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vol.68 issue171INTRODUCCIÓN A LA TRADUCCIÓNLópez Jiménez, Carlos Arturo. El terreno común de la escritura: una historia de la producción filosófica en Colombia (1892-1910). Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 311 pp. author indexsubject indexarticles search
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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.68 no.171 Bogotá Sep./Dec. 2019  Epub Feb 15, 2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v68n171.80110 

Reseñas

Ramos, J. y Ramírez, C. A., eds. Ontologia social. Una disciplina de frontera. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia; Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 472 pp.

CARLOS ANDRÉS RAMÍREZ* 

* Universidad de los Andes - Bogotá - Colombia. ca.ramirez@uniandes.edu.co


El libro tiene su origen en varios encuentros académicos que iniciaron en el 2014 y pasaron por Medellín, Cali y Bogotá; se trata, por tanto, de un primer resultado de un proceso de trabajo colectivo. El pensar, a diferencia de lo que sostiene Hannah Arendt, supone necesariamente una comunidad. Además, como su nombre lo indica, supone la idea de un trabajo necesariamente interdisciplinar. Así como no se puede hacer "filosofía de las matemáticas" o "filosofía de la música" sin saber de matemáticas o de música y, por tanto, de algo diferente a la filosofía, la "ontología social" requiere de un diálogo permanente con la sociología, la antropología, la psicología social, la ciencia política o la economía.

Por eso no es casual que en las páginas del libro pueda aparecer tanto Hegel como Bourdieu, Marx como Searle, Austin o Parsons. El libro supone, por tanto, una forma de producir filosofía que atiende a su capacidad de trascenderse a sí misma y aprender de otras formas de producir conocimiento y de usar de los conceptos. La "ontología social", en ese sentido, excluye tanto la idea de un discurso filosófico que solo avanza en la inmanencia de sus propias categorías, como de uno que, a modo de un metalenguaje, absorbe todos los discursos de diversos campos disciplinares en un sistema que todo lo engloba. Hablar desde la "ontología social" supone modestia filosófica.

La ontología social como tal, sépanlo o no sus promotores contemporáneos -y con eso me refiero primordialmente a alguien tan sugestivo y elegante en sus argumentos, como crasamente ignorante acerca de la historia de la filosofía como John Searle-, no se puede desprender de un proceso histórico en la historia de la filosofía. El término "ontología" remite, en primer lugar, a ciertas transformaciones de la metafísica como disciplina filosófica, realizadas entre finales del siglo xvi y principios del siglo xvii. Allí aparecen nombres, poco familiares, como Jacob Lorhard, Rudolph Glõckel o el jesuita Benedict Pererius, cuyas reflexiones e innovaciones terminológicas ya anuncian una desteologización de la metafísica, y se consumarán con la distinción canónica de Christian Wolffentre metaphysica specialis y metaphysica generalis. La ontología considera que hablar de lo ente no supone partir de Dios como ens realissimum y, por tanto, abre el espacio para pensar el ser sin necesidad de lo incondicionado. La ontología, como metaphysica generalis, remitirá a una teoría del ente en cuanto ente, con abstracción de sus especificidades; mientras la "metafísica especial" se encarga del mundo, el alma y Dios, y da lugar, por tanto, a una cosmología, una psicología racional y una teología. Que la ontología se ocupe del ser en cuanto no-incondicionado anticipa, igualmente, que su dominio será el del ente mundano. De ahí a pensar la ontología como una teoría de los principios que hacen cognoscible la naturaleza no hay una larga distancia.

Con respectivas e importantes variaciones, Kant se atendrá y radicalizará esas distinciones. La ontología será interpretada por él (en los Progresos de la metafísica (1791) y en algunos pasajes de la primera crítica como en A 875) como una teoría de los conceptos a priori referidos a intuiciones sensibles y constitutivos de toda objetividad -en ese sentido coincide, con una cierta restricción, con la "analítica del entendimiento"-. El término supone, como ya estaba implicado en sus orígenes, que ni Dios, ni entidades que no pertenezcan al dominio de lo fenoménico, son de su incumbencia. El término ontología ya revela, por tanto, una primera forma de modestia: en ella no se trata de una teoría de lo incondicionado, sino de las condiciones que hacen posible el dominio de la experiencia. Hablar de ontología supone restringir el ámbito de una teoría de lo que es a una teoría de lo que aparece (o sea, de los fenómenos), y es susceptible de conocimiento empírico. Aquella es para Kant la rama de la metafísica que -como en Wolff y en Baumgarten- ya supone que el ser es accesible a la razón y, en consecuencia, lo presume racionalizado. Si para Wolff todo lo que es, es justamente lo posible en calidad de no-contradictorio y, por tanto, la ontología se ocupa con lo posible, para Kant -partiendo de un concepto más amplio de posibilidad-, la ontología será la teoría filosófica de las condiciones de posibilidad de ese restringido dominio del ser que es la naturaleza.

El concepto de ontología social requiere otros elementos adicionales, pero pertenece a esta historia. Cuando Searle sostiene que "las sociedades humanas tienen una estructura lógica en cuanto las actitudes humanas son constitutivas de la realidad social, y esas actitudes tienen contenidos proposicionales que se encuentran en relaciones lógicas" () y, a través de lo que él llama "análisis lógico", no pretende definir qué existe o no existe, sino cómo, bajo qué condiciones generales, no presentes en la experiencia de la realidad social, se dan ciertos fenómenos sociales, su gesto es kantiano. El "análisis lógico" -y lo "lógico" remite aquí a lo conceptualmente posible- consiste en buscar, con pretensiones de sistematización, la estructura común subyacente al conjunto de representaciones, susceptibles de conocimiento objetivo, que son uno y lo mismo con los hechos sociales. La distinción entre "análisis lógico" y fenomenología pasa, entre otras, porque esas condiciones de la experiencia no son ellas mismas experiencias, son conceptos a priori, dice Searle. Hacer ontología social no es más que deletrear, en un lenguaje de segundo orden, qué es lo que ya estamos pensando y haciendo colectivamente. La articulación conceptual de aquello en lo que ya estamos -y no la determinación de qué es el auténtico orden social- es su modesto propósito.

Searle, como lo evidencian sus largos debates con Hubert Dreyfus en Berkeley, siempre se desmarcó de la fenomenología, pero la ontología social se debe, en varios sentidos, a ella. No solo porque el mismo Husserl y, así mismo, discípulas directas de él como Gerda Walther y Edith Stein se preguntaron, hace alrededor de un siglo, acerca de la estructura y condiciones generales de los fenómenos sociales y, más específicamente, de las instituciones, sino porque la idea de "ontologías regionales" es una idea husserliana. El autor alemán sostendrá que es posible pensar ciertamente, al igual que en Kant, una teoría de las condiciones generales constitutivas de los fenómenos, y a eso lo denominará una "ontología formal", pero, a la vez, creerá que hay distintos dominios "materiales", como la naturaleza y la cultura, cuya especificidad amerita una específica "ontología regional". Las ontologías regionales suponen entidades con una estructura relativamente autónoma, que no pueden ser tratadas, en lo que respecta a su especificidad, con las mismas categorías. Esas ontologías suponen ciertamente una comprensión precientífica del mundo, gracias a la cual se diferencian distintos dominios de entidades, pero estarán siempre ligadas a la aclaración de las propiedades generales, a nivel eidético y no fáctico, de los objetos abordados por una ciencia empírica particular.

Una ontología regional no es una teoría empírica, como las teorías substanciales provenientes de la sociología o la biología, pero es una teoría de las propiedades generales de una región de entidades que no es tematizada como tal, en sus estructuras y propiedades generales, por la ciencia que se ocupa de ella. Los sociólogos se ocupan con problemas laborales o estructuras familiares en tal o cual contexto, y no con lo "social" como tal. Los biólogos estudian el crecimiento de plantas parasitarias o los ciclos de apareamiento de los jaguares, pero no se ocupan directamente con la "vida" como su objeto. La ontología social a la Searle hereda sin duda esos rasgos: se trata de una teoría no empírica de un cierto dominio de experiencias abordado por ciencias empíricas cuyo propósito es identificar sus estructuras generales. La diferencia del "análisis lógico" con la fenomenología no representa sino una variación respecto a una cierta comprensión de las tareas de la filosofía.

El idealismo alemán, que parte -a diferencia de Kant- de lo incondicionado, no eliminó esa regionalización de la ontología, pues, de un lado, la distinción de un Hegel entre Realphilosophie y "lógica" supone el reconocimiento de una pluralidad de totalidades, de dominios de entidades con una relativa autonomía, frente a la cual la misma generalidad de la "lógica" podría ser epistemológicamente dependiente. De otro lado, Hegel, como heredero de Kant, no retorna a una teoría de los objetos en sí mismos -razón por la cual Kant le atribuía aún un carácter "orgulloso" (stolz) (A 296) al término "ontología"-, sino a una teoría de las "concepciones" (tal como T. Pinkard entiende el Begriff) o de los saberes en la medida en que constituyen dominios dialécticamente estructurados, supra-subjetivos, del ser. En ese sentido, como lo sostiene Fulda, la idea de que el "derecho" o el "arte" o la "religión" sean vistos como esferas relativamente autónomas del ser, contribuyó a la regionalización de la ontología y, más específicamente, a la posibilidad de pensar lo social como un dominio genuinamente ontológico.

La modestia de la ontología social, leída con el trasfondo de la historia de la metafísica, radica en que, por un lado, ya supone un acotamiento de la metafísica a una teoría de las estructuras conceptuales del mundo fenoménico -con lo cual se instituye una división en los caminos para pensar lo-que-es (Kant distingue así en los Progresos entre el primer y el tercer estadio de la metafísica), y se deja de lado, como parte de otra rama de la metafísica, todo aquello que trasciende el contingente ámbito de lo espacio-temporal. Por otro lado, dentro del mismo dominio de lo fenoménico, supone ocuparse con uno de sus fragmentos, con un pedazo de lo ente, ligado a un dominio de conocimiento científico cuya especificidad amerita un "enfoque diferencial". La ontología supone un segundo acotamiento: aquí importa un sector de los fenómenos. De ese modo, la ontología social supone un recorte vertical y horizontal de las pretensiones de la metafísica.

La ontología social, en esos términos, supone una clara consciencia de los límites a las ambiciones del conocimiento filosófico. Frente a esa clase de saberes puede haber muchas reacciones, desde el intento heideggeriano de restauración de una "ontología fundamental", clave de cualquier ontología regional, hasta la pretensión de Badiou de hacer una teoría del ser de lo que es, que, pese a su evidente orientación ético-política, trasciende la particularidad de cualquier dominio fenoménico y reinstaura, vía teoría de conjuntos, un cierto platonismo. Sin que la ontología social implique abandonar la búsqueda de una ontología general, pues, más bien, sugiere la productividad de elaborar, de manera inductiva, categorías generales a partir de categorías referidas a dominios restringidos de entidades, hacer ontología social pertenece a una época de la filosofía caracterizada por una infinita modestia. Aquí aparece una ontología como campo de investigación, constantemente abierta a su propia interrogación; una ontología que no parte de hablar del ser en general, sino de la existencia de hechos sociales; una ontología que se reconoce como una teoría de un fragmento del mundo -si es que hay, como lo cuestiona Markus Gabriel, algo llamado "mundo"-; una teoría que supone, además, saberes externos a ella.

No es casual que, en disciplinas como la antropología, cuyo objeto primordial es la diferencia cultural, se hable justamente de un "giro ontológico" (como lo muestra la línea de estudios ligados al antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro). El término "ontología", que en el pasado pudo haber sido pensado como sinónimo de colonialismo y esencialismo, es asociado a aquí a un proyecto de decolonialización del pensamiento que supone un pluralismo radical, un pluralismo de mundos que, no obstante, al modo del "nuevo realismo" de Markus Gabriel, supone que las cosas mismas son como se dan. Hablar de ontología, en el marco del concepto de "ontología social", supone ese mismo espíritu. Los nueve ensayos del libro operan con ese espíritu. Si algo unifica los ensayos de Peter Baumann o Garrett Thompson acerca del individualismo, el de Jaime Ramos sobre la normatividad de la vida social, el de Luis Eduardo Gama sobre el carácter no "construido" de la realidad social, el de Jorge López sobre el poder como hecho institucional, el de Federico Schuster sobre la relación entre realismo y constructivismo, y el de Carlos Ramírez sobre los tipos de ciencias sociales críticas, es, no una metodología y unos autores comunes -pese a la presencia constante de John Searle-, sino una cierta consciencia de las capacidades y límites de la filosofía como saber.

La modestia de la ontología social no puede sino irradiarse. Pese a la precaución, cuando no la irritación, de algunos científicos sociales frente a la ontología social, al considerarla la subordinación del trabajo investigativo empírico a filosofemas dogmáticos y no validados empíricamente, la pretensión de la ontología social no es la de restaurar una hegemonía de la filosofía sobre otros saberes, esto es, sobre las ciencias sociales, sino justamente la de problematizar, desde un trabajo de análisis conceptual y lingüístico, los presupuestos no tematizados de la investigación empírica. Algo a lo que apuntaba Husserl al hablar de "ontologías regionales". Las ciencias empíricas arrancan su trabajo ocupándose con unos objetos o entidades cuyas relaciones, variaciones o acciones se quieren explicar. No obstante, se asume el carácter dado de esos objetos, y se asumen, de manera irreflexiva, ciertas propiedades.

Cuando la ontología social se pregunta, al modo de una mereología, cuáles son las relaciones entre todo y partes a nivel de las entidades sociales (por ejemplo: estructuras y agentes, o instituciones y actores); cuando se pregunta si la realidad social se compone de la presencia de eventos observables, o supone un elemento disposicional que no se manifiesta siempre al nivel de los eventos; cuando se pregunta cuáles son los niveles de la realidad social y cómo unos fundan a otros (por ejemplo: si las propiedades de las entidades colectivas supervienen a las individuales o si esas propiedades son emergentes); cuando se pregunta si solo se puede hablar de hechos sociales cuando hay representaciones conscientes de los participantes; cuando se pregunta si hay una realidad social que no depende justamente de las representaciones que se tengan sobre ella; en todos esos casos no se está sino problematizando la misma práctica científica de sociólogos, antropólogos o economistas, y añadiéndose un nuevo nivel de reflexión. Aquí no entra la filosofía a "sentar cátedra", ni a definir qué es lo que realmente es, sino, de manera más modesta, a convocar a las ciencias empíricas a tematizar, en un plano no directamente empírico, sus propios procedimientos. La ontología social opera, en esos términos, como una metateoría y, en consecuencia, presupone la autonomía de los saberes sobre cuyos supuestos reflexiona. No puede pretender reemplazarlos.

Si la filosofía es crítica, en el sentido kantiano, se debe justamente a que no asume como dados sus objetos, sino que reflexiona sobre cómo ocurre su darse, su donación. No hacerlo es lo que Kant y Fichte llamaron "dogmatismo". El peligro del dogmatismo no radica hoy en día en esa rama de la filosofía de la cual resulta la ontología social, la metafísica precrítica y, como su pariente, la religión. El peligro del dogmatismo, y se trata de un peligro con implicaciones políticas importantes, radica más bien en el dogmatismo científico que se puede hallar en disciplinas como la economía o la ciencia política. De la mano de lo que podríamos llamar "metodologismo", ocurre allí lo que Roy Bhaskar llamó la "falacia epistemológica": la determinación de qué es lo que hay, de cuál es la realidad, a partir de la definición de qué se deja conocer. De ese modo, el hecho de que tales o cuales métodos funcionen y arrojen resultados -resultados publicables en estupendas revistas Q1-desplaza a la pregunta sobre el tipo y las propiedades de la realidad investigada.

La alianza entre ese metodologismo y el positivismo, que resulta hegemónica en muchas ciencias sociales a nivel global, tal como lo mostraron, hace décadas, Charles Taylor o MacIntyre en relación con la ciencia política, resulta un insumo definitivo para la reducción de la política a ingeniería social y a la definición de políticas etnocéntricas. Desde Foucault, podría pensarse igualmente esa alianza como un soporte de formas de saber-poder que rechazan toda heterotopía. En ese marco, dentro de ese campo de lucha de saberes que es la universidad, un campo que a la vez es político, la ontología social tiene grandes tareas pendientes. Si le asignáramos una voz a la ontología social, tal como lo hace Marx con la mercancía en la famosa sección sobre el fetichismo de El Capital, la ontología social repetiría la inscripción grabada en la espada del David con la cabeza de Goliat del gran Michelangelo Caravaggio. Allí se dice: Humilitas occidit superbiam (La humildad mata al orgullo).

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