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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69  supl.6 Bogotá Dec. 2020  Epub May 11, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n6supl.90095 

Reseñas

Peña, Carlos. Por qué importa la filosofía. Santiago de Chile: Taurus, 2018. 220 pp.

AïCHA LIVIANA MESSINA* 

* Universidad Diego Portales -Santiago - Chile aicha.messina@udp.cl


Por qué importa la filosofía tiene la gracia de dirigirse a un lectorado abierto, pero también (y sobre todo) de desplazarnos de los lugares que ocupamos y de cuestionarnos tanto en nuestras maneras de pensar como en nuestras maneras de ser, ya que -después de todo- los filósofos no son aquellos que poseen un saber o que dominan una metodología. Para Platón son amantes de las ideas y de lo que se trata no es de poseer el objeto de su deseo, sino de experimentar una conversión en la manera de desear. El filo-sofo no es tanto aquel que se acerca a la Sofía, a esta figura tal vez imaginaria de la sabiduría que correspondería a una perfecta concordancia entre saber y ser. El filósofo o la filósofa es, antes de todo, aquel que desea saber de otro modo y que, por lo tanto, está también expuesto a ser de otro modo. En el filósofo, el deseo es la matriz de una revolución.

Me permití este pequeño preámbulo porque creo que este libro lo autoriza. Por cierto, tiene una tesis fuerte. Sin embargo, no se limita a fundamentar una tesis a través de una serie de argumentaciones. Su óptica no es meramente la de demostrar una verdad que valdría por sí misma. La tesis de este libro, a saber, que la filosofía es inútil, gratuita y, por ende, libre, se desenvuelve en un recorrido que expresa también la relación de uno con la filosofía y a través de un constructo de relaciones que son menos una demonstración de una verdad que una manera de disponerse hacia ella.

En Por qué importa la filosofía, Carlos Peña teje nombres tan distintos como los de Heidegger, Wittgenstein, Weber, Tolstoi, Kant, Luhmann, Ortega y Gasset, Butler, entre otros. No se trata por cierto de acumular referencias sino, antes que eso, de pensar la especificidad de la tarea de la filosofía a través de una serie de interacciones que dicen también cuál es la relación de la filosofía con el mundo, cómo es la filosofía dentro del mundo, qué es el quehacer del filósofo. ¿Cómo entender entonces la tesis de este libro en relación con el modo en el que esta tesis se enuncia? ¿Cómo surge la filosofía dentro de un mundo y cuáles son sus efectos, si asumimos que la filosofía es inútil, ineficaz?

La idea de la inutilidad de la filosofía es concomitante del propio descubrimiento de la filosofía, el cual, a su vez, permite caracterizarla. Siguiendo esta idea y a contrapelo del modo que tiene Foucault de caracterizar el objeto del saber, en lo que concierne específicamente a la filosofía, no es aquí la disciplina la que conforma el objeto de su saber. Al revés, lo que la filosofía es, es indisociable de su propio descubrimiento. La filosofía es entonces hecha por lo que va buscando, por lo que desea y que, de cierto modo, ella misma es. Según Carlos Peña, la filosofía es una ciencia originaria. Ella se hace preguntas de orden principal y esencial. Ahora bien, aunque en este libro se sostiene que la filosofía es una ciencia originaria, esto no quiere decir que haya un origen fundante que el filósofo llegaría a descubrir. Al contrario, siguiendo a Heidegger, Carlos Peña sostiene que lo que el filósofo descubre es que no hay verdades eternas, sino una estructura de la comprensión que antecede a la relación entre el sujeto y el objeto; la que, por lo tanto, no puede simplemente ser representada, poseída. Asimismo, la realidad no es sostenida por un principio inmutable y único, es decir verdadero. Esta es el fruto de una cierta comprensión. Las cosas son en función de un tejido de significaciones que nos orientan hacia ellas y que varía. Por lo mismo, lejos de descubrir un principio que permitiría ordenar mejor el mundo y fijar, de una vez por todas, su sentido, el filósofo descubre la contingencia del mundo. La filosofía no sirve para fundamentar. No da lugar a una concepción del mundo, una que sea más verdadera que otra. Ella descubre, más bien, la fragilidad del mundo. Descubriendo un vacío de fundamento en el lugar del origen, la filosofía, esta "ciencia originaria", es entonces una ciencia inútil.

Ahora bien, aunque la tesis de este libro pudiese ser entendida en términos meramente negativos, el modo en que se enuncia implica un cambio en la manera de relacionarse con lo útil y con el saber en general. El logro más notable del texto, a mi juicio, no es el de dar cuenta de un momento de la historia de la filosofía -lo que lo volvería útil para los historiadores y los eruditos-, sino conseguir relacionar autores aparentemente sin relaciones, así como disciplinas que podrían perfectamente permanecer confinadas en sus mundos. Tomando como punto de partida a Heidegger y, más precisamente, a la hermenéutica heideggeriana, es decir, a la idea de que somos seres arrojados en un mundo de sentido que nos precede, este libro transita, literalmente, por la sociología de Weber y Luhmann, aborda el problema butleriano del género, y consigue vincular a Heidegger y Wittgenstein, no en los resultados de sus reflexiones, sino en los silencios que ambos filósofos encuentran cuasi como un límite de sus filosofías -pero, y volveré sobre esto, como un límite constitutivo de la filosofía-.

Me gustaría detenerme un instante en este tejido que compone el libro y que es, en mi lectura, la constelación propia a la que da lugar la filosofía en su inutilidad. Mientras las descripciones de Luhmann sobre la producción de sentido pueden encontrarse con las ideas heideggerianas sobre el mundo como modo de precomprensión, la relación que este libro teje entre Weber y Heidegger da cuenta, a mi juicio, de por qué importa la filosofía, por qué importa su inutilidad. Weber, recuerda Carlos Peña, es el pensador tanto del mundo como del desencantamiento. Por un lado, para Weber -quien en esto no se halla tan lejano, quizás, de Wittgenstein-el sentido del mundo no es inherente al mundo. El mundo de por sí no tiene sentido. La religión juega, entonces, un papel vital respecto a la posibilidad de dar sentido. Por otro lado, para Weber, la racionalización del mundo, entendida como un proceso de evacuación de toda trascendencia, se cierra a la posibilidad de dar sentido (111). De ahí que podamos caracterizar el mundo moderno como una jaula de hierro, es decir, un mundo cerrado en sí mismo, un mundo que, si bien es funcional, conforme a la producción de saberes y a su utilidad, no puede ser pensado. Más que ser un mundo funcional, la jaula de hierro es entonces un no-mundo. Combinado con la hermenéutica heideggeriana y, entonces, con el rol que juega el mundo en esta hermenéutica, este recorrido del pensamiento weberiano no cumple solamente con ofrecer una descripción posible de la sociedad: él, además, nos sitúa en una configuración determinada del sentido y, por ende, nos relaciona con la contingencia de nuestro mundo. Además, la descripción heideggeriana del mundo como estructura de la comprensión, nos permite pensar este encierro en un no-mundo dentro de su historicidad propia, sin, no obstante -y aquí yo tomaría distancia de Heidegger o de cierta lectura de Heidegger-, entrever una salida posible (una salvación posible). Asimismo, mientras la sociología weberiana nos enfrenta a la dura y quizás fatalista realidad de un mundo desencantado, cerrado en sí mismo, la hermenéutica heideggeriana, tal como es abordada en este libro, no da tampoco por sentada o asegurada la jaula de hierro. La remite a su contingencia, sin recurrir a nuevas metafísicas o formas de encantamiento. Por esto Carlos Peña atribuye al menos una utilidad a la inutilidad de la filosofía: "Si no hubiera filosofía", escribe, "si al lado de la seriedad de nuestras creencias no contáramos con el juego de la filosofía para cuando se agrietan, nos llenaríamos de mito, de poesía y de religión, de imágenes fantasiosas y no de ideas" (140). Aunque la filosofía no ofrece ninguna garantía -metafísica o analítica- al mundo, sin embargo, ella nos permite relacionarnos con el mundo en su fragilidad y contingencia.

El tejido que componen los nombres de Heidegger y Weber describe una situación de encierro y, sin encontrar exactamente un punto de fuga -como si pudiéramos tener la certeza de que hubiera uno-, recorre una línea que va desde la situación actual del mundo a su estructura originaria; desde el mundo como jaula al mundo como estructura de la comprensión. Tal vez nada distingue realmente a uno y otro; pero este recorrido nos permite entender que la jaula, por dura e irrompible que sea, es también contingente -y que la contingencia, por evanescente que sea, no garantiza de manera certera que el mundo pueda dejar de ser una jaula-.

¿Pero qué hacer con esta fragilidad del mundo y con esta inutilidad de la filosofía? ¿Por qué importa la filosofía si, al final, nada garantiza nada? Dentro de este mundo, el único que tenemos, ¿vamos a reencantar el mundo o existe acaso otra vía que la del encanto -de la religión-, que nos permita vivir en él sin quedar abandonados y encerrados en él?

Esta vez es la manera en la que Heidegger es relacionado con Wittgenstein, la que ofrece una vía posible para abordar este problema. Si bien, como sugiere Carlos Peña en el cuarto capítulo de este libro, las concepciones heideggeriana y wittgensteiniana del lenguaje parecen más bien separarlos que relacionarlos, hay sí un punto en el que, según Peña, ambos autores se encuentran, y este punto es determinante para volver al problema del libro: por qué importa la filosofía. Dicho punto es el silencio y, más precisamente, en el caso de Wittgenstein, "la línea que establece los límites del lenguaje y al mismo tiempo los límites del mundo" (68), y, en el caso de Heidegger, "la nada que se revela en la angustia [y que] está más allá de la lógica" (69).

La diferencia entre Wittgenstein y Heidegger radica, en efecto, en que mientras Wittgenstein pretende que hay significaciones que no son accesibles al conocimiento filosófico (como, por ejemplo, los valores), Heidegger, en cambio, pretende poder remontarse a una estructura originaria. De ahí que, para el primero, "de lo que no podemos hablar, mejor guardar silencio", cuando, en cambio, para el segundo, el lenguaje nos precede ya siempre. Este, el lenguaje, es un camino hacia un origen silencioso, y no de un orden de cosas. Sin embargo, sea por la experiencia de la angustia, sea por todo lo que trasciende el ámbito de los hechos (como, por ejemplo, los valores), ambos filósofos acogen la idea de que el lenguaje alberga un silencio que no puede ser suprimido.

Ahora bien, esto no significa que la posibilidad de acceder a la verdad tenga un límite, que la filosofía sea entonces una tarea no sólo inútil sino limitada. El silencio es también lo que permite a los seres humanos estar en relación sin necesariamente buscar la comprensión. Quizás aquí -a diferencia de Ortega y Gasset- yo diría que no es que los hombres (y las mujeres, y los niños y niñas) se entiendan mejor en el silencio que en el habla (135), sino que aquel permite que la comunicación no sea orientada meramente a la comprensión, a lo útil. ¿A qué nos conduce esto, este descubrimiento tan insignificante como el del silencio que está al borde del lenguaje y en el corazón del existente, abierto a su propio vacío?

Me parece que, en este libro, y en las múltiples relaciones que teje, el silencio es ese territorio común pero no idéntico que nos permite pensar, más allá de la oposición entre un mundo encantado y un mundo tecnificado, un mundo asegurado por la trascendencia y un mundo cerrado en su utilidad. Si el silencio excede el orden de las cosas, sin remitir, empero, a un trasmundo, entonces este, el silencio, en su insignificancia, en su inutilidad, es también lo que fisura la jaula de hierro, sin dejar ver, no obstante, ninguna salida clara, asegurada. Porque el silencio es inherente a nuestra experiencia del lenguaje, a las significaciones que nos permiten orientarnos en un mundo, dentro de la jaula hay un exceso que no remite a nada exterior al mundo. Hay una experiencia posible, y que teje relaciones, que no remite a un trasmundo y que excede la racionalidad en la que estamos encerrados.

¿Pero, entonces, no es este silencio -que ha permitido poner en relación a autores tan distintos como Heidegger y Wittgenstein, sin reducirlos a un sentido único- el que constituye tanto la importancia como la inutilidad y la condición de posibilidad de la filosofía?

En unas páginas preciosas sobre el juego, Carlos Peña parece sostener que lo que hace la filosofía es fracturar el mundo de creencias en el que vivimos: "en ocasiones ese sedimento de creencias muestra una fractura, se cuela en ella una duda radical, una duda acerca de cuán firmes o veraces eran, y entonces aparece la filosofía" (139). Si no hubiese este silencio al borde de nuestro lenguaje o inherente a él, me pregunto si podríamos dudar, pensar, filosofar. Pues la fractura es siempre silenciosa, de otro modo ya remitiría a un lenguaje, a un orden de cosas. Por lo menos en este libro, el silencio ha permitido abrir un nuevo campo de relaciones y situarnos, a nosotros, universitarios felizmente inútiles, no dentro de una historia de la filosofía, sino dentro de lo que nos relaciona con ella; es decir, dentro de lo que nos hace amantes de las ideas y no meros productores de verdades.

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