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vol.68 número171Ramos, J. y Ramírez, C. A., eds. Ontologia social. Una disciplina de frontera. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia; Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 472 pp.Boeri, Marcelo D. "¿Cuán utópica es ia Calípolis de Platón? Reflexiones sobre la 'ciudad ideal' y el valor del paradigma en la explicación filosófica."ϖ η γ η/FONS 2 (2017): 9-25. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.68 no.171 Bogotá sep./dic. 2019  Epub 15-Feb-2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v68n171.80136 

Reseñas

López Jiménez, Carlos Arturo. El terreno común de la escritura: una historia de la producción filosófica en Colombia (1892-1910). Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2018. 311 pp.

JUAN CAMILO BETANCUR* 

* Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia juancambetancur@gmail.com


Lo que creemos nos une

o nos separa menos

que la manera de creerlo

NICOLÁS GÓMEZ DÁYILA, Escolios 1121

La publicación del trabajo doctoral de Carlos Arturo López sacude desde la raíz el relato convencional de lo que ha sido la filosofía en Colombia. En un regreso "a los textos mismos" publicados entre 1892 y 1910, atendiendo a los criterios de escritura válidos en ese momento y lugar, López propone describir las condiciones históricas de un "relieve específico de la escritura filosófica" (38). Con esto aporta un concepto metodológico prometedor para futuras investigaciones. El concepto de mínimo textual reúne los temas, problemas y modos de argumentar y de reconocerse entre escritores contemporáneos a una determinada época; "define las exigencias y limitaciones, creencias y procedimientos técnicos propios de la escritura filosófica en Colombia" durante el período estudiado (cf. 36-38), para dar una imagen fija de las ideas más o menos compartidas sobre lo que debería ser la filosofía entre los escritores locales que se identificaban a sí mismos como "filósofos". Una vez determinado el mínimo textual de la escritura filosófica, López da paso a la descripción de las condiciones de la escritura en general en una mayor variedad de publicaciones, ya no solo filosóficas, sino también literarias o periodísticas, donde rastrea "las formulaciones regulares de valoraciones, intereses y funciones atadas a la producción y reproducción escrita de conocimiento"; este será "el espacio común que hizo posible el trato por escrito de los desacuerdos intelectuales, partidistas y religiosos de los escritores" (38). Mediante la descripción de este terreno compartido, se abandona el lastre de algunas polaridades como liberal-conservador, tradicionalista-modernista, hispanista-antihispanista, clerical-anticlerical, sensualista-espiritualista, que han impedido investigar en profundidad las cuestiones, los argumentos y las disputas filosóficas.

Tomar Idola Fori, de Carlos A. Torres, como punto de apoyo para delimitar el suelo común de la escritura filosófica ofrece numerosas ventajas. Desvirtúa la versión histórica que presenta la obra de Torres como una "rareza" de su época, al tiempo que ofrece una novedosa clave para la lectura unitaria de Idola Fori. Sobre la marcha de su comentario a la obra, López va mostrando los puntos de contacto que constituyen "una serie de cuestiones compartidas a partir de las cuales trazaban sus diferencias" los escritores de distintas orillas: tradicionalistas, neoescolásticos y spencerianos (cf. 192). Identifica temas comunes, como el distanciamiento de la producción textual respecto de la querella partidista (cf. 154-155), que va consolidando un modo de expresión reconocido en la época como filosófico, por su independencia de criterio o por su compromiso con rasgos cercanos a esta independencia, como el discernimiento, la exactitud, la precisión (cf. 164-166). Advierte también el uso compartido de estrategias expositivas, donde la filosofía europea no es un objeto en sí mismo, y donde la argumentación y la narración se dan la mano en un registro textual que va más allá de la escritura escolar de la época (cf. 159, 162). Y más allá de estas observaciones que acotan desde fuera los límites o mínimos textuales de esta práctica histórica, López encuentra una sugestiva veta para investigaciones futuras, al señalar un problema común entre los escritores de la época: la pregunta sobre la tensión entre unidad y dispersión en el movimiento de la historia, sobre los efectos de la temporalidad en distintos ámbitos de la vida humana. Con ello presenta la matriz a partir de la cual se pueden investigar en mayor profundidad las disputas y posturas de la época sobre distintas cuestiones, como el origen del lenguaje o la organización de la sociedad, o el problema de la pérdida de unidad del orden social (cf 171, 176). El lugar que cada contendor le dé a la temporalidad determina de alguna manera el relieve específico desde el cual aprecia la cuestión disputada y se pronuncia sobre ella. Pero antes de configurar aquel suelo común, López debe primero desmontar los prejuicios historiográficos que representan un obstáculo a la investigación. Este trabajo crítico merece, por sí solo, toda una reseña y discusión. Otras serán las ocasiones para profundizar en los prometedores conceptos del mínimo textual y del terreno común de la escritura entre 1892 y 1910.

Para una crítica de los supuestos con los que se narra la historia de la filosofía en Colombia, López confronta fuentes primarias y secundarias: de un lado, los textos escritos en Colombia durante 1892-1910; de otro, las investigaciones posteriores sobre dichos textos (cf. 26). Del período de la República Conservadora (1880-1930) se suele afirmar que "la producción escrita habría estado, exclusivamente, al servicio de la acción de los gobernantes" (52). Según esta perspectiva, habría que esperar a la irrupción de la República Liberal (1930-1946) para que, como parte de una aceleración de procesos económicos, sociales y culturales, arribara por fin la profesionalización de la actividad intelectual. Desprendidas de su función de legitimar la administración de turno, las ciencias sociales y la filosofía habrían tenido su comienzo oficial al mostrar su utilidad en el ejercicio de gobierno y la resolución de problemas nacionales concretos. Este es el relato convencional sobre la producción de conocimiento escrito en Colombia, según el cual la etapa anterior a los años cuarenta del siglo xx no es más que un estado de hibernación, un pasado pre-científico y premoderno caracterizado por la finalidad ideológica de perpetuar un grupo en el poder. La década del cuarenta habría introducido una ruptura, una etapa moderna, donde el conocimiento cumpliría funciones específicas en la administración del país (cf 51-53).

Uno de los problemas fundamentales señalados por López a esta versión convencional radica en la teleología que supone. Al presentar los cincuenta años de República Conservadora como un freno o un retraso en un proceso que solo volvería a la vida con los gobiernos liberales posteriores, se lleva implícita la idea de cierta finalidad hacia la cual "debería" dirigirse dicho proceso. En la idea de modernidad se proyecta aquel destino nacional. Esto es lo que López llama el "marco de referencia de la modernidad": el uso teleológico de la idea de modernidad en los estudios sobre historia intelectual en Colombia tiende a indicar procesos en busca de secularización, capitalismo, autonomización de un campo intelectual, normalidad, y acusar los momentos anteriores como retardatarios y premodernos (cf. 65-66). El catolicismo y sus fuerzas afines, identificadas como conservadoras, hispanistas y tradicionalistas, se presentan, así, como un factor de retraso en el progreso hacia la modernidad. Como resultado de esta mirada, se promueve la indiferencia sobre los pensadores de dicho período (1880-1910), tachado en bloque como premoderno.

El marco de referencia mencionado ha determinado la narración histórica de las ciencias sociales en el país. Pero, además, en el caso puntual de la filosofía, hay un relato, derivado del anterior, según el cual la filosofía moderna en Colombia habría tenido un inicio reciente gracias a un grupo de fundadores, patriarcas o pioneros que sentaron las bases institucionales de la práctica filosófica. Dentro de quienes repiten este mito fundacional, hay cierto consenso en señalar la década de 1940 como el inicio de la "normalización filosófica en Colombia". López advierte cómo dicha narración estuvo orientada por el marco de referencia de la modernidad, desde el cual se ha decretado el atraso de los períodos anteriores a 1940, y se ha señalado esta década como la inauguración de una filosofía secular, que deja a un lado el pasado premoderno, abandona los compromisos ideológicos y se vuelve profesional. López se propone desmontar este mito de la normalización. Varias de sus observaciones y críticas lo consiguen, pero con ciertas limitaciones que conviene precisar.

López toma como consigna metodológica evitar que los elementos extratextuales de orden social, económico o ideológico pesen de más en el intento por explicar los textos. En un excesivo énfasis sobre el contexto social, la historia de la filosofía ha transferido ciertos prejuicios hacia los textos, eludiendo su lectura. Ahora bien, cabe preguntarse si, al hablar de la llamada "generación normalizadora", o del grupo de filósofos posteriores a 1945, López está replicando transferencias semejantes. Esto se observa cuando adjudica a los filósofos de 1940-1960, llamados "normalizadores", el haberse visto involucrados en luchas por "ganarse un lugar tanto en la universidad como en el ámbito de la escritura profesional en Colombia" (104). López afirma, en este caso, evitar involucrarse en dichos compromisos como una precaución metodológica para no convertirse en juez y parte que habría de valorar qué tan moderna o retardataria, actualizada o atrasada, habría sido la generación objeto de estudio.

En respuesta a la presunta "novedad" que habría presentado el relato de la normalización, muestra que las condiciones materiales, sociales y técnicas surgidas desde los años 30 no se dieron como una ruptura, sino en continuidad con los finales del siglo xix y comienzos del xx. En eso, su investigación presenta una valiosa contribución a la historia institucional del quehacer filosófico en Colombia. Y si bien deja de lado algunos aspectos textuales de orden temático, estilístico o metodológico en el tratamiento de los textos de la época en cuestión -algo comprensible por no tratarse de su objeto directo de estudio-, hasta este punto está logrando desmontar gran parte del relato de la normalización, que no solo ha representado un obstáculo para el estudio de las décadas anteriores, sino que además ha tendido un velo sobre aquella primera mitad del siglo XX, al dar la impresión de que aquel período ya está suficientemente categorizado y, por lo tanto, revisado. Pero López hace algunos juicios apresurados sobre la filosofía de 1940, al afirmar:

La gran novedad que los historiadores de la filosofía encontraron después de los años treinta del siglo XX no estribaba en las nuevas formas de hacer, sino en la aceptación de unos valores que, además de darle forma a la imagen (pública y entre pares) de los nuevos filósofos, orientó el desarrollo de las instituciones y publicaciones en las que estos últimos se ubicaron laboral e intelectualmente. (105)

Más adelante mostraré en qué dirección pueden hallarse esas "nuevas formas de hacer" filosofía propuestas por la generación de 1940. De momento se debe anotar que, contrario al método por él propuesto, lo que López tiene por decir sobre los "nuevos filósofos" viene subordinado a unos aspectos contextuales de orden social y económico, que él mismo ha considerado insuficientes cuando se trata de comprender la producción escrita de una época. Si la propuesta metodológica consistía en describir el mínimo textual a partir de las exigencias, temas y cuestiones con las que se configura un terreno de escritura, y si, en esta misma línea, defendía la relativa autonomía de la práctica de la escritura respecto de condicionantes extratextuales, habría sido coherente, como mínimo, dejar entre paréntesis cualquier tipo de juicio sobre los filósofos de la época que han sido categorizados, principalmente por filósofos posteriores a 1980 (incluido López), como "normalizadores".

La dificultad central radica en que López no hace la distinción entre los llamados normalizadores y la historiografía que habla de ellos, y en su lugar los alinea en una continuidad de referencias que comprenderían más de siete décadas, desde 1945 hasta la producción historiográfica más reciente. Pero si se consideran las fuentes mismas del relato normalizador, se puede ver que quienes lo enuncian no coinciden del todo con el grupo de filósofos perteneciente a dicha época, sino con un período posterior, que asumió la tarea de hacer balances históricos desde la segunda mitad y principalmente durante las últimas tres décadas del siglo XX. Para ver las distintas versiones de la filosofía en Colombia entre 19401960, hizo falta, como mínimo, revisar el libro de Jaime Vélez Correa, Proceso de la filosofía en Colombia, publicado 1960. Para llevar a cabo este proyecto, Vélez Correa no solo consultó los principales textos de los pensadores del momento, sino que les solicitó responder por correspondencia una serie de preguntas sobre cómo veían la filosofía colombiana en el momento presente, y cómo se situaban ellos mismos dentro de este proceso. Como resultado, en su libro se presentan distintas "fisonomías del pensamiento actual", en distintos ámbitos del quehacer filosófico, sin restringirlo a la docencia universitaria, presentando también pensadores independientes como Luis López de Mesa, Julio Enrique Blanco, Carlos Jaramillo Borda, Abilio Lozano Caballero, Gonzalo Arango, Fernando González y Nicolás Gómez Dávila.

De la revisión textual sobre la primera mitad del siglo XX, López comenta sobre todo textos posteriores a 1980 (cf. 99-113). Son textos que tienden a ser repetitivos y superficiales, en la inercia narrativa que los caracteriza. Toma algunas citas sacadas de contexto de un escrito de Cayetano Betancur de 1933, La filosofía en Colombia, escrito en Medellín en sus años de estudiante, y que no tenía aún nada por decir de las décadas posteriores a 1940. Pero conviene detenerse sobre un ensayo de Danilo Cruz Vélez escrito en homenaje a Francisco Romero. En él, López identifica tres elementos recurrentes del relato de la normalización: los elementos de carácter social, que tienen que ver con la ampliación del público lector y con las relaciones epistolares entre pares; algunas condiciones materiales para la circulación del conocimiento, como la fundación de instituciones y medios impresos; y elementos técnicos relacionados con la profesionalización de la disciplina filosófica. Por último, un sustrato ético: el legado de los normalizadores, a los que Cruz Vélez llama "patriarcas", radica en haber transmitido un "modo de ser filósofo, una actitud filosófica, un temple moral". Pero, ante todo, los valores aceptados como la novedad introducida por la generación normalizadora habrían tenido que ver con unos procedimientos técnicos que ya se presentaban desde finales del siglo xix, pero que dicha generación supuso nuevos en una mirada autorreferencial:

la luz con que se vio a sí misma la nueva filosofía le permitió considerar como nuevos a los miembros de su comunidad, sus instituciones y las prácticas que definían su oficio [...]. No es de extrañar, entonces, que los historiadores de la filosofía en Colombia hayan representado su propia participación en dicha historia (en el papel de profesores, estudiantes o ambas cosas) como el origen mismo de la filosofía moderna en Colombia. (105)

Hay que decir que el texto de Cruz Vélez fue publicado en 1987. Si bien es cierto que Danilo Cruz Vélez fue uno de los jóvenes pertenecientes al grupo generacional de la República Liberal, el momento y la perspectiva desde donde escribe (1987) no coinciden con la manera en que se vieron a sí mismos los filósofos de 1940. En primer lugar, el momento corresponde más a una década retrospectiva, en que la filosofía en Colombia emprendió proyectos historiográficos más ambiciosos, como el del "Grupo de Bogotá" de la Universidad Santo Tomás (USTA). Cruz Vélez escribe en el contexto de la oposición entre lo que ve como "dos extremismos, a cual más unilateral y esterilizante: el de los que históricamente miran de reojo los orígenes occidentales de nuestra filosofía, y el de los que siguen ciegamente alguna corriente filosófica europea o norteamericana" (Cruz Vélez 106).1

Danilo Cruz Vélez es un claro representante de cierta versión normalizadora (versión que admite matices en los que acá no se profundizará).2 Y se entiende que su revisión histórica pueda representar, como acertadamente lo ve López, más que un diagnóstico, una confesión de lo que él mismo consideraba los nuevos valores introducidos desde la década de 1930 por el grupo de filósofos "normalizadores". Se comprende, incluso, que su historia de la filosofía parezca más un ejercicio de auto-legitimación, al servir como "mecanismo de diferenciación respecto de otros modos de llevar a cabo dicho ejercicio; modos que justo por su diferencia son declarados anómalos" (108). Pero esto solo tiene el valor de un testimonio: apenas puede hablar de la versión de Danilo Cruz Vélez y de cómo vio él su pasado en retrospectiva, a la altura de los años ochenta y en un contexto de revisión historiográfica en pugna con otros proyectos históricos. Por eso López da otro paso en falso, al poner la versión de Cruz Vélez como "un modelo generalizado" de los llamados "normalizadores" (cf. 108-109).

Cuando busca corroborar esta generalización del modelo, nuevamente López equipara niveles de fuentes y toma como muestra un texto de 1999, de Guillermo Hoyos. Este procedimiento se justificaría en lo que López califica como una obvia "continuidad valorativa entre los normalizadores y los filósofos que hicieron la historia de la filosofía nacional" (110-111). Pero, lejos de ser obvia, faltan elementos de juicio que nos permitan extrapolar retrospectivas parciales de Rubén Sierra Mejía, Guillermo Hoyos y Danilo Cruz Vélez, para hablar de un modelo generalizado de relato histórico que se hubiera extendido por siete décadas. Si se quisiera establecer la continuidad del mito de la normalización, y luego generalizarlo como visión autorreferencial de una generación, primero habría que identificarlo en los textos mismos de la década de 1940-1950. Algo de esa narrativa se encontrará, por ejemplo, en artículos de la efímera Revista Colombiana de Filosofía (1948-1950), aunque se trata solo de una versión entre otras. López, sin embargo, pone como explicación suficiente el hecho de mostrar que Rubén Sierra, siendo heredero inmediato de la generación de normalizadores, atestiguaba una completa ruptura con la tradición (cf. 111). Da la impresión de que la "obvia continuidad" lleva a López a lo que él mismo rechaza como un proceder inadecuado: homogenizar los matices a partir de un relato que elude la revisión de los textos mismos de una época.

Desde esta óptica unitaria se hace difícil entender, por ejemplo, por qué otros miembros de la generación del cuarenta, como Rafael Carrillo, Luis Eduardo Nieto Arteta, Cayetano Betancur, Abel Naranjo Villegas, Jaime Jaramillo Uribe, Alfredo Trendall, entre otros, casi ni usaron la palabra "normalización" para referirse a su lugar histórico. ¿Qué tensiones pudieron haberse ocasionado entre la intención de institucionalizar la filosofía como disciplina autónoma, y los problemas locales que implicaban tomas de partido y compromisos muy concretos? Como hipótesis de trabajo se podría preguntar si el compromiso social de abordar temas y problemas locales, que también tuvo sus intentos entre 1940-1960 (aunque principalmente desde un modelo universalista, convivía en una tensión ambivalente con la pretensión de ganar mayor autonomía disciplinar y perfeccionar las herramientas conceptuales de la disciplina. Algunos de ellos, como Cruz Vélez y Naranjo Villegas, abogan por una visión políticamente neutra, ya secularista (Naranjo Villegas), ya modernista (Cruz Vélez), de la filosofía. Pero la supuesta neutralidad no parece recoger lo que se entendió en aquel momento por trabajo filosófico.3 Basta con mencionar el número 25 de 1959 de la revista Mito, que presenta un aparte titulado "Los intelectuales y la violencia", donde participó Cayetano Betancur en el intento por

presentar el pensamiento de un grupo de escritores distinguidos, conscientes de su misión y dueño, cada uno, de sus propias ideas políticas, en relación con esta diaria tragedia. De esta visión general, desde ángulos muy distantes, podrá verse cómo hay puntos esenciales de coincidencia. (Gaitán Durán 40)

También podrían revisarse textos de Luis Eduardo Nieto Arteta, como sus trabajos sobre historia de la economía colombiana, donde plantea una propuesta económica para Colombia, o su crítica al fascismo, en Cultura y civilización (1935), donde se observa una correspondencia entre el sistema, como absolutismo intelectual, y el absolutismo político: en lo intelectual, con la negación de las contradicciones; en lo político, con la exclusión de la oposición. Rafael Carrillo afronta el problema de la relación entre "Guerra y cultura" (1939), si bien con tesis curiosas que parecen excusar el sentido de la guerra (cf. 31). Y Rafael Gutiérrez Girardot dirige su crítica al "rastacuerismo" o pretensión simuladora de las aristocracias, basadas en la ficción de la pureza de sangre y de fe. Gutiérrez ve en ello la explicación de los problemas sociales latinoamericanos (cf. Pachón 158).

Relacionada con la supuesta desconexión de los problemas del momento, se da la asociación entre una filosofía normalizada y una filosofía especializada incapaz de llegar a un mayor público. Los textos de filosofía, según López, dejaron de "ocuparse directamente de problemas relativos a su contexto inmediato" (141). Dejarán de referirse a la situación particular de Colombia. En esta misma línea, los textos filosóficos perdieron relevancia para el gran público, se restringieron al ámbito universitario, y ocultaron, casi por completo, otras formas de filosofía no universitaria (cf. 121). Estas asociaciones pueden ser ciertas si se piensa en la filosofía restringida al ámbito escolar, cuyo énfasis en problemas exegéticos aún es cuestión de disputa. Pero sería un error reducir a esta actividad el campo de producción textual de mitad del siglo xx. Baste con señalar algunas publicaciones de claro talante divulgativo, como los "Breviarios Colombianos", o el proyecto editorial del Colegio Máximo de las Academias de Colombia, que tuvo como fin, en palabras de Félix Restrepo: "utilizar el medio más poderoso de comunicación que hoy [1964] se conoce, o sea la radiodifusión, para llevar hasta los últimos rincones del país, en pequeñas dosis, nuestra campaña cultural" (5).4 De hecho, varios escritores de la generación del cuarenta continúan en los diarios, a su manera, la tradición periodística de la República Conservadora. Rafael Carrillo, por ejemplo, se proponía en sus columnas de El Siglo escribir artículos de crítica filosófica, respondiendo apenas a una labor periodística, no propiamente filosófica (cf Carrillo 65), tomando al autor comentado "solo como pretexto para decir algo que él mismo suscita, pero donde se anda un poco al margen de su tema" (id. 31). Y en Cayetano Betancur es evidente la pretensión de incidir en la opinión pública a través de su manejo deliberado de un lenguaje no académico, cuando era el caso (cf Sierra Mejía 2010 292-293). Una revisión de "La filosofía en las Lecturas Dominicales de El Tiempo" ha mostrado ya la participación de esta generación en la escritura de carácter más divulgativo (cf. García, Restrepo y García).

Puede sonar caricaturesca la inercia del relato normalizador, pues induce a pensar que la investigación histórica sobre la filosofía en Colombia ha sido tan poco filosófica, limitada a repetir sin crítica el mito fundacional de los patriarcas de la filosofía moderna de los años cuarenta. Alguien, suponiendo que ya es hora de haber profundizado en una tradición historiográfica de largo aliento, podría pensar que López ataca un hombre de paja. Pero es un hecho que la versión normalizadora de corte institucionalista, profesoral y secular terminó predominando, en las últimas décadas, como la versión oficial de aquel período. En este sentido es del todo comprensible y deseable la crítica de López al mito normalizador. Pero esto no puede ser un motivo para presentarlo como la única versión, ni mucho menos como la que fue defendida en la primera mitad del siglo XX. Hace falta ampliar el espectro y revisar qué otras versiones de filosofía estaban en juego.

La historia normalizadora marca todo período anterior a 1940 bajo el signo de un servilismo político, religioso y premoderno, que desde la Colonia habría sido un obstáculo para la actividad filosófica, al reducirla a su funcionalidad ideológica, pragmática o apologética. Vista en sí misma, no hay razón para reprochar esta pretensión de ganar mayor autonomía. Ya veíamos cómo el divorcio de la escritura filosófica con un servilismo partidista venía dándose en autores como Torres, e incluso se proclamaba desde antes de la Guerra de los Mil Días (cf 150-151). El principal reclamo de López a los que llama "normalizadores" (nuevamente, suponiendo acá una "obvia continuidad" entre los "normalizadores" y sus herederos) consiste en su pretensión de novedad: que hubieran, según él, dado la espalda a su pasado filosófico.

Así pues, como estocada final contra el mito fundacional de la normalización, López bosqueja lo que sería el origen de las condiciones institucionales que hicieron posible la profesionalización de la filosofía en Colombia. Al mostrar que dichas condiciones se remontarían a las reformas educativas emprendidas desde finales del siglo xix y continuadas por Carrasquilla hasta bien entrado el siglo XX, López desvirtúa el lugar común según el cual se debe a los "normalizadores de la filosofía" haber dejado a un lado la tradición filosófica, para introducir nuevos elementos técnicos e institucionales en su propósito de introducir la filosofía moderna a Colombia. Su objeción final contra el mito normalizador apunta a demostrar que los procedimientos técnicos de los "normalizadores" no fueron nuevos, sino que venían consolidándose a partir de las condiciones institucionales puestas desde la República Conservadora (cf 121). López hace aquí una valiosa contribución para despejar los obstáculos a investigaciones futuras, y salvar, a través de estos hilos de continuidad, las lagunas que han impedido dar una mirada comprehensiva a los procesos de la filosofía en Colombia.

No debe olvidarse, sin embargo, que su argumento solo responde a la versión institucionalista de la normalización y, en esa medida, sigue atrapado en ella. Al revisar la versión de Cruz Vélez, hemos visto que López distingue elementos materiales, sociales y técnicos en su análisis. Se trata de tres categorías que usa también como puntos de vista para situar un texto o un escritor (cf. 153); muestran su utilidad, claro, a la hora de delimitar algunas fronteras o condiciones del circuito textual estudiado. Pero se quedan cortas al dar cuenta de los contenidos mismos de los textos. Así como no le son suficientes para describir a fondo el suelo común de la escritura filosófica y sus relieves específicos entre 1890-1910, su alcance tampoco puede ir más allá de la historia normalizadora, ni puede decir algo más acerca de los llamados "normalizadores". De hecho, al revisar los escritos de la generación del cuarenta, se encuentran críticas y advertencias sobre el riesgo de burocratización del filósofo universitario (cf. Cruz Vélez 99, 219). Para Rafael Carrillo, el profesionalismo entrañaba el riesgo de la remuneración como finalidad de la filosofía, con el cual desaparece la pasión por la filosofía y se instala la apatía (cf. Carrillo 13 y ss.). Jaime Jaramillo Uribe, como sus compañeros, reconoce que la creación filosófica necesita de ciertas condiciones objetivas dadas por el ambiente y el medio social. Pero aclara que estas condiciones son solo estímulos y no lo deciden todo (cf. 71). Y desde un punto de vista pedagógico, Cayetano Betancur aclaraba que el estudio de la filosofía y su enseñanza profesoral son solo condiciones necesarias, mas no suficientes para que el estudiante aprenda a filosofar (cf 1937 7).

Si la mirada solo se enfoca en la cáscara institucional, efectivamente puede constatarse desde finales del siglo XIX la presencia clave de la filosofía en el escalonamiento del sistema educativo, al poner los estudios en filosofía como condición para titularse bachiller e ingresar a estudios superiores. Se puede llegar a distinguir, en cierta medida, cómo cambiaban las áreas de estudio de la filosofía en cada nivel. También se llega a explicar, a partir de estas reformas, la creciente demanda de nuevos maestros, titulados como doctores en Filosofía y Letras (cf. 126). Los normalizadores, según la versión oficial, habrían roto con la tradición desde una imagen atemporal, deshistorizada, de su propio ejercicio. Su única novedad, según López, consistió en haber ocultado todo el pasado en su afán de novedad (cf. 139).

Pero hay que decirlo: no es cierto que los filósofos de 1940-1960 hubieran dado la espalda a su historia intelectual. Bastaría de prueba el solo trabajo de Jaime Jaramillo Uribe, historiador y filósofo de la generación del cuarenta, quien investigó la historia intelectual del siglo XIX en Colombia. En Ideas y Valores publica "Tradición y problemas de la filosofía en Colombia" (1954), donde muestra que la duda sobre el progreso, la ilimitada potencia de la ciencia, la supuesta paz del industrialismo en la era positiva, son problemas que ocupan el centro de atención del siglo xx en los autores colombianos, pero estaban ya expresados en la tradición de pensamiento de finales del siglo xix. Y afirma: "el país tuvo en el siglo xix un equipo de hombres que crearon una tradición filosófica que nosotros estamos obligados a continuar" (cf. Jaramillo Uribe 71). Pero pueden tomarse otros ejemplos, entre muchos más, del sentido histórico de esta generación. Luis Eduardo Nieto Arteta, antes de pretender el desarrollo de una sociología desde cero, publicó "Salvador Camacho Roldán y Miguel Samper: precursores de la sociología americana" (1940). Y en "De la legislación de Indias al nuevo código civil" (1938), rastrea una interesante tradición jurídica antiformalista que se remonta a Antonio Nariño, como precursor de una crítica histórica a la economía colonial, con su plan de administración del virreinato (noviembre 16 de 1797), cuya tesis es que todas las instituciones coloniales deben desaparecer por ser obstáculos para el desarrollo económico de las colonias (cf. Nieto Arteta 197). Es llamativo también el caso de Cayetano Betancur. En varios de sus escritos abordó las tensiones entre tradición y modernidad. Varias de las categorías de Sociología de la autenticidad y la simulación (1955) gravitan alrededor de esta y de otras tensiones históricas. Las diferencias de Rafael M. Carrasquilla y Miguel A. Caro sobre este punto, o las distintas posturas sobre la tensión unidad/dispersión en el movimiento histórico, puestas de presente por el trabajo de López, iluminarían las tesis de Betancur al respecto para saber cómo se sitúa en esta discusión de largo aliento, cómo se retoman y elaboran estas diferencias en Cayetano Betancur.

Según López, la pretensión de atemporalidad se fundó sobre elementos sociales (unas formas de reconocimiento y divulgación), materiales (instituciones universitarias y editoriales) y técnicos (procedimientos propios de la escritura filosófica). Elementos que serían los "tres pilares que los nuevos filósofos habrían considerado exclusivos del desarrollo profesional de la filosofía" (138). López concede que la filosofía enseñada antes del cuarenta consistía en una doctrina católica. A su argumento, atado a la versión institucionalista, le "basta con señalar que en los últimos lustros del siglo xix la filosofía se fue concibiendo como una profesión a la par con otras" (131). En este sentido las consideraciones de López siguen limitadas a los aspectos institucionales y, como tales, no tienen en cuenta los posibles cambios semánticos sobre el concepto de "filosofía" introducidos en la década del cuarenta. ¿Qué sucedió con la expectativa, presente desde antes, de responder a problemas sociales concretos e inmediatos? ¿Siguió considerándose la filosofía como un sistema de doctrinas establecidas, o al menos, con "una aplicación pragmática inmediata" (186)? ¿Cómo se dio entonces el tratamiento de temas y cuestiones consideradas filosóficas? Responder a estas preguntas podría servir para ver mejor los contrastes o trazar hilos de continuidad, en un mayor diálogo con la generación de 1940. Los filósofos de la generación del cuarenta, en medio de sus diferencias políticas o ideológicas, comparten una idea de filosofía que tal vez constituya un terreno común a todos ellos, dentro y fuera del canon universitario: la idea de la filosofía como problema los conduce a sospechar de los sistemas doctrinales y de las respuestas ya dadas. Torres, en Idola Fori, desarrolla una filosofía muy cercana a este espíritu, al no presentar sistematizaciones abstractas, sino partir del concepto hacia su concreción cada vez más local. El mismo López ve esto como un punto de contacto con "sus sucesores de la normalización": la oposición con la tradición ergotista (cf. 184). Pero solo un estudio del contenido de los textos puede responder si se trata de un elemento diferencial respecto de una filosofía anterior, para la cual cierta tradición filosófica europea era usada más como herramienta ante problemas locales, que como objeto de investigación (cf. 159, 162).

Las versiones y funciones que adoptó la idea de la filosofía como problema, y cómo desde allí pudo haberse demarcado un "terreno común" para la generación del cuarenta, se podrán rastrear en "Rebelión contra los sistemas" (1944), de Rafael Carrillo; en "Germán Arciniegas o la negación del sistema" (1938) y en "Dos dialécticas: Marx y Proudhon" (1941), de Luis E. Nieto A.; "La idea de una Philosophia perennis en Nicolai Hartmann" (1951) y "El hombre y la cultura" (1948), de Danilo Cruz V. El énfasis en la problematicidad como nueva tendencia de la filosofía constituye un punto de contacto de la filosofía con la vida, en la medida en que la vida se concibe como problema, como lucha. Esto se observa en "Jaime Balmes" (1948) y "La seguridad metafísica. Dialéctica de la razón vital" (1956), de Cayetano Betancur, para quien la tensión entre sistema-antisistema se resuelve en una visión dialéctica y vital de la realidad. Pero no en una dialéctica mecánicamente aplicada a los hechos para eliminar las tensiones, sino más bien como una manera de mostrar los hechos en las tensiones internas que los constituyen y les dan vida. Jaime Jaramillo Uribe también se pronuncia sobre la cuestión, al advertir que el sectarismo filosófico y el espíritu de sistema corren el grave riesgo de cerrarle el horizonte al filósofo, mientras que la conciencia del problema abre el espíritu, lo libra del dogmatismo y lo mantiene en actividad (cf. Jaramillo Uribe 73-74). Desde esta perspectiva, es posible ampliar el espectro y comprender el aporte de Fernando González y Nicolás Gómez Dávila, figuras que suelen presentarse como casos aislados o marginales, debido al enfoque institucionalista.

Un trabajo de mayor alcance podría mostrar algunas continuidades temáticas, cuestiones o intenciones compartidas entre el siglo XIX y la generación del cuarenta; quizá pueda dar cuenta de la especificidad de cada momento, y de cómo la filosofía entró en relación con las demandas de un contexto distinto. Tomemos por caso el fin divulgativo de la escritura filosófica. Es cierto que los escritores del XIX se veían a sí mismos como publicistas. De hecho, el público lector seguía sus disputas políticas como el espectáculo de un drama (cf 57). También algunos filósofos del cuarenta se propusieron divulgar los problemas de la filosofía. Pero si se recuerda el trabajo editorial de Germán Arciniegas, con la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana (1942-1952), que tuvo como misión preservar la tradición literaria local con la publicación de 161 volúmenes, y se proponía "hacer del libro un objeto cotidiano entre las masas populares" (Marín 66), será claro que las condiciones de la relación entre la escritura y su público ya no eran las mismas, y demandarían algún cambio en las exigencias mínimas de sus escritos.

Al desenmascarar el relato de la normalización, López arremete contra una versión del ejercicio de la filosofía que ha sido predominante y que se proyecta sobre su historia con una inercia que ha llevado a repetirlo sin crítica alguna. Añadiríamos que este relato ha sido un obstáculo también para el estudio de la llamada generación normalizadora. En este aspecto, su trabajo será un referente clave para futuras aproximaciones a la historia de la filosofía en Colombia, no solo sobre las décadas del tránsito del siglo XIX al XX, sino también sobre la primera mitad del siglo XX que incluye la década de 1960. Pero también se entiende, a partir de las anteriores aclaraciones, por qué López tiene tan poco que decir sobre la novedad de los normalizadores. Queda atado a una versión de la historia y de la filosofía que, en varios aspectos, no coincide con la de ellos mismos. Contrario al método que defiende para el estudio de su período (1982-1910), cuando se ocupa de las décadas del cuarenta y el cincuenta confunde estratos temporales de las fuentes. En cierto momento, López reconoce los límites de su crítica: ha mostrado apenas "algunas coincidencias entre los valores disciplinarios de los historiadores de la filosofía y los de sus historiados" (140). Y aclara que

solo una investigación detallada sobre el ejercicio de la escritura filosófica después de los años treinta del siglo XX, más allá de los textos de historia de la filosofía que se produjeron a partir de la normalización -a los cuales se limitó esta revisión-, puede refinar algunas de las mencionadas conclusiones sobre la filosofía colombiana luego de esos años. (140)

Pero lo cierto es que, en su necesaria crítica del relato normalizador, hace muy poca justicia a "los historiados" por este mito. Si se hubiera propuesto llevar hasta las últimas consecuencias su crítica al mito de la normalización filosófica, habría llegado a sospechar de la categoría misma de "normalidad" y habría evitado llamar "normalizadores" a los filósofos de las tres décadas de 1940-1960. Proyectar la categoría sobre este grupo, tomándolo como su abanderado, no aporta un cambio de mirada que permita encontrar una mejor categoría, inmanente a los textos de la época.

La historia oficial de la filosofía en Colombia se ha narrado desde lugares comunes, más producto de la anécdota que de la investigación. En su repetición de testimonios de segunda mano, no ha logrado cuestionar sus propios supuestos. En este sentido, el trabajo de Carlos Arturo López abre nuevas perspectivas. Tanto por las herramientas conceptuales y metodológicas que aporta en su aproximación a la historia de la filosofía en Colombia, como por su crítica implacable al relato normalizador, El terreno común de la escritura será un referente imprescindible para futuras investigaciones.

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1Este es el referente que tiene en mente Santiago Castro-Gómez cuando califica la "normalización" desde parámetros muy estrechos: al haberse entendido la filosofía como una disciplina autónoma que debe estar despolitizada, se dio una discrepancia en los años ochenta entre el grupo de Bogotá de la TTSTA, que reclamaba una filosofía comprometida con las realidades sociales del país, mientras que, desde su "ficticia torre de marfil", los "profesores 'normalizadores' como Rubén Sierra, Danilo Cruz Vélez y Rubén Jaramillo" miraban aquello con asco y desprecio (cf. Castro-Gómez 14).

2Alrededor de la "normalización" se encuentran distintas versiones del proceso de la filosofía en Colombia: como secularización (cf. Naranjo Villegas), como ruptura con el pasado pero manteniendo actitudes exegéticas (cf. Sierra Mejía 1982 72), como una modernización de la filosofía (cf. Gil y Ortiz), como consolidación de la autonomía disciplinar (cf. Sierra Mejía 1982 81; Jaramillo), como profesionalización (cf. Cruz Vélez), como integración de las corrientes filosóficas en distintos ámbitos de la cultura local (cf. Vélez Correa), como una asimilación reverencial del pensamiento europeo (cf. Gutiérrez Girardot 64; Tovar).

3Incluso respecto del trabajo profesoral en áreas tan especializadas como la lógica, se pueden encontrar cuestionamientos sobre lo que pueda aportar un curso de lógica a la cultura nacional. Un manuscrito de Cayetano Betancur esboza las líneas generales de su respuesta a este problema. Allí argumenta la relevancia local de la lógica a partir de la historia del pensamiento en Colombia. Según su lectura, nuestra mayor falla cultural en la formación de nuestros profesionales es de orden lógico: "confundimos las palabras con los conceptos y los conceptos con las cosas". El rechazo radical contra la lógica colonial, sumado a la posterior introducción del benthamismo y del nominalismo inglés, dio como resultado en nosotros una cultura centrada en la palabra. "La lógica profundizada, tal como hoy se trata de enseñar, nos prestaría una gran ayuda para el manejo de la realidad. Hoy no conduciría al ergotismo" (Fondo CB caja 5, carpeta 5, folio 29).

4En el Fondo Cayetano Betancur Campuzano, del Archivo Central de la Universidad Nacional de Colombia, se evidencia una participación en la Radiodifusora Nacional. Consúltese, por ejemplo, la carta del 27/11/1948, escrita por Abel Naranjo Villegas como director de la Radiodifusora, donde se confirma la participación de Cayetano Betancur con su programa "Filosofía de la coquetería" para los sábados de 6:20-6:30 (Fondo CB caja 5, carpeta 5, folio 51). En otra carta, escrita por Marta Traba el 15/11958 como directora de la Radio Televisora Nacional, confirma la participación de Betancur en un ciclo de conferencias televisadas sobre el tema "¿Hay una filosofía en Colombia?" (Fondo CB caja 5, carpeta 11, folio 17).

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