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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.19 no.43 Bogotá July/Dec. 2011

 

CUENTOS

TALES

Nilson Oliveira*
Traducción, Carlos Enrique Restrepo

*Filósofo y escritor por la Universidade Federal do Parà, Brasil. Editor de la Revista Polichinello, dedicada a temas filosóficos y literarios. Entre sus principales publicaciones figura el libro A Outra Morte de Haroldo Maranhâo e Outros Contos, que ganó el premio de literatura del Instituto de Artes de Pará (2006). De este libro provienen los cuentos que presentamos a continuación.
Correo electrónico: revista.polichinello@gmail.com.

Artículo recibido el 14 de mayo de 2011 y aprobado para su publicación el 9 de agosto de 2011.


LA ESPERA

"No se puede hablar del desierto como de un paisaje, pues él es, a pesar de su variedad, ausencia de paisaje. Esa ausencia le confiere su realidad. No se puede hablar del desierto como de un lugar, pues él es también un no-lugar. El no-lugar de un lugar o el lugar de un no-lugar. No se puede decir que el desierto sea una distancia, pues él es, al mismo tiempo, distancia real y no-distancia absoluta por causa de su ausencia de demarcaciones. Sus límites son los cuatro horizontes, siendo lo que los liga y lo que los separa. Él es su propia separación, donde se torna lugar abierto; apertura de lugar. No se puede pretender que el desierto sea el vacío, la nada. Tampoco se puede pretender que sea el término, pues él es, del mismo modo, el comienzo". Así me dice un tal Edmond Jabès. ¿Por qué me dice eso ese Jabès? Lo dice y se marcha. Desde entonces nunca más lo vi. Supe que fue visto en un mercado en Marruecos en compañía de un tal Abdelkebir Khatibi.

No puede uno volverse contra sus propios espejismos; lo sé, ¿pero a dónde se puede ir con esas palabras?

Una y otra vez, por sueño o perturbación, regreso al momento en que esas palabras llegaron a mis oídos. Yo parado en una estación de autobús y aquella figura viniendo en mi dirección, pasa ante mí con los ojos vueltos hacia otro lugar y calle adentro desaparece. Una mano fría golpea sobre mis hombros. Antes que pueda volverme en su dirección, alguien se pone a hablar. Oigo sin entender. La voz para. Cuando giro totalmente, el extraño paseante está allí, me mira con ojos fijos, se presenta, me pide un cigarro, y antes que yo pueda decir algo me da la espalda y se marcha. Sus palabras se clavan en mis oídos, y a cada momento se repiten. ¿Con quién puedo compartir esas palabras? Tal vez con un eremita de quien hace mucho tiempo oí hablar.

Un eremita en el desierto

El lugar en sí es difícil de precisar. Se sabe apenas que queda en los alrededores de un mar de agua oscura. Pocos viven allí. No se sabe por qué, pocos viven allí. Su horizonte es inmensamente calmo, una densa niebla cubre todo, nadie en lugar ninguno. Un mar de silencios y piedras. Sus ondas van y vienen sin resonar sonido alguno. Poco se sabe de ese lugar. Mas dicen que allí habita un hombre ya en edad avanzada y que hace mucho vive allí. No hay registro de su llegada, tampoco del por qué de su permanencia. Se sabe apenas que está allí y que vive absorto en aquella naturaleza. Desde su llegada, el hombre fue siempre viejo. Pero su vejez, tal como una piedra, mantiene una extraña firmeza. Sin precauciones o cuidados se mantiene a la deriva, entregado al tiempo y a la naturaleza, esa es su vida. Enterrado en un insólito desierto, desde siempre es esa su vida. Su carne, ya envejecida, no toca más la vida. Su lengua no consigue traspasar la piel. Su voz no pasa más por los caminos del sonido, sino por las llagas del lenguaje. El tiempo poco puede contra eso. Pero el hombre, en silencio, espera... nada acontece. Y el hombre inerte, con los ojos vueltos hacia la nada, piensa:

- ¿Qué puedo contra lo infinito de esa inmensidad oscura? ¿Qué puedo contra esa fuerza? ¿Ese desierto? ¿Qué puedo contra los recuerdos que me asaltan? Lo sé, nada puedo, nada puedo salvo aceptar.

Hombre y naturaleza se atraviesan en un inmenso blanco. Su rostro pálido en la sombra desaparece. La noche cae y se extiende negra por el cielo. Yel viejo en piedra, echado en el suelo húmedo, permanece a la espera. El canto de un gran pájaro rasga la negrura del cielo, y el viejo echado, en posición fetal, insomne espera. Su rostro parece triste. La noche se arrastra lentamente. Su cuerpo, poco a poco, va cediendo al cansancio. El viejo dormita. Toda la sal de la tierra se agita dentro de sus sueños. Una voz murmura en la oscuridad:

- Reposa en la tierra negra, ¡oh! extranjero. Las manos suaves de Dios sofocan tus lamentos. Tu canto agoniza en la casa nocturna de los dolores.

Y el viejo asustado despierta, "tal vez sólo sea un sueño", piensa. En seguida duerme de nuevo.

El sol lanza sus primeros rayos. El cuerpo pálido del viejo va al momento revelándose.

A SIMPLE VISTA

Aquí adentro tengo la súbita impresión de que allá afuera las horas pasan. ¿Aquí aún es de noche, o será de día? No lo sé con certeza. A mi regreso siento el pasar de las cosas, mi fatiga poco puede contra eso, mi cuerpo pesa, mi cabeza pesa, por momentos intento escapar, y por algunos momentos hasta escapo. Son idas furtivas de pensamiento, mas veo todo con desconfianza, medioapartado de la cosa vista. La ciudad, las calles, algunos transeúntes pasan en un arrastrar de cuerpos, casi nada acontece. Van y vienen, pero se mueven poco, como si la vida se estuviese resecando o desvaneciendo lentamente. No siento ningún entusiasmo, apenas veo con una no-atención, un cierto descuido por lo que veo, como si no quisiese tomar parte o tal vez ver. Mis ojos casi no ven, o mejor, no ven de las cosas más que sus superficies, pero no distinguiendo nada. La ciudad, las calles y los transeúntes se suman en una sola imagen, en un solo plano, como en una inmensa tela. Eso me cansa mucho, aun así no paro. Voy de un pensamiento a otro. Veo hasta la extenuación de las fuerzas, del transitar, del pensamiento... exhausto, paro y duermo. Tras el sueño, ando por la casa y me cercioro de que estoy solo. Lavo el rostro, ando nuevamente y regreso a la cama. Lo mismo todos los días, lo mismo en la precisión de sus detalles. Mi modo de vida es enteramente monótono. Mi casa es un lugar cerrado. Nunca recibo a nadie. Las visitas son siempre insoportables. Mi existencia, mi ocupación, mi día a día se repiten sin causarme daños.

Cuando se vive hace mucho tiempo solo y se está ya habituado, cuando se ejerce la soledad y se está, a bien decir, enterrado en ella, se descubre mucho donde no hay nada.

Mi rutina sólo se alterna una vez por semana, cuando viene alguien a leer para mí. Siempre la misma persona. Los libros son de su elección, nunca recuerdo los títulos. Lee dos horas seguidas, hace una pausa y después toma nota de lo que digo. Tras un libro, siento una inmensa voluntad de hablar, no tengo precisión de lo que digo, tampoco memoria, sé que hablo. Ella escribe y después se va; nunca revela nada, no sé su nombre o su edad, sólo reconozco su voz; a veces pienso que se asemeja a la mía, pero no llevo eso adelante. Oigo lo que la voz dice y en seguida duermo; cuando me acuerdo ella no está más, pero eso no me asusta, sé que volverá. Está condenada a eso...