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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.20 no.44 Bogotá Jan./June 2012

 

REMORDIMIENTO, PECADO, CULPA Y CONCIENCIA EN LA AUTOFIGURACIÓN DE FERNANDO GONZÁLEZ

REMORSE, SIN, GUILT AND CONSCIENCE IN FERNANDO GONZALEZ'S AUTO-FIGURATION

Sergio Palacio*

*Magister en Estudios Humanísticos e investigador del Grupo: "Literatura y hermenéutica" de la Universidad EAFIT (Medellín). Profesor de la Universidad de San Buenaventura e investigador del Grupo ECINED en dicha Universidad. Correo electrónico: giosernandria@gmail.com

Artículo recibido el 10 de noviembre de 2011 y aprobado para su publicación el 15 de diciembre de 2011.


Resumen

Este artículo rastrea la discusión alrededor del remordimiento, el acto de consciencia, la culpa y el pecado, propuestas por la figura autoral en la obra El remordimiento de Fernando González. Se intenta mostrar cómo el autor creó una representación discursiva que posee una manera de ver y conceptualizar la experiencia vívida.

Palabras clave: Remordimiento, Acto de consciencia, Culpa, Pecado, Figura autoral.


Abstract

This paper deals with the discussion around the concepts of remorse, act of conscience, guilt and sin proposed by the authorial figure in Fernando Gonzalez's work: The Remorse. It is intended, therefore, to exhibit how the author created a discursive representation which has both a way to see and to conceptualize the lived experience.

Key Words: Remorse, act of conscience, Guilt, Sin, Authorial figure.


Introducción

En su conferencia ¿Qué es un autor? (1984), Foucault mostró la historicidad en las categorías de obra, libro y autor. La intención del filósofo francés es indicar la terminación de un devenir histórico que constituyó a la figura del autor como un genio, pero en la actualidad el autor muere para la obra, y en consecuencia, se invalida su nombre para funcionar como nombre propio. Ello precipita la figura del autor hacia las condiciones inauguradas por la modernidad donde se separa el acto creador -que, en cierta medida, se ve rodeado de los procedimientos y las técnicas de composición literaria- del producto que surge luego del trabajo realizado por el autor. Por tanto, no es totalmente equiparable la experiencia vital del autor como sujeto de carne y hueso con lo que el narrador o la figura autoral piensan, sienten o narran dentro de los diferentes textos literarios. El autor configura en su discurso una voz que le representa en el adentro y el afuera de la obra: ya no está presente como individuo en el texto narrativo, sino que ha dejado que esa voz o figura autoral le represente. Ya no hay equivalencia entre autor y figura autoral, pues este hecho es inoperante, ya que dicha correspondencia no puede garantizarse ni mucho menos apreciarse en su totalidad. Evidentemente, Foucault (1984) propugnaba por una disolución de la categoría de autor, a cambio de una circulación mucho más fluida y pragmática del discurso (51-82), donde la voz narradora expande un discurso posible ante una realidad que no busca recrear la vida del autor ni mucho menos la de otros. Todo lo encuadrado en el espacio del discurso literario corresponde, entonces, a la trasgresión del lenguaje con fines estéticos, literarios, artísticos, etc. Su intención es simular. Para Searle (1978), la simulación se da en el momento en que el autor finge ser la persona que habla en primera persona (45) y establece con el lector unas marcas discursivas que le indican la ruptura dada entre el autor y el texto. Allí es donde finge, volviendo el lenguaje referencial o cotidiano, en algo que está presente en el interior y exterior de la obra. Según Searle, "enunciados que no son de ficción ni son parte del relato" (Id. 49) pertenecen a un espacio literario que entrelaza el mundo del autor y el mundo de la obra, creando una impresión simulada de la presencia del autor. En Fernando González (2002) aparece el siguiente pasaje:

    En la cara de Jacinto está el ideal de la mía; en sus ojos, los míos; camina como yo deseo hacerlo, reacciona en cada circunstancia como yo desearía reaccionar y no como lo hace este Fernando de pierna temblona que está prisionero en cuerpo detestable. ¡Qué seguridad la de Jacinto en todas las cosas! Y es al mismo tiempo gran maestro de soledad... (55).

El Fernando señalado no es el propio autor, a pesar de ser homónimos. No se puede entender el asunto como un roce entre realidad y ficción, pues la teoría literaria, tras los impases complejos de husmear la vida del autor, dirigió sus estudios en otro sentido, y con ello desligó al autor de su producción artística. La figura autoral como representante del autor es sobre quien recae la intención del discurso literario convertido en simulación, retrato o autofiguración. Este hecho hace del autor un mero mediador que desaparece al emerger la obra, pues ya no puede seguir diciendo, ni podrá decir nada más. Eso es lo irremediable de la escritura. El autor sería entonces una figura cuyo destino "tiene que ser asignado al individuo a base de un proceso de reconocimiento social" (Van Dijk 139), como si se tratara de un médico, un psicólogo, un docente, etc. Su profesión, dado el caso de suerte y fortuna, es la de escritor; por ello le reconocen, pero es la figura visible de una obra que ya le es ajena: sólo su nombre está en su portada, y esto poco significa en términos de la compresión del discurso.

Esta figura autoral, que no se puede confundir con el autor, es el actor principal del acto de enunciación en el discurso literario. No se trata de autobiografía, aunque se hable de eventos reales sucedidos al autor de carne y hueso, sino de transposiciones literarias que buscan un valor estético. Los autores extrapolan de la vida propia, de la de otros y también del mundo, las imágenes literarias que llevan al lenguaje escrito. Ese lenguaje se diferencia del usado en la vida cotidiana, pues éste, además de tender a la economía, se limita a nombrar con pocas palabras la realidad de un momento. Nadie cuenta paso a paso, con excesivo detalle, los pormenores de un paseo o las eventualidades que le ocurrieron durante el año. Además, entrar en semejante hondura privaría de los amigos, sin duda. Sólo el lenguaje literario acude a dicha enunciación, y por lo tanto, aparece allí una diferencia entre el lenguaje cotidiano y el lenguaje literario. Este último le permite a un escritor configurar una obra literaria que intenta, mediante el lenguaje, aprehender un mundo posible. Mientras que el lenguaje cotidiano busca afianzar las relaciones humanas, convocar la empatía con el otro y permitir al individuo manifestar a otro su modo de ser en el mundo, el lenguaje literario, en este caso la obra ensayística de Fernando González, se caracteriza por la libertad de seguir los ritmos de la escritura en un desdoblamiento de ideas que van y vienen, buscando la comprensión de sí mismo, y objetivando una figura autoral reconocida por el lector. Este proceder reconoce que la labor ensayística satisface, como bien dice Georg Lukács (1975), la necesidad de dar forma literaria a experiencias que no podrían ser representadas por otros géneros. Estas experiencias autobiográficas se definen en el devenir de la escritura bajo el influjo de la introspección, recreadas en el plano estético, intelectual y religioso. En el prólogo del libro El remordimiento Gonzalo Arango (1967) expresa: "Nada de lo que escribió (sc. Fernando González) está desvinculado de su experiencia concreta de hombre: sus libros no fueron "pensados" sino padecidos, nacieron como respuesta al deseo, por imperativos de comunicación, de objetivar vivencias, de resolver sus conflictos con la realidad" (20-21).

Por lo tanto, vinculado a la experiencia sentimental y trasladado al lenguaje literario en el ensayo, el pensamiento de González se transmite a partir de un yo que oscila entre la realidad del autor, el adentro impalpable proyectado hacia un narrador (yo) y el afuera de los lectores, es decir, el mundo real. Ese yo escritural ha surgido para leer y escribir sobre temas humanos. En esa dirección, el ensayista Fernando González y la figura autoral que pretende representarlo como un yo mediador, asumen la posibilidad de conectar la acción del pasado y las emociones presentes, para luego entrar en una especie de "extravío" escritural donde se debate la imposibilidad entre acción e intención. Por ello, tras el devenir discursivo del ensayo de este autor, se encuentra al sujeto tras su acción, ya que sus giros escriturales permiten interpretar y actualizar la percepción que tiene de sí mismo como sujeto desdoblado en la escritura, y gracias a esto, tras ese plan ensayístico, se enriquece la figura autoral y la torna más cercana e íntima. En ese sentido, la figura autoral crea líneas de sentido rastreables que pueden llegar a configurar un pensamiento sobre un tema disperso por la obra. En este caso, se intenta rastrear la discusión alrededor del remordimiento, el acto de consciencia, la culpa y el pecado, propuestas por la figura autoral en la obra El remordimiento de Fernando González.

Interpretación

La línea de sentido abordada en El remordimiento es en sí un recorrido por el remorder de la conciencia, tras el paso del tiempo, de un Fernando acopiado de culpas e intentos de hacer de su renuncia carnal -acostarse con Tony- un medio de elevar la consciencia. En ese sentido, El remordimiento es la vía regia para alcanzar ese estado espiritual, y por eso el narrador confirma que "cuando Tony le entregó un papelito que decía: "J.V.A", yo te amo, corrió a la iglesia de la calle Paraíso, se arrodilló y le dijo al espíritu: vengo a ofrecerte este papelito...; en cambio, dame conocimiento..." (González 43). Conocimiento es un ideal del ser que se confronta con el remordimiento y provoca el arrepentimiento y la tentación, todo en la misma bolsa, con la misma intensidad. Se trata de fenómenos morales que mueven a la conciencia a la introspección.

La introspección permite saber qué hicimos, cómo se dio y el efecto que se obtuvo. También permite la proyección de un ideal que nunca se alcanzará porque las vivencias increpan ese ideal. Por ello, el remordimiento se define como ese "dolor producido por la objetivación de los actos propios que no están acordes con el ideal que percibe nuestra inteligencia (Id. 45) y que convida a meditar, arrepentirse, anhelar que algo cambie con el fin de irnos libertando a nosotros mismos. En esa dirección, según la figura autoral, el remordimiento crea repugnancias por los actos impropios del ideal propio que tenemos en determinada época, o sea, crea arrepentimiento, culpa e intención de cambio. En definitiva, son motivaciones para no obrar como hicimos y permitir el ascenso en la conciencia.

De este modo, en ese acto se evidencia un auténtico "reponerse, un sobreponerse y que sólo se produce como cultivo de sí, con las prácticas de uno mismo, en las que no se acomoda ni integra ciegamente a sus representaciones. (...) El cuidado de sí es, a la par, cuidado del y con el lenguaje" (Gabilondo 282-283). De ahí que la figura autoral se empeña en hacer uso de ese lenguaje para crear acciones de cambio en su devenir bajo la confrontación de sí. Remorderse en el pasado, ser afectado por todo aquello que le adviene desde la memoria y oírlo, atenderlo, escribirlo en un intento por crear una escritura personal donde se condensan las diferentes lecturas que el narrador hace de sí y para sí. El remordimiento surge de las anotaciones llevadas en una libreta durante el período en Italia1 y luego confrontadas con la memoria que se objetivó en el paso del tiempo. Es una relectura del pasado donde la escritura es la forma de llenar el vacío dejado por el tiempo, y en ello el narrador no escatima esfuerzo para llegar a ser el mismo:

    El acto de escribir intensifica y profundiza la experiencia de sí en ese cultivo de los detalles de la vida cotidiana, el movimiento del espíritu, el análisis del sí... (...) La importancia de los retornos sobre sí, esos ejercicios de memorización de lo que se ha aprendido, un examen de los propios "haberes" y "riquezas". No se trata de un examen a modo de procedimiento judiciario que persigue culpabilidades, sino que procura una memoria que propicie una conducta sabia (Id. 384).

Por tanto, el autorreproche derivado del remordimiento abre la experiencia comprensiva para que la reacción ante el acto de renuncia sea acogida por la conciencia como medio de ascenso en moral y sabiduría. Es allí cuando el narrador comprende que la vía para una conducta moral/ teológica/espiritual, se da cuando se alcanza la capacidad de controlar la inervación compulsiva de los instintos. Sin embargo, son los instintos los que interrumpen y propician el remordimiento:

    Tenemos el derecho de cumplir los instintos, para llegar a odiarnos en virtud del remordimiento y llegar a ser otros en virtud del arrepentimiento. Es el proceso de la teología moral. Entendiendo por teología moral el estudio de Dios en cuanto se relaciona con el hombre. Tenemos el derecho de gozar de todos los instintos, para sentir el dolor que causa el goce y llegar así, poco a poco, a la beatitud. Ésta consiste en estado de conciencia no sujeto al tiempo ni al espacio (González 43).

La figura autoral toma la metáfora de la giba del camello, receptáculo de sobrevivencia, para comprender la presencia de los instintos en el ser humano. La giba es el cuerpo, las pasiones, deseos, hábitos, todo lo terrestre que a medida que se vive se va consumiendo, y con ello, va nutriendo el espíritu para alcanzar sabiduría. Como consecuencia aparece la batalla, el combate del guerrero que enfrenta con euforia la negación a tomar a Tony: "Por eso no quise sus besos, su dureza, sobre todo la insuperable dureza de la pared abdominal. ¡Eso sí era juventud! ¡Eso sí fue combate!" (Id. 62). La giba es la carga llevada por un camino que parece interminable y tenebroso. Esta se va disminuyendo, pues de la giba se nutre el guerrero como el dromedario y por eso cada sujeto dirá: "ese es mi espíritu que va solo con su carga, nutriéndose de ella" (Id. 65).

La imagen de la giba se asemeja al símbolo gnóstico del Ouroboros donde se representa un dragón o serpiente que se come la cola. Ambos símbolos muestran cómo el ser humano se alimenta de sí mismo en una continuidad del tiempo y la vida que le hace encontrar el dominio de sí. El ofrecimiento que hace el narrador a sus lectores modelo es darles los métodos para lograr ese dominio, en "una palabra, serán cultos, dueños de todo, porque poseerán el método. Sus cuerpos y sentimientos les obedecerán como autómatas. Unos serán místicos, solitarios; otros serán conductores y podrán alegrarse y alegrar, entusiasmar y entristecer a los demás" (Id. 66). Estarán preñados y la matriz interior crecerá para comprender que la esencia de la espiritualidad está inmersa en el sacrificio de las cosas buenas, y con ello superarán al pueblo/masa que es débil, sometido a las formas corporales y sociales que los tornan mecánicos ante la vida. Saldrán los guerreros de los previos del pueblo para ir en busca de la libertad. El guerrero está alerta para no repetir el amasijo de automatismos, de tiranos interiores y exteriores que le privan de la libertad; por esto debe encender la iniciativa para la guerra de independencia que le irá libertando de esos tiranos que lo aprisionan.

De estas circunstancias nace el hecho de que la figura autoral comprenda que la reflexión ligada al remordimiento -producto de la guerra de independencia en contra de los instintos- asiente el dolor de la pérdida, y que tras el paso del tiempo aquello que hemos vencido reclama un nuevo lugar en la conciencia. La Tony, es decir, todo lo dejado atrás, vencido en el campo de batalla, permitirá a "los jóvenes de mi patria (...) ascender, a dominarse a sí mismos. Sentiránse dueños; se apoyarán en la tierra con despego e impertinencia. A los treinta años llegarán a tener gran capacidad. ¡Cuán libertados!" (Id. 62). Esta propuesta sugiere que, tras un enfrentamiento con las sensaciones instintivas, el sujeto gana para sí una objetivación que lo convierte en sujeto. Se accede, mediante la lucha a un pensamiento que modifica la relación entre sujeto y naturaleza instintiva, para lograr un poder sobre sí mismo:

    Pensar viene a ser, entonces, ejercicio, un arte de la existencia, una técnica de vida (...) Se trata de saber cómo gobernar la propia vida a fin de darle la forma más hermosa posible. Para ello, se construye la formación y desarrollo de una práctica de sí mismo que tiene por objetivo constituirse uno mismo en tanto que artesano de la belleza propia (Gabilondo 385).

El narrador confía en la juventud a la cual le ofrece la capacidad de aprender a sacrificarse para lograr los estados de la conciencia, y por tanto, luego de decirse y dejarse decir, lograr el encuentro de esa belleza en la vida propia. Esto se alcanza, según el narrador, al renunciar. Él sólo admite a los que deseen renunciar "para tener, morir para vivir. Yo conozco el método... Parece una paradoja, pero muy seriamente les digo; traje el olor de los calzones de Tony, a cómoda de madera fina, para incitar a la juventud colombiana al sacrificio" (González 64). El narrador impele a la juventud para la guerra en contra de la carne, para lograr superar la tristeza y alcanzar la alegría. Sentimiento ambivalente que en su rebasamiento augura el impulso que fortalecerá el carácter de la renuncia y el sacrificio. El método es ir "saliendo del mundo pasional, del campo de batalla semejante a cama de dos puestos. Nos contemplamos como águilas que suben; hasta vemos el esfuerzo de las articulaciones de las alas; trepamos sobre la tierra; pasamos del espacio; salimos del tiempo" (Id. 64-65).

Lo anterior presenta entonces una ambivalencia que implica para el narrador liberarse de sus influencias naturales (instintos), donde no puede permitirse la excitación de la carne, constituyéndose esto en dolor y remordimiento. Si el narrador le dice a Tony: "Non serviam" (no me acostaré), no es porque se niegue a tomarla desde la carne que, de hecho, es uno de sus deseos, sino porque él ya se ha acostado con otras y comprende cuál es el dolor que adviene tras el placer. "Y si he llegado a amar tanto la vida, como campo de experimentación y ascenso, es a causa de mis pecados y arrepentimientos" (Id. 47). Tony le remuerde de dos formas: por la renuncia y por el deseo de no haber renunciado. No se acostó con ella, y por tanto, la dejó virgen: es esto lo que más le remuerde. Aparece entonces un remordimiento por la acción baja, por el acostarse y entregarse a los instintos, y otro remordimiento por la acción alta, es decir, la renuncia a la carne presta y accesible de Tony. "Pero este segundo remordimiento va mezclado de beatitud, de un orgullo que da gusto. Es como si una muchacha estuviera implorando a nuestros pies, humillada, y nosotros nos sintiéramos domadores" (Id. 49). Es el estado de reclamo de los instintos vencidos porque estos obran en auges y retrocesos; este último es el recobrar de su vitalidad y reclamo: "Por eso digo ahora, en Envigado, entre cañadas y los mamelones, tengo un remordimiento de no haberme acostado con Tony, que me está matando" (Id. 49).

Más adelante el narrador, ante un momento de peligro o cercanía a la muerte, pues ve la inminencia de una operación, comenta lo siguiente: "Cuando está en peligro la vida, cuando van a operarnos, por ejemplo, todos los ideales e instintos no realizados se ven perdidos irremediablemente y remuerden con dureza. Mientras se vive sin peligro, sin percibir la posibilidad de morir, los anhelos no satisfechos tienen esperanza" (Id. 167-168). Pero allí, cuando la operación se acerca, el narrador aclara que no es el recuerdo de Tony lo que lo está matando, sino "haber dejado virgen a la vida. ¿Alegría por haberla ofrecido al espíritu? ¿Cuál mayor, remordimiento o alegría? Hoy es remordimiento, porque mi carne está eufórica; esta mañana era alegría, cuando al salir el Sol me pareció que Dios estaba visible" (Id. 128). El re-mordimiento se deriva de un asir o apretar con los dientes una cosa, clavándolos en ella. Remorder: repetición de tal acto. Pero el narrador lo utiliza para mostrar una experiencia psíquica donde se ejecuta algo sin una plena convicción, de manera indecisa, porque en ello se halla un inevitable sacrificio. Es necesario perder algo para entrar en otro estado. Pero, en el sentido del remordimiento, la acción que se utiliza remuerde a su opuesta, y por esto se crea la intranquilidad que precede la acción. Con esto,

    tenemos que remordimiento es dolor interno causado por tendencia reprimida, o bien, sacrificada. Por ejemplo: mi instinto de fecundación desea una mujer. Al mismo tiempo, mi instinto espiritual exige alejarme de ella. Pongo este ejemplo, prescindiendo de todas las demás motivaciones adversas y favorables, con el objeto de ser claro; pero téngase presente que la vida interior es tanto más complicada cuanto más culto el individuo. A todo acto nos incitan motivos varios y muchos otros nos retraen de él. El acto es resultante de fuerzas en guerra, en contradicción, y el panorama interno de un alma es creado por esas batallas. Desde el instante en que deseo a la mujer y que la espiritualidad me aleja de ella, hay remordimiento. Digo que estoy tentado. Ambos instintos duelen, pues uno de ellos ha de ser víctima (González 138-139).

El yo juzga la acción de renuncia. Es un mediador entre la experiencia interior con la exterior porque es él, según el narrador, quien a la hora del remordimiento aprueba o desaprueba la acción y la dirige a la toma de conciencia. Entre más rudimentario el yo, más instintual, menor será la apercepción de los estados del remordimiento y sus riquezas espirituales. Cuando el sujeto está consciente del remordimiento, éste se le aparece en las fechas importantes para revivir el dolor o la alegría, en los sucesos notables, sobre todo los desgraciados, para comprender el eterno retorno del ciclo, y es en estos cuando se perturba el curso ordinario de la vida y por tanto del yo: "Es como piedra que cae al agua. El hombre se critica más ásperamente en las fechas y sucesos notables, porque ellos despiertan la atención. Año nuevos, cumpleaños, catástrofes. El espíritu se recoge y oye la voz de la conciencia" (Id. 161). Debido a esta circunstancia, el narrador recomienda aprovechar estas fechas para provocar variaciones en la conducta, ya que la vulnerabilidad del estado de remordimiento permite la atención del inconsciente que emerge para producir remordimientos, y desde este acontecer nacen los propósitos que modifican en menor o mayor escala al sujeto.

También admite que "es preciso lanzarse de vez en vez a las pasiones, al abuso para sentirse mejor. Esto tiene un fondo de verdad; hay que despertar la atención, la crítica, romper el hábito, abandonar la monotonía, para que nazca el remordimiento, acicate de la perfección. Al hacerlo, hay lucha interior. Hay sacudida" (Id. 163). Dichos estados del yo son como las grandes crecientes en los ríos, que parece que todo quedará modificado y, vueltas las aguas a su normalidad, vemos pocos cambios. "El progreso del hombre es lento" (Id. 162).

Las crecientes en el psiquismo las provoca el remordimiento que es a la larga una prueba de que no somos terrenales y que, desde luego, lo provisional de este hecho torna a la vida como una escuela donde podemos ser seres muy grandes gracias a la sublimación del dolor físico. El hombre se encierra dentro de sí mismo para buscar el espíritu, la parte inmutable, aquello que se aleja del deseo, el pensamiento y la pasión: "Pero el hombre, así encerrado dentro de sí mismo, siente que es terrenal; el amor lo tienta en las primaveras, lo tienta el odio, la carne reclama; cae, tiene remordimientos, enflaquece, se tortura, el cilicio, las hambres" (Id. 181).

Esto trae consigo el hecho de que la intención del remordimiento en el ser humano sea lograr perfeccionarlo mediante el reinicio de nuevas jornadas, nuevas experiencias. De aquel remordimiento surge para el narrador no sólo la ampliación de la conciencia, sino también "la sistematización de sus estudios acerca del remordimiento, tentación, arrepentimiento y confesión. En el ensayo de que me enorgullezco, todo él hijo mío, el único hijo que tuve con Tony..." (Id. 49). Esto es posible gracias a que el sujeto de la enunciación, que desde luego se construye como una autofiguración del autor, puede, mediante el lenguaje ensayístico, acercarse a la conducta del remordimiento, y que a la vez puede acercar al lector a esa figura autoral que reflexiona al respecto. En ese momento, el narrador "se dice en lo que dice, se juega en ello, dice lo que es. Es ya un decir que dice lo que hace y hace lo que es, un decir que compromete al narrador con la verdad que ha de procurarse" (Gabilondo 385). Ya no es un simple hablar por hablar, sino entrar en "la intención de crear verdad, un ponerse efectivamente en juego, un experimentarse, un ensayarse, un probarse; ya no un mero asistir sin conmoción o compromiso a un determinado juego o experimento" (Id. 387), sino directamente erigir una búsqueda concreta de otro modo de vivir, de existir con otra manera de ver y verse. Es buscar a ese hijo espiritual que surge del sacrificio y la renuncia. Por eso dice González:

    Yo, humilde aficionado al amor, siguiendo al Maestro, he renunciado, pero dudosamente, a Tony y a Teanós. Y la enseñanza de esta introspección que estoy escribiendo, es la misma: que el camino de la VERDAD es la renuncia. Les repito a los jóvenes guerreros, que una renuncia, por pequeña que sea, nos eleva muy alto, a la aurora. El camino es el renunciamiento, o sea, la Cruz. (...) Jesucristo renunció a todo, para mostrarnos que esa es la manera de resucitar. Renunció a las Marías, para indicarnos que así el amor se volvía infinito. Renunció a su madre, y por eso la convirtió en Diosa, madre del universo (98-99).

La renuncia marca un desplazamiento de la conciencia hacia un nivel más elevado. Esto circunscribe un línea ética y moral que da nacimiento, mediante la guerra que se da entre "el deseo que pretende cumplirse y el deseo o deseos que se oponen, a los sentimientos morarles: tentación, remordimiento, pecado, arrepentimiento, confesión, propósitos de enmienda" (Id. 177). Todos ellos suscitan preguntas, pero en esa línea precursora de interrogaciones es el pecado quién posee la mayor influencia.

Para Ricoeur (2004), el pecado pone de manifiesto varias capas de la experiencia:

    La culpabilidad, en el sentido preciso de sentimiento de indignidad del núcleo personal, no es más que la punta de lanza de una experiencia radicalmente individualizada e interiorizada; el sentimiento de culpabilidad remite a una experiencia más fundamental, la de pecado, que engloba a todos los hombres y que designa la situación real del hombre ante Dios, tanto si el hombre lo sabe como si lo ignora. (...) Culpabilidad, pecado y mancilla constituyen de ese modo una diversidad primitiva dentro de la experiencia: el sentimiento, por consiguiente, no sólo es ciego en tanto que es emocional, es también equívoco, está lleno de múltiples sentidos; por eso, requiere una segunda vez el lenguaje, con el fin de dilucidar las crisis subterráneas de la conciencia de culpa (173).

Tras la puesta en escena del remordimiento, el narrador convive en una frontera transgresiva con el pecado, pues lo considera una de las formas de inquietud de la vida interior que le otorga conocimiento. La deliberación y el discernimiento que provocan el estado meditativo alrededor de la renuncia carnal de Tony hacen ver el pecado como una vía de comprensión, y no lo que tradicionalmente se considera como elemento de culpa. Aunque tiene inmerso ese estado de culpa, el pecado provoca la intención de la confesión, y en esa medida, el narrador se confiesa al crear un lenguaje para sí que a la larga advierte una extrañeza. Él es un individuo alienado por sí mismo, por sus acciones, y de allí surgen las preguntas.

Ricoeur agrega:

    El pecado, en tanto que alienación consigo mismo, es tal vez más que el espectáculo de la naturaleza, una experiencia sorprendente, desconcertante, escandalosa: como tal, es una fuente más rica del pensamiento interrogativo. En los salterios babilónicos más antiguos el creyente pregunta: "¿Hasta cuándo, señor?", "¿contra qué dios he pecado?" (173).

Preguntas como estas se formulan para que el sentimiento que remuerde coincida en la conciencia con aquella culpabilidad que el narrador ha logrado ver en sí mismo. Con ello separa, gracias a la confesión, el pecado que le mansilla en el interior:

    La "confesión" es la vista frontal de un mal real revelado y denunciado por la interpolación profética y que no se mide por la conciencia que el pecado tiene de él. Por eso, a la intersubjetividad de la conciencia de culpabilidad hay que contraponerle la realidad del pecado, habría que decir incluso la dimensión ontológica del pecado; es el corazón del hombre el que es malo, su existencia misma, cualquiera que sea la conciencia que tenga de ello" (Id. 241).

De tal manera, esta mirada del pecado es la que le permite a la figura autoral de El remordimiento arrepentirse, o mejor, remorderse por aquellos pecados que no cometió o que a fin de cuentas desea cometer; porque la tentación lo encara, pero el tiempo ya ha jugado en su contra. Está imposibilitado para concluir lo que dejó pasar. No queda sino el remorderse, y en ello acontece lo escrito que intenta frenar la desaparición de Tony en un devenir temporal que cae sin remedio en el vacío de la ausencia. La culpa ocupa la atención de la figura autoral, y basado en esto, busca escandir su efecto en la voluntad de hacer consciencia. La culpabilidad, sin ser sinónima de la culpa (Id. 257), comprende un acto que contiene lo ético/teológico bajo un movimiento de conciencia que ha entrado en la experiencia, haciendo una ruptura del pasado establecido, para proponerlo como medio de emancipación espiritual, y desde este punto, lograr la recuperación de sí mismo como conocimiento. La culpabilidad se expurga mediante la confesión. Los fantasmas dolorosos de lo que no se tomó -en el sentido carnal- encierran al narrador. Tony sigue virgen, y esto es para él algo que lo asedia. Considera que la única manera de librarse de ese acoso que le remuerde es entregarse al examen honrado de sí mismo: valorar las culpabilidades que el renunciamiento le provoca. Debe escribir para lograr la confesión y el posterior sucedáneo del confesionario. Si antes se confesaba ante los jesuitas, o mejor, ante el Padre Mairena, ahora es ante el lector que abre la caja de sus pecados. Ambos, tanto el Padre como los lectores, no lo comprenden, pero no le importa que le entiendan porque ellos son instrumentos y la cuestión es confesarse. La confesión es un acto objetivado de la experiencia. Si bien él tomó nota de las experiencias con Tony, éstas no tuvieron la oportunidad de ser revisadas, de volver sobre aquellos apuntes para reflexionar. El tiempo le permite volver a recrear, a describir lo que él mismo vivenció.

Antes fue actor, afirma él, no podía criticarse, ni ver su comportamiento porque aún no se veía nada en el pasado. Sólo cuando pasa el tiempo se convierte en espectador de sí mismo y puede dar a la conciencia meditación sobre el suceso.

En ese sentido, el narrador muestra que "hoy [tiene] toda la historia de Tony ante [su] inteligencia, objetivada como si fuera una aventura del mi concuñado Félix. Penetro en mis propios secretos y comprendo la razón de mis acciones, de insultar y rebajar a Tony, de ir a la iglesia de la calle Paraíso" (González 50). Al tener una memoria de Tony, puede acercarse al devenir mismo y encontrar allí una identidad, algo que le diga algo sobre la experiencia con la joven francesa. Se aclara incluso el recuerdo que venía afirmando que Tony quiso dársele y realmente fue él quien la atizaba para que se le entregara, pero él no la recibió. Bueno, sí la recibió -confiesa- porque gozaba con atizarla. Se confiesa buscando, dudando, rumiando y distinguiendo qué fue lo que aconteció en aquel tiempo, y por eso llega a la conclusión que no la recibía materialmente. Al inhibirse de ella, de su cuerpo y placer, gozaba de unas cosquillas que le hacían el héroe de la renuncia cuando, en verdad, inconscientemente, estaba cometiendo el pecado del deleite.

El narrador considera la acción de inhibirse como un elemento del carácter heroico y virtuoso. Lo compara con la expulsión que los jesuitas le infringieron, donde renunció al amor y las limosnas, e incluso, es un héroe porque ha cogido sapos y mujeres. Los primeros son para liberarse de la repugnancia que le suscitaban, y las segundas para enfrentarse con la timidez. Todo ello lo realiza bajo la atención que decide el triunfo de la conciencia sobre los deseos que hacen nacer los sentimientos morales (tentación, remordimiento, pecado, arrepentimiento, confesión, propósitos de enmienda):

En esa atención voluntaria es donde encuentro un grano de libertad. ¡La atención! Es para los deseos lo que el vidrio cóncavo para los rayos luminosos. Nada le resiste. No hay imposibles para esta obrera. Atender es dedicar toda la energía a oír, a paladear, a criar un deseo. Cuando atiendo a una cosa, no oigo, ni siento, ni veo, ni gusto de las restantes. Estoy concentrado. Concentrado está el jugador que come maquinalmente lo que le presentan, que se admira de que amanezca y anochezca. ¡Olvidó el tiempo! ¡No tiene conciencia del tiempo! (Id. 177-178).


Pie de página

1 Fernando González autor fue designado cónsul en Italia en 1932. Durante este período se configuró la obra como anotaciones que luego dieron origen al libro.


Bibliografía

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