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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.70 no.176 Bogotá May/Aug. 2021  Epub July 08, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v70.n176.95039 

Traducción

LA ACTITUD HERMENÉUTICA*

Christian Berner** 

Traducción:

David Alejandro Roa Ramírez*** 

** Université Paris Nanterre - Paris - Francia. christian.berner@parisnanterre.fr

*** Universidad Pedagógica Nacional / Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia. daaroara@unal.edu.co


Una actitud es una manera de estar, una cierta postura, una manera de ser, de comportarse en el mundo y con respecto a otros. Un cierto ethos, si se toma este término en su sentido primario. Por "actitud hermenéutica" entendemos por consiguiente la manera de ser del hermeneuta, es decir, del intérprete, ya sea el filólogo que practica el arte de comprender e interpretar textos o, el filósofo, que se dirige más generalmente al sentido y al sentido del sentido, cuya "comprensión" manifiesta una cierta manera de ser en el mundo, una cierta manera de situarse en el mundo y, entonces, de relacionarse consigo mismo, con el mundo y con los otros. Son algunos elementos de esta actitud, que es la de la comprensión, los que me gustaría intentar recordar en reflexiones ciertamente parciales y concentrándome en su dimensión crítica, al estar la comprensión esencialmente habitada por una cierta negatividad manifiesta en la no-comprensión.

La actitud crítica

El fundamento de la actitud hermenéutica se encuentra, sin duda, en aquello que un representante de la filosofía hermenéutica, el filósofo canadiense Jean Grondin, denominó la "sensibilidad hermenéutica". Aquello que es propio del hermeneuta es su sensibilidad por el sentido, "un sentido del sentido de las cosas, abierto y atento a todo aquello que está dotado de sentido" (Grondin 463). Su única finalidad es comprender mejor, ponerlo todo en actividad para comprender aquello que es significativo. Pero ¿es eso tan simple? Porque, ¿qué es lo "significativo" o lo "dotado de sentido"? ¿No se define el sentido precisamente por aquello que se comprende?, y entonces ¿no nos arriesgamos a caer presos en un círculo?

Claramente, se puede afirmar que el deseo de comprender es natural en el hombre, que es como una característica antropológica, incluso, que el comprender está en el fundamento de la antropología como filosofía primera. Y se puede leer y traducir, en este sentido, la frase que abre la metafísica de Aristóteles, según la cual: "todos los hombres desean por naturaleza comprender" (cf Metafísica A 1 980 a 21).1 Así también se puede leer, en este sentido, el análisis kantiano del impulso metafísico que empuja inevitablemente al entendimiento a superarse en la razón; de hecho, la grandeza del criticismo no es solo el haber asegurado una crítica negativa de la metafísica (según su letra), sino en el haber puesto en evidencia, de manera positiva, en esta superación, la obra de una disposición natural y, por ello, inextirpable del espíritu humano. Dicho de otra forma, si bien Kant mostró que no había saber posible en la metafísica y que una razón que pretende conocer de ella supera sus límites y fanfarronea, también mostró que la razón no supera realmente sus límites cuando se lanza hacia sus ideas: el alma como idea de sujeto absoluto, el mundo como objeto absoluto y Dios como sujeto-objeto absoluto. Es por eso que la filosofía puede hablar de esas ideas que no conoce con la certeza de un saber científico, pero que ella piensa de manera legítima. Ese movimiento de superación está habitado por el deseo de comprender, de remontarse a los fundamentos absolutos.

Pero, ¿efectivamente todos los hombres desean por naturaleza comprender? Esto no parece inmediatamente evidente, de hecho, nada parece estar más lejos. Es una consigna del filósofo el definirse de buen grado a sí mismo como "amante del saber". Es, también, contrafáctico. Hay, en principio, muchas cosas que no deseamos comprender, que nos son indiferentes. Hay, además, muchas cosas que comprendemos inmediatamente, sin esfuerzo, y de las que no somos, siquiera, conscientes de comprender en virtud de esta misma inmediatez.

Además, cuando queremos o necesitamos comprender, muy frecuentemente, tal vez lo más frecuentemente, nos contentamos con la comprensión que es pragmáticamente suficiente, que nos permite hacer y orientarnos. Nosotros decimos comprender cuando la cosa o el sentido que fijamos en nuestra comprensión momentánea nos basta; el sentido del que disponemos nos satisface (lo cual explica la sensación de placer que nos trae el sentido), incluso si es falso o parcial. Ese sentido puede bastarnos en vista de los intereses que nos animan en ese momento preciso, ya sea en la lectura de un texto que podemos continuar, de una conversación que podemos seguir, de una acción esperada que podemos cumplir, etc. Así, alguien que se lanza a ofrecer explicaciones muy largas para nosotros, puede llegar a ser irritante: comprendimos lo que era necesario hacer, aquello que era necesario para actuar y, entonces, replicamos: "Está bien, ya comprendí."

En pocas palabras, hay un régimen de la comprensión que puede decirse pragmático y que no compromete la actitud propiamente hermenéutica. Dicho de otro modo, no todo implica el mismo esfuerzo y el mismo grado de comprensión. Así como hay una traducción que se hace sin interpretación, que llamamos precisamente "interpretariado" (interpretariat: traducción simultánea), hay también una comprensión que no requiere hermenéutica.

La voluntad de comprender se manifiesta en una situación totalmente específica. Tomamos consciencia de ello cuando estamos frente a alguna cosa ante la cual suponemos el sentido, donde esperamos sentido, sin poder asirlo inmediatamente porque ese sentido no viene de nosotros. Debemos, primero, apropiárnoslo, y es por ello por lo que se interpreta.

Por esto, en la actitud hermenéutica y en la sensibilidad por el sentido que ella manifiesta, hay una característica profunda, a saber, la atención prestada a aquello que no se comprende y, por lo tanto, a otra fuente de sentido donde la categoría de alteridad nos arroja en el proceso de la interpretación. En tanto disciplina, la hermenéutica puede, entonces, ser definida de manera general como la disciplina que busca ir tan lejos como sea posible en la comprensión del otro.

Esa alteridad se manifiesta como tal en el carácter inicial de la no-comprensión. Es así como el trabajo de la interpretación puesto en marcha por la hermenéutica debe siempre desconfiar de falsas evidencias, de la apariencia de la comprensión inmediata, y no puede ser rigurosa sino cuando, por ejemplo, de cara a un texto, se hace de entrada como si no se comprendiera. El trabajo hermenéutico consiste en colocar la no-comprensión desde el inicio del acto de comprender, para poder reconstruir de manera progresiva y metódica el sentido, en su necesidad, por medio de la interpretación.

Es pues una experiencia de no-comprensión la que empuja a radicalizar la no-comprensión desde un punto de vista metodológico, y que requiere a la interpretación, quien se encarga de todo desde el comienzo: debido a que no comprendemos o porque comprendemos mal es que debemos, si queremos comprender, interpretar haciendo como si, desde el principio, no comprendiéramos. En esa experiencia de la no-comprensión se manifiesta, entonces, un deseo de comprender que subyace al acto hermenéutico: no comprendemos más que aquello que deseamos comprender. Ese deseo, en principio informal, puede transformarse en voluntad, que se da entonces los medios, principalmente técnicos, para elaborar una comprensión por medio de la interpretación.

Pero evidentemente también podemos, como acabamos de recordarlo, no dar desarrollo a la experiencia de la no-comprensión. Podemos, en cada instante, decidir no comprender más. Pero una vez que queremos comprender, que abrazamos la actitud hermenéutica, ella tiene características específicas. La característica más importante es que se muestra como crítica, y, ante todo, crítica de la no-comprensión que nos satisfacía. Dicho de otra forma, la crítica se vuelve un elemento inherente a la comprensión misma desde que hay necesidad de interpretar, es decir, desde que nosotros no podemos contentarnos más con aquello que está simplemente dado.

Esta crítica se presenta bajo muchas formas. Ella es evidentemente crítica cuando se opone, para corregirlo, a un sentido que estima como falso, deformado, velado, etc., y se fija como tarea sospechar, deconstruir, emancipar, etc.

La actitud hermenéutica es, entonces, más fundamentalmente crítica cuando toma posición frente a opciones metafísicas primeras, relativas a la relación entre el sentido y el no-sentido, afrontando, por ejemplo, la pregunta metafísica formulada explícitamente por Schelling, quien transforma la pregunta de Leibniz "¿por qué hay algo en vez de nada?" en: "¿por qué hay sentido?, ¿por qué no hay no-sentido en vez de sentido?"2 (1972 222); tesis metafísicas que piensan que el mundo es comprensible o, a la inversa, que es inaccesible a nuestra inteligencia o, incluso, que el sentido, a la vez, se ofrece a nosotros y se nos sustrae.

Es más, se puede ir más lejos, hasta ver el fundamento de la actitud hermenéutica en la crítica de la negatividad del mundo, en el momento en que la incomprensión se choca contra aquello que no debe ser, contra aquello que nosotros no podemos aceptar, como el mal, la injusticia, el sufrimiento, etc. ¿Cómo dar sentido a aquello que aniquila todo sentido? Se sabe que la pregunta ha ocupado a las teodiceas, a las filosofías de la historia. Esas no son las tentativas de solución que yo querría discutir aquí.

Sin entrar en el análisis fino de estos aspectos críticos, me basta con recordar que la actitud hermenéutica es una toma de posición con respecto al sentido que se funda en la no-comprensión. Es por eso por lo que hay en la actitud hermenéutica una esencial sensibilidad necesaria hacia la no-comprensión, que hace parte integral del ethos hermenéutico. Si por una parte afirmamos que no siempre queremos comprenderlo todo, la actitud inversa de querer comprenderlo todo parece igualmente contraria a la sensibilidad hacia la no-comprensión, que está en el fundamento de la voluntad de comprender. Hay, en efecto, un tacto hermenéutico que asigna límites a la pasión por comprender, por comprenderlo todo. Pues, incluso en la actitud hermenéutica, no es evidente el querer comprenderlo todo y quererlo siempre.

Esto mismo es lo que decía Jacobi criticando la pretensión desmedida de la razón de la Ilustración, que pensaba poder aclararlo todo. Jacobi escribe en el siglo xvm que "la pasión desmedida por explicar nos hace buscar tan febrilmente aquello que es común, que dejamos de prestar atención a aquello que es diferente" 3 (1995 66), prohibiéndonos así aprehender aquello que es verdaderamente otro. Pasión por explicarlo todo y pasión por comprenderlo todo propias de una inteligencia que querría someterlo todo a sus reglas. Ahora bien, al paralizar la aprehensión de la diferencia, la pasión por comprender impide al sentido desarrollarse plenamente. Los hombres de entendimiento, aquellos que ya siempre comprenden, y que Pascal llamaba los semi-sabios, son incapaces de orientarse hacia una verdadera alteridad. Ciertamente, ese tipo de discurso fue retomado por el pensamiento religioso que quería conceder su parte a un sentido que no es directamente accesible al entendimiento (este es al menos el sentido de Jacobi, de Pascal y de otros varios). Pero, justamente, con esto se subraya un punto: la hermenéutica, el arte de comprender, es también no someterse al yugo de la comprensión.

He aquí lo que significa todo el tacto que es necesario para comprender, el tiempo que también en ello es necesario, que es tiempo de escucha, un tiempo para tender el oído. He aquí el sentido del verbo alemán "aufhòreri", que significa, por un lado, "parar oreja"; y, por otro, "detenerse", haciendo posible la atención, la apertura a lo exterior; como la liebre que, habiendo escuchado ruido, se inmoviliza y levanta las orejas. Esa atención, donde se escuchan todas las cosas cesantes, es esencial a la actitud hermenéutica que no quiere precipitar el sentido.

Hay, entonces, un ethos de la comprensión ligado a una sensibilidad hacia la no-comprensión. Porque no es poca cosa no comprender: nosotros que, tan frecuentemente, creemos ya haber comprendido, y que no tenemos siquiera necesidad de escuchar aquello que el otro tiene para decirnos. Sabemos de la viva irritación que suscitan aquellos que siempre han comprendido y que son incapaces de dejarse problematizar o de dejar lugar a la no-comprensión y que son, entonces, incapaces de esa atención mínima a aquello que el otro tiene de inédito, de inaudito, y que no manifiestan entonces ninguna capacidad de no-comprensión. Porque comprender ¿no es siempre, en algún sentido, encerrarse en sí? Cuando decimos comprender, no nos hacemos más preguntas sobre lo otro, sobre la alteridad del sentido. "Está bien, ya comprendí" viene algunas veces a cerrar brutalmente el proceso de la atención. Pone fin a la voluntad de comprender. En ese sentido es necesario, con Nietzsche, recordar vigorosamente todo aquello que la comprensión puede tener de insoportable. Cito aquí a aquél que se designaba con frecuencia como el incomprendido:

[...] hay algo de humillante en el ser comprendido. ¿Ser comprendido? ¿Saben con seguridad aquello que eso quiere decir? -Comprender es nivelar. (Nietzsche 50-51)4

Dicho de otra forma: comprender no puede ser sino un avatar de la voluntad de poder que interpreta: yo domino aquello que comprendo, yo lo aprehendo. Comprender lo otro es decir que lo otro no tiene ningún secreto para mí.

Por consiguiente es, inversamente, en la no-comprensión, donde sería necesario inscribir la posibilidad de la comunicación: solo si el otro no nos comprende somos algo y, sobretodo, tenemos algo que decir, que compartir, precisamente porque él no lo tiene. El problema es que entonces estamos condenados a no comprender al otro si queremos comprenderlo y dejarlo ser como otro, o entonces a no comprenderlo como otro en tanto que lo comprendemos. Tomarse el tiempo de no-comprender es, por tanto, fundamental. En eso, la actitud hermenéutica se encuentra con la paciencia de la filosofía, hija del asombro y de la duda: asombro delante de aquello que es así y no de otra manera; duda concerniente a nuestras representaciones de aquello que es. La actitud hermenéutica converge de esta manera con las actitudes fundamentales en filosofía.

Dicho de otro modo, la actitud hermenéutica está fundada en una actitud de no comprender. Sin duda, en hermenéutica nunca se insistirá suficiente en esa capacidad de rechazar el haber siempre ya comprendido.

Del mismo modo, si es cierto que, como lo señaló el tránsito de la hermenéutica filológica a la filosofía hermenéutica, es necesario ver en el "comprender" un existencial, entonces "no comprender" es, sin duda alguna, una categoría igualmente esencial. Ya sea que se trate de un texto, del mundo, de un comportamiento, de una forma de vida, de los otros; la no-comprensión nos descubre de golpe una alteridad que se manifiesta en su realidad. Las cosas son, entonces, en ellas mismas y no simplemente para nosotros. Esa opacidad con la que podemos encontrarnos a cada instante nos dice que nosotros no comprendemos más, y que debemos, si queremos comprender, reconquistar el sentido. Sin duda, está allí la esencia de la experiencia estética.

En consecuencia, tomar consciencia de no comprender o de ya no comprender es, al mismo tiempo, tomar consciencia de que habríamos podido comprender. Comprender que no se comprende es sentirse interpelado, con o sin razón, porque no comprendemos únicamente aquello que, según nosotros, hay que comprender. En otras palabras, la no-comprensión no tiene sentido sino en el contexto de la comprensión. Ella es el primer momento en una relación que otorga a lo otro la densidad requerida, y que manifiesta la precariedad de nuestra propia comprensión. En este respecto, la no-comprensión establece un vínculo, una relación de reconocimiento. La actitud hermenéutica abre entonces una dimensión ética de la relación sobre el fondo de una posible comprensión, sin prejuzgar nada concerniente a las condiciones de una comprensión tal o reconocimiento. Dicho de otra forma, en la actitud hermenéutica, la comprensión no presupone nada más que su propia idea.

¿Cómo comprender al otro?

Partiendo de esa relación de no-comprensión presente en el impulso de comprender, la pregunta es saber cómo comprender efectivamente. Si se presupone, en efecto, la posibilidad de comprender como atención a la otra fuente de sentido, ¿cómo ir tan lejos como sea posible en esa comprensión? Tradicionalmente, los filósofos formulan la clásica hipótesis hermenéutica de que la comunidad humana hace comprensible al hombre todo aquello que es humano. El adagio es antiguo: "Homo sum; humani nihil a me alienum puto", "Soy un hombre; considero que nada de aquello que es humano me es extraño" Y, efectivamente, la hipótesis más corriente consiste en decir que si aquello que es objeto de comprensión fuese completamente extraño a aquel que quiere comprender y que no hubiese absolutamente nada en común, entonces, ya no habría más medios para comprender. La dificultad es pensar una comprensión de una alteridad radical.

La actitud hermenéutica se erige más bien en un medio donde comprender y no comprender se combinan, ya que se busca comprender porque no se comprende y que no se puede hacerlo sino porque hay, a pesar de todo, algo que se comprende, y es allí donde se sitúa el corazón de la relación. Esto supone una capacidad de acogida recíproca, una receptividad, una sensibilidad hacia el otro, una afectividad, una comprensión pre-lingüística que hoy algunos encuentran en la infraestructura psicológica de la intencionalidad o de la atención compartida, y que permite la posibilidad específicamente humana del intercambio de perspectivas, es decir, del descentramiento. Se supone, a este respecto, que la extrañeza del hombre por el hombre no es nunca absoluta, y que incluso si el hombre es un extraño para el hombre, él es siempre también su semejante. De manera que nos parece natural el poder comprender sin repetir, el representar sin revivir, hacerse otro manteniéndose sí mismo. Nos lo muestran los historiadores: ser hombre es ser capaz de transferirse a otro centro de perspectiva. Ahora bien, aunque se conceda esto fácilmente, resulta por el contrario muy difícil de explicar cómo es posible tal cosa, pero lo es, como lo atestiguan, por ejemplo, las traducciones, que realizan este posible imposible.

La hermenéutica tradicional, lo sabemos, propone métodos de la comprensión a partir de esa afinidad con los otros, fundados particularmente en el acto de comparar y de adivinar. Este último término parece reenviar a la empatía, tradicionalmente presentada como manera de comprender al otro poniéndose en su lugar. Por supuesto, ponerse en el lugar de los otros no se hace directamente, y por ello no se trata de restituir la pregunta por la intropatía, de la que se conocen numerosas críticas, especialmente, porque uno se arriesga a perder la dimensión de no-comprensión que decíamos fundamental. Partamos nuevamente, entonces, de la tesis más general: comprender es un modo de ser. Por consiguiente, "ser en el mundo" es comprender al mundo y a los otros, comprenderse en su relación con el mundo y con los otros, comprenderlos en un tejido de interlocuciones y de interpretaciones.

La pregunta sigue siendo, sin embargo, la de saber cómo comprender la diferencia, si cada uno dispone ya de sus propias interpretaciones y de esquemas que las dirigen que permiten atar la comprensión al mundo, y si además cada uno permanece allí encerrado. Si nosotros tenemos, en cada ocasión, nuestros esquemas interpretativos, es decir, métodos propios para conectar las intuiciones y los conceptos, eso no permitiría hacer inteligible la comprensión del otro: si todos tenemos esquemas conceptuales diferentes, específicamente, en función de nuestras pertenencias a contextos, a diferentes imaginarios, entonces no sabemos cómo compararlos. La comparación entre esos esquemas solo tendría sentido si tuviéramos un esquema unificador, es decir, un término común con el cual relacionarlos. Sobre esto no sabemos nada. Dicho de otra forma, la idea de que tenemos, de un lado de la realidad y del otro, esquemas interpretativos, no nos ayuda en nada, por un lado, porque no sabemos cómo comparar los esquemas, por otro, porque la realidad siempre se ofrece ya a nosotros a través de un esquema. Para decirlo en otro lenguaje: no hay un mundo para nosotros, sino versiones del mismo.

Si no podemos acceder directamente a los esquemas, a un saber del otro que nos permitiese comprenderlo, debemos poner en marcha principios que nos permitan proceder por presuposición, es decir, hacer hipótesis que nos permitan construir el sentido del otro. Este es el caso del célebre principio de caridad.

Este último, que fue considerado explícitamente, desde la Ilustración, como el alma de la hermenéutica (en sus diversas denominaciones: "principio de equidad", de "benevolencia", de "consideración", de "indulgencia", etc.), mucho antes de que la filosofía analítica lo redescubriera, consiste en maximizar el sentido, es decir, en hacer de suerte que aquel que busca comprender presuponga que lo que hace y dice el otro tiene sentido para él y es inteligible para él. Es por ello que corregimos y completamos discursos que, en nuestra lengua, son incompletos, incoherentes, etc., que interpretamos reconstruyendo, e inventando conexiones que no habrían sido explícitas, imaginando, maximizando, etc. En efecto, la experiencia muestra que también comprendemos expresiones mal formadas, incompletas, etc. En resumen, la comprensión no se limita en absoluto a las proposiciones bien formadas. Lo que quiere decir es, simplemente, que la ininteligibilidad del otro no es una opción plausible; al menos, no es esta la que rige nuestras relaciones con los otros.

No obstante, no ocultaremos que el principio de caridad no implica ningún problema, puesto que, aplicándolo, finalmente comprendo al otro a mi medida, ya que soy yo quien determina la inteligencia y la inteligibilidad y, por consiguiente, el principio de caridad no está exento de ego o de etnocentrismo.

Es en busca de una solución a este problema que quisiera referirme ahora al filósofo canadiense Charles Taylor, y retomar su idea de "lenguaje de clarificación de contrastes", que presenta una transformación de aquello que Gadamer mostraba en su teoría de la "fusión de horizontes" (Horizontverschmelzung), por medio de la cual este da cuenta de la finitud de la comprensión, siempre situada en el presente y anclada en los prejuicios propios que definen el horizonte de comprensión (cf. Deniau). La comprensión verdadera es una fusión de horizontes, más no empatía o reconstitución objetiva de una época. La fusión es encuentro de los horizontes de aquel que comprende y de aquello que es comprendido, es decir apertura a la alteridad en el seno mismo de aquello que es transmitido. Así, esta fusión describe la comprensión suponiendo que la tradición es portadora de una verdad cuya comprensión reside en la aplicación presente: al modo de una inserción de aquello a interpretar y de su horizonte histórico propio en nuestro horizonte presente. La fusión supone, por consiguiente, que la verdad de esa tradición es inseparable de la aplicación gracias a la cual ella se revela, y garantiza entonces una continuidad histórica. Así, la unidad de la tradición no se distingue de sus manifestaciones históricas, de sus aplicaciones, que solo la transforman en ella misma y que contribuyen a desplegarla en tanto ella misma: la fusión de horizontes es un proceso siempre en acción, nunca cerrado, una auto-manifestación de la tradición y, por lo tanto, de su verdad. El problema surge, entonces, de la pregunta por saber si y cómo podemos comprender lo que no atañe precisamente a nuestra tradición o a nuestros valores no compartidos.

Sin duda, es necesario hacer abstracción de la desafortunada metáfora, puesto que "fusión" significa "mezcla", "confusión", mientras que es necesario, como subraya Taylor, escuchar allí una dimensión de confrontación: la confrontación o el conflicto es uno de los sentidos del diálogo entre la alteridad de aquello a comprender y de los prejuicios de aquel que comprende. A este respecto, se comprende que la "fusión de horizontes" sea explicitada por Taylor como un "lenguaje de clarificación de contrastes", donde la comprensión se hace por la diferencia y la comparación entre interpretaciones que no son "inconmensurables". ¿Cómo procede la clarificación? Dijimos, por referencia a Elisabeth Anscombe, que la comprensión implicaba para Taylor asir el "carácter de deseabilidad." Pero para ello, es necesario poder leerse los unos a los otros (cf. Taylor 2002), comprender a los otros como seres expresivos que manifiestan, de una u otra manera, su comprensión. Es allí donde la actitud hermenéutica retoma todo su sentido. Charles Taylor afirma de forma radical no solamente que somos animales que se interpretan a sí mismos, sino más radicalmente que somos "interpretation all the way down", es decir interpretación de punta a punta. Al estar constituidos por la interpretación, incluso de manera pre-reflexiva (emociones, cuerpos, gestos, comportamientos o actitudes) (cf. Taylor 1995), somos, desde el principio y, antes que nada, expresión, donde se articulan dimensiones explícitas e implícitas tanto en el plano colectivo como en el plano individual.5 Y son ellas, esas interpretaciones, las que se deben comprender en sus diferencias. En presencia de los otros, estamos desde el principio interpelados por opiniones que "tienen otro lugar en nuestra forma de vida que en la suya", es decir, somos interpelados por las diferencias de las formas de vida. Esto sucede porque nosotros suponemos (y esto es una hipótesis antropológica) que los otros son en todo como nosotros, esto es, seres de lenguaje que se interpretan a sí mismos, a los otros y al mundo, y que, además, se expresan y tienen "evaluaciones fuertes", a partir de las cuales podemos transponernos en una posición donde podemos descubrir progresivamente aquello que ellos cultivan y estiman (cf. Taylor 2002). Dicho de otra forma, en tanto que tratamos con otros, en primer lugar, nos encontramos con la no-comprensión, lo que quiere decir que, si bien no sabemos muy bien por qué, vemos que ello va de otra forma, que no es como nosotros. Antes de comprender al otro, comprendemos que no es como nosotros y que no podemos reducirlo a nosotros. Y es esta no-comprensión la que inicia nuestra interpretación.

En un lenguaje de clarificación de contrastes, se trata no de identificar inmediatamente lo que el otro dice, lo cual es imposible, puesto que, precisamente, no lo comprendemos, sino solamente a partir del "contraste", es decir, de aquello que experimentamos como diferencia. La comprensión se elabora aquí por la diferencia y la comparación entre interpretaciones que no son presupuestas como "inconmensurables", por un lenguaje que, entonces, no reenvía al otro a su lenguaje cerrado, ni que lo absorbe en el nuestro, sino que permite, por contraste, articular e interpretar las prácticas diferentes en relación con las nuestras: este lenguaje ve, en los diferentes modos de vida, posibilidades alternativas, vinculadas a ciertas constantes humanas actuantes en los dos, y por ello extendiendo nuestro lenguaje en torno a eso que podemos llamar las posibilidades de la humanidad.

Eso significa que la posibilidad prima sobre la analogía, a saber, que la comprensión es antes que nada experiencia de lo posible y no desde el principio experiencia de la analogía, ya que se trata precisamente de comprender aquello que no es lo mismo. Comprendemos entonces por nuestras posibilidades, aquello que podemos hacer, y no por relación a lo que ya hicimos, lo que implica una comprensión por analogía, a la que resulta tan difícil explicar que se pueda comprender algo nuevo.

Vemos entonces la ventaja de un "lenguaje de clarificación de contrastes" y de la dimensión imaginativa que se abre a posibles otros, a existencias que no son la nuestra. En cuanto aprehendemos un contraste, no comprendemos al otro: por contraste, comprendemos en principio que no comprendemos. Es así como, en el marco de la comprensión intercultural, que podemos tomar aquí como ejemplo de la relación con el otro, la tarea no consiste en encontrar una verdad transcultural acerca del asunto, sino en hacer más accesibles y comprensibles para los individuos mismos las diferentes interpretaciones que ellos desarrollan en contextos culturales, sin por ello caer, al contrario, en las dificultades de mundos cerrados, sin posibilidad de comunicación alguna. De esta manera, un monoteísta puede comprender a un politeísta, o un ateo a un creyente, pero ni por analogía ni por intropatía, ya que precisamente no comparte los mismos valores: él aprehende, primero, lo que es diferente y ve allí una posibilidad, sin que por ello se ponga un trasfondo común, un estándar común. Por el contrario, no se ve del todo cómo sería posible una fusión de horizontes, ya que precisamente los valores parecen excluirse recíprocamente, y que difícilmente puede dar cuenta de la referencia a un trasfondo. Gadamer escribe: "es solo cuando la tentativa de admitir la verdad de la cosa enunciada fracasa, que uno se esfuerza por 'comprender' el texto psicológicamente o históricamente, o como opinión de un otro" (316). Esta postura supone un problema porque parece excluir la posibilidad de otras interpretaciones igualmente verdaderas, o una pluralidad de interpretaciones o de visiones que no convergerían. Entonces, es sin duda necesario -y es esto lo que a mi juicio hace Gadamer- una visión débil de la fusión de horizontes, porque la visión estricta impide el reconocimiento de la coherencia de diferentes concepciones de creencias y de prácticas sociales.

Pero volvamos al lenguaje de clarificación de contrastes, en parte desarrollado como crítica a Gadamer: ¿qué se aprehende entonces por contraste?, y ¿cómo comprender la alteridad del otro? Ya que lo que importa es el carácter de deseabilidad, y así, de evaluaciones fuertes, se trata de saber lo que para el otro verdaderamente tiene valor, lo que no lo tiene, y la manera en la que él puede erigir, si se puede decir, un mapa moral, una topografía donde aparecerían los valores. Esos contrastes son entre nosotros y los otros porque conciernen las variaciones de los pares de nociones que edifican, por contrastes, nuestra orientación en el mundo, del que se erige, por así decirlo, un catastro moral, oponiendo, por ejemplo, lo que es importante/lo que no lo es, lo que es noble/ lo que no lo es, bien/mal, alto/bajo, grande/pequeño, valiente/cobarde, auténtico/inauténtico, etc. Todo esto es cambiante y todos estos pares de nociones no están presentes en todas partes. Poder orientarse en medio de esos conceptos contrastivos que, en la medida en que son a la vez opuestos y complementarios, esclarecen lo real, es aquello que nos permite orientarnos "hacia el bien" y comprender lo que le interesa al otro, aquello de lo que el agente humano no sabría prescindir.

La interpretación por contraste puede ser ilustrada con un ejemplo sorprendente, que ilustra la dificultad de comprender al otro, haciendo temblar un poco la confianza hermenéutica. En este ejemplo, la comprensión en general y la comprensión lingüística [langagière: del lenguaje, "lenguájica"] en particular no juegan el rol que solemos atribuirle de ordinario como algo natural. Se toma prestado de un antropólogo que se interesó en las teorías del espíritu, Joel Robbins. Me contento con referirme a su descripción de un pueblo de Papúa Nueva Guinea, la comunidad de los Urapmin, que él estudió durante largo tiempo y en la cual vivió inmerso durante dos años. Joel Robbins se interesa más particularmente en la dificultad o en la imposibilidad, siguiendo las teorías del espíritu, de saber lo que pasa en el espíritu del otro, es decir, para nosotros, de comprenderlo. El siguiente pasaje de Robbins da cuenta de la comprensión en los Urapmin:

Para los Urapmin, el corazón es el lugar de todo pensamiento, de todo sentimiento, y de la intención. Como en numerosas sociedades del Pacífico, ellos afirman que no se puede saber absolutamente lo que pasa en el corazón de otra persona. Los procesos mentales se desenvuelven al interior del corazón, que está él mismo al interior del cuerpo, y por este hecho están bien ocultos a la vista de los otros. 'Muchas cosas pueden darse entre el corazón y la boca para que la palabra sea portadora de verdad', afirman los Urapmin. La palabra puede ser bella, conmovedora, persuasiva, pero ella es siempre una 'simple palabra'. Los Urapmin jamás pretenden saber lo que sea relativo a lo que las personas piensan o sienten, sobre la base de lo que ellas dicen. Tampoco atan nunca la significación de la palabra a las intenciones de la persona que la produce. En los Urapmin, no existe ninguno de los actos de habla corrientes en las culturas que aseguran que leer en el espíritu (mindreading) hace parte de la comprensión del lenguaje: por ejemplo, no hay promesa, no hay agradecimiento, no hay excusa, no hay mentira. Y, más fundamental aún, cuando usted pregunta a alguien lo que él/ella quería decir al decir algo, él/ella afirmará que él/ ella no lo sabe. El sentido de lo que está dicho, subrayan, está determinado por lo que los auditores hacen de ello. No sorprende entonces que los Urapmin jamás especulen acerca de los pensamientos o los sentimientos de los otros, y que consideren los intentos de hacerlo no solamente como condenados al fracaso, sino incluso como serias ofensas morales a lo que se puede llamar el "carácter psíquico privado de cada uno. (Robbins 15-17)

Esta descripción de los Urapmin dio lugar a numerosas objeciones, provenientes principalmente de parte de sus colegas antropólogos, que lo acusaron de no haber visto que los Urapmin no pueden leer las intenciones de otros porque se trata de una condición de posibilidad de toda vida social (¿cómo actuar juntos si no se accede a las intenciones de otros?); y que hay, sin duda, una motivación política en afirmar no conocer el espíritu de otros, cuando evidentemente eso no puede ser verdad en los hechos.

Pero ¿es esto tan evidente? Joel Robbins ha mantenido, contra estas objeciones, la idea, conforme a lo que dicen los individuos concernidos, de que las personas de hecho no leen en el espíritu de los otros interpretando lo que ellos dicen o hacen. A partir de esto, Robbins trata de comprender, en un contexto cultural más extenso, mostrando, en el cuadro particular de las relaciones melanesias, la posibilidad de que la cuestión de la relación entre individuos no esté necesariamente regida por estados mentales o por la comprensión entre personas, sino que ella puede estarlo también por los ancestros, por la residencia compartida, por el compartir el alimento... En cuanto a la acción del otro, esta no es, en efecto, previsible, sino contingente. Sin ir más lejos, basta a mi propósito subrayar que Robbins muestra aquello que no se comprende por contraste con lo que es evidente para nosotros. La analogía parece ser aquí lo que impide la comprensión.

Esto no debe, sin embargo, borrar las dificultades de un "lenguaje de clarificación de contrastes", puesto que un lenguaje tal presupone lenguajes diferentes para percibir los contrastes. Si un intérprete no sabe, en principio, cómo el contraste es percibido del otro lado, se queda encerrado en su propio contexto de pre-comprensión y el contraste no es construido sino por él. Es por eso por lo que es importante para Robbins, por ejemplo, el haber vivido un cierto tiempo con los Urapmin. Ya que superar el contraste para asirlo verdaderamente no tiene sentido sino solo si el intérprete tiene un sentido para aquello que no puede ser comprendido, es decir para lo que no puede ser comprendido más que en las perspectivas de los otros, y eso es posible solo si el intérprete capta las dos perspectivas. Allí se vuelve a encontrar la sensibilidad de la no-comprensión, que es una de las formas de la atención puesta en lo extraño, atención que es al mismo tiempo respeto y consideración por lo extraño, y que está tan alejada del furor por comprender, que siempre precipita la comprensión. El contraste permite entonces una comprensión más amplia que se apoya en comparaciones que dejan ser al otro. Y como no se compara sino lo incomparable siempre, esos son justamente los contrastes que importan, donde se recoge incluso lo real. Lo que es primero es la intuición del contraste: que el otro no salude, no se desplace, no ría, no asienta como nosotros. Es en ese sentido que Taylor nos dice que nos es necesaria una sensibilidad por los contrastes (a feel for the contrasts), que precede y hace posible toda comprensión.

Por consiguiente, hay que sentir el contraste dejando ser al otro. Pero dejar-ser no significa que las otras formas de vida no sean para nada sometidas a la crítica, puesto que precisamente ellas nos confrontan con posibles otros. Es necesario entonces poder dar cuenta de la diferencia. Por esto, la relación con el otro es interpretación crítica, y esa crítica se declina en crítica de sí y crítica del otro, indisociable por supuesto de las formas de vida que son las nuestras. Comprender implica entonces una relación crítica también consigo mismo. Esto es verdad tanto en el nivel individual como en el nivel social, puesto que la comprensión de otra sociedad puede conducirnos a poner en cuestión nuestras definiciones de nosotros mismos. Así que debemos expandir aquello que Taylor denomina el "lenguaje de las posibilidades de la humanidad", y sobre todo tomar la medida crítica de la no-comprensión evocada al principio. No comprender a los otros no significa necesariamente una carencia de conocimientos, un saber imperfecto, sino tal vez que simplemente debemos también transformarnos a nosotros mismos. Dicho de otra forma, el esfuerzo por comprender puede esperar en respuesta un cambio, lo que nos recuerda que la no-comprensión es intrínsecamente crítica en tanto llama a una nueva interpretación. Si bien es cierto que la comprensión de los otros puede transformar mi propia comprensión, desplazar los límites, también es verdad que ciertos niveles de la comprensión del otro son más resistentes. Pero el asunto no es imposible. Para eso hay que aceptar el dejarse desestabilizar por el otro, lo que no es posible sino enfrentando al otro una posición comprometida, la nuestra. He aquí lo que Taylor escribe en La era secular:

[...] en la vida de todos los días, a la falta de compromiso le cuesta hacer progresar nuestra comprensión de las cosas. Cuando queremos comprender lo que alguien intenta decirnos en una conversación, o nos esforzamos por cernir lo que motiva a una persona o a un grupo, la manera en la que perciben el mundo y lo que cuenta a sus ojos, la falta de compromiso será, casi con toda seguridad, una estrategia vana. Debemos abrirnos a la persona o al acontecimiento, dejarnos invadir por nuestras respuestas a las significaciones, es decir, generalmente, por nuestros sentimientos, que traducen esas respuestas. Por supuesto, nuestros sentimientos o nuestra comprensión de las significaciones humanas pueden también, en este género de situaciones, ser obstáculos. No llegamos a comprender en qué sentido los otros pueden ser diferentes de nosotros. Ahora bien, como bien lo mostró Gadamer, no es separándose totalmente del dominio de las significaciones humanas y esforzándose por captar las cosas por medio del lenguaje frío, neutro, de la 'ciencia social', que podremos mitigar esa dificultad. Eso produce, a la larga, un bloqueo a una nueva percepción. Es al dejarse desestabilizar por sus maneras de escapar a nuestras categorías bien definidas de significación, que se aprende progresivamente a abrir esas categorías y a modificarlas para poder comprender a los otros (Taylor 2011 506-507).

Dicho de otro modo, comprender al otro significa comprender cómo él comprende y cómo nosotros no lo comprendemos. No se trata aquí simplemente de traducir en el lenguaje que nos es propio, que es el lenguaje de la asimilación homogeneizante, sino de escuchar bien lo que se dice en la alteridad. Tratándose de culturas, se trata de evitar tanto el universalismo etnocentrista, que homogeniza fácilmente, como el relativismo que, absolutizado, mantiene la pura diferencia y conduce a lo que Taylor denomina como "la incorregibilidad", y que se convierte en indiferencia. Por ello, puede ser favorecida una comprensión dialógica, a la altura de la estructura dialógica del ser humano: en ella, es el conocimiento del otro como tal el que importa.

Así, somos llevados a pensar que la actitud hermenéutica nos permite pensar la posibilidad de que las cosas sean así o de otra manera: se puede, tanto en el plano individual como en aquel de los imaginarios sociales, en el plano de las culturas, procurarse, en las interpretaciones propias o en aquellas a las cuales los individuos tienen acceso (especialmente por sus relatos históricos, literarios...), una "contrafactualidad", es decir, algo que permite pensar más allá de lo que es. Es entonces de manera inmanente, sin perder el contacto con lo que ellos critican, que los individuos pueden elevarse a un punto de vista otro, que por este motivo no tiene necesidad de ser universal, mostrando en qué puede consistir el compromiso hermenéutico.

La nueva era hermenéutica de la razón

Posiblemente, hay un nuevo momento en la era hermenéutica de la razón, una nueva era hermenéutica de la razón. A lo largo del siglo xx, la hermenéutica estaba toda orientada hacia la comprensión de sí. Se trataba de tener una relación comprensiva consigo mismo y con su propio ser. Yo no deseo restituir aquí ese movimiento, que invierte la tradición hermenéutica, particularmente la hermenéutica filológica, que se dirige a los textos en su alteridad. Pero hoy la teorización de la comprensión en filosofía está en principio y antes que nada marcada no por la preocupación de sí, sino por la preocupación del otro. Esto no es asombroso en la medida en que la dimensión primera del arte de interpretar ha sido siempre la relación con el otro, siendo el intérprete en principio y ante todo un intermediario. Dicho de otra forma, la era hermenéutica de la razón conoce una inflexión donde, en la dialéctica de sí y del otro, el otro encuentra un nuevo acento. En efecto, sin duda hoy los supuestos han cambiado en relación con el siglo xx y, en particular en el campo ético y político, "la problemática de la diferencia se ha desplazado de la relación consigo (donde estaba centrada en los valores de la adherencia a sí o del apego) hacia la relación con el otro o con los otros" (Renaut 2011 248).

Esto otorga una orientación específica a la era hermenéutica de la razón. La cuestión del pluralismo y de la diversidad cultural estaba menos viva en los años 80, tal vez por el hecho de la guerra fría, que tenía tendencia a homogenizar, al menos en el imaginario, en grandes bloques, Occidente y Oriente (cf.Renaut 2011), que se presentaban como reservas de sentido, de evidencias. Es necesario que el sentido se derrumbe para que aparezca en la diversidad de sus refracciones. En un mundo de la identidad plural, cuya medida se toma del hecho del pluralismo, la consciencia de la pregunta por la comprensión del otro, del extranjero, si bien antigua, gana en amplitud. Ciertamente, las cuestiones del sí mismo están desde siempre íntimamente ligadas a las del otro, pero el ángulo de abordaje es diferente a pesar de todo.

Y es allí, sin duda, donde la actitud hermenéutica puede mostrarse esencial, como lo manifiestan la importancia tomada por la hermenéutica intercultural o la atención puesta en la filosofía de la traducción, en ocasiones presentada como nuevo paradigma. Todo esto nos muestra que comprender es ser inquietado por el otro. En la hermenéutica intercultural, la confrontación de las comprensiones implica transformaciones de aquel que comprende, despejando la perspectiva en la que el discurso otro debe tener un sentido para nosotros, y conduciendo a una relación crítica tanto con el otro como con nosotros mismos. Tales transformaciones no son fáciles en el régimen de la interculturalidad, y una de sus preguntas cruciales es aquella de la coexistencia de interpretaciones incompatibles cuando implican valores prácticos. Ya que, en ese caso, debemos escoger. Dicho de otra manera, la hermenéutica intercultural está deliberadamente abierta al campo práctico, a la teoría de la acción. Sin duda, es allí donde podrá medirse la fecundidad de la actitud hermenéutica.

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* Traducción de la conferencia L'attitude herméneutique, dictada por Christian Berner el Q de octubre del año 2017 en la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, en el marco de un seminario organizado por el grupo de investigación La hermenéutica en la discusión filosófica contemporánea del Departamento de Filosofía y auspiciado por el acuerdo de intercambio académico internacional Ecosnord. Para una versión más completa de esta conferencia, publicada bajo el mismo título, cf. Stefano Bancalari (2016).

1"Todos los hombres desean naturalmente saber (eidenai)", escribe Aristóteles (cf. Metafísica A 1 980 a 21). Oliver Scholz, basándose especialmente en los trabajos de M. Burnyeat, recuerda que hubiese sido preferible traducirlo como "comprender" (cf. Scholz 1 nota 2).

2"Warum ist Sinn überhaupt, warum ist nicht Unsinn statt Sinn?"

3Traducido en la recopilación de Pierre-Henri Tavoillot (cf. 1995).

4En francés en el texto.

5Se podrá ver lo que de allí extrae, en la línea de Charles Taylor, Hartmut Rosa (2010)

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