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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.172 Bogotá Jan./Apr. 2020  Epub Mar 20, 2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n172.63307 

Artículos

CEREBRO Y MÍSTICA

BRAIN AND MYSTICISM

CARLOS BLANCO PÉREZ* 

*Universidad Pontificia Comillas - Madrid - España, cbperez@comillas.edu


RESUMEN

La neurociencia ha proporcionado valiosas herramientas para analizar problemas filosóficos; sin embargo, el debate sobre el papel de las evidencias neurocientíficas en la explicación de determinados fenómenos mentales sigue abierto. La discusión se centra en la experiencia mística y sus bases neuronales, lo que permite efectuar consideraciones más genéricas acerca de la legitimidad y el alcance de los razonamientos neurocientíficos cuando versan sobre algunos de los más conspicuos productos de la cultura.

Palabras clave: mística; neurociencia; plasticidad

ABSTRACT

Neuroscience has provided valuable tools for the analysis of philosophical problems; however, there is an ongoing debate over the role of neuroscientific evidence in the explanation of certain mental phenomena. The discussion focuses on the mystical experience and its neuronal bases, which makes it possible to carry out more generic considerations regarding the legitimacy and scope of neuroscientific arguments when they involve some of the principal cultural products.

Keywords: mysticism; neuroscience; plasticity

Característica de la experiencia mística

No es sencillo definir la experiencia mística. Por ello, adoptaremos una formulación laxa pero didáctica: la mística es el sentimiento de íntima unión con el absoluto. Ensalzada como forma suprema de la religión en algunas corrientes filosóficas (por ejemplo, en el pensamiento de Bergson (cf 247-255, 325-338), quien la interpreta como el más alto signo de la religión abierta), la mística puede contemplarse como una manifestación elevada de espiritualidad, donde el sujeto se percibe a sí mismo como partícipe de un vínculo profundo e inefable con lo divino.

Como realidad histórica, la experiencia mística ha despuntado en la práctica totalidad de las tradiciones religiosas. Existen, claro está, notables excepciones a la universalidad de lo místico en la cultura, pues es difícil vislumbrarlo en las civilizaciones egipcia y mesopotámica, o en la religiosidad de cuño confuciano, aunque sí cabe discernir vigorosos atisbos de este fenómeno en el taoísmo y en su exaltación de la unión armoniosa entre el alma y la naturaleza. Lo cierto es que en el budismo (la cadencia mística de, por ejemplo, el budismo zen es incuestionable), en el judaísmo (recordemos la mística de la Mercabá) y, por supuesto, el cristianismo (sería imposible ofrecer una lista siquiera reducida de las corrientes místicas que han germinado en el seno de esta religión) y en el islam (donde el sufismo resplandece como el movimiento místico por antonomasia) han florecido pujantes escuelas místicas.

Quienes han abordado sistemáticamente las características fundamentales de la mística, las constantes que la vertebran más allá de sus diferentes expresiones históricas y culturales, coinciden en subrayar propiedades como la inefabilidad de lo experimentado y la creencia en poder fundirse con una realidad al unísono trascendente e inmanente al espíritu del hombre. En palabras de Enomiya-Lassalle, "todos los místicos insisten en la necesidad de liberarse plenamente de las percepciones sensibles, de las imágenes de la fantasía e incluso del razonamiento discursivo, si se quiere llegar a la experiencia mística" (193). Así, el gran psicológico norteamericano William James condensaba en cuatro notas básicas la esencia de la experiencia mística: inefabilidad (esto es, imposibilidad de expresar, en las limitaciones intrínsecas a todo lenguaje, la viveza y hondura de la experiencia mística subjetiva), cualidad noética (la convicción que alberga el místico de haber coronado un estadio más elevado de comprensión, un grado distinto de conocimiento), transitoriedad (toda experiencia mística es siempre breve e incluso fugaz) y pasividad (el místico cree recibir un don, no inventarlo) (cf. 51-71).

A conclusiones similares llegó Walter Pahnke, quien detalló las características básicas de la experiencia mística con notable prolijidad (cf. 295-313). Entre ellas destacarían la sensación de unidad de todo lo existente, la pérdida de la conciencia del yo y de la conciencia del mundo, la trascendencia sobre el tiempo y el espacio, la pérdida del sentido de la causalidad, la conquista de un sentimiento de alegría, bienaventuranza y paz, de vitalidad y bienestar desbordantes, la sensación de contacto con lo sagrado, la sensación de objetividad y realidad, así como su consecuente valor noético (de nuevo, la apariencia de haber obtenido un conocimiento que no es susceptible de expresión discursiva), el carácter paradójico de lo vivido (pues las descripciones de la experiencia mística suelen ser contradictorias, inundadas de plenitud y de vacío al mismo tiempo), la supuesta inefabilidad de lo experimentado, la transitoriedad de la experiencia (cuya duración no suele exceder las dos horas), la presencia de cambios positivos y persistentes en la actitud y conducta de un sujeto que se siente vitalmente transformado, como si hubiera protagonizado un crecimiento incomparable en todos los dominios de la existencia, la sensación de elevación (que en ocasiones da lugar a la conciencia de haber experimentado levitaciones) y las abundantes referencias a la luz, difundidas de modo prácticamente uniforme entre las grandes tradiciones místicas de la humanidad.

Conceptualmente, estas propiedades de la experiencia mística se resumen en la sensación de unidad, capaz de solventar todas las dualidades que parecen escindir ineluctablemente el universo, la conciencia de sacralidad e inmaterialidad (que conlleva una liberación de las leyes de la naturaleza y un cese momentáneo de la pertenencia a un mundo dimensionado espacio-temporalmente) y la percepción de un bienestar efusivo, de un conocimiento inigualable y de una dicha expansiva; todo ello revestido de un aura de inefabilidad que no menoscaba la sensación de vívida objetividad. Augustin Poulain las compendiaba en una conciencia triple: de unión casi permanente con el absoluto, de transformación en las facultades más elevadas del espíritu y de visión intelectual de algunos atributos divinos.

Las características que acabamos de reseñar confluyen en la idea de que el místico alcanza una especie de conciencia cósmica, aderezada por un sentimiento de profunda e íntima unidad con una dimensión trascendente e inmanente, tímido reflejo del absoluto. A diferencia de fenómenos como el trance en que pueden entrar los chamanes, la experiencia mística es indisociable de un conjunto de categorías teológicas que encauzan la conciencia de unidad con la realidad total, última y absoluta. De hecho, a la mística se accede desde la más absoluta serenidad y desde la más violenta excitación, desde la quietud y desde el éxtasis.

Correlatos neurales de la experiencia mística

La búsqueda de los correlatos neurales de la experiencia mística ha despertado un gran interés en los últimos años (cf Austin; Granqvist et al. 1-6; Beauregard y Paquette 186-190). Si tradicionalmente el estudio de la mística había correspondido a ramas humanísticas como la filosofía, la teología, la historia y la filología, el desarrollo de las técnicas de neuroimagen ha permitido realizar investigaciones neurofisiológicas que han reavivado el debate sobre la naturaleza de este fenómeno.

Arthur Deikman (1929-2013) fue un auténtico pionero en el análisis neurocientífico de la meditación contemplativa y la experiencia mística (cf 324-338). Una de las aportaciones fundamentales de su trabajo estriba en la asociación que establece entre la experiencia mística y la desautomatización de estructuras psicológicas encargadas de organizar, limitar, seleccionar e interpretar la rapsodia de estímulos que recibe el cerebro. Este proceso conlleva una cierta suspensión de la actividad intelectual, reemplazada por una percepción más pasiva, inhabilitada para filtrar los estímulos con el grado de rigor y minuciosidad que cabría esperar si prevaleciera la fuerza de la racionalidad. De esta manera, el sujeto logra "liberarse" de la necesidad de discriminar adecuadamente los estímulos, ahora asumidos de forma prácticamente indiferenciada y acrítica. La conclusión es nítida: en la jerarquía de facultades psíquicas, un nivel inferior toma las riendas de la actividad cerebral e inhibe los niveles superiores, que ahora se abstienen de intervenir y de tamizar apropiadamente los estímulos aferentes. El místico se mostraría entonces incapaz de distinguir entre estímulos reales o verosímiles y experiencias sencillamente ficticias e ilusorias. Adquiriría, así pues, una perspectiva eminentemente sincrética y unitaria, pero despojada de los criterios de lógica y realismo que la juiciosa mente racional suele exhibir en otros escenarios (aunque, como es bien sabido, estas características pertenecen primordialmente al denominado "sistema a diferencia del automatismo y de la rapidez que preponderan en las operaciones del "sistema I") (cf Kahneman).

En lo sustancial, esta tesis coincide con las ideas de Arnold Mandell sobre los efectos de las drogas psicoactivas, cuyo bloqueo del poder inhibitorio de la serotonina provocaría experiencias holísticas y un sentimiento de liberación mental, como si el sujeto se creyera eximido de cumplir con los más escrupulosos cánones de análisis racional y de renunciar a la aceptación indiscriminada de lo imaginario como real (cf Knapp y Mandell 1209-1211).1 La experiencia mística se asemejaría, por tanto, a una regresión a la infancia, de tipo freudiano. Al igual que el niño, el místico no conseguiría discernir los estímulos reales de los imaginarios: es la realidad la que ha de gravitar en torno a su experiencia subjetiva, y no a la inversa. Sin embargo, este fenómeno no tiene por qué valorarse de manera negativa, pues en principio permitiría apreciar otras esferas de la realidad con mayor hondura y exuberancia. La conciencia holística, aislada de la multiplicidad de estímulos, propiciaría semejante aprehensión unitaria del mundo. Por retomar la célebre distinción entre la mente primitiva y la mente lógico-analítica que enarbolara el etnólogo francés Lucien Lévy-Bruhl, en el cerebro místico acontece una dinámica inhibitoria de la mente racional; la analogía y la metáfora se convierten en fuerzas dominantes, mientras que la razón, el estricto reconocimiento de relaciones de consecuencia lógica y de nexos causales, languidece.

En sintonía con el trabajo de Deikman, las investigaciones de Michael Persinger han contribuido a desvelar elementos neurofisiológicos concomitantes a la experiencia mística. En particular, Persinger ha descubierto la existencia de una estrecha relación entre la mística y la estimulación del lóbulo temporal, zona encargada de procesar relevantes funciones sensoriales y cognitivas, como la audición, el lenguaje y la memoria. Es en las profundidades de este lóbulo donde se localizan estructuras tan significativas como la amígdala y el sistema límbico. Se sabe que la estimulación intensa de la amígdala puede causar miedo y ansiedad, mientras que una estimulación tenue de este órgano puede generar experiencias intensas y vivaces que desembocan en una forma de conciencia oceánica. Desde un punto de vista clínico, se ha comprobado que la epilepsia localizada en el lóbulo temporal (el llamado "síndrome de Gastaut-Geschwind") puede detonar fenómenos tan dispares como una conversión religiosa súbita, la asunción de una actitud radicalmente moralista y puritana o la hipersexualidad.

Gracias a la aplicación de estimulación magnética transcraneal sobre el lóbulo temporal, Persinger ha conseguido suscitar experiencias místicas -o al menos dotadas de un alto contenido espiritual- en personas que aseguraban haber contemplado a importantes figuras religiosas, como el profeta Elías, la Virgen María, Mahoma y el Espíritu Santo. Curiosamente, la realización del experimento con agnósticos desencadena experiencias de cariz muy distinto, pues en ciertos casos sienten haber sido abducidos por criaturas alienígenas. De hecho, y según dónde se focalice la estimulación, puede incluso propiciar experiencias sexuales. Por lo general, si se concentra en el lóbulo temporal derecho, las experiencias que protagoniza el sujeto adoptan tintes predominantemente negativos, mientras que si lo hace en el lóbulo temporal izquierdo adquieren connotaciones positivas, a veces revestidas de un sentimiento de felicidad angélica.

A juicio de Persinger, estos resultados ponen de relieve la íntima asociación que existe entre el lóbulo temporal y experiencias trascendentes o semitrascendentes, mediadas, eso sí, por la biografía y los valores culturales del sujeto. En los creyentes, la percepción de haberse elevado a un estadio de contemplación mística refuerza su fe, mientras que en los agnósticos detona experiencias extravagantes. Cómo nos representamos una dimensión secreta e inaccesible a la experiencia ordinaria depende entonces de nuestras concepciones religiosas y culturales, pero la génesis del fenómeno puede explicarse perfectamente como un proceso neurofisiológico canalizado a través del lóbulo temporal.

Mística, aprendizaje y plasticidad neuronal

Las investigaciones neurofisiológicas que acabamos de exponer de manera sucinta nos brindan una información inestimable, pero pueden llevar a equívocos si sus conclusiones no se matizan. Es necesario precisar, al menos, tres aspectos: en primer lugar, el grado de predisposición de los sujetos a la experiencia mística (en especial si tenemos en cuenta que este fenómeno suele aparecer en personas connaturalizadas con lo religioso y lo espiritual); en segundo lugar, la reproductibilidad de los resultados (sobre todo si hacemos abstracción de circunstancias de partida, como las creencias profesadas y los valores asumidos); en tercer lugar, la posibilidad de que la estimulación del lóbulo temporal constituya la condición necesaria de la experiencia mística pero no su condición suficiente. Nos detendremos en la tercera dificultad.

En términos generales, es legítimo afirmar que la posibilidad técnica de acceder al grado de concentración e intimismo definitorio de la mística no despeja la incógnita sobre la existencia o inexistencia del objeto al que se refiere esta experiencia. La neurociencia ni prueba ni refuta la existencia de una dimensión trascendente al hombre, al igual que el estudio de las áreas encargadas de procesar el razonamiento matemático no resuelve nada sobre la verdad o falsedad de un determinado teorema. Topamos con un problema filosófico (por ejemplo, el problema del carácter real o construido de las matemáticas), con un debate abierto. Aunque quizás en un futuro se resuelva por vía neuro-fisiológica (si se demostrase que la estimulación de esa área representa también la condición suficiente de la experiencia mística y del objeto mental asociado), por el momento hay que ser prudente.

La mística constituye una experiencia de totalidad. Por supuesto, se puede modular y facilitar mediante la estimulación de ciertas áreas cerebrales, la escucha de determinadas obras musicales, el desplazamiento a entornos propicios, la lectura de algunos libros, el contacto con personas más sensibles a esta clase de experiencias, etc., pero una cosa es la experiencia mística y otra su objeto. Confundirlos implicaría incurrir en la falacia genética: pensar que la explicación del origen de una idea permite desentrañar su valor de verdad. Un ejemplo similar nos lo suministra del problema de la percepción de dualidades. El pensamiento humano se funda sobre la distinción entre lo verdadero y lo falso. Sin ella sería imposible identificar los razonamientos válidos y diferenciar el acierto del error. En un famoso caso descrito por el prestigioso neuropsicólogo soviético Alexander Luria, un paciente que sufría un daño en el lóbulo parietal inferior izquierdo (estructura que exhibe un importante papel funcional en el procesamiento de sensaciones relativas al tacto, el calor, el frío y el equilibrio) era incapaz de percibir dualidades y de relacionar adecuadamente un objeto con su opuesto.2 Sin embargo, esta imposibilidad, debida a un fallo estructural y funcional en el sistema perceptivo, no implica que dichas polaridades no existan, o que no se revelen imprescindibles para el correcto despliegue del pensamiento humano. La dualidad lógica o matemática es infranqueable, como lo es, dentro de un sistema axiomático cuidadosamente definido, la distinción formal entre enunciados correctos y enunciados incorrectos. Por ejemplo, si aceptamos los axiomas de la geometría euclidiana, el teorema de Pitágoras es verdadero con independencia de que el sujeto sea capaz de percibir su verdad o falsedad. Y, si se tolera la extrapolación, las leyes de la naturaleza no son una creación de la mente, sino una modelización de los procesos que acaecen objetivamente en el universo; una norma externa de la que gradualmente adquirimos una comprensión más profunda. La mente nos abre al universo, filtrado, ciertamente, por nuestra organización cerebral y nuestras capacidades perceptivas, pero una de las habilidades más sobresalientes del Homo sapiens reside en la posibilidad de identificar patrones racionales en el universo, que reflejan, con una precisión asombrosa, el funcionamiento objetivo de la materia. Sobre este pilar se edifica la ciencia.

Aunque la neurobiología actúa como correlato de la experiencia mística, esta se halla estrechamente unida a la cultura y al desarrollo personal. Las grandes tradiciones místicas comparten elementos comunes, pero en todas ellas subsisten profundas diferencias, subsidiarias de la concepción teológica predominante en una u otra corriente religiosa. No es de extrañar, por tanto, que la imagen de esa unión insondable con lo divino no adopte las mismas expresiones en la mente de una mística cristiana, como Santa Teresa de Jesús, que en la de un místico islámico, como Ibn Arabi. Sin embargo, este enfoque permite también entender por qué, más allá de las inocultables discrepancias representativas, persisten nexos diáfanos de naturaleza filosófica y teológica. Semejantes convergencias no hacen sino mostrar la universalidad de determinadas nociones y anhelos que anidan en la mente humana. Por ejemplo, el deseo de fusionarse con el todo, la búsqueda de una unidad capaz de disolver lo parcial y fragmentario y de propiciar una síntesis de tintes oceánicos y holísticos, late en numerosas tradiciones filosóficas y teológicas. Parece más bien que la mística depende del desarrollo simbólico de la humanidad. Brota entonces de la contemplación de una vastedad sobrecogedora, y hunde sus raíces en la aspiración a la unidad que flanquea también la empresa científica y filosófica. La mística es el intento de unirse a ese "gran todo" volteriano que nos envuelve, pero puede desembocar en oscuridad, vacío y egoísmo si no se conjuga con el conocimiento científico y con el empeño por mejorar la suerte de la especie humana.3

Por otra parte, resulta sumamente arriesgado considerar que los productos de la mente constituyen el fruto inexorable de procesos cerebrales predeterminados. La propia neurociencia nos ofrece un argumento muy poderoso para incluir la variable individual en nuestro análisis, también a través de sus manifestaciones más eminentes, como la libertad y la creatividad: la plasticidad neuronal.

El estudio de los mecanismos subyacentes al aprendizaje ha puesto de relieve la importancia capital que ostentan la formación de nuevas conexiones cerebrales y la transformación de las ya existentes. En términos generales, la notable plasticidad neuronal que exhibe el cerebro humano permite relativizar el peso de las estructuras neurobiológicas heredadas, de las memorias acumuladas y de los estímulos recibidos. Gracias a la versatilidad de estos mecanismos de interacción, el sujeto es capaz de establecer una relación flexible con el medio y con su propio sistema neurobiológico. Este fenómeno converge, en lo esencial, con lo que solemos entender por "aprendizaje": el enriquecimiento subjetivo derivado de la asimilación de nuevas informaciones. Desprovisto de la posibilidad de alterar continuamente las conexiones neuronales, el ser humano vería significativamente mermada su adaptabilidad a un entorno cambiante, del que constantemente emanan nuevos e impredecibles desafíos. Y, por supuesto, sin semejante habilidad es incomprensible el desarrollo de expresiones culturales cada vez más complejas y sofisticadas, sustentadas precisamente sobre el aprendizaje transmitido de generación en generación y sobre la innovación que protagoniza cada grupo humano en un momento específico.

En una fecha tan temprana para la historia de la ciencia del cerebro como el año 1894, Santiago Ramón y Cajal, en su artículo "Consideraciones generales sobre la morfología de la célula nerviosa", se percató de la relevancia que atesora la experiencia del mundo externo en la configuración de nuestras conexiones neuronales:

Puede admitirse como cosa muy verosímil que el ejercicio mental suscita en las regiones cerebrales más solicitadas un mayor desarrollo del aparato protoplásmico [dendrítico] y del sistema de colaterales nerviosas. De esta suerte, las asociaciones ya establecidas entre ciertos grupos de células se vigorizarían notablemente por medio de la multiplicación de las ramitas terminales de los apéndices protoplásmicos y de las colaterales nerviosas; pero, además, gracias a la neoformación de colaterales y de expansiones protoplásmicas, podrán establecerse conexiones intercelulares completamente nuevas. (cit. en De Felipe)

Hoy sabemos que, en efecto, la plasticidad de las conexiones sinápticas -y no solo el dinamismo de los circuitos neuronales- se alza como un factor esencial para el aprendizaje y el procesamiento de nuevas experiencias.4

Si extrapolamos este razonamiento al vasto universo de lo simbólico, donde la capacidad de ganar cotas de indeterminación, de combinar los elementos existentes y de reformular los contenidos previos es prácticamente infinita, las creaciones más complejas de la mente humana solo pueden esclarecerse mediante su inserción en un ámbito mucho más amplio que el estrictamente neurobiológico. Los procesos neuronales representan, ciertamente, la base estructural y funcional de la vida simbólica del hombre, pero tanto la historia como la cultura ejercen un influjo inexcusable. Lo que el individuo percibe cuando se halla sumido en una experiencia mística no es solo la consecuencia inevitable de procesos neurobiológicos que se imponen, inconsciente e irresistiblemente, sobre cualquier atisbo de subjetividad. Por el contrario, en la experiencia mística convergen procesos cerebrales objetivos y elementos culturales e históricos que, hoy por hoy, dadas las limitaciones inherentes a nuestro conocimiento de la autoconciencia y de sus mecanismos más fundamentales, solo podemos atribuir al aprendizaje, a la participación ineludible del sujeto en la asimilación de contenidos externos mediados por factores culturales: a un cerebro susceptible de modificarse estructural y funcionalmente de acuerdo con los estímulos aferentes. Esta constatación no excluye, en cualquier caso, la posibilidad de que en un futuro el alcance de la tecnología aplicada al cerebro logre penetrar en ese fondo insondable cuyos secretos han esquivado hasta nuestros días numerosas tentativas de elucidación. Si así fuera, la ciencia conseguiría acceder al núcleo de la experiencia subjetiva para descifrar enigmas filosóficos inveterados, como el de los qualia. Desde este ángulo, es razonable esperar que los estudios neurocientíficos sobre la experiencia mística aporten una información esencial sobre un fenómeno tan fascinante como oscuro, en un horizonte seguramente llamado a revolucionar nuestra comprensión del funcionamiento de la mente humana. Pero, por el momento, en el actual estado del desarrollo científico y tecnológico, las dimensiones histórica y cultural continúan siendo insoslayables para cualquier examen filosófico.

A modo de conclusión, cabe entonces sostener que la mística no es un producto arbitrario del cerebro, sino que se encuentra íntimamente asociada a la evolución de la cultura y del individuo. Así, podemos contemplar la experiencia mística como un descubrimiento simbólico más que como una creación artificial del cerebro (mediante, por ejemplo, la estimulación del lóbulo temporal). Desde esta perspectiva, no son únicamente las bases neurofisiológicas las causas determinantes de la experiencia mística, sino el aprendizaje individual en un contexto cultural propiciatorio de esta clase de fenómenos.

Bibliografía

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1El efecto de la ingesta de drogas psicodélicas en la génesis de experiencias místicas había sido analizado por Pahnke en trabajos como "Drugs and mysticism" o en Pahnke y Richards en "Implications of LSD and experimental mysticism".

2Véase también Rubia (2009).

3He reflexionado sobre este aspecto de la mística en Conciencia y mismidad (cf. Blanco Pérez 2013). Podría entonces decirse que la verdadera mística no es ajena al amor Dei intellectualis de Spinoza: a una fusión con la sustancia última que exige una profundización racional, un conocimiento cada vez más certero del universo y de la humanidad. Así, la mística responde más a una actitud que a un contenido específico, pues apunta a la búsqueda de los lazos que vinculan una realidad cuyos elementos se manifiestan de manera fragmentaria, y los grandes científicos y pensadores, movidos por un profundo deseo de conocimiento e integración, habrían sido también místicos eminentes.

4He analizado este aspecto en Historia de la neurociencia: el conocimiento del cerebro y la mente desde una perspectiva interdisciplinar (cf. Blanco Pérez 2014).

Cómo citar este artículo:

MLA: Blanco Pérez, C. "Cerebro y mística." Ideas y Valores 69.172 (2020): 21-32.

APA: Blanco Pérez, C. (2020). Cerebro y mística. Ideas y Valores, 69(172), 21-32.

CHICAGO: Carlos Blanco Pérez. "Cerebro y mística." Ideas y Valores 69, n.° 172 (2020): 21-32.

Recibido: 01 de Febrero de 2017; Aprobado: 30 de Marzo de 2017

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