su hábito, con lo cual su grado de bienestar es inferior al de otros individuos que tienen ingresos similares, pero no desarrollaron tal hábito. Por lo tanto, Siestero reclama a su comunidad política una compensación por ese me nor bienestar o que se subsidie el tiempo que invertirá en esos descansos.

De acuerdo con Rawls, el caso de Siestero es atípico porque sería razo nable asumir que, dada su situación económica, no hubiera desarrollado ese hábito: sus costos de oportunidad son tales que hubiera sido esperable que haya ajustado tales preferencias y hábitos. Aquí es importante resaltar que, según Rawls, el origen de tal hábito (propia elección o consecuencia de los hábitos de su entorno) es irrelevante a los efectos de la justicia distributiva. Tanto en un caso como en otro, Siestero debería abstenerse de realizar tal reclamo y su comunidad política estaría legitimada para rechazarlo; los ciudadanos consideran que Siestero, como cualquier otro ciudadano, debe aprender a lidiar con los costos asociados a sus preferen cias y hábitos y a responsabilizarse por sus fines (cf Rawls 1993 185). Como señala Samuel Scheffler, esta responsabilidad es puramente sustantiva: dado un esquema igualitario y no una tesis metafísica acerca de la respon sabilidad genuina,2 es razonable que los individuos asuman los costos de sus elecciones (cf. 2003 27-28).

De acuerdo con Long, las obligaciones de Siestero incluyen la de revisar críticamente sus hábitos y realizar un esfuerzo razonable por mo dificarlos. Por ejemplo, debería intentar resistir al sueño que le produce el almuerzo, reducir la duración o cantidad de sus siestas, etc. Si no logra modificar su hábito, entonces este pertenece al mundo de sus circuns tancias, no por su origen, sino porque es "impermeable a sus elecciones y esfuerzos" (cf. Long 125).

Como mostraremos a continuación, el criterio de Long tampoco sería legítimo desde un punto de vista rawlsiano. A pesar de no encar nar las tesis metafísicas de la solución filosófica tradicional, es incapaz de respetar los límites entre la autonomía personal y la autonomía po lítica que estipula la legitimidad rawlsiana.

Si Siestero tiene esa obligación, sus conciudadanos tienen el dere cho de reclamarle la realización de un esfuerzo razonable. Pero si esto es así, la comunidad política podría legítimamente interferir sobre las doctrinas comprehensivas e ideales de buena vida que persiguen los in dividuos, algo que el liberalismo político rechaza explícitamente y que, como vimos, está supuesto por el criterio rawlsiano de legitimidad. Si tal interferencia estuviera permitida, los ciudadanos razonables estarían justificados en creer que el poder coercitivo adopta un punto de vista comprehensivo para justificar esa exigencia; así como sería ilegítimo que la comunidad política exija a un creyente religioso la adopción de una actitud crítica y revisionista respecto de su doctrina comprehensi va y de los compromisos que esta demanda, también sería ilegítima la imposición de esta obligación a Siestero (cf.Rawls 1993 78).

Al mismo tiempo, no es claro por qué solo Siestero tendría esta obligación. ¿Por qué no la tendría también Frugal, quien desarrolló el hábito de alimentarse únicamente de pan y agua? ¿Por qué su comuni dad política no podría, siguiendo el argumento de Long, reclamarle que pruebe nuevos alimentos y bebidas, que intente disfrutar de la variedad de sabores? Quizás su comunidad se burle de tal hábito pero ello no im plica, excepto que esté en juego la salud de Frugal, que tenga un derecho a exigirle la revisión de sus preferencias;3 nuevamente, ello implicaría la exigencia de adoptar una posición crítica respecto de la propia con cepción del bien. Si, como mínimo, encontramos menos razonable la imposición de esta exigencia a Frugal no es porque lo consideremos más o menos causalmente responsable que Siestero; no es porque creamos que debería invertir un grado de esfuerzo que no invierte; de hecho, ni siquiera preguntaríamos si sus hábitos pertenecen o no a su agencia. La razón por la que consideraríamos irrazonable esta exigencia a Frugal es que ella implicaría una interferencia del poder político en su plan de vida que no se justifica por la prevención de daños a terceros. De esta forma, la cuestión problemática en los casos de Siestero y Frugal es su responsabilidad sustantiva y no su responsabilidad atributiva.

¿Qué queda, entonces, de la aparente atracción intuitiva del crite rio de Long? Creemos que, como señala el propio Rawls, la realización de un esfuerzo por modificar hábitos y preferencias que implican de mandas excesivas o extravagantes a los otros no es un criterio adecuado para delimitar lo que corresponde al ámbito de las elecciones y lo que corresponde al ámbito de las circunstancias.

Por el contrario, creemos que quienes no pueden realizar un es fuerzo por modificar sus hábitos y preferencias, dado un conjunto de expectativas razonables y una situación económica determinada, atraviesan una condición psiquiátrica o médica. En este sentido, la rea lización de un esfuerzo por revisar la propia concepción del bien no es una acción a la cual la justicia distributiva pueda obligar, sino un criterio para, precisamente, marcar los límites de las obligaciones distributivas de una comunidad política (cf.Rawls 1993 185). Si la justicia distributiva pudiese obligar a esto, estaría reclamando una actitud crítica individual hacia las propias concepciones del bien, lo cual impediría alcanzar un consenso traslapado entre distintas doctrinas comprehensivas. Por lo tanto, no afirmamos que el agente sea, por la realización ese esfuerzo, más o menos el autor genuino de sus elecciones y planes de vida, sino que las obligaciones de justicia distributiva no incluyen una compen sación por tener esos hábitos o preferencias, cualquiera sea su origen. Independientemente de si Siestero es o no un agente genuino, o de si realiza un esfuerzo por modificar sus hábitos, su comunidad política no está obligada a subsidiar su descanso extra. De hecho, la obligación de la comunidad política de ofrecer tratamientos médicos a estos indivi duos no parece depender de la realización de un esfuerzo por parte del agente sino del principio de igualdad de oportunidades y de la relativa efectividad de esos tratamientos e instituciones; si Siestero no puede ajustar sus hábitos y termina siendo despedido, su comunidad política tiene la obligación de ofrecerle un tratamiento además de un mínimo social incondicional que cubra sus necesidades básicas (cf. id. 228).

IV. Conclusión

El conjunto de teorías que se englobaron dentro del igualitarismo de la suerte surgió como un intento de superar algunas aplicaciones aparentemente contraintuitivas del principio de diferencia rawlsiano, como la financiación pública de algunas decisiones imprudentes o poco esforzadas. Ese intento de modificación de la "genética rawlsiana" re quería, entonces, de un criterio público y preciso para distinguir entre lo que se elige y lo que meramente le sucede al individuo.

En este artículo, hemos analizado tres criterios diferentes que el igualitarismo de la suerte ha provisto. Un criterio basado en alguna posi ción sobre cuándo las elecciones son genuinas en un mundo causalmente determinado; otro criterio basado en los juicios que realiza la sociedad, y un último criterio basado en la idea rawlsiana de que las personas ra cionales pueden modificar sus doctrinas del bien. Aquí hemos probado que un elemento clave de la identidad genética rawlsiana, la relacionada con el requisito de legitimidad, rechaza tales modificaciones: en el pri mer caso, porque apelaba a doctrinas comprehensivas; en el segundo, porque violaba el deber de civilidad y la igualdad del procedimiento de justificación; y el tercero, porque implicaba una intromisión iliberal sobre las concepciones del bien autorreferenciales. De esta manera, el rol central que cumple la distinción entre circunstancias y elecciones en la teoría distributiva del igualitarismo de la suerte es completamente ajeno a la teoría rawlsiana. Así, el igualitarismo de la suerte no solo es un hijo no reconocido de la teoría rawlsiana sino que, por su criterio de legitimidad, no podría ser ni siquiera un hijo de la teoría rawlsiana.

La importancia de esta discusión no se reduce, según creemos, a cuál sería la mejor interpretación de las tesis rawlsianas. Por el con trario, en un contexto donde las políticas sociales y de combate a la pobreza han adoptado condicionalidades, donde tanto la economía como la filosofía han ido adoptando tesis conductistas para "incentivar" comportamientos socialmente deseables y donde el imperativo de la efi ciencia implica identificar "beneficiarios merecedores" y focalizar sobre ellos, es fundamental discutir la supuesta legitimidad de hacer depen der la extensión de las obligaciones de justicia distributiva de juicios y evaluaciones acerca de la responsabilidad individual. Al mostrar que la principal teoría de justicia distributiva de los últimos sesenta años rechaza esta distinción para delimitar las obligaciones distributivas se quita un apoyo teórico importante para este tipo de estrategias. Este artículo se constituye, entonces, como un primer paso para cuestionar la vinculación generalizada que se suele realizar entre la supuesta legi timidad de este tipo de políticas y la evaluación pública de conductas individuales.

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1 Queda para otro momento la discusión de si esta obligación es consistente o no con el igualitarismo de la suerte, ya que su tesis principal es que la responsabilidad causal implica responsabilidad sustantiva, y no, como sostiene Long, a la inversa.

2Vale la pena resaltar aquí una diferencia que no es solo de estilo. Una tesis causal de la responsabilidad diría que, bajo ciertas condiciones, los ciudadanos son o no son responsables. Al sostener que son considerados como responsables, Rawls ofrece la posibilidad de que los ciudadanos no sean responsables y hace que esta tesis no dependa de tesis metafísicas y controvertidas acerca de la responsabilidad causal; por el contrario, es una tesis acerca de qué obligaciones tengo hacia el otro, independientemente de la corrección metafísica de una tesis concreta de responsabilidad causal.

3Sin duda, el rechazo de estos reclamos por parte de su comunidad política tendrá impacto y consecuencias sobre la posibilidad de estos planes de vida; dado que estos implican costos elevados de oportunidad, solo un conjunto limitado de individuos podrán perseguirlo con algún grado de éxito, el resto de la comunidad los censurará y criticará y es probable que desaparezca con el transcurso del tiempo. Esta desaparición es algo que el propio liberalismo político acepta, aunque lo considere indeseable ya que no podría existir una concepción política que persiga la neutralidad de efectos (cf. Rawls 1993 192-194).

Cómo citar este artículo:

MLA: García Valverde, F. "¿Es Rawls responsable por el igualitarismo de la suerte? Legitimidad y responsabilidad en la justicia distributiva." Ideas y Valores 68.171 (2019): 37-57.

APA: García Valverde, F. (2019). ¿Es Rawls responsable por el igualitarismo de la suerte? Legitimidad y responsabilidad en la justicia distributiva. Ideas y Valores, 68(171), 37-57.

CHICAGO: Facundo García Valverde. "¿Es Rawls responsable por el igualitarismo de la suerte? Legitimidad y responsabilidad en la justicia distributiva." Ideas y Valores 68, n.° 171 (2019): 37-57.

Recibido: 12 de Mayo de 2017; Aprobado: 10 de Junio de 2017

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