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vol.69 issue173Gander, Hans-Helmuth. Self-UnderstandingandLifeworld. Basic Traits of a Phenomenological Hermeneutics. Trans. Ryan Drake and Joshua Rayman. Bloomington: Indiana University Press, 2017. 415 pp. author indexsubject indexarticles search
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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.173 Bogotá May/Aug. 2020  Epub Nov 13, 2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n173.84901 

Debates

ALGUNAS ANOTACIONES EN TORNO A MEDIACIONES DE LO SENSIBLE: HACIA UNA ECONOMÍA CRÍTICA DE LOS DISPOSITIVOS

MARÍA DEL ROSARIO ACOSTA LÓPEZ**  *

** University of California - Riverside - Estados Unidos mariadelrosario.acostalopez@ucr.edu


El libro de Luciana Cadahia, Mediaciones de lo sensible: hacia una economía crítica de los dispositivos, se propone reactivar el concepto de dispositivo desde una perspectiva foucaultiana, la cual, en lugar de contraponer enteramente las nociones de poder y emancipación, entiende las operaciones de contaminación y de mutua potenciación entre ambas. Con ello, la perspectiva de Cadahia le permite pensar en una crítica política del presente que, en lugar de entender la resistencia política como resistencia al poder, busca más bien entender los modos como, al interior del derecho y del Estado, se puede configurar también un espacio productivo de resistencia. Para hacerlo, Cadahia traza una genealogía del concepto de dispositivo en los autores del idealismo alemán Friedrich Schiller y G. W. F. Hegel, en la que encuentra una posibilidad de rescatar la potencia mediadora del concepto de dispositivo vis a vis una interpretación exclusivamente negativa del mismo en autores contemporáneos como Giorgio Agamben y Roberto Esposito.1 Mi propósito a continuación no es hacer un recuento detallado de los pasos que sigue la autora a lo largo de su libro, sino más bien destacar una serie de elementos que me parecen muy originales y productivos de la propuesta de Cadahia, a la vez que formular una serie de preguntas que me ha suscitado la lectura de su libro.

Comienzo por rescatar los múltiples gestos de Cadahia a lo largo de su libro, y la manera como su modo de trabajo determina de maneras muy productivas su aproximación al tema propuesto. Intervengo aquí y allá (pasajes en cursivas) con algunas preguntas que me quedan abiertas con respecto a ciertas decisiones interpretativas de la autora: (i) El primer gesto que me interesa resaltar aquí es uno que comparto profundamente con Cadahia y que considero muy valioso en el trabajo con la historia de la filosofía, esto es, el de buscar en la historia de la filosofía herramientas conceptuales para una crítica del presente, en lugar de referirse a ella solo como aquello que debe ser superado, de-construido, desactivado. Creo, como Cadahia, que vale la pena insistir aún en una vía contemporánea para el pensamiento moderno y el proyecto ilustrado. Sin dejar de estar alertas a los posibles riesgos y peligros que puedan estar implicados en cierto modo (moderno) de concebir lo político, habría que revisar si las múltiples caras que adquiere la violencia en el presente son, en algunas ocasiones, como creo que nos lo muestra Cadahia muy lúcidamente en el libro, el resultado de una traición a -y no la traición de- el proyecto moderno y la "razón ilustrada".2 Así, en tono benjaminiano, nos dice Cadahia al final del primer capítulo: "Si la representación que nos hacemos de nuestra actualidad se ha vuelto irrespirable, quizá se deba a nuestra incapacidad para liberar las imágenes del pasado y convertirlas en un modo de interpelación de nuestro presente" (108). La apuesta es, pues, la de establecer un diálogo productivo del pasado con el presente que no se dé ya bajo el modelo de la necesidad de su superación -modelo que obliga a "renunciar a los conceptos y problemas de la Modernidad" (67), como si esta fuese el lugar de origen no solo del fracaso sino de toda violencia política contemporánea-, sino más bien como una búsqueda por "apreciarlos desde una perspectiva diferente" (ibd.), nos dice Cadahia, comprendiendo al presente, a la vez, como lugar fructífero de encuentro de dicotomías y modulaciones del poder en constante proceso de resignificación, más que "como el signo de lo que debe ser rechazado" (ibd.).

(Cadahia, a propósito, asocia esta actitud de rechazo de la modernidad con autores como Agamben y Esposito (y lo que ella denota como un "heideggerianismo" en el pensamiento de ambos autores), en particular dadas las consecuencias que en ambos autores trae una visión crítica de la modernidad para una concepción puramente negativa del "dispositivo". Me pregunto si en efecto esta lectura es enteramente "justa" con estos autores, para quienes el espectro de Martin Heidegger no solo implica el rechazo de la historia de la filosofía, sino su "des-tructuración" (la conocida Destruktion heideggeriana), término que para Heidegger no significa enteramente destruir sino reencontrarnos con la historicidad del presente y, por tanto, de-solidificar una tradición que de lo contrario, de no ser cuestionada y pensada siempre críticamente, ejerce efectos paralizadores sobre el presente. Este gesto de la Destruktion heideggeriana es, por lo demás, muy cercano a la idea de positividad hegeliana que tanto le interesa a Cadahia rescatar).

(ii) Esto conduce a otro gesto fundamental que veo con claridad tras la propuesta de Cadahia: la búsqueda por reconfigurar las geografías del pensamiento, esto es, por producir un diálogo horizontal no solo entre modernidad y pensamiento contemporáneo, sino una mirada transversal y archipeláica, como lo diría el pensador Édouard Glissant, entre Latinoamérica y Europa. Lo primero, mucho más presente y desarrollado a cabalidad en este libro, conduce, por ejemplo, a proporcionarnos, entre otros, una lectura schilleriana y hegeliana de Michel Foucault, a la vez que también entrevemos una posibilidad de entender tanto a Schiller como a Hegel como foucaultianos avant la lettre. Lo segundo, menos desarrollado explícitamente a lo largo del proyecto, aporta la posibilidad de leer la tradición europea desde Latinoamérica, no con el ánimo de distanciarnos de ella y cortar con aquello que ha impedido pensarnos "desde nosotros mismos" (un gesto que, como Cadahia, considero que fue históricamente necesario, quizás, pero que actualmente transpira una profunda ingenuidad tanto histórica como conceptual), sino más bien con lo que Cadahia describe en la introducción a su libro como una antropofagia filosófica, a saber, permitiendo que el pensamiento se alimente y se construya de todas las tradiciones que nos intersectan y de las múltiples raíces subterráneas que constituyen nuestra historia. Escribe Cadahia:

Nuestro desafío es estar a la altura de nuestro tiempo. Pero esto no significa renunciar a la tradición, sino llevar a cabo un verdadero ejercicio de antropofagia que nos permita volvernos interlocutores activos. No se trata de hacer encajar tal o cual tradición de pensamiento a nuestra coyuntura histórico-política, sino de ver cómo nuestra realidad política conduce la tradición hacia otros cauces, la pone a prueba y la transforma en otra cosa. (17)

(Con respecto a este segundo gesto, creo que la crítica que le hace Cadahia a Agamben y a Esposito en la primera parte del libro resulta de una mirada no europea, atenta a la ingenuidad y quizás, diría yo, al "elitismo" de un pensamiento europeo que todavía puede atreverse a pensar en universalismos abstractos; a entender, además, los problemas de nuestro tiempo como enteramente conectados con una historia de la soberanía moderna y sus lógicas que pertenecen geográfica e históricamente casi exclusivamente al continente europeo. Si bien Cadahia no lo hace explícito en su libro, creo que valdría la pena pensar en qué lugares del argumento la mirada desde Latinoamérica se convierte precisamente en esa mirada aguda capaz de ver las limitaciones de un pensamiento incapaz de incluir el sur global en las lógicas neoliberales y las condiciones políticas contemporáneas).

(iii) Finalmente, quisiera destacar también el énfasis que Luciana pone en leer a Schiller y a Hegel como pensadores capaces de movilizar otros modos de pensamiento político que conciben posibilidades de resistencia y reconfiguración del poder, aunque quizás no desde la revolución y un pensamiento anarquista -insistente en cortar con todo lazo con la tradición política del Estado y el derecho-, sino, precisamente, desde el interior de una tradición que, de manera realista, entiende la importancia y la necesidad de habitar estos espacios desde adentro. Así entiendo la propuesta de Cadahia de concentrarse en las posibilidades aún subyacentes de un pensamiento que ella, a lo largo del libro, llama dialéctico, y que quiere poner en relación con la comprensión del mecanismo del dispositivo (a partir de su historia, y de una genealogía alternativa de este concepto), no solo como un mecanismo de dominación y subyugación del sujeto, sino como una operación de mediación, como lo sugiere el título del libro.

Es a este último gesto, y más específicamente a las concepciones de dialéctica y de mediación que están en juego en el argumento, al que quisiera dirigir algunas de mis preguntas. Todo, claro, con el ánimo de establecer un diálogo con un proyecto que me ha hecho pensar muchísimo, me ha permitido ver aspectos de los autores en los que no había pensado antes, y me ha permitido entender el movimiento del pensamiento de Foucault desde una perspectiva muy novedosa. Todo esto quisiera agradecérselo a Cadahia, y es desde allí que formulo algunas de mis preguntas, críticas y sugerencias.

Quisiera, en primer lugar, entender mejor a qué se refiere la autora con "dialéctica". Y, si hago esta pregunta, es porque creo que habría quizás diferencias importantes entre la dialéctica de Schiller y la de Hegel, y lo que cada uno de ellos concibe como mediación, pero también porque creo que allí donde Cadahia ve en Esposito y Agamben un pensamiento antidialéctico, o un pensamiento que renuncia de antemano a la posibilidad de mediación, yo veo quizás un movimiento más complejo, que encuentra sus bases precisamente en una comprensión y aplicación de la dialéctica que trae, en todo caso, sus propios problemas. No puedo detenerme en todos los lados y posibles aspectos de estas lecturas e interpretaciones propias, pero me permito señalar por ahora, muy esquemáticamente, las siguientes inquietudes:

(i) En el caso de Schiller, hay algo del momento de la mediación estética que no se deja comprender enteramente desde el movimiento dialéctico hegeliano, al menos en el sentido en el que lo entiende Cadahia. Dice la autora:

Así, aquello que el entendimiento pone de modo unilateral, fijo e inmóvil, la razón dialéctica lo niega, invierte y abre, mientras que el pensamiento especulativo lo muestra en su unidad constitutiva. Lo que el entendimiento separa y excluye, la razón lo asume e incorpora concretamente. (38)

Si se leen las Cartas para la educación estética del hombre desde la perspectiva del trabajo previo de Schiller en las Cartas a Kallias, hay un aspecto de lo que posteriormente Schiller llamará impulso de juego que sale mucho más claramente a la luz. Me refiero aquí al hecho de que, para Schiller, lo que el momento estético permite es precisamente una operación de suspensión, la resistencia a una relación de subsunción usualmente efectuada por el entendimiento en el proceso de relación del sujeto con el mundo. Schiller aquí está leyendo directamente la Crítica del Juicio kantiana, y, si bien su interpretación del texto da mucho qué discutir (incluyendo la crítica que Paul de Man trae de esta lectura, una crítica que yo quisiera sugerirle a Cadahia que se tomara un poco más en serio, pues señala los riesgos precisamente de leer a Schiller como un pensador dialéctico -como un pensador que habría cooptado la posibilidad de crítica en Kant al traducirla nuevamente a un pensamiento de las dualidades y la mediación dialéctica-), es en todo caso muy productiva para entender la trayectoria posterior del pensamiento schilleriano. Porque, si bien Schiller habla aquí de auf-heben, es verdad, habla también de tensión en el balance de fuerzas, de equilibrio en tensión, lo cual no es, por tanto, ni se deja leer enteramente bajo el movimiento de la dialéctica hegeliana, pues los dos lados en equilibrio no son subsumidos, sino justamente puestos en suspenso. Hay aquí a mi parecer una posibilidad de pensar un momento de crítica schilleriana a la luz de una idea de resistencia, que, no obstante, no es quizás dialéctica, y la idea de mediación desde una perspectiva que no conduce a un tercer término, sino que, precisamente, como bien lo muestra Cadahia en su lectura de las transiciones que lleva a cabo Schiller a lo largo de las Cartas, termina más bien entendiendo el medio como fin en sí mismo, y a la mediación estética como una disposición de apertura y determinabilidad activas.3

(ii) Ahora bien, todo lo anterior dejando de lado que, en todo caso, es también posible hacer una lectura de la misma dialéctica hegeliana en esta dirección, y desestabilizar lo que se ha entendido por el término en una interpretación tradicional de Hegel que no deja entrever la suspensión y la interrupción como gestos esenciales de la Aufhebung.4 En este sentido, en Hegel podría hacerse una lectura de la dialéctica que no se deja leer del todo en términos de economía (un término sobre el que, a propósito, me gustaría que Cadahia nos hablara un poco más, porque aparece en el título pero no lo encuentro del todo justificado a lo largo del libro), sino más bien, y justamente, en términos de interrupción de toda posible economía. Y aquí me iría yo nuevamente a los Escritos de juventud de Hegel, como lo hace Cadahia en su libro, pero esta vez quizás para rescatar una genealogía del dispositivo que, remontándose también, como lo hace la autora, a la noción de positividad, podría ayudar a mostrar que la dicotomía que Cadahia sugiere entre la positividad en Hegel y lo que Agamben rescata como otro origen distinto de la idea de "dispositivo" en el pensamiento cristiano-teológico quizás no es tal, y, por lo tanto, que estas dos tradiciones no están necesariamente tan separadas.

Para Agamben, nos dice Cadahia, el modo como funciona el dispositivo en Foucault encontraría su origen "en los primeros dos siglos de la historia de la Iglesia cristiana, a través de la función decisiva del problema del gobierno (oikonomía) en la teología" (28). Se produce así, según Agamben

una escisión en Dios entre ser y acción, ontología y praxis, y esto [...] daría lugar a "la esquizofrenia que la doctrina teológica de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental", dado que allí "la acción, la economía, pero también la política, no tienen ningún fundamento en el ser". (Cadahia 28)

También para Hegel en los Escritos de juventud, especialmente en los fragmentos escritos en la época de Frankfurt y conocidos como "El espíritu del cristianismo y su destino", la noción de positividad se relaciona con esta acción de separación tajante entre el ser y la acción, entre la ley y la esfera de los asuntos humanos en la que la primera debe llegar a efectuarse, y que Hegel en sus escritos más tardíos de Jena relacionará más concretamente con el papel que en su sistema cumplirá el movimiento de la abstracción. La positividad surge en el momento en el que dicha separación busca superarse de manera inmediata, esto es, por ejemplo, en el momento en el que la ley se da a sí misma un contenido contingente de manera arbitraria para poder investirse de poder (cf. Hegel 1Q78 31Q), un poder que no tiene en la medida en que se ha evacuado completamente de contenido para legitimar su universalidad.

Positividad es aquí entonces en el joven Hegel, como bien lo señala Cadahia, "el surgimiento de un poder que se hace cargo de la vida y la neutraliza" (125). Es el momento de la fijación del movimiento de la vida y por tanto el momento de paralización de toda posibilidad de dialéctica y mediación entre el poder y la vida. Pero esto está enteramente conectado, y no desconectado como creo que lo sugiere Cadahia, del gesto económico que encuentra su origen en la tradición del cristianismo temprano con el que también Hegel se está confrontando en estos escritos de juventud. Así, para Hegel, la operación de la Aufhebung en estos primeros escritos está relacionada justamente con la desactivación de este mecanismo de fijación que se traduce en violencia sacrificial (Hegel hace una conexión aquí compleja pero muy interesante entre la operación de la autoridad positiva del Estado y la lógica económica del sacrificio). Agamben nuevamente es aquí el que proporciona la clave para esta lectura: Aufhebung, nos recuerda, es el verbo que utiliza Lutero para la traducción del griego katargein, compuesto de kata y de ergon, y traducible entonces como 'desobramien-to' o 'inoperatividad'. La Aufhebung hegeliana encuentra así su origen (y Hegel está leyendo aquí el comentario de Lutero a la Carta de Pablo a los Romanos, hecho que Jorge Aurelio Díaz justamente me hizo notar hace ya algún tiempo cuando estaba comenzando yo a trabajar con estos textos de Hegel) como una desactivación e interrupción de la positividad, que busca recobrar, en efecto, la posibilidad de mediación dialéctica, pero que en sí misma no es solo mediación, sino interrupción de la violencia que la impide, esto es, la violencia de la positividad y la economía del sacrificio.5 (iii) En este mismo sentido, y para dar el tercer paso de este recorrido, habría que reconocer también una posibilidad de continuidad entre el gesto agambeniano y el gesto hegeliano (y por tanto quizás también entre Hegel y Esposito). Dice Cadahia:

[Para Agamben y para Esposito] la relación fundamental de dominio que subyace a la separación y unificación de la relación sujeto/objeto moderna [...] habría sido el resultado de una serie de metamorfosis religiosas en el corazón del proceso de secularización. Así, todo el devenir de Occidente estaría atravesado por esta forma fundamental de dominio entendida como un poder que separa lo que unifica y unifica lo que separa. De alguna manera, tanto Agamben como Esposito radicalizan el relato heideggeriano al mostrar que para salir de una filosofía del sujeto sería necesario comprender el núcleo teológico que alberga en su seno. ¿Pero el abandono de los términos sujeto/objeto supone realmente una liberación? Ambos filósofos, al buscar una forma de pensamiento que interrumpa la separación entre sujeto y objeto, abandonan la mediación como un tipo de práctica filosófica y consideran que el nuevo estado de indiferenciación posibilitaría un nuevo modelo de libertad. ¿Pero es esto así? El peligro de este abandono descansa en la ilusión de considerar sus propuestas filosóficas exentas de cualquier forma de poder. [...] Al igual que en Heidegger, estos nuevos perfiles de ontología rechazan la dialéctica y parecen reiterar [...] la vieja idea de la inmediatez. Como si el retorno a la unidad indiferenciada del sujeto y el objeto tuviera una prioridad ontológica frente a la mediación. Desde esta perspectiva, la muerte del sujeto ha sido percibida como una manera de liberarnos de las relaciones de dominación, pero esto también ha dado lugar a una apología del relativismo, a una cuestionable reivindicación acrítica de la diferencia y a una preocupante brecha entre la praxis y la filosofía. Probablemente, la actitud de renunciar a estos términos no sea otra cosa que el espejo deformado de la indiferencia a la que nos ha conducido el progresismo ilustrado. Mientras que el optimismo ilustrado habría puesto todos sus esfuerzos en encontrar una reconciliación que posibilitase la anhelada unidad entre el sujeto y el objeto, lo cual se ha revelado como una de las formas más monstruosas de pensamiento identitario, las propuestas de Agamben y Esposito buscarían protegerse de ese dominio mediante un retorno al lugar donde no se puede distinguir entre ambos términos. (63-64)

En Agamben y en Esposito, siguiendo lo mencionado anteriormente acerca de la lógica que está puesta en juego en el pensamiento de la interrupción como inoperatividad, la interrupción o desactivación es precisamente la desactivación de la operación que suspende la dialéctica, aquella operación que en términos de Hegel separa, fija y arbitrariamente reconcilia de manera inmediata, ejerciendo violencia sobre aquello sobre lo que opera. La desactivación es, pues, justamente la desactivación de la positividad, la desactivación de una cara del dispositivo en el que este, en lugar de reconocerse como mecanismo unilateral de imposición de poder, esconde su propia unilateralidad bajo la idea de legitimidad. Esto significa que, desde cierta perspectiva, la inoperatividad de la que hablan Agamben y Esposito se relaciona con el gesto que, al interrumpir la positividad, reactiva las condiciones de posibilidad de la dialéctica, de la mediación como lugar de exposición de las violencias subyacentes a toda operación de poder (de sus unilateralidades). Con ello, lo que queda descartado no es, pues, la dialéctica, sino justamente su suspensión soberana (positiva). Y la única cara posible de esta desactivación no es la renuncia a la posibilidad de la acción política (aunque sé y concuerdo con Cadahia en que esta renuncia termina siendo muchas veces el tono de la propuesta política de Agamben y de lo que Esposito llama "la impolítica"), sino el reconocimiento de que toda acción tendrá que llevarse a cabo en ese espacio de contaminación. En este, el poder y la emancipación no son dos operaciones mutuamente excluyentes; en cambio, este es el espacio de negociación permanente entre resistencia y poder. Así, habría quizás una lectura de Agamben y Esposito o, al menos, si no de ellos, de la idea de dialéctica como inoperatividad, que sería compatible con la propuesta que quiere hacernos Cadahia al final de su libro, esto es, "pensar la resistencia como reconocimiento contaminante de la legalidad jurídica y gestión de lo posible" (231), a saber, un pensamiento de la resistencia en la que "ni esta es lo otro del derecho", ni el derecho "lo otro de la resistencia" (ibd.).

Bibliografía

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1 Para esto, ver también el capítulo de Cadahia (2018) y el recuento de dicho capítulo en la reseña de Alexandra Martínez (cf Martínez, en prensa).

2He trabajado esto con detenimiento en algunos lugares. Véase, por ejemplo, mi contribución a la compilación Aesthetic Reason and Imaginative Freedom: Friedrich Schiller and Philosophy (cf. Acosta y Powell).

3Esta lectura en clave crítica del movimiento de equilibrio schilleriano se me había escapado completamente en mis primeros trabajos sobre el autor en los que me concentraba sobre todo en la operación trágica del pensamiento de Schiller y las dinámicas que de allí conllevan a un diagnóstico de su propio presente. La he desarrollado con detalle solo más recientemente (cf. Acosta 2016, y Acosta en prensa).

4Al respecto, véase sobre todo el trabajo reciente de Comay y Fulda (2018).

5 He desarrollado todo esto con algún detalle en Acosta (2015) y Acosta (2017), entre otros.

* Los siguientes comentarios fueron leídos en una primera versión en la presentación del libro de Luciana Cadahia organizado por el Departamento de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana el 4 de mayo de 2018. Presenté el libro en compañía de Jorge Aurelio Díaz, quien ha publicado sus comentarios en un número anterior de Ideas y Valores (cf. Díaz). A continuación, más que una reseña, se presentan las preguntas y discusiones que me surgieron de la lectura del libro de Cadahia, junto con la respuesta de la autora.

6 Véanse, por ejemplo, sus trabajos recientes sobre narrativas de la comunidad en Nancy, Agamben y Esposito (cf Acosta 2011, 2013 y 2017).


Debates

Respuesta de la autora

MARÍA LUCIANA CADAHIA* 

* Cornell University - Ithaca - Estados Unidos mlc372@cornell.edu

Como muy bien sugiere María del Rosario Acosta, en Mediaciones de lo sensible trato de pensar el vínculo entre la filosofía moderna y contemporánea de otra manera. Para ello me centro en la noción del dispositivo y tomo distancia de las interpretaciones propuestas por Agamben y Esposito. Me principal distanciamiento tiene que ver con el hecho de que descubro en el dispositivo una serie de posibilidades que estos autores clausuran. Al concebir al dispositivo como una relación de dominio, por no decir la figura paradigmática de dominio en Occidente, se abocan a la tarea de identificar la destrucción del dispositivo con la posibilidad de otro inicio. En mi caso, en cambio, concibo al dispositivo en términos dialécticos, lo cual me conduce, de la mano de Schiller y Hegel, a prestar atención a dos aspectos desatendidos, a saber: su dimensión sensible y los usos plebeyos. De manera que mi foco de atención está puesto en los usos del dispositivo, en pensar de qué manera esos usos hacen del dispositivo algo distinto. Y cuando hablamos de dispositivo nos estamos refiriendo al Estado, a las instituciones, a la democracia y a toda una serie de mediaciones que le dan forma a nuestra vida en común.

El inconveniente que encuentro en la lectura de Agamben y Esposito es que, si bien comparto con ellos el intento de -como sugiere Acosta-descosificar el presente, me parece que buscamos hacerlo de maneras distintas. Encuentro en ellos una actitud en cierta medida elitista que no tienen mis trabajos. Me explico: el movimiento de destrucción heideggeriano remite a una idea de origen y desvío. Es un movimiento del pensamiento que va hacia atrás para tratar de pensar dónde comenzó a originarse el desvío que dio lugar a la forma de poder en la que nos encontramos atrapados. Este movimiento, que de alguna manera veo reiterarse en Agamben y Esposito, genera una extraña forma de desprecio hacia o huida de lo existente. O, dicho de otra manera, las fuerzas histórico-sociales actuales serían presas de ese desvío y, por tanto, incapaces de generar otra cosa. Interpreto que por eso mismo ambos filósofos buscan destruir el dispositivo. En mi caso, por el contrario, el intento por descosificar el presente no pasa por negarlo y rechazarlo, sino por buscar allí mismo, en las fuerzas actuales, los elementos para transformar nuestra propia mirada filosófica. Digamos que el movimiento no va de la filosofía a la realidad, sino al revés: de la materialidad de lo existente a la filosofía. De manera que las fuerzas sociales, entendidas como movimientos sociales, resistencias puntuales o formas de gubernamentalidad alternativas, nos están dando las claves y la inteligencia sensible para pensar alternativas al poder actual. Podría decir que comparto con ellos el intento de descosificar el presente y soy muy deudora de sus proyectos filosóficos, incluso considero que son unos maestros para mí. Pero siento una profunda distancia con su lectura unilateral de Occidente y su desconocimiento de cómo operan las fuerzas sociales en América Latina. Por todo ello no creo que mi movimiento sea heideggeriano, sino más bien benjaminiano, gramsciano o mariategueano.

Por otro lado, creo que Acosta tiene razón al decir que menciono en el libro la importancia de un lugar de enunciación latinoamericano, pero no lo desarrollo satisfactoriamente. Creo que uno de los límites de mi texto es que en ese momento no sabía cómo entretejer de manera más explícita el uso de los conceptos de la modernidad con mis análisis de la realidad o coyuntura latinoamericanas. Es decir, no llegué a explicitar en mi escritura de qué manera mis investigaciones sobre las experiencias populistas y el papel de los movimientos sociales estaban orientando y arrojando luz a la manera como leía a los autores modernos y contemporáneos. Y creo que fue esa misma insatisfacción la que me llevó a interrumpir mis trabajos en filosofía moderna y centrarme, durante varios años, a pensar de manera más explícita América Latina. Por eso me centré más en construir argumentos y reflexiones alrededor de nuestras tradiciones políticas locales y cómo ello nos podía ayudar a pensar nuestra época. Y gracias a ese ejercicio de distancia-miento es que pude volver a los clásicos de otra manera y articularlos con el pensamiento social latinoamericano. Es decir, tratar de pensar por qué resulta muy reduccionista decir que el derecho, el Estado y la democracia funcionan como un dispositivo de dominio que nos tiene a todos atrapados entre el poder y el espectáculo. Y que, en la misma historia latinoamericana, tanto en la praxis como en el pensamiento, hay claves para entender al Estado y el derecho de otra forma, una forma que responde a las revoluciones democráticas que no hemos dejado de propiciar desde el siglo XIX.

Frente a la mirada unilateral del Estado, encuentro en la tradición latinoamericana un Estado contencioso, reparador, con muchos poros y fuerzas sociales disputándolo a la vez. Ante la idea del derecho como teología de la dominación, descubro un uso plebeyo del derecho que crea las condiciones para pensar la República de otra manera. A diferencia de la idea oligárquica de nación, América Latina no ha dejado de forjar unos imaginarios nacionales (o plurinacionales) plebeyos, construidos desde abajo, que forjan una idea de pueblo heterogénea e inclusiva. Por eso, mi desafío era cómo hablar de todas estas cosas cuando uno está ante el lenguaje clásico de la filosofía. Cómo hacer para convertir todos estos temas en reflexiones filosóficas irresueltas desde la modernidad hasta ahora. Cuando Hegel pensaba la Fenomenología del espíritu lo hacía desde la experiencia de las revoluciones europeas. Cuando Heidegger trataba de explorar los problemas del ser y el pensar lo hacía desde Alemania, desde el papel de Alemania en Europa y el mundo. De la misma manera, los latinoamericanos necesitamos pensar el lenguaje filosófico no tanto como exégetas de los europeos, sino desde nuestro lugar de enunciación, desde la realidad latinoamericana y desde su lugar en la geopolítica mundial. Como diría el pensador José Figueroa, se trata de construir un universalismo situado. No me interesa tanto defender un particularismo filosófico como mostrar, más bien, de qué manera América Latina es un espacio para construir formas de universalidad alternativas al neoliberalismo. Por citar un ejemplo: la lucha por la tierra de las comunidades negras e indígenas no es un particularismo ancestral y aislado, sino que es una forma de relación con la naturaleza alternativa para la humanidad. Es una fuerza universal lo que las vuelve tan poderosas y amenazadoras a los poderes fácticos mundiales. Por eso, creo que mi libro más reciente, El círculo mágico del Estado (cf. Cadahia 2019) es el intento de superar esas limitaciones que muy bien señala Acosta en Mediaciones de lo sensible.

En esa dirección, me gustaría establecer un matiz al comentario de Acosta y es que sí creo en las revoluciones. Considero que mis reflexiones son herederas de los legados revolucionarios. Lo que pasa es que la manera en que nuestra época puede entender la revolución implica un ejercicio de incorporación de las instituciones republicanas. Dicho de otra manera, hay todo un aprendizaje desde América Latina por el cual la idea de revolución supone una idea de república. Se trata de nuestras revoluciones republicanas y, desde Simón Rodríguez hasta los trabajos de Laclau, vemos esta vocación que muchas veces resulta difícil de entender a los europeos. Mi obsesión, aunque nunca lo diga, es Haití. Allí empezó todo y desde allí me interesa construir pensamiento filosófico. De manera que frente a una idea oligárquica de República -incluyendo el papel del Estado, el derecho, las instituciones y las leyes- existe una idea revolucionaria o plebeya. Me interesa rescatar todo ello desde una vertiente revolucionaria y destruyendo el falso antagonismo entre Revolución y Estado.

Por otra parte, y yendo a los aspectos más críticos que resalta Acosta en su lectura, me parece que ella tiene razón al decir que no distingo bien el movimiento dialéctico en Schiller del movimiento dialéctico en Hegel. Debo confesar que mi interés en el libro era pensar una idea de dialéctica a partir de ambos autores, y no tanto hacer el trabajo exegético de buscar las diferencias entre uno y otro. No obstante, esto no supuso subsumir Schiller a Hegel, sino, más bien, tratar de construir un concepto de dialéctica que, leído retrospectivamente, era el intento por pensar la importancia de la dialéctica hoy. Incluso, mi interés por Schiller consistía en ver de qué manera la dimensión sensible podía ser incorporada a la tradición dialéctica, algo que iba en contra del mismo Hegel. Por otra parte, mi lectura de la dialéctica hegeliana escapa de aquellas interpretaciones que asumen la existencia de dualidades previamente existentes y reproducen la idea de un tercer elemento al que daría lugar. La clave está en la interpretación de la palabra Aufhebung, como en efecto lo sugiere Acosta, y aquí sigo a mi maestro Félix Duque, ya que esta palabra no significa "superación" ni "subsunción". Por el contrario, allí es posible leer eso que Acosta misma sugiere, es decir, una tensión irresoluble y trágica en el corazón de la dialéctica. De manera que la Aufhebung permite pensar dos movimientos a la vez: conservación y cancelación. Intuyo que ese movimiento doble que rescato de la dialéctica podría tener afinidades con la interrupción que Acosta propone a lo largo de sus reflexiones. Más aún, si se presta suficiente atención, me parece que hago lo contrario de lo que dice Acosta, a saber: schillerianizo a Hegel en vez de hegelianizar a Schiller. En mi libro justamente empleo la noción de Aufhebung que aparece en el mismo texto de Schiller para transformar la lectura que se hizo clásicamente de esta palabra en la filosofía de Hegel. En ese sentido, coincido con Acosta en que es probable hacer una interpretación no dialéctica de Schiller, pero en mi caso particular me interesaba ver qué lectura dialéctica habilitaba su filosofía para valorar cómo ello afectaba la clásica comprensión de la dialéctica hegeliana. Lo que no me queda muy claro es si Acosta desea rescatar una resistencia no dialéctica en Schiller o no. Mi proyecto se ancla en la idea de pensar la resistencia y la emancipación desde una lectura actual de la dialéctica. Por esa razón me gustaría conocer las motivaciones para pensar que en el momento no dialéctico de la dialéctica podría estar la clave para la resistencia.

Con respecto a la genealogía del término dispositivo y el esfuerzo que hago por diferenciar la noción de dispositivo en Foucault con la noción de dispositivo en Agamben, me gustaría hacer algunas precisiones. Mi crítica a Agamben tiene lugar cuando él lee el dispositivo foucaul-tiano en clave heideggeriana. Es decir, cuando identifica al dispositivo con la Gestell. Y para poder identificar ambos términos, Agamben hace una serie de piruetas etimológicas radicadas en los discursos filosóficos de los padres de la Iglesia cristiana. De modo que en mi libro no desconozco el vínculo entre la noción de positividad y la de cristianismo en el joven Hegel, sino que critico el modo en que Agamben interpreta el cristianismo para conectar a Foucault con Heidegger. Incluso en el libro me detengo a pensar en la interpretación que el joven Hegel hace del cristianismo. Y ahí es donde descubro una gran diferencia entre Hegel y Agamben. Mientras Agamben se centra en el discurso del poder, es decir, en las reflexiones teológicas de los padres de la Iglesia, Hegel, en cambio, se centra en la praxis misma del cristianismo. Es decir, se pone a estudiar el tipo de vínculo social al que ha dado lugar el cristianismo y su relación con la ley. Esto me permite entender que el movimiento de Hegel es más cercano a lo que yo busco hacer, puesto que va a la praxis, a las fuerzas realmente existentes y no a los juegos etimológicos.

Por otra parte, tengo mis reparos cuando Acosta dice que la escisión entre ser y acción que descubre Agamben coincide con el problema de la ley y la praxis que plantea Hegel. Creo que son dos enfoques diferentes y allí se marcan justamente las diferencias entre ambos. Sobre todo, porque Agamben buscará la indistinción entre ser y acción, mientras que Hegel tratará de pensar un vínculo entre las instituciones y la praxis más viva y por fuera de la lógica cosificadora de lo social. Dicho de otra manera, allí está la clave para pensar un uso del derecho y las instituciones alternativo al poder teológico de Occidente. No se trata de desactivar el derecho, sino de ver otros usos que alteren nuestra forma de concebirlo.

No obstante, y a pesar de estas diferencias con Acosta, hay un punto de su lectura que me parece muy lúcido y responde al trabajo original que ella viene llevando a cabo sobre el joven Hegel, y es la conexión que ella intuye entre la cosificación (o positivización) de lo social y la lógica sacrificial que organiza las relaciones entre los hombres. Es decir, entre la violencia de lo positivo y la economía del sacrificio. Creo que allí ella tiene una lectura muy potente entre manos para pensar nuestro presente y, más precisamente, para pensar la guerra en Colombia. De ahí que ella se interese más que yo en el concepto de violencia. Creo que, aunque nuestros trabajos son complementarios, su énfasis está puesto en desactivar la violencia sacrificial y, por eso, le interesa prestar más atención al momento de la interrupción en la dialéctica. En ese sentido me parece que mi énfasis en la mediación y su énfasis en la interrupción no deberían ser leídos de manera antagónica, sino, más bien, complementaria. Salvo que ella esté pensando en una interrupción no dialéctica. Entonces ahí sí deberíamos revisar desde otro ángulo lo que estoy proponiendo.

Y esto me lleva al problema de la economía. Acosta tiene toda la razón en decir que este concepto está sugerido, pero no desarrollado en el libro. Más aún, me atrevería a decir que es un término que todavía estoy tratando de masticar en mi apuesta filosófica. Creo que debe pasar un tiempo hasta que pueda escribir algo sobre ello. Sin embargo, me animo a sugerir unas pocas ideas apenas esbozadas sobre lo que estoy intentando hacer. No me interesa tanto interrumpir la economía como pensar una economía distinta a la lógica sacrificial. De ahí que el subtítulo de mi libro sea "hacia una nueva economía crítica de los dispositivos". Creo que se deben dialectizar los momentos no dialec-tizados de la economía sacrificial y llevar así la economía del sacrificio a su propia imposibilidad. Pero llevar a la economía del sacrificio a su propia imposibilidad no coincide con llevar a la economía de la dialéctica a su claudicación.

Finalmente, si bien creo, al igual que Acosta, que Agamben y Esposito tratan de remover la cosificación y parálisis del presente, yo sí considero, a diferencia de su lectura, que su apuesta es más radical en el sentido de que buscan destruir la dialéctica. Más aún, por momentos descubro en sus trabajos una identificación entre la dialéctica y el dispositivo, al punto de asumir a la dialéctica como la verdadera forma de dominio occidental. En ese sentido, mi apuesta es más derridiana, si se quiere, puesto que su deconstrucción no apunta tanto a una interrupción de la dialéctica sino, más bien, a dialectizar los momentos no dialécticos de la misma. Pero, a pesar de estos disensos interpretativos con Acosta, sí hay algo que me interesa mucho, y es cómo a partir de la lectura de Agamben y Esposito ella piensa a la dialéctica como inoperatividad.6 Sinceramente, no creo que esta idea esté en ellos, sino que me parece un juego original propiciado por Acosta. Me gusta mucho este movimiento porque, con y contra Agamben y Esposito, ella hace pensable la dialéctica como inoperancia y eso abre el camino para repensar la tradición y nuestra actualidad filosófica.

Bibliografía

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Cadahia, Luciana. El círculo mágico del Estado. Madrid: Lengua de Trapo, 2019. [ Links ]

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