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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.20 no.44 Bogotá Jan./June 2012

 

EL OLVIDO EN HERNANDO TÉLLEZ: UNA MIRADA DESDE LA AUTOFIGURACIÓN

THE CONCEPT OF FORGETTING IN HERNANDO TELLEZ

Carlos Andrés Salazar Martínez*

*Especialista y candidato a Magíster en Hermenéutica Literaria por la Universidad EAFIT (Medellín). Ingeniero de Control por la Universidad Nacional de Colombia (Medellín). Docente de cátedra en dicha Universidad. El presente artículo es resultado de la investigación: "La autofiguración en la obra ensayística de Fernando González y Hernando Téllez" del Semillero Investigativo en Hermenéutica y Literatura, adscrito al Grupo de Investigación en Política y Lenguaje del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT. Correo electrónico: casalazar@gmail.com

Artículo recibido el 21 de noviembre de 2011 y aprobado para su publicación el 15 de diciembre de 2011.


Resumen

En sus ensayos autofigurativos, más allá de proponer al lector una imagen de sí, Hernando Téllez revela la denodada lucha que libra por no permitir que la fuerza del olvido, inherente al transcurso de vida, lo alcance por completo. Su obra, que a través de una cuidadosa prosa consigue hacer sólidos planteamientos respecto a temas esenciales como el amor, la soledad, la infancia, la juventud y la vejez, logra también hacer guiños a la obra de un autor como Marcel Proust, quien se preguntó qué tanto tienen que ver la memoria y el olvido con esos conceptos y la forma como los percibimos.

Palabras clave: Autofiguración, Ensayo, Hernando Téllez, Memoria, Olvido.


Abstract

In his auto-figurative essays, more than proposing an image of himself to the reader, Hernando Téllez reveals his tireless struggle against being completely caught by the force of forgetting, which is inherent to the passing of time. His work, through a careful prose, accomplishes to develop strong proposals on essential topics such as love, loneliness, childhood, youth and oldness. It also manages to approach to the work of Marcel Proust, who asked himself how related are those concepts and the way in which we perceive them to memory and forgetting.

Key Words: Auto-figuration, Essay, Hernando Téllez, Memory, Forgetting.


Introducción

Las constantes preocupaciones que demuestra tener un autor como Hernando Téllez (Bogotá 1908-1966) alrededor de temas estrechamente relacionados con el transcurso de la vida, le permiten, además de construir una figura de escritor curioso y perspicaz, hacer frente a uno de ellos. Las preguntas constantes por el papel que desempeña el olvido en la vida de los seres humanos hacen pensar en éste como uno de los irremediables desvelos del escritor bogotano. Esa preocupación está presente cuando el autor expone sus posturas frente a la soledad, al amor y, por supuesto, cuando hace sus disquisiciones sobre la niñez, la juventud y la vejez. Es el olvido, por lo tanto, un concepto clave para entender la obra de un ensayista que encontró en este género la forma de resistirse a su influjo. Por último, hablar del olvido y la memoria exige también resaltar la influencia que tiene Marcel Proust (París 1871-1922) en la obra de Téllez; un escritor que pretendió, al igual que el autor bogotano, por intermediación del arte, recuperar todos esos momentos dejados atrás en el tiempo para rescatarlos de ese profundo lugar de la memoria.

De igual manera, y debido al carácter literario del género ensayístico, no puede perderse de vista que ese narrador que nos habla no es propiamente el autor, es una imagen residual. En los ensayos la voz narradora, en vez de instalarse en la convención de un yo, es un retrato con el que el autor quiere autofigurarse (Barthes 239). Es decir, ese que parece escribir los textos, mientras los leemos, es una representación de aquel Hernando Téllez que desde la realidad cuestiona e intenta dar noticia de sus desencuentros.

Un acercamiento al ensayista y su obra

Hacer que los pensamientos se desarrollen de modo distinto a como se hace en la lógica discursiva (Adorno 33) es lo que hace del ensayo un género que posibilita, tanto a los autores como a los lectores, rastrear la forma en que durante una vida cambian o no los conceptos que soportan la existencia de un escritor como Hernando Téllez y tienen una constante participación en su obra literaria.

Es precisamente por la forma en que son tomados y puestos en consideración los pensamientos en el ensayo que el autor puede hilvanar su discurso como lo haría en la intimidad, como cuando no hay intermediarios. El propio Montaigne destaca la condición del género y su especial relación con la vida: "Si mi alma pudiera hacer pie, yo no ensayaría, sino que me decidiría, pero mi alma se halla siempre en el aprendizaje y en la prueba" (Montaigne 20). Ningún otro género logra extraer del autor y poner en consideración del lector las constantes encrucijadas del primero como lo hace el ensayo.

La alteridad tanto de la existencia como del pensamiento exige un lugar en el cual puedan manifestarse adecuadamente. El poder tener un género maleable, que adapta su estructura al sentir del autor, y no pierde por eso su fuerza, ha hecho de los ensayistas figuras indispensables para comprender el acontecer, no sólo histórico sino también privado. Permite entender, de manera singular, la relación que se establece entre el individuo y su entorno, entre el escritor y sus más profundas preocupaciones.

La íntima conexión entre los pensamientos del autor, la estructura y el contenido mismo de sus ensayos da la posibilidad de rastrear en el texto algunas características de la persona que se manifiesta a través de él. Afirma Ricoeur (2005) que "en la forma reflexiva del 'contarse', la identidad personal se proyecta como identidad narrativa" (110). El objetivo del estudio de la autofiguración en el ensayo es, más que conocer al autor, encontrarse con la voz que aguarda en la obra, y con ese siempre presente interés por las categorías o conceptos que fueron los puentes a través de los cuales ese autor que la prefigura logró conectarse con la vida o, como diría Montaigne, con su humaine condition.

Pero sabemos que las posturas respecto a la vida no son siempre las mismas, cambian constantemente, se adaptan a las circunstancias, más importante aún, se modifican con el solo paso del tiempo. El mismo Ricoeur destaca que "la identidad personal, considerada en la duración, puede definirse como identidad narrativa, en el cruce de la coherencia que confiere la construcción de la trama y de la discordancia suscitada por las peripecias de la acción narrada" (Id. 111). El ensayo pone, entonces, en consideración del lector las contrariedades a las que se enfrenta un mismo personaje. Un personaje que hace las veces de mediador y que no es más que una de las muy variadas recreaciones del ensayista. Una figura a través de la cual el autor dice aquello que cree pertinente poner en consideración del lector.

Justo en el tiempo es, por supuesto, en donde tienen lugar los enfrentamientos entre los recuerdos y las expectativas del narrador. En el caso del ensayista, la extensión de ese tiempo es el de su propia vida. Pareciera que, mientras intenta dar sentido a esas expectativas y confía en su capacidad para discernir la realidad, el ensayista pusiera en consideración del lector su forma de ver el mundo y cómo se asume frente a su causalidad.

Así, "el ensayo no quiere buscar lo eterno en lo pasajero y destilarlo de esto, sino más bien eternizar lo pasajero" (Adorno 20); y algunas de las cosas que se someten a la eternización del ensayo, aspecto del que es consciente el ensayista, son las propias ideas. Conceptos y predilecciones que, sometidas a las inconstancias de una vida, exigen del autor juzgar la pertinencia de todo aquello que debe ser enunciado, divulgado y merece perpetuarse en el tiempo.

Hernando Téllez

Teniendo presente las particulares cualidades del ensayo, puede centrarse la atención en un ensayista colombiano de principios del siglo XX que, consciente de las posibilidades y virtudes del género, dedicaría gran parte de su obra a la exploración de éste. Hernando Téllez ha dejado en sus libros residuos de una imagen de sí mismo que podría ser reconfigurada a partir de una lectura cuidadosa y que, por supuesto, nunca será completa. En sus ensayos, por ejemplo, el Hernando Téllez escritor se erige como una figura a través de la cual se revela una primera persona que intenta aprehender su propia realidad. Una realidad que se construye alrededor de temas que podrían considerarse indispensables.

Un autor que, además, creó alrededor de sí una imagen de disciplinado escritor y gran intelectual, pese a que sus cargos políticos permitirían pensar en él como una persona alejada de la siniestra sombra del arte. Así habla Abelardo Forero Benavides de Hernando Téllez:

    Muy pocos han sospechado que este diminuto ciudadano, que no llega a un metro con sesenta centímetros de estatura, cordial y amable, con una sonrisa de satisfacción permanente, optimista y alegre, correctamente vestido, limpio y sencillo, sin ningún rasgo exterior que le delate a los transeúntes sus aficiones y su profesión de letrado, pueda ser un escritor extraordinario y un extraordinario artista (ctd Téllez 1979 906).

Hernando Téllez no sólo sabe que, a través del ensayo, puede imponer o elaborar una imagen de sí, cualquiera que esta sea, ante el público; también es consciente del efecto que tiene el paso del tiempo en cada uno de nosotros, y es por eso que éste fue el género en el que tuvo su mayor producción literaria. En el ensayo es posible dejar constancia de la manera en que asumimos la vida, las experiencias que la acompañaron y la volatilidad de los pensamientos que fueron nuestro desvelo. José Luis Gómez Martínez en su libro Teoría del ensayo hace hincapié esa particular propiedad del género, no sin hacer ciertas salvedades:

    El tono confesional de los ensayos no es nada más que una manifestación del egotismo connatural del ensayista. Él escribe sobre el mundo que le rodea y su reacción ante él. El "yo" parece ser el centro sobre el que giran las ideas del ensayo, y sin embargo su egotismo no es desagradable, porque sólo ofende quien adopta una posición de superioridad, y el ensayista es nuestro igual, dispuesto a considerar nuestras opiniones. Se nos entrega con pensamientos y reflexiones en voz alta, como el amigo en busca de confidente (9).

En un libro como Luces en el bosque (1946), Téllez hace de la transformación que produce el transcurso del tiempo su objeto de estudio, específicamente en cómo "el círculo implacable de los años no estrecha su cerco en derredor de la vida, limitando en cada hora que pasa el horizonte de todas las posibilidades que alimentaron y estimularon nuestros sueños" (156).

Podría decirse, siguiendo a Téllez, que todos esos procesos de transformación, que tienen lugar en la vida de los hombres, tienen como objeto llevarlo, paso a paso, desde el tiempo prodigiosamente activo de la infancia al momento en el que, sin demasiada inquietud, nos acercamos a su término, la vejez. Sin embargo, y a pesar de reconocer que todo parece dirigirnos hacia ese olvido reparador, esa no es precisamente la postura del Hernando Téllez escritor, pues sus ensayos son una resistencia frente al paso de los años, una lucha porque todos los recuerdos, y con ellos ese carácter vital de la juventud, continúen con vida.

Bagatela sobre el olvido

Bagatela sobre el olvido, ensayo publicado en el libro Luces en el bosque de 1946, es un especial aparte que dedica Hernando Téllez a una de sus obsesiones, a una de sus encarecidas luchas. De hecho, el olvido (y con él la memoria) es, dentro de su obra, el único tema que hace posible el diálogo entre los demás. Es por su intercepción que es viable conectar la infancia, la juventud y la vejez; son ellos los que generan un enfrentamiento perpetuo entre la soledad y el amor; y por supuesto, enmarcan también el especial afecto que siente Téllez por la obra de Proust. Su valoración del olvido, tal y como aparece a continuación, más que una serena resignación, expresa un no aceptar la quietud que propone el paso del tiempo en la vejez:

    Una de las leyes sustanciales de la vida es la del olvido, y ella consiste en que una pena que juzgamos insoportable e infinita, se cambie, al golpe de los años, en soportable y finita, en que un amor que juzgamos eterno y cuya pérdida creíamos iba a causar el desastre de nuestra vida, perezca, y al perecer deje intacta la posibilidad de una dichosa existencia en que el odio y la envidia y la ambición de riqueza, de poder, de gloria, de dominio, que pudieron conturbarnos y poseernos satánicamente, se transforme en indiferencia, en magnanimidad, en suave templanza del espíritu y de la carne. Por virtud de la inexorable ley del olvido podemos preguntarnos algún día con el mismo acento de melancólica inconformidad que resuena en las estrofas de Jorge Manrique: ¿qué fue de esa devastadora ambición que no pudo, a la postre, dominar mi vida? ¿Qué fue de tanto dolor, de tanto amor, de tanta inquietud y desazón con los cuales se llenaron mis horas? ¿Qué se hicieron? ¿Qué queda de ellos? (Téllez 1946 169-170).

Muy parecida es la idea señalada por Hernando Téllez en este fragmento a la idea que expone Nietzsche (1998) en La genealogia de la moral, y quien también reconoce en el olvido un don indispensable para el hombre. La capacidad de olvido, nos advierte el filósofo, no es una mera vis inertiae (fuerza inercial), sino más bien una fuerza activa y positiva en el sentido más riguroso del término (75). La función del olvido, esa salud vigorosa, es según Nietzsche:

    Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la conciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tabula rasa de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo (...). Es una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente (77).

Pese a los beneficios señalados, y en los cuales parecen coincidir Hernando Téllez y Nietzsche, el autor colombiano acepta regresar por medio de sus ensayos a momentos, a lugares de su juventud y su infancia, recreando a través de ellos sentimientos que demuestran sus particulares posturas frente a la vida. Y al tiempo que logra resistirse a que todos esos recuerdos se disuelvan en la vejez, elabora con ellos esa imagen de escritor disciplinado y capaz, que quiere sea reconstruida por el lector. Son estas características particulares las que hacen de los ensayos de Téllez ensayos autofigurativos. Es decir, en los textos del ensayista bogotano están presentes todas esas imágenes acerca de la infancia, la juventud, la vejez, el amor, la soledad y el olvido, no sólo para dar pie a la introducción de dichos conceptos, sino también para, al recorrerlos tal y como él los percibe, elaborar esa figura de autor que quiere dejar de sí para la posteridad.

Bagatelas sobre la infancia, la juventud y la vejez

Para ilustrar la forma en que Hernando Téllez reconoce en el paso del tiempo un cerco que se impone sobre la vida, y la especial utilidad del olvido en el consentir esa estrechez, basta citar las palabras que dirige al lector en Bagatela sobre la vejez:

    Aceptar con serena conformidad, con filosófica resignación ese destrozo diario que hace el tiempo en la vasta comarca de las ilusiones humanas, en la inestable arquitectura de la belleza femenina y de la arrogancia viril, en el repertorio de los afectos, en el cuadro estático de los hábitos, es, sin duda, la mejor, pero también la más difícil postura (1946 156).

Pero a pesar de encontrar solución a esa difícil postura en el olvido, sosteniendo con severidad que es gracias a él que una pena puede tornarse soportable y finita, Téllez sabe, como veremos luego, lo inverosímil que es hablar de algo si en la memoria no permanecen residuos de todas esas sensaciones prístinas de la infancia o esos indisolubles recuerdos de la juventud.

Esas imágenes que elabora en Bagatela sobre la niñez y Bagatela sobre la juventud, permiten ver en el Téllez escritor un autor que reconoce aquella advertencia que hacía San Agustín a todos aquellos que hablan del olvido sin hacer un reconocimiento del continuo juego que intenta proponerle éste a la memoria:

    Yo también recuerdo haber buscado y encontrado muchas cosas que se me habían perdido; pero, ¿cómo pude saberlo? Lo sé porque cuando mientras yo buscaba alguien me decía: ¿Es esto, es esto otro?, yo contestaba siempre que no, hasta que me mostraban lo que andaba buscando. Y es seguro que de no recordar con precisión lo que había perdido no lo hubiera podido reconocer aunque me lo pusieran delante de los ojos. Esto es lo que sucede siempre cuando buscamos y encontramos las cosas perdidas (San Agustín 430-431).

Acaso no sucede lo mismo cuando Hernando Téllez parece añorar su niñez:

    Los niños jugaban sobre la fina y rubia arena de la playa. Desde el sitio en donde me encontraba veía sus gráciles siluetas, casi desnudas, proyectadas contra la brillante línea del agua. (...) Yo pensaba: qué delicia volver a ser niño, pero con la conciencia plena de serlo de saber que se es niño (Téllez 1946 137).

O cuando resalta algún especial carácter de la juventud:

    La juventud acababa de pasar por la calle, bajo la preciosa y frágil envoltura carnal de la belleza femenina en perfecta sazón. Esas muchachas simbolizaban fugazmente el triunfo sobre las leyes que aseguran la desintegración, y la fealdad, y la decadencia, y la muerte (Id. 146).

Estas imágenes son para Téllez el reconocimiento de que, tal y como lo dice San Agustín, a pesar de que el olvido está presente, y en el caso de Nietzsche ayuda a aceptar el irreversible paso del tiempo, aún están por ahí, en la memoria, todas esas invaluables reminiscencias. Recuerdos que están disponibles para cuando, durante la vejez, se nos presente la sonrisa de un niño, para cuando llegue a nuestras manos la textura del juguete apropiado o para el momento en el que percibamos el aroma de un joven perfume y recobremos por un instante la vitalidad de la adolescencia.

Debe destacarse, por supuesto, el hecho de que Téllez es consciente que no todos regresan con esa misma satisfacción tierna a su niñez; para muchos esos han sido los más ingratos años de su vida. Pese a eso, el autor intenta salvar a la niñez de cualquier malentendido, asegurando que es en la infancia en el único momento y lugar donde podemos tener certeza de sinceridad. Nos hacemos viejos, afirma Téllez (Id. 141), casi exclusivamente para mentir, para disimular, para fingir acerca del amor, de la amistad, del aprecio.

Bagatelas sobre la soledad y el amor

Para Téllez, el amor y la soledad desempeñan un papel esencial en esa transformación que propone el paso del tiempo, en donde, por supuesto, también están como un remedio a las encrucijadas la memoria y el olvido. Que el amor es a la juventud lo que la soledad es a la vejez, tal es -con ciertas salvedades- la analogía que salta a la vista luego de comprender el propósito del autor.

Al mismo tiempo que el cerco de los años va deshaciendo cualquier expectativa, se van apagando a su vez las voces de todo aquel por quien sentimos un afecto profundo, y es ahí donde comienza la soledad a desempeñar un papel activo en la vida de los hombres. Dice el ensayista:

    De un día para otro, sin tomar cuenta inmediata del lento naufragio, de la parsimoniosa catástrofe en que nos vamos sumergiendo, la soledad abre tenuemente el dique de sus aguas profundas. Y la marea empieza a ascender, a subir, a subir sin que podamos oponer nada a su implacable desborde (1946 174).

Todo esto a diferencia del amor al que, por ejemplo, todo se le permite en la juventud. "La conexión entre amor y belleza, entre amor y juventud, resulta, pues, casi axiomática e incontrovertible" (Id. 160). Mientras el amor parece ser algo natural en la juventud, "en la vejez requiere una estrategia mental de primer orden para condicionarlo, expresarlo, ejercerlo y sentirlo con dignidad, con elegancia, sin precipitarse al ridículo" (Ibíd).

Alrededor de estos dos vitales temas el autor parece sugerir que la vida misma, con ayuda del tiempo, se encarga de disolver, a través del enfrentamiento continuo entre la memoria y el olvido, la incertidumbre de la soledad en la vejez y los vicios que quedan del amor de la juventud: "la prodigiosa ley del olvido, que embalsama todos los dolores y destruye con imponderable eficacia, hasta reducirlos a cenizas, los amores más tenaces y firmes, no tiene allí vigencia" (Id. 194).

En busca del tiempo perdido

En busca del tiempo perdido de Marcel Proust es, precisamente, una obra que surge como expresión de resistencia al sometimiento del que somos víctimas por el influjo impávido del tiempo. No dejará de ser esta obra, por tanto, una continua fascinación para el ensayista bogotano, y es por ello que retornará a ella de manera constante.

Las finas imagines de los textos de Proust son para Téllez un regreso a esas sensaciones o retratos de su pasado y tienen el mismo efecto evocador suscitadas por sus propias construcciones. Son constantes en la búsqueda del tiempo perdido las reflexiones acerca del papel de la memoria en nuestra percepción de la vida y la realidad. Proust sostiene, por ejemplo, que intentar evocar el pasado resulta un empeño perdido, pues todos los intentos de nuestra inteligencia son inútiles (2006 52).

El escritor francés afirma también que hay una contradicción en buscar en la realidad los cuadros de la memoria, faltos siempre del encanto que deben a la memoria misma y a la imposibilidad de percibirlos por los sentidos, y que toda esa realidad que nos es dada deja de existir (Id. 446). Y es justo lo que sucede cuando leemos desde su visión de adulto al Téllez que intenta rescatar de las aguas del olvido esas sensaciones prístinas, mientras es testigo de las inusitadas y desprevenidas pinturas que representan ante él los niños y los jóvenes.

Los ensayos de Téllez parecen adherirse, a la manera en que un autor como Proust percibe la memoria y la influencia que ésta tiene en la asimilación de la realidad y la existencia. Téllez también está de acuerdo con la visión que tiene el autor francés acerca de la naturaleza y el rol que desempeña el olvido en la vida de los hombres. Emparentado con Proust, Téllez (1946) expone también:

    (...) no poder olvidar debe ser un supremo martirio porque en él va sobreentendida una negación a la vida, a la vida que es una cotidiana victoria sobre el pasado, sobre la hora antigua o sobre la hora que acaba de fugarse, en cuyo seno, acaso, viajaba el dolor, el hastío, la desazón, la inconformidad, tal vez la indescifrable tristeza de envejecer estérilmente (172).

Otro ejemplo de ese diálogo es respecto a un tópico específico: el papel que desempeña el olvido en el amor. Ya se han mostrado los puntos de vista del autor colombiano respecto a ello, y así presentará el tema retomando la perspectiva del novelista europeo:

    Proust demostró genialmente (...) cómo va originándose el proceso ineluctable del olvido y de la indiferencia en las almas más apasionadas y fieles; cómo no es posible garantizar ni la eternidad del amor, ni la de la amistad, ni siquiera la de los hábitos y los vicios más opresores y tenaces; cómo todo va transformándose, cambiando de contenido y de significación, en el espíritu, en la sensibilidad, en el dominio de la inteligencia, en el laboratorio interior de las almas (Téllez 1943 159).

Pero Proust es devastador y supremamente consciente de que, por ejemplo, los recuerdos de la ausente van siempre unidos a los actos más simples de la vida (Proust 312). Es decir, pese a las continuas apologías al olvido y la importancia de su papel en el desarrollo de una vida, hay un llamado de atención respecto a esa barca que se resiste a naufragar en las profundas aguas de la memoria. Es aquí donde se encuentra una de las claves para comprender al Hernando Téllez escritor, pues aprende este de Proust que, pese a ese cerco que impone el tiempo y el olvido, hay alternativas para procurar mantener indelebles aquellos recuerdos que merecen la pena ser salvados.

Téllez no sólo comprende que de un pasado antiguo sólo subsisten el olor y el sabor (más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles) (Proust 55); también está ahí el arte, tabla de salvación si se quiere emprender una lucha por conservar algunos recuerdos:

    Todo es mudable, inestable y cambiante en la individualidad, nos dice [sc. Proust], al revelarnos el proceso del amor y del desamor, de la indiferencia y del olvido, de la desintegración celular de los sentimientos, de la deformación paulatina de las pasiones y de los hábitos. Todo, sí, menos la plenitud del arte que, por lo demás, no se consigue sino en breves y fugaces momentos: los minutos en que vibra la frase musical de una sonata, aquel instante cuando entrevimos en la lejanía crepuscular el perfil gótico de un campanario, el momento de la contemplación de un cuadro, esa tarde maravillosa en la campiña provinciana, aquel perfume de flores campesinas que resucitan el recuerdo de un lejano día de la niñez... Fijar, detener el tiempo para que ese minuto no se pierda en el abismo de la conciencia, y poder reconstruir, reconquistar así el pasado perdido, he ahí el milagro de la obra proustiana, que es, por ello mismo, un monumento de la memoria victoriosa del tiempo y el espacio (Téllez 1943 161).

Puede afirmarse entonces que la obra de Hernando Téllez es una búsqueda por no perder y a su vez recuperar todos esos recuerdos dignos de ser conservados. Encuentra el autor en sus ensayos autofigurativos la oportunidad no sólo de manifestarse, sino también de fijar todas esas evocaciones que no quiere perder ante el prodigioso avance del olvido. Todo esto, pese a loarlo continuamente, a expresar por su inevitable intromisión una desmedida gratitud.

Mientras Proust afirma que la realidad tan sólo se forma en la memoria (156), y Schopenhauer se debate por considerar que el pasado, incluso el más cercano, ayer mismo, no es ya sino un vano sueño de la fantasía (1977 351). Téllez busca la manera de hacer de ese sueño algo tan real como le sea posible y parece haber encontrado en el ensayo una opción, un oponerse de manera radical a las trampas que imponen la memoria y el olvido.

En las siguientes dos frases están plasmadas, de manera evidente, las dos formas en que puede ser visto el olvido, y que parece atormentaron a Téllez al punto de llevarlo a hacer su propia revolución frente a ellas. Y es que el olvido puede parecer una resignación tan definitiva como lo es la muerte:

Desde luego el olvido no progresa sino sobre el territorio del pasado. Es una función de la conciencia que actúa sin deliberación sobre el pretérito de la vida. En el bello poema de Tennyson, el poeta exclama: "!Oh la muerte en la vida, oh los días que fueron!" La muerte en la vida: he ahí la más exacta definición de lo que es olvido (Téllez 1946 170).

Pero también ese mismo olvido es indispensable y curativo. Debe recordarse, por ejemplo, que en la tragedia griega uno de perseguidos efectos del elixir dionisiaco es precisamente el olvido (Cf. Eurípides v. 270). Ese efecto balsámico, contrario a la postura anterior, no escapa tampoco de las consideraciones hechas por Téllez (1946) respecto a este tema: "Pensemos que sin el piadoso olvido que cubre las cenizas de tantos amores, de tantas tumbas abiertas en la entraña de la tierra y en el fondo de los corazones, la vida resultaría una inútil e insoportable tortura" (172).

Conclusión

A la vez que Hernando Téllez configura un lugar en el cual puede reconstruir su historia personal, alejando de ella la posibilidad de ser ahogada por el olvido, construye para la posteridad el cómo quiere ser recordado y, por supuesto, el cómo quiere recordarse.

No debe dejarse de lado el hecho de que la autofiguración no es más que una representación. Es una propuesta del propio autor no sólo de cómo se ve a sí mismo, sino también de cómo le gustaría verse y ser visto. Es así que el ensayista colombiano produce la certidumbre de que es un hombre acostumbrado a ver disolver frente a él sus propios recuerdos, al tiempo que los rehace constantemente, con ayuda del ensayo, ante los ojos del lector.


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