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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.70 no.177 Bogotá Sep./Dec. 2021  Epub Sep 30, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v70n177.94580 

Artículos

¿SE ATRAPA ANTES A UN MENTIROSO QUE A UN COJO? MENTIRA, ENGAÑO, SINCERIDAD Y VERDAD EN LOS ENSAYOS DE MICHEL DE MONTAIGNE

CAN YOU CATCH A LIAR BEFORE A CRIPPLE? LIE, DECEPTION, SINCERITY AND TRUTH IN MICHEL DE MONTAIGNE'S ESSAYS

VICENTE RAGA ROSALENY* 
http://orcid.org/0000-0002-3523-1453

* Universitat de Valencia - Valencia - España Vicente.Raga@uv.es / ORCID: 0000-0002-3523-1453


RESUMEN

Los estudios actuales sobre la mentira priman su lado epistémico y desatienden los aspectos morales. Tal distinción es clara en los intentos de diferenciar la mentira de la intención de engañar, y tienen como contrapartida una concepción de la verdad realista. Por ello, las interpretaciones que cuestionan o minimizan la existencia de la Verdad tienden a ser rechazadas, y parece que tampoco podrían abordar satisfactoriamente la mentira. En este artículo cuestionaremos dicha asunción, mostrando cómo un autor del Renacimiento, Michel de Montaigne, sostiene una perspectiva "negadora" de la verdad y critica la mentira, precisamente destacando su dimensión moral.

Palabras clave: engaño; mentira; rumor; sinceridad; verdad

ABSTRACT

Current studies on lying emphasize its epistemic side and neglect the moral aspects. Such a distinction is clear in the attempts to distinguish lying from the intention to deceive and has as a counterpart a realistic conception of truth. Therefore, interpretations that question the existence of truth, or that minimize it, tend to be rejected, and it seems that they could not satisfactorily address the lie either. In this article we will question this assumption, showing how a Renaissance author, Michel de Montaigne, maintains a "denying" perspective of truth while criticizing the lie, precisely by highlighting its moral dimension.

Keywords: deceit; lie; rumor; sincerity; truth

A propósito o no, tanto da, en Italia circula como refrán que si alguien no se ha acostado con una coja, no conoce a Venus en su plena dulzura. La fortuna o algún caso particular pusieron hace mucho tiempo esta frase en boca del pueblo; y se dice tanto de los varones como de las mujeres. M. MONTAIGNE, Los ensayos

¿Cómo puede saber la gente que todo eso es mentira? H. Böll, El honor perdido de Katharina Blum

Introducción

¿Se puede rechazar la mentira y, al mismo tiempo, cuestionar las concepciones sustantivas de la verdad? Intuitivamente diríamos que no. Después de todo, parece que nos hace falta alguna noción de verdad para poder mentir. Los enunciados con pretensión de verdad, esto es, las aserciones, constituyen la base de nuestro lenguaje. Sin enunciados asertivos fracasaría la función comunicativa de nuestras lenguas y la vida, tal y como la conocemos, quizá fuese inviable. En ese sentido, puede decirse que la mentira es parasitaria de la verdad, se miente al desviarse del inicial impulso verídico.

Pero ¿qué es la verdad? O mejor, ¿de qué tipo de verdad estamos hablando? No vamos a responder a la pregunta de Pilatos en este artículo, ni tampoco a contestar al interrogante inicial de manera general.1 En su lugar, pretendemos explorar la relación entre mentira y verdad, engaño y sinceridad, en la obra de un destacado pensador del Renacimiento, el autor de Los ensayos, Michel de Montaigne, porque creemos que ofrece una respuesta afirmativa sorprendente a la pregunta con la que abrimos este texto.

Aunque antes debemos revisar la definición de mentira más comúnmente aceptada en algunos ámbitos de la filosofía contemporánea, donde el componente epistémico tiene mayor relevancia que el axiológico.2 De hecho, al entender la mentira como una noción separable de otra, que suele estar íntimamente vinculada con ella, la del engaño, se concibe la primera como parcialmente independiente de la intencionalidad y de elementos evaluativos (cf.Carson 2006 286). Así, si el mentir puede deslindarse de las preocupaciones morales, y lo que importa es su dimensión gnoseológica, se necesitará una concepción sustantiva de la verdad, quizá de tipo realista (la que sostiene la clásica correspondencia con la realidad), para concebir adecuadamente la mentira. En esa misma línea, los que minimizan, o rechazan incluso, las concepciones fuertes de verdad no podrán aceptar, ni criticar tampoco, la mentira.3

No obstante, sin duda Montaigne rechaza la mentira, de manera destacada en algunos capítulos de Los ensayos, como "Los mentirosos" (1 9), "El desmentir" (11 18) y "Los cojos" (m 11), y en general a lo largo de su obra, donde la crítica a quienes mienten o propalan mentiras, bulos o rumores es enfática y reiterativa. Pero, a la vez, el pensador francés defiende una postura que podríamos denominar "negacionista" en relación con la verdad. Más radicalmente incluso que los representantes de la corriente helenística con la que usualmente se le relaciona, los escépticos o pirrónicos, el autor de Los ensayos señala que la Verdad, con mayúsculas, nos está vedada a los seres humanos, aunque no su búsqueda.

No nos parece casual que Montaigne rechace la mentira en términos claramente morales, tanto en la esfera personal, privada, como en la social, pública, enlazando estrechamente dicha noción con la del engaño, y que a la vez proponga una concepción no sustantiva de la verdad. De hecho, frente a la decadencia axiológica de la mentira en el pensamiento contemporáneo, la reivindicación de este aspecto en Los ensayos nos permitirá explorar una posición aparentemente contradictoria, y que puede ampliar nuestra comprensión de dicha noción: la de alguien que, al mismo tiempo que defiende el valor intrínseco de las virtudes de la veracidad (principalmente la sinceridad, aunque sin olvidar la precisión), no se compromete con una noción realista, sustantiva, de la verdad (cf. Williams 91).4

¿Mentir(se) sin engaños? Un debate abierto

Probablemente, cuando el ser humano desarrolló capacidades lingüísticas, junto con la posibilidad de enunciar lo que creemos, surgió también la de decir algo distinto, lo que suponemos falso. La mentira debe ser tan antigua como la comunicación verbal en nuestra especie y quizá en otras: desde que se nace, se es lo suficientemente viejo como para engañar y, desde que se tiene lenguaje, para mentir.

Sin embargo, la reflexión en torno a la mentira, al menos en Occidente, se remonta en general a la Antigüedad tardía. En concreto, la genealogía del mentir suele iniciarse con las reflexiones de Agustín de Hipona, uno de los pensadores cristianos más relevantes de su tiempo, que consagró al menos un par de tratados a reflexionar sobre la mentira: De mendacio y Contra mendacium, con unos veinticinco años de distancia en su redacción.5

Así, de acuerdo con las formulaciones de Agustín, mentir se asocia con un par de condiciones: por una parte, cierta duplicidad en el pensamiento, esto es, creer o saber que algo es verdad, y expresar una cosa distinta mediante la palabra, pensando que es falso lo que se dice; por otra parte, el deseo intencionado, o la voluntad, de engañar (cf. 533-535). No se miente, pues, por decir una mentira, algo que resulta ser falso, si creemos que es verdadero lo que transmitimos, ni se deja de mentir, aunque no se logre engañar al otro efectivamente, si teníamos la intención de hacerlo.

Tal concepción no ha variado mucho, si fijamos nuestra atención en una definición bastante canónica, formulada en nuestros días por el filósofo Bernard Williams. Para este, una mentira es "una aserción cuyo contenido el emisor cree que es falso y que formula con la intención de engañar al oyente respecto a ese contenido" (Williams 102). Y pueden encontrarse otras definiciones influyentes en el análisis contemporáneo, como la de Chisholm y Feehan, que insisten en la intención del que miente en contribuir causalmente a que quien le oye crea que el orador acepta lo que en realidad este supone falso (cf. 152). Esto es, resaltan tanto la duplicidad del pensamiento del emisor de un enunciado mentiroso, como su intención de engañar al desprevenido interlocutor.6

De aquí se desprende entonces una serie de condiciones que parecen necesarias para poder hablar de la mentira: por un lado, quien miente ha de enunciar algo y, además, ha de creer, o saber, que lo que asevera es falso (lo que excluiría la ironía o una declamación teatral); por otro, ha de tener la intención de engañar a su interlocutor, aquel al que dirige su enunciado. Asimismo, se incluye a menudo una mención a la falsedad, que exige que lo declarado sea materialmente falso, pero esta última condición no la menciona Williams, ni tampoco Agustín de Hipona.

Sin embargo, autores como Carson respaldan esta última condición, señalando que, si un enunciado resulta ser verdadero, aunque el que lo pronuncia lo creyese falso, o no tuviese una creencia al respecto, no mentiría (cf. 2010 24). Pero tal tesis parece contraria a nuestras intuiciones y usos cotidianos, porque entonces quedaría en manos del azar si mentimos en una ocasión dada, de acuerdo con que los enunciados se correspondan o no con la realidad (cf. Fallis 48). Es esta, sin duda, una consecuencia indeseada, pero Carson la propone porque encaja con su rechazo de una condición antecedente, la intención de engañar. Sea como fuere, la mayor parte de los estudiosos mencionados considera innecesaria la falsedad material, porque escapa a nuestro control, mientras que la intención de decir algo falso sí estaría en nuestras lenguas.7

Otra cuestión, relacionada con estas, es la de si basta con que el hablante crea que la aserción realizada es falsa o si ha de saberlo para hablar de una mentira (cf. Tomasini-Bassols 211). Y aunque esta es una cuestión difícil, lo cierto es que no parece que se pueda mentir con la verdad (a eso lo llamaremos un poco más adelante desorientar), pero sí transmitir una mentira, tomándola por cierta. Así que el requisito más fuerte de conocimiento sería necesario, para no proponer tesis tan poco convincentes como la mencionada por Carson, o bien ha de reforzarse la intención de engañar, para que nuestras definiciones no resulten contraintuitivas.

No obstante, en los últimos tiempos ha cobrado fuerza precisamente el cuestionamiento del engaño como condición necesaria para mentir, bien sea que nos refiramos al contenido declarado en el enunciado, como específica Williams (cf. 102), bien sea sobre otra cosa distinta. De hecho, es el mencionado Carson quien más ha insistido en que existen circunstancias en las que se puede mentir sin tener intención de engañar (siempre que, para este autor, dicha mentira lo sea materialmente, claro). Imaginemos así, por mencionar uno de sus ejemplos más famosos, que un testigo levanta falso testimonio ante un tribunal, a sabiendas de que no será creído, porque teme a un político, que se sabe intocable (cf Carson 2006 289-290).

Estas son las denominadas "mentiras descaradas", que no precisan de la intención de engañar, ya que el mentiroso no busca inducir creencias en el oyente, sino tan solo formular aserciones insinceras.8 También se han formulado otras variantes de la mentira que supuestamente no requieren del engaño, como las que podríamos denominar "mentiras relativas al conocimiento". Estas no buscarían inducir una falsa creencia en el oyente de manera disimulada, sino tan solo ocultarle cierta información (cf.Sorensen 2010 610). Además, se han propuesto algunas subclases adicionales (como las metacognitivas o las de reconocimiento), abriendo un espacio suficientemente amplio como para cuestionar de manera consistente que la intención de engañar esté entre las condiciones necesarias de la mentira.

Aun así, cabe preguntarse si dichos contraejemplos lo son efectivamente. Después de todo, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la mentira descarada? Se supone que esta es una que el oyente detecta claramente, y de ahí se desprende que quién la enuncia no puede tener intención de engañarle. Sin embargo, aunque existan casos reales, como el del testigo temeroso, su interpretación no resulta tan evidente.

En cierto sentido, en estos casos alguien habla por boca del testigo, esto es, le impone su discurso (cf. Tomasini-Bassols 214). En concreto, es el político quien dicta desde las sombras las palabras al que testifica, y este tiene la clara intención de engañar con las mentiras del atemorizado testigo. Y lo mismo sucede con los ejemplos de mentiras relativas al conocimiento, dado que ocultar información es compatible con provocar en alguien una falsa creencia, esto es, engañarlo. De hecho, parece que la única forma de hablar de mentiras cognitivas es admitiendo que, para ocultar algo sabido, se han de inducir falsas creencias y, por lo tanto, que necesariamente ha de engañarse al oyente (cf. Lackey 241).

Parece entonces que, pese a los esfuerzos por distanciar el engaño de la mentira, o distinguir una subclase de las segundas que no requiera de la primera, la mentira y el engaño siguen firmemente vinculadas. En efecto, es posible generar creencias falsas por medio de enunciados verdaderos, esto es, engañar al oyente con la verdad, lo que antes indicamos que puede denominarse "desorientar", pero lo contrario no es tan claro (cf. Williams 106). Mentir requiere quizá de algún tipo de intencionalidad engañosa, y la creencia firme en la falsedad de lo enunciado, pero no es cierto lo contrario, porque se puede engañar sin mentir, igual que se pueden transmitir enunciados mentirosos sin conciencia de la falsedad de la información compartida.

Pero ¿por qué esa insistencia en separar la mentira de la condición de engaño? Probablemente lo que se está buscando es reducir la dimensión intencional y, por ese camino, el aspecto moral, que tradicionalmente había primado en las definiciones de la mentira. Si esta se entiende como una forma de engaño, o como algo relacionado estrechamente con la intención de engañar y abusar de la confianza del oyente, caben las reclamaciones morales que usualmente suscita este acto de habla.

Si, alternativamente, la comprendemos como un instrumento lingüístico, como una práctica que se superpone al uso primario del lenguaje: la descripción de la realidad, o la transmisión de información, estaríamos destacando su dimensión epistémica, mucho más interesante para gran parte de los estudiosos actuales (cf. Skalko 54). La mentira, en algunos casos centrales por lo menos, busca ocultar información, impedirle conocer al oyente algún hecho concreto, pero la manipulación, o los efectos negativos de la mentira sobre las relaciones humanas, quedan así en un segundo plano.

Esto tiene una contrapartida, y es que en ese caso la verdad cobra una importancia mayor de la que tenía en las definiciones clásicas de la mentira. Y es que no es claro que la verdad en el campo moral, o en el estético, pueda ser de tipo sustantivo, realista. En efecto, al entender la mentira en términos epistémicos, el análisis contemporáneo ha vuelto a suscitar el interés en torno a la verdad, no pareciendo ya satisfactorias las respuestas pragmáticas, o mínimas, que quizá sirvieran en el campo del arte o la moral. Así, mentir sin engañar podría equivaler a reivindicar radicalmente una verdad sin ambages.

Montaigne y la esquiva verdad

Esta verdad, con la que terminamos la sección previa de nuestro artículo, parece la acompañante perfecta de la mentira, al menos para los teóricos que se han dedicado a estudiarla recientemente. Recordémoslo una vez más: si entendemos por dicha noción la clásica correspondencia de nuestros enunciados con la realidad, esto es, una concepción realista, la mentira tendrá que ver con su falseamiento. Los enunciados verídicos se mantendrán así en una relación de representación con la realidad, que está compuesta de objetos pertenecientes a las clases naturales objetivas, y las mentiras desvirtuarían dicha correspondencia (cf García-Carpintero 4).

No obstante, no es esta la única concepción de la verdad que los estudiosos tienen a la mano. De hecho, autores como Rorty o Putnam han popularizado alternativas de raigambre pragmatista, entendiendo que la verdad se identifica con aquello que podemos aceptar racionalmente, dadas nuestras circunstancias e intereses. Y si esta propuesta, que algunos autores como Williams denominan "negadora" de la verdad, parece demasiado provocativa, especialmente en el ámbito de la verdad empírica, existen otras, "deflacionarias" o mínimas, formuladas por autores como Tarski o Frege, que proponen simplemente que la verdad es aquello que aseveramos como verdadero.

No vamos a detenernos en el análisis de cuán viables son estas propuestas, ni tampoco a exponerlas por extenso. En lugar de ello, proponemos que es posible encontrar un antecedente de la primera, o al menos una posición que puede adscribirse a la segunda formulación de la verdad, alternativa a la realista, en la obra de Michel de Montaigne. Esto puede no resultar evidente en primera instancia; no en vano se ha popularizado la lectura de este como difusor del escepticismo antiguo en la Modernidad, y como uno de los escépticos modernos más consistentes.9

Cierto es que esta interpretación está en sintonía con la de sus primeros lectores, que entendieron al autor francés como un defensor del pirronismo (cf. Raga 2019 63). Así lo leyó su heredero espiritual, Pierre Charron, o uno de sus críticos iniciales más furibundos, Blaise Pascal para quien

[Montaigne] sitúa todas las cosas en una duda universal y tan general que esa duda se ejercita sobre sí misma, es decir, que la duda duda de sí; su incertidumbre gira sobre sí misma como un círculo perpetuo y sin reposo; y se opone igualmente a aquellos que aseveran que todo es incierto y a los que dicen que no todo lo es, porque no quiere asegurar nada. (27)

Más aún, el propio entorno intelectual de Pascal, y en especial los autores de la Lógica de Port-Royal, Arnauld y Nicole, denunciaban Los ensayos como obra de un autor insincero y representante de la "secta de los pirrónicos", precisamente por su concepción del lenguaje en relación con la verdad (cf. Reguig 712). Y es que, mientras que para estos el lenguaje dispone de instrumentos adecuados, la negación y la afirmación, que permiten describir la realidad y orientar racionalmente la acción, Montaigne no compartía su optimismo. De acuerdo con el ensayista francés, tal alternativa encierra al filósofo en una empobrecedora dicotomía:

Veo que los filósofos pirrónicos no pueden expresar su concepción general con ninguna clase de lenguaje; necesitarían, en efecto, uno nuevo. El nuestro está formado enteramente por proposiciones afirmativas, que les resultan del todo hostiles, de manera que cuando dicen "dudo", les saltan al instante al cuello para hacerles confesar que por lo menos afirman y saben que dudan. (Montaigne 11 12, 527)

De este modo, siguiendo la lectura de Arnauld y Nicole, Montaigne degradaría la necesaria relación entre lenguaje y verdad, al enfatizar inadecuadamente las faltas del discurso, y siendo al mismo tiempo laxo con las exigencias de la "verdadera razón".

Sin embargo, precisamente el hecho de vincular el pensamiento de Montaigne con el escepticismo antiguo iría en contra de nuestra interpretación de un autor ligado a los actuales "negadores" de la verdad, o cercano a los partidarios de una perspectiva "deflacionaria". Y es que, de acuerdo con la narración del pirrónico más representativo de la Antigüedad, Sexto Empírico, quién se inicia en el camino del escepticismo busca establecer cuál es el punto de vista verdadero, el argumento cierto, la apariencia correcta (cf. 1 7). Y esto, por una parte, supone rechazar la temeridad de los dogmáticos, rápidamente dispuestos a aceptar el discurso que les resulte más persuasivo, pero también conlleva una clara disposición a persistir en la búsqueda de la verdad.

En efecto, el escepticismo antiguo se oponía al apresurado abandono de la investigación que caracterizaba, según su descripción, a las diversas corrientes filosóficas. Aquellos que aseveran una posición teórica ya no siguen investigando, porque creen haber alcanzado la verdad (cosa que también sucede en la vida cotidiana). Y a esta precipitación los escépticos antiguos le aplicaban un correctivo terapéutico en dos pasos: primero, yuxtaponiendo los argumentos y apariencias en conflicto de las distintas escuelas llegaban al equilibrio entre ellos, en virtud de su "igual fuerza" (cf. I 8-11); luego, al no abandonar nunca las exigencias de la razón, los desacuerdos irresolubles y los equilibrios argumentativos permanentes les conducían a la suspensión de asentimiento o epokhé (cf. id. I 196). Esto es, en vez de decidirse por una posición filosófica u otra, la propia razón teórica les obligaba a ponerlas todas en cuestión.

Pero esto no implicaba un rechazo de la verdad por parte del pirronismo clásico. Al contrario, esta seguía siendo la meta a la que ha de aspirarse de manera indefinida. La gran diferencia con los dogmáticos, no obstante, es que ya no está claro si llegará a alcanzarse en algún momento. Más aún, lo que los escépticos antiguos proponían era continuar con tal investigación o zétesis contando ahora con una serie de beneficios o mejoras epistémicas (cf. Olfert 148), como la tranquilidad de la que gozarían, en contraste con la precipitación dogmática de las escuelas rivales, o la temeridad de los apegados a determinada opinión en la vida ordinaria.

Esto nos llevaría a entender que Montaigne tampoco rechazaba una definición sustantiva de la verdad, en línea con la caracterización del pirronismo que acabamos de esbozar. Pero no es claro que Montaigne sea realmente escéptico, pese a lo venerable de dicha tradición interpretativa, que valora filosóficamente Los ensayos del autor francés por su carácter pirrónico. De hecho, si el equilibrio argumentativo y la suspensión del juicio son los dos pasos de la mencionada terapia escéptica, cabe señalar que Montaigne no sigue a pies juntillas ninguno de ellos. En cuanto a lo primero, el autor francés en su obra adopta uno de los lados de cualquier cuestión planteada (como en el caso del suicidio, en n 3, o en sus constantes críticas a la crueldad e, incluso, en el caso del asunto que nos ocupa, con su decidido rechazo de la mentira). Y, en relación con lo segundo, es obvio que, al tomar posiciones no puede suspender el juicio, aunque sus compromisos a menudo sean transitorios.

Sin duda, tienen razón los intérpretes al decir que Montaigne es partidario del escepticismo antiguo. Pero, al contrario de lo que cabría esperar de un escéptico ortodoxo, el pensador francés no tiene problema en distanciarse de este, igual que de cualquier otra escuela filosófica doctrinaria. En el fondo, para el autor de Los ensayos todos son filósofos, por lo que aspiran a la Verdad, aunque en el caso de los escépticos dicha búsqueda no tenga término, y ese objetivo compartido no deja de ser ilusorio:

Si filosofar es dudar, según se dice, con mayor razón tontear y fantasear como lo hago yo debe ser dudar. A los aprendices les atañe, en efecto, preguntar y debatir, al maestro, resolver. Mi maestro es la autoridad de la voluntad divina, que nos rige sin disputa, y cuyo rango se halla por encima de estas humanas y vanas discusiones. (Montaigne 11 3, 350)

Si el filósofo va a la caza de la Verdad, Montaigne por su parte se distrae tonteando y fantaseando, pues, como indica en cierto famoso pasaje, "no soy filósofo" (Montaigne m 9, 950). Así que, lejos de suscribir el escepticismo, Montaigne hace uso de este para sus propios fines, que son principalmente éticos y estéticos, no epistémicos: "si alguien va a la búsqueda de la ciencia, que la coja allí donde esté. Por mi parte, de nada hago menos profesión" (11 10, 407).

Así, para el autor francés, "carecemos de comunicación alguna con lo que es" (Montaigne 1 3, 17); es decir, existe una separación radical entre nosotros, nuestras opiniones y existencias contingentes, y lo que verdaderamente es, allí dónde reside el Ser y la Verdad, esto es, Dios. Y bien sea por la influencia de Agustín de Hipona, o fruto de interpretaciones afines a la teología negativa, el caso es que, para Montaigne la Verdad es trascendente al ser humano (cf. Miernowski 548). Aunque, es importante señalarlo, la inaccesibilidad de la Verdad no nos reduce al silencio, sino que nos abre un espacio para su caza, para la elaboración y formulación de los más diversos argumentos y opiniones (cf. Montaigne m 8, 928).

Detrás de dicha convicción, tan poco escéptica, hay sin duda una concepción epistémica concreta, que algunos se han aventurado a explorar, proponiendo, por ejemplo, que para Montaigne, dado que el ser humano no conoce ni siquiera su propio cuerpo, ni su alma, menos podría conocer las cosas que le rodean (cf. Meillassoux 48):

Aparte de la ductilidad de nuestra inventiva para fabricar razones para toda suerte de sueños, nuestra imaginación tiene la misma facilidad para recibir impresiones de la falsedad por apariencias muy frívolas. [...] Nada hay tan versátil y errático como nuestro entendimiento: es el zapato de Teramenes, bueno para cualquier pie. (Montaigne III 11, 1034)

Además, a las limitaciones cognitivas del sujeto se sumaría el carácter elusivo de sus objetos. La mente humana no tiene acceso a las cosas mismas, sino que siempre se confronta con imágenes o apariencias, "fantasías". Así, solo por casualidad podríamos llegar al conocimiento, pues nuestra alma "desconoce la verdad" (Montaigne II 12, 561-562).

En efecto, "la verdad y la mentira tienen aspectos conformes, aire, sabor y andares semejantes: las miramos del mismo modo" (Montaigne III 11, 1027). Esto implica que ni siquiera la verosimilitud, proporcionada quizá por la abundancia y concordancia de testimonios, permita una aproximación gradual y superficial a los enunciados verídicos. Y es que puede que exista la Verdad, pero al desconocer la naturaleza de las cosas no podemos rechazar nada como increíble o imposible: "si la mentira tuviera, como la verdad, un único rostro, nos llevaríamos mejor. Porque daríamos por cierto lo contrario de lo que dijera el mentiroso. Pero el reverso de la verdad posee cien mil figuras y un campo indefinido" (Montaigne I 9, 37).

Esto explica la tolerancia de Montaigne con las anécdotas inverosímiles que se esparcen por Los ensayos (cf. Hartle 192), y la correlativa perdida del carácter sobrenatural de lo fabuloso, que se convierte ahora en signo y sello de la extrañeza natural del ser humano, la marca de la fragilidad de nuestra razón, aunque Montaigne también desconfía a menudo de la loca imaginación del vulgo, de su credulidad ingenua. Por ello, el hecho de que acepte sin discusión anécdotas cuestionables suscita, al mismo tiempo, la duda sobre su propia fiabilidad. ¿Cómo confiar en la sinceridad de quién considera tan esquiva la verdad?

Ser sincero como proyecto

El siglo de Montaigne estaba sumido en la simulación, el engaño y el embuste, según las descripciones y apuntes que, desolado, el autor va dejando caer en Los ensayos:

Pero ¿a quién creeremos hablando de sí mismo en una época tan corrompida, si a pocos o a nadie podemos creer hablando de otro, en lo cual mentir resulta menos provechoso? El primer rasgo de la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad. (Montaigne n 18, 666)

Algunos estudiosos, como especialmente Jean Starobinski, se dedicaron a rastrear minuciosamente dicha caracterización en la obra del pensador francés10 y, en efecto, las conclusiones no pueden ser más decepcionantes. De acuerdo con Montaigne, el mundo está enmascarado, y nosotros, cómplices de tal engaño, presos de su impostura, colaboramos con el predominio de la mentira en todos los niveles (cf. Starobinski 1968 120).

Por eso, Los ensayos pueden ser vistos como un intento de recuperar la inocencia perdida en "tan desgraciada época", siguiendo la estela de lo que ya su amigo del alma, La Boétie, había intentado llevar a cabo en su obra más conocida, El discurso sobre la servidumbre voluntaria (Guerrier 101). Pero, pese a las constantes protestas de "ingenuidad" y sencillez del autor de Los ensayos, así como a despecho de sus reiteradas reivindicaciones de autenticidad, no han dejado de sucederse las dudas en torno a su honestidad.11

De hecho, la obra del autor francés inicia con un prefacio al lector, en el que le indica explícitamente que el suyo es un "libro de buena fe" (Montaigne 5), y la denuncia de la mentira es recurrente en su obra. Sin embargo, desde muy temprano intelectuales como Malebranche o Pasquier notaron que tal sinceridad era dudosa, empezando por el artificio del mismo prefacio, donde se despedía al lector, pidiéndole que no malgastase su tiempo en una obra tan vana, destinada tan solo a sus familiares y amigos (cf. Miernowski 546). Pues ¿cómo reconciliar el supuestamente limitado alcance de la obra con su cuidado editorial y con las ambiciones políticas que Montaigne esperaba colmar al publicarla?

Otros, como los ya mencionados Arnauld y Nicole, siguiendo a Pascal, "desmintieron" a Montaigne, entendiendo que manipulaba a sus lectores y les ofrecía una imagen distorsionada. El autor francés habría recurrido de manera constante a un discurso autocomplaciente, y sus textos serían una confesión, pero involuntaria, de la vanidad de quien toma la pluma para hablar todo el tiempo de sí mismo. Finalmente, Rousseau, que tanto le debe a Montaigne en sus escritos autobiográficos, acusó al autor de Los ensayos de pintarse: "como quería ser visto, para nada como era, [...] Montaigne nos ofrece un retrato, pero de perfil" (1150).

Ahora bien, nada perjudica más el proyecto del autor francés que la insinceridad. De hecho, en diversos pasajes Montaigne insiste en la veracidad de sus escritos, y es que, como nos confiesa al inicio del capítulo "Los mentirosos": "a nadie le cuadra menos ponerse a hablar sobre la memoria. En efecto, casi no reconozco traza alguna de ella en mí, y no creo que haya otra en el mundo tan extraordinaria en flaqueza" (1 9, 34). Y ya se sabe que quien tiene escasa memoria difícilmente puede mentir, lo que garantizaría su espontánea sinceridad: "no sin razón se dice que si alguien no siente su memoria lo bastante firme, no debe meterse a mentiroso" (Montaigne 1 9, 35). Así, el autor dice ofrecerse a nosotros tal y como es, inalterado. Nada le obliga a fingir, dado que no tiene otra ambición que la de ser conocido, inicialmente por el reducido círculo de familiares, luego por los amigos que todavía no lo son y, finalmente, por los futuros lectores, a los que no podrá conocer.

En ese sentido, la fidelidad a sí mismo puede funcionar como criterio de "verdad", con minúsculas. Se trata de no distorsionar el pacto interior, de no hacer trampas con la propia identidad. Eso parece obligarle a decirlo todo, a no ocultarle nada a su lector, como una limitación nacida de su propio proyecto, de ese extravagante designio de tomarse a sí mismo "por argumento y por tema" (Montaigne III 5, 845). El pensador francés, a diferencia de tantos otros intelectuales, ha escrito un libro que pretende ser consustancial con su autor, en el que ha volcado sus inconstantes y, a menudo, contradictorios sentimientos, pensamientos, reflexiones, en suma, su identidad:

Al moldear en mí esta figura, he tenido que arreglarme y componerme tan a menudo para reproducirme, que el modelo ha cobrado firmeza y en cierta medida forma él mismo. Al representarme para otros, me he representado en mí, con colores más nítidos que los que antes tenía. No he hecho más mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí -libro consustancial a su autor, con una ocupación propia, miembro de mi vida, no con una ocupación y finalidad tercera y ajena como todos los demás libros-. (Montaigne II 18, 665)

Así, Montaigne no persigue en Los ensayos un conocimiento como aquel al que aspira el dogmático, de corte teórico, ni tampoco a la suspensión escéptica del juicio sobre la capacidad humana de alcanzar la Verdad. Pero eso no supone renunciar a toda búsqueda: "son mis fantasías, y con ellas no intento dar a conocer las cosas, sino a mí mismo" (Montaigne II 10, 407). El suyo es un objetivo menos escéptico que socrático, el de conocerse a sí y darse a conocer al otro, aunque también aquí encuentra obstáculos: ese contrato de veracidad, por el que autor se compromete solemnemente a decirle toda la verdad sobre sí mismo al lector, pronto tropieza con cosas que se le escapan, y con algunas que resultan impublicables.

Sea como sea, el suyo es un "libro de buena fe" precisamente en el sentido subjetivo del término, pues no pretende establecer una verdad que no conoce, sino ofrecerse al lector, prometiendo ser tan veraz sobre sí mismo como sea posible. Por ello, también le pide a este que haga acopio de toda la buena fe de que sea capaz al leerle. El contrato de lectura busca establecer una conexión con el lector, que lleve a una mutua revelación, a que también este pueda sincerarse consigo mismo.

Más aún, la aspiración expresada en Los ensayos no se limita a un pacto entre el autor y sus lectores. "a decir verdad, mentir es un vicio maldito" (Montaigne I 9, 36) y el pensador francés condena una y otra vez la mentira, ligándola estrechamente a la intención de engañar que, de acuerdo con sus propias palabras, amenaza la coexistencia pacífica, e incluso la propia sociedad humana (cf. Menager 146):

Mentir es un vicio abyecto y que un antiguo describe como muy infame diciendo que es demostrar desprecio a Dios y, al mismo tiempo, temor a los hombres. [...] Dado que nos entendemos por la única vía de la palabra, si alguien la falsea, traiciona la sociedad pública. Es el único instrumento por medio del cual se comunican nuestras intenciones y nuestros pensamientos, es el intérprete del alma. Si nos falla, dejamos de estar unidos, dejamos de conocernos entre nosotros. Si nos engaña, destruye toda nuestra relación y disuelve todos los lazos de nuestra sociedad. (Montaigne II 18, 666-667)

La confianza es una condición necesaria de la actividad cooperativa: si no nos fiamos del otro, difícilmente podremos trabajar juntos, y la vida social se nutre de estas acciones colectivas. Como poéticamente indicaba John Donne, ningún hombre es una isla, completo en sí mismo, y la base de la necesaria confiabilidad no puede ser meramente utilitaria, instrumental, porque eso nos conduciría a los famosos problemas de la teoría de juegos (como el dilema del prisionero, o el problema del gorrón). Si hemos de llegar a confiar en el comportamiento del otro, conductas como la de mantener la propia palabra han de ser valiosas en sí mismas, las han de respaldar nuestras emociones morales y una esfera de valores más amplia, compartida social y culturalmente (y, por lo tanto, variable en el curso del tiempo). Eso es lo que algunos teóricos como Williams denominan el valor intrínseco de la sinceridad (cf. 94), que Montaigne estaría reconociendo, tanto en los márgenes de su texto como más allá.

Conclusión

Es bien conocido el pasaje en el que Montaigne, en "Los mentirosos" (i 9), distingue entre mentir y decir una mentira:

No ignoro que los gramáticos distinguen entre decir una mentira y mentir, ni que afirman que decir una mentira es decir una cosa falsa pero que se ha tomado por verdadera, y que la definición de la palabra mentir en latín, de donde procede la nuestra, comporta ir contra la propia conciencia, y por consiguiente atañe tan solo a quienes dicen algo en contra de lo que saben. (Montaigne I 9, 35)

Tal distinción no la formuló originalmente el autor francés, sino que recoge una diferencia establecida por Aulo Gelio en el capítulo 11 del libro XI de las Noches áticas, siguiendo la versión del texto elaborada por Pedro Mejía en su Silva de varia lección.12 Pero lo interesante es que, mientras que en su formulación original Aulo Gelio se hacía eco de una distinción clásica entre error y falta, que remonta hasta la noción de Hamartia aristotélica (cf. Aristóteles 1453a), en el caso de Montaigne ambas nociones, la epistémica y la moral, terminan confundiéndose.

Es decir, como por otra parte era común en el Renacimiento (cf. Basset 73), el error, decir una mentira, transmitir una creencia falsa, aunque se haga inconscientemente, resulta moralmente tan reprochable para Montaigne como mentir, esto es, enunciar una proposición falsa con la intención de engañar. La idea detrás de esta confusión entre ambas nociones la desarrolla Montaigne en otro de los capítulos consagrados a la mentira, "Los cojos" (III 11): propalar rumores, esto es, decir mentiras, es tan pernicioso para la sociedad como dedicarse a mentir. Después de todo, la responsabilidad epistémica es éticamente tan importante como la sinceridad. En tiempos de Montaigne, a muchas mujeres se las condenó a la hoguera; en nuestros días los rumores terminan con el honor perdido de aquellos que se convierten en sus víctimas:

En el mundo se producen muchos engaños o, para decirlo con mayor audacia, todos los engaños del mundo se producen porque nos enseñan a tener miedo a profesar nuestra ignorancia y nos vemos obligados a admitir todo aquello que no podemos refutar. Hablamos de cualquier cosa de una manera preceptiva y resolutiva [...] Después de todo, es poner a muy alto precio las propias conjeturas para hacer quemar por ellas a un hombre vivo. (Montaigne III 11, 1030-1032)

Esta distinción entre mentir y decir mentira resulta curiosamente cercana a la que establece Williams entre la sinceridad, o proclividad a decir solo lo que se cree, y la precisión, o el esfuerzo intelectual por tratar de formarse únicamente creencias verdaderas. Aunque lo interesante es que, para el pensador anglosajón, tales virtudes lo son de la veracidad (cf. 100), entendida como una verdad sustantiva, relacionada con la realidad en términos de correspondencia, y con un carácter marcadamente epistémico, como la que prima en el análisis contemporáneo.

En ese sentido, la posición de Montaigne resulta aparentemente contradictoria, e insostenible,13 para la reflexión actual sobre la mentira. Después de todo, rechaza cualquier concepción sustantiva de la verdad y, al mismo tiempo, defiende sus valores intrínsecos, sinceridad y precisión. Pero la clave aquí es la separación que el autor de Los ensayos establece entre su juicio y la Verdad, así como su reivindicación axiológica de la mentira. Esto le permite "negar" o minimizar cualquier atribución desmedida de verdad y, a la vez, defender las virtudes de la veracidad.

En definitiva, quizá la propuesta de Montaigne cobre todo su sentido en el campo moral, o en el estético, donde hablar de la Verdad resulta problemático. Por ello mismo, frente a la separación entre mentira y engaño, llevada a cabo en muchos estudios contemporáneos, el pensador francés nos muestra la necesidad de repensar su unión. Aunque no lleguemos nunca a saber la verdad sobre la potencia erótica de determinadas personas, o acerca de los supuestos poderes de las brujas, tan condenable puede ser mentir como dedicarse a propalar rumores, sin preocuparnos por la sinceridad o la precisión morales.

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1Para ello existen ya importantes estudios, como, especialmente, el clásico y denso de Dummett o el de Williams e, incluso, el de Frankfurt. Asimismo, destacan los trabajos de Blackburn y de Lynch, sin pretender con esta breve enumeración agotar las referencias al respecto en un campo que sigue muy vigente.

2Aludimos a investigaciones dentro de lo que suele denominarse filosofía analítica, la que con mayor frecuencia se ha consagrado al análisis de los dos conceptos, verdad y mentira, con un predominio del aspecto epistémico sobre el moral. Puede encontrarse bibliografía actual al respecto en Mahon.

3Probablemente, Richard Rorty sea el ejemplo paradigmático de los "negadores" de la verdad, utilizando la terminología de Williams (cf. 16-17), y Rorty (cf. 19-42), una de las fuentes más claras de dicha posición. Por otra parte, la perspectiva deflacionaria, o mínima, sobre la verdad encuentra una formulación temprana en Tarski.

4Obviamente, sostener ambas cosas a la vez va en contra del propósito de Williams, que se alinea en su obra con los defensores de la concepción fuerte de la verdad, aunque nunca se detenga a analizar su naturaleza, intrínsecamente valiosa en la medida en que lo son sus virtudes principales: sinceridad y precisión.

5Ambos pueden encontrarse en Obras de San Agustín, Tratados morales (1954), aunque sus reflexiones sobre la mentira no se reducen a ellos. Por ejemplo, en el Enquiridión encontramos también una importante definición del mentir como una acción que va en contra de la propia conciencia (cf. García Jurado 8).

6La intención de ocultar las propias creencias, de fingir o representar algo distinto de lo que se cree, está presente en muchas versiones actuales de la comprensión filosófica de la mentira. Así, otra variante en esta misma dirección puede ser la enunciada por Davidson (cf 88).

7Como discutiremos, Montaigne articuló la condición de falsedad con la mentira, al hacerse eco de la diferencia entre mentir y decir una mentira, mencionada por el estudioso del período helenístico, Aulo Gelio. En esa dirección, a diferencia de muchos investigadores contemporáneos, el pensador francés también atribuyó una responsabilidad, siquiera sea parcial, a quien transmite un bulo, aunque no tenga intención de engañar y no dependa de él que ese enunciado sea materialmente falso.

8Sin embargo, tal concepción ha tenido éxito, y muchos otros autores se han sumado, con argumentos y ejemplos, a la crítica de la condición de engaño, por ejemplo: Sorensen (2007 254); Shiffrin (19-21); Fallis (41-43) o Saul (8).

9Richard H. Popkin ha sido uno de los estudiosos contemporáneos que más ha contribuido a dicha interpretación (cf. Popkin 44). Para una crítica reciente de esta lectura, que han seguido muchos autores en la estela de Popkin (cf. Raga 2020 91).

10Especialmente en su ensayo, Starobinski (1982), cuyo hilo conductor lo constituye, precisamente, la rebelión de Montaigne contra las máscaras del mundo.

11En algunos casos (cf. Delegue) la crítica se ha transformado en un intento de iluminar las formas oblicuas en que la veracidad puede desplegarse, mostrando cómo el disimulo arroja mayor luz sobre aquello que se pretende encubrir, pero usualmente el tono no ha sido tan positivo.

12Este asunto ha sido estudiado con detalle en el mencionado texto de García Jurado o también, entre otros, en Basset.

13Como, por ejemplo, ha destacado Mathieu-Castellani (cf. 23-25), en un magnífico estudio sobre el papel de la mentira y la verdad en Los ensayos.

Cómo citar este artículo:

MLA: Raga Rosaleny, V. “¿Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo? Mentira, engaño, sinceridad y verdad en Los ensayos de Michel de Montaigne.” Ideas y Valores 70.177 (2021): 153-171.

APA: Raga Rosaleny, V. (2021). ¿Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo? Mentira, engaño, sinceridad y verdad en Los ensayos de Michel de Montaigne. Ideas y Valores, 70(177), 153-171.

CHICAGO: Vicente Raga Rosaleny. “¿Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo? Mentira, engaño, sinceridad y verdad en Los ensayos de Michel de Montaigne.” Ideas y Valores 70, n.° 177 (2021): 153-171.

Recibido: 22 de Marzo de 2021; Aprobado: 09 de Mayo de 2021

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