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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.19 no.42 Bogotá Jan./July 2011

 

PLOMO CON SABOR A PAN

SHOOTING WITH BREAD FLAVOR

Santiago Lopera Marín*

*Estudiante de filosofía y letras y de estudios literarios. Facultad de filosofía. Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín Colombia. Correo electronico santiago.lopera@alfa.upb.edu.co


El cielo estaba gris, se había puesto así hacía mucho tiempo, desde que nos mudamos al nuevo vecindario. Mamá y papá se habían ido a trabajar lejos para poder conseguirnos un lugar mejor, eso me decía siempre mi hermano Joshua cuando le preguntaba por ellos, que estaban trabajando muy duro y todavía no podían volver o nos quedaríamos siempre en ese lugar tan frío. Los días olían a polvo, a hollín y a sudor frío cuando nevaba y las noches olían como a sangre y no eran azules ni tenían estrellas, el cielo siempre estaba lleno de nubes grises y los huecos que éstas dejaban eran negros como las puntas de los lápices.

Todos los días me levantaba y la panza me dolía casi tanto como la cabeza. A veces Joshua me traía un pedazo de maná y el dolor se esfumaba un rato; no sé de dónde lo sacaba, pero él me decía que venían desde arriba, que ese pan era una bendición que nos enviaba Hashem. Yo creo que tenía un jardín secreto que no me quería mostrar porque las cosechas eran muy pobres, así que para que no se avergonzara, no le preguntaba más al respecto y me dedicaba a sonreír y comer.

Extrañaba la comida de casa, pero el maná de Joshua sabía cada vez mejor y la sensación de sentir la panza calientita era cada vez más reconfortante. Lo que sí no volví a hacer fue a bañarme, y aunque al principio me sentía incómodo, cuando Joshua me dijo que con ese frío no había por qué hacerlo, que no había caso y que no había chicas bonitas para impresionar oliendo a incienso, me olvidé del asunto… aun así seguía extrañando a papá y a mamá.

Las cosas estaban así, y los días grises y fríos parecían cada vez más tristes; la gente se ponía más y más flaca y caminaban como dando tumbos, supongo que era el cambio de ambiente, que ellos también extrañaban sus casas y ya no querían ni caminar, como me pasaba a mí, que había comenzado a perder las ganas, sin saber por qué, de saltar y hacer cosas ruidosas.

Los únicos momentos en que tenía ganas de reír como antes, de hacer ruido y salir corriendo era cuando me sentaba con mi hermano y él me contaba historias del rey David y su gloria, pero él no me dejaba parar, me miraba preocupado y me cogía fuerte la mano, yo me sentaba y seguía escuchando; de todas formas me encantaban sus historias y eran mi único divertimento… lo fueron hasta que un día llegaron al cuarto esos hombres que hablaban fuerte, esos que rondaban por el vecindario con pasos pesados, que te miraban como uno mira a las plagas del jardín y que torcían la boca como perros. Y es que de hecho así hablaban, como ladrando; y empezaron con su brusco concierto, danzando como si estuvieran pegados de las articulaciones, como si quisieran estallar y la rabia no los dejaba, y a ladrar y ladrar, y ladrar.

Luego comenzaron a estrujar hasta que vinieron donde estaba con mi hermano que acababa de llegar, señalaron el piso de tierra y entonces mi hermano comenzó a temblar, a temblar como si tuviera mucho frío… el cielo estaba gris, pero no nevaba… !no hacía tanto frío como para que temblara así!

Preocupado lo tomé de su mano temblorosa y noté que en verdad estaba más frío que la nieve, más frío y punzante que el metal mandado a helar y temblaba tan frenéticamente que cuando se volteó para decirme que solo lo necesitaban para un trabajo, las lágrimas resbalando por sus mejillas desde sus oscuros ojos, parecían bailar de un lado a otro.

Pocas veces había visto sus ojos tan brillantes; desde que nos mudamos a ese mal vecindario, era la primera vez que los veía brillar así. Pero no se veían felices… si solo lo necesitaban para un trabajo aquellos hombres tan elegantes… ¿por qué había tanto miedo en sus ojos?¿Por qué?… si de seguro ellos tenían mejores lugares y si lograba hablarles, nos podrían dejar visitarlos de vez en cuando y descansar de las camas duras y el frío de las paredes deshechas dentro de sus casas que debían ser mejores, entonces ¿por qué?…

Lo jalaron con violencia y yo me tropecé, soltando su mano solo al caer al suelo. Por dentro quería desprender la mano para parar la caída pero, de un poco más hondo en el pecho, había algo que me decía que no podía, que era más importante sostenerlo y no dejarlo ir, que yo también debía de tener miedo… tenía la sensación de que algo no estaba bien y me pregunté si sería eso lo que él sentía cuando no nos íbamos a jugar y nos quedábamos en el cuarto contando historias…

Ahí fue cuando se lo llevaron a tumbos y a pesar de todo, él no volvió. No me trajo ni más maná, ni ninguna otra comida de donde los ladradores, ni vino a invitarme a nada… yo estuve lleno de rabia hasta que un día uno de los compañeros del cuarto, un anciano de astillas por huesos y piel como de pasa blanca, se me acercó y me dijo que no llorara, que mi hermano me había mandado un mensaje. Me mandaba a decir que estaba haciendo maná para ellos y que les había gustado tanto que no le daban descanso, pero que él me dejaría un poco afuera, en las casas de cemento del norte, en los patios de atrás, donde apilaban esas cosas los ladradores. Como el viejo me dijo que ellos eran muy quisquillosos y que si se enteraban le darían un buen escarmiento a mi hermano, me fui muy cauteloso y me escurrí hasta los patios pensando: !qué egoístas esos ladradores, de seguro ellos tienen un montón y no lo quieren compartir con nosotros… y ni siquiera dejar que mi hermano me comparta uno, solo uno, solo a mí! Para el dolor de panza y aligerar la cabeza…

Atravesé el campo y me di cuenta de que no sentía mi cuerpo, que temblaba con los pasos y que el dolor de cabeza y de estómago eran tan fuertes ambos, que no podía saber cuál me pesaba más. Al llegar a las casas de cemento me sorprendió ver que eran tan pequeñas y tan pocas… ¿cómo podían tantos ladradores vivir en esas pequeñeces?

Me escabullí hasta la casa que estaba más al norte y me pegué a la pared de cemento !estaba helada! Me asomé a la parte trasera y en efecto, ahí estaba: una pila de maná sobre un mantel grandote. Me acerqué y tomé uno y lo guardé en el bolsillo para el anciano. Para pagar su mensaje, luego tomé otro para mí.

No quería esperar a llegar casa, quería ver qué tan bueno se había vuelto mi hermano con esos panes. Cerré los ojos y probé mi trozo de maná, Oí gritos, pero me pudo más el sabor en la boca, un sabor cálido que se sentía tierno como mamá, vigorizante como papá; que se sentía calientito como los brazos y las historias de Joshua… el pan pasó por mi garganta e hizo un estruendo tremendo al caer a mi barriga; me sentí mareado y me di cuenta de que la panza me ardía !nunca pensé que pudiera caer tan caliente! Sentí cómo comenzaban a flaquearme las piernas y era como ser succionado desde el estómago, y la luz opaca que se colaba por mis párpados cerrados, cuan malas cortinas rosadas, se convirtió en oscuridad, completa oscuridad…

Al abrir los ojos, papá y mamá habían vuelto, y Joshua estaba con ellos. Vestían atuendos despampanantes que reconocí como los que usaban los ángeles de las historias de Joshua y, llenos de alegría, me recibieron con un gran abrazo. Al parecer ese maná que mi hermano me había dejado allí, era mágico y me había llevado con ellos, con mi estómago como túnel.

Los cuatro llorábamos de felicidad y sentía una paz y una dicha inmensas… aunque, luego preocupado, me zafé y le dije a Joshua - !el viejo! !Tengo que darle su maná! - Salí corriendo dándoles la espalda y traté de buscar mi bolsillo, pero no tenía! Estaba vestido igual que ellos… rompí a llorar.

-¿Qué te pasa? -preguntó mamá. Papá me miraba con ternura desde arriba.

-He perdido el pan del viejo, y si no fuera por él, no los hubiera encontrado

- todos se miraron y sonrieron.

-No te preocupes… dijo papá…

-Mira- gritó Joshua, interrumpiendo a papá -no tienes de qué preocuparte, ahí viene.

Al voltear mi cabeza vi cómo el viejo y todos los demás compañeros de cuarto y vecinos del mal vecindario venían sonriendo, vestidos con las mismas túnicas de mi hermano y mis padres y todos, sin excepción, llevaban en sus manos grandes y esponjosos trozos de maná.