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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.71 no.180 Bogotá sep./dic. 2022  Epub 27-Mar-2023

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v71n180.104679 

Diálogos

DESCARTES1

FRIEDRICH WILHELM JOSEPH SCHELLING* 

JORGE AURELIO DIAZ, TRAD.*  2

*Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia


Nota del traductor

Las siete lecciones, de las que hemos traducido únicamente la primera, dedicada a René Descartes, fueron dictadas por Schelling en 1827, en la Universidad de Munich, y buscaban introducir al pensamiento de su época y a su propio pensamiento, al trazar con rasgos muy sencillos el recorrido de la filosofía que, partiendo de Descartes, venía a desembocar en su propio sistema filosófico. Sirven así de introducción al pensamiento de Schelling, que fue expuesto por él en diversos textos de difícil comprensión, tanto por la complejidad de su articulación, como por sus construcciones conceptuales y el constante desarrollo en cuanto a sus intereses especulativos.

Además de Descartes, los autores analizados en las conferencias fueron Spinoza, Leibniz, Wolff, Kant, Fichte, Hegel y Jacobi, de modo que su atención estuvo centrada en la corriente racionalista, puesto que sobre la empirista había dictado ya otro ciclo de conferencias. Además, su propósito era situar su propia manera de pensar, a la que califica de filosofía positiva, frente al racionalismo, al que denomina filosofía negativa por haber sobrevalorado a la razón humana, al pretender deducir de ella el ser, desplegarlo y hacerlo retornar de nuevo a la misma razón, lo que tiene como consecuencia un sistema de la necesidad dentro del cual no queda lugar alguno para la libertad humana.

Para señalar la insuficiencia del racionalismo, Schelling apela a la distinción que había hecho notar la Escolástica entre el quid y el quod en lo que respecta a una cosa. El primero atiende a lo que la cosa es (quid est), es decir, a su esencia, mientras el segundo apunta a que la cosa es (quod est); en otras palabras, un asunto es preguntarse qué es algo, y otro muy diferente es preguntar si ese algo es. Una filosofía que avanza partiendo de las esencias, es decir, de las ideas, solo puede llegar a conclusiones sobre lo que debería ser si es que existiese, y se halla marcada por la más estricta necesidad, lo que hace imposible pensar la libertad; en esto consiste su carácter negativo. Mientras que. si se toma como punto de partida la existencia, el conocimiento avanza más allá del mero concepto del objeto conocido y logra comprender su existencia como tal. Y es precisamente este más, que se nos manifiesta en la existencia de lo real, el que nos abre el camino a la comprensión de la voluntad y, por consiguiente, de la libertad.

Porque la voluntad, como lugar de la libertad, no puede ser deducida, sino constatada, de modo que lo absoluto o Dios no es entendido así una mera idea, un quid, una esencia, sino como verdadero quod, como un existente, un acto de ser, una persona y un creador. De esta manera, Schelling se propone fundamentar la idea cristiana del Dios personal, lo que nos permite entender la problematicidad que implican sus pretensiones sistemáticas.

Ahora bien, si estos intereses sistemáticos se ven reflejados en sus conferencias, y en particular en esta sobre el pensamiento de Descartes, lo interesante es sobre todo el punto de vista desde el cual aborda las propuestas del pensador francés. Porque Schelling lo considera el verdadero iniciador del pensamiento moderno, que, habiendo establecido una clara ruptura con la Escolástica medieval, abría el camino para una forma de filosofía radicalmente libre. De modo que en el pensamiento cartesiano había que examinar dos aspectos: uno muy significativo, que configura su gran aporte a la filosofía y que se encuentra en esa ruptura con el pasado, y otro que debía señalar la insuficiencia de su propuesta por hallarse marcada con el carácter de la filosofía negativa que no permite el acceso a la libertad.

DESCARTES

Introducción

Hay diversas razones por las que se puede considerar apropiado, al menos como adición a una introducción a la filosofía misma, dirigir también una mirada retrospectiva a los sistemas precedentes. También la filosofía es una obra del tiempo y se halla integrada en un constante desarrollo. Todo aquel que se considera en condiciones de hacerla avanzar un paso más, ya sea grande o pequeño, se verá naturalmente inclinado a manifestar su relación con lo que lo ha antecedido, para de esa manera dejar en claro en qué punto del desarrollo o de la parálisis se propone tomar la ciencia y hacia qué meta próxima conducirla. La participación en sus propias investigaciones será tanto más elevada, cuanto logre mostrar paso a paso cómo hasta ahora se ha errado el fin supremo. Quien se inicia en la filosofía aprende de esa manera, aunque en forma meramente histórica, a conocer previamente aquellos objetos de los cuales se trata y que han ocupado de manera preponderante a los espíritus de los últimos siglos. Finalmente, si para aprender a valorar y a juzgar la verdad es necesario, conocer también el error, entonces esa exposición es ciertamente la mejor manera y la más amable de mostrarles a quienes comienzan el error que debe evitarse. Y estas razones adquieren sin duda un mayor peso cuando no se trata meramente de un nuevo método y de opiniones diversas sobre aspectos determinados, sino de un cambio en el concepto mismo de filosofía. En este caso resulta deseable que este concepto, independientemente de la verdad que él tenga en sí y originariamente, aparezca a la vez como el resultado natural e histórico de los esfuerzos anteriormente fallidos, ya no en su mera generalidad, sino como un resultado necesario precisamente de este tiempo.

Descartes

La historia de la nueva filosofía europea se extiende desde el derrumbamiento de la Escolástica hasta el momento actual. René Descartes, nacido en 1596, iniciador de la filosofía más reciente, revolucionario según el espíritu de su nación, comenzó rompiendo toda relación con la filosofía anterior, borrando como con una esponja todo lo que se había hecho en esta ciencia anteriormente, y construyéndola de nuevo desde el principio, como si antes de él no se hubiera filosofado nunca. La consecuencia necesaria de una tal ruptura total fue, en todo caso, que la filosofía retrocedió como a una segunda infancia, a una especie de minoría de edad, más allá de la cual se hallaba ya la filosofía griega con sus primeros pasos. Por el otro lado, este retroceso a la sencillez de la ciencia ha podido tener sus ventajas; con él se la redujo, de la amplitud y despliegue que había alcanzado ya en la Antigüedad y en la Edad Media, casi a un único problema, que ahora, mediante una expansión sucesiva y luego de que todo estaba preparado en sus detalles para ello, se ha extendido hasta la tarea omniabarcante de la moderna filosofía. Es casi la primera definición que se ofrece de la filosofía, cuando se dice que es la ciencia que empieza simplemente desde el comienzo. Tuvo entonces que impactar mucho cuando se comenzó, aunque solo fuera en el sentido de no suponer nada de la anterior filosofía y de lo demostrado por ella.

Tales de Mileto, el filósofo griego, debió haber preguntado: ¿Qué es lo primero y lo más antiguo entre todas las cosas de la naturaleza? El comenzar se entendió así de manera objetiva. Pero Descartes solo pregunta: ¿qué es lo primero para mí? Y naturalmente no pudo entonces responder sino: yo mismo, y yo mismo a lo más con respecto a ser. A esta primera certeza inmediata debían entonces conectársele todas las demás certezas, todo lo demás solo sería verdadero en la medida y hasta donde estuviera en conexión con aquella certeza inmediata. Ahora bien, es claro que la proposición yo soy es punto de partida para mí -y únicamente para mí-; de modo que la relación que surge mediante la conexión con esta proposición, o con la consciencia inmediata del propio ser, únicamente puede ser una conexión subjetivamente lógica, es decir, yo solo puedo concluir: tan cierto como estoy de que yo soy, igualmente seguro tengo que asumir que a, b, c, etc. son. Pero con ello no se muestra para nada cómo se conectan a, b y c entre sí, o con su principio verdadero, y ni siquiera cómo se conectan con el mismo yo soy. De modo que aquí la filosofía no lleva más allá de una mera certeza subjetiva, y en verdad no dice nada acerca de la forma de existencia (la única que en realidad está en duda), sino únicamente sobre la existencia de todo aquello que hay además del sujeto. Esto en general.

Ahora bien, para describir en detalle el proceder de Descartes, él toma como principio fundamental dudar provisionalmente de todo, más aún, para proceder de manera segura y estar cierto por completo de haberse librado de todo prejuicio, considerar provisionalmente como falso todo aquello que hasta entonces había tomado como verdadero. Contra esta máxima se opusieron con fuerza sobre todo los teólogos; consideraron que de esa manera Descartes sería un ateo temporal; si llegara a morir antes de haber escrito o descubierto la esperada demostración de la existencia de Dios, moriría como ateo; de esta manera se estaría enseñando, al menos de manera provisional, una doctrina nociva; y no está permitido hacer el mal para que con ello se produzca el bien, etc. Ahora bien, el sentido viene a ser propiamente que en filosofía nada debe tomarse como verdadero antes de conocerlo en su contexto. En tanto que yo comienzo a filosofar, no sé en realidad filosóficamente nada. Esto es evidente; por el contrario, esta máxima no sería aceptable si condujera a solo querer reconocer lo que me es inmediatamente cierto, ya que, dado que únicamente yo mismo soy cierto de manera inmediata para mí mismo, solo me reconocería a mí mismo como fundamento; porque lo así llamado inmediatamente cierto, es decir, mi propio ser, es de hecho para mí tan incomprensible, -incluso tal vez más incomprensible que todo aquello que yo he tomado de manera provisional como falso, o al menos como dudoso.

Si yo entiendo correctamente la duda acerca de las cosas, tengo entonces que dudar igualmente de mi propio ser. La duda de Descartes, que en primer término solo se extiende a las cosas conocidas sensiblemente, no puede referirse a su realidad simplemente o en todo sentido, -porque de alguna manera tengo que reconocerles realidad-. El verdadero sentido de mi duda solo puede ser que yo no puedo creer que esas cosas cognoscibles sensiblemente sean en el sentido en que lo es el ser original, es decir, aquello que está siendo por sí mismo; porque su ser no es original, sino que vemos en ellas algo que ha llegado a ser; y en la medida en que todo lo que ha llegado a ser tiene una realidad meramente dependiente y en esa medida dudosa, en esa misma medida se puede decir que esas cosas tienen en sí mismas una existencia dudosa, o que su naturaleza consiste en balancearse entre el ser y el no ser.

Ahora bien, precisamente este ser dudoso tengo que reconocerlo en mí mismo; por la misma razón por la que yo dudo de las cosas, tendría yo que dudar también de mí mismo. Sin embargo, la duda de Descartes acerca de la realidad de las cosas no tiene efectivamente el significado especulativo que le acabamos de otorgar; la razón de su duda es meramente empírica, como lo dice él mismo, a saber, porque él mismo ha experimentado con frecuencia que los sentidos lo han engañado, porque él varias veces en el sueño se ha convencido de que esto o aquello está fuera de él, habiendo encontrado luego lo contrario; además, añade, ha conocido gente que siente dolores en miembros que les habían sido amputados mucho antes -en este argumento se deja ver el antiguo militar, y, por lo demás, no es difícil pensar que tales personas solo sienten dolores en miembros que sin duda tuvieron, y no hay ejemplo alguno de personas que hayan sentido dolor en miembros que nunca tuvieron-. Sin embargo, mediante esta última experiencia cree él estar justificado para dudar también de la existencia de su propio cuerpo.

Desde aquí avanza él a lo que no se deriva de los sentidos, por lo tanto, a los conocimientos dotados con el carácter de necesidad y universalidad, a saber, a las verdades matemáticas, para cuya dubitabilidad trae a cuento la razón más extraña; la cual, a diferencia de los antiguos escépticos, no es tomada del interior mismo de dichos objetos y de sus presupuestos, sino de algo externo. Porque, así lo explica, si bien es cierto que estoy tan convencido de que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, como lo estoy de mi propia vida, y no puedo dudar de ello un segundo, sin embargo, en mi alma existe la opinión -no sé bien si inducida o incluso implantada- de que hay un Dios del cual he oído que lo puede todo, y que yo (el que duda), junto con todo lo que yo soy o sé, soy su criatura. Ahora bien, prosigue, pudiera muy bien haber hecho también que yo me equivocara sobre esas cosas que, por lo demás, me parecen las más claras. Como si no se tuviera mayor razón para dudar de tal duda. Antes de plantearla, tendría que presentarse algún interés que podría tener el Creador para engañarme con las verdades más necesarias. La verdadera relación en la que se encuentra la filosofía en su comienzo frente a todo, y por lo tanto también frente a las verdades matemáticas, no es la de dudar de estas (porque, ¿cómo podría yo llegar a establecerlas como objeto de su pensamiento?), sino ponerlas simplemente a un lado, hasta que, en el desarrollo de la investigación que parte desde el comienzo, me vea yo mismo conducido hasta los presupuestos de los que depende su verdad.

Luego de que Descartes, en esta forma no precisamente muy profunda, ha dudado de todo lo que se le presenta frente a su consciencia, pregunta si no le queda algo más sobre lo cual, ya sea por las razones expuestas o por otras, pudiera también dudar. Aunque ahora parece que ha dudado de todo, le queda sin embargo algo más, a saber, él mismo que ha dudado de esa manera, no en tanto que, constituido de cabeza, manos, pies y de otros miembros corporales -porque en realidad de tales cosas ya había dudado-, sino en la medida en que ha dudado, es decir, en la medida en que él ha pensado. Al haberlo examinado entonces con atención, consideró haber encontrado que sobre sí mismo en tanto que ha pensado no podía dudar por ninguna de las razones que lo habían movido a dudar de las demás cosas. Porque, dice, yo puedo estar despierto o soñando, sin embargo, con ello pienso y soy, y aunque me haya equivocado con respecto a todas las demás cosas, y el Autor de la naturaleza pueda ser considerado muy habilidoso, sin embargo, no puede engañarme en cuanto a esto, porque para ser engañado tengo yo que ser. Incluso, entre más razones para dudar se presenten, tantas más razones consigo para convencerme de mi existencia, porque entre más frecuentemente dude, con tanto más frecuencia garantizo mi existencia, -por consiguiente, a cualquier parte que me dirija, me veo siempre obligado a exclamar: ¡Yo dudo, yo pienso, por lo tanto yo soy!

Este es, entonces, el famoso cogito ergo sum [pienso luego existo] de Descartes, con el cual durante mucho tiempo se ha marcado igualmente la tónica de la más reciente filosofía, y que ha obrado como un mago mediante el cual la filosofía se ha visto relegada al ámbito de lo subjetivo y de la consciencia como hecho meramente subjetivo. Ahora bien, si se lo asume en forma más elevada, en el cogito ergo sum, o en la decisión de tomar previamente todas las cosas como dudosas hasta lograr conectarse de alguna manera con aquello inmediatamente cierto, en esta decisión se hallaba la ruptura más decisiva con toda autoridad, con lo cual se obtuvo la libertad para la filosofía que, desde ese mismo instante, no podría volverla a perder.

Es suficientemente claro cómo Descartes se vio conducido a ese cogito ergo sum. Su principal duda consistía en cómo podría uno convencerse de alguna existencia. Esta duda, en lo que respecta a las cosas exteriores, le pareció insuperable. Nosotros nos presentamos cosas exteriores -esto no se niega, e incluso nos vemos obligados a presentárnoslas así-, pero que las cosas que nos representamos y tal como nos las representamos sean igualmente, a saber, sean fuera de nosotros, con independencia de nosotros, es precisamente la pregunta para la cual no hay ninguna respuesta inmediata. Por lo tanto, Descartes quiso encontrar un punto en donde pensar y representar (porque él no distingue uno de otro) y ser se identificaran de manera inmediata, -y consideró haberlo encontrado mediante su cogito ergo sum, y como, según su opinión, toda duda se dirige únicamente a la existencia, creyó entonces que con esa proposición había superado toda duda.

En el cogito ergo sum creyó Descartes haber reconocido como inmediatamente idénticos al pensar y al ser. Porque él niega de la manera más firme, en declaraciones posteriores, que la proposición cogito ergo sum haya sido pensada por él como una conclusión (como un silogismo). Ya que a una conclusión plena le pertenecería una premisa mayor que rezaría así: Omne quod cogitat est [todo lo que piensa es], -la menor sería entonces: Atqui cogito [es así que pienso], y la conclusión sería: Ergo sum [luego soy]-. Descartes ciertamente no pudo haberlo pensado así; porque con ello la proposición 'Yo soy' estaría mediada por una proposición universal; con esta forma silogística se perdería la certeza inmediata. Por consiguiente, la opinión de Descartes es que el sum se halla incluido dentro del cogito, se halla comprendido en él y está dado sin mediación alguna. De lo cual se sigue que el cogito lo que dice propiamente es: cogitans sum [pensando soy], (así como el verbo no tiene ningún otro significado, y no es más que una conexión entre predicado y cópula, por ejemplo, lego [leo] no significa otra cosa que sum legens, estoy leyendo o soy un lector). Además, este sum cogitans no puede significar que yo no sería nada más que pensante, como si yo solo estuviera ahí en el pensar, o que el pensar fuera la sustancia de mi ser. Porque Descartes mismo expresa ese 'yo pienso' en tanto que él piensa o duda, en el acto de dudar. De modo que pensar es solo una determinación o una manera del ser, más aún, cogitans solo tiene el significado de: me hallo en estado de pensar.

Como se sabe, el estado de pensar propiamente tal es para la mayoría de las personas muy raro, más aún, no es natural, y del cual buscan la más de las veces salirse. Es conocido lo dicho por Schiller: con frecuencia yo estaba ahí y en realidad no pensaba en nada. En realidad, Descartes, como ya se indicó, utiliza la palabra pensar en un sentido muy general, porque significa también, por ejemplo, percatarse sensiblemente o percibir. Solo que tampoco me encuentro siempre en estado de percibir sensiblemente. Si se quisiera decir que incluso en el sueño no dejo de estarlo, porque al menos sueño, sin embargo, queda siempre el desmayo, en el que ciertamente yo no digo: yo soy, y no lo hago en el sueño, como tampoco en el transcurso ordinario de la vida despierta, y sin embargo indiscutiblemente soy. De modo que el sum comprendido en el cogito únicamente significa: sum qua cogitans, yo soy en tanto que pensante, es decir, en esta manera determinada de ser que es llamada pensar, y que es solo una forma diversa de ser que, por ejemplo, la del cuerpo, cuya forma de ser consiste en que llena el espacio, esto es, excluye a cualquier otro cuerpo del espacio que ocupa.

Por consiguiente, el sum incluido en el cogito no significa un 'yo soy' incondicionado, sino únicamente que 'yo soy de cierta manera', precisamente como pensante, en esa manera de ser a la que se llama pensante. De ahí que en el ergo sum tampoco pueda estar incluido: 'yo soy de manera incondicional', sino únicamente: 'yo soy de cierta manera'. Ahora bien, de las cosas, como se ha señalado, solo se puede dudar propiamente de que sean de manera incondicional; pero que sean de cierta manera se puede deducir de la misma forma como Descartes deduce su sum. Es igualmente correcto concluir: yo dudo de la realidad de las cosas, luego ellas son, o al menos: luego ellas no son absolutamente nada. Porque de aquello que no es absolutamente y de ninguna manera, yo tampoco puedo dudar. De modo que de mi duda misma acerca de la realidad de las cosas se sigue -no ciertamente que ellas sean de manera indudable e incondicional-, pero sí que son de alguna manera; y, como se ha indicado, también del yo pienso solo se sigue que yo soy de cierta manera. Pero todo lo que es de cierta manera es ya, por ello mismo, una entidad dudosa. De modo que en el verdadero sentido del dudar no meramente empírico y subjetivo, sino objetivo y filosófico, el ser que yo mismo me atribuyo es tan dudoso como el que le atribuyo a las cosas.

Solo que nosotros podemos retroceder aún más y poner en duda incluso al yo pienso -al menos en el significado que indiscutiblemente tiene para Descartes-. En efecto, a esta expresión 'yo pienso' le subyacen dos elementos. 1) el que en mi piensa, por ejemplo, el que precisamente ahora duda; 2) el que está reflexionando sobre ese pensar o dudar; solo que, en tanto que este último reconoce al primero como idéntico consigo, yo digo: yo pienso. De modo que el yo pienso no es en modo alguno, según su verdad, algo inmediato, sino que surge solo mediante la reflexión sobre el pensar en mí; pensar que, por lo demás, tiene lugar con independencia de aquel que está reflexionando sobre él; así como yo por lo regular pienso sin decirme que yo pienso, es decir, sin pensar de nuevo sobre ese pensar; más aún, el verdadero pensar tiene incluso que ser algo objetivo e independiente de aquel sujeto que reflexiona sobre él, o llega a ser tanto más verdadero pensar, cuanto menos se inmiscuya en él dicho sujeto.

Por consiguiente, como son distintos el pensante y el que reflexiona sobre el pensante y lo pone como uno consigo, o, como hay un pensar objetivo, independiente de mí, este podría entonces engañarse en aquella pretendida unidad, o, en la medida en que él se atribuye el pensar originario, precisamente en ello podría engañarse, y el yo pienso no vendría a ser algo más que la expresión de la que igualmente me sirvo: yo digiero, yo hago jugos, yo voy o yo cabalgo. El factum puro es: hay pensamiento en mí, se piensa en mí; así como yo con igual derecho digo: hay sueño en mí. La certeza que Descartes le atribuye al cogito ergo sum no resiste entonces el pensar mismo; si es una certeza, se trata de una certeza ciega, carente de pensamiento. Sin embargo, a esa certeza vincula Descartes todo lo demás. Su principio es: todo aquello que es visto con tanta claridad y distinción como el yo soy, tiene que ser igualmente verdadero. Solo que, expresado de una manera más precisa, solo viene a significar: todo lo que se halla conectado con aquella certeza ciega y empírica que yo tengo de mi propio ser, o que es puesto de manera implícita con el yo soy, o que se puede demostrar que pertenece a la plenitud de esta representación, tengo yo que asumirlo como igualmente verdadero que ella misma (no va más allá); por lo tanto, no se sigue que sea así también de manera objetiva e independiente de mí. La verdad del yo soy puede mantenerse asimismo cuando simplemente me veo obligado a representarme todas aquellas cosas, por ejemplo, mi cuerpo y las demás que parecen derivarse de él. Si por una vez quiero conectar todo al yo soy, tengo entonces que renunciar igualmente a ir más allá de la necesidad de representarme todo lo demás; asimismo, si yo soy para mí mismo el centro de todo saber, puede también serme por completo indiferente si aquello que me veo obligado a representarme existe o no con independencia de esa representación, así como, para usar el ejemplo del mismo Descartes, lo es para el que sueña mientras está soñando.

Descartes, quien en primer término no pretendía comprender las cosas, sino únicamente saber que eran (lo mínimo que se puede saber de las cosas), con esta operación vino a convertirse por mucho tiempo en la causa de que la pregunta: si a nuestras representaciones de las cosas exteriores les corresponde de hecho algo, fuera considerada como la pregunta central de la filosofía. Él estuvo a punto de desembocar en un completo idealismo, es decir, en un sistema que afirma que las cosas no existen objetivamente por fuera de nosotros, sino únicamente en nuestras representaciones, aunque de manera necesaria. Solo que eso no era lo que él quería; por consiguiente, para evitar esa consecuencia necesaria buscó refugio en otro concepto. Como las representaciones no tienen en ellas mismas ninguna garantía, es necesaria una garantía para la verdad de sus representaciones de las cosas exteriores -aquí él busca pasar de lo subjetivo a lo objetivo (μετάβασις)-; esa garantía la encuentra en Dios, cuya existencia tiene entonces que ser demostrada previamente.

Esto lo ejecuta entonces en forma rápida de la siguiente manera: hay en mí el concepto de un ser perfectísimo. (Esto se supone como un hecho empírico, así como el yo pienso es igualmente un hecho empírico). Ahora bien, al concepto del ser perfectísimo le pertenece -no, como se ha dicho luego, el concepto de la existencia como tal; porque Descartes, a quien tenemos que reconocerle, dentro de sus límites, toda la agudeza y la ingeniosa pericia y versatilidad de su nación, no acostumbraba concluir de manera tan torpe como se representa Kant esta demostración, ya que sabía muy bien que la existencia como tal es indiferente frente a la perfección y la imperfección-, le pertenece al concepto del ser perfectísimo también el concepto de la existencia necesaria. Por consiguiente, con solo que yo piense a Dios, tengo también que ver que existe. Se trata, así, de la prueba de la existencia de Dios conocida bajo el nombre de ontológica. A partir del mero concepto del ser perfectísimo se viene a concluir que el ser perfectísimo no sería tal si no fuera también el máximamente verdadero (se pasa aquí del concepto que hasta ahora parecía ser tomado solo como metafísico, a propiedades morales), al que, por lo tanto, le sería imposible engañarnos, 1° con respecto a las verdades matemáticas, -resulta extraño que Descartes siempre dude únicamente de estas, y no lo haga también de los conceptos universales, como las leyes del pensar, del juzgar y del concluir-; 2° le es igualmente imposible engañarnos con respecto a las cosas sensibles (porque únicamente Dios podría hacerlo). Por consiguiente, luego de haber asumido un principio cognoscendi [principio de conocimiento] totalmente diferente, aquí viene a ser reconocido Dios una vez más como el verdadero principio del conocimiento, es decir, como el que viene a otorgarle verdad a todo conocimiento. Esta apelación a la veracidad divina, por lo demás, tuvo tan poco efecto sobre el sucesor de Descartes, el francés Malebranche, que este solo le concede verosimilitud al argumento, y señala que Dios, cuando lo llegara a considerar bueno y necesario, podría muy bien representarnos cuerpos aunque no los hubiera.

Lo que para nosotros tiene que ser lo más importante, y por lo cual he buscado sobre todo ofrecer un concepto de la filosofía de Descartes, es precisamente aquel argumento ontológico que él ha puesto en marcha. Mucho más que por lo otro que ha dicho acerca del comienzo de la filosofía, Descartes ha sido determinante para toda la filosofía reciente por el planteamiento de la prueba ontológica. Se puede decir que la filosofía sigue estando ocupada hoy con desenmarañar y analizar los malentendidos a los que dio lugar dicho argumento. El cual es también llamativo porque, entre los argumentos escolares con los cuales era costumbre demostrar la existencia de Dios en la metafísica ordinaria, él siempre estuvo de primero, hasta Kant. Vale la pena señalar que este argumento no fue para nada reconocido por los escolásticos. Porque, si bien ya Anselmo de Canterbury había formulado uno semejante, sin embargo, lo contradijo Tomás de Aquino con toda claridad. También la llamada demostración ontológica fue objeto sobre todo de la crítica kantiana; solo que ni Kant ni ninguno de quienes vinieron luego acertó en el punto correcto.

La principal objeción en contra de la demostración cartesiana, que fue esgrimida sobre todo por Kant, se dirige a la errónea representación, ya señalada, de que el argumento dice así: yo encuentro en mi la idea del ser perfectísimo, ahora bien, la existencia misma es una perfección, entonces en la idea del ser perfectísimo se halla contenida en sí misma también la existencia. En este caso se niega entonces la premisa menor del silogismo. Se dice que la existencia no es ninguna perfección. Por ejemplo, un triángulo no llega a ser más perfecto por la existencia, o, si lo fuera, entonces sería igualmente permitido concluir que el triángulo perfecto tiene que existir. Lo que no existe, se dice, no es perfecto ni imperfecto. Porque la existencia solo expresa que la cosa, es decir, sus perfecciones, son. De modo que la existencia no es una de tales perfecciones, sino aquello sin lo cual ni la cosa ni sus perfecciones son. Ahora bien, ya he señalado que Descartes no concluye de esa manera. Su argumento dice más bien así: a la naturaleza del ser perfectísimo le sería contradictorio existir de manera meramente contingente (así como, por ejemplo, mi propia existencia es una existencia meramente contingente, precaria y, precisamente por ello, en dudosa); por lo tanto, el ser perfectísimo solo puede existir necesariamente. En contra de este argumento, sobre todo si se está de acuerdo en cuanto al concepto de existir necesariamente y con él solo se entiende lo contrario a existir de manera contingente, no habría nada que objetar. Pero la conclusión de Descartes dice otra cosa.

Repitamos una vez más todo el silogismo. El ser perfectísimo no puede existir de manera contingente, por lo tanto, solo puede existir necesariamente (premisa mayor); Dios es el ser perfectísimo (premisa menor); por consiguiente (debería él concluir), solo puede existir necesariamente, porque solo esto se halla en las premisas; pero, en lugar de ello, él concluye: por consiguiente, él existe necesariamente, y deduce de esa manera, en todo caso de manera aparente, que Dios existe, y parece haber demostrado la existencia de Dios. Pero es muy diferente si yo digo: Dios solo puede existir necesariamente, a si digo: él existe necesariamente. De lo primero (él solo puede existir necesariamente) solo se sigue: por consiguiente, él existe necesariamente, si existe; pero no se sigue de ninguna manera que él exista. Ahí se encuentra entonces la falla del argumento cartesiano.

Esta falla la podemos también formular así: en la premisa mayor (el ser perfectísimo solo puede existir necesariamente) se habla únicamente del modo de existencia (solo se dice que el ser perfectísimo no puede existir de manera contingente), pero en la conclusión (en la conclusio) ya no se habla más del modo de existencia (caso en el cual la conclusión sería correcta), sino de la existencia como tal; de modo que hay plus in conclusione quam fuerat in praemissis [más en la conclusión de lo que había en las premisas], es decir, se ha cometido una falta en contra de una ley lógica, o sea que el silogismo es erróneo en cuanto a su forma. Que esta sea la falla propiamente tal, lo puedo igualmente demostrar con el hecho de que el mismo Descartes, ya sea de manera inmediata o al menos en primer término, únicamente concluye de la manera que yo he indicado. En un escrito cuyo título es: Rationes Dei existentiam etc. probantes ordine geometrico dispositae [Razones para probar la existencia de Dios etc. dispuestas en orden geométrico], la conclusión dice así: por consiguiente, es verdad decir de Dios que la existencia le es necesaria, o (añade) Él existe. Ahora bien, esto último es algo muy diferente de lo primero y no puede considerarse como igualmente válido, como es considerado por Descartes con el 'o' (el mismo Descartes tiene consciencia de que en su concepto del ser perfectísimo solo se determina propiamente el modo de existencia. Así dice él en la misma exposición: en el concepto de una cosa limitada, finita, se halla incluida únicamente una existencia posible o contingente; por consiguiente, en el concepto de la perfectísima se incluye el concepto de la existencia necesaria y perfecta). En otro lugar, en la Meditación quinta, saca así la conclusión: yo encuentro en mí la idea de Dios no de otra manera o precisamente como la idea de alguna figura geométrica o de un número, y prosigue: nec minus clare et distincte intelligo, ad eius naturampertinere ut semper existat [y de manera no menos clara y distinta entiendo que a su naturaleza le pertenece existir siempre]. (Nótese bien este semper; él entonces no dice aquí: ad eius naturam pertinere ut existat [a su naturaleza le pertenece existir], sino únicamente ut semper existat [que exista siempre]). De ello se sigue simplemente que Dios, si existe, solo existe siempre, pero no se sigue que él exista. El verdadero sentido de la conclusión será únicamente: o Dios no existe en absoluto, o si existe, entonces existe siempre, o entonces existe necesariamente, es decir, no de manera contingente. Pero con ello resulta claro que no ha sido probada su existencia.

Con esta crítica del argumento cartesiano estamos concediendo que se ha probado, si no la existencia, al menos sí la existencia necesaria de Dios, -y este concepto es así propiamente el que ha tenido el efecto más determinante para todo el futuro de la filosofía.

¿Qué pasa entonces con esta existencia necesaria de Dios?

Ya al reconocer nosotros como conclusión válida solo esto: por consiguiente, Dios existe necesariamente si él existe, ya con ello estamos diciendo que el concepto de Dios y el concepto del ser necesario no son simplemente conceptos idénticos, a saber, de tal manera que el uno desaparece por completo en el otro, que Dios no sería más que meramente el ser que existe de manera necesaria. Si él fuera solo eso, entonces, que él es sería una proposición comprensible por sí misma. Lo que entonces se pregunta ante todo es:

  1. ¿Qué hay que entender con el ser que existe necesariamente?

  2. ¿Hasta qué punto es Dios el ser que existe necesariamente?

  3. ¿Son Dios y el ser que existe necesariamente conceptos idénticos?, ¿en qué medida es él más que solo eso?

Ahora bien, para responder la primera pregunta, en la medida en que ello es posible en el punto en que nos encontramos (porque en lo que viene volveremos más de una vez sobre este concepto), nosotros distinguimos en todo ser:

  • a) lo que es, el sujeto del ser, o, como se dice igualmente, la esencia;

  • b) el ser mismo que se comporta con lo que es como predicado, más aún, del que se puede decir de manera general que es el predicado por excelencia, aquello que en cada predicado es propiamente lo único que se predica. Nunca, ni en ninguna proposición posible se dice algo distinto que el ser. Por ejemplo, cuando yo digo: Fedón está sano, se está expresando una forma del ser orgánico, además del ser físico y, en último término, del ser en general. Pero también tengo libertad para pensar lo que es únicamente o en su pureza, sin el ser que antes había predicado de él, -si lo he pensado así, entonces he pensado el puro concepto, en el que no hay nada que corresponda a una proposición o a un juicio, sino precisamente el mero concepto (es absurdo poner el puro concepto en el ser, que precisamente es lo que va más allá de concepto, es decir, es el predicado. Pero necesario es el sujeto más bien que el predicado, así como en la lógica ordinaria se ha llamado al sujeto el antecedente y al predicado el consecuente)-. Lo que es es el concepto Kafe^oxnv [por excelencia], el concepto de todos los conceptos, porque en todo concepto yo solo pienso precisamente eso que es, no el ser. Entonces, en la medida en que yo pienso puramente lo que es, no hay allí nada que vaya más allá del mero concepto, mi pensar se halla encerrado dentro del puro concepto, yo no puedo añadirle o atribuirle aún ningún ser, no puedo decir que tiene un ser, y sin embargo no es nada, sino también algo, es precisamente el ser mismo, αὐτὸ τὸ Ὢν, ipsum Ens, -el ser es para él en la mera esencia o en el mero concepto, es el ser del concepto mismo, o es el punto en donde ser y pensar son uno.

En esta desnudez yo tengo que pensarlo al menos por un momento. Pero en esta abstracción yo no lo puedo conseguir; porque es imposible que lo que es, del que yo no sé todavía nada más, sino que es el comienzo, el título para todo lo que sigue, pero aún no es nada, -es imposible, digo, que lo que es el título, el presupuesto, el comienzo de todo ser, que esto tampoco sea, (tomado este 'sea' en el sentido de la existencia, es decir, del ser también por fuera del concepto)-. Con ello el concepto se nos convierte así de manera inmediata en su contrario, -lo que habíamos determinado como lo que está siendo mismo, lo encontramos ahora también de nuevo como lo que está siendo, pero como lo que está siendo en un sentido totalmente distinto, (a saber, únicamente en sentido predicativo o, como también podríamos decir, objetivo, mientras que antes lo habíamos pensado como lo que está siendo en sentido originario)-. Aquí se da la más perfecta conversio [conversión] del sujeto en el objeto, -así como él era en el puro concepto el mero y puro sujeto (suppositum, porque también estos dos conceptos significan lo mismo), o era el puro origen del ser, así mismo es él, como consecuencia inmediata de su concepto (precisamente gracias a su concepto de ser lo que está siendo mismo), es él de manera inmediata, antes de que nos lo propongamos, lo que está siendo objetivamente-.

Consideremos ahora más de cerca esto que está siendo objetivamente, ¿cómo se nos hará presente? Sin duda como lo que no está pudiendo-ser y, por consiguiente, como lo que está siendo necesariamente, es decir, de manera ciega. Lo que está siendo ciegamente, en particular, es aquello a lo que no lo precede ninguna posibilidad de sí mismo. Yo, por ejemplo, obro ciegamente cuando hago algo sin haberme representado antes su posibilidad. Cuando la acción precede al concepto de la acción, se trata de una acción ciega, y asimismo, el ser al que no precede una posibilidad, que nunca ha sido no-ser, y por ello, en sentido estricto, tampoco ha podido ser, y que precede más bien a su posibilidad, un tal ser es el ser ciego. Uno podría objetar: pero nosotros mismos hemos hablado antes de lo que es y lo hemos determinado como loprius [anterior], como lo originario, es decir, como la posibilidad del ser. Correcto; pero también agregamos de inmediato que en esa prioridad no se lo puede conseguir; por lo tanto, aunque lo prius, pero nunca en tanto que lo prius, sea la transición, una transición indetenible, él es en sí, y por consiguiente no puede ser en ningún momento posible que aquello que es no sea, por lo tanto, que sea pensable como no siendo. Ahora bien, a lo que es imposible que no sea (quod non potest non existere) [lo que no puede no existir], tampoco le es nunca posible ser -porque toda posibilidad para ser incluye dentro de sí también la posibilidad de no ser-, por consiguiente, lo que es imposible que no sea, tampoco está nunca en la posibilidad de ser, y el ser, la realidad, precede a la posibilidad. Ustedes tienen aquí, entonces, el concepto de la entidad que está siendo necesariamente, que está existiendo necesariamente, y ustedes comprenden a la vez, por esa génesis suya, con qué fuerza ese concepto irrumpe igualmente en la consciencia y le arrebata toda libertad. Se trata del concepto frente al cual el pensar pierde toda libertad.

Pero entonces surge la pregunta sobre cómo podría ser nombrado Dios, la entidad que es o existe necesariamente. Descartes se contenta con el argumento popular de que la existencia no necesaria, es decir, contingente (tal como él determina el concepto) es una imperfección, mientras que Dios es la entidad perfectísima. Lo que él piensa con la entidad perfectísima no nos lo dice; pero se puede ver bien que con ella él está pensando en aquello que es la esencia de todo ser, que no tiene un ser fuera de sí frente al cual su propio ser se comporte también como un ser, o, más sencillamente, que no es algo que está siendo y tiene fuera de sí algo otro que está siendo o algunos otros que están siendo, sino que es lo que simplemente está siendo, y que por lo tanto, en su concepto más elevado, solo viene a ser precisamente lo que hemos llamado lo que está siendo como tal, ipsum Ens. Ahora bien, si Dios únicamente es como lo que está siendo como tal, y lo que está siendo como tal solo puede ser determinado como lo que no puede no ser, como aquello a lo que le es imposible no ser, entonces Dios es definitivamente y sin ninguna duda el necesariamente existente: este es así el sentido más elevado en el que debe entenderse el argumento ontológico; a este sentido se reduce aquel argumento llamado de Anselmo. Pero entonces resulta de inmediato claro de dónde procede la desconfianza frente a este así llamado argumento, y por qué la escolástica, en concreto, consideró mejor refutarlo y rechazarlo que asumirlo.

Llegamos aquí a la pregunta sobre si el concepto de la entidad necesariamente existente se identifica con el concepto de Dios.

Acabamos de demostrar que lo necesariamente existente es lo que existe ciegamente. Ahora bien, nada contradice más a la naturaleza de Dios tal como se lo piensa por lo general en la fe -y únicamente de esta fe ha tomado Descartes ese concepto, como también nosotros lo hemos hecho hasta ahora- como ser ciegamente. Porque lo primero en el concepto de lo que es ciegamente es que precisamente no tiene libertad alguna frente a su ser; no puede ni suprimirlo, ni cambiarlo, ni modificarlo. Pero lo que no tiene libertad alguna frente a su propio ser, no tiene libertad alguna, absolutamente ninguna, -es absolutamente no-libre-. De modo que, si Dios fuera la entidad necesariamente existente, entonces podría ser determinado a la vez únicamente como el obrar rígido, inmóvil, simplemente no-libre y en modo alguno libre, incapaz de avanzar o salir de sí mismo. O tendríamos que quedarnos detenidos en este ciego estar siendo -en manera alguna daríamos un paso más allá de lo que simplemente está siendo de manera ciega-, o, si quisiéramos salirnos de él, si quisiéramos, a partir de él, alcanzar algo en el mundo, esto solo podría suceder en la medida en que pudiéramos demostrar en su ser ciego algo como una fuerza emanativa gracias a la cual emanara de ese ser ciego otro ser, por ejemplo, el ser de las cosas -digo emanara, no saliera, porque con ello se conectaría la idea de una producción-, pero precisamente esta no es para nada identificable con un ciego estar siendo; este solo puede pensarse a lo más como una causa emanativa, e incluso esta plantearía dificultades nada pequeñas. De modo que aquí nos tropezamos con una antinomia, para utilizar una expresión kantiana, entre lo que se sigue necesariamente de la razón y lo que nosotros queremos decir propiamente, cuando queremos referirnos a Dios. Porque hasta ahora Dios ha sido un mero objeto de nuestro querer, nada nos obliga a utilizar la expresión Dios; si partimos del concepto absoluto de la razón, del concepto de aquello que es, nos vemos conducidos únicamente al concepto de la entidad que existe necesariamente, pero no al concepto de Dios. Pero incluso, si partimos del concepto Dios no podemos evitar decir: Dios es la esencia de todo ser, él es lo que es en sentido absoluto, tò "Qv, tal como se lo ha determinado siempre; pero si él es eso, entonces es también necesariamente lo que existe necesaria y ciegamente. Solo que si él es lo que existe necesaria y ciegamente, entonces, precisamente por ello no es Dios. No es Dios en el sentido con el que la consciencia general conecta este nombre. ¿Qué podemos hacer entonces, o cómo podemos salir de este apuro o de este aprieto en el que nos encontramos? Sería una mala salida si se quisiera negar que Dios es la entidad que existe necesariamente. Porque con ello se suprimiría el propio concepto originario, que simplemente no nos es lícito suprimir, si no ha de faltarle por completo a nuestro pensar el punto de partida firme.

Es claro que Dios como tal no es únicamente la entidad que existe necesaria o ciegamente, lo es ciertamente, pero él es en tanto que Dios igualmente aquello que puede suprimir este su ser propio independiente de él mismo, y transformar su mismo ser necesario en uno contingente, a saber, en uno auto-puesto, de tal manera que él en principio (según el fundamento) en verdad puede mantenerse siempre, pero efectivamente o de hecho transformado en algo otro, o de tal manera que a aquel auto-puesto le subyace en verdad siempre el necesario, sin que el ser de Dios efectivo, el real, fuese este necesario.

El carácter viviente consiste precisamente en la libertad para poder suprimir su propio ser en tanto que, puesto de manera inmediata e independiente de él mismo, y transformarlo en un auto-puesto. Lo muerto, por ejemplo en la naturaleza, no tiene libertad alguna para cambiar su ser, tal como es, así es, -en ningún momento de su existencia su ser es autodeterminado-. De modo que el mero concepto de lo que está siendo necesariamente no conduciría al Dios viviente, sino al Dios muerto. Ahora bien, por lo general con el concepto de Dios se piensa que él puede hacer todo lo que quiera, y como no tiene ningún otro objeto para su obrar distinto de su existencia, entonces, yo no puedo decir: tendrá que pensarse con el concepto de Dios que él es libre frente a su existencia, que no está ligado a ella, que puede convertirla en medio, suprimirla en su absolutez-. Si bien es cierto que quienes sostienen y afirman la libertad de Dios no acostumbran a expresarse de esa manera, -pensarla como libertad de Dios frente a su existencia, como libertad para suprimir dicha existencia en tanto que puesta como absoluta: sin embargo, por lo general con el concepto de Dios se piensa la absoluta libertad para obrar-. Digo por lo general, porque el concepto de Dios no pertenece propiamente a la filosofía de manera particular, se presenta independientemente de la filosofía en la fe común. De modo que la filosofía tiene la libertad de no hacer caso alguno de ese concepto, de soslayarlo. Sin embargo, Descartes, de quien nos estamos ocupando, más bien lo ha introducido en la filosofía, y ahí se hace presente claramente la antinomia.

Dios solo puede pensarse como la entidad que existe necesariamente, y precisamente en un sentido en el que esa existencia necesaria suprime todo obrar libre. Pero aquello que es llamado Dios con independencia de la filosofía, e indiscutiblemente ha sido llamado así antes de toda filosofía, no puede ser en este sentido aquello que existe necesariamente, -tiene que ser pensado como libre frente a su propio ser-, porque de otra manera no podría moverse, ni salir de sí, es decir, salir de su ser para poner otro ser. La cuestión es, entonces, cómo superar dicha antinomia. Mostrar esto es cuestión de la filosofía misma.

Por otro lado, el sistema de Descartes ha venido a ser efectivo y determinante para el curso posterior del espíritu humano, -mediante la contraposición absoluta entre espíritu y cuerpo que introdujo en la filosofía. Es costumbre llamar a esto el dualismo cartesiano-. Por lo general se entiende como dualismo el sistema que afirma junto al principio originario bueno la existencia de otro principio malo igualmente originario, el cual es considerado a veces como tan poderoso como el primero, a veces al menos como igualmente originario. Descartes no llegó hasta poner la materia, tal como lo hicieron los dualistas y los gnósticos, como fuente de todo mal, como lo opuesto a todo lo bueno. En este caso, para él la materia era al menos un principio verdadero. Solo que para él la materia no es el principio de la extensión, sino mera cosa extensa. Como se ha dicho, al comienzo él había dudado de la existencia de lo corporal, mientras que, por el contrario, de lo que él no creyó que pudiera dudar era de su existencia como ser pensante; aunque la conclusión a partir del mero actus cogitandi [acto de pensar] -único del que podía estar seguro por ser el único que se hace presente en la experiencia inmediata-, a una sustancia pensante que le subyace, a la que consideró como el alma, no se hallaba exenta de toda duda. Es cierto que, al avanzar en sus reflexiones, él procedió de la manera que he mostrado, al haber llamado en su ayuda a Dios como un verdadero Deus ex machina,3 confiando en que Dios, como el ser más verdadero, no podía engañarnos con el mundo corporal como si fuera un mundo fantasmagórico, -con ello es cierto que restituyó in integrum [por completo] el mundo corporal; de modo que lo corporal era para él algo real, pero espíritu y cuerpo se habían separado y él no pudo volverlos a unir. Él solo vio en lo corporal lo contrario de lo espiritual y pensante, al no considerar posible que, aunque se muestren ambos tan diferentes en su función, pudieran ser un único e igual principio que en la materia se encuentra únicamente en estado de rebajamiento y en el espíritu únicamente en estado de elevación, allí en el estado de su total autoperdición, del completo estar-fuera-de-sí, y aquí, en el estado de autoapropiación, del ser-dentro-de-sí. A él le pareció posible que un absolutamente muerto, es decir, un muerto tal que nunca haya habido vida en él, por lo tanto, un originariamente muerto, algo externo sin interioridad ninguna, un engendrado que no tiene en sí nada del principio que lo engendró, podía ser. Pero un muerto de manera absoluta u originaria contradice no solamente todo concepto científico, sino incluso la experiencia. Porque, i) existe ciertamente una naturaleza viva (animales; dificultad para explicarlos); 2) el así llamado muerto precisamente no puede ser concebido nunca como un muerto, es decir, como una falta absoluta de vida, sino como vida apagada, -como residuo o caput mortuum4 de un proceso anterior, por lo tanto de una vida previa-. Ese carácter muerto y maniatado de la materia muestra ser tan poco apto para conformar lo originario de los espíritus vivientes, que muchos han creído, como en la India, que estos solo se pueden explicar mediante una catástrofe ocurrida, solo como algo merecido, como castigo de una culpa, como consecuencia de una caída originaria en el mundo de los espíritus, o como la mitología griega más antigua, que solo vio en la materia corporal los espíritus sofocados de los Titanes de los tiempos primigenios.

Es cierto que Descartes considera esa materia muerta, sin espíritu, también como algo, pero de manera inmediata, no como proveniente de un estado anterior; considera que Dios la crea en la figura de una tosca aglomeración de grumos, dispersándolos después en infinitas partes que luego, mediante sus rotaciones, remolinos, etc., configuran el universo y su movimiento. Esa rudeza del concepto científico, tan cercana a nosotros y de la que nos separan cerca de dos siglos, puede parecer hoy casi increíble. Puede medirse allí el camino que ha recorrido el espíritu humano desde entonces. Pero también puede verse lo difíciles, y por lo tanto lentos, que tienen que ser los avances en la filosofía, que tan fáciles se los imaginan quienes se benefician o se aprovechan de ellos, -cuando espíritus como Descartes pudieron contentarse con tales representaciones. Sería injusto que por ello los consideráramos inferiores.

Ya he señalado cómo la oposición en Descartes no es entre dos principios, de modo que él asuma un principio del pensar y otro de la extensión. El solo principio de la extensión podría, a su manera, ser también espiritual, no tendría que ser necesariamente extenso; así como, por ejemplo, el principio del calor por ser tal no es él mismo cálido, aunque calienta los cuerpos, les comunica calor. Descartes no sabe nada de un principio de la extensión, sino de la cosa extensa que, precisamente por ello, es algo simplemente no espiritual. Por otra parte, él habla de sí mismo como de una cosa que piensa: je suis une chose qui pense. De modo que la cosa que piensa y la cosa que es extensa son para él dos cosas que se excluyen mutuamente y no tienen nada en común; la cosa extensa es por completo desespiritualizada, sin-espíritu; a su vez, lo espiritual es lo simplemente inmaterial; lo extenso es mero estar-junto y estar-fuera, pura desintegración que, en la medida en que se muestra a la vez como compacto, como en las cosas corpóreas, se mantiene junto, no por un principio interior y por consiguiente espiritual, sino únicamente por presión o golpe exterior. La cosa extensa consiste de partes que son simplemente externas, a las cuales les falta un principio interior móvil, por lo tanto, cualquier fuente interior de movimiento. Todo movimiento proviene de un golpe, es decir, es puramente mecánico. Así como en la materia no hay nada espiritual, para Descartes tampoco hay en el espíritu nada afín a la materia; lo que existe en la materia no es algo que solo es de otra manera, sino algo toto genere diferente; se trata de sustancias sin ningún contacto entre sí, por completo ajenas, entre las cuales, por lo tanto, no es posible comunidad alguna.

Dos cosas que simplemente no tienen nada en común, no pueden tampoco actuar la una sobre la otra. De modo que para la filosofía de Descartes era una tarea muy difícil explicar esa innegable acción mutua que se da claramente entre la entidad pensante y la extensa. Si cuerpo y espíritu no tienen nada en común, ¿cómo pueden, sin embargo, hacer y sufrir tantas cosas juntos? Como cuando un dolor corporal es percibido por el espíritu, o cuando una impresión ejercida únicamente sobre el cuerpo se refleja en el espíritu o en la cosa pensante a la que llamamos nuestra alma y produce una representación, o cuando, a la inversa, un esfuerzo del espíritu o un dolor de nuestra alma agobia el cuerpo o lo enferma, o cuando el pensamiento de nuestro espíritu, por ejemplo al hablar, obliga a órganos meramente corporales para que le sirvan, o cuando una decisión de nuestro espíritu hace surgir en la cosa extensa a la que llamamos nuestro cuerpo un movimiento correspondiente. A este propósito -hasta el tiempo de Descartes-, el más antiguo sistema utilizado en las escuelas era el sistema de la llamada impresión natural o inmediata (systema influxusphysici), que, si bien no de manera consciente pero sí de manera inconsciente, se apoyaba en el presupuesto de una cierta homogeneidad de la última sustancia, aquella que subyace a ambos, a la materia y al espíritu, la cual les es por consiguiente común. Es sin duda una burda representación si se quisiera explicar esto simplemente mediante un progresivo afinamiento de la materia, como en ciertas hipótesis de los fisiólogos, quienes sostuvieron en verdad como imposible un influjo inmediato del espíritu sobre aquello que se llamó lo toscamente corporal, pero consideraron que si se introdujera entre el espíritu y lo toscamente corporal solo materia más fina (se hablaba entonces de jugo nervioso o, como se dice hoy en forma más elegante, éter nervioso), entonces ese paso inmediato tendría que ser posible.

Descartes hizo a un lado las dificultades que se le presentaban a su dualismo por la evidente acción mutua entre la cosa pensante y la extensa, en pocas palabras, porque: i) les negó a los animales toda alma y los explicó como meras máquinas muy sofisticadas, cuyas operaciones todas, -incluso aquellas claramente semejantes a las racionales, solo las ejecutan como un buen reloj señala las horas-. La necesidad de negarles el alma a los animales se hallaba para él en que: allí donde se encuentra el pensamiento, se encuentra para él también una sustancia por completo diversa de la materia, por lo tanto, intacta e inmortal, etc. 2) En lo que respecta al ser humano, es cierto que lo considera, en cuanto al cuerpo, asimismo solo como una máquina muy artificiosamente articulada, que, a la manera de un excelente reloj, ejecuta únicamente, de acuerdo con su propio mecanismo, todas las operaciones naturales con total independencia del alma; en lo que concierne a aquellos movimientos que no se dejan explicar de manera automática, y que corresponden a ciertos movimientos o actos volitivos del espíritu, no ve otra manera de explicarlos que asumiendo, en cada uno de esos casos, por ejemplo, cuando surge en el espíritu un deseo o un querer que debe realizar el cuerpo, que Dios mismo se entremete y produce en el cuerpo el movimiento correspondiente, -como si debiera ser más comprensible la manera como el espíritu supremo (porque Dios no es para él algo así como identidad) opera sobre lo puramente corpóreo, que en el caso del espíritu humano-. E igualmente, con ocasión de cada impresión que producen las cosas materiales sobre nuestro cuerpo, interviene el Creador mismo como intermediario y produce la correspondiente representación en el alma; el alma por sí misma sería inabordable para cualquier impresión externa o material, únicamente Dios consigue que mi alma tenga una representación de las cosas corporales. No se trata tampoco, entonces, de una unidad esencial, sino accidental y ocasional entre materia y espíritu. En sí ellos permanecen juntos. Es una unitas non naturae sed compositionis [unidad no de naturaleza sino de composición]. Ahora bien, como en este caso Dios opera de manera solo ocasional, este sistema vino a recibir el nombre de ocasionalismo.

Pero como Descartes en la filosofía casi no aparece sino para brindarle a otro espíritu el fundamento para un sistema por completo diferente, entonces también esta hipótesis mediante la cual se debía explicar la conexión entre alma y cuerpo, entre espíritu y materia, solo ha tenido un significado en la historia de la ciencia, porque aquella identidad entre espíritu y materia, entre la cosa extensa y la pensante, momentánea y siempre solo pasajera, dio pie para la identidad permanente y sustancial, que poco después Spinoza mismo afirmó no solo entre la cosa extensa y la pensante, sino también entre el pensamiento y la extensión. Otra consecuencia del sistema cartesiano en este respecto fue que la cuestión acerca del llamado commercio animi et corporis [comunicación del alma y del cuerpo] -que en una filosofía más elevada con respecto a los principios solo ocupa un lugar subordinado- durante mucho tiempo viniese a convertirse casi en la cuestión central de la filosofía, con la cual se ocupó primordialmente, si bien no de manera exclusiva; más aún, logró que durante largo tiempo un sistema se distinguiera de otro solo por la forma como respondía a dicha cuestión.

El influjo más general, pero a la vez el peor, lo ejerció la filosofía de Descartes al separar de manera absoluta materia y espíritu, que se pertenecen por completo mutuamente y se explican entre sí, y haber destruido así el gran organismo universal de la vida, y con lo inferior, haber entregado a la vez lo más elevado a un dictamen muerto meramente mecánico, el cual ha prevalecido hasta muy recientemente en todos los ámbitos del saber humano, e incluso en la religión.

Hasta aquí nos hemos referido a aquel aspecto de la filosofía cartesiana que suele llamarse su dualismo. Ahora queremos lanzar sobre ella una mirada general.

Descartes es grande por la idea universal de que en filosofía nada puede ser considerado verdadero sino lo que se conoce distinta y claramente. Pero como esto no es siempre posible, al menos inmediatamente, entonces debe conocerse todo en una conexión necesaria con aquello de lo cual yo soy consciente de manera inmediata e indudable. De esta manera, él introdujo en la filosofía en primer término, con clara cons-ciencia, el concepto de un principio y de una cierta genealogía de nuestros conceptos y convicciones, en las que nada debe ser tenido por verdadero sino en la medida en que pueda ser deducido y derivado del principio. Pero su limitación consistió en que él no buscó lo primero en sí, sino que se contentó con lo primero para cualquiera, por lo tanto, también para mí (universalidad subjetiva, no universalidad en la cosa misma). De esa manera había renunciado en principio también a la articulación que tiene lugar en la cosa, a saber, entre el principio y las cosas mismas, en pocas palabras, a la articulación objetiva, y se contentó con una articulación meramente subjetiva. Es cierto que a continuación avanzó hacia el concepto de lo en sí primero, hacia el concepto de Dios; solo que él no podía constituirlo plenamente como principio, ya que él precisamente solo había comprendido en este mismo la existencia necesaria, pero no lo que va más allá de ella y viene a hacer de Dios propiamente Dios. Descartes se percató también siempre de ese plus en el concepto Dios, pero ese plus no se introdujo en su conocimiento; se mantuvo por fuera del mismo como un mero presupuesto con comprendido.

Comparación entre Bacon y Descartes. Si hubiéramos querido seguir, en el desarrollo histórico de los nuevos sistemas, el orden cronológico, tendríamos que haber nombrado primero a Bacon, incluso antes de Descartes; porque él nació en 1560, y Descartes en 1596. Además, con Bacon comenzó el desarrollo del nuevo empirismo, así como con Descartes el desarrollo del racionalismo. Las obras principales de Bacon (y eso es lo que importa propiamente) son casi contemporáneas con los primeros escritos de Descartes (porque este comenzó a dar a conocer sus nuevos principios siendo aún muy joven). No se ve que alguno de estos dos grandes escritores hubiera influenciado al otro. En cuanto al asunto, se hallan entonces uno al lado del otro, -se llevó a cabo entonces una renovación simultánea del empirismo por medio de Bacon y del racionalismo por medio de Descartes. Así, desde el comienzo de la nueva filosofía transitan racionalismo y empirismo uno junto al otro, y han permanecido hasta ahora paralelos. En la historia del espíritu humano es fácil percibir una cierta simultaneidad entre grandes espíritus, que desde diversos lados terminan sin embargo apuntando al mismo objetivo. Esto vale también para Bacon y Descartes. Lo común a ambos es el haberse desprendido de la Escolástica. Bacon no se contrapone propiamente al racionalismo tardío, sino solo al escolástico. Bacon, así como Descartes, busca aquello que, en contraposición a la Escolástica, hay que llamar filosofía real (a. escolástica. b. Filosofía real: a. racionalismo; b. empirismo). Las primeras máximas de Descartes conducen necesariamente, en su desarrollo, a que la cosa, el objeto mismo, es el que mediante su movimiento engendra la ciencia, y no el mero movimiento subjetivo del concepto, como en la Escolástica. Pero precisamente esto es lo que quiere también Bacon. Su filosofía es filosofía real, en la medida en que él quiere partir, no del concepto, sino de hechos, es decir, de la cosa misma en tanto que está dada en la experiencia. Ahora bien, cuando se examina esto con mayor atención se encuentra que se hallan aún más cerca. Porque la inducción de Bacon, tal como se deja ver claramente por su explicación, no es para él todavía propiamente la ciencia misma, sino únicamente el camino hacia ella. Se expresa sobre ello de la siguiente manera: "Yo les dejo, dice, a los escolásticos el silogismo. Este presupone ya principios conocidos y probados (reconocidos como verdaderos) (esto es muy correcto: el uso del silogismo viene a comenzar propiamente una vez que se tienen principios universales y racionales, y resulta por consiguiente más importante en las ciencias subordinadas que en la filosofía; porque la filosofía es la ciencia que busca esos principios universales); yo les dejo, dice entonces Bacon, a la Escolástica el silogismo, que no me puede servir para nada porque supone los principios, y estos son los que yo busco; me mantengo entonces en la inducción, no en aquella forma inferior de la misma que avanza por el camino de la mera enumeración (como, por ejemplo, en los argumentos más antiguos, donde enumerábamos a los apóstoles); este modo de inducción tiene la desventaja de que el más pequeño hecho que la contradiga destruye el resultado; sino que yo me atengo a aquella manera de inducción que, al distinguir con la ayuda de exclusiones y negaciones correctas y acertadas los hechos necesarios de los inútiles, reducir los primeros a un muy pequeño número, y delimitar de esa manera en el menor espacio posible la verdadera causa originaria facilita al máximo su descubrimiento. A partir de estos pocos hechos (reducidos a unos cuantos) y siempre bajo la luz de la inducción, me elevaré paso a paso y con extrema lentitud a proposiciones particulares, de estas a otras intermedias y, finalmente, a los principia generalissima et evidentissima [principios generalísimos y evidentísimos]". Ahora bien, Bacon no se queda allí, sino que, después de descubrirlos, dice:

apoyándome en estos como en un fundamente inamovible, avanzaré audazmente con mis pensamientos, ya sea para organizar nuevas observaciones, o remplazar por completo la observación cuando ella ya no sea posible (esto es, siguiendo aquellos principios más generales descubiertos, decidir sobre aquellas cuestiones u objetos a los que no se llega mediante observación alguna), y luego de haber comenzado con la duda (por lo tanto, como Descartes), terminaré con la certeza y me atendré a un correcto término medio entre la filosofía dogmática de los peripatéticos (es decir los escolásticos) que comienza con lo que debería terminar (los principios universales), y la vacilante filosofía de los escép-ticos que termina con lo que debería comenzar (con la duda).

De modo que, en principio, Bacon, como Descartes, quiere también finalmente una filosofía progresiva. Solo que esta únicamente puede fundamentarse por inducción, es decir, de manera regresiva (Bacon no rechaza ciertamente los principios universales, tal como lo entendieron sus sucesores, a saber, Locke, David Hume y todavía más los sensualistas. Él quiere más bien llegar precisamente a esos principios mediante la inducción, y, a partir de ellos, como él dice, alcanzar luego la certeza). De modo que no se apartó de la fundamentación, ni tampoco ingresó a la ciencia misma. Pero lo mismo ocurre con Descartes; porque él termina con aquello a partir de lo cual sería posible una ciencia progresiva, es decir, con lo supremo, con Dios. Ambos están de acuerdo en su oposición a la Escolástica, en el común esfuerzo por una filosofía real. Ellos vienen a separarse definitivamente con respecto al concepto supremo, al que Descartes, mediante un argumento a priori, quiere independizar de toda experiencia y, por consiguiente, también de su punto de partida (del hecho inmediato yo pienso), -convirtiéndose así en el iniciador de la filosofía apriorística o racional-apriorística, mientras que Bacon, de manera indiscutible, quiere a su vez lo supremo como algo empírico.

Bibliografía

Manfred, Buhr. Zur Geschichte der neueren Philosophie. Münchener Vorlesungen [Para la historia de la filosofía más reciente. Lecciones de Munich]. Verlag Philipp Reclam, 1975. 19-50. [ Links ]

1Traducido del texto publicado por Manfred Buhr: Zur Geschichte der neueren Philosophie. Münchener Vorlesungen [Para la historia de la filosofía más reciente. Lecciones de Munich]. Verlag Philipp Reclam, 1975. 19-50.

3La expresión remite al teatro griego y latino, en los que, en ocasiones, mediante una grúa se introducía una deidad para resolver una situación y reorientar la trama. (Nota del traductor).

4La expresión latina proviene de la alquimia y se refiere a los deshechos del proceso químico de sublimación. (Nota del traductor).

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