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Revista Interamericana de Bibliotecología

Print version ISSN 0120-0976On-line version ISSN 2538-9866

Rev. Interam. Bibliot vol.43 no.1 Medellín Jan./Apr. 2020

https://doi.org/10.17533/udea.rib.v43n1ed 

Discurso

El quehacer de la memoria en tiempos de cambio social

Yhoban Camilo Hernandez1 

1Magíster en Ciencia de la Información con Énfasis en Memoria y Sociedad por la Escuela Interamericana de Bibliotecología de la Universidad de Antioquia. Periodista por la Universidad de Antioquia. Periodista del proyecto Hacemos Memoria de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Medellín - Colombia. yhoban.hernandez@udea.edu.co


La memoria, a la que atañe la historia, que a su vez la alimenta, apunta a salvar el pasado solo para servir al presente y al futuro. Se debe actuar de modo que la memoria colectiva sirva a la liberación, y no a la servidumbre de los hombres. Jacques Le Goff. El orden de la memoria. 1991

Antes de decir cualquier cosa sobre el desafiante pasado que debemos salvar, el agitado presente que nos atañe y el incierto futuro que nos queda por liberar, los estudiantes de la maestría en Ciencia de la Información con énfasis en Memoria y Sociedad queremos agradecer a la anterior dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica, a nuestra Universidad de Antioquia y a la Escuela Interamericana de Bibliotecología por brindarnos esta oportunidad de cursar con beca nuestros estudios de posgrado, un proyecto de formación con el que muchos soñábamos pero que veíamos lejano.

Hacemos un reconocimiento especial a la profesora Sandra Patricia Arenas Grisales, quien nos supo guiar y comprender en este proceso que emprendimos hace más de dos años. Junto a ella, agradecemos a los profesores y profesoras que hicieron parte de este proceso ofreciéndonos sus conocimientos, experiencias, amistad y cariño.

Y, por supuesto, agradecemos a nuestras familias por su apoyo, su compañía y su paciencia en estos dos años que nos desconectaron del mundo.

Después de darles las gracias y sentir que la tarea se ha cumplido, nos queda entonces pensar en emprender un nuevo destino, el que nos guíe por la retribución de lo aprendido a nuestras comunidades, sean estas grandes ciudades, pequeños caseríos rurales o, incluso, el barrio, la familia o nuestra Alma Mater.

A partir de ahora nuestro tiempo es el presente: es el tiempo de aportar a la construcción de país, a la transformación de la sociedad. Eso, en un Estado como el colombiano, marcado por una historia de desigualdades, exclusión y violencia, nos pone en la desafiante tarea de salvar el pasado como extensión del presente, en palabras del escritor español Javier Cercas en su novela El impostor:

“A nuestro pasado hay que salvarlo de los silencios que se le tratan de imponer, de las manipulaciones con las que lo quieren deformar y del olvido selectivo que privilegia la impunidad”.

Hay que salvarlo también del silencio sobre la culpa y la responsabilidad de quienes se han enriquecido con la guerra, acumulando tierras, riqueza y poder a costa de la muerte, el despojo de bienes, el desplazamiento, la desaparición de personas… Pero también sobre la responsabilidad de quienes se han beneficiado de la corrupción en casos como Reficar, Odebrecht, Hidroituango, y en hechos más cercanos a nuestra vida y necesidades cotidianas, del desfalco al sistema de salud, a la educación pública, a los recursos para el acceso a la vivienda, a la alimentación escolar de los niños y las niñas; así como de los intentos por privatizar el sistema de pensiones, del debilitamiento al sistema de justicia. Y de quienes de manera “salvaje” depredan la naturaleza, destruyen selvas, humedales, páramos, ríos y mares, con proyectos de minería y extracción de recursos naturales, y vulneran con ello los derechos de las comunidades, la vocación productiva de los territorios, las tradiciones de los pueblos y el pronunciamiento de ciudadanos y autoridades civiles que le han dicho NO a la minería en sus territorios.

Y no hay que desconocer que, en un país con una prolongada historia de violencia política, el silencio se impone con las armas, con la destrucción del otro, con la intimidación a cualquier persona que trate de auscultar ese pasado.

Para reforzar esos silencios existen manipulaciones que quieren hacernos creer que la violencia, la desigualdad histórica, el debilitamiento y la cooptación del Estado, para beneficio de unos pocos, la privatización de sus instituciones, la represión y la negación de derechos, son invento de unos cuantos, son mitos que no tienen asidero en la realidad.

Reconocemos en este contexto que hay disputas por la memoria, que hay distintas memorias sobre lo que nos ha pasado en el país; algo previsible en nuestra historia de violencia prolongada, algo democrático y necesario, pero, también, debemos advertir que algunas de esas disputas están mediadas por la mentira y la manipulación de quienes quieren cernir la impunidad sobre los crímenes en los que participaron o de los cuales se beneficiaron, y de quienes no quieren la paz, sino que añoran continuar la guerra por todos los medios posibles.

Son ellos quienes señalan que la culpa solo corresponde a unos cuantos o recae totalmente sobre el enemigo, pero nunca es del Estado o sus aliados. Son ellos quienes escudan su responsabilidad en el discurso aquel, de que lo ocurrido obedece a motivaciones personales de unas cuantas manzanas podridas y no a la concertación de planes criminales entre sectores armados, sociales, políticos y económicos para exterminar al otro, para despojarlo de sus tierras y sus bienes, para controlar el territorio. Y no lo quieren reconocer porque no quieren darle la cara al país, porque no quieren decir la verdad, porque no quieren perder lo que obtuvieron con la guerra: riqueza, prestigio, poder.

Por eso deforman nuestro pasado y buscan presentarse como salvadores, aunque en su trasegar exterminaron a sus opositores políticos; aniquilaron a periodistas como Jaime Garzón; devastaron caseríos rurales y urbanos poniendo a la población civil en medio de la confrontación, como ocurrió en la Comuna 13; y destruyeron los proyectos de vida de comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas, para instalar sus empresas bananeras, ganaderas, palmicultoras, madereras y mineras, como sucedió en Urabá. En síntesis: silenciaron la democracia con gritos de odio fundamentados en el miedo.

También manipulan nuestro pasado cuando niegan que en el país hubo (y hay) víctimas de crímenes de Estado, comunidades negras desarraigadas y excluidas, y pueblos indígenas despojados de sus territorios y costumbres. A cambio nos dicen que todas las personas asesinadas, torturadas o desaparecidas por fuerzas del Estado eran guerrilleros; que la “corrupción” y la “pobreza de espíritu” de los negros los autocondenan a la miseria; y que los indígenas, al igual que los campesinos reclamantes de tierras, son “avivatos” que quieren usurparles los predios a “honorables” empresarios y terratenientes. Han sido esos discursos los que han manipulado nuestra realidad para poder arrasar con la diversidad cultural de nuestro país y tratar de imponer un modelo único de comunidad, de economía, de pensamiento político, del deber ser colombiano.

Lo más lamentable de toda esa manipulación es que hoy la mayoría de personas que queremos la paz y el cambio social escuchamos decir, aún en nuestros círculos más cercanos, incluidas nuestras propias familias, que la guerra que vivimos era necesaria, así como eran necesarios los verdugos que la lideraron. Decir eso es ir contra cualquier principio moral, ético o espiritual que defienda la vida. Es desconocer que la guerra es el peor desastre que puede sufrir la humanidad; que es el lado más salvaje de las personas; que es la pérdida, casi irremediable, de aquello que nos hace hermanos, semejantes. Es aceptar que el fin justifica los medios, lo que equivale a afirmar que es aceptable secuestrar, torturar, desaparecer, violar mujeres y bombardear niños, matar de las formas más atroces que pueda haber. Si eso es aceptable, ¿en qué sociedad vivimos? ¿Cuál es nuestro sentido de humanidad? ¿Cuál es el amor que profesan las religiones o filosofías de vida que seguimos? ¿Cuál es el valor de las enseñanzas que en algún momento profesaron nuestros padres y quienes nos han educado?

La amnesia intencionada ha hecho que hoy estén en el olvido, o en la oscuridad, muchas de las víctimas que sufrieron los daños de esta guerra, que hemos vivido y seguimos viviendo. Muchos de los lugares que fueron arrasados por la violencia, como El Aro y La Granja en Ituango, La Esperanza en El Carmen de Viboral, San José de Apartadó en Urabá y muchos poblados más de la geografía colombiana, han sido también desdibujados por la indiferencia de la sociedad y el persistente abandono estatal… Lugares que aún hoy reclaman atención del Estado en los asuntos más mínimos y vitales como el acceso al agua potable, la energía o las vías de comunicación.

Si el olvido tiene un valor en este mundo, es justamente el de desechar aquellos elementos del pasado que no le aportan al futuro o que no pueden integrarse al sistema de valores de una sociedad; como lo planteó el historiador estadounidense Joseph Yerushalmi, a quien leímos en los cursos de esta maestría: “¿Qué integrar entonces a nuestro sistema de valores?”.

… Advertimos, sin embargo, que a nuestro pasado hay que salvarlo también de la desesperanza, de los miedos, de las desilusiones, de la desconfianza, del trauma permanente y profundo causado por más de cinco décadas de conflicto armado, con toda esa barbarie que destruye al ser humano. ¿Qué se puede salvar pues de un pasado tan oscuro? Insisto: ¿qué integrar entonces a nuestro sistema de valores?

En las discusiones de clase, en las cafeterías, en largas conversaciones, aprendimos que aquello que debe ser “integrable”, aquello que debe ser útil a la construcción de otro futuro diferente al del conflicto social, político, económico y armado que ha desangrado a este país, se encuentra en acciones y principios como la humanidad de quienes fueron solidarios; la valentía de quienes rechazaron la violencia y buscaron todos los medios posibles para construir paz; la resistencia y resiliencia de las víctimas que fueron capaces de enfrentar sus miedos y proteger sus propios recuerdos para denunciar ante el mundo las atrocidades que vivieron; la capacidad de diálogo de quienes se sentaron con sus antiguos enemigos para construir acuerdos y resolver sus diferencias por las vías de la democracia y no de las armas; el don de quienes han podido perdonar y la nobleza de quienes, aún sin perdonar, han estado dispuestos a reconciliarse con los otros.

Pero el sentido de realidad nos debe hacer conscientes de que, aún, nos sostiene un hilo delgado que se tensiona entre la ilusión de transitar hacia el camino de la paz, el cambio social y la consolidación de la democracia y el interés de ciertos sectores sociales y políticos de prolongar la guerra, de profundizar la exclusión de los sectores más vulnerables de la sociedad, de continuar la destrucción del medio ambiente, de perpetuar la impunidad y la acumulación excesiva de riquezas y poderes.

Es por eso que necesitamos en este presente una memoria dispuesta a seleccionar del pasado lo valioso, lo esencial, lo que nos ayude a convivir en paz, con justicia y verdad; a generar identidad, a integrar a la sociedad a quienes han sido estigmatizados y excluidos históricamente, a consolidar nuestra democracia, a construir conciencia política y criterio electoral para elegir bien a los gobernantes, a recomponer nuestro sistema de valores y creencias, a respetar las diferencias, a poner en el centro la vida del ser humano.

Una memoria que nos ayude asimismo a liberar nuestro futuro, que parece atrapado en los discursos de odio, en la justificación de la violencia, en la estigmatización del que piensa o actúa diferente, en la imposición de un modelo económico que, por medios violentos, despoja a los ciudadanos indefensos de sus medios de subsistencia, de sus territorios, de sus saberes, de su cultura, de sus prácticas tradicionales, de sus derechos, de sus vidas.

Nuestra sociedad necesita cambios y es la memoria la que debe apuntalar el rumbo de esas transformaciones.

Las recientes movilizaciones, históricas por demás y marcadas por la amplia presencia y liderazgo de los jóvenes, no solo le hacen un llamado de cambio a un gobierno que parece sordo, que obstruye cualquier posibilidad de transformación del país, que sigue enquistado en lo peor de nuestro pasado, sino que también le hacen un llamado a la sociedad para que piense en su futuro, en aspectos como la paz; la calidad y cobertura de la educación, de la salud y de los servicios básicos; la vida digna de los adultos mayores; las garantías laborales; la dignidad de los colombianos que alimentan nuestras ciudades; la autodeterminación de los pueblos afrodescendientes e indígenas; la conservación del medio ambiente.

De la manera como tramitemos este pasado que hemos compartido, y de los acuerdos que logremos en el proceso, dependerá el futuro en el que viviremos. Por eso necesitamos un diálogo colectivo, diverso, sincero, respetuoso y lleno de verdades, reconocimientos, reparaciones y reconciliación.

Hoy más que antes los profesionales de las ciencias sociales, particularmente nosotros, maestros en Ciencia de la Información con énfasis en Memoria y Sociedad, tenemos un deber de memoria con la sociedad colombiana, a fin de dar cuenta del horror que vivieron aquellas víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia, aquellos que fueron desaparecidos, asesinados, exiliados, desmembrados, violentados de múltiples maneras.

Un deber de memoria que nos empuja a tratar de comprender lo que nos pasó como colombianos, pero también a confrontar los falsos relatos que solo buscan perpetuar la violencia y, desde la mirada a nuestro pasado, a sentar propuestas para construir un futuro de paz con justicia social y ambiental. Una paz que trascienda el desarme de los grupos armados, que tenga una opción preferente por los más vulnerables; que satisfaga las demandas de las mujeres, los niños y los jóvenes, los grupos étnicos y la población diversa; que dignifique a las víctimas; que reduzca la pobreza y la desigualdad; que respete la naturaleza; que garantice la protección de los derechos humanos y la participación efectiva de los ciudadanos en la democracia.

No podemos finalizar este discurso sin solidarizarnos con la Universidad de Antioquia. Debemos reconocer que son tiempos difíciles para esta, nuestra casa, que esta semana perdió a su estudiante Julián Andrés Orrego Álvarez, que vive tensiones entre universitarios y grupos de manifestantes, que sufrió daños en sus instalaciones, pero que pase lo que pase continúa poniéndose en el centro del debate, para acompañar el pensamiento, la crítica y las luchas de su comunidad académica.

“Nada puede estar por encima de la vida”, ratifica con acierto el Consejo Académico.

Por eso, hoy queremos enviar un mensaje a todos los sectores universitarios, sociales y políticos del país: El Alma NO se toca, nuestra Alma Mater no debe sufrir más violencia, debe ser un espacio para el pensamiento crítico, para la reflexión, para la deliberación de las ideas, para el respeto por las diferencias, para el debate, para el diálogo y para la construcción colectiva de propuestas orientadas a construir una sociedad más humana.

¡Muchas gracias!

Medellín, diciembre del 2019

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