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Revista Latinoamericana de Psicología

Print version ISSN 0120-0534

rev.latinoam.psicol. vol.41 no.3 Bogotá Sept./Dec. 2009

 

Revisiones sobre el autismo

Reviews on Autism

Santiago López Gómez
Rosa María Rivas Torres
Eva María Taboada Ares

Universidad de Santiago de Compostela, España

Correspondencia: Rosa María Rivas Torres, Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación, Facultad de Psicología, Universidad de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela, Campus Universitario Sur, 15782 Santiago de Compostela, España. Correo Electrónico: perivas@usc.es

Recibido: Octubre 2007
Aceptado: Enero 2009


Resumen

El autismo, al igual que el resto de los trastornos generalizados del desarrollo, es ampliamente estudiado en muchas investigaciones actuales. Sin embargo, su etiología sigue siendo la gran desconocida. Sus manifestaciones heterogéneas, junto con la disparidad de criterios clínicos y resultados de las investigaciones, dificultan su estudio y, con ello, la aplicación de medidas preventivas que minimicen sus efectos. El artículo que se presenta tiene como objetivo ofrecer una revisión actualizada del tema del autismo y despejar las muchas incógnitas que todavía existen respecto al mismo. Se realiza una revisión de los autores más importantes y de las principales líneas de investigación emergentes de la producción científica, y que tratan de concretar su inconstante sintomatología, al igual que su prevalencia y etiopatogenia.

Palabras clave: autismo, trastornos generalizados del desarrollo, riegos perinatales, etiología.


Abstract

Autism, as any other pervasive developmental disorder, is the object of a large number of studies at present time. However, its aetiology is still unknown. Its heterogeneous manifestations, together with a diversity of clinical criteria and results from research, make its study a difficult task, and correspondingly, the application of preventive strategies in order to minimize its effects. The goal of this article is to offer an actual view of autism and to give answers to questions that still remain about it. In an effort to clear up its fickle symptomatology, a review of the most important authors and the main emergent lines of research in the scientific production are presented, as well as its prevalence and etiopathogeny.

Keywords: autism, pervasive developmental disorders, perinatal risks, etiology.


Introducción

Ya ha pasado más de medio siglo desde que Kanner, en 1943, hiciera referencia por primera vez al autismo en su artículo titulado "Alteraciones autísticas de contacto afectivo", y que hoy se acepta como el inicio del estudio científico de este trastorno. Eso no significa que el autismo no haya existido siempre. Al respecto, resulta interesante descubrir cómo en casi todas las culturas se encuentran leyendas y mitos sobre individuos con comportamientos extraños y de características muy similares a lo que, en la actualidad, se correspondería con rasgos autistas (Frith, 1989; Happé, 1998), y que vienen a confirmar que este trastorno ha recorrido ya un largo camino en la historia. En otra perspectiva, también se conocen informes, muy anteriores a Kanner, que describen casos ilustrativos de comportamientos que se pueden relacionar con el autismo. En virtud de ello, a lo largo de los siglos XVIII y XIX se hizo manifiesto el interés por los niños con perturbaciones severas de las capacidades de interacción y contacto afectivo. Resulta notoria la importancia que despertó en la comunidad científica el conocido caso de Víctor, el "niño salvaje" a partir de detalles de su conducta, que apuntan a un polémico autismo, además de otras aportaciones y estudios, como los de Haslam o Witmer (Frith, 1989). Ya a principios del siglo XX, los psiquiatras comienzan a utilizar diversas etiquetas para designar ciertos casos de síndromes psicóticos precoces semejantes a las descripciones contemporáneas del autismo. Así, Sanctis define el concepto de dementia precocissima, Heller el de dementia infantilis, o Bender el de "esquizofrenia infantil" (Rivière, 1993). Aunque el término autismo proviene ya de Bleuler, quien, en 1913, lo aplicaba para referirse a pacientes que presentaban un fracaso en las relaciones interpersonales y un aislamiento en su entorno.

Retomando a Kanner (1943) y a su pionera aportación, es interesante su estudio a una población de niños diagnosticados de esquizofrenia. De ellos, aísla a un grupo que muestra una serie de síntomas comunes y describe, por primera vez, el caso de once de estos niños que presentan un cuadro de trastorno del desarrollo. De su preciso análisis clínico, establece un conjunto de criterios diagnósticos y factores etiológicos, toda vez que delimita un cuadro psicológico que denomina "autismo" (del griego eaftismos = encerrado en uno mismo), caracterizado por tres principales aspectos: la incapacidad para establecer relaciones con las personas, retrasos y alteraciones en la adquisición y uso del lenguaje y una insistencia obsesiva en mantener el ambiente sin cambios, que se acompaña de una tendencia a realizar ritualizaciones. Los rasgos más característicos de este cuadro son, según el propio Kanner (1943), los siguientes: incapacidad para establecer contacto con los demás, retraso importante en la adquisición del habla, utilización no comunicativa del habla (en autistas verbales), ecolalia retardada, inversión pronominal, actividades de juego repetitivas y estereotipadas, insistencia obsesiva en perseverar la identidad, carencia de imaginación, buena memoria mecánica y aspecto físico normal y, anormalidades en la primera infancia.

Estos síntomas, según Kanner, se presentan desde el nacimiento, de ahí que denominara al trastorno "autismo infantil precoz", aunque estos niños tienen a su vez una buena memoria mecánica y ciertas habilidades especiales, por lo que podrían tener un gran "potencial cognitivo". Kanner utilizó el término "autismo" relacionado con la esquizofrenia adulta, generando una corriente de estudios según la cual en los niños autistas existe un rico mundo imaginativo, autorreferido, y en el que se encierran.

Paralelamente a Kanner, pero con gran demora en llegar a la comunidad científica sus estudios, el pediatra Hans Asperger en 1944, repara en el caso de algunos niños con una "psicopatía autista" y describe un trastorno muy similar al de Kanner, caracterizado sobre todo por una limitación de las relaciones sociales, por extrañas pautas comunicativas y por un carácter obsesivo en pensamiento y acciones.

Hacia una definición del autismo

El autismo se agrupa en torno a los denominados trastornos generalizados del desarrollo, que a su vez están incluidos dentro de los trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia (American Psychiatric Association [APA], 2002). Estos trastornos, como su nombre indica, se caracterizan por una perturbación grave y generalizada de varias áreas del desarrollo: habilidades para la interacción social, habilidades para la comunicación o la presencia de comportamientos, intereses o actividades estereotipados. Las alteraciones cualitativas que los definen son claramente impropias del nivel de desarrollo o edad mental del sujeto. Suelen ponerse de manifiesto durante los primeros años de la vida y acostumbran a asociarse a algún grado de retraso mental, observándose, a veces, en otras enfermedades médicas. Ahora bien, recientes investigaciones (Loh et al., 2007; Zwaigenbaum et al., 2005), en las que se utilizan grabaciones de video, entre otras técnicas de registro comportamental, hablan ya de manifestaciones sintomáticas del trastorno en los primeros meses de vida, lo que supondrá un gran avance con respecto a la posibilidad de ofrecer un diagnóstico precoz, incluso a los pocos meses del nacimiento.

En la actualidad el autismo se describe como un síndrome complejo, con múltiples causas y manifestaciones, que agrupa una amplia colección de síntomas raros de observar. Por ello, su definición debe hacer frente, de manera específica, al estudio de su sintomatología para poder recoger toda su variabilidad espectral (álvarez, 2007). Pese a los avances en la investigación del trastorno, hoy en día, todavía no existe una definición técnicamente aceptable y universalmente compartida del autismo, que se debe, en parte, a la dificultad de describir y comprender las profundas y diversas alteraciones que presentan las personas que lo sufren (Albores, Hernández, Díaz & Cortés, 2008).

No obstante, y pese a las limitaciones anteriormente señaladas, el autismo puede definirse, en términos generales, como un trastorno neuropsicológico de curso continuo asociado, frecuentemente, a retraso mental, con un inicio anterior a los tres años de edad, que se manifiesta con una alteración cualitativa de la interacción social y de la comunicación así como con unos patrones comportamentales restringidos, repetitivos y estereotipados con distintos niveles de gravedad.

Sintomatología

Al igual que sucede con la definición, encontramos también cierta confusión en cuanto a los criterios diagnósticos del autismo infantil, que en buena medida se debe a su complejidad, a la multiplicidad de variables, a lo no especificidad de los síntomas considerados e incluso a los desacuerdos entre los diversos paradigmas de investigación (Albores et al., 2008). Por ello, las descripciones actuales del autismo hacen referencia a un grupo heterogéneo de síntomas, sin que sean a su vez específicos del mismo.

Las manifestaciones del autismo son muy amplias, toda vez que difusas e inconstantes. Los criterios diagnósticos, tal como se recogen en el DSM-IV-TR (APA, 2002) y la CIE-10 (OMS, 1992), requieren de la valoración de tres dimensiones que deben estar presentes a la edad de 4-5 años, si bien, deben comenzar a manifestarse antes de los tres años y, a menudo, se observa un desarrollo inapropiado incluso con anterioridad a esta edad, como es el caso de un lenguaje anormalmente retardado, un comportamiento que no responde a las expectativas sociales, o un uso repetitivo y estereotipado de acciones, juegos y manipulación de objetos. Estos tres criterios a los que se hace referencia, son: (a) alteraciones en la interacción social, (b) alteraciones en el lenguaje y la comunicación, y (c) patrones de comportamiento, intereses o actividades restringidos y estereotipados.

Las deficiencias de la interacción social son importantes y duraderas. Están marcadas por una notable afectación de la práctica de comportamientos no verbales múltiples en orden a regular la interacción y comunicación sociales. Puede existir una incapacidad para desarrollar relaciones con coetáneos apropiada al nivel de desarrollo, adoptando diferentes formas en función de la edad (Toth, Dawson, Meltzoff, Greenson & Fein, 2007). Así, los sujetos de menor edad pueden tener muy poco o ningún interés en establecer lazos de amistad, mientras que los mayores pueden estar interesados por unas relaciones amistosas, pero carecen de la comprensión de las normas convencionales implícitas en la interacción social. Suele estar ausente la búsqueda espontánea de disfrutes, intereses u objetivos compartidos por otras personas. Al mismo tiempo, no se observa una reciprocidad social o emocional. Con frecuencia tienen sumamente afectada la conciencia sobre los demás, pudiendo prescindir de otros niños (incluyendo sus hermanos), al carecer de todo concepto relativo a las necesidades de los demás o no percibir el malestar en otras personas.

También es muy notable y persistente la alteración de la comunicación, que afecta tanto a las habilidades verbales como a las no verbales (Iverson & Wozniak, 2007). Puede producirse un marcado retraso del desarrollo del lenguaje hablado o incluso, y no en pocos casos, su ausencia total. En los sujetos con habla, cabe observar una seria alteración de la habilidad para iniciar o sostener una conversación con otros, utilizando de manera estereotipada y repetitiva el lenguaje. También se observa carencia de juego usual espontáneo y variado o de juego imitativo social propio del nivel de desarrollo del sujeto. Cuando se desarrolla el habla, el volumen, la entonación, la velocidad, el ritmo o la acentuación pueden ser anormales. Las estructuras gramaticales suelen definirse como inmaduras e incluyen un uso idiosincrásico del lenguaje. La comprensión del lenguaje, en muchas ocasiones, está muy retrasada y el sujeto puede ser incapaz de comprender preguntas u órdenes sencillas (Russo, Nicol, Trommer, Zecker & Kraus, 2009). Acostumbra a evidenciarse un trastorno de la pragmática (uso social), manifiesto en la incapacidad para integrar palabras y gestos o para comprender aspectos humorísticos o no literales del lenguaje, como la ironía o los significados implícitos. El juego imaginativo de manera frecuente está ausente o notablemente alterado. Estos sujetos también tienden a no implicarse en las rutinas o juegos imitativos simples propios de la infancia o la primera niñez, o lo hacen sólo fuera de contexto o de manera mecánica, haciendo caso omiso de cualquier tipo de regla o modificación.

Los sujetos con trastorno autista muestran patrones de comportamiento, intereses y actividades restringidos, repetitivos y estereotipados (Richler, Bishop, Kleinke & Lord, 2007; Toth et al., 2007). Pueden demostrar una preocupación absorbente por una o más pautas de interés restrictivas y estereotipadas que resultan anormales, sea en su intensidad, sea en sus objetivos, con adhesión aparentemente inflexible a rutinas o rituales específicos, no funcionales, tales como manierismos motores o una preocupación persistente por partes de objetos. Despliegan una gama de intereses notablemente restringida y suelen preocuparse por alguno muy limitado y concreto, que se puede observar a edades muy tempranas (Loh et al., 2007; Zwaigenbaum et al., 2005). Pueden alinear un número exacto de juguetes del mismo modo una y otra vez, o reproducir repetitivamente los comportamientos y muletillas de un actor de televisión, o llegar a insistir en la identidad o uniformidad de las cosas y resistirse a una mínima alteración. A menudo se observa un exagerado interés por rutinas o rituales no funcionales o una insistencia irracional en expresar determinadas acciones. Realizan movimientos corporales estereotipados que incluyen las manos (aletear, dar golpecitos con un dedo) o todo el cuerpo (balancearse, inclinarse o mecerse), incluyendo, en ocasiones, anomalías posturales. Estos sujetos experimentan una preocupación persistente por ciertas partes de los objetos (botones, partes del cuerpo), frente a los que pueden sentirse vinculados o fascinados por su movimiento.

Como hemos señalado anteriormente, la alteración debe manifestarse antes de los tres años de edad por retraso o funcionamiento anormal en por lo menos una (y a menudo varias) de las siguientes áreas: interacción social, lenguaje tal como se utiliza en la comunicación social, o juego simbólico o imaginativo. En la mayoría de los casos no se observa período alguno de desarrollo inequívocamente normal, aunque en un 20% de ellos los padres informan de un desarrollo relativamente normal durante uno ó dos años. En estos casos, los padres pueden indicar que el niño adquirió unas cuantas palabras, perdiéndolas a continuación, o pareciendo estancarse evolutivamente. Por definición, si existe un período de desarrollo normal, éste no puede extenderse más allá de los tres años. El trastorno no se explica mejor por la presencia de un trastorno de Rett o de un trastorno desintegrativo infantil.

Como se puede observar, en la concepción actual del trastorno autista subyace la idea de un síndrome profundamente heterogéneo y con diferencias individuales muy marcadas, que se pueden asociar a diversos trastornos (Werner, Dawson, Munson & Osterling, 2005; Wing, 1987). Además, se acepta que existen muchos retrasos y alteraciones del desarrollo que se acompañan de síntomas característicos del autismo (Gillberg & Billstedt, 2000). De hecho, al estudiar sus diferentes síntomas y manifestaciones tipológicas, nos encontramos con ciertas dimensiones que en ocasiones se acercan al desarrollo normal del niño, y otros síntomas, ya más cercanos al espectro autista y que se identifican con retrasos evidentes en este desarrollo (Gillberg, 1999; Pry & Guillain, 2002).

Por todas estas razones, cobra fuerza hablar de trastornos del espectro autista (TEA), como un continuo de formas que se asocian con una amplia variedad de características, síntomas, factores etiológicos e incluso respuestas frente a los tratamientos (Rapin, 2002), descartando, al efecto, que no se trata de un único trastorno con expresiones fijas o dimensiones y síntomas rígidos, aunque tengamos en mente la tipología más clásica de Kanner al referirnos al mismo. Esta consideración lleva a que se hable de "tipos" o niveles de funcionamiento dentro del autismo, lo que permite un aproximación más realista a su heterogeneidad y que permite valorar, a su vez, las diferencias observadas en estos sujetos en los niveles de funcionamiento social, en el lingüístico, en las habilidades no verbales, y también a nivel cognitivo y comportamental (Perry, Flanagan, Geier & Freeman, 2009; Stevens et al., 2000; Werner et al., 2005; Teunisse, Cools, Van-Spaendonck, Aerts & Berger, 2002), heterogeneidad que se manifiesta mucho más marcada si consideramos la variable sexo (Carter et al., 2007). La propia consideración de los TEA aglutinaría, en su esencia, al trastorno autista, o trastorno tipo Kanner, en un polo del espectro, y al trastorno de Asperger en el otro polo, situando al TGD-no especificado en el centro de ambas tipologías, dada su indefinición. Ahora bien, hay que resaltar que aunque la mayoría de los investigadores hacen referencia a espectro autista, las clasificaciones oficiales todavía no lo consideran de esta manera.

Prevalencia

Estas dificultades conceptuales y descriptivas también salpican a otras dimensiones de su estudio, como la prevalencia, la etiología o la intervención, plagadas de dudas y posicionamientos vertebrados en la disparidad e incluso en la contradicción.

Al abordar la prevalencia del autismo parece difícil ajustarse a una cifra real, observando la multiplicidad de metodologías de investigación y de criterios diagnósticos utilizados. Los estudios clásicos sugieren una prevalencia en torno a 2-5 casos por cada 10.000, aunque estas cifras parecen estar superadas en los últimos años (Baker, 2002; Croen, Grether & Selvin, 2002). Quizás, y como señala Rivière (2001), debido a la incidencia, cada vez mayor, de factores físicos capaces de producir cambios genéticos en la población. O se debe a las modificaciones en los criterios diagnósticos y a la mayor precisión de los métodos de detección.

Lo que parece evidente, toda vez que extraño, es el incremento en las cifras de prevalencia del autismo arrojadas por múltiples investigaciones recientes y que lo sitúan entre el 10 y el 20/10.000 (Baker, 2002; Chakrabarti & Fombonne, 2001; Croen, Grether, Hoogstrate & Selvin, 2002; Fombonne, 2001, 2002, 2003; Gillberg & Wing, 1999; Yeargin-Allsopp et al., 2003) Cuando, y de forma paralela, decrece de manera genérica la prevalencia de retraso mental (Fombonne, 2003). Por ello, contemplando esta disparidad de tasas, lo más apropiado en la tendencia actual es reflejar una prevalencia creciente desde el 2/10.000 al 1/1.000 (Folstein, 1999), afectando en una relación de 4:1 a hombres sobre mujeres (Fombonne, 1999; Rapin, 1999).

Etiología

Los retos más acuciantes en la investigación del autismo van en la dirección de relacionar lo que parece un conjunto aparentemente independiente de síntomas, con sus correspondientes déficits cerebrales (Robbins, 1999), Si bien esto nos lleva hacia la consideración de su etiología y a la identificación de sus mecanismos patogénicos, que son todavía un obstáculo para la ciencia actual, encontrándonos con diversos postulados teóricos que, de alguna manera, tratan de corresponder los comportamientos y las características inconstantes y heterogéneas del autismo con acontecimientos médicos, genéticos, sociofamiliares, entre otros. Se recurre a múltiples teorías que explican las posibles causas del mismo, posicionándonos todavía frente a un síndrome de causa desconocida, y permaneciendo en un momento de generación de diversidad de propuestas hipotéticas diversas -alteraciones genéticas, déficits metabólicos, anatómicos, cognitivos, anomalías contextuales, etc.-, que no permiten una explicación clara y definitiva sobre la génesis del autismo (Bristol & Spinella, 1999).

Las evidencias científicas señalan que los síntomas que se encuentran en el espectro autista son el resultado de alteraciones más o menos generalizadas del desarrollo de diversas funciones del sistema nervioso central, aunque en los últimos años parece cobrar cada vez más sentido el considerar una multiplicidad de factores en cuanto a la etiología del autismo (Folstein, 1999). Actualmente, la realidad de un mecanismo causal biológico y orgánico toma fuerza, atendiendo siempre al papel de los factores hereditarios con una compleja y pluridimensional contribución genética (DeLong, 1999; Reichler & Lee, 1987; Trottier, Srivastava & Walter, 1999). Todo ello, valorando la interacción entre el potencial genético y una multiplicidad de eventos prenatales y perinatales (Wilkerson, Volpe, Dean & Titus, 2002), puesto que la explicación única de la genética no puede hacer frente a la variabilidad del espectro autista y de los trastornos generalizados del desarrollo. Considerando, al mismo tiempo, ciertos factores del desarrollo (raza, partos múltiples, riesgos paternos) asociados con características demográficas (edad y educación materna, nivel socioeconómico, etc.), que pueden interactuar con la vulnerabilidad genética, incrementando el riesgo de autismo (Baron-Cohen & Bolton, 1994; Croen et al., 2002), hay que valorar también las investigaciones que, en los últimos años, han tratado de relacionar los trastornos del espectro autista con algunas patologías genéticas -fenilcetonuria, esclerosis tuberosa, neurofibromatosis, X frágil, y otras- (Gillberg & Billstedt, 2000).

La amplitud de teorías etiológicas del autismo se pueden subdividir en dos principales grupos. Un primer grupo se centra en las causas primarias patogénicas del autismo, entre ellas las que hacen referencia a anomalías en el entorno psicológico o a problemas orgánicos ligados a anomalías genéticas. Un segundo grupo identifica los desórdenes psicológicos y fisiológicos como rasgos etiológicos, destacando la organización cerebral diferente, los trastornos neurofisiológicos y los déficits cognitivos, perceptivos e incluso sensoriomotores.

Al revisar la literatura nos encontramos con teorías que destacan la influencia de las interacciones de los padres con el hijo en la patogénesis del síndrome autista. Estas teorías sugieren déficits, relaciones e interacciones alteradas que podrían asociarse con la gestación del autismo desde muy temprana edad. Se han ofrecido aproximaciones, hipótesis psicogénicas de corte variado. Sin embargo, esta visión, como refiere Mackowiak (2000), ha cambiado en los últimos años, siendo los factores biológicos los que hoy en día parecen mostrarse como causantes de este trastorno, sea a nivel neurológico, bioquímico, genético o por diferentes problemas durante el embarazo y el parto, destacando, como venimos haciendo, la heterogeneidad del desorden y de la inexistencia de un modelo único que explique su etiología.

Las teorías de corte genetista están cobrando cada vez más fuerza al mostrar un amplio soporte empírico (Barón- Cohen & Bolton, 1994; Cook, 1998, 2001; Folstein, 1999). Dentro de ellas, los estudios de las ratios hombre/ mujer, el riesgo de recurrencia en hermanos, así como los resultados en investigaciones con gemelos, indican que los factores genéticos juegan un papel importante (Bailey et al., 1993, 1995; Bailey, Phillips & Rutter, 1996), sobre todo en una alterada regulación en la formación del sistema nervioso en los primeros meses del desarrollo embrionario (Gillberg et al., 1991). Se sugiere que son varios los genes que actúan de manera independiente para causar el autismo o los trastornos generalizados del desarrollo (Estecio, Fett, Varella, Fridman & Silva, 2002). El riesgo moderado de recurrencia en hermanos y la gran diferencia de concordancia entre gemelos monocigóticos sobre los dicigóticos, con una mayor concordancia en los primeros (Andres, 2002; Cook, 1998), parecen indicar, siguiendo a Bolton et al. (1994), que el sujeto debe heredar más de un gen para expresar el fenotipo del autismo, apuntando que el número probable de genes sea entre dos y cuatro, aunque podrían llegar incluso a diez o más (Cook, 2001; Smalley, Arsanow & Spence, 1988; Smalley, 1991), con su modo complejo y variado de transmisión, mostrando, así, mismo, niveles de afectación y anomalías asociadas diversas (Konstantareas & Homatidis, 1999; Valente, 1997).

Dentro del grupo de condicionantes genéticos que pueden producir o hacer evidente su asociación con el autismo, encontramos una serie de patologías relacionadas con el mismo (Barón-Cohen & Bolton, 1994; Cook, 1998; Gillberg & Billstedt, 2000), destacando la fenilcetonuria, neurofibromatosis (Williams & Hersh, 1998), esclerosis tuberosa (Bolton, Park, Higgins, Griffiths & Pickles, 2002; Gutiérrez, Smalley & Tanguay, 1998; Smalley et al., 1988), síndrome de X Frágil (Estecio et al., 2002; Rogers, Wehner & Hagerman, 2001; Turk & Graham, 1997) y otros síndromes congénitos.

Un segundo grupo de hipótesis se centra en el estudio de las alteraciones neuroquímicas y metabólicas y su vinculación con los trastornos sintomatológicos autistas. Diversos estudios (Bailey et al., 1995, 1996; Sahley & Panksepp, 1987) relacionan el exceso de péptidos (de acción similar a los opiáceos) con el comportamiento aislado autista, además de observarse grandes mejoras sintomáticas si se bloquean sus efectos (Cazzullo et al., 1999; Sandman, Spence & Smith, 1999; Willemsen, Buitellar, Van- Berckerlaer & Van-Engeland, 1999). Otros estudios identifican un aumento de los niveles de serotonina en sangre como eje fundamental del autismo (Aman, Arnold & Armstrong, 1999; Cook, 1990; Leckman & Lombroso, 1998; McDougle, Kresch & Posey, 2000; Strauss, Unis, Cowan, Dawson & Dager, 2002), y que se asocian con retraso mental y determinados síntomas conductuales del autismo, si bien otras investigaciones apuntan a que la hiperserotonemia no es real, ni que el ajuste en los niveles de serotonina mejoren realmente los síntomas de los déficits sociales ni comunicativos (Piven et al., 1991; Posey, Guenin, Kohn, Swiezy & McDougle, 2001). Continúa, por lo tanto, sin quedar claro el mecanismo metabólico responsable, al igual que el motivo por el cual, no siempre, cuando se disminuyen los niveles de serotonina se traduce en una mejora real en la conducta. Con respecto a esto, el DSM-IV-TR (APA, 2002), indica, simplemente, que existen diferencias de grupo en algunas medidas de la actividad serotoninérgica, pero no constituyen un criterio diagnóstico del trastorno autista.

Otro grupo de hipótesis, denominados como la teoría de la mente -TM-, buscan en el déficit de la modularidad cognitiva la causa necesaria del síndrome conductual del autismo (Barón-Cohen, 1998, 2002; Barón-Cohen et al., 1996). La modularidad de la mente es un constructo que sirve, en este caso, para explicar las diversas ejecuciones, desarrollos y variabilidades en los sujetos autistas (Anderson, 1998; Barón-Cohen, 1998), además de permitir establecer su relación considerando la arquitectura de la mente (Gómez & Núñez, 1998). Delimita la "ceguera mental"; la ausencia de control en los procesos que rigen los estados mentales en el autismo, con su falta de representación simbólica, deseos o capacidad para predecir otros estados mentales. Este hecho se relaciona con alteraciones en la modularidad de la mente y con la manifestación atípica de emociones, al no tener esa capacidad de "leer la mente" con respecto a los deseos y las creencias de los demás (Frith, 2001; Rieffe, Terwogt & Stockmann, 2000; Tirapu-Ustárroz, Pérez-Sayes, Erekatxo-Bilbao & Peregrin-Valero, 2007). El déficit resultaría de una disfunción biológica del SNC y de una organización cortical diferente (Courchesne, 1998), que daría como resultado un funcionamiento también diferente y que surge de un déficit en los mecanismos de aprendizaje, de un sesgo atencional y perceptivo y de las dificultades en la capacidad de integrar la información (Frith & Frith, 2003; Frith & Hill, 2003; Rodríguez, Moreno & Aguilera, 2007), derivado, todo ello, de alteraciones perinatales durante el desarrollo del sistema nervioso. El enfoque de esta teoría, de forma breve, sostiene, como sugiere Pacherie (1999), que la capacidad de atribuir estados mentales a sí mismos y a los demás, como forma de explicar y predecir el comportamiento, no se desarrolla normalmente en los sujetos autistas. Esta visión conlleva una serie de afirmaciones, destacando que los niños con autismo:

a) Experimentan grandes dificultades para predecir correctamente las creencias de otras personas, b) Tienen problemas específicos para comprender deseos sencillos y predecir los deseos de otros cuando éstos entran en conflicto con los suyos propios, c) Apenas muestran juego de ficción espontáneo, d) Manifiestan dificultades para distinguir entre estados mentales y físicos, lo mismo que para comprender las funciones mentales del cerebro.

La Asociation International Autisme-Europe (2000) confirma que las personas incluidas dentro del espectro autista muestran deficiencias para procesar la información. Estas anomalías incluyen trastornos en la regulación de la vigilancia y de diferentes componentes de la atención, al igual que un desarrollo alterado que limita la adecuada percepción y comprensión del mundo, disminuyendo, así mismo, la capacidad para entender los pensamientos, emociones y las intenciones de los demás. Este déficit neurocognitivo es a la vez perceptivo y ejecutivo, si bien las bases fisiológicas de estos fenómenos no están todavía aclaradas. Esta teoría ha generado múltiples investigaciones, si bien son numerosas también las críticas que desde diversos ángulos le están ofreciendo (Serra, Loth, van Geert, Hurkens & Minderaa, 2002).

En los últimos años ha ido emergiendo con mucha fuerza una teoría de corte neuropsicológico que se está convirtiendo en uno de los núcleos de la investigación del autismo: la teoría del déficit de las funciones ejecutivas (Fisher & Happé, 2005; Ozonoff, Pennington & Rogers, 1991). Propone que los déficits que muestran los sujetos autistas se deben a alteraciones en el lóbulo frontal. Concretamente, en el sistema modulador de la activación cortical, sufriendo un estado crónico de hiperactivación que se manifestaría en una serie de síntomas similares a los observados en pacientes con lesiones en el lóbulo frontal (Damasio & Anderson, 1993), e incluso prefrontal (Dawson et al., 2002), que correlacionan con déficits en la atención, y según Pacherie (1999), pueden tener como origen una alteración en los mecanismos de las imágenes motoras. En otras palabras, este enfoque mantiene que la causa fundamental del autismo puede ser debida a una alteración de la función ejecutiva, definida como la capacidad para mantener el set adecuado de solución de problemas de cara a la consecución de una meta futura. Esto incluye comportamientos tales como la planificación, el control de impulsos, la inhibición de respuestas prepotentes pero irrelevantes, el mantenimiento del set, la búsqueda organizada y la flexibilidad del pensamiento y la acción (Ozonoff, Rogers & Pennington, 1993). Entre los síntomas observados en el autismo, muy en relación con esta alteración cortical frontal, destacan: ausencia de empatía, falta de espontaneidad, afectividad pobre, reacciones emocionales, rutinas, perseveraciones, conducta estereotipada, intereses restringidos, creatividad limitada y dificultades en la focalización de la atención (Idiazábal & Boque, 2007; Martos-Pérez, 2008). Algunos estudios (Jambaque, Mottron, Ponsot & Chiron, 1998), mediante técnicas de neuroimagen (PET, Spect), han identificado estas alteraciones y su relación con la agnosia visual en autistas, aunque otros investigadores parecen encontrar más consistente la posibilidad de déficits temporales, sobre todo en la zona del hipocampo. Estos déficits están implicados en la disfunciones autísticas asociadas a alteraciones en el funcionamiento neuronal (Barth, Fein & Waterhouse, 1995; Dawson, Meltzoff, Osterling & Rinaldi, 1998; Hemby, Sánchez & Winslow, 2001). En los últimos años han ido emergiendo, no obstante, diversas voces que ofrecen datos en contra de esta teoría y plantean nuevos retos para su investigación (Griffith, Pennington, Wehner & Rogers, 1999).

Dentro de esta misma línea se han efectuado diversas investigaciones que han tratado de aclarar el origen de la falta de reciprocidad socioemocional en el autismo (Ayuda-Pascual & Martos-Pérez, 2007). Estudios recientes describen la identificación de algunos mecanismos neurobiológicos que podrían explicar la sintomatología autista. Así, se ha apuntado hacia una disfunción del sistema de neuronas en espejo, como argumento central de la falta de procesos de identificación presentes en los sujetos autistas. Estos procesos son necesarios, entre otros aspectos, para el aprendizaje, así como para la adquisición del lenguaje, la expresión emocional y la capacidad empática (Cornelio-Nieto, 2009).

Encontramos, igualmente, una serie de problemas asociados al embarazo y al parto que pueden relacionarse con autismo y diversas psicopatologías (Eaton, Mortensen, Thomsen & Fridenberg, 2001). Es preciso indicar que determinadas características maternas (como la edad, el peso, el consumo de tabaco y alcohol, la ingesta de medicamentos teratógenos durante el embarazo, etc.), así como ciertos problemas en el parto (infecciones virales: rubéola, citomegalovirus, herpes simplex; rotura prematura de membranas, parto distócico, etc.), pueden fácilmente asociarse con el autismo (Barón-Cohen & Bolton, 1994; Ghaziuddin, Al-Khouri & Ghaziuddin, 2002; Hessel et al., 2001; Nelson & Bauman, 2003; Patterson, 2002; Stein, Weizman, Ring & Barak, 2006; Wilkerson et al., 2002). En este sentido, tenemos que hablar de embarazo de riesgo, y consecuentemente, debemos identificar una serie de factores asociados a este riesgo. Los riesgos durante el embarazo no sólo se definen desde el punto de vista médico-obstétrico, sino contextual, psicológico, sociodemográfico, entre otros.

Es evidente que los resultados de un embarazo de riesgo pueden conllevar alteraciones físicas, sea por trastornos congénitos o por complicaciones en el desarrollo del embarazo o el parto (Koniak & Turner, 2001; McCurry, Silverton & Mednick, 1991), observándose, a su vez, repercusiones psicopatológicas diversas (Arseneault Tremblay, Boulerie & Saucier, 2002), trastornos psiquiátricos (Cannon et al., 2000; Eaton et al., 2001), déficits cognitivos (Batchelor, Dean, Gray & Wenck, 1989), alteraciones comportamentales (Weissman, Warner, Wickramaratne & Kandel, 1999), trastornos generalizados del desarrollo (Gillberg, 1999; Wilkerson et al., 2002), dificultades de aprendizaje (Hill, Cawthorne & Dean, 1998), alteraciones neuropsicológicas (Jones et al., 1998) y muchas otras.

La existencia de factores genéticos -anomalías cromosómicas-, factores maternales -edad, paridad, historial médico, etc.-, efectos teratógenos de los fármacos administrados a la madre, factores sociales y demográficos, embarazos prematuros, o múltiples, problemas asociados directamente al feto/neonato -prematuridad, bajo peso, etc.-, son sólo algunos de los posibles riesgos en un embarazo que pueden condicionar no sólo la propia viabilidad del feto, sino también su morbilidad e incluso la de la madre (Gray & Dean, 1991; Gray, Dean & Rattan, 1987). La asistencia habitual que en la actualidad se ofrece a las embarazadas supone una reducción de las complicaciones asociadas, si observamos las tasas de morbimortalidad perinatal referidas a los últimos años, en comparación con hace sólo unas décadas (MacDorman, Minino, Strobino & Guyer, 2002). Coincide, por otro lado, con un descenso notable de los índices de natalidad y fertilidad en los países desarrollados (Fretts, Schmittdiel, Malean, Usher & Goldman, 1995) y un incremento notable en la prevalencia del autismo (Fombonne, 2001, 2003). Esto no significa que, en la actualidad, todos los embarazos sigan un proceso favorable, pues surgen en algunas situaciones, condiciones que lo pueden complicar (Tomashek, Hsia & Iyasu, 2003). Estas situaciones, que podemos identificar como de alto riesgo, son responsables en un alto porcentaje de los resultados perinatales adversos (Queenan & Donoso, 1999), resaltando que los niños nacidos de embarazos de riesgo tienen una probabilidad significativamente mayor de sufrir retrasos y desórdenes en el desarrollo.

El conocimiento exhaustivo de la influencia de los factores de riesgo, tanto aislada como conjuntamente, va a permitir que se reduzcan todavía más las tasas de incidencia de patologías y problemas perinatales. Son muchos los estudios clínicos (Meier, 1985; González & Moya, 1996; Lester et al., 2002) que evidencian que un alto porcentaje de niños con una variedad de problemas en el desarrollo han sufrido diversas complicaciones y riesgos perinatales. Desde este planteamiento, los niños que han vivido complicaciones durante el desarrollo prenatal, durante el parto, o durante los primeros días del nacimiento, muestran un riesgo considerable frente a trastornos físicos, neuropsicológicos, mentales y comportamentales que ponen de relieve toda una serie de complicaciones médicas y psicológicas en su desarrollo. Ahora bien, en el caso del autismo o los trastornos del espectro autista, aún no se ha conseguido dilucidar su etiología, ni asociarla de manera empírica con alteraciones perinatales. Hasta la fecha las respuestas ofrecidas no muestran evidencias claras que permitan identificar factores de riesgo específicos pre y perinatales asociados al autismo. Sin embargo, son numerosos los estudios (Gillberg, 1988; López, Rivas & Taboada, 2008a, 2008b; Matsuishi et al., 1999) en los que se demuestra que la incidencia de las complicaciones pre y perinatales en las madres de los sujetos autistas son superiores que en otros grupos control. En esta línea, una serie de factores obstétricos se han encontrado asociados al autismo, como el uso de sustancias teratógenas, la edad materna avanzada, los sangrados vaginales, las infecciones virales, la aspiración fetal del meconio, etc. (Gillberg & Gillberg, 1983; Tsai & Stewart, 1983; Stein et al., 2006; Wilkerson et al., 2002), si bien, de manera genérica, no se han podido replicar consistentemente muchos de estos estudios y sólo ante complicaciones muy evidentes se han encontrado datos parecidos (Lord, Mullou, Wendelboe & Schopler, 1991).

Por último, hacemos referencia a otras teorías que, aunque muy actuales, presentan todavía un escaso soporte empírico. Entre todas comparten la necesidad de tener que realizar más investigaciones para poder confirmar sus postulados. Apuntan, como causa del autismo, a las radiaciones ambientales, a carencias nutricionales y vitamínicas asociadas a trastornos metabólicos (Page, 2000), o a procesos bioquímicos alterados que afectan a la digestión y absorción de ciertos alimentos, como el gluten o la caseína (Whiteley, Rodgers & Shattock, 2000), a déficits en el crecimiento cerebral (Courchesne et al., 2001), a la contaminación ambiental, a deficiencias inmunitarias y toxinas patógenas que dañan el cerebro (Burger & Warren, 1998), a las altas concentraciones de proteínas de albúmina y ganmaglobulina en sangre (Croonenberghs et al., 2002), a la exposición de determinadas sustancias, como talidomida, pitocina oxitocina, etc., durante estadios tempranos de la formación cerebral (Fein et al., 1997; Rodier, 2002), a las vacunaciones masivas y sobre todo a la triple vacuna de sarampión, paperas y rubéola (Madsen et al., 2002; Taylor et al., 2000) o al contenido de thimerosal de las mismas, a la organización disfuncional de los circuitos neuronales (Gustafsson, 1997), a la presencia de testosterona fetal (Auyeung et al., 2009), y otras muchas. Sin embargo, recientes estudios ofrecen datos, todavía poco concluyentes, en contra de algunos de estos riesgos señalados (Chen, Landau, Shan & Fombonne, 2004; DeStefano & Chen, 2001; Kleinhans et al., 2009; Krause, He, Gershwin & Shoenfeld, 2002; Madsen et al., 2003; Tidmarsh, 2003).

Conclusiones

Por el momento no existe una definición de autismo técnicamente aceptada y universalmente compartida. En algunas ocasiones, al hablar de autismo se alude al trastorno clásico, con graves y generalizadas manifestaciones, cercano a las descripciones realizadas por Kanner. En otras, sin embargo, se identifica con un conjunto variable y disperso de signos y síntomas que describen la idea de un continuo o espectro autista.

En la actualidad, la idea con mayor aceptación sobre el síndrome autista es que éste parece configurado por un grupo heterogéneo de signos y síntomas. Tal hecho se traduce en una gran dispersión de criterios diagnósticos, lo que conlleva dificultad a la hora de formar juicios diagnósticos. Los criterios utilizados en las evaluaciones son diferentes entre los investigadores y profesionales. Por todo ello, se necesita unificar los criterios diagnósticos, persiguiendo la universalidad de los mismos para facilitar, de esta manera, los procesos de detección y diagnosis.

Dicha falta de precisión se manifiesta también en la etiología. Parece que el consenso frente a los signos biológicos está más cerca de ser aceptado que las explicaciones de tipo funcional. Los avances en el perfil neurobiológico y la búsqueda de mecanismos genéticos cuentan con un cada vez mayor soporte empírico. No obstante, las manifestaciones funcionales también encuentran un gran acuerdo desde la perspectiva del desarrollo cognitivo. De este modo, las justificaciones señaladas en cuanto a las alteraciones cognitivas y comportamentales discurren, desde el punto de vista explicativo, de manera paralela a las aportaciones neurofisiológicas y genéticas.

De acuerdo con la situación en la que se encuentra el estudio del trastorno autista, la explicación más completa e integradora acerca del autismo, considerando tanto la tipología clásica de Kanner como la más actual de los TEA, es que se da una predisposición neurobiológica que puede provenir del propio entorno y de la constitución personal, así como un todavía no identificado número de factores protectores y de riesgo que pueden contribuir a la génesis del autismo. Entonces, y de acuerdo con la propuesta de Happé (1998, p. 55), ...actualmente, la idea más ampliamente aceptada es que diversas causas biológicas de naturaleza bastante diferente pueden desencadenar el autismo.

En definitiva, en el estudio del trastorno autista los acuerdos son más bien escasos. A la luz de los diversos trabajos es evidente que el autismo es un trastorno de gran complejidad en su etiología, como consecuencia, de sus características y manifestaciones, lo que, a su vez, dificulta su diagnóstico y hace problemático su tratamiento.

Sin duda, ello es lo que provoca que su estudio fuera y siga siendo abordado desde diferentes áreas, orientaciones y especialidades. Si bien esto es positivo, pues genera un cúmulo importante de conocimientos, también acaba provocando cierto grado de confusionismo terminológico y metodológico tanto a nivel descriptivo como explicativo.

Por ello, ante una problemática de esta naturaleza, y más en una situación como la actual, en la que existe una gran proliferación de investigaciones, para seguir avanzando en el conocimiento cabe plantearse la necesidad de analizar el estado de la cuestión, es decir, organizar e integrar lo realizado hasta el momento, extrayendo lo realmente válido y obviando lo demás.

Así las cosas, habría que plantear el estudio del trastorno autista desde un enfoque interdisciplinar efectivo, en el que tanto la neurología como la psicología deben fijar, inicialmente, acuerdos muy globales en términos, descripciones y metodologías -instrumentos, técnicas, diseños y procedimientos- para, a partir de aquí, ir avanzando en aspectos más específicos que permitan profundizar en los conocimientos de los tipos o niveles de funcionamiento autista, lo que conduce a poder establecer tratamientos más eficaces.


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