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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.174 Bogotá sep./dic. 2020  Epub 28-Abr-2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n174-86612 

Traducción

REPARAR LA OFENSA*

SOCIOFENOMENOLOGÍA DE LA EXCUSA

JOHANN MICHEL** 

DAVID ALEJANDRO ROA RAMÍREZ*** 

**EHESs/Université de Poitiers - Paris - Francia, johann.michel@ehess.fr, Autor

*** Universidad Pedagógica Nacional / Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia, daaroara@unal.edu.co Traductor


Las políticas de reparación y los procedimientos de justicia repa radora o restaurativa que se han establecido desde la Segunda Guerra Mundial (indemnizaciones de bienes despojados, comisiones de verdad y reconciliación, políticas de memoria, políticas de perdón, etc.) son solo una faceta de la manera como puede hacerse y decirse el "reparar", puesto que la reparación es un fenómeno global que no se presenta de manera unificada. Más bien es forzoso constatar, a diferentes escalas, la extrema variedad de formas de expresar la reparación: reparar un obje to averiado, reparar una lesión, reparar una ofensa, reparar un crimen, entre otros. La raíz latina reparare refuerza esta pluralidad semántica: preparar nuevamente, restaurar, renovar, restablecer. Sin embargo, a través de la pluralidad de sus usos, la reparación señala algo funda mental que dice sobre lo humano, invitándonos a erigir la reparación al rango de concepto filosófico.

¿Qué revela la reparación acerca del ser humano? En primer lugar, su vulnerabilidad (natural), su falibilidad (moral), su estado de incom-pletitud (social), a la par de un conjunto de capacidades que moviliza la reparación para conjurar los efectos de todo esto. Es en el corazón de la finitud humana donde la reparación cobra sentido. Ciertamente, el ser humano no ocupa su tiempo reparando. ¿Cuándo reparamos? ¿Cuándo el homo se vuelve reparans? La necesidad, el querer o el deber de reparar intervienen cuando un conjunto de acontecimientos y de acciones modifican de manera perjudicial el estado inicial de un orga nismo, una cosa, una persona, un grupo. Entonces, ¿qué es reparar? Se trata de un conjunto de disposiciones biológicas, de dispositivos mate riales, de técnicas ordinarias (sociales), de procedimientos específicos (jurídicos), que buscan restaurar una cosa, curar y sanar (un organis mo), para compensar (una ofensa, un daño, un crimen).

Sin embargo, todo cambio perjudicial de un estado no implica necesariamente un proceso reparador: se puede impedir una cicatri zación, dejar una cosa averiada, negarse a excusarse por una ofensa. Pero, en una escala más global, la vida orgánica y social humana se ría imposible sin intercambios reparadores, a menos que se deje lugar a la muerte (organismo natural) o a la guerra permanente de todos con tra todos (organismos sociales). ¿Se puede imaginar una sociedad donde los perjuicios sufridos (afrenta, daño, crimen, etc.) permanezcan sin seguimiento y sin efecto? Así, la reparación se presenta como uno de los instrumentos de regulación y de pacificación de las sociedades humanas.

Toda reparación hace intervenir intenciones, voluntades y un con junto de técnicas que llamamos reparatio. Las reparaciones reagrupan tanto objetos materiales o simbólicos, por ejemplo, el escalpelo del cirujano, el destornillador del todero, el texto de ley de un jurista, ac tos performativos como las excusas, los memoriales, entre otros, con arreglos y disposiciones de objetos, como también el saber-hacer, fór mulas prácticas, cadenas de actos, procedimientos o dispositivos.1 Si se compara la reparación en el nivel de lo viviente con la reparación social, encontramos, tanto de lo mismo, que podemos hablar de una relación analógica entre los diferentes órdenes de la reparación, como de lo otro: la cicatrización de una piel lesionada es y no es el remiendo de un objeto dañado (reparación material), es y no es el trabajo de duelo por un ser desaparecido (reparación psicológica), es y no es una excusa pública que se sigue de una ofensa (reparación moral y social), es y no es el disposi tivo de indemnización de víctimas de perjuicios (reparación jurídica). Para definir las relaciones entre los modos de reparación, preferimos remitirnos a la dialéctica de los grandes géneros que Platón elabora en el Sofista (254b-259d): lo Mismo, lo Otro y lo Análogo. Es bajo el signo del tercer género, lo Análogo, donde buscamos pensar las relaciones en tre las reparaciones en cada uno de sus campos específicos y, al mismo tiempo, proponer una filosofía general de la reparación.

En el marco de la presente contribución, nuestra ambición consiste, de manera circunscrita, en concentrarnos en una particular reparatio moral y social: la excusa. En nuestras sociedades seculares, como lo su braya Goffman siguiendo a Durkheim, los rituales se han desplazado ampliamente hacia la sociedad misma y las relaciones de sus miem bros entre sí (cf. 1973 74). Los "intercambios reparadores" competen de manera decisiva a estas relaciones y se presentan como verdaderos ri tuales sociales. Como consecuencia de este trabajo fundador, nuestro primer objetivo aquí es proponer una fenomenología social de la excusa como técnica de reparación ordinaria que se despliega en el mundo de la vida cotidiana. Nuestro segundo objetivo es introducir una modali dad específica de la excusa como uso político de una reparación moral movilizada en circunstancias excepcionales. Mientras que las excusas ordinarias responden generalmente a ofensas menores en la vitalidad de las interacciones vivas, las excusas institucionales pueden responder a crímenes de naturaleza excepcional, por lo que plantean el problema del estatuto de quién repara cuando un tercero expresa un arrepenti miento en nombre de todos.

El don ceremonial y el intercambio reparador

En tanto la ofensa se presenta como una posibilidad humana, las so ciedades han instituido una gama de instrumentos, rituales, dispositivos de obligación de reparación tan pronto como se alega un perjuicio. Así, una antropología de la reparación debe poder dar cuenta de los inter cambios reparadores que operan en el momento vivo de las interacciones sociales, sin pasar por la coacción del derecho. Sería imposible para los sistemas jurídicos recurrir sistemáticamente al arbitraje judicial para remediar el conjunto de ofensas intersubjetivas de la vida cotidiana, por lo cual una sociedad que no generara intercambios reparadores por sí misma, sería una en la cual no se podría vivir.

Los intercambios reparadores obedecen a conductas socialmente tipificadas (en el sentido de Schütz), a conductas susceptibles de reprodu cirse en situaciones similares, a modelos ideales de reparación variables histórica y culturalmente. Antropológicamente, no son individuos atomizados los que entran en un proceso de reparación. La reparación es, estructuralmente, una relación, la cual puede pensarse, aunque con ciertas reservas, a partir del modelo estructural del don propuesto por Mauss (1950), tal como es revisado por Vincent Descombes (1996) desde el pragmatismo de Peirce (1995). En el intercambio del don, los individuos no existen en sí mismos, sino solamente a partir de una mo dalidad de relación entre los unos y los otros. Es la relación la que les da sentido: ellos existen como díada, es decir, como donador y donatario. El don no instituye individuos, sino personas correlativas, a la manera de un sistema lingüístico en el que los signos no cesan de reenviarse los unos a los otros según relaciones correlativas, distintivas, de oposición.

De manera análoga, la reparación instituye al menos dos personas correlativas: el que repara y el reparado, quienes forman la estructura diádica a la base de toda reparación. Si el don constituye una institución social, lo hace porque sus roles están predefinidos por una mediación (en el sentido hegeliano que retoma Peirce), por ejemplo, en ciertas cir cunstancias según un conjunto de reglas. Es la razón por la que no hay estructura propiamente diádica, sino siempre, en la perspectiva de Peirce, triádica. Es la regla del don -la obligación de dar, la obligación de recibir y de dar algo en retorno- la que da sentido a la díada donador/donatario.

Aunque la regla sea diferente, encontramos una estructura similar en el ritual de reparación. Es la regla (la obligación de reparar tras haber cometido una ofensa) la que mediatiza y define la relación entre quien re para y quien es reparado. Desde luego, la transgresión de la regla siempre es posible, pero solo al costo de reforzar la perturbación de la interacción. El modelo ideal-típíco de interacción de una reparación lograda es el siguiente:

A ofende a B (relación perturbada).

A da C (excusas, dones...) para reparar a

B (acto reparador). B acepta C a modo de reparación de A (relación restaurada).2

Sin embargo, a diferencia del don maussiano, la obligación social de reparación procede siempre de una experiencia de pérdida inicial (am putación de la integridad física o moral del otro). Por lo tanto, para quien repara se trata de aceptar dar alguna cosa de más para compensar la pérdida padecida por otro, por mínima que esta sea. El don ceremonial (a diferencia del don gratuito e incondicional), a imagen de los rituales de Potlatch, está pensado en el marco de un sistema generalizado de intercambios y de reconocimiento entre clanes, como lo ha mostrado Marcel Henaff (2012) 3 siguiendo a Marcel Mauss. El don no procede de una pérdida originaria. En cambio, en cuanto el ritual del don cere monial es perturbado,4 por lo cual uno de los grupos resulta ofendido, el ritual de reparación puede asumir la continuación de los intercam bios. En la medida en que responden a una modalidad diferente, las dos lógicas de intercambios pueden volverse complementarias. Si el ritual de reparación basta para restablecer el intercambio y la confianza entre los grupos, el ritual del don podrá, nuevamente, continuar con su ciclo.

En el don ceremonial, la obligación de dar, recibir y dar de vuelta no se termina con el ciclo del contra-don, en la medida en que dicha obligación se inscribe en una política de reconocimiento, de jue gos de alianza y de prestigio. El ciclo del don y del contra-don entre clanes carece, virtualmente, de fin. En ciertos casos específicos, la obligación social de la reparación puede también conocer este ciclo, pero a causa de razones diferentes, como cuando quien repara no se siente en paz jamás, o cuando el reparado no acepta las reparaciones o, incluso, exige más.5 Sin embargo, en los casos más favorables, en cuanto B acepta C como reparación, considerándose restablecido en su integridad, se finaliza el ciclo de la reparación sin necesidad de comprometer un nuevo ciclo.

A diferencia del intercambio reparador, que se opera generalmente a partir de relaciones interpersonales, el don ceremonial es de entrada colectivo (compromete grupos y clanes) y puede exceder los intercam bios entre dos grupos. Es el caso de los Maoríes de Nueva Zelanda (cf Henaff 60). Esta lógica ceremonial es difícilmente superponible, en esta circunstancia, a la del intercambio reparador, donde el ofendido espera ser reparado por el autor mismo de la ofensa. La introducción de un tercero que repara (padres, tutores, Estado, etc.) puede justifi carse, en tanto el ofensor está en la incapacidad manifiesta de reparar él mismo la ofensa (por ejemplo, si es un joven niño, o si sufre de una patología mental).

No obstante, el ritual del don y el ritual de reparación comparten un componente común que permite hacer de ellos una estructura triádica particular. Como lo muestra M. Henaff, en el modelo clásico de Peirce, la relación de don, definida según una ley o una convención, consiste en la entrega de un bien de A a B. En cambio, en el caso del don ceremo nial se exige un compromiso de sí (incluso colectivo) (cf. Henaff 77). El mismo proceso funciona en el caso del intercambio reparador: el acto de reparación es igualmente un compromiso de sí por parte de quien repara con respecto al reparado.

Las condiciones performativas de la excusa

La reparación en las interacciones verbales cara a cara se presenta como un performativo (un "acto de lenguaje", en el sentido de Austin) que hace cosas al hablar (cf. Austin). Decir "yo me disculpo" no es una proposición que constata un estado de cosas, es más bien hacer algo al decirlo, en este caso reparar. Pero, como todo performativo, debe res ponder a "condiciones de felicidad" para que pueda tener los efectos esperados. Aquí proponemos distinguir varias cláusulas que son fre cuentemente admitidas de manera implícita por los inter-actuantes, y que condicionan una reparación social exitosa, es decir, una que se dirige a concluir el ciclo de la deuda y de la pérdida.

En primer lugar, una cláusula de reconocimiento: reconocer que algo sucedió, que se trata de una falta, que se es responsable de la ofensa; reconocer la legitimidad del otro que ha sido ofendido y la legitimidad de obtener reparación. Este reconocimiento puede ser por completo implícito y condensarse en el intercambio reparador mismo. Decir "lo lamento" u "¡Oh!, perdón" después de haber cometido una torpeza que ha herido a alguien es, a la vez, reconocer una falta, lamentarla y bus car repararla. Naturalmente, la cláusula de reconocimiento de la falta puede estar acompañada de precauciones o de minimizaciones (reco nocer solamente una parte de la falta, reconocer una responsabilidad compartida, alegar una buena intención o circunstancias atenuantes).

Cuando la falta no se hace evidente, la prueba de reconocimiento puede dar lugar a toda suerte de disputas, justificaciones o controversias sobre los hechos mismos, las circunstancias, las intenciones (por ejem plo, sobre el hecho de saber si la ofensa es voluntaria o involuntaria).

En segundo lugar, una cláusula de sinceridad: en las interacciones cara a cara, el ofendido, para obtener "satisfacción", está en el derecho de esperar no solamente un acto reparador por parte del ofensor, sino también una conformidad del acto con la intención. Si claramente es imposible sondear las intenciones profundas de quien repara, toda una gama de expresiones corporales (entonaciones de voz, miradas, gestos, etc.) se puede inferir, aunque pueda ser de manera equívoca, una inten ción a partir de una cadena de actos. Sociológicamente, lo esencial no es la sinceridad auténtica de quien repara, sino la creencia que ella sus cita (o no) en el ofendido. Incluso en los intercambios reparadores que son muy breves, siempre hay una prueba de sinceridad. El confesar una falta con una ligera sonrisa irónica, el excusarse de manera disgustada tienen pocas oportunidades de satisfacer al ofendido y de completar el ciclo de la reparación.

En tercer lugar, una cláusula de proporción o de equidad: las ofensas en las interacciones ordinarias pueden variar en una escala que va desde pequeñas contrariedades hasta violaciones más graves de la integridad física, moral y social del otro. Socialmente, los rituales reparadores ponen a nuestra disposición toda una gama de reparaciones correspondien tes que permiten un ajuste de acuerdo con el grado de gravedad de la ofensa. La reparación se dirá exitosa en cuanto el ofendido considere que la reparación del ofensor es proporcional a la ofensa padecida. Así, imaginamos que unas simples excusas no bastarán para reparar un desprecio reiterado, por no hablar de una violencia voluntaria contra alguien. En los intercambios breves de ofensas mínimas, la cláusula de proporción no da lugar generalmente a una gran deliberación entre las partes, ya que precisamente ella responde de manera típica a la repa ración que conviene en la situación dada. Por el contrario, la prueba de proporción o de equidad interviene cuando el ofendido estima que la reparación es inequitativa, o cuando el ofensor considera que la de manda de reparación del ofendido es desproporcionada. La prueba de equidad puede tener un efecto retroactivo sobre la cláusula de since ridad (si el ofensor no da suficiente, es que no es totalmente sincero) y sobre la cláusula de reconocimiento (el ofensor no admite plenamente la gravedad de su acto).

Los esquemas sociales de la excusa

La apreciación de la ofensa siempre es relativa a lo "vivido" por el ofensor y el ofendido, a su experiencia biográfica adquirida, a sus esta dos de humor en el momento, a las representaciones (prejuicios) de uno y otro en función de la edad, del sexo, de la raza, de la clase, etc. A su vez, esta parte "subjetiva" no es suficiente para interpretar la aprecia ción de la ofensa, por lo que es importante "sociologizar" la relación con respecto a la ofensa pública. En principio, porque la ofensa, incluyendo aquí las interacciones cara a cara, puede dirigirse a lo que Goffman de nomina "individuos con" (1973 41). Por ejemplo, cuando una persona, que va en pareja por la calle, es agredida verbalmente por un peatón, la ofensa no afecta solamente al individuo agredido directamente, sino que lo hace en tanto miembro de la pareja. La misma observación se impone cuando la ofensa recae sobre alguien de un grupo de pertenen cia (familia, clase, raza, profesión); es un sí-mismo colectivo a quien concierne directamente.

La dimensión social de la apreciación de la ofensa interviene igual mente en el modo mismo en que un individuo singular se relaciona con ella. Podemos hablar aquí de esquemas sociales y culturales de aprecia ción de la ofensa, es decir, de marcos estructurales que interpretan y clasifican cadenas de actos en función de categorías de ofensas (descor tesía, blasfemia, injuria, desdén). Es forzoso reconocer la relatividad de esos esquemas en función de las sociedades y de las culturas: saludar a una persona de sexo diferente, en la calle, puede ser interpretado como un gesto de irrespeto en ciertas sociedades, mientras que solo saludar a personas del propio sexo podrá ser apreciado como un gesto de sexismo en otras. La galantería podrá ser tanto apreciada como signo de corte sía, como juzgada como práctica machista. Estos esquemas sociales y culturales de apreciación de la ofensa están configurados siempre en situación y en contexto.6

Por el contrario, aquello que no varía es el que la ofensa se presente siempre como un ataque a la integridad física, moral y social de otro. Esto es lo que Goffman denomina, con un acento etológico, una violación de los "territorios del yo", a la manera como los individuos (solos o en compañía) sienten ejercer un cierto derecho sobre un espacio dado. El ataque no autorizado sobre esta reserva del yo puede ser apreciado como una ofensa (ataque al propio cuerpo, al espacio personal), en función de la experiencia subjetiva, de los esquemas sociales y de las situaciones.

Los territorios del yo no son solamente físicos, sino siempre físico-morales, como lo son las maneras de mantener aquello que Goffman llama 'rostro', es decir, la forma social del ideal del yo, como sacralización del sujeto: "Se puede definir el término rostro como el valor social positivo que una persona reivindica efectivamente a través de la línea de acción que los otros suponen que esa persona ha adoptado en el curso de un contacto particular" (1974 9). La consideración que se le debe a un individuo según su propia estima varía claramente en función de su rango, su clase, su sexo, su edad, según los esquemas estructurantes, las situaciones, la experiencia adquirida. Se espera de cada uno que haga lo posible para no lastimar el "rostro" del otro, conservando o salvando la estima (garder la face), si se encuentra en una situación poco ventajosa. No ser saludado de vuelta (de manera deliberada) por una persona a la que nosotros mismos saludamos no es directamente un daño a los te rritorios físicos del yo, sino un daño al "rostro", a la estima social de sí. Si se "pierde el rostro" (perd face) (balbucear en público, tropezar) por culpa propia, la vergüenza no recae sino en sí mismo. Cuando la cul pa es trasladada a otro, la vergüenza está acompañada del sentimiento de haber sido ofendido. Nos imaginamos, entonces, que existe todo un arsenal de ofensas en el espacio público, perjuicios a la integridad del territorio del yo, a la integridad del propio "rostro": invasión de la corporeidad propia, mirada demasiado insistente o indiscreta, tono condescendiente, robo de efectos personales.

En el curso de un día transcurrido en diversos espacios públicos, se puede apostar que habremos estado al menos una vez o más en la posición, por turnos, de ofensor o de ofendido, algunas veces sin haber sido reparados (o sin haber reparado), algunas veces sin darnos cuenta de haber sido ofensores (o, virtualmente, de haber sido ofendidos bajo la forma, por ejemplo, de una mirada muy indiscreta que no hemos per cibido). Sin embargo, lo que debe inquietar al observador es más bien el fenómeno inverso: resulta sorprendente que no haya ofensas efectivas si damos por sentado el riesgo permanente de ofensas virtuales, en tanto estamos en interacción en la escena pública, y de reivindicaciones per manentes de territorios7 ¿Por qué no pasamos nuestro tiempo público debiendo reparar? ¿Por qué los intercambios reparadores, pese a que estructuran las interacciones sociales, no son permanentes? Porque exis ten otros rituales sociales que, en lugar de dañar el rostro o el territorio de otro, se dirigen, por el contrario, a valorarlo y a preservarlo. Tales son los rituales que Goffman, siguiendo a Durkheim, denomina "positivos", es decir, que buscan rendir homenaje, prodigar ofrendas y gratificacio nes simbólicas al otro, conservar su "rostro" y "darle un lugar". Tales son aquellos intercambios que el sociólogo denomina "confirmativos", como "la ritualización de la simpatía de identificación" (1973 76): todos aquellos rituales de la vida cotidiana que marcan una "atención", una "consideración" con respecto al otro, contribuyendo a conservar, e in cluso a reforzar, su ideal social del yo. Nuestras sociedades, aun siendo secularizadas, han conservado rituales positivos, incluso algunas veces en resonancia directa con los rituales religiosos, para marcar una consi deración particular (notablemente por las ofrendas) en la temporalidad del individuo, como en el ritual de los aniversarios. La persistencia de rituales positivos o confirmativos solo explica parcialmente la debili dad relativa de las ofensas efectivas, en comparación con aquello que ellas podrían ser. Existe una tercera categoría de rituales que Durkheim llama "negativos", y Goffman, de "desviación". Nosotros preferimos lla marlos rituales profilácticos, en la medida en que se dirigen a prevenir una ofensa (y, por tanto, una reparación). No se trata necesariamente de actuar para valorizar a otro, sino de evitar provocar un daño a su territorio o a su rostro. De esto se trata aquello que Goffman llama la figuración (face-work), para designar todo lo que emprende una per sona queriendo que sus acciones no hagan perder el rostro a nadie, ni a sí mismo. Todo el tacto social consiste en preservar el rostro del otro sin perder el propio (1974 15). En las interacciones sociales, los rituales profilácticos desempeñan una función similar, análoga a los actos de prevención de una enfermedad en la escala de lo viviente, o a los actos de prevención de una fragilidad afectiva en la escala psicológica. Los rituales sociales profilácticos son diversos y variados: mantener una distancia del cuerpo en los lugares públicos, evitar los contactos cerca nos con desconocidos, mantener una mirada discreta,8 evitar ciertos temas de discusión que podrían generar disgusto en una persona y ha cerle "perder el rostro". Cuando los intercambios confirmativos no han podido realizarse y los rituales profilácticos han fracasado, tiene lugar una ofensa, por lo que intercambios reparadores habrían de intervenir. Así, los intercambios reparadores se presentan como rituales de subs titución de los precedentes, contribuyendo a asegurar la homeostasia por medio de un control social, ante la ausencia misma de la prueba jurídica y de la coerción objetiva del derecho.

El uso político de la reparación moral

El uso político de una reparación moral se diferencia claramente de la reparación moral en las interacciones cara a cara. Ciertamente, se puede encontrar allí una misma trama performativa: excusas, peticiones de perdón, actos de expiación. Por un lado, sin embargo, el perjuicio sufrido en el caso de una reparación moral histórica (cf. Garapon) (crí menes de Estado, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad) es de una gravedad que no tiene equivalente con las simples ofensas de la vida cotidiana, por contraste con excusas públicas expresadas por un hombre de Estado acerca de hechos incriminados a título personal (como las excusas de Bill Clinton en el caso Lewinsky). La cláusula de proporcionalidad se pone directamente a prueba cuando se trata de querer reparar moralmente (por ejemplo, con simples excusas) críme nes contra la humanidad, que son incomparables con el hecho de haber invadido el territorio de una persona o de haberlo empujado en la calle.

Por otro lado, el uso político de una reparación moral por perjui cios históricos, si puede expresarse por una persona de carne y hueso, lo es siempre en nombre de una institución pública. Cuando J. Chirac, durante el discurso del 16 de julio de 1995 con ocasión de la conmemo ración de la redada de Vel D'hiv, 'la redada del velódromo de invierno', reconocía la responsabilidad de Francia en los crímenes antisemitas cometidos en el curso de la Colaboración, no se trataba solamente de su propio nombre en tanto que cuerpo particular, sino en tanto que jefe de Estado como cuerpo institucional, pues es en esta calidad que hay un uso político de una reparación moral. Incluso siendo oficialmente quien repara, no es J. Chirac quien es responsable de los crímenes co metidos a lo largo de ese período. El Presidente de la República actúa como tercero que repara, como un reparador-substituto, en nombre de la continuidad del Estado, como representante de Francia por sus crímenes pasados, aunque estos hayan tenido lugar bajo un régimen no republicano. De la misma manera, el "sujeto" al que se dirige el acto de reparación no es una persona individual, sino un colectivo, en parte virtual, del que las víctimas directas han desaparecido parcialmente, incluso si pueden estar presentes sus descendientes o sus seres cerca nos, a los cuales se dirige el acto de reparación. Nada que ver con los intercambios reparadores que se operan en las interacciones vivas de la vida cotidiana, que implican la presencia viva de los ofensores y de los ofendidos. La deuda de uno con respecto al otro puede ser saldada en el instante mismo que sucede al perjuicio. No es este el caso de los crímenes contra la humanidad cometidos hace varias generaciones: la deuda resurge con el peso de la historia.

Hablar de intercambios reparadores en este caso sería ampliamente impertinente, en la medida en que las víctimas ya no están para recibir la oferta de reparación y, llegado el caso, aceptarla. El ciclo ideal-típico de los intercambios reparadores que acompaña la vida ordinaria (ofen sa/reparación/aceptación/agradecimiento) pierde su sentido. Cuando el nuevo Primer ministro australiano Kevin Rudd presenta, en 2008, excusas oficiales a los Aborígenes por todas las injusticias que sufrie ron durante siglos, no espera verdaderamente una "aceptación" de los ofendidos, en su mayoría desaparecidos, ni tampoco de parte de sus descendientes, incluso si representantes de esos colectivos pueden re conocer un gesto importante de reconocimiento, que sin embargo no vale para el conjunto de los miembros. La aceptación de la reparación, sin mencionar el agradecimiento, estará siempre sujeta a reservas. La distancia histórica, a fortiori lejana, modifica completamente el juego de los actores y los intercambios reparadores, en cuanto que los culpables y las víctimas ya no están. Son terceros que reparan, y terceros ofendi dos los que constituyen ampliamente la escena de la reparación moral histórica. Aquellas y aquellos que hoy ajustan cuentas con la historia y con sus poderosos no son ya los vencidos de otro tiempo, sino aquellas y aquellos que hablan en su nombre, haciendo de la historia una deuda que atraviesa el tiempo y las generaciones.

Aunque se puede dudar algunas veces de la sinceridad de los terceros que reparan, dado el hecho de posibles abusos e instrumentalizaciones de la memoria de las víctimas, el uso político de la reparación moral pue de, a través de excusas, arrepentimientos o peticiones de perdón, tener una influencia para apaciguar los problemas pasados y reconstruir el porvenir. Tal es el sentido del gesto de Willy Brandt, uno de los prime ros jefes de Estado en augurar el uso político de una reparación moral a título de perjuicios históricos, cuando se arrodilla, el 7 de diciem bre de 1970, delante del memorial de los muertos del antiguo gueto de Varsovia. El canciller no se contentó, como de costumbre, con dejar una ofrenda floral sobre un monumento (lo que ya es un gesto de reco nocimiento): el gesto de arrodillamiento, que reenvía históricamente a un ritual religioso, acentúa la intención de reparación moral, a la vez de respeto y de homenaje a las víctimas, y, de parte de un jefe político alemán, de arrepentimiento por los crímenes pasados (incluso de una petición silenciosa e implícita de perdón). Es en calidad de tercero que repara, como J. Chirac en Vel d'Hiv algunas décadas más tarde, que W. Brandt completó su gesto, no habiendo adherido jamás a ideas nazis.

En este sentido, se puede hablar de un acto de "arrepentimiento institucional", para distinguirlo de un "arrepentimiento individual" (Lefranc 16) (cuando el representante del Estado tiene, además, una responsabilidad personal en el proceso criminal). Ese uso político de una reparación moral no se dirige, en ningún caso, a saldar toda la deuda histórica, pues no agota la parte irreparable histórica; tampoco significa olvido, a diferencia de prácticas como la amnistía, y no exclu ye, de ningún modo, otros objetivos y motivaciones políticas (restaurar la imagen de Alemania en medio de las naciones, acercamiento con el Estado de Israel, reconocimiento de la frontera Oder-Neisse, que separa a Alemania [del Este] de Polonia desde 1945...).

El ritual de la excusa institucional no tiene la misma fuerza per-formativa que la del perdón institucional. Para ser realizada, la excusa descansa sobre la iniciativa entera del ofensor o de un tercero que ha bla en su nombre. Si bien la excusa espera, al menos implícitamente, una aceptación de parte de los ofendidos o de aquellos que hablan en su nombre, ella puede efectuarse sin una aceptación de hecho.9 El per dón se expresa, en un primer momento, como una solicitud, un deseo del culpable (o de su representante), dirigido a la víctima, quien puede rechazarlo legítimamente. A diferencia de la excusa, no hay perdón como realización performativa, sin la respuesta, en última instancia, de la víctima. El ofensor se excusa (y puede hacer una solicitud de per dón), pero únicamente el ofendido puede perdonar (o no). Ahora bien, como lo subraya Jankélévitch (2019), el perdón institucional no deja la posibilidad a las víctimas, a fortiori cuando ellas han desaparecido, de conceder o no lo que se solicita, en último término, de poder responder.

El uso político del perdón está sesgado de hecho, no puede realizar verdaderamente su performatividad, conduciendo a una segunda vio lencia (reducir las víctimas al silencio). Como lo ha observado Sandrine Lefranc, es por la misma razón que algunas asociaciones de parientes de los "desaparecidos" en el Cono Sur latinoamericano, notablemente las "Madres de la Plaza Mayo", han rechazado estas solicitudes distorsiona das de perdón, en cuanto que provenían de representantes del Estado.

A diferencia de un uso puramente institucional de la reparación moral o religiosa, la Comisión Verdad y Reconciliación (CVR), en África del Sur, dejó espacio para relaciones diádicas a través de las cuales las víctimas podían responder directamente a la solicitud de perdón de sus ofensores. Sin generalizar, la efectuación performativa del perdón fue posible precisamente porque el perjuicio histórico se mantiene en un tiempo relativamente corto (desde los años 1960 hasta los años 1990), en contraste con las tragedias históricas como la esclavitud colonial. El ritual del perdón pudo adquirir su fuerza performativa, porque la Comisión puso en escena a víctimas y a culpables en relación directa. Sin embargo, ella dio espacio a actores institucionales (partidos po líticos, agrupaciones profesionales, instituciones religiosas) para dar cuenta de su responsabilidad, y expresar, eventualmente, una forma de arrepentimiento en tanto tercero que repara, con los límites inherentes a todo modelo institucional de la excusa y del perdón.

Bibliografía

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* Traducción de Réparer l'offense. Socio-phénoménologie de l'excuse, conferencia dictada por Johann Michel el 13 de agosto de 2019 en la Universidad de los Andes, Bogotá, en el marco de un seminario organizado por el grupo de investigación La hermenéutica en la discusión filosófica contemporánea del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia y auspiciado por el acuerdo de intercambio académico internacional Ecosnord.

1Véase, por ejemplo, los dispositivos de reparación teorizados por J. Barbot y N. Dodier (cf. 421-450): prácticas de abogados en la audiencia de un proceso, reacciones de víctimas de una catástrofe sanitaria frente a un fondo de indemnización.

2El modelo ideal-típico del ritual de reparación de una ofensa puede, algunas veces, com pletarse por medio de agradecimientos (gratitud) del ofensor dirigidos al ofendido por la aceptación de la reparación, según el siguiente proceso: ofensa, oferta de reparación, aceptación, agradecimiento. A ofende a B. A da C para reparar a B. B acepta C a modo de reparación de A. A agradece a B por aceptar su reparación. Por ejemplo, en el curso de una conversación reparadora ordinaria: A: "Discúlpeme (reparación) B: "No es nada" (aceptación) A: "Gracias" (agradecimiento). Sin embargo, es frecuente que, en el curso de intercambios muy breves en los lugares públicos, quien repara, a menudo bajo presión, no alcance el momento de agradecimiento después de una ofensa menor (un "perdón" y después se va). El agradecimiento puede, igualmente no ser verbal, sino que se sostiene en una simple expresión corporal (un asentimiento con la cabeza, una sonrisa...). Señalemos, del mismo modo, casos atípi cos que deben ser tomados en cuenta: A pudo haber tenido el sentimiento de ofender a B sin que B se hubiese sentido herido. A puede sentirse en la obligación de reparar a B sin que B sienta la necesidad de ello. La reparación de A puede entonces provocar, paradójicamente, una turbación en B. A la inversa, B puede experimentar una ofensa de A, sin que A haya tenido la intención de hacerla, incluso sin considerar su acto como ofensivo (en ciertas interacciones, una simple mirada demasiado insistente puede ser interpretada como una agresión y exigir reparación).

3Se trata, para retomar la expresión de Henaff, de "procedimientos específicos de reconocimiento recíproco entre grupos". En el caso de los rituales Potlatch, de las poblaciones indígenas de la costa noroeste de Norteamérica, el intercambio persigue una lógica agonística entre clanes: un jefe ofrece, en nombre de su grupo, una fiesta en honor de otro jefe que es tratado, a la vez, como un compañero a quien se invita a comer, y como un rival a quien se desafía. La importancia de los presentes ofrecidos (metales ostentosos, mantas tejidas, pieles, alimento) apunta a hacer difícil la réplica. El honor y el prestigio conciernen más al donador en la medida en que este realiza dones excesivos" (Henaff 59).

4Por ejemplo, cuando un clan rechaza dar o recibir, cuando un grupo da demasiado o demasiado poco, o vuelve a dar el mismo bien tal como fue recibido por él, etc.

5El modelo sería, entonces, el siguiente: A ofende a B. A da C para reparar a B. B no acepta C como reparación (o A siente que aún debe algo a B). A da D para reparar a B. B no acepta D como reparación. Y así sucesivamente...

6Tener un contacto corporal muy cercano con una persona (incluido aquí el sexo opuesto) en el metro durante las horas pico, a pesar de la molestia ocasionada, sería raramente categorizado como una ofensa, mientras que la percepción será diferente si el vagón del metro está medio vacío. Padecer por los otros algunas bromas acerca de sí mismo en un contexto amistoso y festivo no tendrá el carácter ofensivo que esto mismo podría provocar en el curso de una discusión más tensa.

7No obstante, Goffman afirma, de manera extraña, que, "constantemente las reivindi caciones territoriales" vuelven "necesaria una actividad reparadora y correctiva" (1973 123). Si este precisamente no es el caso, si no vivimos nuestro tiempo reparando, es un hecho la existencia de los rituales de desviación y de los actos profilácticos.

8Goffman ofrece el ejemplo de los orinales, donde las miradas deben ser de extrema prudencia y de una gran discreción para no violar la intimidad del otro (cf. 1973).

9Esto es tanto más verdadero en expresiones como "Excúseme", "quiera usted disculparme", las cuales dan una posibilidad de respuesta al ofendido, así como en las formulaciones unilaterales como "yo me excuso".

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