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Escritos

versão impressa ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.19 no.42 Bogotá jan./jul. 2011

 

ÉTICA URBANA. LA CONSTRUCCIÓN DE UN ÊTHOS1 CIUDADANO

URBAN ETHICS. THE CONSTRUCTION OF A CITIZEN ETHOS

Ignacio René Uribe López*

1Êthos. Palabra griega que significa residencia, morada, lugar donde se habita (el primero y más antiguo significado). Modo de ser o carácter es la acepción más usual. (Aranguren 21-22).
Êthos. Greek Word that means residence, dwelling, place to live (the first and the oldest meaning). The most common use is way of being or character, (ibid).

*Arquitecto de la Universidad Pontificia Bolivariana del año 1972. Bogotá, Colombia. Es profesor Titular y Emérito del mismo claustro universitario Correo electrónico: rene.unbe@upb.edu.co

Artículo recibido el 15 de diciembre de 2010 y aprobado para su publicación el 21 de abril de 2011


RESUMEN

La construcción de una ética urbana que afiance la convivencia en una sociedad históricamente excluyente e inicua, que en sus distintos periodos de formación mantuvo límites y barreras insalvables entre los ciudadanos, que se manifestaron en una violencia cruel y recurrente que aun hoy padece en múltiples formas y que impide que las ciudades construyan una ciudadanía plural y participativa y una realidad justa. Esto se aprecia en la ausencia o la desvalorización del espacio público que se define, no como el espacio vacío entre los edificios como resultado del proceso de urbanización, sino como lugar de encuentro en el cual el poder que se manifiesta en él surge de la comunidad que decide su propio destino.

Palabras clave: Ética Urbana, Cultura ciudadana, Êthos urbano, Espacio Público, Construcción de ciudadanía.


ABSTRACT:

The construction of an urban ethics that consolidates the coexistence in a historically excluding and unjust society, that in its different raising periods kept limits and unsaved barriers between citizens, who expressed in a cruel and recurrent violence that cities still suffer in multiple ways and does not allow to build a plural and participative citizenship and a just reality. This is appreciate through the absence or depreciation of the public space which is defined, not as the empty space between the buildings product of the urbanization, but as a meeting place, where the power showed, comes from the community that chooses its own destiny.

Key words: Urban Ethics, Citizen culture, Urban Ethos, Public space, Construction of the citizenship.


    La sociedad contemporánea vive una inquietante contradicción: por un lado hace imposible la vida ética dadas las formas de vida egocéntricas y competitivas, pero a la vez necesita de la ética para poder salir de sus conflictos" (Polo Santillán)

Esta inquietante contradicción nos formula múltiple preguntas sobre cómo construir un êthos urbano, es decir, una morada para el hombre en la ciudad contemporánea, donde el habitante pueda desempeñarse como ciudadano de una nueva polis, y no un individuo diluido en el anonimato despersonalizante, ni agobiado por la aglomeración y la masificación, confinado en un espacio que no reconoce como propio ante la constante privatización del territorio, resultado de una cultura que aun no ha podido construir una convivencia pacífica y cree encontrar su senda por caminos desgastados por la propia experiencia histórica, como la violencia destructora o represiva. Ese hombre masificado tiene la dificultad para el diálogo y para el encuentro con el otro, su arrogante y minúscula autosuficiencia hace del espacio público un lugar inseguro que aumenta su desconfianza. Esa dificultad para construir con el otro un destino común lo describe Ortega y Gasset en el siguiente texto, que refleja nuestra propia realidad:

    Hoy en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto hace falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones». (1979 96,97).

La problemática de construir una sociedad con unos individuos afectados por el fenómeno de la masificación, estriba en la dificultad de agruparlos, relacionarlos y separarlos en torno a un proyecto común plenamente compartido por todos que respete la diversidad y resuelva pacíficamente el conflicto, al crear verdaderos nexos, lo suficientemente fuertes para reemplazar la violencia por la aceptación del otro como realidad existencial necesaria para ser una comunidad humana con sentido (Arendt 2005).

En el espacio público se manifiesta el poder, pero si el hombre se funde en la masa pierde el poder, porque éste es real cuando los hombres actúan y hablan juntos en su condición de ciudadanos, sujetos pertenecientes a una democracia y desaparece con su dispersión o disolución en la masa. (Ibíd.). "Ese hombre del montón es un hombre de la masa, y la característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales" (Cruz 13). Al desaparecer de la escena pública el ciudadano, hacen su aparición las diferentes formas de totalitarismo donde los hombres son números estadísticos, no seres necesarios.

¿Cómo pasar de la marginación a la ciudadanía, proponiendo en el encuentro con el otro una opción válida de superar el conflicto que se manifiesta como resultado de años de inequidad y exclusión? ¿Cómo proponer este camino sin la presencia de un espacio público incluyente y de calidad que invite a la construcción de una cultura ciudadana que nos dé la oportunidad de ser con los otros? El mero espacio físico no es suficiente, debe ser urbano, y "lo urbano es la ciudad como producto social y cultural (…) como tejido de relaciones sociales y culturales que convergen" (Ánjel y Maya 2006 19). Y el espacio construido es el lugar de convergencia donde se afianzan las relaciones sociales o donde se destruyen, por eso,

    La calidad formal del espacio público no es una cuestión secundaria. El paisaje urbano es nuestra casa grande, si no es bonita y funcional, cómoda y agradable, estimulará comportamientos poco cívicos (…) Invertir en la calidad del espacio público, de su diseño, de su enriquecimiento y su mantenimiento nunca será un lujo, sino justicia democrática (Borja 2005 47).

Los muchos años de violencia urbana, realidad que aun persiste en la ciudad actual, ha negado, en buena medida, el derecho a la ciudad, y el poco espacio público heredado de la ciudad histórica se ha visto relegado al deterioro, a la inseguridad o la apropiación por parte de los marginados, a los cuales prácticamente no se les ofrece otra oportunidad, y terminan siendo víctimas de la miseria y de la explotación de mafias urbanas que hacen de lo público un negocio lucrativo mediante la intimidación y la extorsión. Esta imagen urbana que la costumbre convirtió en algo normal pero cuya realidad no deja de doler, quiere manifestarnos con su dramática crueldad la necesidad de una reconstrucción de una moral ciudadana que renueve el tejido social, donde la urdimbre principal sea de inclusión y de equidad.

    La ciudad será tanto más incluyente cuanto más significante. La ciudad "lacónica", sin atributos, sin monumentalidad, sin lugares de representación de la sociedad a sí misma, es decir, sin espacios de expresión popular colectiva, tiende a la anomia y favorece la exclusión. (id. 28).

Antes de intentar una reflexión que nos permita visualizar, aunque sea tímidamente, un camino que implique la construcción de una cultura ciudadana del respeto y la convivencia, apoyados en las más recientes experiencias políticas, debemos hacer algunas consideraciones, que tomadas de nuestros pocos e infructuosos años de formación como nación, así como de una breve exploración por teorías, que desde la reflexión filosófica, contribuyan en el esclarecimiento, siempre en proceso, a consolidar unos ideales de justicia en la evolución de la sociedad humana y que aporten a nuestro proyecto particular que hemos denominado como la construcción de una ética urbana.

Nuestra realidad actual tiene, entre muchas, dos situaciones que afectan negativamente la moral ciudadana: una historia de violencia e intolerancia en la búsqueda de nuestra identidad como nación y una acomodación a la cultura global que nos inscribe en una sociedad que en su acontecer cotidiano se ve afectada por una actitud generalizada de frivolidad, aceptada como modélica y que desemboca en la banalización de los valores tradicionales que reflejan nuestra comunidad, cuya crisis real, es una crisis del sentido de su existencia como humanidad. De la primera realidad enunciada, surge la creencia de que la única forma o quizá la más efectiva de consolidar la convivencia ciudadana pasa obligatoriamente por la conversión o por la eliminación de quien es diferente, actúa diferente o piensa diferente. La historia nacional está llena de ejemplos y obviamente de fracasos en la solución esperada. La segunda realidad se manifiesta en la poca cohesión social y el bajo sentido de pertenencia.

La anomia social es el común denominador de la vida ciudadana, entendida ésta como "un estado de la sociedad que se caracteriza por la ausencia de una estructura normativa consistente y obligatoria" (Waldmann 2007 101) que regule los comportamientos sociales y propicie la convivencia de todos los ciudadanos, agregamos nosotros. Este es el resultado de un Estado que a lo largo de su historia no ha tenido la legitimidad suficiente para representar a la totalidad de los ciudadanos y que en muchas ocasiones su acción se dirigió contra la ciudadanía misma, especialmente la más vulnerable, ya que al final toda la comunidad sufre los efectos del fenómeno y que dio como resultado general la pérdida de la confianza en la esfera de lo público y en sus ideales de justicia.

La construcción de una auténtica cultura ciudadana en Colombia es una tarea pendiente, a pesar de los esfuerzos recientes que muestran que es posible un cambio en una cultura de tantos años que ha impedido la convivencia. Y decimos auténtica porque hemos vivido múltiples formas de ser prestadas, casi siempre exógenas, pero no hemos encontrado un camino, diverso y plural, propio.

Es cierto que en múltiples casos la cultura artística, en muchas de sus expresiones de profunda raigambre popular, manifiesta un auténtico arte que recoge el alma nacional, pero la frivolidad cultural ignora en las más de las veces este reflejo de autenticidad y lo caricaturiza con enunciados tópicos y vulgares. Si fuéramos más conscientes de su valor se nos abriría una puerta, un camino que nos ayude a identificarnos como comunidad nacional y que sirva de cimiento para una cultura que tenga la fuerza de ser un vínculo social incluyente y total.

Esta preocupación no sólo es nuestra, la filósofa española Victoria Camps afirmó "…para insistir en algo que yo echo de menos en la ética actual que es la construcción de una teoría de la ciudadanía" (Camps 11). La construcción de una teoría de la ciudadanía, entre nosotros, tiene múltiples dificultades, un pasado sin resolver y una cultura actual posmoderna, donde el ciudadano está más cerca de no tener vínculos sociales que de tenerlos al instrumentalizar las relaciones humanas que lo alejan de su humanidad y al considerar al otro como un extraño, como un riesgo para su seguridad o finalmente alguien a quien simplemente se ignora. La experiencia colombiana sobredimensiona esta realidad como respuesta a la experiencia vivida y aun presente, por "La persistencia de pasados «que no quieren pasar» como afirma la antropóloga argentina Elizabeth Jelin (ctd. en Uribe Alarcón 15). Estos pasados que se niegan a superar en la memoria la marca del dolor con otra mirada, están apoyados en los relatos de las víctimas que no logran darle un sentido a los hechos vividos y que se resisten al olvido o al perdón.

Cómo crear una polis, es decir una comunidad política orientada a la búsqueda del bien común, (Aristóteles 2005). Esta es la tarea de indagación que venimos realizando desde la academia, hace unos pocos años, con el fin de aportar desde la arquitectura como saber y forma de entender la ciudad, una reflexión que coadyuve en la consolidación de una cultura ciudadana. La arquitectura participa de la construcción de las ciudades y si ella por sí sola no es hacedora de la ciudad en su total complejidad, su construcción sí afecta para bien o para mal esta realidad que en última instancia todos sufrimos.

Construir una Cultura Ciudadana como aglutinante de nuestra personalidad nacional depende de construir, no una cívica o conjunto de normas heterónomas que nos regulen desde afuera, sin un convencimiento pleno de su utilidad por no surgir de la necesidad sentida como comunidad humana, sino la formación de un carácter o personalidad moral, un Êthos social, y que nosotros tomamos para reelaborarlo desde nuestra propia disciplina: La arquitectura como morada humana.

Ese Êthos social debe formarse desde el ámbito de lo público, hoy menoscabado por la realidad social contemporánea, más cercana de la privatización que del espacio público incluyente y universal. Esta nueva realidad, que hace de la seguridad su razón principal y que para ello nos vende como mercancía cierta la idea de la ciudad insegura en el ámbito de lo público y sólo recuperable o tolerable desde su privatización, versión comercial , constituida en estrategia de mercadeo cada vez más extendida y ampliamente difundida por los medios de comunicación social, establecida en creencia aceptada sin discusión como característica de la ciudad actual, que obliga a determinadas formas de lo construido. Lo anterior no niega las condiciones de inseguridad de la ciudad actual, aquí se difiere de dicho postulado por simplista y de las explicaciones y de las soluciones que hoy por hoy forman parte del lenguaje publicitario y por ende de los tópicos urbanos más generalizados. Las urbanizaciones cerradas y los centros comerciales son ejemplos de estos pocos lugares "seguros" en una ciudad donde el peligro acecha en cada esquina o en cada plaza. Así la ciudad se convierte en guetos de comunidades de iguales, donde el problema se agudiza con el tiempo, antes que brindarnos lo que ofrece la publicidad, la felicidad perpetua. Ante esta creencia seguimos afirmando que la ciudad por naturaleza es el lugar de la diversidad y las agrupaciones de iguales profundizan la exclusión y agravan los conflictos, antes que resolverlos.

Recordamos aquí las palabras del arquitecto Carlos Niño en su texto Modos de vivir, formas de construir, modos de ser, como parte de las reflexiones de la XXI Bienal de Arquitectura Colombiana, cuando afirma:

    Otra batalla fundamental es contra la nefasta y difundida costumbre de los conjuntos cerrados. Es el equívoco de resolver la inseguridad con agrupaciones celosamente vigiladas pero que acaban con la calle, que en su paranoia apenas dejan callejones encerrados, sin andenes ni paramentos para la vida social y sólo vías vehiculares sin presencia humana, trazados que dejan desolación pública y una tremenda inseguridad. En todos los estratos y modos de vida es el espacio público lleno de personas, de puertas y ventanas, lo que da vitalidad urbana y, por ende, seguridad; es la verdadera ciudad de calles abiertas, con trazado continuo, parques abiertos, plazoletas y amplios andenes que pueden recorrer todos. Es el derecho a la ciudad. Un derecho humano irrenunciable. (2008 31).

Esta ciudad posible debe reconocer que el miedo surge no de la diversidad humana sino de la injusticia manifiesta, las seguridades de urbanizaciones y edificios reflejan la injusticia social y esconden los privilegios de unos pocos que se excluyen de la ciudad total y que hacen del otro, no un ciudadano en igualdad ante la ley, alguien con quien convivir, o alguien con quien construir un proyecto común, sino el desconocido que recoge toda nuestra desconfianza. Un enemigo potencial o real. Nuevamente la lectura de esta ciudad nos remite a la urgencia de la creación de un êthos social que integre lo diverso en una cultura común. En esa sociedad las fuerzas de control serán necesarias para consolidar el proyecto pero no el único recurso ante el conflicto exacerbado por la violencia que destruye todo por igual.

Un compromiso con la verdad histórica es un primer paso que debe dar la sociedad si quiere reencontrarse con un destino diferente al actual de confusión, sin este paso no hay comienzo, para iniciar un proceso de conciliación, reconciliación y convivencia que se distancie de los intentos anteriores.

La solución a los problemas que debe enfrentar una sociedad como la colombiana, con su historia de intolerancia, requiere la restitución de su relación con la verdad, si en alguna ocasión, ésta fue preponderante. Relación con la verdad que debe ser en todos los campos de la vida ciudadana, en los ámbitos de lo privado y de lo público. La desconfianza ciudadana es parte del estado permanente en que la sumió la mentira abierta o encubierta de la política nacional desde siempre.

    Una gran parte de los males de este mundo, aquellos que son en principio evitables, porque dependen de las conductas humanas y no de la estructura de la realidad, proceden de las malas relaciones con la verdad, que pueden llegar a la aversión hacia ella, a que sea considerada como el enemigo que hay que evitar o destruir. La falta de claridad sobre esto hace que no se entienda gran parte de lo que ha sucedido a lo largo de la historia y sigue aconteciendo en la actualidad (Marías 2000 9).

Cuando hablamos de intolerancia histórica nos referimos a dos tendencias opuestas que confluyen en el tiempo, la una se hace visible en un moralismo rigorista que forzó actitudes de hipocresía como recurso de convivencia y falseó las narraciones de nuestro acontecer en todos los sentidos, al impedir mostrarnos cómo somos, impidiéndonos así la construcción de una moral ciudadana propia de nuestra cultura e idiosincrasia. O de la tolerancia o más bien permisividad de todas las conductas que debilitan la moral ciudadana y que alcanzaron reconocimiento social como el contrabando, la corrupción y el narcotráfico.

La verdadera virtud de la tolerancia no es práctica social frecuente en nuestro medio, donde la actitud característica frente a la diversidad cultural es abiertamente agresiva en tantas situaciones, que llega a contagiar a todos los ciudadanos, así por naturaleza no sean propensos. Pero sobre todo esta nefasta costumbre nacional se manifiesta muy especialmente en el campo político, donde la intolerancia y sus consecuencias vienen escribiendo innumerables páginas de la historia nacional, hasta llegar al estado de deshumanización con el fenómeno, desgraciadamente frecuente, de los asesinatos colectivos de personas desarmadas e indefensas y acompañadas de unas prácticas de degradación previas que destruyen toda dignidad de la víctima, hasta reducirla a la condición de cosa despreciable. Las masacres se convirtieron en una realidad que desborda todo sentido de humanidad (Uribe Alarcón 2004). Basta dar una breve mirada ahora que se conmemoran los doscientos años de nuestra independencia para reconocer esta, para muchos, inexplicable realidad como una larga tradición en nuestra vida social y política.

¿Cómo debemos entender la tolerancia de tal manera que la podamos diferenciar de otras actitudes tales como soportar la intolerancia o cohonestar directa o indirectamente con el delito amparado en mil formas de justificación que se reflejan en el lenguaje cotidiano? La tarea no es fácil porque la sola mención del tema, por insignificante que sea, despierta las más enconadas reacciones y vuelve la violencia a ser la protagonista de nuestra relación. Estas formas de ser aun nos afectan al impedir que podamos encontrarnos en el espacio común de un proyecto de ciudadanía. Tolerancia es algo diferente a lo que anotamos, creemos que es reconocer el principio de igualdad de todos los ciudadanos, debe ser el reconocimiento de las diferencias como opciones válidas, opciones que antes eran prohibidas por no pertenecer al pensamiento oficial y mayoritario y que se perseguían como contrarias a la moral y la buena conducta pero que hoy en día empiezan a encontrar aceptación en una mentalidad más pluralista. No quiere decir esto que todas las opciones sean respetables, estas para que lo sean, requieren el reconocimiento de un mínimo de justicia y de compromiso con la igual dignidad de las personas (Cortina 2010). Sin esta mínima condición no podemos aceptarlas porque afectan en forma grave algunos sectores de la sociedad, casi siempre los más vulnerables. Respeto y tolerancia deben ir juntos en un proyecto legítimo de convivencia ciudadana.

La actitud social frente al conflicto tiene muchas caras, unas veces es condescendiente, otras represiva o la más de las veces de indiferencia.

Ninguna de estas coincide con la tolerancia como virtud que debe propiciar la convivencia "… aceptemos que los otros piensan distinto, que el disenso es natural. Los conceptos monolíticos y la paz idílica en la que no pasa absolutamente nada son irreales…" (Gutiérrez 2006 222). Toda tolerancia debe ser activa y apoyarse en el respeto del otro como persona, en el reconocimiento de los modos de comportamiento que lo razonable acepte como derechos.

La tolerancia así entendida nos acerca al otro no en sus ideas y comportamientos que no necesariamente tengo que compartir y menos que asumir, el desacuerdo no es discordia, sino al otro como persona, nuestra humanidad radica en el descubrimiento del rostro del otro, no a quién tengo que convertir sino con quién debo convivir y "convivir es vivir juntos, y se refiere a las personas como tales. Es decir, con sus diferencias, con sus discrepancias, con sus conflictos, con sus luchas dentro de la convivencia, de esa operación que consiste en vivir juntos" (Marías 2000 9).

La historia colombiana está llena de hechos trágicos que impiden que la realidad actual se facilite para la convivencia pacífica de los colombianos en sus ciudades, aldeas y veredas, pero también es propio de su cultura ser recursiva y creativa y especialmente solidaria frente a la adversidad. Muchos ejemplos pueden ilustrar esta afirmación, sólo queremos referirnos a recientes propuestas de construcción ciudadana en Bogotá y Medellín. Propuestas, cuya evaluación requieren de más perspectiva histórica y que recientemente se han visto afectadas por políticas regresivas pero que aun mantienen la ilusión ciudadana en muchos de sus postulados.

En el periodo comprendido entre 1995 y 1997 la orientación del gobierno de la alcaldía de Bogotá se basó sobre la construcción de un programa de Cultura Ciudadana como camino para lograr la convivencia pacífica. Luego, en 1999, el profesor Antanas Mockus, antes alcalde en el periodo citado, realizó, con el apoyo de la Universidad Nacional y Colciencias, una investigación intitulada Cumplir para convivir. Factores de convivencia y su relación con normas y acuerdos. Basada en la teoría del divorcio entre la ley, la moral y la cultura, y que había servido para el diseño de la campaña política que lo llevó a la alcaldía.

Esta experiencia se puede destacar como un intento serio apoyado desde la reflexión académica para construir en la ciudad colombiana desde la esfera de lo público una cultura ciudadana de la convivencia pacífica, que asuma el conflicto como una realidad inherente a la diversidad urbana pero que proscriba la violencia como medio para superarlo.

Del análisis de esta experiencia podemos sacar algunas conclusiones desde la praxis para ilustrar las ideas que venimos exponiendo en estas páginas. El orden social se apoya sobre la base de creencias y costumbres que se van transmitiendo de generación en generación, si esta transmisión no se hace sobre la base de una reflexión que incluya modificaciones dentro de lo razonable en los comportamientos habituales, estos se perpetúan. La sociedad puede cambiar en lo económico y lo social, pero la cultura tiene otro ritmo que no necesariamente coincide con ello en el tiempo. Esto, a mi juicio, es evidente en la formación de la nación colombiana, donde todas las cosas han pasado tan rápido, como el paso de lo rural a lo urbano, el crecimiento poblacional, la inclusión en un mundo globalizado que no ha habido la oportunidad de una asimilación cultural coherente. Las creencias del pasado siguen arraigadas y fundidas con creencias nuevas que se imponen por la publicidad y a través de los medios de comunicación, muchas veces más cercanas al instante y su novedad que a la reflexión histórica.

La velocidad de vértigo que representó en Colombia el paso de la aldea a la ciudad y lo trágico de su proceso de desarrollo, impidieron una reflexión tranquila que permitiera redescubrir el alma nacional, sobre aquello que en verdad somos, una comunidad diversa y dispersa en busca de su destino común.

El proyecto de Cultura Ciudadana a que hacemos mención se basó en la idea de que los factores de regulación social que son necesarios para cimentar una convivencia pacífica en una sociedad diversa, son tres: La ley, la moral y la cultura.

Es frecuente en Colombia que la ley no coincida con los patrones culturales, y si estos tienen más fuerza, el incumplimiento de la ley no solo es posible, sino que tiene una aceptación tácita de la población y en algunos casos su aprobación hasta la exaltación. La creencia de que estos desfases se pueden corregir con una regulación moral a la que se invoca en forma permanente y agónica, no pasa de ser una ilusión, un deseo sin apoyo en la realidad de la complejidad social. ¿Cómo corregir el divorcio entre estos tres factores que tienen infinidad de creencias y costumbres que les han dado vida a través de la historia de la formación de la sociedad actual en Colombia?

La esfera de lo público requiere de una revalorización en la ciudad actual y la educación en una Cultura Ciudadana que recupere el espacio urbano para la totalidad de la población, debe ser el propósito de toda política pública. Esta tarea debe incluir la participación de la ciudadanía en la formación de un nuevo êthos, una personalidad y un carácter ciudadano de inclusión. Las políticas impuestas desde arriba por bien intencionadas que sean mueren cuando su interpretación por el ciudadano difiere en lo fundamental por la falta de confianza que el ciudadano del común tiene de la intervención del Estado afectado por la corrupción social, económica y moral que contagia al ciudadano, que sabe por experiencia que hacer justicia por sus propias manos es el último recurso que le queda ante la desidia o impotencia de las instituciones creadas para dichos fines. Las consecuencias de esta espiral desprendida de toda lógica política mantiene en Colombia una realidad sin salida, nuestra sociedad es escéptica y sigue esperando de la violencia estatal el final de un conflicto que para ser superado debe intentar otras estrategias.

La lucha para la construcción de un espacio que posibilite la formación de una Cultura Ciudadana tiene un sinnúmero de obstáculos que vencer. Se debe superar la desconfianza en las autoridades, la clase política debe mostrar avances notorios en temas tan sensibles como el clientelismo que instrumentaliza las personas y que es una de las formas de corrupción más comunes en nuestra cultura. Las acciones intentadas hasta la fecha, no ofrecen resultados, antes por el contrario, muchos creen que dichas prácticas son una fatalidad histórica, inherente a nuestra condición.

También se debe luchar contra los grupos de interés que al interior de la sociedad tienen la fuerza suficiente para presionar la consecución de sus fines particulares por encima del bien común y que se apoyan en la corrupción del Estado para mantener sus privilegios, disfrutados sobre la base de incrementar la injusticia social.

La lucha también incluye una autoevaluación ciudadana sobre los factores productores de violencia que se han venido incrementando con el apoyo abierto o tácito de nuestros patrones culturales permisivos, como es el caso de lo que podríamos llamar la cultura del narcotráfico, que implicó una reducción considerable de la moral pública que regía nuestra forma de ser como comunidad humana y aceleró y potenció muchos de los defectos que nuestra conciencia social resaltaba como no deseables en nuestro diario acontecer como ciudadanos.

Cualquier construcción que hagamos debe partir de una transformación cultural desde abajo con el apoyo de las instituciones que deben evolucionar en igual sentido. De los tres factores sobre los cuales se apoya la convivencia ciudadana, la cultura debe ser el punto de partida en cuanto ésta hace necesarias la moral y la ley como entidades reguladoras. La moral no es un hecho externo que se reduce a la formulación de normas de conducta, es la norma que expresa una forma de ser apoyada por la convicción personal y social y que se convierte por la fuerza de la costumbre en un elemento regulador con sentido. Todo esfuerzo se debe orientar en este sentido, mientras pensemos de una forma y actuemos de otra apoyados en cierta aprobación tácita cultural, no encontraremos el camino que nos conduzca a nuestro propio ser como comunidad humana.

La ley debe surgir de consensos y no de imposiciones, la ciudadanía debe participar en la transformación de las costumbres y el Estado debe apoyar y consolidar el orden moral que surge de una cultura ciudadana que interpreta el ser nacional más profundo.

Esta tarea se ha iniciado en muchos campos del acontecer nacional, en medio del ruido de las balas y en muchas ocasiones, se le exige resultados inmediatos para transformar una realidad que lleva más de quinientos años de lenta consolidación en la vida de los colombianos, recursivos en su cotidianidad pero incapaces en la mayoría de las veces de emprender un proyecto común de largo alcance.

La experiencia reciente en Medellín incluye en este proceso de construcción de ciudadanía un nuevo elemento que sirve como ejemplo de intervención en este proceso que venimos describiendo. La participación de la ciudadanía en la construcción de su entorno físico, que sobre la consulta de las necesidades de sus habitantes, interpreta sus anhelos de un mundo mejor, hecho según sus más caros sueños de superación como comunidad humana. Así empiezan a aparecer sobre el territorio una serie de intervenciones físicas concertadas con la comunidad que afectan el panorama urbano de miseria y exclusión con nuevas estéticas urbanas nacidas de la búsqueda de identidad por una comunidad que recupera su dignidad como persona y su autoestima al encontrar en la nueva ciudad los símbolos de una nueva expresión cultural cercana. Lo público vuelve a tener significado para el habitante que encuentra en ello la esperanza de una vida mejor. Estos nuevos espacios urbanos, además de reivindicar lo público, se convierten en modelos de algo deseable y propio que estimula el crecimiento moral de la comunidad y de las personas que la componen.

Pero la realidad siempre es más compleja y la ansiedad ciudadana aferrada a las creencias de vida fácil, sin lucha, en forma gratuita y expectante de soluciones providenciales, carece de las fuerzas suficientes y necesarias para construir un proyecto de ciudadanía que se afiance en el tiempo, que se convierta mediante la práctica de hábitos saludables para la comunidad, en un êthos permanente y dinámico capaz de transformar la realidad actual en aquella que se vislumbra en los anhelos de la gente.

Esa complejidad urbana tiene mil facetas que se manifiestan en la conjunción de las distintas dimensiones de la ciudadanía, como lo explica Adela Cortina en su propuesta de una Ciudadanía Cordial, es decir, que incluya en su ser una razón compasiva, una justicia compasiva (2010). Estas dimensiones de la ciudadanía las resume Cortina en las siguientes: Ciudadanía legal, la que defiende los derechos civiles y las libertades básicas, pero allí no se puede agotar el concepto porque la ciudadanía es una construcción permanente que no se detiene en un estatus ontológico otorgado por la sociedad civil y sus instrumentos jurídicos. Es y debe ser un camino para ser más con los demás en un lugar cultural, social y político. "La ciudadanía se tiene o no se tiene y su posesión es una conquista" (Gómez Esteban 2009 212).

Una nueva dimensión de ciudadanía es la ciudadanía política. Esta ciudadanía hunde sus raíces en la tradición griega y romana, en la noción de ciudadano como parte de una comunidad política. La búsqueda de la justicia se da en la deliberación y en el encuentro con el otro y esta es la forma de ser libre que se debe cultivar con una educación cívica (Cortina 2010).

Una tercera dimensión es la ciudadanía social, para ser ciudadano se deben dar una serie de circunstancias que no se dan en forma silvestre, que requieren de un propósito común para que todos tengan acceso a la educación, a la salud, al trabajo, en esto radica la posibilidad de civilización de una comunidad, afirma Adela Cortina en su libro Justicia Cordial (2010).

La dimensión económica de la ciudadanía es la única posibilidad de que cada una de las personas que componen la comunidad, pueda sentirse su propio señor, lo contrario es una sociedad de señores y vasallos, donde una relación de dependencia de los segundos sobre los primeros hace imposible cualquier encuentro en la esfera de lo público que sea humano, digno y comunitario. La pobreza, las precarias condiciones del empleo, la informalidad social, la corrupción y el clientelismo como una forma perfeccionada de vasallaje, destruyen cualquier posibilidad de tener una comunidad política de ciudadanos.

Finalmente, la dimensión de la ciudadanía que requiere una construcción más prolija es la que Cortina denomina ciudadanía compleja. ¿Cómo asumir las diferentes cosmovisiones y cómo hacer para que puedan tener su propio campo de acción sin afectar la sociedad en su conjunto? Es necesaria la comunicación y el diálogo para poder convivir en la tolerancia y el respeto. No toda diferencia es legítima y mucho menos podemos decir que todo método sea válido para reivindicarla. De allí que, bajo ninguna circunstancia, la violencia física o social contra las personas o los grupos humanos pueda ser reconocida como una estrategia aceptable. Incluimos aquí, como violencia social, muchas de las manifestaciones del urbanismo actual que separa, que excluye, que agudiza las diferencias, que impide en última instancia el derecho pleno a la ciudad como totalidad.

Cuando miramos con afecto crítico la ciudad que hoy padecemos, sus habitantes abrumados por la incertidumbre del presente, frente a los desastres naturales y peor aún, aquellos producidos por nuestra imprevisión y nuestro egoísmo, renovamos nuestra convicción de que la ética es un factor importante en la construcción de una cultura ciudadana capaz de modificar la realidad con un nuevo paradigma de civilización que brote de lo más profundo del ser nacional, pero también entendemos que una moral carente de una convicción personal y comunitaria que no se elabore desde la acción ciudadana, nunca podrá ser un elemento que aglutine y que cree una comunidad humana justa. Dos ingredientes deben formar parte de la receta general, a nuestro juicio: un êthos urbano auténtico y un espacio público de identidad y de encuentro donde sea posible el milagro de su realización.


Pie de página

2Cruz, Manuel introducción al libro de Hannah Arendt La condición Humana (2005).

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