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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.68  supl.5 Bogotá Dec. 2019

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v68n5supl.81435 

Artículos

EL NUNCA MÁS DE LA VIOLENCIA SEXUAL CONTRA LAS MUJERES-LA OPORTUNIDAD (PERDIDA) EN LAS TRANSICIONES POLÍTICAS

THE NEVER AGAIN OF SEXUAL VIOLENCE AGAINST WOMEN - A (MISSED) OPPORTUNITY IN POLITICAL TRANSITIONS

Tatiana Rincón-Covelli1 

1I(dh)Eas - Ciudad De México - México pythiasmayor@gmail.com


RESUMEN

Nunca más se refiere al intento de nombrar el horror y la atrocidad, como en el caso de Auschwitz o el "Nunca Más" del informe sobre la desaparición forzada durante la última dictadura en Argentina. Se sostiene que, al ser la violación sexual un acto atroz, la justicia transicional, entendida como la búsqueda de la no repetición de la atrocidad, estaría normativamente comprometida con su no repetición, al igual que lo está con la no repetición de la tortura o de la desaparición forzada.

Palabras clave: atrocidad; nunca más; tortura; violación; violencia sexual

ABSTRACT

Never again refers to the attempt to name horror and atrocity, as in the case of Auschwitz, or the "Never Again" of the report on forced disappearances during the last dictatorship in Argentina. The article argues that because rape is an atrocious act, transitional justice, aimed at the non-repetition of any atrocity, would be normatively committed to its non-repetition, just as it is committed to the non-repetition of torture or forced disappearance.

Keywords: atrocity; never again; torture; rape; sexual violence

La violencia sexual contra las mujeres y, en particular, la violación sexual, se ha hecho pública en las transiciones políticas contemporáneas, a partir de la década de los noventa del siglo pasado.1 Esto significa que en muchas de las transiciones políticas esa violencia fue invisibilizada. Este hecho parece haber tenido efectos en las sociedades que surgieron de esas transiciones: la violencia sexual contra las mujeres y la violación sexual son crímenes generalizados y/o sistemáticos.2 Pero no solo las transiciones políticas que invisibilizaron la violencia sexual y la violación sexual de las mujeres resienten hoy esa invisibilidad. Las transiciones que, de algún modo, situaron la violencia sexual contra las mujeres en lo público, parecen no haber respondido de manera necesaria y suficiente a esa realidad: en las sociedades posteriores a la transición, la violencia contra las mujeres y, en particular, la violación sexual ha seguido siendo, en algún sentido, masiva o generalizada.3 Aun cuando la pretensión en este escrito no es abordar lo que sucede actualmente en estas sociedades, la existencia de esa realidad es un punto de partida para explorar, desde lo conceptual, la posibilidad que las transiciones políticas tendrían de hacerse cargo de manera radical de la violencia sexual contra las mujeres, y, en particular, de la violación sexual. Mi interés en la violación sexual de las mujeres no las sexualiza ni las sustancializa. Al poner el foco en la violación sexual, como ejercicio de una violencia extrema contra la mujer, mi interés está en explorar la posibilidad de que las transiciones políticas asuman y modifiquen radicalmente un hecho que, como han sostenido varias pensadoras, es mundano por su cotidianidad. Mi in tuición es que, si existe la posibilidad de que las transiciones políticas no solo visibilicen la violación sexual cometida contra las mujeres en situaciones de conflicto armado o de regímenes autoritarios o dicta toriales, sino que asuman su mundanidad y, por tanto, su masividad silenciosa, para transformar las condiciones estructurales que produ cen y alimentan esa mundanidad, existiría también la posibilidad de que las transiciones políticas pudieran hacerse cargo de otras formas de violencia contra las mujeres que no tienen el carácter de mundani dad de la violación sexual.

En la medida en que lo que me interesa es la mundanidad de la vio lación sexual y la posibilidad que las transiciones políticas tendrían de hacerse cargo de ella, en este escrito no me aproximaré al tema desde la visibilización reciente que se ha hecho de esa violencia en los conflictos armados, sino que, por el contrario, me situaré en una aproximación co tidiana al tema. En este sentido, asumiré que, como ha dicho McGlynn, para las mujeres "la violación sexual no es rara, es un lugar común" (82). La visibilización que se ha hecho de la violación sexual cometida contra las mujeres en los conflictos armados muestra lo más extremo de este acto, lo que más podría aterrarnos por su masividad y crueldad visibles, pero vuelve a dejar en la oscuridad el acto mismo de la vio lación sexual, de ese acto que las mujeres sufren en lo que seguimos llamando vida privada, o en espacios públicos transitados y ocupados por ciudadanos comunes.

Desde esta perspectiva, asumo, junto con Brison, que la violación sexual plantea numerosos problemas filosóficos (cf. 4). Brison ha se ñalado como uno de esos problemas el epistemológico, y ha dedicado parte de su reflexión al daño y a los cambios que la violación sexual produce en la configuración del yo. Un aspecto cuidadosamente ana lizado por Brison, como víctima de violación sexual, es la experiencia de destrucción de su mundo, de pérdida de la capacidad de sentirse como en casa, de sentirse segura en ese mundo. Brison se refiere a ese hecho como una pérdida cataclísmica del mundo (cf 15). Retomaré este aspecto del análisis de Brison para ponerlo en relación con otra experiencia, la de la tortura, descrita por Améry, víctima de tortura, y para llevarlo a otro terreno, también de interés para la filosofía, el de la justicia y el de la moral.

La violencia sexual contra las mujeres y, en concreto, la violación sexual, cuestionan radicalmente, desde la experiencia de destrucción y pérdida del mundo, el sentido mismo de sociedad o de comunidad política en la que deseamos vivir y de lo que podemos considerar una vida buena. En este sentido, se podría decir, y es lo que espero desarro llar en este escrito, que el acto de la violación sexual es, en sí mismo, un acto atroz. Su calificación de atroz no requiere que se cometa en esce narios que potencian la vulnerabilidad de quienes lo sufren, como los conflictos armados o las dictaduras. Su calificación de atroz, al igual que sucede con la tortura, solo requiere que el acto (un solo acto) se co meta, porque la atrocidad está en el acto mismo.

A partir de esta aproximación, exploro a continuación la posibili dad que tendría la justicia transicional de transformar (o contribuir a transformar) las condiciones que sostienen y perpetúan el ejercicio de la violencia contra las mujeres; esa que se ejerce contra la mujer por el solo hecho de ser mujer y, en particular, el caso extremo de la violación sexual. Me sitúo en la justicia transicional por varias razones. La pri mera, porque esta es un lugar que permite, en momentos determinados, el encuentro entre ideales de comunidad social y política e ideales de proyectos de vida. La segunda, porque esta forma de justicia también permite, por lo menos teóricamente, la construcción de instituciones que podrían hacer realidad esos ideales. Y, finalmente, porque la justicia transicional ha hecho pública la violencia sexual y la violación sexual sufrida por las mujeres, y ha empezado a hacerse cargo, de algún modo, de esa violencia, cuando ha sido cometida en determinados escenarios: conflictos armados, regímenes autoritarios y regímenes dictatoriales.

Mi idea es que la justicia transicional abre, por lo menos desde su concepción normativa, una oportunidad real de transformación de las condiciones que sostienen y perpetúan el ejercicio cotidiano de la vio lencia sexual contra las mujeres, y lo hace a partir de su compromiso con el nunca más de la atrocidad. Para dar forma a esta idea, aborda ré las siguientes cuestiones: a) la justicia transicional como lugar de transformación de una comunidad política en términos de justicia; b) el sentido del compromiso de la justicia transicional con el nunca más de la atrocidad y, por tanto, con su no repetición; c) la violación sexual como un acto atroz situado en la misma dimensión semántica que el acto atroz de la tortura; y d) el sentido de transformación política que conlleva la no repetición del acto atroz de la violación sexual.

La justicia transicional como lugar de transformación de una comunidad política en términos de justicia

La justicia transicional ha sido caracterizada de maneras distintas, y, siguiendo a Pietrzak, se podría decir que hay más de una teoría de la justicia transicional (cf 57). Esas diferentes caracterizaciones com parten, no obstante, elementos comunes. Uno de ellos es el que tiende a asociar la justicia transicional con períodos de cambio político (ge neralmente, del autoritarismo a la democracia o del conflicto armado a la paz), y con las respuestas que en esos períodos se busca dar a un pasado (reciente o lejano) de graves crímenes o de graves violaciones de derechos humanos cometidos de manera masiva y/o sistemática (cf. Binder 9; Gray 57; Sharp 6-9). La diferencia está en cómo se entiende el cambio político al que se asocia la justicia transicional y, en esa medida, en cómo se conciben las respuestas, la proyección y el alcance hacia el pasado y hacia el futuro que se atribuye a estas.

Las respuestas de la justicia transicional pueden ser concebidas en función de los mecanismos y procedimientos implementados para garantizar el conocimiento de lo que pasó, la justicia penal, la repara ción o la memoria (cf.Naciones Unidas 2004 §8), o en función de los objetivos que la justicia transicional persigue (cf. Leebaw 2; Winter 232-235). Esos objetivos, a su vez, pueden estar centrados en el paso de las sociedades hacia una democracia estable y hacia la consolidación de principios liberales como el Estado de derecho,4 o pueden ser más comprehensivos y tener como centro el logro de la justicia entendida en un sentido complejo, esto es, no solo como justicia retributiva, sino también como justicia correctiva, justicia de reconocimiento y justicia distributiva.5 Y la proyección y alcance atribuidos a la justicia transicio nal pueden comprometerla con dar cuenta de una serie (más o menos amplia) de graves crímenes cometidos en el pasado,6 o puede llevarla a comprometerse, además, con la no repetición de las condiciones que permitieron y/o potenciaron la comisión de esos crímenes (cf Corradetti 190), y con la transformación y/o reinvención de la vida social y política de una comunidad (cf Mutua 1-9).

Es decir, la teoría de la justicia transicional, tal y como la entende mos hasta ahora, nos permite concebirla en función de objetivos de no repetición y de transformación social y política. De Greiff sostiene, en esa perspectiva, que la justicia transicional persigue objetivos de dis tinto alcance, mediatos y finales, orientados al logro de una sociedad justa. Los objetivos mediatos serían los de ofrecer reconocimiento a las víctimas y fomentar la confianza cívica, y los objetivos finales, los de con tribuir a la reconciliación y reforzar el Estado de derecho y la democracia (cf 2010 22). De Greiff también vincula la justicia transicional con la no repetición, y sostiene que, en el marco de la justicia transicional, las ga rantías de no repetición "tienen una función de carácter esencialmente preventivo" (2015 §24). El objeto de esa prevención son las violaciones graves de los derechos humanos y del derecho internacional humani tario, en especial, los crímenes atroces (cfNaciones Unidas 2018 §4). La búsqueda de no repetición implicaría, como ha dicho Corradetti, que la justicia transicional no solo está comprometida con las trans formaciones institucionales, sino igualmente con "construir barreras normativas e institucionales con la esperanza de hacer que el proceso sea irreversible" (190).

De lo anterior me interesa resaltar, para el desarrollo de mi idea, los objetivos mediatos atribuidos por De Greiff a la justicia transicional, y el objeto y sentido de la no repetición con los que la justicia transicional estaría comprometida. Esto nos permitiría pensar en una concepción de la justicia transicional que tiene, entre sus objetivos de justicia, la búsqueda o recuperación de la confianza cívica y el compromiso con la no repetición de los crímenes atroces, esto es, con la construcción de las barreras normativas e institucionales necesarias y suficientes para que esos crímenes no se vuelvan a cometer.

El sentido del compromiso de la justicia transicional con el nunca más de la atrocidad y con su no repetición

Dijimos antes que la justicia transicional es vista como una respuesta a las atrocidades o crímenes atroces cometidos en el pasado. Pero, ¿qué es una atrocidad?, ¿cuándo podemos decir que un acto es atroz?, ¿cuáles son las atrocidades con las que lidia la justicia transicional? De Greiff y algunos organismos de Naciones Unidas han identificado los llamados crímenes atroces con el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad y la limpieza étnica (cf 2018 §§4 y 5). Lo que distingue los crímenes atroces, según estos autores, es: a) la selección de grupos es pecíficos que sufren la victimización (cf. id. §6), y b) que esos crímenes no suelen ser sucesos únicos ni aleatorios, sino que, por el contrario, tienden a surgir de un proceso (cfNaciones Unidas 2016a §4). Voy a conservar estos dos elementos, pero intentaré ir más allá en la identificación de lo que sería un crimen atroz. Para ello voy a tomar, de la teoría de Card sobre la atrocidad, los elementos de su definición de mal [evil]. Para Card, los males [evils] son "daños intolerables previsibles producidos por el obrar mal culposo" (3). En la teoría de Card, es la naturaleza y la gravedad de los daños lo que distingue los males de los errores o agravios ordinarios o comunes: los males tienden a arruinar vidas o partes significativas de las vidas de las personas, y son percibidos por la víctima como produ cidos por seres humanos que o son sus artífices o no intervinieron para prevenirlos cuando pudieron y debieron haberlo hecho.

La definición de Card es relevante, como mostraré más adelante, cuando buscamos aproximarnos a hechos como la tortura o la violación sexual. La definición de crimen atroz de De Greiff y de organismos de Naciones Unidas nos da elementos importantes -la selección de grupos específicos y el carácter no aleatorio del crimen atroz, que muestran el alcance y la decisión organizada de cometer el crimen-, pero nos deja sin el elemento del daño particular, específico, que ese crimen produce en la víctima, incluida su percepción del mal cometido contra ella por la decisión de otro ser humano. Y este elemento es relevante, porque en la no repetición de crímenes atroces es fundamental considerar no solo la intencionalidad del crimen y su carácter masivo o sistemático (no aleatorio), sino también la dimensión del daño que produce, no solo por el número de víctimas (el enfoque de generalidad propio de la justicia transicional), sino por la destrucción que el crimen produce en la vida de cada víctima y por la forma en que el daño se produce. Esto, porque la no repetición de la atrocidad implica tanto la no repetición de críme nes similares, como la no repetición del tipo de actos que dan origen a esos crímenes. Como De Greiff sostiene, "Las transformaciones sociales duraderas precisan intervenciones no solo en la esfera institucional, sino también en la esfera cultural y a nivel de las disposiciones relativas a la persona y el individuo" (2015 §32). La no repetición se compromete, por tanto, con la desarticulación de formas organizativas potenciadoras de los crímenes atroces, pero también con la transformación de prácticas sociales, modos de actuar, representaciones y modos de representar. Por eso, para la no repetición es relevante que la esencia de la atrocidad, esto es, el daño intolerable que ella produce y el modo en que lo produce, sea visible en su propia entidad: se trata de que esa atrocidad no se repita.

La violación sexual: un acto atroz situado en la misma dimensión semántica de la atrocidad que el acto de la tortura

Vale, aquí, preguntar ¿por qué poner en relación de sentido la vio lación sexual y la tortura? Primero, porque varias teóricas feministas ya lo han hecho y, además, han sostenido que una forma correcta de comprender lo que significa la violación sexual que se comete contra las mujeres (con independencia del contexto en el que se comete) es enten derla como un acto de tortura.7 Aun cuando es una posición de la que me separo y más adelante diré por qué, esta muestra que las teóricas feministas han tratado de establecer una similitud de sentido entre es tos dos actos. Segundo, porque aun siendo diferentes -es mi posición-, la violación sexual y la tortura tienen dimensiones que se sobreponen. Y son esas dimensiones las que convierten el acto de la tortura en un acto que per se constituye, como ha sostenido Naciones Unidas, "una afrenta inmoral a la dignidad humana que no admite justificación al guna" (2016c §16). Es por esto que considero que, en la perspectiva de la no repetición de la atrocidad, es relevante acercarnos a esas dimen siones superpuestas.

Améry, como víctima, nos dice que "la tortura es el acontecimien to más atroz que un ser humano puede conservar en su interior" (83). La tortura, que se inicia con el primer golpe que la víctima recibe, marca a la víctima de "forma indeleble" (id. 89). El primer golpe "hace consciente al prisionero de su desamparo" (id. 90). La víctima siente que con ella harán "lo que se les antoje", y que afuera nadie sabe lo que le ocurre ni nadie puede acudir en su ayuda, porque nadie puede lle gar al lugar donde ella está. Por eso, dice Améry, con el primer golpe que se le asesta a la víctima, ella pierde lo que él llama confianza en el mundo. Esa confianza, para Améry, "es la certeza de que los otros [...] cuidarán de mí, [...] respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico" (ibd.). Y esto, porque las fronteras de mi cuerpo son, nos dice Améy, "las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, solo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir" (90-91). El primer golpe que recibe la vícti ma de tortura rompe esa confianza en el mundo: el otro le impone con el puño su propia corporalidad, la atropella y la aniquila. La ausencia de esperanza de ayuda convierte esa violación corporal "en una for ma consumada de aniquilación total de la existencia" (id. 91). Améry lo dice así: "Con el primer golpe [...], el puño del policía, que excluye toda defensa y al que no ataja ninguna mano auxiliadora, acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar" (92). Los ac tos posteriores de tortura reafirman la violación de los límites del yo de la víctima por medio del otro, y profundizan esa violación al trans formar a la víctima "totalmente en carne". En las palabras de Améry: "postrado bajo la violencia, sin esperanza de ayuda y sin posibilidad de defensa, el torturado que aúlla de dolor es solo cuerpo y nada más" (98). La experiencia profunda de la víctima de tortura, de que "en este mundo el otro puede existir como soberano absoluto, cuyo dominio equivale a un poder de infligir dolor y de destruir" (id. 106), hace que quien ha sufrido la tortura, "ya no puede sentir el mundo como su hogar". La confianza en el mundo "que ya en parte se tambalea con el primer gol pe, pero que con la tortura finalmente se desmorona en su totalidad, ya no volverá a restablecerse" (id. 107).

Melzer, en su condición de Relator Especial de Naciones Unidas sobre la tortura, afirma que "la esencia de la tortura radica en la instrumentalización deliberada del dolor o sufrimiento infligidos a una persona impotente como vehículo para lograr un propósito particular, incluso si se trata exclusivamente de la gratificación sádica del autor" (§31). La impotencia a la que Melzer se refiere "significa que alguien está sometido, es decir, ha sido objeto de control directo físico o equivalen te por parte del autor, y ha perdido la capacidad de resistir o evitar el dolor o sufrimiento" (ibd.). En esta caracterización, Melzer se acerca, en parte, a la experiencia descrita por Améry. Otros organismos inter nacionales de derechos humanos se han referido a la tortura como un acto "deliberadamente inhumano que causa sufrimientos muy graves y crueles" (tedh §96).

La tortura supone, de acuerdo con Melzer y organismos interna cionales de derechos humanos, la deshumanización deliberada de la víctima, su sometimiento absoluto al control del torturador, su impo tencia para defenderse, la instrumentalización del dolor extremo que se le infringe, y la violación de su corporalidad y de su yo.

La tortura es un acto atroz, en el sentido que describe Card, que destruye la vida de la persona o una parte significativa de esta, y que se produce por la decisión de otro ser humano de producir ese mal. La tortura destruye en la víctima, como nos ha dicho Améry, la confianza en el mundo, la posibilidad de sentir ese mundo como su hogar, la po sibilidad de confiar en el otro.

Como acto atroz, abominable, en el lenguaje de las Naciones Unidas (cf Melzer §30), la tortura es hoy un grave crimen a nivel mundial, pro hibido de manera absoluta e inderogable por el derecho internacional (cfNaciones Unidas 1986 §3). Esa prohibición absoluta e inderogable es vigente con independencia de la generalidad o sistematicidad con que la tortura pueda cometerse en un momento o lugar determinados. Lo que se prohíbe de manera absoluta actualmente en el derecho interna cional, es el acto mismo de la tortura. La razón de esa prohibición está en el tipo de acto que es y en el tipo de daño que produce en la víctima.

Podemos, ahora, preguntar si la violación sexual es un acto, en sí, con un sentido de atrocidad similar a la tortura. La violación sexual ha sido tratada, en el derecho internacional, como una forma de tortura, cuando, en un contexto determinado, el acto reúne los elementos que los tratados internacionales atribuyen a la tortura.8 Pero, en estos casos, la violación sexual se mira a través del lente del acto de tortura y no en su particularidad. La tortura absorbe, en esos casos, la violación sexual y la hace desaparecer como acto con entidad propia. Mi pregunta, es, por el contrario, por la violación sexual y por el sentido de atrocidad que el acto mismo de la violación podría tener, con independencia de que lo califiquemos o no, en un contexto determinado, también como tortura.

Cuando Améry inicia la descripción de su experiencia de pérdida de confianza en el mundo al recibir el primer golpe del torturador, dice que la forma en que el torturador le impone con el puño su propia cor poralidad, atropellándolo y aniquilándolo, "Se parece a una violación, a un acto sexual sin el consentimiento de una de las partes" (91). Es decir, en la experiencia de Améry, es la tortura la que invoca la experiencia de la violación sexual como una experiencia de atropello, de violación, de la corporalidad de la víctima por la imposición de la corporalidad del perpetrador sobre el cuerpo y el yo de la víctima.

Brison afirma, por su parte, retomando a Améry, que, en las dos, en la violación sexual y en la tortura, el dolor que se inflige a la víctima la reduce "a carne, a lo puramente físico" (46). En la violación sexual, la víctima es reducida por el perpetrador a mero cuerpo, a un objeto de su voluntad. La voluntad de la víctima desaparece y su subjetividad se vuel ve inútil, y se ve como sin valor (cf id. 40 y 47). El no de la mujer deja de tener sentido, su no deja de existir, o es un para quien la convierte en mero cuerpo (cf. id. 7). La violación sexual, como acto humano intencio nal, destruye, como en la tortura, las suposiciones fundamentales que la víctima tiene sobre el mundo: la violación sexual es algo inconcebible, incomprensible, que hace dudar incluso, dice Brison, "de la percepción más mundana y realista" (9). La violación sexual destruye la vida de la víctima, y rompe la conexión que existe entre su yo y el resto de la hu manidad (cf id. 40). Améry ha afirmado que con la tortura se pierde la confianza en el mundo, el sentirse como en casa en el mundo. Brison nos habla de esa pérdida, pero, además, de la destrucción de las suposiciones que nos hacen sentirnos seguras en ese mundo (cf. 44). Y esto porque, a diferencia de la tortura, en la experiencia de la violación sexual, la mujer siente que puede ser violada, como dice Brison, "en cualquier lugar, en cualquier momento, en lugares 'seguros', en pleno día, aun en su propio hogar" (19), y que puede serlo simplemente por ser mujer (cf id. 13). Como ha sostenido McGlynn, la violación sexual de la mujer, a pesar de ser un acto extremadamente grave, como lo es el acto de la tortura, es un acto mundano en su naturaleza cotidiana (cf. 82).

Desde la teoría de Card, la violación sexual es un acto atroz.9 La violación sexual, como ha dicho Brison, destruye la vida de la víctima: destruye su mundo,10 los supuestos que mantienen la conexión con los otros seres humanos, y los que le permitían sentirse segura en el mun do. Esa destrucción es producida por el acto intencional de otro ser humano que convierte a la víctima en un mero cuerpo, en un objeto de su voluntad, y la despoja de su subjetividad. La sistematicidad o masi-vidad de la violación sexual sufrida por las mujeres en determinados escenarios (conflictos armados o regímenes autoritarios) adiciona a la atrocidad intrínseca de la violación sexual condiciones que potencian los actos de violación sexual y su repetición, que expanden su masividad y la hacen más visible, que potencian y multiplican las formas crueles y brutales en que la violación sexual se comete, que reafirman y visibilizan la generalización de la desprotección, y generalizan la imposibilidad de defensa de parte de otros (cf Cedaw §§34-37; Cohen 462-475). Pero esas condiciones extremas no alteran lo esencial: la atrocidad que es el acto mismo de la violación sexual.11

Si la tortura, como acto atroz, está y debe estar absolutamen te prohibida, la atrocidad de la violación sexual debería llevarnos a una prohibición similar: a una prohibición absoluta e inderogable del acto mismo de la violación sexual, por su solo carácter de acto atroz. La atrocidad de la violación sexual no se desvanece por el hecho de su mundanidad, de su cotidianidad. Por el contrario, esa mundanidad le da a la violación sexual cometida contra las mujeres y sufrida por las mujeres una gravedad particular que hace más densa la atrocidad: la mujer puede ser violada en cualquier momento y en cualquier lugar por el solo hecho de ser mujer. Vale entonces preguntar, ahora, si la justicia transicional podría hacerse cargo del acto atroz de la violación sexual, y de lo que su prohibición absoluta significa.

El sentido de transformación política que conlleva la no repetición del acto atroz de la violación sexual

La justicia transicional, como práctica, no está exenta de sospecha cuando se evalúa su respuesta a la violencia sexual estructural que victimiza y amenaza a las mujeres.12 Sin embargo, si nos situamos en sus objetivos y principios, podemos tratar de encontrar las posibilidades que la justicia transicional tendría de crear condiciones de no repetición del acto atroz de la violación sexual.

Como dijimos antes, uno de los objetivos de la justicia transicional es construir una sociedad justa. De Greiff sostiene que tanto el reconocimiento como la confianza cívica, los dos objetivos mediatos de la justicia transi cional, "son condición y consecuencia de la justicia" (2012 §35). Es decir, son necesarios para lograr una sociedad justa, y son a su vez la consecuen cia de vivir en una sociedad justa. Voy a detenerme en esos dos objetivos.

El reconocimiento, cuando estamos ante víctimas de crímenes atro ces, nos dice De Greiff, no es solo el reconocimiento del sufrimiento y fortaleza de las víctimas, sino, sobre todo, el reconocimiento de que las víctimas han sido agraviadas, y esto solo se puede hacer recurriendo a las normas. En sus palabras:

Lo que es imprescindible, y lo que se pretende conseguir con las me didas de justicia de transición, es el reconocimiento de la víctima como titular de derechos. Esto implica no solo el derecho a buscar vías de repa ración que puedan atenuar su sufrimiento, sino el restablecimiento de los derechos tan brutalmente vulnerados de la víctima, y la afirmación de su condición de persona con derecho a hacer demandas o reclamaciones en virtud de sus derechos, y no simplemente gracias a la empatía suscitada o a cualquier otro tipo de consideración. (De Greiff 2012 §29)

Con el reconocimiento se restablece algo que podemos considerar esencial a una sociedad justa: la afirmación de una igual titularidad de derechos (que es la que permite, precisamente, reconocer la violación de esos derechos), y el trato igual a cada persona como titular de derechos. De Greiff lo dice de este modo: "El reconocimiento es relevante porque constituye una forma de admitir la importancia y el valor de las perso nas en cuanto individuos, víctimas y titulares de derechos" (2012 §30).

Ahora bien, De Greiff ha dicho que el reconocimiento solo se puede lograr recurriendo a las normas: restableciendo o estableciendo normas que reconocen y reafirman derechos de las personas y la igual titularidad de esos derechos. Pero si bien el restablecimiento o establecimiento de un mundo normativo, centrado en una igual titularidad de derechos, es necesario para lograr una sociedad justa, no es suficiente. Las personas también deben sentirse seguras para creer fundadamente que sus dere chos y libertades, y su condición de igual titular de esos derechos, serán respetados. Deben tener la certeza, como ha dicho Améry, de que los otros cuidarán de ellas, respetarán su ser físico y su subjetividad. De Greiff se refiere a esa creencia, a esa certeza, como confianza cívica: que se estable ce tanto entre las personas que son miembros de una misma comunidad política, como entre ellas y las instituciones del Estado. Esa confianza, dice De Greiff, "entraña la expectativa de cumplimiento de una norma común y, por lo tanto, se origina en un sentimiento común de adhesión a esas normas y valores compartidos" (2012 §32). En este sentido, confiar en las instituciones del Estado, además de confiar en los miembros de la misma comunidad política, significa, nos dice también De Greiff,

conocer y reconocer como válidos los valores y las normas por los que se rige una institución, y considerar por consiguiente que la estructura institu cional basada en esas normas y valores resulta suficientemente convincente a ojos de un número suficiente de personas para motivar su apoyo constante y activo, así como la observancia de las normas y valores subyacentes. (id. §33)

Es decir, la confianza cívica nos permitiría afirmar que la confianza entre personas que son miembros de una misma comunidad política se construye gracias a la certeza mutua de que las personas cumplirán las normas que establecen o restablecen un mundo normativo común o, dicho de otro modo, que esas personas tendrán esas normas como razones para actuar. Es, por tanto, una confianza que se establece o res tablece mediada por un mundo normativo común que, de acuerdo con el objetivo del reconocimiento perseguido por la justicia transicional, está centrado en una igual titularidad de derechos.

Ahora, si a partir de estos dos objetivos de la justicia transicional volvemos al acto atroz de la violación sexual y a la destrucción del mun do de la víctima que ese acto produce, tendríamos varias reflexiones.

En primer lugar, el reconocimiento debería llevar a reconocer el daño (es decir, la destrucción de ese mundo y lo que eso significa), y a reco nocer la calidad de titular de derechos de la víctima. Es este segundo reconocimiento el que permitiría decir, además, que la destrucción del mundo de la víctima implica la violación de normas que reconocen derechos y una igual titularidad de derechos. El reconocimiento es, en este sentido, un primer paso, necesario en el camino de la no repetición del acto atroz de la violación sexual: su lógica permite visualizar el daño específico que produce la violación sexual (destrucción del mundo de la víctima, destrucción de su confianza en el mundo y de los supues tos que hacían seguro ese mundo); esa visualización permite, a su vez, una conciencia y sensibilidad de ese daño.13 Sin la visualización y con ciencia del daño producido por la violación sexual no habría claridad sobre el tipo de acto que no debe repetirse. El reconocimiento permite igualmente considerar a la víctima en su condición de igual titular de derechos. Retomando a De Greiff, podríamos decir que, a través del reconocimiento, la víctima de violación sexual es identificada como víctima, como individuo y como titular de derechos.

Pero el reconocimiento, siendo necesario, no garantiza la no re petición. El reconocimiento de titular de derechos, como sostiene De Greiff, afirma la condición de persona con derecho "a hacer demandas o reclamaciones en virtud de sus derechos, y no simplemente gracias a la empatía suscitada o a cualquier otro tipo de consideración" (2012 §29). Es decir, si bien el reconocimiento visualiza el daño y afirma la igual titularidad de derechos, no tiene en su lógica que la atrocidad no se repita. La no repetición del acto atroz de la violación sexual requiere necesariamente -y esta es la segunda cuestión- la construcción o re construcción de la confianza cívica. Es a través de esta como podrían modificarse radicalmente las condiciones que producen y alimentan la atrocidad. Esto, porque la confianza cívica entraña la expectativa cierta de cumplimiento de una norma común por los miembros de la misma comunidad política, fundada en el sentimiento de una conjunta adhe sión a esa norma. En la justicia transicional, esta expectativa está ligada conceptualmente al nunca más de la atrocidad, que define, como hemos visto, el objeto de la no repetición. El nunca más de la atrocidad es un mandado normativo -un imperativo, como diría Thibaut (cf 70)-, que constituye, junto a la igual titularidad de derechos, el mundo normativo común que da fundamento al restablecimiento de la confianza cívica.

El nunca más significa que el acto atroz no deberá volver a repetirse, y esa prohibición absoluta, como mandato, integra ese mundo nor mativo común.

La violación sexual es un acto atroz. En la lógica del nunca más de la justicia transicional como no repetición de la atrocidad, la prohibición absoluta de la violación sexual es una norma que integraría, por tanto, el mundo normativo común en que se basa la construcción o el resta blecimiento de la confianza cívica por los que la justicia transicional apuesta. Pero, como nos ha dicho De Greiff, la confianza cívica supone no solo la existencia de un mundo normativo común, sino también la adhesión de las personas que forman parte de una misma comunidad política a ese mundo. A partir de este segundo elemento de la confian za cívica, se puede decir que la adhesión al mundo normativo común conllevaría la adhesión a la norma que prohíbe de modo absoluto la repetición del acto atroz de la violación sexual.

La pregunta es, ahora, por el alcance de esa prohibición. La no repe tición de la atrocidad mira hacia el futuro, hacia la sociedad que emerge después de la transición, con el fin, como ha dicho Corradetti, de "cons truir barreras normativas e institucionales con la esperanza de hacer que el proceso sea irreversible" (190). Pero ¿qué es lo que esperamos que sea irreversible? Desde el nunca más, diríamos siguiendo a Thiebaut, que el rechazo absoluto de la atrocidad (cf. 71), esa que se ha hecho visible en el espacio de la justicia transicional. Y aquí resulta relevante tener en cuenta que esa atrocidad se hace visible, en los escenarios de justicia transicional, en relación con las atrocidades cometidas en un tiempo y en un lugar determinados (el período del conflicto armado, el período de la dictadura, el período del régimen autoritario). Lo que se esperaría, entonces, es que la sociedad no vuelva a vivir un conflicto armado, que la democracia y el Estado de derecho sean sólidos e impidan el regreso de la dictadura o del autoritarismo, y que las atrocidades cometidas en esos períodos, hechas visibles en la transición, nunca más se repitan. Se esperaría, así, que la tortura, la desaparición forzada, la ejecución extrajudicial, el apartheid, la limpieza étnica, como actos atroces cometidos (en forma generalizada y/o sistemática) en el período que se deja atrás, no vuelvan a repetirse. En la lógica de la no repetición de la atrocidad se esperaría, por tanto, que la violación sexual, como acto atroz cometido en ese período nunca más se repita.

La cuestión aquí es que el compromiso con la no repetición del acto atroz de la violación sexual en la sociedad que emerge de la transición, a diferencia de otros actos atroces, conllevaría la afectación de la mundanidad que caracteriza la violación sexual que victimiza a las mujeres. A partir de su visualización en el espacio de la justicia transicional, la violación se xual, como acto atroz, no podría seguir siendo un acto que, como tal, no se rechace de manera absoluta. La confianza cívica, de la que partimos, exigiría ese rechazo como una condición de posibilidad. Y lo exigiría en dos sentidos. El primero, desde la expectativa cierta de cumplimiento de la norma que establece la prohibición absoluta del acto atroz de la violación sexual por los miembros de la misma comunidad política, como constitu tiva del mundo normativo común al que ellos adhieren. El segundo, desde el tipo de daño que la violación sexual produce: la pérdida de confianza en el mundo y de los supuestos que permiten a la víctima sentirse segura en ese mundo. Recuperar, reconstruir o construir esa confianza en la so ciedad que emerge de la transición requeriría el rechazo absoluto, como norma, del acto de la violación sexual, y el compromiso normativo con su no repetición y con la no repetición del daño específico que ese acto pro duce. Lo anterior conllevaría el compromiso de la justicia transicional con la creación de un mundo (normativo, social, político) que establezca o res tablezca la confianza en él y los supuestos que lo hacen un mundo seguro.

La justicia transicional ha buscado lidiar hasta ahora, en la práctica, con la violación sexual sufrida por las mujeres en conflictos armados y bajo regímenes autoritarios a través de los mecanismos que le permiten dar cuenta de la verdad de lo que pasó, de la responsabilidad penal de quienes cometieron esos actos y de las medidas de reparación. Sin em bargo, como señalamos antes, la justicia transicional ha sido objeto de sospecha y de crítica cuando se evalúa su respuesta a la violencia sexual estructural que victimiza y amenaza a las mujeres, y, en concreto, a la violación sexual. Esta evaluación es un punto de partida para pensar la justicia transicional desde otro lugar, desde los objetivos que ella per sigue en busca de una sociedad justa, y desde los principios que guían esos objetivos. Como Leebaw ha sostenido, las instituciones de la justicia transicional no solo aplican normas existentes para juzgar la violencia pasada, sino que "están comprometidas con un proceso de redefinición de lo que constituye justicia e injusticia", y "con un proceso de reinventar la base misma de la comunidad política" (4). Ese proceso de reinvención de la base, de la estructura y de la comunidad política conllevaría, por el marco normativo que la justicia transicional asume, el compromiso con la no repetición de la atrocidad. En la lógica señalada por Leebaw, el proceso de reinvención de la base de la comunidad política debería llevar, por tanto, al compromiso de las instituciones de la justicia transicional con el nunca más del acto atroz de la violación sexual y, en esa lógica, con la necesaria desestructuración de su cotidianidad y mundanidad.14

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1 Esta presencia en lo público coincidiría con el establecimiento de los tribunales penales internacionales para la ex Yugoslavia y para Ruanda, de 1993 y 1994 respectivamente, en donde, por primera vez, el crimen de violación sexual contra las mujeres fue consi derado en una corte internacional.

2Por ejemplo, para el caso de Guatemala, Fulchirón realiza un estudio sobre la situación de violencia sexual contra las mujeres después del conflicto armado. En Sur África, Sigsworth y Valji comentan que en 2008 se habían denunciado 71.500 actos de violencia sexual contra mujeres (cf. 116).

3Por ejemplo, para el caso de Kosovo, Mujica Chao analiza la persistencia de la violencia sexual contra las mujeres después de la finalización del conflicto armado. Mujica Chao dice, en ese sentido, que "La violencia contra las mujeres aumentó con el conflicto armado, durante el cual adoptó sus formas más extremas, y ha continuado después, durante la construcción de la paz posconflicto" (35). En Perú, el Observatorio de Criminalidad reporta que la Fiscalía de la Nación del Perú registró, a nivel nacional, en el período 2000-2017, 263.584 delitos de violación sexual, lo que equivale -según esta Fiscalía- a un promedio de 2.089 violaciones sexuales por mes y 70 por día. De esas cifras, la Fiscalía señala que en el 2000 (año de finalización del conflicto) se registraron 5.738 violaciones sexuales, mientras que, en el 2017, fueron 25.068.

4En este sentido, véanse los análisis de Mihr (2012, 2013), donde argumenta que "las medidas de justicia transicional pueden fortalecer la construcción de instituciones democráticas y así aumentar la calidad de la democracia" (2012 11).

5Al respecto, véanse Aiken (2016), en su valoración crítica de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, donde resalta la falta de atención a la justicia social y económica; Cockayne (2004), en su crítica radical al enfoque de la justicia transicional que se centra solo en derechos civiles y políticos; Sharp (2014), en su crítica, junto con otros autores de la publicación, al énfasis casi exclusivo que el modelo tradicional de justicia transicional pone en los derechos civiles y políticos, y en la violencia física, y su llamado a ampliar el enfoque de la justicia transicional para incluir la violencia económica estructural y la injusticia social; Torpey (2003), en la proyección que da a la justicia transicional para hacerse cargo de injusticias históricas.

6Véase por ejemplo Bohl, para quien la justicia transicional es "una metodología específica que busca lograr un equilibrio entre la plena persecución de los abusos del pasado y la impunidad" (558).

7En este sentido, por ejemplo, véase MacKinnon, quien sostiene que la violación sexual es tortura y, como la tortura, es un acto político (cf 17-18), y ha tratado de desarrollar una teoría compleja sobre cómo el Estado (actor y responsable en la tortura, conforme a la definición de esta en el derecho internacional), sería también el actor y responsable de la violación sexual cometida cotidianamente contra las mujeres (cf. 22-25). Esta teoría enfrenta, por lo menos, dos dificultades: a) al tratar de leer la violación sexual desde la tortura y no desde la propia violación sexual, se oscurece, como ha dicho McGlynn, la esencia de la violación sexual como un crimen basado en género (cf. 77), y b) los límites del derecho internacional a la responsabilidad de los Estados impiden que la violación sexual, per se, se incluya en el concepto internacional de tortura. La violación sexual, conforme al derecho internacional vigente, es tortura si y solo si se ajusta al concepto de tortura establecido en los tratados internacionales.

8Al respecto, se puede ver el amplio análisis de la violación sexual como tortura en el derecho internacional hecho por Naciones Unidas (2016b).

9De hecho, Card analiza la violación sexual como un acto atroz, como mal, en contextos de conflicto armado (cf. 118-138).

10Desde la experiencia cotidiana de las víctimas de violación sexual, la destrucción de su mundo se manifiesta de muchas formas. Mendia lo expresa de esta manera: "En el caso de la violencia sexual, pueden ser especialmente graves las secuelas sociales, en función de la fuerza del estigma asociado a este tipo de violencia, un estigma que suele conllevar la culpabilización de las mujeres por lo ocurrido, su señalamiento y su marginación social. Es habitual que la violencia resienta sus redes familiares y sociales, y que trunque sus oportunidades laborales y su posición o estatus en sus comunidades de origen, todo lo cual puede resultar en su empobrecimiento económico y social" (27). Card también se ha referido a la vergüenza que las mujeres sienten, al miedo a que su relato no sea creído, a su propia culpabilización, y al ostracismo al que pueden sentirse condenadas (cf. 121).

11La masividad de la violación sexual de mujeres no está ausente en escenarios de paz y en sociedades con democracias estables y consolidadas. McGlynn menciona, por ejemplo, que, en el Reino Unido, cuando ella escribió su artículo, los estudios registraban entre 47.000 a 61.000 violaciones sexuales de mujeres cada año (cf. 82). Esa masividad de la violación sexual no alcanza la visibilidad de la masividad en conflictos armados, pero existe.

12En este sentido, Mendia ha sostenido que "la justicia transicional no está exenta de sesgos de género, cuya consecuencia para las mujeres es que los crímenes cometidos contra ellas tienden a quedar aún más impunes que los cometidos contra hombres; las vulneraciones de sus derechos suelen estar sub-representadas en los procesos de búsqueda de la verdad, y su acceso a la justicia y a medidas de reconocimiento y reparación se ve limitado por barreras culturales, psicosociales, políticas y económicas propias de la organización patriarcal de las sociedades" (18). Una crítica profunda a los procesos de justicia transicional y a sus mecanismos desde un análisis de daño basado en género puede verse en Ní Aoláin y Turner.

13Sigo aquí a Thiebaut, cuando menciona la visibilidad, la conciencia, la sensibilidad, la percepción del daño y, entre otras cosas, sostiene que "la conciencia, la sensibilidad y la percepción se ejercen en el espacio de la memoria cuando el trabajo del daño se vuelve hacia el daño acontecido o hacia las raíces del daño presente" (11).

14En un sentido práctico, este compromiso tendría sustento en las consideraciones que, por ejemplo, Naciones Unidas ha hecho respecto de los crímenes atroces: "Si los crí menes atroces derivan de procesos, es posible detectar las señales de advertencia o los indicadores de que podrían producirse. Esto es particularmente cierto en el caso del genocidio y los crímenes de lesa humanidad. Si se comprenden las causas profundas y los precursores de esos crímenes, y es posible determinar los factores de riesgo que pueden provocar o posibilitar su comisión, será posible también definir las medidas que pueden adoptar los Estados y la comunidad internacional para evitar esos críme nes" (2016a §4).

Cómo citar este artículo:

MLA: Rincón-Covelli, T. "El nunca más de la violencia sexual contra las mujeres. La oportunidad (perdida) en las transiciones políticas." Ideas y Valores 68. Sup. N.°5 (2019): 39-58.

APA: Rincón-Covelli, T. (2019). El nunca más de la violencia sexual contra las mujeres. La oportunidad (perdida) en las transiciones políticas. Ideas y Valores, 68(Sup. n.°5), 39-58.

CHICAGO: Tatiana Rincón-Covelli. "El nunca más de la violencia sexual contra las mujeres. La oportunidad (perdida) en las transiciones políticas." Ideas y Valores 68, Sup. N.°5 (2019): 39-58.

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