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vol.69 número172SI ESTO ES UNA VACA FEMINISMO Y BIOPOLÍTICA DE LA CARNEWilliams, Paul, Tribe, Anthony y Wynne, Alexander. Pensamiento budista: Una introducción completa a la tradición india. Trad. Agustina Luengo. Barcelona: Herder, 2013. 440 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.172 Bogotá ene./abr. 2020  Epub 20-Mar-2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n172.82360 

Traducción

SOBRE LA POLÍTICA Y LA HISTORIA ENTREVISTA CON JÚRGEN HABERMAS*


Presentación

En esta entrevista excepcionalmente rica, Jürgen Habermas, último filósofo europeo de importancia mundial, repasa algunos de los temas principales de su pensamiento, y analiza las tendencias sociales y políticas actuales en Europa y en el mundo.

Si su reacción moral e intelectual frente al nazismo es bien conocida, y constituye un primer indicador de su pensamiento, aquí se evalúa que el tema que mueve su obra, la esfera pública, debe mucho, en contraste, a lo que él llama el clima represivo y artificialmente anticomunista de los años 1950 en la República Federal Alemana (RFA) durante los años del canciller Konrad Adenauer. Gracias a este tema, Habermas pudo releer la trayectoria moderna de la democracia europea, criticando las teorías autoritarias y elitistas que, primero en Alemania, pero también en otros lugares, rechazaban la modernidad, y producir una teoría de la democracia y su vitalidad. Desde esta perspectiva, su trabajo aparece, como él mismo dice, comparando los campos intelectuales alemán y francés, como complementario al de la generación de los neoestructuralistas (Foucault, Derrida, Bourdieu) por sus objetivos democráticos y críticos. Pero lo que hace que esta entrevista sea tan valiosa es su voluntad de abordar frontalmente no solo el tema del progreso moral, sino también, en relación con este, lo que es más raro en su obra, el de la violencia y el "pensamiento poscolonial", con un espíritu a la vez intelectualmente interdisciplinario y moralmente lúcido, pero firme en sus convicciones centrales.

La modernidad no es una propiedad europea, es un proceso social que concierne a todas las sociedades, cuya dinámica debe entenderse y sus ambivalencias evaluarse de forma suficientemente diferenciada, evitando confundir los puntos de vista.

Lo que impresiona aquí es, a la vez, la solidez teórica de las perspectivas de Habermas que moviliza algunas de las herramientas más poderosas de su teoría (el lenguaje de lo sagrado; la teoría del aprendizaje moral; la teoría del derecho), y su plasticidad y sofisticación para entender las dinámicas sociales y políticas más contemporáneas. Desde esta óptica, el giro neoliberal, el populismo, la gobernanza posdemocrática, la cuestión europea, la persistencia de la cuestión religiosa, aparecen en su complejidad. Es así como podemos ver, prácticamente ante nuestros ojos, cómo se combina la constelación de temas en ocasiones más "candentes" y más actuales (se cita a Emmanuel Macron y Donald Trump), con las altas exigencias del trabajo teórico de una manera viva y sorprendentemente pedagógica.

ÓMAR V. ROSAS

University of Namur - Namur - Bélgica omar.rosas@fundp.ac.be

Entrevista

Jean-Marc Durand-Gasselin: Usted ha declarado que en su juventud fue cercano al activismo de izquierda, pero que siempre ha sido en el fondo un socialista parlamentario, prolongando la tradición del austromarxismo (cuyas figuras mayores son poco conocidas en Francia). En la historia de la Teoría Crítica, Benjamin, Adorno o Marcuse se sitúan más bien del lado de un marxismo lukácsiano, revolucionario, muy crítico respecto de las instituciones parlamentarias o del derecho. ¿Podría usted volver sobre el contexto de sus primeras opciones políticas y esas diferencias de linaje?

Jürgen Habermas: Para mí, en esa época no había oposición entre uno y otro. La evocación de austromarxistas que, como Max Adler, Otto Bauer, Rudolf Hilferding y Karl Renner, fueron líderes tanto en el plano político por la socialdemocracia austriaca, como en el plano científico de la teoría marxista, suscita asombro no solo en Francia.

Leí parte de sus escritos después de mi tesis doctoral y antes de entrar en 1956 al Instituto de Fráncfort.1 Tiene que imaginarse el contexto político de la joven República federal, creada en 1949, para una generación joven que había, en primer lugar, reaccionado moralmente al cambio histórico de época que representaba 1945, y que, en segundo lugar, durante sus estudios se vio, como antes, en un país dirigido por las viejas élites a cargo. Por todas partes reinaba un anticomunismo de fachada y detrás de esta se reprimía el pasado nazi. Respecto de esta mentalidad política dominante, yo me sentía, aún, en la segunda mitad de los años 1950 en el Instituto de Investigación Social, es decir, en el entorno de Horkheimer y Adorno, como en un bastión asediado por un resentimiento anticomunista. En esta situación, la tradición de la Teoría Crítica abría un horizonte verdaderamente liberador para el análisis del tiempo presente. Pero la exigencia intelectual en el Instituto suponía también introducir la investigación social empírica al mismo nivel que el de los estándares científicos que se habían establecido en Estados Unidos. Por otra parte, hay que ser conscientes de que los intereses teóricos de la primera generación de la Escuela de Fráncfort en la época del nazismo y del estalinismo versaban sobre la adaptabilidad inesperada del capitalismo, es decir, sobre los mecanismos de su estabilización, y para nada sobre la esperanza de suscitar un cambio revolucionario. Durante la emigración, se trataba de explicar el totalitarismo en sus dos versiones. Tras la emigración, la llama marxista ortodoxa de la primera doctrina se cocinaba a fuego lento. La práctica y la doctrina del Instituto en los años 1950 eran reformistas. -¿Cómo podría haber sido de otra forma? -. Esto puede explicar por qué nunca vi una oposición de principio entre las doctrinas radicales de esos parlamentarios socialdemócratas austriacos y la tradición de la Escuela de Fráncfort. Aún más, yo sentía la ausencia de teoría de la democracia como el punto ciego de la Teoría Crítica. Por esto, por ejemplo, la teoría del derecho de Karl Renner me ayudó, cuando me ocupé de la doctrina del derecho público de la época de Weimar, en el momento preciso del debate entre el marxista Wolfgang Abendroth, con quien más tarde realicé mi tesis de habilitación, y el discípulo de Carl Schmitt, Ernest Forsthoff, que era en aquel entonces una autoridad.

J.-M. D.-G.: ¿Cómo llegó usted a fines de los años 1950 a considerar que el espacio público y sus transformaciones estructurales tenían una dimensión central para iluminar la política moderna?

J.H.: Es una pregunta interesante que me permite igualmente volver sobre mi comprensión del parlamentarismo: nunca fui un defensor conservador de la democracia representativa. En la época en que descubría a los austromarxistas, a finales de los años 1950, había una sociología política (recuerdo nombres como Juan Linz y Seymour M. Lipset) que marcaba el tono y ponía en escena, en cara a cara, por un lado, la razón encarnada en los órganos de representación y organización social, y, por el otro, masas democráticas imprevisibles. Contra esta teoría supuestamente liberal y contra todas las teorías schumpeterianas de las élites, resalté la pertinencia del espacio y los debates públicos. Porque el parlamento se convierte, como lo vemos precisamente hoy, en el brazo armado de una empresa tecnocrática, cuando no está arraigado en las discusiones vitales de la sociedad civil y pierde el contacto con un espacio público vivo. Y un espacio público político solo "vibra" mientras genere convicciones públicas que compitan entre sí, convicciones que no pueden ser imputadas principalmente al trabajo de las relaciones públicas de grupos de interés, sino a impulsos provenientes de la sociedad civil misma. En el concurso de opiniones debe reflejarse el elemento anárquico de los ciudadanos que usan su libertad de comunicación en la contradicción.

La constitución del espacio público político de un país es adecuada como prueba de vitalidad para el estado de la democracia. Los espacios públicos nacionales están hoy ampliamente dominados por una situación posdemocrática. Las instituciones democráticas se convierten en fachadas engañosas, porque cada vez hay menos cuestiones pertinentes que puedan aún decidirse en la escena pública de los Estados nacionales. Un tejido opaco, sin legitimidad democrática, de organismos internacionales determina de forma filtrada los imperativos de los mercados mundializados, y se dirige a los gobiernos nacionales complacientes -a eso se le llama governance-.2 De hecho, en ese nivel transnacional falta un governement3 que esté obligado a reaccionar también ante las voces de los ciudadanos. Como ha reconocido Emmanuel Macron, ese es el gran desafío: los Estados nacionales solo pueden regenerar sus capacidades perdidas de acción política, contra las reacciones defensivas de los populistas de derecha y de los nacionalistas de izquierda, al nivel transnacional, por ejemplo, en una Unión Euro para devolverle la voz a los ciudadanos. Sin embargo, los parlamentos continúan siendo el eslabón indispensable entre la capacidad de acción política de instituciones públicas y la incorporación de los procesos organizados de decisión en la formación de la opinión y la voluntad en la sociedad civil. Los parlamentos son necesarios porque juegan el papel de una bisagra racionalizadora entre las dos partes.

Pero volvamos a su pregunta por los motivos de mi trabajo sobre "las transformaciones estructurales del espacio público".4 Una razón personal por la cual, desde finales de los años 1950, la cuestión del poder emancipador del espacio público político me parecía central fue ciertamente el fuerte clima represivo de la época de Adenauer: la evocación de la época nazi era reprimida, y los que éramos jóvenes aspirábamos a una discusión pública de lo que se había omitido, al rompehielos de un debate político abierto. Otro motivo se explica por la circunstancia biográfica de que desde el comienzo había querido ser periodista, y que ya había trabajado en periódicos durante mis estudios. Cuando más tarde, en Fráncfort, me había puesto en alguna medida al día on the job con los estudios de sociología, me encontré con la literatura en boga sobre la mass communication y la mass culture (literatura que, por lo demás, había avanzado fuertemente en Estados Unidos bajo el impulso de emigrantes alemanes, como también lo muestran los análisis de Adorno consagrados a la industria cultural). En tercer lugar, también hay un impulso propiamente teórico que me llevó hacia el proyecto de hacer converger el nacimiento de un público literario y político en los siglos xvii y xviii, con la fundación revolucionaria de los Estados constitucionales y democráticos en Estados Unidos y en Francia. En los años 1920-1930, Carl Schmitt había esbozado las grandes líneas de la decadencia del poder absolutista y de las formas premodernas de representación simbólica del poder eclesiástico y estatal, resaltando precisamente esta conexión a través de su crítica. En su visión fascista, deploraba el nacimiento de un espacio público político y la creciente influencia política de la opinión pública. Schmitt defendía la tesis según la cual estos habrían socavado la autoridad del poder monárquico y así también la sustancia normativamente incondicional del Estado. En su libro sobre Hobbes, justifica por otra parte esta tendencia en la historia de las ideas por la influencia subversiva de intelectuales judíos; su galería antisemita iba de Spinoza a Kelsen, pasando por Heine, Borne y Marx. Esos argumentos contra el pluralismo de intereses y opiniones desencadenados en el espacio público político contra la "dictadura de la discusión", estaban igualmente en boga en la coyuntura de la República federal de los años 1950, gracias a la autoridad persistente de la escuela de Carl Schmitt. Incluso en mi generación encontraron un eco, por ejemplo, en el famoso historiador Reinhart Koselleck. Este punto de partida teórico me empujó a defender lo contrario, y jugó un papel en mi elección del espacio público como sujeto.

J.-M. D.-G.: ¿En qué le parece el derecho moderno en su estructura (jerarquía de normas, articulación de los derechos políticos y civiles, articulación jerárquica de los poderes, etc.) indispensable para pensar la política moderna?

J. H.: Creo que Rousseau y Kant respondieron a esa pregunta con su idea de autonomía: esta especie de libertad se institucionalizará con la ayuda del derecho público en el Estado democrático y constitucional. Hegel describió el proceso de maduración de las ideas de autodeterminación y autorrealización de individuos conscientes de su propio valor en el transcurso de la modernidad europea. Quien es autónomo no puede aceptar ningún pensamiento, teoría, mandamiento o norma que no haya examinado y aceptado a la luz de razones convincentes. Esta idea de libertad razonable del individuo es también la fuente de inspiración para constituciones democráticas que, a diferencia de los precursores griegos de la Antigüedad, vinculan la soberanía del pueblo a la dominación del derecho moderno. Ese derecho civil moderno, conceptualizado primeramente por Hobbes, garantiza a todos los mismos derechos subjetivos. Pero los ciudadanos son verdaderamente autónomos solo cuando los destinatarios de las leyes pueden entenderse también como sus autores. Solo como colegisladores, a saber, a través de una participación, por muy mediada que sea, en la formación de la opinión y la voluntad políticas, los ciudadanos pueden iluminar sus perspectivas y deseos en forma de igualdad de derechos y de igualdad ante la ley, y así arrojar luz, si hay controversia, sobre los aspectos pertinentes de un trato legal. (Si me permite un ejemplo: ¿Debería pagársele a los trabajadores, hombres y mujeres, abstractamente por hora o por día de la misma manera, o deberían las mujeres disfrutar de un derecho suplementario a que se les pague durante el periodo en que deben dejar el trabajo por el nacimiento de un hijo? La dimensión de desigualdad entre los sexos y que justifica un tratamiento desigual, que fue controvertida en otra época pero que ya no lo es, es que solo las mujeres tienen hijos -de lo contrario, el principio según el cual los casos iguales deben tratarse igualmente y los casos desiguales de forma desigual, no habría sido respetado-). De esta forma, el derecho coercitivo moderno, asegurando simultáneamente la autonomía privada y pública del ciudadano, se convierte en el instrumento de la libertad. Como cada ciudadano debe poder oponer sus derechos legítimos a las libertades individuales de actuar, a la determinación política común, así como a la compartición social y cultural, Kant habla de leyes coercitivas de la libertad.

Los "poderes" de un Estado constitucional y democrático digno de ese nombre son ciertamente poderes de dominación; pero el ejercicio de la dominación política en un sistema constituido de esta forma está exento de rasgos represivos, porque esa dominación está unida a leyes que se presume que los ciudadanos se han dado a sí mismos. No hay nada sorprendente en que tales constituciones se hayan conquistado con gran lucha. Las mismas ideas universalistas nos sirven aun hoy como referencia cuando criticamos con buenas razones situaciones posdemocráticas. Filosóficamente, considero que la crítica ejercida por los supuestos "realistas" y por los deconstructivistas contra los principios de una autonomía entendida de forma universalista es insostenible. Cada vez que denunciamos, por ejemplo, la referencia a los derechos humanos como ideología, porque le da a un interés particular la apariencia de un interés universal, tomamos prestada nuestra propia escala de valores crítica en el sentido universalista de los derechos humanos mismos, según la cual solo los intereses universalizables pueden considerarse justos. Claro está, la democracia liberal se desarrolló en el contexto social del desarrollo de una forma económica cuya dinámica desde el principio tenía relaciones tensas con el igualitarismo político y jurídico. Por esta razón, Marx ha mantenido toda su relevancia hasta hoy. Él identificó el proceso histórico de diferenciación de un sistema funcional de economía de mercado con respecto a la cortapisa pre-moderna de una sociedad políticamente integrada en un todo y, por lo tanto, la modernización social como un proceso de emancipación sistémica de la economía capitalista frente a una política degenerada en superestructura. Solo así se explica el problema aún actual de saber por qué un gobierno democrático, en la medida en que acepta volverse dependiente de los imperativos económicos que se han sustraído a su control y escapan de su poder, ya no puede cumplir su promesa de legitimación democrática.

J.-M. D.-G.: Esta concepción no lo distingue de los colegas de su generación, pero a menudo usted se ha remitido a la forma en que recibió por primera vez el neoestructuralismo francés, especialmente a Foucault y Derrida, evocando los usos que se habían hecho de Nietzsche y Heidegger, que usted asocia con un joven conservadurismo alemán cuyas raíces intelectuales se remontan al romanticismo, y que por lo menos es ambivalente respecto de la modernidad. Al contrario, durante todo un periodo en Francia se quiso reducir su trabajo a una especie de kantismo políticamente poco incisivo, porque se relaciona allí con un kantismo más o menos difuso de la Tercera República y, por lo tanto, con una posición de centro izquierda poco marcada. Más allá de estas referencias a Nietzsche, Heidegger o Kant, y a su uso, ¿hasta qué punto estima usted hacer frente común con Foucault, Bourdieu o Derrida, de los cuales los dos primeros rearmaron considerablemente la izquierda de la izquierda en Francia?

J. H.: En el trato con los tres colegas que usted menciona no tuve ningún conflicto; nuestras relaciones eran amistosas y en nuestro trabajo académico nos respetábamos mutuamente. También sabíamos, unos de otros, que estábamos políticamente encargados de la misma tarea política fundamental. Por parte de Derrida venía incluso el deseo explícito de hacer ese hecho visible públicamente. Esas realidades se ocultaron por diferencias teóricas y una crítica recíproca que existen todavía. En ocasiones, también lo que no se había concebido como polémica fue percibido como tal. Yo lamento que no hayamos arreglado nosotros mismos las verdaderas controversias. Tras nuestro primer encuentro, Foucault y yo habíamos convenido volver a vernos con ese objetivo. Ese proyecto fracasó por causa de su muerte temprana e inesperada. Derrida tomó la iniciativa de aclarar las diferencias, y debatimos durante varios días en los locales de nuestro editor común en Fráncfort. Bourdieu y yo teníamos la impresión de que cada uno no conocía suficientemente bien la teoría del otro. Y usted comprenderá que no voy a usar ahora el privilegio del sobreviviente -si es un privilegio- para jugar como árbitro en un asunto del que soy parte interesada.

Pero quizás no está desprovisto de interés agregar una observación respecto de los círculos completamente diferentes en los que los intelectuales franceses y alemanes crecieron después de 1945, y en los que se formaron nuestras mentalidades. Tres cosas me vienen espontáneamente a la mente. En primer lugar, la victoria y la derrota como telón de fondo. Francia podía deducir, de la relación con la Resistencia, la conciencia de haber estado del lado correcto, mientras que nosotros en Alemania, en la medida en que existía una conciencia de la culpa, teníamos que ver claramente las raíces intelectuales y políticas de la adhesión masiva a un régimen criminal. Teníamos que explicar las conductas de los alemanes promedio en un país donde los conciudadanos judíos, gitanos, como se les llamaba en ese momento, y opositores políticos habían sido perseguidos, o bien segregados y luego deportados hacia el Este, y finalmente asesinados por millones. Esta situación tenía para nosotros, si usted quiere, la generación posterior, la ventaja de que no podíamos permitirnos no enterarnos de ello. Sin embargo, la posición autocrítica se difundió muy progresivamente. Después de 1989-1990, dio paso rápidamente, entre quienes se vieron sacudidos, a la búsqueda forzosa de una valorización nacional.

Después, el medio político-intelectual, que en la Francia de la posguerra estuvo marcado durante mucho tiempo por la influencia de los comunistas y en la Alemania de Adenauer por un anticomunismo de represión, no habría podido formar un contraste más fuerte. Tan sospechoso era ser de izquierda en Alemania, como perjudicial para la reputación era no serlo en Francia. Este contraste de clima ciertamente favoreció la recepción de Sartre y de Merleau-Ponty entre los estudiantes desprejuiciados en Alemania, pero también explica sin duda cierta inocencia política, o el descaro con el que las tradiciones alemanas precisamente más marcadas en un plano político fueron adoptadas pronto en Francia -autores que aquí polarizaron las mentes desde el principio. No fue el caso, sino a mínima, del equívoco Nietzsche, a quien los nazis habían elevado, con su "voluntad de poder", al rango de "filosofía del Estado" (a partir de folios encontrados tras su muerte, compilados por su hermana), pero que, por buenas razones, podía también gustarles a los franceses con su lado seductor, urbano y estético. Pero era diferente para las tradiciones intelectuales en las que el régimen nazi se había inspirado. Heidegger, el marrullero de la Selva Negra, había sido suficientemente astuto para proponerle a René Char, desde el fin de la guerra, sus servicios como pensador poeta como por casualidad. Husserl, a quien los nazis habían perseguido y que había inspirado a Sartre, pronto fue dejado de lado por el estructuralismo. Que poco después, instigadores intelectuales como Ludwig Klages, precursores espirituales como Ernst Jünger, o simplemente pioneros del nacionalsocialismo como Carl Schmitt y Martin Heidegger, no solo hayan sido leídos, sino que se hayan convertido en fuentes de inspiración, era demasiado para aquellos de entre nosotros que habían perdido la confianza en sus propias tradiciones, comenzando con esta. El abismo intelectual entre nuestros dos países se hizo incluso más profundo por los acentos diferentes con los que fue recibido un autor legítimamente influyente en los dos países como Walter Benjamin, ese judío empujado a una muerte trágica por los nazis. Por ejemplo, su ensayo "Sobre la violencia", el más ambiguo y oscuro políticamente, no exento de murmullos jóvenes conservadores, fue el que Jacques Derrida eligió en la obra grandiosa de esta mente de misticismo brillante.

J.-M. D.-G.: ¿Qué concepción tiene usted entonces de la irracionalidad y la violencia? ¿Es en principio una forma de regresión, de incapacidad de jugar, en medio del conflicto, el juego de la interacción verbal?

J. H.: Es una pregunta difícil. La historia de la humanidad rebosa del ejercicio cínico del poder y del uso monstruoso de la violencia. No existe en la naturaleza otra especie en la que se pueda observar un potencial tan elevado de agresión contra sus semejantes. Como contemporáneos del siglo xx, conocemos el alcance posible de operaciones colectivas de exterminio entre seres civilizados. Conocemos la alegría sádica y la insensibilidad psicopática ante la tortura física y la degradación de las víctimas. Incluso los progresos innegables en el dominio de la naturaleza y la organización social de la vida común pueden describirse como condiciones previas del "progreso" en el refinamiento, el alcance y la eficacia de crímenes a gran escala. Todo depende, pues, del tema y de la perspectiva. Hay que contar siempre con explosiones de violencia y de actos totalmente irracionales, tanto en las relaciones personales como en el campo político, y más aún en las relaciones de los colectivos sociales entre sí. Pero cuando se consideran los procesos de aprendizaje como tales en la evolución social, se descubren también, aparte de la acumulación constante de nuestro saber sobre la naturaleza y la sociedad, aparte de los progresos técnicos y del desarrollo de las fuerzas productivas, permítame decirlo de forma provocadora, "progresos morales", es decir, progresos ante todo en la dimensión del derecho y la resolución jurídica de los conflictos sociales. Cuando utilizo el término "moral" tengo en mente exclusivamente cuestiones de justicia, y no, por ejemplo, cuestiones "éticas" del Bien, de la vida "buena" para mí o para nosotros. Cuando se habla de "regresión", hay que poder referirse a procesos de aprendizaje, para que una recaída bajo cierto nivel efectivamente alcanzado sea posible e identificable. Pero antes de volver a su pregunta, debo explicar lo que entiendo por procesos de aprendizaje "moral".

Una simple mirada a las representaciones morales de la historia humana nos enseña que los grandes impulsos del "progreso moral" están acompañados cada vez por la ampliación de un horizonte compartido de aceptación mutua de perspectivas. En general, los miembros del mismo grupo social se sienten obligados a adoptar normas morales, de modo que, en un juicio que trate de un conflicto, se puede esperar que adopten también la perspectiva del partido opuesto. A menudo, las obligaciones morales no exceden los límites del colectivo de pertenencia. Pero en el curso reciente de la historia de la humanidad, esta sensibilidad y la disposición a adoptar perspectivas recíprocas se amplían con la extensión y la intensificación de las relaciones sociales, así como con la complejidad y el orden de magnitud de las unidades sociales, desde las pequeñas hordas familiares, pasando por los clanes y los Estados, hasta las comunidades religiosas mundiales, para llegar al imperio de los fines concebido como proyecto, es decir, la comunidad proyectada como ideal de todas las personas que actúan de forma moralmente responsable e incluyendo las generaciones futuras (y de cierta forma incluso las generaciones pasadas). Esta ampliación de los horizontes sociales, esbozada aquí a grandes rasgos, en la que el individuo se siente moralmente comprometido con sus padres, vecinos, conciudadanos, con el "prójimo" o con "el hombre y el animal", no se produjo ciertamente sin la experiencia de conflictos brutales y sangrientos. Desde un punto de vista sociológico, esta evolución se manifestó en un proceso de generalización por etapas de expectativas de comportamientos, normas y principios objetivamente reconocidos y parcialmente codificados por el derecho. Pero esta evolución sociocognitiva no puede explicarse sin una razón práctica que, así como nuestra curiosidad teórica y la capacidad del entendimiento para integrar causalmente observaciones empíricas, o para actuar racionalmente en función de un objetivo, hace parte de la dotación de los seres vivos organizados en sociedad cuyos miembros se comunican entre sí.

Podemos ver lo que significa una universalización sociomoral de normas (¡es preciso ser kantiano!) a través de un ejemplo actual: una universalización semejante es para nosotros, los europeos de hoy, una urgencia. Vivimos en medio de conflictos políticos condicionados por sistemas, y los ciudadanos que somos de una Unión Europea a la deriva podemos por lo menos sentir, pero también saber, que esos conflictos solo pueden resolverse o aproximarse a una solución si adoptamos una perspectiva ampliada de las fronteras nacionales, e institucionalizamos también una acción solidaria correspondiente en el plano político y jurídico. Relacionados en el plano alcanzado de este punto de vista por la unificación europea, los contramovimientos populistas de derecha nos parecen regresivos. Pero ¿lo son verdaderamente? Para responder a su pregunta sobre las "regresiones", hemos explicado qué papel juega la razón en los procesos morales de aprendizaje: lo que aprendemos en tales procesos consiste en integrar cada vez a los otros respecto de los cuales no sentimos ninguna o muy poca obligación en la medida en que son extranjeros, integrarlos en nuestro horizonte hasta entonces limitado a los nuestros, en el grupo de quienes pueden hacer reclamos morales o al menos jurídicos ante nosotros. Y como esto vale recíprocamente también para los otros, tenemos que ejercitarnos en una aceptación mutua de perspectivas, como construcción común, para desarrollar un horizonte ampliado de expectativas de comportamientos reconocidos. Todos conocemos situaciones en las que los conflictos de larga data, como hoy en la crisis financiera, siguen cociéndose a fuego lento y se han "estancado". Las fuerzas y las pasiones se agotaron en el conflicto, mientras que desde el punto de vista de perspectivas contrarias no se proyecta ninguna solución. En semejantes situaciones, la única ayuda reside en la fuerza limitada pero tenaz de la razón práctica, o, si no, en la congelación del conflicto por un repliegue hacia posiciones endurecidas (como en el caso del Brexit). Sin embargo, es difícil decidir, frente a fenómenos históricos ambiguos, si son un signo de sinrazón regresiva.

Para descubrir las huellas históricas de la razón práctica, es preferible distinguir las etapas de aprendizaje sociocognitivas y morales del conocimiento habitual, cognitivo en el sentido estricto del término. En un enfoque cognitivo, podemos tropezar, en nuestras hipótesis, con leyes y regularidades empíricas, con la fuerza falsificadora de una resistencia de la realidad. Sin embargo, en los conflictos por cuestiones de justicia, nos encontramos con la contradicción de otros que están involucrados y que no consideran que sus intereses sean tomados suficientemente en cuenta en las regulaciones existentes o propuestas constructivamente. En lugar de la objetividad de los hechos, contra los cuales nuestras expectativas cognitivas vuelan en pedazos, interviene aquí la tenaz intersubjetividad de la socialización de personas que reivindican de forma particular y exigente el reconocimiento de sus pretensiones. Por esto, solo una aceptación recíproca de la perspectiva del otro permite una generalización de intereses en la que todos pueden encontrar una consideración suficiente de sus propios intereses. Por analogía con el progreso del conocimiento, podemos hablar de un progreso moral cuando ampliamos los límites sociocognitivos de la aceptación recíproca de perspectivas, y que, en ese colectivo más grande en el que queremos permanecer diferentes unos de otros, nos integramos mutuamente por la formación común de una voluntad y una opinión sobre las normas de la vida en común. Este desempeño sociocognitivo requiere en las circunstancias de la vida real un esfuerzo de motivación, es decir, la voluntad de ponerse, incluso solo con fines cognitivos, en la situación de otros o de desconocidos en cuestión. Esta exigencia de motivación es lo que es específico a la razón práctica: la cognición se entrelaza con los sentimientos. La inversión en la motivación es mayor, dado que la siguiente etapa conduce del juicio moral, y por lo tanto de la razón práctica, a la acción. Si uno transpone esta reflexión desarrollada sobre conflictos interpersonales a la escena política o al problema del futuro de la Unión Europea, mencionado anteriormente, el primer paso, el paso sociocognitivo, tiene sin duda un peso político considerable. Si, de hecho, las discusiones públicas nacionales se abrieran unas a otras, y si las interpretaciones opuestas de los problemas pudieran universalizarse más allá de las fronteras, las posiciones importantes de los ciudadanos para actuar no permanecerían iguales: con semejante competencia transnacional de opiniones públicas sobre el futuro de Europa, la razón ya habría dado un paso importante en la realidad.

Tras haber explicado en qué sentido podemos hablar de procesos de aprendizaje moral, puedo intentar responder directamente a su pregunta. Un régimen criminal como el que existió en Alemania durante el periodo nazi significa una regresión respecto de la situación constitucional de la República de Weimar. Los rasgos regresivos de la resistencia populista de derecha contra el proceso políticamente abierto de la integración europea no son tan manifiestos. Se trata aquí de un fenómeno histórico ambiguo que nos cuesta caracterizar. Este fenómeno solo es regresivo a la luz del rechazo de la capacidad de aportar la solución para la ampliación recíproca de perspectivas más allá de las fronteras del Estado nacional, cuando la transformación política correspondiente puede efectivamente considerarse como factible, y como la solución a problemas apremiantes como el desempleo juvenil en el sur de Europa, o la creciente brecha, en el seno de la comunidad monetaria europea, entre las economías nacionales del norte y el sur.

J.-M. D.-G.: Usted evoca los procesos de aprendizaje cognitivos y morales, pero los procesos de modernización acelerados y diversos que se realizan en el mundo se han combinado con una descolonización, que ha inspirado un pensamiento poscolonial muy crítico respecto de las teorías sociales evolucionistas, desde Durkheim hasta Parsons, en las cuales usted se ha apoyado. Para usted, ¿pone esto en perspectiva el papel de Europa en la historia y relativiza las esperanzas que usted ha depositado en una construcción europea renovada? ****

J. H.: La crítica poscolonial con respecto a los diferentes tipos de teoría evolucionista toca una pregunta bastante compleja, que, por lo demás, si puedo permitirme esta referencia, ha sido tratada de forma matizada y convincente por Thomas A. McCarthy en su libro, aun hoy crucial, Race, Empire and the Idea of Human Development (2009), con una defensa discreta de un concepto kantiano de progreso. No puedo entrar aquí en los detalles de sus argumentos, pero permítame dos observaciones. En primer lugar, deberíamos partir del punto de vista de que hoy solo hay sociedades modernas. No niego la dinámica devastadora de una diferencia de poder y, respecto del estado de desarrollo de la economía y de la distribución de la riqueza social sobre el planeta, la evidencia de la estratificación de la sociedad mundial globalizada en clases sociales, países y continentes. Pero ningún país puede sustraerse al efecto de aspiración sistémica de la economía capitalista global; todas las sociedades presentan por esta razón las mismas infraestructuras: por doquier encontramos megalópolis similares, burocracias similares, sistemas de formación, de salud y de tráfico similares, etc. Paralelamente, esta moderna sociedad mundial se ha vuelto multicultural. Sin embargo, algunos países tienen más éxito que otros al asimilar las restricciones uniformadoras de una modernización capitalista gracias a la fuerza formadora de sus propios recursos culturales, que a menudo se remontan al tiempo axial.5 Vivimos, pues, en la conciencia de la concomitancia y la no-concomitancia. Y es de esta conciencia de la contemporaneidad de la que también se nutre la mirada poscolonial que, junto con la presión de los conflictos raciales emancipadores y las corrientes migratorias en aumento constante, ha obligado de forma nada menos que revolucionaria a transformar la imagen que la cultura occidental tiene de sí misma, si no las acciones de sus élites políticas y económicas, en el sentido de una autorrelativización. Es por esto por lo que mi opción política previamente esbozada implícitamente por una integración más fuerte de Europa, no es la expresión de una vieja aspiración europea a la predominancia de ese continente. El motivo es, más bien, la convicción de que el capitalismo financiero que se ha vuelto salvaje solo puede dominarse si la política reconquista su capacidad de actuar frente a los mercados globalizados; y esto me parece posible en Europa, solo si se unen las fuerzas de los Estados nacionales en el marco de un orden transnacional y al mismo tiempo democrático.

A decir verdad, la mirada poscolonial solo tiene sentido histórico en la medida en que desplaza la historia europea de la formación de los Estados nacionales y de la modernidad social al contexto de la historia mundial, con sus conquistas y sus opresiones coloniales de explotadores, y produce de esta forma un cambio de estructura en la conciencia narcisista eurocéntrica del progreso, mostrándole el lado oscuro del espejo. Cuando se dirige al pasado inmediato de la descolonización y al fin de la dominación unilateral de Occidente, semejante mirada descentrada y despejada remite más bien a la perspectiva horizontal de una consideración comparativa de las culturas y regiones que se han vuelto contemporáneas en el plano de la infraestructura. Esto puede explicar la tendencia a sospechar que todas las teorías de la evolución continúan, con otros medios, escribiendo solo los viejos prejuicios eurocéntricos. Ciertamente es comprensible, pero, y llego a mi segunda observación, injustificado como juicio general. Por un lado, porque es indudable la observación empírica según la cual desde los comienzos del homo sapiens, y especialmente desde la revolución neolítica considerada a largo plazo, la organización de las relaciones sociales se ha vuelto más compleja, y el nivel general al que las sociedades se reproducen ha aumentado. También es poco cuestionable que el crecimiento de la complejidad estudiado por la teoría de sistemas en sus aspectos particulares no cesa de acelerarse. Por otro lado, con la ayuda de estas descripciones, las sociedades y civilizaciones se clasifican en efecto en un esquema de desarrollo, pero el significado descriptivo de los aspectos particulares bajo los cuales se procede a esa clasificación no les confiere a los grados de desarrollo el sentido de una evaluación generalizadora como "mejor" o "peor."

Justamente, en los casos de puntos de vista morales, es imposible calificar, desde la perspectiva de un observador científico, el modo de vida de un colectivo o la biografía de un individuo en su totalidad según los criterios éticos de la vida buena. Esto se reserva para juicios que solo pueden formularse desde la perspectiva de la primera persona singular o plural (o de juicios clínicos, en la medida en que un terapeuta se arriesga a hacer tales juicios en su posición respecto de segundas personas del singular). La misma reserva es aún más válida para los juicios morales, porque estos pierden su sentido cuando se les aparta de la posición performativa que las partes interesadas adoptan respecto de segundas personas, y se colocan en la boca de un observador como juicio sobre terceras personas o incluso sociedades enteras.

Pero ¿esta constatación hace cuestionable el uso descriptivo de la noción de "aprendizaje moral" tal como se encuentra, por ejemplo, en Piaget? Una manipulación responsable de esta noción la califica, en el sentido de que relativizamos los juicios y criterios morales observados, como en Piaget y Kohlberg, según el contexto percibido en función de la edad de un niño en crecimiento o según los contextos históricos de una forma de vida social y cultural. De esta manera, en efecto, los juicios morales pierden para el observador el sentido performativo que tienen para los propios interesados in actu en relación con sus copartícipes involucrados. Cuando un sociólogo constata diferencias en el grado de universalización de las normas consideradas, por ejemplo, entre representaciones morales limitadas al horizonte de las relaciones de parentesco y otras que dependen de un ethos nacional, no relaciona ningún componente valorativo de lo que es más o menos apropiado. La descripción no conlleva ninguna implicación en términos de valor moral, porque solo las partes interesadas mismas reclaman para sus juicios morales una validez independiente del contexto o absoluta. Porque lo que se sentía como "bajeza" en un pueblo de Costa de Marfil en la época precolonial, produce una indignación moral en las partes interesadas que es similar a la de una bajeza en el Londres del siglo xx. Cualquier persona o acción que, en contextos evaluados diferentemente, pasa según el caso por más o menos moral (o que es más o menos moral from God's eye view),6 no se evalúa según los "niveles" postulados por la teoría del observador, sino según los estándares válidos en el contexto.

J.-M. D.-G.: ¿De qué manera sus tesis durkheimianas sobre la diferenciación de actividades sociales y el lenguaje de lo sagrado iluminan la esfera política moderna?

J. H.: Si se me permite, para comenzar con una respuesta totalmente masiva, yo diría que, en sus estudios de sociología de la religión consagrados a los fenómenos de crisis y restauración de la integración social, Durkheim simplemente descubrió un problema fundamental de la vida en sociedad. Todavía hoy ese problema se manifiesta en esas angustias y necesidades de regresión que se desencadenan por la dinámica destructiva de cualquier nuevo impulso de modernización. Hegel ya había discernido el mismo problema de crisis de la integración social en la perspectiva de la evolución histórica. Él describe el ritmo conjunto, por un lado, de una creciente disolución del núcleo sagrado de la moralidad sustancial y, por otro lado, de la renovación que se produce, cada vez como una crisis, de la solidaridad en un nivel más elevado, más abstracto y avanzado de individualización. Para Hegel, el problema del debilitamiento de la integración social encuentra su solución en las prácticas sagradas, pero aún sigue siendo un proceso persistente en las sociedades ampliamente secularizadas. Inspirado por el ejemplo de estas crisis, Hegel incluso elaboró los conceptos de una mediación dialéctica de lo universal y lo particular, y luego los sublimó en conceptos lógicos fundamentales: por la fuerza de la negación, lo particular se individualiza, es decir, también se aísla, por el poder del universal abstracto, y luego, en un grado superior, se reintegra en el universal concreto. Desde Marx hasta la Teoría de la acción comunicativa, el carácter de crisis de la integración social ha sido la pregunta inicial de todas las teorías de la sociedad (hasta que el intento de la teoría de sistemas de Niklas Luhmann tradujo todas las preguntas normativas a un vocabulario funcionalista). Yo imputé el momento, profundamente arraigado antropológicamente, de la crisis de la integración social a la naturaleza lingüística del modo humano de socialización, e hice del lenguaje de lo sagrado el hilo conductor de un análisis de los desarrollos sociales. Aquí tengo que retroceder un poco más lejos.

Aristóteles ya distinguía el logos, la capacidad de comunicarse a través del lenguaje y de pensar conceptualmente, como lo propio del hombre. Si, en el mismo sentido, desde el punto de vista de la evolución, entendemos la palabra, es decir, la capacidad de comunicar con la ayuda de símbolos utilizados con un significado idéntico, como el umbral de la hominización de los primates, conocemos el conflicto estructural inherente a ese nuevo modo de socialización en la escala de la evolución. En la medida en que la reproducción de su vida se vuelve dependiente de la comunicación y de la cooperación en la división del trabajo, los individuos deben esperar que su modo de vida esté intrínsecamente mezclado con las vicisitudes del colectivo. A medida que, en la estela de la socialización en el lenguaje, la reproducción del individuo se entrecruza objetivamente con la de las relaciones cooperativas de la sociedad, se crea una tensión latente entre el egocentrismo de la auto-afirmación y la sumisión del individuo, exigida por las normas, a los imperativos de la comunidad. Esta tensión permanece latente mientras esté contenida por el poder de las instituciones y compensada por el reflejo del orden institucional en una imagen del mundo que estabiliza la identidad. En este sentido, la integración es un problema constante que debe resolverse de manera continua, y que solo sale a la luz como tal ante desafíos particulares. Por ejemplo, cuando las hambrunas o las epidemias socavan la cohesión de una sociedad tribal, o cuando, como hoy, la competencia económica global de los países recientemente industrializados que producen bienes más baratos amenaza el nivel de bienestar de los países en una decadencia relativa. Ante tales crisis, que pueden llevar a la ruina y la anomia, a la violencia y la rebelión, un mecanismo antropológico profundamente arraigado se hace cargo de una especie de garantía representada en las sociedades antiguas por el rito y en general por todo el complejo sacro. Este complejo está constituido, por una parte, por prácticas de contacto con los poderes sagrados de la felicidad y la desgracia, y, por la otra, por imágenes míticas del mundo (por cierto, los relatos míticos quizá solo nacieron de una interpretación posterior de los ritos realizados primero intuitivamente y que se volvieron entre tanto incomprensibles).

Las imágenes míticas del mundo interpretan la naturaleza como categorías de la sociedad: todo lo que alimenta la experiencia pragmática del mundo y todo lo que aprendemos sobre el mundo se mezcla con las interpretaciones de un colectivo social abandonado a su destino, y para el cual su vida y su salvación están en juego. Con esta síntesis de un conocimiento vital del mundo y que preserva de una desgracia fatal conjurándola, estos sistemas de interpretación garantizan una contribución esencial a la integración social del grupo. El orden institucional de las sociedades tribales más o menos igualitarias, que ha remplazado a las jerarquías basadas en la superioridad física de las sociedades de chimpancés, depende especialmente del poder no violento de persuasión de las cosmovisiones que iluminan las prácticas sociales reguladas por normas, como parte de la autocomprensión del colectivo y de su comprensión del mundo, y que, por ello, estabilizan esas sociedades en su fuerza de cohesión. Sin embargo, estas representaciones del mundo tienen, en una perspectiva de integración social, un efecto de doble filo. En efecto, ellas articulan y consolidan las estructuras normativas conocidas intuitivamente en la sociedad con "explicaciones" que convencen sin violencia, pero, por otro lado, este nuevo conocimiento profano, adquirido por el contacto pragmático con la naturaleza y que dichas representaciones deben asimilar, puede causar disonancias cognitivas en cualquier momento. Puesto que ellas solo duran mientras se creen y, en consecuencia, mientras puedan convencer a los fieles, las visiones del mundo son sensibles a las "cuestiones relativas a la verdad". Pueden desestabilizarse por un aumento en el conocimiento del mundo. En esta medida, la razón también actúa en las formaciones de mitos. Estos son estabilizadores de la sociedad y, al mismo tiempo, puertas abiertas a una desestabilización por la disonancia con el conocimiento proveniente de la experiencia. Los mitos se exponen no solo a decepciones cognitivas en el sentido estricto de la palabra, sino también a decepciones sociocognitivas y morales en las relaciones frecuentemente conflictivas de los fieles, ya sea entre ellos o con colectivos extranjeros.

Y así, en relación con su pregunta: la filosofía, mientras sirva para la autocomprensión de los colectivos, también ha participado en esta ambivalencia hasta nuestros días. Porque desde la secularización del poder de dominación del Estado, la tarea de legitimación del poder político, que hasta entonces dependía de la religión, le incumbió a la filosofía. Ella cumple esa tarea hasta el día de hoy en la estela de la tradición del derecho racional, asegurándole a los ciudadanos de sociedades pluralistas el trasfondo de un consenso político último a través de un discurso continuo sobre los principios constitucionales. Por otro lado, una conciencia cientificista, es decir, la creencia de que en última instancia solo los enunciados científicos pueden ser verdaderos, socava el modo de reflexión filosófica como tal, a saber, esa especie de comprensión de sí misma y del mundo que la filosofía siempre ha compartido con la religión.

J.-M. D.-G.: ¿Para usted, el retorno de la cuestión religiosa en sus diversas formas debe leerse como una nostalgia o una fijación regresiva?

J. H.: Dejemos de lado la cuestión de en qué sentido podemos hablar de un "retorno de la religión." Pero, entre tanto, podemos ver que las comunidades religiosas no han desaparecido, y tampoco de la vida pública de las sociedades secularizadas en Europa y en otras partes. Con ellas y con su culto, un elemento arcaico surge en medio de la modernidad, incluso si, entre tanto, la interpretación teológica ha despojado a las prácticas rituales de todas las connotaciones mágicas. Creo que la supervivencia de las comunidades religiosas no tiene nada que ver ni con la nostalgia ni con la regresión. Cierta nostalgia podría jugar un papel para aquellos a quienes los sociólogos de la religión describen como representantes de una religiosidad "vicaria" o de reemplazo: estos ya no van a la iglesia, pero creen que es bueno que la tradición se perpetúe. En la perspectiva de esta consecuencia, no estoy por lo demás muy lejos de esta posición por una razón básica: el simple hecho de que las comunidades religiosas demuestran una orientación vivida a partir de una trascendencia que domina el mundo entero, podría ser una espina saludable en la carne de las sociedades seculares.

Este hecho irritante puede hacernos recordar, a nosotros mentes seculares, que la conciencia de la autonomía de la persona, conquistada en la época moderna por Kant, ha sido entendida como una apropiación transformada de la idea de trascendencia. De manera indudablemente posmetafísica, Kant transformó la orientación a partir de una magnitud que trasciende al mundo como un todo -ya sea el Dios único, el ser o el Uno- en una trascendencia interior constructiva que emana de nosotros mismos, los seres humanos, en una "trascendencia de lo interior", pero creadora de normas y que nos compromete. Solo con esta conciencia se hace efectiva la autonomía. Sin esta conciencia, las presuntas normas universales del derecho o de la moral, es decir, un elemento hasta ahora sustentante de nuestros modos de vida modernos, pierden su fuerza exigente. Es precisamente porque hoy la colonización del mundo de la vida por el poder abrumador de la economía amenaza con agotar las fuentes de tal trascendencia de lo interior, que la supervivencia de la religión como forma contemporánea del espíritu objetivo podría ser dicha espina para una conciencia secular que ya no puede convertirse.

El neoliberal turn7 no solo ha resultado, durante las últimas décadas, en un vaciamiento de la sustancia democrática de los Estados, o en el crecimiento de la desigualdad social y la desunión; también significa un cambio en las mentalidades y modos de vida. Observo en todas partes, por un lado, la recompensa económica de los modelos de comportamiento egocéntrico, la desinversión de cuestiones políticas, la difusión de orientaciones de vida libertarias, según el ejemplo de Silicon Valley, en los estratos mejor cultivados y más flexibles, y por el otro, el trumpismo, por el contrario, en los estratos sociales que se sienten abandonados o marginalizados. Si no me equivoco, el efecto imponente de una comercialización creciente del mundo de la vida consiste en la retirada de la conciencia normativa de las esferas sociales que dependen de una disposición para cooperar y de un compromiso colectivo. Este mental shift8 se hace a costa de una comprensión de sí y del mundo que deriva su fuerza del resorte de una trascendencia de lo interior, y por lo tanto de la motivación para mejorar, no el mundo como tal, sino las situaciones concretas que lo exigen.

La disolución de la trascendencia del mundo interior se agrava, por otro lado, por la nivelación de la imagen que nos hacemos de nosotros mismos en un cientificismo que se ha vuelto cotidiano. No quisiera que se me malinterprete: por cientificismo no me refiero a la aspiración a una elucidación (Aufklürung) naturalista, es decir, a los intentos de divulgación pedagógica para ajustar nuestra imagen de nosotros mismos con el estado determinado del conocimiento científico sobre la naturaleza humana. Por cientificismo me refiero a una ideologización de la ciencia que hace estragos hoy en día. La ciencia, orgullosamente hinchada en su visión del mundo, sugiere que ya no relacionemos el conocimiento sobre la naturaleza humana con nosotros mismos desde el horizonte del mundo donde vivimos, sino que deberíamos reemplazar esa relación con nosotros mismos por una descripción científica objetivante de nosotros mismos.9 Esto se basa en la confusión de la ciencia y la Ilustración como elucidación: la Ilustración no significa una objetivación científica del yo, sino la elucidación de lo que los conocimientos importantes sobre la naturaleza humana significan para nosotros.

*Al publicar la traducción de esta entrevista, con las debidas autorizaciones, Ideas y Valores se une a los homenajes tributados al filósofo y sociólogo Jürgen Habermas con motivo de su 90° aniversario (18 de junio de 1929). El texto en francés fue publicado con el título: Sur la politique et l'histoire. Entretien avec Jürgen Habermas, en la revista Cités 74.2 (2018): 135-156. [https://doi.org/10.3917/cite.074.0135]. La traducción al español ha sido hecha por Omar V. Rosas. Traducción al francés por Olivier Gouchet, revisada por Jean-Marc Durand-Gasselin.

1Instituto para la Investigación Social, base institucional de la Escuela de Fráncfort, fundado en 1924 gracias a la donación del rico mecenas Hermann Weil, en el espíritu de la burguesía liberal y progresista de Fráncfort. [N. del T.]

2En inglés en el texto original. [N. del T.]

3En inglés en el texto original. [N. del T.]

4Título de su trabajo de habilitación traducido al francés como L'Espace public. El texto citado, cuya versión original Strukturwandel der Offentlichkeitfue publicada por pri mera vez en 1962 por la Luchterhand Verlag, se ha traducido al español como Historia y crítica de la opinión pública: La transformación estructural de la vida pública, en Barcelona, por la Editorial Gustavo Gili (1981). [N. del T.]

5Fórmula que designa la época de formación de las grandes civilizaciones. [N. del T.]

6En inglés en el texto original. [N. del T.]

7En inglés en el texto original. [N. del T.]

8En inglés en el texto original. [N. del T.]

9Muy probablemente Habermas hace referencia aquí al conocimiento sobre el genoma y el cerebro humano. Él mismo ha escrito sobre esos dos nuevos tipos de saber, y sobre las implicaciones que tienen para la comprensión de nosotros mismos, ilustrando la concepción de la Aufklürung que él evoca aquí. [N. del T.]

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