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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.174 Bogotá Sep./Dec. 2020  Epub Apr 28, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n174.462980 

Reseñas

Campos Salvaterra, Valeria. Transacciones peligrosas. Economías de la violencia en Jacques Derrida. Santiago de Chile: Pólvora editorial, 2018. 237 pp.

GUSTAVO BUSTOS GAJARDO* 

*Universidad Academia de Humanismo Cristiano / Universidad de Chile -Santiago - Chile gbustosg@gmail.com


"Si hay algo que se le debe al marxismo, es su aproximación crítica al problema de la dominación y, por consiguiente, de la violencia" (Campos 9). Que esta sea la frase que inicie un libro inscrito en el marco de los estudios en torno a Jacques Derrida es, sin lugar a duda, una auténtica, aunque arriesgada, apuesta política. Tal y como es confirmada por Valeria Campos Salvaterra en distintos momentos de su libro, la apuesta no es tradicional, pues adquiere un valor suplementario cuando, como ocurre en la nota al pie 99 -que, a su vez, es la primera nota de las conclusiones del libro-, ella entrelaza su lectura con aquellas que han tenido, por una parte, el ímpetu de avanzar "nuevas formas de pensar la política" y, por otra, "el coraje de hablar de inéditos caminos para la ética" (213). Ahora bien, para que este entrelazamiento entre lo que actualmente se denomina una "ética violenta" y una lectura de "la filosofía como práctica política" (Biset 30) tenga lugar es necesario, como Campos Salvaterra señala, "darle a la economía su chance" (214). Obviamente, en el contexto de una lectura con Derrida, no se trata de una oportunidad cualquiera, sino de una que, sospechando de la simple oposición entre dominantes y dominados, no reduzca "la violencia de la hegemonía [o de la jerarquización] a una cuestión meramente política, sino de forma precisa, [se trata de] anclarla en una dimensión económica" (Campos 9-10).

Este anclaje no implica una reducción ni una superación política de la violencia, como se esperaría desde una dimensión dialéctica, sino implica, tal y como se va tejiendo a lo largo del libro, una peligrosa transacción entre violencia y economía. En palabras de la autora, esta transacción exige "pensar una economía de la violencia, y no solo una violencia económica" (Campos 13), tal y como se ha hecho en varias ocasiones desde los marxismos en general. Abandonar esta lógica de la violencia económica, de la crítica metafísica de las estructuras de dominación y, más importante aún, abandonar la división y consiguiente jerarquización entre una "violencia empírica" y una "violencia trascendental" pasa, en consecuencia, por descifrar qué quiere decir "pensar una economía de la violencia". Sin embargo, esto también implica pensar un modo que nos permita saber "transar con el peligro" con tal de hacer un uso ético y deconstructivo de la violencia.

Pensar la economía de la violencia supone, como señala Campos Salvaterra, pensar un "desajuste de lo propio en sí mismo, una diferencia y diferir constitutivo y constituyente respecto de sí" (62). A diferencia de una violencia de la economía que nos golpea en función del campo jurídico que la organiza, la economía de la violencia moviliza, porque es siempre un movimiento, una ley de la partición, del intercambio y de la circulación que interrumpe cualquier intento de idealizar y ontologizar los restos que ella misma produce. El desajuste acontece, por tanto, al modo de "una diferencia fundamental cuya dinámica opera en el corazón de la idealización" (Campos 199), siendo esta diferencia, en tanto diferir originario, la fuerza excedente que desborda los límites de la historia. En virtud de esta fuerza se objetan "las articulaciones que dan forma a algo así como un 'fin de la historia' -o de la pre-historia- como fin de la violencia" (Campos 11). En otras palabras, el libro propone una lectura ética de la violencia que, lo quiera o no su autora, permite pensar una economía de la violencia revolucionaria: "la violencia misma es lo que cada vez interrumpe su propio despliegue económico, conformándolo y debilitando en un mismo gesto, en un mismo movimiento que impide, por tanto, la estabilidad de las hegemonías" (Campos 12). Esta violencia, cuya economía la subvierte e interrumpe, se piensa y acontece como una différance política. No se trata de una violencia que busca ejercerse contra un objeto externo, como tampoco es un intento de controlar y orientar sus descargas pulsionales contra un enemigo como tal. Esta violencia sobrevive porque se ejerce una y otra vez contra sus propios límites, constituyendo un quiebre con la ontología, con la posibilidad misma de un como tal que se defina en función de una lógica de la oposición, mientras no decaiga en su exapropiación. Pero, al mismo tiempo, esta economía de la violencia no puede acontecer sino a través del "misterio de su contra-dicción" (Campos 147), esto es, de su contraprueba en el lenguaje. La escisión interna de todo límite genera, en suma, un ámbito de indeterminación insoportable que, en estricto rigor, desdibuja el ámbito de la propiedad, la categoría o las leyes del género.

Lo que se anuncia en cada paso del libro, aunque no se deje reseñar, aparece como una lógica de la contaminación. Esto opera y se esboza como efecto de una fuerza de desajuste o de alienación que contamina lo ideal de la idealización con lo empírico y material de su inscripción. La violencia, en consecuencia, implica un exceso irreductible que contamina, en este caso, el campo de la economía. En tal sentido, las transacciones económicas que se realizan, siguiendo los movimientos de Campos Salvaterra, suponen no reciclar, ni hoy ni mañana, los restos del marxismo. Podría decirse que son precisamente estos restos del marxismo los que le resultan absolutamente indigerible a la autora de este libro, a la par que las ideas dominantes. Dicho esto, arriesgo la siguiente hipótesis: Transacciones peligrosas. Economías de la violencia en Jacques Derrida es un libro en el que Campos Salvaterra reescribe la relación de Jacques Derrida con el pensamiento de la justicia de Marx, haciéndolo sin verse obligada a iniciar su recorrido por lo que hoy en día es el lugar común de la espectralidad. Esto no quiere decir que no tenga ella a la vista o que deje de trabajar los Espectros de Marx, pues, como podrá comprobar el lector, es a partir de estos que los ecos de la economía de la violencia permitirían hacer de la revolución "una espera sin horizonte de espera" (Derrida 1993 267). En tal sentido, Transacciones peligrosas, sin volver directamente sobre Marx, moviliza con Derrida una deconstrucción económica de la crítica de la economía política.

Podría decirse, en consecuencia, que este libro avanza un pensamiento otro del marxismo, al mismo tiempo que retoma a Marx sin tener la obligación de citarlo. A juicio de este lector, la lectura que despliega Campos Salvaterra sabe de antemano que "los ejercicios políticos de dominación" fracasan en su "intento de manejar -controlar, calcular, organizar, etc.- aquella différance política que, en cuanto différance, es justamente lo que escapa a cualquier intento de control" (Campos 13). Por mucho que haya quienes intenten neutralizar y anular los efectos emancipatorios de la violencia, reduciéndolos a un juego económico, existirán fuerzas que subviertan internamente esta misma violencia. Sin embargo, lo que hace falta es que esas lecciones se diseminen materialmente en una deconstrucción de la izquierda ejercida por la izquierda. Pues, al parecer, sigue siendo una cierta izquierda intelectual la que no entiende, como dijera Marx, que "las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de relaciones materiales dominantes concebidas como ideas" (1970 58).

En este punto puede ser prudente señalar que lo que digo no está necesariamente en el libro y que, en realidad, esto puede ser una proyección que extraigo de forma precipitada y antojadiza. Sin embargo, para insistir con lo que se denomina un abordaje genético de la violencia, diría que Transacciones peligrosas constata en un mismo trazo, como lo hizo Marx en La Ideología Alemana, una estrecha, paradójica e indisociable relación entre idea y materia. Sin establecer identidad ni diferencia alguna entre ellas, dejando que se contaminen mutuamente, ambos libros dejan entrever que la expresión ideal de las relaciones materiales, abriendo y cerrando su propia génesis en el marco de una violencia de la economía, responde, de alguna manera, tanto al movimiento histórico de la lucha de clases como a la manifestación circular y clausurada del saber absoluto. Esta constatación marcaría uno de los ejes de la crítica de Marx, retomado en el libro de Campos Salvaterra bajo el cedazo de la deconstrucción, facilitando, desde un punto de vista histórico-económico, un violento despertar de la fuerza de trabajo en el seno mismo de las cualidades ideales del capital (cf. Marx 1974). Ahora bien, inspirado por este despertar, Marx habría indicado, en los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844, La ideología alemana y Miseria de la Filosofía, la existencia de un tránsito, por medio de la crítica de la economía política, hacia un singular sendero de subversión de la metafísica que, aquí y ahora, es retomado en el marco de unas exigencias aneconómicas, como un desafío insoslayable e intempestivo en relación con una ética de la violencia.

La necesidad de organizar y producir una protesta político-filosófica, unas máquinas de guerra y unos acontecimientos revolucionarios se impone cada vez de forma más urgente, en especial cuando los guardianes del saber absoluto (sa) exigen una suerte de rechazo silenciosamente organizado contra la subversión económica de la metafísica. De ahí que reconocer con Marx, o bien con sus espectros, que siempre existirán unas mareas revolucionarias en los recovecos del discurso hegemónico, supone ir a contracorriente de las ideas de la clase dominante, y, por qué no decirlo, de sus respectivas filosofías. Sin embargo, no basta con señalar la evidencia indiscutible o el testimonio de un contra-discurso, sino que se hace necesario, como habría indicado Derrida en Espectros de Marx, asumir las tareas que la herencia nos lega contra los aires triunfalistas del capital y sus filósofos (cf. 1998). En tal sentido, no basta ni asumir la senda de una crítica de la metafísica de la presencia, ni es suficiente esgrimir y refugiarse en una crítica de la economía política. Hace falta, como aparece en el libro de Campos Salvaterra, pensar esto en relación con una economía de la violencia. En tal sentido, quizás la deuda del libro sea que no entable con mayor fuerza una lectura directa de Marx, aunque, cabe señalar, ese nunca fue su objetivo. Ahora bien, aunque el libro no se lo proponga directamente, lo cierto es que se construye siguiendo ciertos pasos de una herencia crítica que vuelve ineludible discurrir sobre la economía política cuando se habla de metafísica, tal y como lo habría propuesto el mismo Marx en su descarnada polémica con "el señor Proudhon" en las primeras líneas del capítulo dos de Miseria de la Filosofía. El acto de subvertir la metafísica, entonces, no puede ser solo un modo de crítica general de la economía política, sino que ahora esta crítica puede implicar también seguir, tal y como lo desea la autora, los inéditos caminos de una ética de la violencia. El ejercicio de una extraordinaria resistencia material contra el poder espiritual dominante ha de reconocer histórica, política y filosóficamente que la lucha de clases, al ser un efecto económico y metafísico de "las fuerzas que se disputan la hegemonía" (Derrida 1998 69) es un acontecimiento de la différance.

Asumir, como lo ha hecho Campos Salvaterra, esta doble-banda entre efectos económicos y metafísicos, implica promover, en el marco de una "ética violenta", una reflexión en torno al origen adverso de la lucha de clases, aun cuando esta noción no haga parte del vocabulario utilizado por la autora. En tal dirección, no puede aprehenderse este origen desde una mera investigación de la realidad, de las condiciones de explotación y de las diferencias objetivas entre las clases sociales, pues otro sería el orden discursivo dominante si ello bastara. Tampoco su origen puede dilucidarse tan solo como la expresión de un "acto de fundación última" o de una "intuición esencial", aun cuando, la idealidad del capital, y sus correspondientes capitalizaciones, sí parecen servir de hilo conductor para comprender el origen de la lucha de clases. Sin embargo, la división entre idea y realidad impide asir el carácter proto-fundante de las clases sociales, minimizando así su estatuto al de una simple entidad ideal superior conforme al espíritu objetivo de las ideas dominantes, obviando lo que Engels denominó, el rol de la violencia en la historia. Cabe destacar que este rol de la violencia es considerado, al menos en su constitución abstracta, en los capítulos centrales de Transacciones peligrosas. La división mentada, en consecuencia, permite que se imponga la idea de clase dominante como clase originaria y, en virtud de ello, soberana.

Desde un punto de vista hegeliano, la distancia de las ideas respeto de la realidad asume, en el devenir histórico, la forma plenamente realizada del Espíritu del Mundo. Tal inscripción, ya en el prólogo de la Fenomenología del Espíritu, implicaba que el Sujeto Absoluto, en tanto sujeto auto-consciente, estaría realizado y representado en el devenir histórico, a través de la absoluta transparencia del objeto. En otras palabras, para Hegel la dialéctica del amo y el esclavo no era la expresión ni la representación de un momento histórico cualquiera, pues para él no habría existido realmente un esclavo sometido a los imperativos categóricos de un amo; la dialéctica corresponde, en sentido estricto, a la lógica de la experiencia ilustrada por medio de la cual se determina la negación como movimiento objetivo del concepto y de las condiciones históricamente dadas. En tal sentido, la distancia entre una clase y otra, por ejemplo, no sería la encarnación de una diferencia de clase; por el contrario, dicha distancia, que se expone dialécticamente entre las partes, implica, en primera instancia, suprimir la cosa en sí como forma de impedir la permanencia de un resto irreductible a la consciencia y, posteriormente, afirmar lo verdadero como sujeto de la historia, a la vez que como sustancia. Lo que ocurre en esta dialéctica sería un proceso de disolución (Áuflösung) de todo resto de coseidad ajeno a la reflexión. El problema de la lucha de clases, en los límites de este planteamiento, sería que ni siquiera una concepción deconstructiva que pudiera llegar a concebirse como una versión radical de materialismo, podría dar cuenta de su origen, fundamento o presencia. En este sentido, habría que señalar que el argumento de la acumulación originaria y la sucesión históricamente lineal de los modos de producción no podría renviarnos, permitiéndonos captar el sentido ideal de un origen absoluto y objetivo de las diferencias entre clases. Ni la historicidad interna o externa, ni la historicidad de las consecuencias del capital, permitirían elucidar aquellas intenciones originarias que habrían dado nacimiento a la formación de las ideas dominantes.

A pesar de su pretendido sentido de intenciones originarias, las ideas dominantes, en el contexto de sus propias condiciones de producción y reproducción, no serían sino construcciones acabadas de la historia. De ahí que la estructura unitaria de la lucha de clases, esto es, la relación antagónica entre el Uno hegemónico y el dos revolucionario que la constituyen, se limitaría a esbozar la evidencia de que hubo un comienzo. De este modo, coincidiendo con su clausura, este particular comienzo de la lucha de clases, del antagonismo político-económico "como tal, como telos de un progreso, [...] tendría la forma de una finalidad ideal" (Derrida 1998 71). El advenimiento de las ideas dominantes, bajo el artificial signo empírico de una efectividad supra-histórica, no podrá, sin embargo, borrar "el exceso irreductible de lo sintáctico sobre lo semántico" (Derrida 2007 332). En efecto, ahí donde el discurso hegemónico se impone como idea reguladora de los antagonismos de clases, siempre existirá un resto que impida la clausura de la lucha de clases. El a priori material de esta, lejos de querer constituir un lugar ideal y material para definir el comienzo de la historia, tendería, una y otra vez, hacia la apertura de un inasible espacio que habita la fuente de todo antagonismo, excediéndolo. Evidentemente, esto impediría la presunción eidética e histórica de un origen pleno y acabado. La lucha de clases, en su condición de a priori material del presente vivo, por ejemplo, será aquella "fuerza inaugural del origen" que solicita "trazar el camino hacia la producción de un nuevo origen" (Marrati-Guénon 126-127). Esta reseña intenta trazar un pasaje desde lo no llegado que retorna al comienzo para inscribir la posibilidad material de un comienzo porvenir.

El carácter no-originario del origen que atraviesa el libro de Campos Salvaterra, siguiendo una lectura entrecruzada entre Marx y Derrida, permite que el despliegue de una fuerza política subterránea pueda descentrar y desbordar el fundacionalismo político de antaño. En tal sentido, economía y metafísica, ofrecidas en su división mutua, harían posible lo no señalado en lo señalado, es decir, en los intersticios entre política y mercancía, facilitarían un análisis ético de la lucha de clases en función de la forma de producción del capitalismo, esto es como deconstrucción de su violencia económica, y ya no solo a partir de una concepción restringida de los antagonismos de una clase contra otra. Aquí, sin embargo, no se trata de entender esta forma como la organización misma del modo de producción capitalista, sino de aventurar un modo de acceder a la forma de su misma producción, porque se reconoce que, más allá de la relación explotador-explotado, las condiciones de alienación y enajenación de la llamada clase trabajadora serían un efecto supra-histórico propio de la reducción eidética y logocéntrica del capital, por lo cual perviviría en la estructura misma de las clases dominadas. De este modo, el carácter dominante de las ideas, al sustituir la realidad concreta por abstracciones invisibles, tal y como lo habrían hecho Aristóteles, Hegel y Proudhon, entre otros, frenaría in medias res las posibilidades materiales de ligar lo real con lo abstracto, o bien, como se señala en Transacciones peligrosas, de contaminar lo trascendental a partir de su propia empírea. Las figuraciones contemporáneas de lo absoluto, en un sentido metafísico, tenderían a denegar la presencia de este resto inclausurable de la lucha de clases, que ya hemos adelantado más arriba. Lo absoluto, creyendo que puede borrar todas las huellas y reminiscencias materiales de la lucha de clases, las habría inscrito, sin darse cuenta, en su propio cuerpo. Sin embargo, contra esta denegación, habría que desestabilizar, a partir de "desplazamientos infinitos de la différance" (Campos 87), lo originario de la textualidad metafísica, devolviendo al resto excluido su condición de hilván subterráneo, pues solo así se podrá asediar, sin garantía ni rumbo predefinido, el espacio radicalmente ajeno que trata de asimilarlo. En otras palabras, contra la lógica económica del progreso y la plusvalía, la lucha de clases, en su condición de a priori material de la metafísica y la economía, insistiría en manifestarse, cuando menos se lo espera y en los lugares menos probable, para interrumpir y objetar la génesis del Saber absoluto y el unificado carácter logocéntrico del capital.

En tal sentido, y con el objeto de dar forma a esta reflexión, quizá sea prudente apuntalar la relación entre economía y metafísica a partir de "un punto de partida [...] radicalmente contingente" (Bennington 44). Es posible que el colonialismo pueda constituir una buena excusa para visibilizar y comprender, al menos en sus contornos, lo que podría denominarse la inscripción logocéntrica del capital y su relación con él a priori material de la lucha de clases. Ahora bien, asumiendo que es "imposible justificar absolutamente un punto de partida" (Derrida 2005 207), y confirmando a su vez que el pensamiento de Derrida estaría efectivamente en cierta consonancia con el pensamiento de Marx, habremos de afirmar, siguiendo la matriz de una economía de la violencia, que la lucha de clases, en cuanto a priori material capaz de objetar el habla logocéntrica del capital, tendría la capacidad de configurar nuevas formas de hacer política que se encuentren impulsadas por una ética de la violencia.

La sacralidad del Estado y del capital,1 inscribiéndose indistintamente entre sí, en un proceso que determinaría la cotidianidad del mundo, no podría sino consolidar la estrategia capitalista al modo de una metafísica de la presencia. Si el derecho (qua manifestación político-jurídica de las ideas dominantes) y la mercancía representan, por una parte, lo intangible que se hace tangible, por otra, encriptan y disocian lo inesperado de los registros éticos, jurídicos, políticos y económicos por medio de la explotación. Ahora bien, el carácter religioso del Estado y el capital aislaría, o al menos es lo que pretende, el carácter contradictorio entre materia-objeto y valor-forma. La estrecha, paradójica e indisociable relación entre idea y materia adquiere aquí la condición de una ficción que, al desmultiplicar el valor de las practicas sociales, genera unafiliación logocéntrica del hombre al capital. Este último se convierte así en el "origen no genético de toda génesis" (Derrida 2005 173), asumiendo, al sustituir al Bien como fuente de la vida (Platón), la condición de "razón del logos". La doble vida del capital encarna en la mercancía el espectro de una relación social: la división entre su materia-objeto (esto es, todo aquello que hace parte de lo que Marx entiende por fuerza productiva), y su valor-forma (esto es, la génesis lógica del dinero, bajo la organización de las relaciones de producción técnica y sociales), configura la forma de la sociedad con base en la forma de la mercancía. El Estado-nación, engendrado y concernido por esta lógica, no puede ser más que el espejo ciego de la mercancía, por lo que, como ha señalado Marx, los gobiernos no pueden ser más que los apoderados del capital. De ahí que uno de los gestos fundamentales de Marx, retomado por Derrida en Espectros de Marx, sea la de contraconjurarla condición fetichista de la mercancía.

Contraconjurar, es decir, analizar las fórmulas de exorcismo, es un modo de mantener abierta la promesa revolucionaria, ya no bajo el formato, avant la lettre o ante la ley, de una programación del porvenir, sino como aquello que lucha "contra la mutilación de la historia pasada [...] y de la historia porvenir [...] y, por ende, contra la destrucción del presente que se abre al ingreso de la historia" (Hamacher 245). De ahí que analizar la economía de la violencia, a la par de la inscripción logocéntrica del capital, constituya un modo, entre muchos otros, de reconstruir el presente a través de los fragmentos de la historia pasada, abriéndose a la historia por-venir. "La servidumbre histórica" (Derrida 1997 37) al Estado y al Capital sería una experiencia, en tal sentido, que ha quedado retenida en los "fantasmas de la propiedad, de la apropiación y de la imposición colonialista" (Derrida 2004). "Las situaciones de opresión lingüística o expropiación colonial" (Derrida 1997 37), en efecto, se inscriben como un reducto que se reanuda, trascendentalmente, en una idea de propiedad donde las subjetividades heterogéneas devienen extranjeras respecto de sus territorios geopolíticos, de sus actividades y de sus múltiples condiciones de posibilidad subjetivas: la propiedad captura al ser en una plenitud donde este reconquista, supuestamente, una esencia que le sería propia, desalojando con ello toda posibilidad tanto de ser-con-el-otro (Miteinandersein, être-avec-autrui) como de ser-para-el-otro (êtres-pour-l'autrê), en lo otro de sí.2

Evacuada del ser toda relación con lo otro que lo habita, no le quedaría a la esencia más que buscar su arraigo fuera de sí, esto es, haciéndose extranjera ahí donde antes alojaba una alteridad radical. Por lo tanto, la idea de propiedad se manifiesta hilvanada y acabada en esta doble apropiación -alienación y enajenación-al imponer, mediante una sumatoria de expropiaciones territoriales y subjetivas, el extrañamiento (Entausserung) de la subjetividad respecto de su ser genérico. Desposeídos de sí, los territorios subjetivos se convierten en cristales del capital, haciendo de "la realidad efectiva y objetiva" el signo de una presencia que se presenta encarnada en nombre de las mercancías. Encerrada en esta disposición del capital, la materialidad del mundo queda entonces degradada a una concepción ideal del nombre propio. Para abreviar el asunto, el capital asumiría el lugar de nombre propio del logocentrismo y operaría, entonces, como negación del ser genérico, esto es, del hombre y sufuerza de trabajo. No obstante, aquí habría de señalarse que esta negación no constituye una destrucción radical de la fuerza de trabajo del hombre, ya que se manifiesta en un proceso paulatino de agotamiento que hace sistema. En tal sentido, lo propio del capital no le pertenece, pues es siempre el resultado de un proceso que despoja, desapropia y expropia lo propio de la fuerza de trabajo mediante una violencia de la economía. A falta de una ética de la violencia que anuncie, tal y como lo hace el libro Transacciones peligrosas..., su resistencia ante semejante desposesión, al hombre no le queda más que perder su "esencia genérica" (Gattungswesen).

Bibliografía

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1Cabe destacar, confirmando esta proposición, que Hegel habría concebido en su Filosofía del Derecho al Estado como una de las encarnaciones más alta del espíritu objetivo y, por tanto, como garantía de la libertad institucionalizada. Asimismo, Hegel habría entendido que el Estado, siendo fuente y receptáculo del Derecho, constituiría la realidad efectiva de la libertad concreta, "no es sólo voluntad libre en sí sino también por sí, es verdadera idea" (Hegel 1990 100). Marx, por su parte, habría demostrado en El Capital como el carácter fetichista de las mercancías encubre, bajo un manto sagrado, la verdad del capital. Será a partir de un develamiento de este carácter que Marx organizará su crítica más radical de la economía política. Hoy, el evangelio neoliberal pretende, de un modo ciertamente paradójico, confirmar esta doble sacralidad. Dejamos este último punto en suspenso, pues implicaría desarrollar in extenso ideas que aquí ya no refieren al texto que estamos reseñando.

2Acerca de la interpretación de la Miteinandersein heideggeriana véase Derrida 2011 280 y ss.

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