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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.19 no.42 Bogotá Jan./July 2011

 

UN DÍA PARA EL JOHNNY

A DAY FOR JOHNNY

José Guillermo Ánjel Rendó*

*Doctor en filosofía por la Univerdidad Pontificia Bolivariana, comunidad social de la UPB Medellín Colombia. Docente investigador de la misma universidad. Miembro del grupo Epimeleia clasificación B Colciencias. Correo electrónico joseg_angel@yahoo.es


La mujer le dijo, "déjame leer las uñas de tus pies". Y el hombre sonrió al verla agacharse para mirar lo que decían esas uñas comidas por la sal y que ya no eran planas sino redondas y encorvadas y con figura de caracol partido. Hacía calor esa tarde, un calor de fuego que lo amarilleaba todo y cargaba el aire con olores espesos. "Y bueno, qué dicen las uñas", preguntó el hombre a la mujer. "Todavía no dicen nada, déjame leer", respondió ella levantando la mano repleta de anillos baratos, dos de ellos en forma de pescado. El hombre se tiró hacia atrás sobre la silla de mimbre, escarbó sus dientes con un palillo y se acarició el bigote recto, negro y delgado. La mujer le puso una mano encima del muslo y siguió hacia la ingle.

Antes de que la mujer le leyera las uñas, cosa que pasó a eso de las tres de la tarde, el hombre había ido al taller de latonería de los hermanos Quiroga y había pedido que le grabaran el nombre en un pedazo de lata que había arrancado de un bidón de gasolina. "Quiero que graben encima mi nombre con letras anchas", le dijo el Johnny al Pupo, el menor de los Quiroga. "Y pintas las letras con pintura roja". Y el Pupo, mirando el trozo de lata y rascándose la sien derecha, le había contestado: "no va a ser fácil, esta lata es americana, de las duras". El latonero se pasó un trapo rojo por la frente perlada de sudor y de granos. "Ahí te la dejo de todas maneras", dijo el Johnny, "y si no eres capaz, ajá, quita el aviso ese donde dice grabamos nombres y direcciones". El Pupo escupió de lado, por entre dos dientes, y lo enfrentó con ojos cansados, de hombre de la noche y el ron. " Te he dicho que no va a ser fácil. Eso es todo".

"En tus uñas dice que me vas a querer siempre, que voy a ser la principal de tus mujeres". El Johnny desmontó lentamente a la mujer, oyendo cómo la piel de ella se le iba despegando. Mientras hacían el amor habían sudado mucho y el olor de ese sudor lo había impregnado todo, hasta el marco de la puerta. Y al Johnny le pareció que el olor había alcanzado también a dos gallinas que estaban picoteando la tierra amarilla del patio y que los habían mirado, asombradas, mientras se amaban. "Nos vieron esas gallinas", le dijo el Johnny a la mujer y ella se volteó para mirarlas. "Putas que son", dijo sonriendo mientras se arreglaba el pelo y hacía caer la falda sobre sus muslos amplios. "Yo no voy a querer siempre a nadie", acabó diciendo el hombre enfrentándose a los ojos de ella. La mujer le guiñó un ojo y sacó la punta de la lengua. "Es una serpiente", pensó el Johnny.

A la mujer, que se llamaba Amanda Cisneros y manejaba la pesa de motas de algodón, la había conocido el hombre en una compraventa de fibras naturales y estopas. Y sus primeras palabras fueron sobre el precio y la suciedad de la fibra. Y en esas palabras ella había mirado al Johnny, inclinándose después un poco sobre la libreta de apuntes que había en el mostrador, como si buscara el nombre de alguien o fuera a anotar una deuda. Cuando la mujer se irguió, el hombre le estaba sonriendo. La compraventa era un cuarto oscuro de paredes amarillas, repleta de pacas de algodón y con tres bombillas que colgaban del techo e iluminaban de forma mugrosa. Olía a sebo y a papel embreado. Y del techo pendían unas cintas en las que se pegaban las moscas. Zumbaba ese local mientras la mujer pesaba algodón y anotaba las cantidades y el precio en la libreta, "de tapas verdes", se dijo el Johnny. Al lado de Amanda Cisneros, un hombre gordo y de camisa estrecha se acariciaba la papada de barba incierta mirando a la clientela. Y sudaba como una botella de agua acabada de salir de la nevera. Ese hombre, meciéndose en una silla roja, determinaba los precios sin hablar, moviendo la cabeza y chupando de un tabaco muy mordido en la punta. El hombre de la papada se llamaba Mohamed Salim y era uno de esos turcos abandonados por su mujer y sus hijos. Un tipo hecho para sudar y morirse delante de una baraja, imaginó el Johnny y salió, no sin antes tirar una moneda al aire que cogió, antes de que cayera al suelo, con la mano izquierda. Miró el resultado y a la mujer. Ella bajó la cabeza y jugó un momento con el lápiz. Cuando levantó la cabeza, ya el hombre no estaba por ninguna parte.

A las seis de la tarde de ese día, regresó Johnny a la compraventa con el pretexto de saber si los precios iban a ser iguales para el día siguiente. La mujer lo estaba esperando en el mostrador, haciéndose la que revisaba la libreta. El hombre de la papada ya no estaba. "Sabía que vendrías", le dijo al Johnny con palabras largas. Pero ese día no hubo nada entre ellos, sólo unas miradas y unas sonrisas. Y una charla corta donde se dijeron los nombres y hablaron del calor que hacía. Tampoco pasó nada en la semana que siguió, porque era época de cosecha y de números en la libreta y la mujer apenas sí miraba al Johnny y lo saludaba con la mano, sin permitirle más. Fue una semana vacía, planeada por la mujer, como se dijo, para que ni siquiera el olor de ella tocara al hombre, porque Amanda Cisneros sabía que los hombres se desesperaban esperando. Así la definió el gringo.

Al Johnny la mujer le entró en el cuerpo como una vacuna. Y no fue capaz de sacársela del cerebro ni siquiera estando con otras que imaginó que eran ella, pero al final no lo eran y este ejercicio lo puso nervioso. Tanto que se cortó afeitándose y para detener la sangre no encontró la piedra lumbre y entonces maldijo como si le hubieran aplastado los huevos o le hubieran robado su sombrero panamá, ese que acariciaba antes de ponérselo para ir a ver desde la puerta de la compraventa a Amanda Cisneros, cosa de todos los días. En la mañana y en la tarde se asomaba para verla escribir números en la libreta, pesar algodón y lucir los ojos verdes en esa oscuridad de luces amarillas como whisky. Se veía muy deliciosa la mujer en ese ambiente. Y muy bella, porque el turco de la papada sin afeitar, que parecía un bocachico hinchado y estaba siempre a su lado para que ella no se equivocara con los números y con las letras, la embellecía con su feúra. Ella era una porcelana fina al lado de un pocillo viejo.

Pasó un lunes, después de un desembarco de mangos tan grandes como cabezas de niño. El Johnny había bajado al puerto para mirar esas frutas maravillosas que traían de las selvas, que cada vez eran más asombrosas por el color y las formas inmensas, decían que porque unos alemanes las estaban sembrando con unas máquinas especiales que triplicaban los tamaños y encendían más los colores. Claro que a los alemanes no los había visto nadie y si los marineros y comerciantes los mencionaban era porque tenían que darse una explicación de los tamaños de las frutas que recogían a las orillas del río, todas muy bien empaquetadas. "Deben ser místeres los que logran esto", decían, "¿quién más?". Ese lunes, Johnny, desesperado por sus ansias de Amanda Cisneros, vio en los mangos la forma y color de su amor. Entonces dejó el puerto y, acomodándose bien el sombrero, apareció por la compraventa de algodón. Y allí estaba ella al lado del turco de la papada enorme. Johnny entró, se inclinó delante de Amanda Cisneros, que anotaba cifras en la libreta, y dijo: "vengo a que me pese y a que me compre". La mujer soltó una carcajada. Mohamed Salim paró en seco sobre la silla mecedora y preguntó qué pasaba. "Nada", respondió la mujer, "que este se cree de algodón". "Algodón de azúcar", completó el Johnny con voz melosa y ojos de afiebrado, pasándose una mano por encima de la bragueta como si estuviera espantándose una mosca.

El martes los vieron caminar por la orilla del río, ella bajo una sombrilla de flores estampadas y él con el sombrero en la mano, cubriéndose la furia que tenía entre las piernas. Amanda Cisneros le había aceptado una salida en la tarde, para que la acompañara a comprar unas telas donde el turco Yasid, hombre de nariz filosa y ojos casi cubiertos por las cejas. Y este sí con mujer e hijos en su casa. Decían que odiaba al turco de la compraventa de algodón. Y en esa caminada de tres calles, Johnny le dijo a Amanda Cisneros: "si no vas a mi casa esta noche, te mato". A la mujer le dio risa la amenaza, pero esa noche fue y se amó con el hombre mientras la radio sonaba duro, como ambientando un baile. El Johnny la tuvo tres veces y buscó la cuarta, pero ya iban a ser las ocho y Amanda lo dejó empezado. "No te lo gastés todo", le dijo, con cara de que le había gustado y de que volvería. Y así lo visitó tres semanas seguidas, tiempo en el que Johnny le memorizó cada centímetro de piel. "Y no te aparezcas por la compraventa", le dijo ella. Y concluyó con voz fría: "yo sí te mando a matar".

El Johnny vivía de contratar músicos para las fiestas y el oficio le había dado un cierto prestigio en la ciudad porque nadie como él para encontrar buenos acordeonistas y timbaleros, cantores de historias y maraqueros y guitarristas capaces de producir música por horas y sin parar, sólo a punta de ron que bebían como si fuera agua fresca. El Johnny sabía dónde encontrarlos y les conocía las gracias, el tumbao y el baile. Por eso se había mandado a hacer el letrero con su nombre. "Lo voy a clavar en el parque de la catedral, para que no se les olvide que el que contrato soy yo", le había dicho a Amanda Cisneros, que ya lo visitaba hasta dos veces al día, diciéndole a Mohamed Salim que estaba tomando clases de inglés con un gringo viejo que tenía un restaurante enseguida de la casa del contratista de músicos. El gringo se llamaba Emil Dwight y había llegado de alguna parte del mundo, cuando por estas tierras aparecían barcos que nadie esculcaba y con marineros que gastaban dólares y permanecían borrachos hasta una semana o hasta que se morían. El hombre de la papada se encogió de hombros: "mientras lleves bien las cuentas, qué más da que se te revuelva la cabeza con palabras raras". Y como al gringo nadie le hablaba porque respondía con gruñidos imposibles de entender, no hubo peligro de que la mentira de Amanda fuera descubierta. Además, Mohamed Salim sólo tenía memoria para los precios y las cantidades de algodón. El resto era calor y moscas, no más.

"No voy a querer a nadie por siempre", volvió a decir el Johnny, y las palabras molestaron a la mujer que le había leído lo contrario en las uñas. "No digas lo que no sabes", le dijo ella y salió de la casa silbando un bolero que estaban tocando en la radio. Siempre que hacían el amor la radio permanecía encendida, de esa manera los vecinos no oían bien los gemidos de Amanda Cisneros. Claro que ya unas vecinas habían escuchado algo, pero lo dejaron más a sus pensamientos sucios o a cosas de los micos y los gatos, animales ruidosos, pero al fin las mujeres le pusieron imaginación a lo que oían y la habladuría se extendió como una canción nueva, así que lo del Johnny y Amanda Cisneros se soltó y ya las gallinas no fueron las únicas que lo veían todo; lo que sí vieron las gallinas ese día fue la sonrisa en la cara de Amanda Cisneros, que era de satisfacción y rabia.

Esa noche, la del día en que Johnny le dijo que no la iba a querer por siempre, la mujer no vino a visitarlo y tampoco al día siguiente. Y así por una semana. Y el Johnny se lo tomó con tranquilidad. "Debe tener la regla", se dijo, y en los momentos de ausencia de ella optó por organizar en un cuaderno su negocio de contratación de músicos. Ya la memoria no le estaba dando para saber cuánto se ganaba con ellos ni a quién le pagaba qué. A los diez días de ausencia de Amanda Cisneros, mirándose en el espejo mientras se recortaba el bigote, una sospecha le nubló los ojos. Pero antes de hacerle caso, se salió de la duda templando los labios para mirarse los dientes blancos y bien alineados. Ese día estaba estrenando camisa y por la tarde el Pupo le iba a entregar el aviso donde se leía Johnny en letras rojas. También se echó en la cara loción inglesa. Y ya, cuando iba a salir a dar una vuelta por el puerto, estaba cerrando la puerta con llave, le pareció ver a Amanda Cisneros del brazo de otro hombre. Un frío intenso le hizo saltar las tripas. Subió un poco el ala del sombrero para mirar mejor, pero el horizonte estaba limpio de gente. "Mierda, lo que me estoy imaginando", mordió entre dientes. "Pero yo soy un hombre que no busca a las que se tira. Además, está mejor la india que vende guayabas en el puerto", se dijo. Y comenzó a caminar bajo el sol intenso de las cuatro de la tarde, buscando la sombra de los alares de las casas. La camisa nueva que estaba luciendo había sido bordada con dibujos que representaban todos los peces de los mares y le iba muy bien con el pantalón de lino, el sombrero de ala ancha y los zapatos combinados. Por el camino saludó a tres vecinos, a un hombre que vendía gasolina y a dos mujeres con las que se había encamado en el invierno pasado. La una vendía empanadas y kibbe y la otra cosía ropa de mujer. Se había amado con ellas prometiéndoles una serenata. Varias veces había estado con ellas, incluso pasando de la cama de una a la de la otra y en una ocasión las dos se habían enfrentado por celos, pero siguieron con él porque la promesa de la serenata se mantenía en pie. Cuando las dejó, les dio un disco a cada una. "¿Y dónde los vamos a hacer sonar?", le preguntaron. "Un día de estos les regalo el tocadiscos", respondió él pasándose la lengua por encima de los dientes parejos.

Antes de descender las escaleras que llevaban al puerto, la imagen de Amanda Cisneros pasó por sus ojos como un balazo. Le pareció verla entre los castaños del malecón. "Debe ser el calor, la loción", pensó él y comenzó a bajar las escaleras por entre las mujeres que pelaban pescado y otras que permanecían sentadas y mirando al vacío. "Se secan al sol como un bocachico abierto", murmuró el Johnny. Sus piernas rozaron con el sombrero de un hombre que fumaba un tabaco y jugaba con los hilos de una red rota. Miró sus zapatos combinados que casi pisaron unos plátanos. La imagen de la mujer volvió a pasarle por delante. "Me está embrujando", se dijo y acabó echándose la bendición, porque la idea se le vino de repente, como si una paloma lo hubiera cagado encima. La sombra que proyectaba el Johnny, escalonada, le bajaba hasta el río.

El día en que le iban a entregar el aviso al Johnny, donde se leería Johnny con letras rojas, el hombre permaneció en el puerto ensimismado, yéndose por sus pensamientos como si él fuera ese río que se desplazaba delante de sus ojos, sin hacerle caso a la india que le mostraba los muslos ni ver las papayas enormes que bajaban de los barcos. Estaba como ido, como si hubiera comido de esas yerbas que vendían para el olvido, comentó la india. Y cuando se metió al agua (acto que fue repentino), con su camisa nueva y sus zapatos combinados, hubo una gritería intensa en el muelle, un montón de manos de todos los colores señalando cómo se hundía el Johnny entre las aguas amarillas del río. Lograron sacarlo con una soga que soltaron de un barco que se acercaba. Sobre el piso de maderas desordenadas, el Johnny se sacudía como un pez acabado de pescar. Lo llevaron al hospital para que le lavaran el estómago porque había tragado mucha agua con yerbajos y lodo y se había golpeado con la quilla de un planchón, abriéndose la frente y rayándose una mejilla. Las mujeres que atendían las ventas de fritanga dijeron que parecía un muerto mal lavado.

La historia del intento de suicidio del Johnny corrió como la llegada de un circo por entre los músicos y las amantes que había tenido, todos dando una versión diferente de los hechos. Incluso se llegó a decir que lo habían empujado al río un marido burlado y un músico al que no le había cumplido con la paga. Pero cuando se supo que el lavado de estómago había dado como resultado la salida de una lagartija viva, a más de hojas de laurel, todos se silenciaron. Esas cosas sólo le salían a los que estaban embrujados con muñeco. Por eso el cura que fue a confesarlo se untó las manos con barro blanco y se puso detrás de las orejas aceite de palma. Para detener al demonio si el Maldito seguía en las tripas del Johnny.

El Pupo entregó el aviso donde se leía Johnny en letras rojas a Amanda Cisneros y le dijo que era un regalo. La mujer tomó la lata grabada, la puso a un lado de la libreta donde anotaba las compras de algodón y siguió anotando, como si el grabador no existiera. Luego levantó la cara y lo miró y esa mirada empujó al grabador hasta la calle. Pupo salió como perro apaleado y al llegar a la calle corrió hasta el bar El cantor vaquero para tomarse una cerveza helada y tocar la imagen de la Virgen de Atocha, que sacaba sustos del cuerpo. A la Virgen había que tocarla y dejar una moneda en una alcancía de plástico que seguro el dueño abría para quedarse con el dinero, pero lo que importaba era la devoción y el milagro, si se daba. Después de reponerse, Pupo contó que había visto en los ojos de la mujer un montón de muertos que flotaban por el río, en fila, y todos con camisa nueva. Los clientes del bar lo miraron con miedo.

Después del día en que entró en las aguas del río, Johnny comenzó a enflaquecer y perdió las uñas de los pies. También cogió un color amarillo como la cera y se puso en un estado tal que ya casi ni se podía mover. Lo único que podía hacer por sí mismo era ponerse el sombrero y arreglarse el bigote a medias, con una tijera que le temblaba en las manos. Y cuando se ponía de pie y daba unos pasos, de inmediato le llegaban unos mareos terribles que lo ponían a vomitar una hiel verde. Llenó el sanitario varias veces con esa hiel. Emil Dwight, el gringo del restaurante, que olía al whisky que bebía en jarros enormes y de metal, sacaba al Johnny al sol todas las mañanas en una silla mecedora y ahí lo dejaba al viento, al calor y las moscas. Y a eso del medio día le daba una sopa de mote o de yuca, que el Johnny agradecía con los ojos. Y mientras comía, oía a Amanda Cisneros repetir las palabras que el gringo le estaba enseñando. Palabras que le entraban como agujas en las orejas porque a veces estaban acompañadas de risas y de gruñidos largos. Y luego escuchaba encender la radio, cosa que le secaba el corazón. Pero no imaginaba bien lo que sucedía, como si los pensamientos también se le hubieran vuelto paralíticos. Ya en la noche, después de haber sudado y de sentir cómo las uñas de las manos se le partían al rascarse las picaduras de los zancudos, cuando el gringo lo entraba y lo dejaba sobre la cama, en la cara de Johnny se veía una boca abierta de dientes parejos que olía a chicharrón y frutas podridas. Y de ahí salían unas frases que intentaban cantar algo que no acababa de salir, que sonaba como un ratón escarbando entre papeles. "Al río sólo meterse los caimanes, amigo", le decía el gringo encendiendo el abanico, poniendo la bacinilla a los pies de la cama y apagando la lámpara que colgaba del techo. Y en esa oscuridad, ya sin la presencia de Emil Dwight, Amanda Cisneros pasaba como el trailer de una película por el cerebro del Johnny.

Siempre las mismas escenas, siempre el mismo león rugiendo. Siempre una invitación a ver la película completa en el teatro de Agapito Lizandes, en función de tarde y vespertina. Y al fin se quedaba dormido el Johnny, como un muerto con los ojos abiertos, botando una baba amarillenta por las comisuras de los labios, tratando de matar con las manos temblorosas lo que había visto y sentido ese día de Amanda Cisneros. Y que no sabía si era cierto.