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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.20 no.45 Bogotá July/Dec. 2012

 

LA MUERTE, EL PODER Y EL AMOR. PEDRO PÁRAMO Y EL DISCURSO COMO ACONTECIMIENTO

DEATH, LOVE AND POWER. PEDRO PARAMO AND THE SPEECH LIKE EVENT

Claudia María Maya Franco*

Magister en Filosofía de la Universidad de Antioquia. Candidata a Doctora en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana. Profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Medellín. Miembro del Grupo de Investigación: "Comunicación, Organización y Política" de la Universidad de Medellín (A1 Colciencias), adscrito al Centro de Investigaciones en Comunicación de la Universidad de Medellín.
Correo electrónico: cmaya@udem.edu.co

Artículo recibido el 30 de marzo de 2012 y aprobado para su publicación el 28 de junio de 2012.


RESUMEN

Este texto se propone la lectura de la novela Pedro Páramo a la luz de algunos de los conceptos que, a fin de caracterizar la hermenéutica literaria, y la teoría de la interpretación, elabora Paul Ricoeur en su texto Teoría de la argumentación. La primera parte consiste en una breve presentación de los mismos y la segunda en la lectura a partir de estos conceptos, y en particular del concepto de referente, de algunos pasajes de la novela de Juan Rulfo.

Palabras clave: Interpretación, Sentido, Hermenéutica, Significado, Referente.


ABSTRACT

This text is proposed the read of the Pedro Páramo novel, under the light of some concepts that in the effort for characterize the literary hermeneutics, and the interpretation theory, elaborates Paul Ricoeur in his Theory of argumentation. The first part consists in a short presentation of these concepts, and the second in the reading, from these concepts, and particularly from the reference concept, of some passages of the Juan Rulfo novel.

Key words: Interpretation, Sense, Meaning, Hermeneutics, Referent.


El presente escrito se propone la lectura de la novela Pedro Páramo (1953), a la luz del planteamiento de Paul Ricoeur sobre la referencia en su Teoría de la interpretación (1995). La perspectiva de la referencia resulta pertinente toda vez que la factura discursiva de las obras literarias y filosóficas pone de manifiesto rasgos del lenguaje que Ricoeur considera claves de desciframiento de las mismas. La novela de Juan Rulfo, construida casi en su totalidad a partir de diálogos, nos ubica frente al fenómeno del discurso como acontecimiento, permitiéndonos acceder a ese plus, a ese excedente de sentido que la escritura, al decir de Ricoeur, posee respecto del habla. Desde esta perspectiva, la interpretación de las obras literarias pasa por la comprensión de aquella materia de la que están hechas, a saber, del lenguaje.

En un segundo momento nos interesa ocuparnos de algunos de los sentidos que la novela construye discursivamente: el dolor, la muerte, el abandono, la memoria y el olvido. Se trata, pues, a partir de la comprensión del lenguaje con el que está construida, de acceder al excedente de sentido que la novela confiere a experiencias humanas que, al ser elaboradas discursivamente, permiten al lector crear un mundo común con la obra, un mundo a partir del cual éste no sólo construye una comprensión de la novela, sino también de su propia experiencia.

En aras de lo anterior, procederemos a una breve explicación de los conceptos de la hermenéutica de Ricoeur a través de los cuales pretendemos una lectura de Pedro Páramo, para posteriormente abordar algunos pasajes en los que estas características de la escritura puedan conducirnos a la explicación comprensiva de algunos aspectos de la obra.

I. Ricoeur y la interpretación como dialéctica

Uno de los conceptos que resulta central en el libro de Ricoeur es el de dialéctica. Dicho concepto lo usa el autor con el fin de mostrar la dependencia recíproca que, en su análisis del lenguaje, revisten algunos fenómenos, así como con el fin de evitar particiones biunívocas y radicales que, a partir de dicho análisis, impidan acercarse a la comprensión del lenguaje al interior de la narrativa, ya sea filosófica o literaria.

Una de estas relaciones dialécticas es la que Ricoeur establece entre explicación y comprensión. Estos dos conceptos, usualmente considerados por separado y a partir de la lógica de la diferencia, son pensados por Ricoeur en su mutua determinación. Explicar es ya una modalidad de la comprensión, así como no es posible explicar algo que no se comprende. La explicación es sustraída entonces del ámbito meramente descriptivo en el que estas diferenciaciones la ubican, convirtiéndose en un momento comprensivo de la relación entre el lector y el texto. En términos similares es concebida, por parte del filósofo alemán Theodor W. Adorno, la relación entre el sujeto y el objeto, cuando plantea que la consideración de estos dos conceptos implica, en primer término, la elucidación de su significado y que a la misma no puede accederse si se los piensa por separado. Dicha distinción tiene, a su juicio, una pertinencia más metodológica que real, puesto que "ambos se encuentran mediados recíprocamente: el objeto mediante el sujeto, y, más aún y de otro modo, el sujeto mediante el objeto" (Ricoeur 144).

En otras palabras podríamos decir que, así como no es posible pensar las obras literarias al margen del sujeto lector, éste sólo deviene tal en la medida en que entra en relación con los textos. Esta consideración nos conduce a otra relación dialéctica en Ricoeur, a saber, la que establece entre significado y referencia. Quien habla, necesariamente, se refiere a algo bajo la presunción de que existe una experiencia, susceptible de ser compartida, entre él y su interlocutor o auditorio. Sin embargo, la experiencia que de ese algo tiene quien habla, no puede transferirse de manera exacta al interlocutor. Lo que se transmite es, propiamente, el significado que para el emisor tiene dicha experiencia; es en esa transmisión en la que puede compartir el mundo con el otro superando la soledad inherente a la experiencia humana:

    Por soledad no me refiero al hecho de que frecuentemente nos sentimos aislados en una multitud, o al de que vivimos y morimos solos, sino en un sentido más radical, a lo que experimentado por una persona no puede ser transferido íntegramente a alguien más. Mi experiencia no puede convertirse directamente en tu experiencia. Un acontecimiento perteneciente al fluir del pensamiento no puede ser transferido como tal a otro fluir del pensamiento. Aun así, no obstante, algo pasa de mí hacia ti, algo es transferido de una esfera de vida a otra. Este algo no es la experiencia tal como es experimentada, sino su significado (Ricoeur 30).

Es por esto que Ricoeur piensa dialécticamente la explicación y la comprensión, el significado y la referencia. Si como lectores podemos experimentar el abandono de Comala, la tristeza de sus muertos, su atmosfera gris y la sensación de desesperanza que produce la huida de toda posible redención, es porque fragmentos como: "Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces" (Rulfo 1953 11), poseen referentes universales, experiencias existenciales en la vida de todo ser humano que adquieren densidad y posibilidad de significación, a partir de su puesta en lenguaje, única a partir de la cual es posible una experimentación vital compartida.

En un sentido similar se refiere Heidegger (1993) al necesario compartir la experiencia con los otros. Compartir el mundo con los otros no es, según su planteamiento, lo mismo que estar en medio de los útiles o de las cosas. A los otros no se los toma como lo ante los ojos, se los toma en el existenciario "estar en", "demorarse en", "estar con". Un encuentro entre un sujeto y un útil no es lo mismo que un encuentro entre dos sujetos. Un encuentro con otro es un encuentro con un mundo. Podría decirse a partir de esto que el encuentro con la literatura no es, por ejemplo, el encuentro entre un intérprete y una novela, sino el encuentro entre dos historias que sólo es posible con la mediación del lenguaje.

Ricoeur se ocupa preferentemente del lenguaje como inscripción, se ocupa de la escritura, puesto que considera que: "Sólo el lenguaje escrito exhibe íntegramente los criterios del discurso" (15), entendiendo como discurso la actualización efectiva del lenguaje, es decir, la puesta en escena del mismo, o lo que también podríamos denominar la perspectiva de su uso. Se ocupa pues del lenguaje vivo, aquel que narra el significado de la experiencia y busca comunión con otros significados. A partir de Aristóteles, también Ricoeur define el discurso como aquella estructura compuesta por "dos signos básicos -un nombre y un verbo- que están conectados en una síntesis que va más allá de las palabras" (16). Desde este punto de vista habla Ricoeur del discurso como acontecimiento del lenguaje, perspectiva dejada de lado por la lingüística. El esfuerzo consiste en devolver al lenguaje, bajo su comprensión como discurso, la dimensión temporal que nombra el carácter efímero del acontecimiento, hacerse pues a un concepto que pueda sustraerse del anquilosamiento de los sistemas asumiendo una perspectiva semántica, es decir, que dé prioridad al significado de la experiencia narrada en detrimento de la sistematización y estabilidad de las descripciones estructurales de la lingüística.

Nos encontramos en este punto con otra relación dialéctica, la que Ricoeur establece entre acontecimiento y sentido y que nombra mediante el siguiente axioma: "Si todo discurso se actualiza como un acontecimiento, se le comprende como sentido" (26). Con el concepto de acontecimiento Ricoeur quiere nombrar, por una parte, la experiencia en tanto significado que se transmite y, a su vez, el diálogo mismo como experiencia intersubjetiva en la que se construye mundo. Este mundo se construye a partir de los signos que constituyen la oración y que se remiten unos a los otros; pero es indispensable que, a su vez, estos signos tengan un referente, un acerca de qué se habla sin el cual el lenguaje no podría hacer comunicable ningún tipo de experiencia, no podría, en términos de Ricoeur, trascenderse a sí mismo y pretender ser verdadero toda vez que busca expresar la objetividad. Es a partir de esta relación del habla con el referente que se instaura también, de modo dialéctico, la relación entre el discurso como acontecimiento y el sentido. Van así encadenándose unos a otros los conceptos en la propuesta de Ricoeur: el habla, su inscripción como escritura, el referente de los signos que componen la oración, la comunicabilidad del significado de la experiencia y la elaboración de sentido a partir de la cual construimos mundo con los otros por medio del lenguaje: "El lenguaje no es un mundo propio, no es ni siquiera un mundo. Pero porque estamos en el mundo, porque nos vemos afectados por las situaciones, y porque nos orientamos comprensivamente en esas situaciones, tenemos algo que decir, tenemos experiencia que traer al lenguaje" (Ricoeur 35). Es por esto que el lenguaje es simbólico, puesto que conecta signos lingüísticos con realidades a las que estos signos representan. Para Ricoeur, este carácter es el que permite al lenguaje la posibilidad de otorgar a la relación con el referente un excedente de sentido. La semántica, perspectiva propuesta por Ricoeur, "consiste en la teoría que relaciona la constitución interna o inmanente del significado con la intención externa o trascendental de la referencia" (36). Siempre es posible preguntarse, a partir de una estructura de lenguaje, por aquél que habla, aquéllos a quienes se dirige, aquello de lo que habla y la intención significante que encierra el discurso.

Hay entonces en el planteamiento de Ricoeur una reivindicación de la escritura, no como una simple transcripción del discurso oral, sino como una modalidad de manifestación del pensamiento humano que no necesariamente tiene como causa o etapa preliminar, el discurso oral. La comprensión del discurso escrito consiste entonces en la elucidación de lo que se quiso decir. Saber qué se quiso decir equivale a entender el significado de los textos. En este punto es importante aclarar que esta comprensión no es la de la intención subjetiva del autor sino, lo que es bien diferente, la intención significativa inherente al discurso, al margen del escritor que, por lo general, e incluso podríamos decir que por fortuna, no está junto a su texto para dar a conocer sus intenciones personales. Esta aclaración también es importante si se tiene en cuenta que el discurso escrito trasciende la realidad empírica en que está inserto el autor, es una constitución del lenguaje independiente, autónoma, que porta en sí misma la posibilidad de la comprensión de su significado.

La situación de comunicación en la que se ubican los textos escritos está caracterizada, entonces, por la ausencia de la presencia efectiva del autor. Nos encontramos frente al texto como frente a una unidad de sentido dirigida a un auditorio específico. Este auditorio no es aquel al que la nueva retórica denomina auditorio universal, el constituido por hombres y mujeres mayores de edad en quienes pueda presuponerse el uso de la razón; más bien podríamos decir que se trata de un auditorio particular al que Perelman (2003) define como una construcción del orador, como una conjetura que el orador, en este caso el escritor, hace sobre sus posibles lectores. Esto mismo lo dice Ricoeur del siguiente modo: "La proposición que dice que un texto está potencialmente dirigido a cualquiera que sepa leer debe ser considerada como un límite a cualquier sociología de la lectura. Una obra también crea su público (44). La interpretación se juega en el terreno donde convergen un texto huérfano de la condición de la autoría y que está orientado a la significación, y un lector que debe ganarse el derecho a penetrar en ésta a partir de un trabajo constante, de una "importante lucha que genera la dinámica de la interpretación. La hermenéutica comienza donde termina el diálogo" (Ibíd).

El problema del referente le sirve, pues, a la hermenéutica de Ricoeur para mostrar el modo en que, por la vía del significado, el lenguaje, y en este caso el lenguaje literario, se trasciende a sí mismo y nombra la experiencia. Sin embargo, en este punto es pertinente la pregunta por el modo en que dicha significación y elaboración de sentido son posibles cuando se trata de referentes no tangibles o susceptibles de una experiencia empírica posible. Están aquí los productos de la ficción, para los que Ricoeur considera que son necesarias prescripciones, aclaraciones, indicaciones que permitan su representación, así como los juicios de valor, sobre la belleza, la verdad, lo bueno, lo justo… En estos casos también la escritura tiene la tarea, a partir de su constitución sígnica y al margen de la posibilidad de una constatación empírica, de construir el marco de referencia que permita hacer comunicable la experiencia, e incluso construirla discursivamente.

En medio de estas modalidades del referente queda claro, sin embargo, que el discurso siempre tiene que ser discurso sobre algo, que no hay discurso sin referente. Los referentes creados por la obra crean significaciones inéditas: "Es este ensanchamiento de nuestro horizonte existencial lo que nos permite hablar de las referencias abiertas por el texto o del mundo abierto por las afirmaciones referenciales de la mayoría de los textos" (Ricoeur 50). Este mundo abierto entra en ocasiones en contradicción con la realidad, lo que ha hecho que algunos pensadores hayan hablado de la presencia, en la literatura, de un carácter polémico proveniente del uso que hace del lenguaje y de los referentes "inéditos" que utiliza. Es esta la tendencia que, desde Nietzsche hasta Baudrillard, pasando por la escuela de Frankfurt, ha sido planteada también como alternativa al hipnotismo que producen las explicaciones acabadas y que amenaza las posibilidades del pensamiento. Este mundo es el recinto, que no existe empíricamente, al que debe trasladarse el lector para hacer su interpretación.

Otro aspecto que valdría la pena resaltar es el que Gadamer (1992) enuncia en su texto Hombre y lenguaje, a saber, que en la comprensión de los enunciados no sólo es importante llegar a dilucidar aquello que se dice (el qué del discurso), sino, además, la motivación del mismo, vinculada a la intencionalidad significativa del mismo e inscrita en el ámbito de lo no dicho.

Finalmente, en relación con la temática del referente, otro aspecto importante del planteamiento de Paul Ricoeur lo constituye su idea, compartida entre otros con filósofos como Adorno, de que en la literatura no hay una simple copia de la realidad -de segundo orden, según la concepción platónica- o una mera iconicidad. En las obras literarias, a las que Ricoeur compara con la actividad pictórica, se produce lo que él denomina un aumento icónico, donde la estrategia de la pintura, por ejemplo, es la de "reconstruir la realidad sobre la base de un alfabeto óptico limitado" (53). Adorno hablará de que las obras de arte son realidades al cuadrado, es decir, que permiten refractar la realidad confiriéndole un plus de sentido, o en términos de Ricoeur, un excedente. Esta capacidad la tienen las obras, según Adorno, en virtud de su momento mimético, momento que entiende como una reconfiguración, a través del lenguaje, del material objetivo que les sirve de suelo. Según Paul Ricoeur, esta reconfiguración se da a partir del uso de las metáforas a las que no entiende como meras alegorías o fragmentos poéticos que sólo sirven a fines estilísticos, sino como vinculadas a ese tipo de signos que son los símbolos. Éstos poseen una dimensión lingüística y otra de orden no lingüístico, lo que les permite crear ese excedente de sentido que da lugar a las interpretaciones posibles, o más bien, que obliga a la interpretación sin la cual ninguna metáfora tiene sentido. Una metáfora, pues, no puede ser leída sólo en el plano de la literalidad, implica siempre el salto cualitativo al que obliga la contradicción semántica que encierra. Se trata de "incorporar el excedente de sentido de las metáforas al dominio de la semántica; entonces seremos capaces de dar a la teoría de la significación verbal el mayor alcance posible" (Ricoeur 58).

La pregunta a la que este desarrollo pretende responder es: ¿qué significa comprender un texto escrito? Y aquí Ricoeur nos ofrece algunos lineamientos: interpretar es un caso particular de comprender, es la comprensión aplicada a la escritura que está íntimamente vinculada, como mencionábamos al comienzo, a la explicación de las obras.

La primera etapa de la comprensión es una "ingenua captación del sentido del texto en su totalidad", una conjetura respecto del sentido. La segunda, un "modo complejo de comprensión que está apoyado por procedimientos explicativos" (Ricoeur 86). Al final, la comprensión surge como apropiación del sentido que acontece dialécticamente. La comprensión, entonces, no es objetiva ni subjetiva: es el producto de una relación dialéctica entre el lector y el texto. El lector debe obedecer las pautas que le da el texto a partir de las cuales puede crear una interpretación genuina en la que se aspira a la verdad y a la validación. Dicha validación, sin embargo, no es una validación empírica ni una demostración de orden matemático; pasa por la pertinencia respecto de las pautas del texto y el modo en que se argumente a favor de ella: "Mostrar que una interpretación es más probable a la luz de lo que conocemos es algo distinto a mostrar que una conclusión es verdadera. Así que, en un sentido estricto, la validación no es la verificación" (Ricoeur 90). Se reivindica aquí el carácter que Protágoras reconoce en el debate como la posibilidad de establecer quién yerra menos, qué sentido es más pertinente y no qué sentido es más verdadero. No todas las interpretaciones son, no obstante, posibles. Si bien es cierto que no hay una verdad del texto, también lo es que el número posible de interpretaciones es finito.

II. Un referente: la muerte

Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber
un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo
lo viejo. Éste es uno de esos pueblos, Susana.

A continuación nos interesa ocuparnos de dos importantes temas en la obra de Rulfo, la muerte y el poder, o más bien cabría decir, el abuso del poder.

Uno de los aspectos que, en principio llama la atención del lector en la novela de Juan Rulfo es la constatación de que los personajes que en ella dialogan están muertos. A esta constatación se llega mediante las descripciones del narrador pero, sobre todo, por los diálogos mismos. Juan Preciado, personaje que nos interna en la atmósfera gris de Cómala, nos abandona también cuando acontece su muerte. ¿Fue a encontrarla allí? ¿Ya estaba muerto y su recorrido al "más allá" es este viaje a Comala? Lo que podemos decir es que su muerte produce dolor y desconcierto. No sólo por la decepción de su búsqueda -que a lo mejor encuentra su meta en lo que aquí llamamos decepción-, sino por la posibilidad de continuidad del relato: "Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció" (Rulfo 59).

La novela está, como lo anunciamos al comienzo, estructurada casi en su totalidad a partir de conversaciones fragmentarias que van configurando la historia. Por otra parte, no hay desde el punto de vista cronológico una estructura lineal. El lector se ve obligado a ir de atrás hacia adelante, a partir de los datos que los diálogos y escasas descripciones le proveen, a fin de organizar una historia que se cuenta por fragmentos y a partir de personajes muertos.

Si pensamos en ese mundo no empírico que construyen las obras literarias, podríamos decir del que construye aquí el narrador, a través de los personajes, que está ubicado en el desierto mexicano, a pesar de lo cual las referencias que otorga al lector no tienen por completo el carácter de una descripción, puesto que Comala, tal y como es descrita en el relato, en efecto, no existe. Sin embargo, se podría aventurar que Comala es todos los pueblos en los que la devastación -producto de la explotación de la tierra-, el abuso de poder por parte del terrateniente de turno, la violencia y el abandono del gobierno, conducen a los pobladores a una gran desdicha que se vive en la tierra de nadie. Las referencias geográficas que nos proporciona la novela coinciden con las de La Comala real; sin embargo, no dejan de anunciarse de modo desconcertante:

    Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para donde irá -y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto-. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos (Rulfo 46).

Desde el punto de vista climático, nos ubica la narración en un lugar que guarda similitudes, al decir de sus personajes, con el infierno: "Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija" (Rulfo 9).

Esta alusión al infierno, además de darnos una idea del clima de Comala, nos refiere también a la muerte. A una muerte que no sólo existe por el hecho de que los personajes estén muertos, a una muerte que, según sus testimonios, ya estaba instalada mucho antes de que el acontecimiento físico se produjese en los cuerpos, en la atmósfera, en los vínculos humanos, en la expropiación de las tierras, en el abuso del poderoso Pedro Páramo y en la aparente indiferencia con la que se le permite; en la negativa, por parte del Padre Rentería, de una posible redención para quienes en la tierra ya han llevado una existencia dolorosa y solitaria. Comala tiene entonces una existencia doble: por una parte es un lugar real en el que tuvieron lugar una serie de acontecimientos de los que los personajes dan cuenta, un lugar por el que transitan las ánimas que no hallan descanso en virtud de la culpa: "Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece y comienzan a salir" (Rulfo 47).

Por otra parte es el lugar subterráneo en que yacen los muertos, los que hablan de las ánimas que caminan sobre ellos y de algunos que aún están vivos. Estos muertos tampoco parecen descansar, constantemente relatan historias vividas, las más de las cuales no son alegres ni dan cuenta de una existencia apacible. Hay sin embargo, en medio de este panorama triste, espacio para la risa, cierto desenfado que parece adquirido para sortear la adversidad. El submundo que es Comala es entonces el espacio de la memoria, una memoria que nos trae el relato y sin la que no habría propiamente modo de reconocimiento, ni de los personajes, ni del lugar, ni de nada… La sensación que se va instalando en el lector es la de una negación del porvenir. Allí sólo algunos están vivos, pero son precisamente aquellos que no tienen voz en la novela. La tierra, "este valle de lágrimas" (Rulfo 13).

Comala es un lugar del que Dolores Diada, madre de Juan Preciado, uno de los tantos hijos de Pedro Páramo, dirá al enviar a su hijo: "Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz" (Rulfo 11). La voz del recuerdo es más fuerte, se escucha más que la de la vida y, por supuesto, que la de la muerte. Es, como se diría, la voz de la experiencia que busca significar. Aquí nos encontramos con el problema del referente. ¿Cómo entender el relato de los muertos, sus experiencias en medio del lodo, la descomposición y la culpa? ¿Qué experiencia posible podría conectarnos con los referentes de la novela? Son los referentes a los que desde la vida misma puede accederse en tanto experiencia.

Cuando el arriero le dice a Juan Preciado: "Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque no estaría por demás que le echara una ojeada al pueblo, tal vez encuentre algún vecino viviente. Y me quedé. A eso venía" (Rulfo 12), podemos verificar algunos referentes que nos vinculan a la intención significativa del relato: vale la pena quedarse cuando existe la posibilidad de que haya alguien vivo, vale la pena, además, quedarse, cuando a eso se vino. No vale la pena marcharse abandonando una causa como la que Dolores Diada le ha encomendado; vale la pena, por lo demás, buscar al padre, sobre todo si éste, como dice la madre, la tuvo siempre abandonada y el hijo tiene la encomienda de hacerle pagar por el sufrimiento causado. Podríamos decir que se trata de experiencias -premisas se las llama en el ámbito de la argumentación- compartidas de modo general. Estas premisas, a las que se denomina presunciones, son verdades que transitan por el ámbito de lo social y que constituyen el suelo elemental de cualquier significación posible. Están también las alusiones a la amistad y las promesas, por ejemplo, de morir juntas, que Dolores y Eduviges Diada se habían hecho: "para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso encontráramos alguna dificultad. Éramos muy amigas" (Rulfo 11).

Hay, sin embargo, otros referentes no tan claros, aquellos que evocan sentidos nuevos, eventualmente inéditos, abriendo horizontes de pensamiento, posibilidades de acceder a sentidos no tan corrientes como los de las presunciones. Un ejemplo de esta tendencia, frecuente por demás en la novela, está en las palabras que también Doloritas dirige a su hijo: "Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga" (Rulfo 13). Aquí la comprensión tropieza con algunos referentes conocidos que, sin embargo, son puestos en función de significar algo que no es tan claro. Que el cielo esté lejos, en tanto redención posible, en tanto felicidad huidiza, da cuenta del sufrimiento particular, en medio del colectivo, que vivió Doloritas. Acortar las veredas, sin embargo, y morir cuando uno lo disponga, hace que se establezca, con la figura de Dios, una relación de resistencia, incluso de autonomía. Algo del orden de lo que Nietzsche (1982) en su Zaratustra denomina "la muerte libre" (115), única forma en la que la muerte, al pertenecernos, sería motivo de fiesta. En este apartado dice Nietzsche: " Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero. ¿Y cuándo querrá? -Quien tiene una meta y un heredero quiere la muerte en el momento justo para la meta y para el heredero" (Ibíd). En este sentido, a riesgo de forzar el pasaje de Rulfo, la novela propone una alternativa para pensar la muerte, aquella certeza contundente e irrevocable con que los seres humanos acompañamos nuestros días. La muerte, que en la novela de Camus El extranjero aparece como la negación de la memoria1, es en la novela de Rulfo el espacio de la misma. No se trata, sin embargo, de una memoria comprensiva, o de la que pudiese esperarse redención alguna; es una memoria cuya función es narrar y caracterizar a quienes recuerdan, los muertos.

La muerte no es sólo el acontecimiento al que trae el azar, o la propia voluntad, o el cúmulo de angustias vividas, o la violencia; es también el cambio radical del estado de cosas de que da cuenta el relato. Hay numerosas alusiones al hecho de que las cosas tenían cierto sentido del que ahora carecen. Como si una borrasca, nutrida por las circunstancias difíciles de la vida en Comala, hubiese dado al traste con cualquier posibilidad de redención, tanto en la vida como en la muerte: "(…) así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno" (Rulfo 50).

Se habla pues de que el pueblo se ha entristecido, de que ya nadie va por allá, de que hubo otros tiempos, de que nos iba bien, de que ya nadie se comunica con ellos. Quienes de este modo hablan son la encarnación de lo que dicen: "Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos" (Rulfo 18).

El referente de Dios, y en general, de la religiosidad, tiene una presencia irrenunciable en la novela. Casi todos los que allí han muerto están más allá de la posibilidad de la redención o el perdón: las mujeres, por haber accedido a los requerimientos lujuriosos de los hombres -sobre todo de los de poder- o haberles procurado dichos placeres consiguiéndoles muchachas: "¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo (Rulfo 47). Los hombres, por haberse apropiado de las tierras de otros, abandonado a sus hijos y mujeres, asesinado a quienes legítimamente hubiesen podido interpelar sus abusos.

No hay perdón posible. El Padre Rentería, que también es culpable, pues en más de una ocasión ha sido parte y cómplice de tales abusos, así lo sabe y no trata ya de absolver a nadie. Esa presencia de Dios en la tierra ha sido desposeída de cualquier efecto sobre la salvación de las almas, pues la suya propia está perdida. A pesar de que sigue habiendo un contacto con Dios y con la posibilidad de la redención, de que aún se ora y se pide a todos los santos, existe el riesgo de que unas oraciones pueden entrar en pugna con otras. También en relación con la voluntad divina será quien tenga más influencia quien logre la misericordia. Así lo testimonian las palabras del Padre Rentería al referirse a Miguel Páramo y al modo en que la doblegó: "Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor. No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos están rezando ahora por él! Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre" (Rulfo 27).

Pero ni siquiera la muerte es, como se dice, el término de todos los afanes; también en la muerte hay un suplemento de sufrimiento, tal y como puede percibirse en el diálogo que Juan Preciado establece con su madre:

    -¿No me oyes? -pregunté en voz baja.
    Y su voz me respondió: -¿Dónde estás?
    -Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves?
    -No hijo, no te veo.
    Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra. -No te veo (Rulfo 51).

No hay pues, redención, ni siquiera en ese "descanso eterno" que es la muerte. Esta perspectiva nos traslada a la presencia que la muerte siempre tiene en la vida, bajo la forma de los temores por la continuidad, la propia y la de los seres amados, humanos y animales. Porque también tienen los animales, en la novela de Juan Rulfo, una importante relación con la muerte y un modo de sufrir que no dista del de los humanos. Está como ejemplo el caballo de Miguel Páramo, que no pudo encontrar posible consuelo cuando éste murió. También la muerte asume en la novela de Rulfo la forma, por ejemplo, de la locura, encarnada por Susana San Juan.

III. Otro referente: el abuso de poder

Pedro Páramo, personaje alrededor del cual se estructura la novela, tal y como lo sabe quien intente hacer un árbol entre genealógico y público a partir de la aparición de los personajes, es un hombre del que no se dice mucho pero que tiene que ver con todos. Es una figura central en Comala a pesar de encarnar la maldad, el abuso de poder y el cinismo. De este carácter dan cuenta sus palabras a la hora de pedir la mano de Doloritas: "La querida Media Luna… Y sus agregados: -Vente para acá tierrita de En medio-. La veía venir. Como que aquí estaba ya. Lo que significa una mujer después de todo ¡Vaya que sí!, dijo. Y chicoteó sus piernas al trasponer la puerta grande de la hacienda" (Rulfo 36). La motivación matrimonial, así como todas sus motivaciones, era la de obtener un beneficio económico que sólo al final de la novela se le vuelve problemático adquirir. En general, se da cuenta en la novela de una abnegación y sometimiento acríticos respecto de los abusos de este hombre, incluso podría decirse, de cierta admiración respecto de su maldad. No hay, tampoco, una justicia a la que pueda invocarse si ni siquiera se cuenta con la benevolencia divina. Aquí la intención significativa del texto consiste, a nuestro juicio, en el esfuerzo por mostrar el desvalimiento en que se encuentran quienes no ostentan el poder y están tan acostumbrados a padecerlo que incluso admiran a quien lo detenta. Los circundantes reconocen, pero desde la impotencia, el poder del que goza ese hombre: "El asunto comenzó -pensó- cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: -Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo-. -Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo-. -De que le presté mi hija a Pedro Páramo-" (Rulfo 62).

Así, Pedro Páramo, personaje que, a pesar de dar nombre a la novela, no se caracteriza de modo muy preciso, exhibe los rasgos del tirano:

    ¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros.
    ¿Tienes trabajando en la Media luna a algún atravesado?
    -Sí, hay uno que otro.
    -Pues mándalos en comisión con el Aldrete. Le levantas un acta acusándolo
    de "usufruto" o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya
    murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos (Rulfo 38).

Un tirano que, sin embargo, también en su soledad, sufre. "Estoy empezando a pagar. Más vale empezar temprano para terminar pronto" (Rulfo 61). Pedro Páramo, quien nunca halló dificultad alguna para proveerse de todo lo que sus ansias de poder le demandaban, encontró, al final del camino, un beneficio que habría de negársele: el amor que, probablemente, no merecía. Así tiene lugar en la novela otro referente del que el lector puede extraer significación: la presunción según la cual hay un equilibrio entre los actos y sus consecuencias, la presunción según la cual "el que la hace la paga", es decir, la presunción según la cual hay una suerte de justificación para los oprimidos, un desquite -no obstante- a destiempo, cuando nadie lo espera, cuando no tiene sentido, cuando a nadie le importa. Porque están muertos.

Muere Susana San Juan y con esta muerte Pedro Páramo comienza a precursar una muerte lenta, un calvario que habrá de suceder a todos los muertos de Comala. La tierra, después de la muerte de Susana, y en virtud del anquilosamiento del tirano "se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola" (Rulfo 71).

Tras la tristeza que embargó al gamonal del pueblo, el pueblo también perdió sentido. Tenemos referentes, y muchos, en nuestro contexto colombiano para otorgar significado al hecho de que el abuso se convierta en admiración y el abandono del tirano en tristeza colectiva. Esa es quizá la causa -lo que previamente llamamos borrasca- de los eventos que condujeron a una serie de despedidas, en las que, aunque quienes partían prometían volver, por lo general no lo hicieron. Los demás, los que permanecieron, lo hicieron esperando los bienes que Pedro Páramo había prometido heredarles. Pero fueron muriendo ante la larga espera. Él seguía vivo mientras todo moría a su alrededor.

Mediante este recorrido hemos pretendido mostrar cómo la novela de Rulfo, a partir del lenguaje y en particular de los diálogos, construye un mundo que, aunque fantasmagórico -el recuerdo de la lectura tiende a ser confuso- posee claros referentes en lo "real", al tiempo que abre horizontes de pensamiento para pensar temas difíciles como la muerte, la soledad, la locura… Ese mundo que se construye es un mundo triste, un mundo lleno de sacrificios, ofrecidos tanto a Dios como a los hombres: "Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndose en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma?" (Rulfo 84). Es la pregunta que en el sin tiempo de la muerte reclamará, a perpetuidad y sin resultado, una respuesta.


Pié de página

1 Mersault es interrogado a propósito del modo en que se figura la muerte y su respuesta es: "Una vida en la que pueda recordar esta" (Camus 1999).


Referencias

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____. Teoría estética. Madrid: Akal, 2004.         [ Links ]

Camus, Albert. El extranjero. Madrid: Alianza, 1999.         [ Links ]

Gadamer, Hans-George. Verdad y método. Salamanca: Sígueme, 1992.         [ Links ]

Heidegger, Martin. El ser y el tiempo. Bogotá: F.C.E, 1993.         [ Links ]

Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza, 1982.         [ Links ]

Perelman, Chaîm. El imperio retórico. Bogotá: Norma, 2003.         [ Links ]

Ricoeur, Paul. Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido. Universidad Iberoamericana: Siglo XXI Editores, 1995.         [ Links ]

Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Barcelona: Planeta, 1953.         [ Links ]