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Revista Interamericana de Bibliotecología

Print version ISSN 0120-0976

Rev. Interam. Bibliot vol.40 no.1 Medellín Jan./Apr. 2017

https://doi.org/10.17533/udea.rib.v40n1a09 

Conferencia

La Tierra cuenta. Oralidad, lectura y escritura en territorio comunitario1

The Earth tells. Orality, Reading and writing in community territory2

Alfredo Mires Ortiz1 

11 Asesor Ejecutivo de la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca. Oficina Central: Av. Perú N.o 416, Cajamarca. Apartado 359, Cajamarca, Perú. alfredomires@hotmail.com http://bibliotecasruralescajamarca.blogspot.com/


1. La sensación y la palabra

Hace unos meses, caminando hacia la lejana comunidad de Yunchaco -cerca de donde el caudaloso Marañón se abraza con otros ríos para formar el Amazonas-, nos detuvimos porque una larga caravana de hormigas cargadas de hojas, palitos y granos, atravesaba la senda. Maiquito, el niño campesino que nos guiaba, dijo, rotundo:

- Más tarde va a llover.

- ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.

- ¿No lo ves? Las hormigas nos están avisando.

Miré a las hormigas y la verdad es que no escuché nada; miré al cielo y no vi una sola nube.

Unas horas después, el cielo se preñó de nubarrones y el aguacero se desató tal como las hormigas habían dicho.

Cuando se lo conté a César Burga, el comunero bibliotecario y padre de Maiquito, me preguntó:

- ¿Vos no sentiste además el calor que avisa la lluvia?

- ¿Te refieres al “sol de lluvia”? -le repregunté.

- No -me explicó, clemente-: es el calorcito que uno mismo siente sabiendo que va a llover.

Esa tarde escribí en mi libreta de campo: “Estamos también perdiendo la capacidad de leernos a nosotros mismos. Felizmente las hormigas no van a la escuela: para aprender hay que acechar y asombrarse siempre. La tierra no escatima enseñares. No hay más camino que esta juntura, generosa y fértil, de todos con todo, entre todos, por todo. En este país, los que más recuerdan son los más olvidados”.

Muchas veces, cuando se escuchan o se leen relatos como este, el intelecto emite casi mecánicamente palabras como “indígenas”, “folklore”, “creencias”, “mentalidad pre lógica”, “costumbres”, “arcaísmos”, “supersticiones”, etc. Todas esas palabras llevan implícita una carga descalificadora, la impronta de la minusvalía. Las palabras adoptan una pose guillotinesca, la autoridad grisácea de la academia, la superioridad cerebral del instruido. No es que de por sí las palabras sean cercenadoras, pero en determinado estrato han asumido el rango arbitrario del estereotipo.

¿Por qué las sensaciones se adscriben a lo primitivo y lo racional a lo civilizado? Es decir, ¿por qué la razón goza de la autoridad que los afectos carecen?, ¿en qué momento la percepción del entorno sucumbe frente a la descripción abstracta?, ¿cuándo es que los parentescos territoriales se allanaron para dar paso a los mapas conceptuales?, ¿cómo es que las comuniones pueden ser sustraídas por los inventarios y las filiaciones claudican ante lo contractual?, ¿no será que miramos las cuadraturas de la televisión y las computadoras, con tal acatamiento, que terminamos volviéndonos sus espejos, que cada vez más nos desnaturalizamos?

No pretendo contestar ahora mis propias preguntas y quizá tampoco se trata de aspirar a encontrar la punta de la madeja, pero en el afán de redecir, repintar, redanzar o reescribir nuestra propia historia, seguramente nos urge columbrar los entramados de este tejido que nos abriga y nos desnuda constantemente.

Porque los afectos y sus manifestaciones no tienen que seguir siendo sinónimos de atraso ni las antiguas sapiencias emanaciones de ignorancia. Tenemos que dejar de ver el llamado animismo como una graciosa concesión humanizante hacia la pobre y desvalida naturaleza: si ella no fuese quien es, nosotros no seríamos quienes somos.

El gran problema es que -en los tiempos que van- también nos están arrancando las páginas de la comarca. No sólo se están descuajando las páginas de este libro prodigioso que es la tierra, sino que como autómatas pasamos a hablar el idioma de la ausencia, de la mudez, de la premura, de la querella.

Y este desvínculo no es de índole metafísico: a mediados de octubre de este año, la FAO emitió un informe en el que estima que para el 2030 podría haber entre 35 y 122 millones más de personas sumidas en la pobreza por efectos de la destrucción ambiental. Y a fines de octubre, el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) lanzó la alarma que la vida silvestre en el mundo se ha reducido en un 58% desde 1970. “Las principales causas - señala este informe- son la actividad humana, como la ocupación del hábitat de las especies, el comercio de animales silvestres, la contaminación provocada por las actividades industriales y el cambio climático que afecta a la Tierra”.

No son, pues, los irracionales y salvajes incivilizados los que han llevado al mundo al borde del colapso. Cuando el territorio deja de ser el equilibrio concordante de lo de adentro con lo de afuera -la consonancia de sentimientos articulados y las sensaciones armonizadas-, la destrucción de las voces y el saqueo sin límites pueden ser irreversibles.

Lo que enferma o enajena a un individuo y a una sociedad es la ruptura de estos sentidos territoriales básicos y urge, entonces, desbloquear la obstrucción perceptiva de los vínculos, restituyendo los hermanamientos naturales. Porque el territorio no es un espejismo delirante. Y leer la letra no tiene que enmudecer al mundo que nos habita y que nos circunda.

Quizá el problema no es que la cosificación del mundo esté en el fundamento de los discursos hegemónicos, sino el nivel de asimilación que las personas y las comunidades tengamos de este concepto y sus consecuentes prácticas depredadoras.

2. El cruento desencuentro

Vengo de Cajamarca, en la sierra norte de Perú, el lugar en el que “empezó la agonía” -como decía Pablo Neruda en su “Canto general” -. Este pasado 16 de noviembre se cumplieron 484 años de ese cruento desencuentro, el día que se inició la invasión (la llamada conquista) y este choque de culturas entre incas y españoles.

Ese fatídico atardecer se desencadenó con la presencia del libro por primera vez en nuestra tierra. Con más de diez mil hombres, mujeres, ancianos y niños asesinados en solo unas horas, se instituyó también el rol aniquilador de la palabra escrita. En lo sucesivo, no era que el poder estaba escrito: lo que estaba escrito era poder.

Todos los cronistas que relatan ese momento, coinciden en la figura central del cura Valverde entregando el libro al Inca Atahualpa. El cronista Francisco de Xerez, describe a Valverde acercándose con una cruz en una mano y la biblia en la otra y, a través de un intérprete, diciendo a Atahualpa:

Yo soy sacerdote de dios, y enseño a los cristianos… y asimismo vengo a enseñar a ustedes. Lo que yo enseño es lo que Dios nos habló, que está en este libro.

Francisco López de Gómara, otro cronista español, cuenta que Atahualpa respondió:

… muy enojado, que no quería tributar siendo libre... Y en cuanto a la religión, dijo que la suya era muy buena y que bien se hallaba con ella, y que no quería ni menos debía poner en disputa una cosa tan antigua y aprobada; y que Cristo murió, y el sol y la luna nunca morían y que cómo es que sabía el fraile que su Dios de los cristianos había creado el mundo. Fray Vicente respondió que lo decía aquel libro, y le dio su Breviario. Atahualpa lo abrió, miró, hojeó, y diciendo que a él no le decía nada, lo arrojó en el suelo. Tomó el fraile su breviario y fue donde Pizarro voceando: "¡Los evangelios en tierra: venganza, cristianos!"

Y se desató la masacre…

El cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala escribió, chapoteando entre el quechua y el castellano, clandestinamente, su “Nueva crónica y buen gobierno”. Para ayudar a la palabra, la llenó de dibujos. Cuando en estos dibujos aparece alguna autoridad española con un libro en las manos, siempre a su lado está escrito "Obediencia". Para nuestros pueblos, el libro era el emisario del sometimiento.

Pero no solo marcó esta dimensión histórica. El cronista mestizo Garcilaso de la Vega, a diferencia de quienes describieron a un Atahualpa altivo, cuenta que cuando en presencia del libro le pidieron que se sometiese, el inca “Se entristeció (porque le pedían…) cosas tan ásperas, y dio un gemido: "¡Atac!", que quiere decir, "¡Ay, dolor", y con esto dio a entender la gran pena que había sentido”.

De los casi 177 atacantes cristianos que arribaron a Cajamarca, solo 51 sabían leer y escribir, y de estos la mayoría solo garabateaba su nombre. Otro cronista español, Miguel de Estete, anotó sobre Atahualpa en sus escritos: “Era muy sabio y discreto, y aunque sin luz ni escritura, amigo de saber y de sutil entendimiento”. Probablemente sin proponérselo, al describir así a Atahualpa, ubicaba en la oscuridad a todos aquellos que no sabían leer ni escribir, es decir, a la mayoría de sus propios paisanos.

Francisco Pizarro, el conquistador en jefe, también era analfabeto. Y Garcilaso de la Vega relata en sus crónicas un incidente muy decidor:

Atahualpa, como se ha dicho, fue de buen ingenio y muy agudo. Entre otras agudezas que tuvo, que le apresuró la muerte, fue que, viendo leer y escribir a los españoles, pensó que era cosa que nacían con ella; y para certificarse de esto, pidió a un español de los que lo guardaban, que en la uña del dedo pulgar le escribiese el nombre de su Dios. El soldado lo hizo así. Luego que entró, le preguntó: ¿Qué dice aquí? El español se lo dijo, y lo mismo dijeron otros tres o cuatro. Poco después entró Don Francisco Pizarro y, habiendo hablado ambos un rato, le preguntó Atahualpa, qué decían aquellas letras. Don Francisco no acertó a decirlo, porque no sabía leer. Entonces entendió el Inca que no era cosa natural, sino aprendida.

Dos preceptos sedimentarios se establecieron aquí a partir de todos estos acontecimientos: Tierra y gente de nadie y escritura y libro de alguien. Como se sabe, el Papa Alejandro VI, un 4 de mayo de 1493, entregó a los reyes el continente descubierto: “a perpetuidad… donamos, concedemos y asignamos, a usted y a sus herederos; y de ellas señores con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción”

La propiedad y el vasallaje quedaron refrendados por esta cultura grafocéntrica descalificadora de todas las otras formas de concebir y comunicar el mundo. Los libros no podían hablar, pero obligaban a callar por la certificación que les otorgaba la gramática y la ley, al servicio del orden impuesto.

Nuestro entrañable amigo Eduardo Galeano resumió lo ocurrido de esta forma:

Hace cinco siglos, la gente y la tierra de las Américas se incorporaron al mercado mundial en carácter de cosas… la conquista, empresa ciega y enceguecedora como toda invasión imperial, sólo podía reconocer a los indígenas, y a la naturaleza, como objetos de explotación o como obstáculos. La diversidad cultural fue descalificada como ignorancia y penada como herejía, en nombre del dios único, la lengua única y la verdad única, mientras la naturaleza, bestia feroz, era domada y obligada a convertirse en dinero. La comunión de los indígenas con la tierra constituía la certeza esencial de todas las culturas americanas, y este pecado de idolatría mereció castigo de azote, horca o fuego.

Para facilitar este latifundio en el que el libro adquirió un papel predominante, en 1503 la corona española emitió un edicto ordenando que, cumplidos los 10 años, los hijos de los ‘indígenas nobles’ fueran separados de sus familias y llevados -a lo que después se llamaría Colegios de Curacas- para aprender lectura, escritura y religión y que, después de haber cumplido todo su proceso de formación, volvieran a sus comunidades para reproducir aquello en que les habían adiestrado.

El nuevo idioma y su escritura no fue cultivado: se le trasplantó de manera implacable con el propósito de enyugar las almas y someter los territorios y sus identidades. Por eso, como solemos decir, al libro teníamos que exorcizarle la prepotencia con la que arribó a nuestra historia; hubo que recomponerle el ADN y ahijarlo a esta comunidad para que dejara de ajenizar y de ser ajeno. La lectura podía ser un fecundo plantío que enriqueciera nuestras búsquedas; las bibliotecas podían almacigar los conjuros de penitencias que nunca nos merecimos.

3. Escritura o el coagular de las vocês

No es que nuestros pueblos no han “avanzado” porque éramos analfabetos. Aun sabiendo leer y escribir, nuestro ‘delito’ sigue siendo el ser “indios”: un racismo ultrajante no ha cesado de flagelarnos, una despótica estructura hegemónica sigue ejerciendo el escarnio en los últimos cinco siglos. Y con facultad científica.

Un botón puede bastarnos de muestra: Charles Darwin, autor de “El origen del hombre” y otros clásicos, escribió al conocer a los nativos haush en el siglo XIX: “es imposible imaginar la diferencia que existe entre el hombre salvaje y el hombre civilizado; es mucho mayor que la que hay entre un animal silvestre y otro domesticado. (…) Estos fueguinos pertenecen a una raza muy distinta de la estúpida, miserable y ruin que se encuentra más hacia el oeste…”. Y al conocer a los yaganes anotó en su diario: “nunca había yo visto criaturas más abyectas y miserables (…) Cuando se los ve, cuesta trabajo creer que son seres humanos, habitantes del mismo mundo que nosotros”.

Diversas investigaciones han desmentido las afirmaciones agudamente prejuiciadas de Darwin, e incluso parece ser que -aun sabiendo que eran falsedades- decidió usarlas para beneficiar sus argumentaciones evolutivas y diferenciar a los primitivos de los ilustrados.

Pero si cito esto es por el nivel de mando con que estas afirmaciones calaron en la mentalidad de la academia y del llamado mundo civilizado, marcando el abismo entre letrados e iletrados. Darwin también escribió: “En los salvajes, la más inmoderada intemperancia no es un motivo de vergüenza. Su desmesurada licencia y crímenes contra lo natural son realmente espantosos”.

Era 1871 cuando escribió esto. Las guerras napoleónicas se dieron entre 1789 y 1815. Para Darwin como para todos los doctos de la época (y seguramente hasta ahora) no era salvaje ni vergonzoso que en esos 26 años de guerra perdieran la vida casi 7 millones de europeos. Del total de víctimas, más de 3 millones fueron civiles. Aquellas guerras incluían sangrientas matanzas y prácticas genocidas, violaciones, robo, rapiña, torturas y esclavitud sexual. Las mujeres, sobre todo, eran parte implícita en el botín de guerra.

Unos años después, en 1900 -y puedo asegurar que no tengo el ánimo de cargar las tintas-, en la llamada Alianza de las Ocho Naciones que se formó para derrotar el levantamiento Yihétuán (iniciado en China frente a las invasiones extranjeras), las fuerzas occidentales desplegaron masacres con especial ensañamiento. El periodista George Lynch, testigo de esas atrocidades, dijo: “Hay cosas que no debo escribir y que no pueden ser impresos en Inglaterra, lo que parece mostrar que esta civilización occidental nuestra no es más que un barniz sobre la barbarie”

No han sido las culturas ágrafas las que han estado detrás de las concepciones progresivamente depredadoras de la historia humana. Y es fundamental recordar que la escritura es hija de la lectura originaria en el fabuloso libro de la naturaleza. La escritura es heredera de las imágenes y huellas que la naturaleza nos fue mostrando, desde el caparazón de la tortuga hasta las formas de las nubes, pasando por las huellas de los pájaros en la arena y los rasguños de las fieras en los bosques.

La escritura nació como la marca del territorio, la contraseña en el horizonte que nos cobija. La escritura invoca y evoca la huella. Y nos identifica con quienes comparten el mismo espacio, la misma primogenitura. ¿Cómo no asumir, entonces, que quienes están vinculados a la tierra tienen innatas posibilidades de concordar con la escritura sin que eso signifique la supresión de las diversas expresiones?

Los alfabetos, incluso, nacieron bajo el auspicio y el impulso del propio entorno, de las pictografías que intentaron reflejarlo. Aleph es la antigua palabra semítica para ‘buey’, por eso la letra A tiene la forma de la cabeza de un buey, aunque ahora con los cuernos hacia abajo. Beth significa casa y por eso, horizontal, tenía forma de carpa. La antigua palabra para ‘agua’ era mem, de donde viene la letra m, que tiene forma de olas. La o tiene forma de ojo porque ese es su origen gráfico y la antigua letra qoph significa ‘mono’, que es de donde viene la Q, un círculo con su cola…

Es cierto que el signo, a la vez que condensó el paisaje, fue disociándose de sus sentidos en la medida que adoptó una representación sonora. Si bien la escritura ganó en volumen pensante, perdió en sentido vinculante. Su vibrante origen dinámico derivó en fenómeno estático.

En los últimos dos milenios, probablemente, esta síntesis implicó una paulatina reducción de las imágenes y una obligada rigidez de los vocablos. El texto se independiza del mundo y la imagen deriva en una acústica definitoria. Así, el ánimo del cosmos se fue enfrascando en el planisferio de los diccionarios.

Tal vez así se comprende por qué cuando Fedro conduce a Sócrates -iletrado, por cierto- a las orillas del río Iliso, el filósofo se muestra tan patidifuso en medio de la naturaleza que Fedro le dice: “Sócrates, podría decirse que eres un extranjero, o seguro que no has salido jamás de Atenas, que nunca has dado un paseo fuera de sus murallas”. Sócrates, en lugar de deplorar su enclaustramiento ultracitadino, dice en su defensa: “Así es, amigo mío, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los árboles no me enseñan nada, y solo dentro de la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres”.

Como si eso fuera poco, la apropiación del lenguaje codificado por parte de los poderes instaurados, hizo de la letra un instrumento al servicio de las supremacías, tornándola hostil -incluso- con sus propias raíces. Tal vez así puede también entenderse por qué la escuela enseña discriminando.

Al subordinarse a un régimen estandarizado, la educación no sólo invisibiliza otras formas de atestiguar la vida, sino que desde niños nos desguañangan el encanto del mundo, nos colonizan las emociones y el misterio se vuelve un proscrito del poderío analítico.

Parafraseando al maestro peruano Grimaldo Rengifo, lo que termina produciéndose son generaciones desafectas con la tierra y su cultura. Prueba de esta compulsión es que -en las evaluaciones de rendimiento educativo- se impone la razón en desmedro de la ternura, de modo que se evalúa “Razonamiento verbal” pero no “Sentimiento decible”; se elogia a los contadores de números, pero no a los contadores de cuentos; se premia el rendimiento en una lengua ajena, pero se desprecia la vigencia de la lengua propia.

Como hemos dicho en más de una ocasión, cuando escribimos ejercemos una potencia que no es neutral. No sólo racionalizamos el mundo sino que echamos mano de una tecnología cuya química puede convertirnos en sus ministros. Por eso y más, hay también una reciedumbre portentosa en la tradición oral; su sola sobrevivencia es una prueba de esa energía que la fecunda.

Cuando era niño -hace solo “algunos” años-, mi abuela Armantina Zorrilla, me recibía en su casa recitando los versos que ella componía:

Yo fui feliz cuando niña

en mi tierra de ventura

cuando todo era risueño

cuando todo era inocencia

cuando era mi conciencia

un pedazo azul del cielo.

A veces eran largos poemas que revivían memorias insepultas.

- ¿Cómo haces para escribir esos poemas, abuela? -le preguntaba, fascinado.

- Tengo un martillo, pequeñito nomás -me decía-, aquí en mi cabeza. Primero recojo los materiales; los voy labrando, los voy puliendo, los voy acomodando. Y después los junto, los clavo bien para que no se despeguen, para que no se caigan.

Mi abuela fue huérfana. Era campesina. Y nunca fue a la escuela: era analfabeta.

4. Leer: percepciones y descripciones

La palabra pareidolia (que deriva de ‘figura’) está definida como un fenómeno psicológico donde una imagen es percibida erróneamente como una forma reconocible. Dicen los diccionarios que esta experiencia es solo perceptiva y no necesariamente patológica. Ejemplo común de la pareidolia es ver animales, personas o rostros en la forma de las nubes, o en las formas de las piedras o los cerros.

Está definido y es común, como vemos, humanizar a la naturaleza, pero no parece normal naturalizar a los humanos. Qué patéticos niveles de arrogancia antropocéntrica puede alcanzar el ser humano para poder decir que un cerro tiene cara de gente, pero no decir “Tenemos cara de cerro”. Y cuando una persona adopta las características de la naturaleza se dice que “Se halla en estado bruto”, o “Ha vuelto a su estado salvaje”, o “Se encuentra en estado primitivo”.

Y en lo cotidiano, sí puede sonar poético decir “Tu piel semeja el pétalo de una rosa”, pero vayan pensando en el divorcio si se les ocurre decir a su pareja “Tienes cara de montaña”… Aunque escritores como Ciro Alegría dejaron bellezas como aquella que dice: “Podría afirmarse que el Adán americano fue plasmado según su geografía; que las fuerzas de la tierra, de tan enérgicas, eclosionaron en un hombre con rasgos de montañas”.

¿Qué ha conservado y conserva la memoria de los siglos, la escritura o la lectura?, ¿la memoria transmitida por generaciones o la práctica de esa memoria enriquecida en los cuerpos y la obras?, ¿la adecuación a los entornos o los entornos adecuados?, ¿la arquitectura mental o el vestigio de la edificación?, ¿la unidad de todo lo vivido o el territorio de todos los saberes?, ¿los genes del hombre o la naturaleza que cría y potencia esos genes?

El poeta ugandés Okot p’Bitek escribió un largo poema titulado “La casa de mi esposo es un oscuro bosque de libros”, sobre las aflicciones de una mujer rural africana cuyo marido se ha occidentalizado. Algunos de sus versos dicen:

Escuchen, miembros de mi clan,

lloro por mi esposo

que perdió la cabeza.

Ocol perdió la cabeza

en un oscuro bosque de libros.

Cuando mi esposo

aún me enamoraba

tenía los ojos vivos,

tenía los oídos destupidos,

aún era un hombre libre,

su corazón seguía siendo su jefe.

Mi esposo ha leído mucho,

ha leído extensa y profundamente,

ha leído entre los blancos

y es listo como los blancos

y la lectura ha matado a mi hombre:

en las costumbres de su pueblo

se ha vuelto un muñón.

La historia de la lectura y la escritura es también una historia del poder. Pero a la vez, una historia de la libertad. Porque leer, lo que se dice leer, es un acto salvaje, porque es un trance entrañable. Leer es emoción y conmoción. Leer es ascético, cinético, estético, ético, mimético, herético, magnético y energético, para más señas (también se le puede agregar lo dietético, si uno quisiera).

Ocurre que saber leer y escribir no nos convierte en lectores y escritores. En este sentido, la escuela alfabetiza pero no culturiza. Enseña la mecánica de las letras, pero no la dinámica de la lectura. Se forman cifradores de textos, pero no lectores de mundos o comprendedores de entornos. Es decir, aprendemos a leer, pero no a ser lectores. Y salimos de la escuela como escribientes, pero no como escritores.

El cifrador se limita a ponerle sonido a las letras y a certificar el significado oficial de lo que lee, obedece a un canon y solidifica al significante. El lector es intérprete, desentrañador y recreador de significados a la luz de su existencia. El cifrador se queda con lo que le describen; el lector se apasiona con lo que descubre, se indigna con lo que desenmascara y se asombra con lo que revela. No se aturde con la etiqueta publicitaria y está en condiciones de etiquetar al que le quiera vender gato por liebre.

Que una cosa es aprender el mecanismo del abecedario y otra la inspiración de su armadura. Un lector, lo que se llama lector, es per se, más que antihegemónico: es no hegemónico. Es decir, escapa y no legitima la cárcel imperial. Leer es la lima que asierra los barrotes de las trampas oscurantistas y las celdas colonizadoras.

Leer es indocilidad, porque se lee lo aparente y lo subyacente, al derecho y al revés, es decir, sub-vierte. El lector, para serlo, requiere de dos componentes innegociables: el entusiasmo lector -que no es otra cosa que la pasión por leer- y el asombro, la capacidad de abrirse y dejarse iluminar por los mundos que se descubren: Si además podemos elegir aquello con lo que nos iluminamos, seremos capaces de proyectar luces y avizorar caminos. De modo que leer es útil, en verdad, para seguir andando, para seguir buscando y para seguir creciendo.

5. Oralidades, territorios y búsquedas

A mediados del siglo XIII, el rey Federico II, conocido como «Stupor mundi», emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, llevó a cabo un ensayo que pasó a ser conocido como “Experimento de privación del lenguaje”. Este señor estaba convencido que existía una ‘lengua natural’ y, para probarlo, ordenó aislar a treinta niños recién nacidos, los cuales fueron alimentados y cuidados por un grupo de criadas bajo la orden de no hablarles ni mostrarles gesto alguno.

Sin influencia ninguna, el rey pensaba que espontáneamente iría aflorando el lenguaje adámico, es decir, los niños empezarían a hablar en hebreo sin que nadie se los hubiera enseñado… Todos los niños murieron: ninguno alcanzó siquiera los tres años de edad.

Este experimento fue repetido por el rey James IV, de Escocia, en 1493, con los mismos resultados. Porque el lenguaje también es afecto: la privación de las emociones -ligadas al aprendizaje del habla- impide el desarrollo de la tonicidad e inunda la vida de ansiedad y miedo. Es también lo que los entendidos llaman “depresión anaclítica”, que no es otra cosa que la tristeza más honda por la falta de amor solidario.

Con razón el poeta libanés Kahlil Gibrán decía: “Aléjate de la sabiduría que no llora, la filosofía que no ríe y la grandeza que no se inclina ante los niños”; y también afirmaba: “Todo cuanto está en la existencia se encuentra en tu esencia, y todo lo que está en tu esencia se encuentra en la existencia”.

De modo que no sólo es el afecto humano el que nos forma, sino también el cariño del entorno. Quizá por eso en la propia lengua española, la palabra Humano procede del latín arcaico Humus, que significa Tierra; y en la antigua raíz indoeuropea la palabra para “ser humano” es “Adamah”, de donde viene el nombre de Adán.

En la lengua quechua, el útero de las hembras se llama pacha, que también significa tierra. Cuando una mujer está encinta le decimos pachayuq, la que tiene el mundo adentro. Por eso las llamadas momias que se encuentran en los antiguos entierros de los andes han sido colocadas en posición fetal, porque estaban volviendo al lugar del que vinieron. Y en lengua aymara, para decir “Yo mismo”, se dice Nay pacha, que significa “Soy tierra”.

De manera que territorio no solo es arraigo, sino sobre todo la necesidad de criar y ser criado. Cada lugar es un cosmos espacial/afectivo. Cada lugar es un tejido de tejidos. El territorio resulta siendo una urdimbre de afectos, el cariño acendrado en los entornos y con los entornados. Y se acrecienta sin límites porque está ligado a la emancipación de los vasallajes en la medida que las filiaciones no cooptan sino confluyen, como cadenas interminables de genes comunitarios.

El propietarismo comienza cuando una hebra se desprende del tejido y entonces se trastoca en dominio, posesión, feudo, colonia. Aunque territorio es un concepto bastante polisémico, es importante resaltar el derecho de acogida y aclimatamiento, el principio de la querencia y la íntima relación de pertenencia mutua, simbiótica e interpenetrada de las comunidades con su ambiente.

Este frágil enhebramiento de heterogeneidades, empatías y relaciones -como lo he señalado en algún momento-, difiere sustancialmente de conceptos acaparadores y mezquinos. La percepción que las comunidades campesinas o indígenas tienen del territorio, por ejemplo, se distingue radicalmente del codicioso extractivismo que pueden tener o tienen algunas empresas. Para el usurero, los recursos deben sacarse y lucrarse. Para los “adheridos”, el ‘nosotros’ ni siquiera concibe la noción de recurso.

Así, podemos dilucidar interminablemente con los mismos significantes, pero distanciados a nivel primordial por distintos significados: en la medida que no tenemos las mismas matrices ni los mismos intereses, no hablamos los mismos lenguajes aunque el idioma sea el mismo.

Dadas dos formas diferentes de vivir -como las del campo y la ciudad, por ejemplo-, no tendría que haber razón alguna para confrontaciones ni desacuerdos. Pero no hay motivo para que en la ciudad nos arroguemos la facultad de extender nuestra visión de la realidad y las consecuentes alternativas para la vida del campo… del mismo modo que en la ciudad no se aceptaría que desde el campo se obliguen las medidas a tomar en las ciudades.

¿Existe el riesgo de pretender “integrar el campo a la dinámica urbana”? Por lo general -sea por un toque de infatuada suficiencia metropolitana (y consecuente subestima del campo) o por altruismo civilizador- lo recurrente es transferir (lo que en el imaginario de la urbe se considera cómodo o progresista) a cualquier espacio sobre el que se sienta autorizado (desde sillas hasta avenidas asfaltadas, pasando por agua potable y cajeros automáticos, etc.).

Lo que pasa es que no solo es en términos físicos que se da el crecimiento urbano: se da, sobre todo, con la superestructura de lo urbano. Esto, en sí mismo, implica una posición respecto al territorio. Y la consecuente desterritorialización de los espacios adyacentes, como por ejemplo, el campo. En la mayoría de los Planes de Lectura de América Latina, para citar un caso, la palabra “territorio” es usada -básicamente-, en términos de superficie regional o delimitación jurídicoadministrativa.

El respeto del espacio natural (desde el punto de vista “físico”) debe ser indicotomizable respecto a los espacios culturales. Así, un bosque también es un cuento, y viceversa. Un río es un rito. Una calle el espacio para enamorar. Una danza es la plaza donde se danza, la fecha en la que se danza y la visión por la que se danza.

“Defender” lo rural significa -fundamentalmente- equiparar (o restituir) el valor que tiene en cuanto tal, y no necesariamente respecto a lo urbano. De modo que “intangibilizar” los territorios -objetiva y subjetivamente- resulta catégorico. Los territorios de los saberes son, a la vez, los saberes de los territorios. O, para decirlo de otro modo, el territorio de lo que conozco (y cómo lo conozco) es a la vez el conocimiento de ese territorio. La región de mi conocimiento es el conocimiento de mi región.

Siendo así, el esencial material didáctico puede ser el habitat y el contexto; la verdadera currícula puede responder a las necesidades y capacidades creadoras de los niños; y el más franco y básico diccionario estaría en las páginas vivas de las comunidades. De modo que para saber qué hacer a nivel de alfabetización sería mejor preguntarle al propio analfabeto, más que al super experto en alfabetización.

6. Yendo

La biblioteca es un lugar donde se encuentran y entrecruzan una pluralidad de universos, omniversos, lectores y territorios. ¿En qué medida la lectura que promocionamos genera leales compenetraciones con los espacios en los que nos hallamos?, ¿en qué proporción las filiaciones comunitarias pueblan los libros que difundimos?, ¿de qué manera nos adherimos -como renovados-, a nuestra tierra, gracias a las lecturas que compartimos?

Ocurre que la sabiduría comunitaria y las tradiciones orales, no son una expresión de la cultura y su continuidad inmanente, sino la cultura misma, su propio genio y atavío.

Toda la magia y la sapiencia de la narración no están adelante ni atrás del corpus que la constituye, sino que son su propia constitución.

El rescate, publicación y difusión -con la consecuente lectura y re-escritura- de estos conocimientos, pueden afianzar la relación del lector con el propio territorio. El punto no es acercar el libro a las poblaciones, sino avivar la pasión por incorporarlos a sus atmósferas y aspiraciones.

Mucho tiempo lleva torcida la verdad de nuestra semblanza. Y de repente andamos sufriendo las pesadillas de quienes ya no tienen sueños. No tenemos que aspirar a prosperidades sombrías cuando la fortuna de este continente está en su suelo y su pueblo. No tenemos que aspirar a decadencias anquilosadas si hemos heredado la fortuna de nuestro propio camino, con nuestra auténtica alegría, en nuestro legítimo terreno.

Desde nuestra modesta experiencia en la Red de Bibliotecas Rurales y el Proyecto Enciclopedia Campesina de Cajamarca, sé que todo lo que he dicho no contará con la anuencia de las ortodoxias calificadas, aquellas que reglamentan lo que debería pensarse, decirse y hacerse. Me quedaría de alivio, una vez más, recordar aquel grafiti que dice: “No soy un completo inútil... por lo menos sirvo de mal ejemplo”

1Cómo citar este artículo:, Mires, A. (2017). La tierra cuenta. Oralidad, lectura y escritura en territorio comunitario. Conferencia llevada a cabo en el congreso Lectura, escritura y oralidad, Casa de Lectura Infantil, Medellín, 28 de noviembre del 2016. Revista Interamericana de Bibliotecología, 40(1), 95-103. doi: 10.17533/udea.rib.v40n1a09

2Conferencia magistral a cargo del Profesor Alfredo Mires Ortiz, experto en Bibliotecas Rurales, ofrecida en el marco del Congreso Lectura, escritura y oralidad, dado en Medellín el 28 de noviembre del 2016 en la Casa de Lectura Infantil.

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