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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.21 no.46 Bogotá Jan./June 2013

 

ENTRE INCIENSO Y RIMAS, SACERDOTES Y POETAS. TRAZOS DE UNA ESPIRITUALIDAD FILOSÓFICA

BETWEEN INCENSE AND RHYMES, PRIESTS AND POETS. TRACES OF A PHILOSOPHICAL SPIRITUALITY

ENTRE INCENSO E RIMAS, SACERDOTES E POETAS. TRAÇOS DE UMA ESPIRITUALIDADE FILOSÓFICA

Edward A. Posada Gómez*

* Sacerdote de la Arquidiócesis, Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín-Colombia, 2012). Magíster en Teología con énfasis en Sagrada Escritura por la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín). Magíster en Filosofía por la Universidad Santo Tomás de Aquino (Angelicum, Roma). Doctor en Filosofía y profesor de la Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades (ETFH) de la Universidad Pontificia Bolivariana. Correo electrónico: edward.posada@upb.edu.co

Artículo recibido el 27 de septiembre de 2012 y aprobado para su publicación el 15 de abril de 2013.


RESUMEN

El presente artículo es un ejercicio hermenéutico que pone en diálogo la filosofía y la teología a partir de la categoría de espiritualidad. Para tal fin asume el rol del poeta, figura crucial en la filosofía del último Heidegger, y lo identifica con el sacerdote, figura importante en la teología. Procediendo de este modo se concluye luego cómo el poeta y el sacerdote son los profetas de lo sagrado que contribuyen a una humanización de la tierra, superando cualquier intento cosificador por parte de la técnica.

Palabras clave : Filosofía, Teología, Poeta, Sacerdote, Heidegger.


ABSTRACT

This paper is a hermeneutical exercise that portraits a dialogue between philosophy and theology based on the category of spirituality. For that reason, it assumes the role of the poet, which is a crucial figure in Heidegger's later philosophy, and identifies it with the priest, a crucial figure in theology. Proceeding in this way, it is concluded that the poet and the priest are the prophets of the sacred, who contribute to the humanization of land, overcoming any reifying attempt by the technique.

Key words: Philosophy, Theology, Poet, Priest, Heidegger.


RESUMO

O presente artigo é um exercício hermenêutico que põe em diálogo a filosofia e a teologia, a partir da categoria de espiritualidade. Para tal fim, assume o papel do poeta, figura crucial na filosofia do último Heidegger, e o identifica com o sacerdote, figura importante na teologia. Procedendo deste modo, se conclui logo como o poeta e o sacerdote são os profetas do sagrado que contribuem para uma humanização da Terra, superando qualquer tentativa coisificadora por parte da técnica.

Palavras-chave: Filosofia, Teologia, Poeta, Sacerdote, Heidegger.


Introducción

¿Cómo puede ayudar la Palabra de Dios a iluminar el drama de la
humanidad en este momento de la historia? La pregunta es una cuestión
abierta que siempre debemos hacernos (…) Al homo faber y al homo
technicus, la Biblia le ayudaría a respirar humanamente, admitiendo en
su contexto vital al homo ludens, al hombre capaz de re-crearse en las
actividades superfluas, poéticas, artísticas. Es posible que esa sea la vía
para llegar al homo orans.

Gaitán 2010 27.

Estas sugestivas palabras sitúan bien la cuestión que se quiere plantear. No sólo propone el profesor Gaitán una pregunta que no debe esquivarse jamás, sino que juega en su discurso con unos dípticos que también aquí se quieren afrontar: estética-ética; homo faberhomo technicus; en definitiva y en sentido más englobante, teología-filosofía. En el presente artículo se propone un ejercicio hermenéutico que ponga en diálogo la filosofía y la teología a partir de la categoría de espiritualidad. Para tal fin se asume el rol del poeta, figura crucial en la filosofía del último Heidegger, identificándolo con el sacerdote, figura importante en la teología. Procediendo de este modo se concluye luego cómo el sacerdote es el profeta de lo sagrado que contribuye a una humanización de la tierra superando cualquier intento cosificador por parte de la técnica. En el fondo de la propuesta hay una invitación a la cual sólo se puede responder si se comprende como vocación: el sacerdote, si quiere ser fiel a sí mismo, debe cultivar su misión de poeta.

Esta propuesta se desarrollará en dos momentos: una breve introducción a la problemática de la técnica en el pensamiento de Heidegger, y posteriormente una aproximación al sacerdote y su quehacer como experiencia poética.

1. "¿Para qué poetas en tiempo de penuria?"

Martín Heidegger es un pensador siempre actual. De hecho es quizá uno de los filósofos más estudiados en los últimos años. Su vasto pensamiento, su prolífica obra, la amplitud de sus temáticas y hasta la "oscuridad" de su lenguaje, lo han convertido en "tremens et fascinans", envolvente, atrayente, sencillamente un pensador mágico al que vale la pena regresar siempre o, en palabras del oráculo griego a Zenón, con el que tiene sentido copular. Quien se acerque a Heidegger vuelve a su casa interior fecundado, es otro, es un converso. Leer a Heidegger, usando la terminología de Pierre Hadot, es un auténtico ejercicio espiritual. Este aspecto es mucho más sensible cuando se hace un acercamiento a lo que la historia ha denominado el segundo o el último Heidegger.

Es bien sabido que el primer Heidegger se ha inquietado por una relectura de la metafísica occidental la cual, según él, desde Parménides dejó de ser metafísica y devino ontología cuando se identificó al ser con los entes y se le atribuyó los nombres de éstos: idea, sustancia, razón, Uno, entre otros apelativos. Sólo una superación de esta concepción podría permitir el resurgir de la metafísica. Lograr este objetivo fue su pasión y a ella encaminó su tarea filosófica. Con el paso del tiempo, sus reflexiones arribaron a ciertas cuestiones que le otorgan especial vigencia en estos días, entre ellas: la técnica, el lenguaje y la poesía. En un texto que ha recogido varias de sus Conferencias y artículos (1994a) aparece con insistencia una crítica suya al mundo contemporáneo. Especialmente en textos como La pregunta por la técnica, Ciencia y meditación, Construir, habitar, pensar y Poéticamente habita el hombre, entre otros, Heidegger (1994a) hace notar que los hombres que habitan la cultura actual (referida a la suya pero con una vigencia pasmosa en estos días) han olvidado cómo vivir en esta tierra. El efecto de la técnica, entendida como manipulación del cosmos en aras del usufructo, la utilidad y el rendimiento, ha destruido la vocación a la armonía que existe entre el hombre y el todo. Armonía que ya preconizaba Hölderlin, según el testimonio de Albano (2007) y con cuyas palabras bien se expresa el anhelo nostálgico del filósofo de Ser y tiempo:

A ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza. A menudo alcanzo esa cumbre, pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo enteramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo. Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas, pues en ellas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa. (Hölderlin, ctd en Albano 23).

Heidegger, como Hölderlin, afirma que esta unidad se ha perdido a causa de un pensar calculador que él atribuye a la técnica. De hecho, el fragmento citado permite colegir, aunque con palabras ajenas a las suyas, por qué el primer Heidegger deslizó sus reflexiones en un segundo momento hacia el problema de la técnica. La referencia en el texto a las "escuelas", lo "razonable", el hombre es un "mendigo cuando piensa", conlleva a denunciar el pensamiento metafísico occidental, a su ontificación del universo, a la identificación del ser con el ente (crítica del primer Heidegger), como el causante de un pathos apropiador, cosificador y manipulador del ser. El hombre ha roto la armonía con el todo al hacer de las cosas simples instrumentos, cosas sencillamente útiles. De este modo la técnica:

Ha transformado la tierra en una gigantesca usina de energía y combustible. La ley del beneficio se ha superpuesto a la ley de las cosas, a la ley que rige el movimiento mismo de la vida y una tal subversión no ha de ser gratuita para el hombre. El calentamiento del planeta es el primer saldo ya exigido de aquella deuda contraída por el hombre hace ya más de dos mil años cuyo monto actual nadie sabrá estimar adecuadamente (Albano 62).

Por eso el hombre sumergido en la técnica se halla en un mundo que le es extraño. Es un mundo no-humano. La única manera de salvar al hombre de este mar inhóspito es tenderle el salvavidas de la poesía ya que sin ella moriría aplastado por la frialdad del utilitarismo, la cosificación y la deshumanización. Las reflexiones del último Heidegger se han empeñado en dilucidar cómo la poesía es el lenguaje por excelencia que permite la revelación, la dación, el devenir, el llegar, el des-ocultarse del ser. Un bello texto donde afronta la cuestión (¡entre tantas otras conferencias también bellísimas!) es justamente el que ha dado título a este apartado: ¿Y para qué poetas?, pregunta que en el desarrollo del texto hace más explícita: ¿y para qué poetas en tiempos de penuria? Esta pregunta será guía en las próximas reflexiones.

La formulación de la expresión no es de inspiración heideggeriana. Es la pregunta 248 de la elegía Pan y vino del poeta Hölderlin. En dicha oración resuenan con especial fuerza dos frases: ¿y para qué poetas?, y luego tiempos de penuria. Dilucidar el sentido de la segunda reclama una respuesta a la primera. Las mismas palabras de Heidegger (2003) describen bien qué se entiende por tiempo de penuria:

La palabra "tiempos" se refiere aquí a la era a la que nosotros mismos pertenecemos todavía. Con la venida y el sacrificio de Cristo se inaugura, para la experiencia histórica de Hölderlin, el fin del día de los dioses. Atardece. Desde que "aquellos tres", Hércules, Dioniso y Cristo, abandonaron el mundo, la tarde de esta época del mundo declina hacia su noche. La noche del mundo extiende sus tinieblas. La era está determinada por la lejanía del dios, por la "falta de dios" (…) La falta de dios sólo significa que ningún dios sigue reuniendo visible y manifiestamente a los hombres y las cosas en torno a sí estructurando a partir de esa reunión la historia universal y la estancia de los hombres en ella. Pero en la falta de dios se anuncia algo mucho peor. No sólo han huido los dioses y el dios, sino que en la historia universal se ha apagado el esplendor de la divinidad. Esa época de la noche del mundo es el tiempo de penuria, porque, efectivamente, cada vez se torna más indigente. De hecho es tan pobre que ya no es capaz de sentir la falta de dios como una falta (199).

Este pasaje ha dejado claro que los "tiempos de penuria" están determinados por la ausencia de los dioses. Cuando ellos parten, sencillamente "atardece", "el mundo declina hacia la noche", "el mundo extiende sus tinieblas". Pero lo que no ha quedado claro en dicho párrafo es el motivo por el cual los dioses se retiran de esta tierra dejándola sumergida en tiempos de penuria.

En otro texto quizá Heidegger sea más explícito y de hecho permita unir estas reflexiones a las iniciales. En Construir, habitar, pensar (1994a) el filósofo alemán pone el tema del "construir" en un contexto de reflexión que tiene que vérselas con la problema de la técnica. Constata él que no toda construcción permite habitar (aunque técnicamente cumpla determinados parámetros) y no lo logra en la medida en que el "rasgo fundamental del habitar es cuidar", y en este habitar-cuidar reside todo el secreto del ser del hombre sobre la tierra. Pero aún más: el hombre "sobre esta tierra" tiene que afrontar aquella categoría que el pensador alemán llama "cuaternidad", a saber: la unidad esencial entre los mortales con los divinos, con la tierra y con el cielo. ¿Qué significa esto? Que el hombre para poder habitar sobre esta tierra tiene que dejar a la tierra ser tierra, al cielo ser cielo, a los dioses ser dioses y a los mortales ser mortales. He aquí algunas de sus palabras:

Los mortales habitan en la medida en que salvan la tierra -retten (salvar). (…) Salvar la tierra es más que explotarla o incluso estragarla. Salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites. Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta; a las estaciones del año, su bendición y su injuria; no hacen de la noche día ni del día una carrera sin reposo. Los mortales habitan en la medida en que esperan a los divinos como divinos. Esperando les sostienen lo inesperado yendo al encuentro de ellos; esperan las señas de su advenimiento y no desconocen los signos de su ausencia. No se hacen sus dioses ni practican el culto a ídolos. Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia -ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte (Heidegger 1994a 145).

Ahora bien, la alteración de esta relación esencial del hombre con el todo y, especialmente, ese carácter apropiador, esa "explotación", fue la que condujo al mundo por caminos inhumanos, tan inhumanos que los dioses tuvieron que partir de esta tierra a otro mundo porque encontraron esta invivible. Fundido por la técnica no era ya un lugar viable. Pero su partida no ha hecho al mundo más humano, por el contrario, lo condujo a su atardecer definitivo. Con la partida de los dioses:

…el mundo queda privado del fundamento como aquel que funda. Abismo significa originalmente el suelo y fundamento hacia el que, por estar más abajo, algo se precipita (…) La era a la que le falta el fundamento está suspendida sobre el abismo. Suponiendo que todavía le esté reservado un cambio a ese tiempo de penuria, en todo caso sólo podrá sobrevenir cuando el mundo cambie de raíz, lo que quiere decir aquí, evidentemente, cuando cambie desde el fondo del abismo. En la era de la noche del mundo hay que experimentar y soportar el abismo del mundo. Pero para eso es necesario que algunos alcancen dicho abismo (Heidegger 2003 199).

¿Queda el mundo inexorablemente perdido? ¡No! De ningún modo. Los dioses han partido porque el mundo era invivible, pero siguen a la espera de poder regresar algún día. Al fin y al cabo esta es su morada, el lugar de los hombres es y seguirá siendo la casa de los dioses. Pero para su regreso es necesario caldear un nuevo hábitat, y lograrlo sólo es posible través del quehacer de los mensajeros de los dioses: los poetas. Entonces ahora tiene mucho sentido poner a resonar de nuevo la pregunta inicial: ¿y para qué poetas en tiempos en tiempos de penuria? La respuesta de Heidegger no se deja esperar:

Los poetas son aquellos mortales que, cantando con gravedad al dios del vino, sienten el rastro de los dioses huidos, siguen tal rastro y de esta manera señalan a sus hermanos mortales el camino hacia el cambio. (…) Pero ¿quién es capaz de rastrear semejante rastro? Las huellas son a menudo imperceptibles y, siempre, el legado dejado por una indicación apenas intuida. Ser poeta en tiempos de penuria significa: cantando, prestar atención al rastro de los dioses huidos. Por eso es por lo que el poeta dice lo sagrado en la época de la noche del mundo. Por eso, la noche del mundo es, en el lenguaje de Hölderlin, la noche sagrada (Heidegger 2003 201).

¡Belleza sin precedentes! El poeta canta, ve lo imperceptible, sigue rastros, intuye, presta atención, señala caminos… ¡Qué vocación! ¡Qué misión de escalofrío la del poeta heideggeriano! Es vocación divina, sagrada. Ahora bien, Heidegger refiriéndose a Hölderlin, manifiesta estas palabras que permiten ir cerrando este primer apartado: "El poeta (Hölderlin) piensa en el lugar que se determina a partir de ese claro del ser que ha alcanzado su sello característico en tanto que ámbito de la metafísica occidental que se autoconsuma" (Heidegger 2003 202). Es decir, el pensar poético es la vía de superación de la metafísica occidental y, según se había manifestado en las líneas iniciales, queda superado entonces el pensamiento técnico, cosificador, manipulador del mundo. En otras palabras, sólo el pensar poético permite el retorno de los dioses y con su llegada se instaura una nueva creación, ahora sí, más humana.

Dado que el proyecto de este artículo quiere poner en diálogo dos categorías, una filosófica y otra teológica, no conviene extenderse en detalles sobre la poesía en Heidegger, pero quede claro entonces que el poeta tiene la misión de decir lo indecible, de seguir el rastro de los dioses, de comunicarlos a sus hermanos, de traerlos de regreso a esta tierra. Pero en todo el conjunto de la filosofía heideggeriana, el proyecto es mucho más amplio: el poeta, como hombre, es "pastor del ser". y en la medida en que es pastor, él tiene la responsabilidad de "cuidar" el mundo. Categorías fundamentales en el pensamiento del autor alemán y que son mucho más expresivas y elocuentes en el contexto de las reflexiones precedentes. El poeta es guardián, pastor, mensajero, heraldo… pero sobre todo es cura. A él corresponde el cuidado de los dioses (para que regresen), el cuidado de la tierra, del cielo (que es su hábitat) y el cuidado de sí mismo (para que reconozca y abrace su finitud). Es por naturaleza un cuidandero, un curandero, un cura del lenguaje, de las palabras, de las cosas. Gracias a su palabra que es poética, que es un pensar poético, las cosas retornan a su esencia. Es por ello que "lo que dura lo fundan los poetas" (Hölderlin). Esta empresa, ese ideal, este sueño, es lo que hace de los poetas los heraldos de un mundo humano. Gracias a la suavidad y vehemencia de su lenguaje, el mundo de la técnica queda superado por la fuerza avasalladora de un pensar no calculador. En contexto de penuria, el poeta recuerda el valor de lo invisible. Recuerda el valor de lo sagrado, el valor del milagro. El poeta respeta el curso de la vida, respeta la identidad de los seres y les deja ser lo que deben ser en el contexto armónico del cosmos. La mayor expresión de ese respeto es que el poeta no manipula la creación sino que la deja revelarse en su ocultamiento. Esta tarea del poeta es sencillamente sagrada. y por ser sagrada es también sacerdotal.

2. "Lo hiciste poco inferior a los ángeles". El sacerdote como poeta

Los denominados "tiempos de penuria", tal como los comprende Heidegger, también son inquietantes para la comunidad de los discípulos de Jesús. No es de extrañar, al menos por dos motivos: por un lado, porque la historia humana y la historia de la salvación es una misma. Este corolario es evidente en toda la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia. De allí que, si se habla de "tiempos de penuria", de "atardecer", de ocaso de los dioses, es una realidad que atañe tanto a la reflexión filosófica como teológica. Por otro lado, porque Heidegger tiene una arraigada formación en teología (una de las grandes diferencias con su maestro Husserl), lo cual le genera una sensibilidad y un horizonte de comprensión propia de creyentes (aunque la fe de Heidegger aún sea un tema discutido en el campo filosófico). Así pues, existe una clara continuidad en torno a la manera de comprender el momento "presente" como "tiempos de penuria". Lo particular es que allí donde Heidegger pone al poeta para salvar la situación, la teología pone al sacerdote. La diferencia y/o continuidad entre poeta-sacerdote es la que ahora se quiere afrontar.

Basta comenzar con un reciente apartado magisterial que manifiesta una constatación semejante a aquella de Heidegger cuando habla de "tiempos de penuria":

Los pueblos de América Latina y de El Caribe viven hoy una realidad marcada por grandes cambios que afectan profundamente sus vidas (…) La novedad de estos cambios, a diferencia de los ocurridos en otras épocas, es que tienen un alcance global que, con diferencias y matices, afectan al mundo entero. Habitualmente, se los caracteriza como el fenómeno de la globalización. Un factor determinante de estos cambios es la ciencia y la tecnología, con su capacidad de manipular genéticamente la vida misma de los seres vivos, y con su capacidad de crear una red de comunicaciones de alcance mundial, tanto pública como privada, para interactuar en tiempo real, es decir, con simultaneidad, no obstante las distancias geográficas. Como suele decirse, la historia se ha acelerado y los cambios mismos se vuelven vertiginosos, puesto que se comunican con gran velocidad a todos los rincones del planeta (Aparecida 33-34).

La ciencia y la técnica, cuando son puestas exclusivamente al servicio del mercado, con los únicos criterios de la eficacia, la rentabilidad y lo funcional, crean una nueva visión de la realidad. (…) De este modo, se termina por destruir lo que de verdaderamente humano hay en los procesos de construcción cultural, que nacen del intercambio personal y colectivo (Aparecida 45).

Especialmente el último apartado expresa una constatación nefasta para la comprensión de la historia desde el humanismo cristiano: "De este modo, se termina por destruir lo que de verdaderamente humano hay en los procesos de construcción cultural…", expresión que es el correlato de aquella heideggeriana: "No sólo han huido los dioses y el dios, sino que en la historia universal se ha apagado el esplendor de la divinidad". La conclusión se puede enunciar tanto en modo ascendente como descendente, es decir: cuando el mundo no es humano los dioses huyen de esta tierra, o cuando los dioses huyen la tierra se deshumaniza. La posibilidad de intercambio en la expresión, permaneciendo fiel a la verdad enunciada, deja poner a la luz una verdad de perogrullo frecuentemente olvidada: dioses y hombres no entran en una clasificación dualista, separatista, excluyente, castrante. ya Jesús vaticinó con su presencia una unidad intrínseca, si se quiere en lenguaje clásico, "substancial". Lo humano y lo divino se fusionan de un modo mágico, místico. Esa fusión expresa, a su vez, que la ausencia de alguna de las partes siempre irá en detrimento de los unos (hombres) o los otros (dioses). Si bien ontológicamente la existencia de Dios es independiente del sujeto que cree porque Él es el Ser o quien da el ser al ser, también es claro desde otra óptica, que Dios es "Dios" para un hombre que cree en Él, lo acepta, lo abraza. No en vano el objeto de la teología es clásicamente Dios, pero no en sí, sino el Dios existente, más aún, el Dios revelado. El acceso a Dios en sí será siempre un cometido sobreabundante, desbordante, por no decir imposible. El acceso al Dios cristiano siempre es por vía de la revelación: tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento sobre todo, donde mostró su rostro definitivamente, dio ahora sí su nombre y no una expresión extraña como en el Horeb a Moisés, y hasta reveló sus sentimientos cuando manifestó que lloraba por un amigo, o sentía miedo ante la muerte, o se enojaba cuando el culto era prostituido. Dijo todo de sí. Pero este acceso a Dios siempre es por vía de la revelación. Una revelación que no se da al vacío, sino a un ser concreto: al hombre. Este mote que el pensamiento occidental otorgó a esa frágil creatura del día sexto (o el primero según sea la versión) no satisfizo mucho a Heidegger, y procediendo con su habitual juego de palabras y etimologías (a veces arbitrarias, según algunos) eligió otro mote, no más claro, pero que con el tiempo sí se ha tornado bien significativo e imprescindible en la reflexión antropológica: Dasein. Con esta extraña palabra pareciera que el pensador alemán quisiera cobrar a Dios el también enigmático nombre revelado por él en el Antiguo Testamento y que, entre otras cosas, ambos se apoyan en la experiencia del "ser": "Soy el que Soy" (aunque hoy es claro que esta traducción alejandrina no es del todo fiel al sentido semita) y "ser ahí". El punto es que ambos, dioses y hombres, se hallan profundamente anclados en la experiencia del ser: bien porque los hombres reciben de Dios el ser (doctrina clásica de la participación) y porque sólo al hombre se le revela el Ser (que es Dios, aunque esta identificación puede ser discutida en el contexto del giro teológico francés, un tema vigente en la reflexión filosófica hodierna). Entre tanta perorata, no superflua, se quiere decir lo siguiente: desde la analítica existencial heideggeriana, el ser se revela sólo al Dasein, cuya consecuencia teológica sería afirmar que Dios se revela sólo al hombre o que sólo el hombre es Capax Dei (según el Catecismo de la Iglesia Católica) y el verdadero "oyente de la Palabra" (según Rahner, lo cual manifiesta su formación en la escuela heideggeriana). Hasta aquí hay pues una importante constatación: Dios es para el hombre (Dasein). Esta certeza genera, entonces una profunda misión por parte del hombre, a saber: él es el oyente del ser, el "Pastor del ser", y dado que sólo a él se desvela el ser, solo él podrá ser su mensajero. Pero como el Ser no se deja aprisionar, el "Pastor del ser" debe acogerlo en el lenguaje poético. Se comprende ahora con más claridad todavía por qué es el poeta (y no cualquier hombre) quien recibe, custodia y comunica el ser, pues sólo en el poeta, el hablar es un decir (el ser).

Esta misión apasionante no es del todo nueva. Siempre ha sido función de los poetas, los que hacen poiesis, es decir, los que con su palabra crean y fundan el universo. Pero en una mirada más amplia, esta bella misión ha sido asumida también desde antiguo por los sacerdotes. La etimología de su nombre es ya indicativa: sacer, relativo a lo sagrado. Por ello los sacerdotes son con-sagrados, entendido aquí lo sagrado como lo digno de respeto y veneración por su relación con lo santo. Al llegar a esta última instancia, lo sagrado, lo santo es Dios mismo. Esto lo tenía claro la cultura veterotestamentaria: "sed santos porque yo, yahvé, soy Santo" (Lev. 19, 2). Santo, Ser, Dios son palabras co-pertenecientes, reclaman un mismo ámbito semántico, un idéntico horizonte de comprensión. En todas las culturas es posible hallar vestigios de esta relación. y desde siempre el sacerdote ha sido identificado por su contacto con lo santo. En una afirmación peligrosa por la tentación de un dualismo inexistente, allí donde el filósofo ha visto a un poeta, el hombre religioso ha visto a un sacerdote. Palabras bellas de la tradición cristiana han sido sumamente claras (lástima que en diversos procesos históricos hayan generado nuevas connotaciones), pero en general el sacerdote ha sido llamado "pontífice", "mediador", "heraldo", "profeta", "padre", "presbítero", cada una de ellas aludiendo a un aspecto de su quehacer, pero siempre referido a lo santo. El sacerdote es sagrado porque convive con lo sagrado, se impregna de lo sagrado y de ahí que toda su vida sea testimonio de ello. Nótese bien que el sacerdote es asumido aquí en un sentido amplio. La cultura veterotestamentaria tenía clara la diferencia entre tres personajes claves en su historia: el rey, el profeta y el sacerdote, cada uno de ellos con sus particularidades. Pero en el sentido aquí tratado, todos ellos entran en la comprensión del "sacerdote". Así como poeta no es sólo aquel que compone versos, tampoco sacerdote es sólo aquel que oficia servicios religiosos. Aquí sacerdote es quien recibe lo divino, quien está abierto a la revelación de lo santo. El sacerdote, como el poeta, es un Dasein abierto a la experiencia del Ser.

Este aspecto es el que permite la comprensión del sacerdote como poeta y del poeta como sacerdote. Ambos conviven con el Ser, hacen su experiencia, reciben su revelación. Ahora conviene ser consecuentes con un aspecto que se deriva de esta constatación y que vuelve la mirada sobre la pregunta inicial: "¿Para qué poetas en tiempos de penuria"? Retomando el hilo, se decía que la técnica corre el riesgo de deshumanizar la historia a tal punto que los dioses la han deshabitado. Sólo los poetas, quienes siguen el rastro de los dioses huidos, hacen que este mundo sea vivible haciendo presentes a los dioses con su palabra no apropiadora. Esta misma función la cumplen cabalmente también los sacerdotes, quienes en su convivencia con lo sagrado, hacen el mundo más sagrado. ¿Cómo lo logran los sacerdotes?

Para responder esta cuestión téngase en cuenta una precisión hermenéutica. A partir de este momento, la categoría "sacerdote" toma unas connotaciones precisas: si bien el lenguaje tratará de ser fiel a las categorías universales de lo sagrado en cualquier cultura, el sacerdote aquí expuesto tiene muchos elementos de la figura descrita por la teología cristiana. Con este presupuesto, respóndase entonces: ¿Para qué sacerdotes en tiempos de penuria? ¿Cómo puede el sacerdote hacer más sagrado el mundo? ¿Cómo logra el sacerdote que el mundo sea más humano? Tres apartados asumirán esta cuestión.

2.1 Un poeta que canta: El sacerdote como liturgo

Una de las funciones primordiales del sacerdote es la de liturgo. Según la etimología de la palabra en contexto helénico, es quien oficia un servicio público, en este caso, un servicio religioso. Con este servicio, él se erige como mediador entre Dios y los hombres. En esa mediación, él se hace claramente poeta y con su poesía hace más habitable el mundo.

El sacerdote como liturgo redimensiona el mundo en el contexto del culto: con su palabra convoca, reúne, congrega; intercambia colores, juega con las palabras, danza al ritmo de los gestos, canta con las oraciones. Tal como lo expresa Anselm Grün (2002):

El culto divino forma parte esencial del oficio sacerdotal; durante el culto el sacerdote canta en lugar del pueblo, tiene una función representativa. No canta para sí sino porque el pueblo le encarga que en ese momento resuene la alabanza de Dios. Cuando se honra a Dios en ese lugar, el mundo cambia, se vuelve más luminoso, saludable (12).

Cuando el sacerdote preside el culto deja al descubierto su dimensión poética de un modo singular. Su palabra burla al mundo y los sistemas regentes. Su decir no es calculador, por el contrario, es simbólico, mitopoiético. Su palabra pone el acento en realidades que trascienden las presentes asumiéndolas en su dimensión más esencial. Habla de lugares que la técnica parece eclipsar: cielo, paraíso, tierra prometida. Propone unos valores que en el lenguaje técnico son inexistentes: misericordia, amor, generosidad, altruismo… Su palabra no es un hablar sino un cantar. Su juego de palabras es tan mágico que alcanza niveles armónicos. Su decir es un cantar melodioso. Por eso el sacerdote presta un servicio que, si bien para el pensar calculador es inútil por su incapacidad de ser cuantificable, permite al mundo ser sencillamente humano. Él es un dique que contiene el impulso frenético de la sociedad consumista y técnica, a la vez que alimenta el hambre de infinito sembrado en cada corazón humano. Lo hace con todo lo constitutivo de la persona: gestos, colores, imágenes. El sacerdote cuando es liturgo danza: levanta las manos, inclina sus rodillas, eleva su mirada, toma los bienes de la tierra y los presenta a Dios. Sus mismos vestidos manifiestan una ruptura con la vida cotidiana. Cambiando de colores les hace decir algún aspecto de la realidad: habla de esperanza, de martirio, de resurrección, de luto. Por su reverencia es capaz de convertir las imágenes en iconos. Su dimensión profunda en el culto no aprisiona a Dios en las cosas, sino que a través de ellas ve algo de lo invisible; y sintiendo cercana una presencia que transciende las apariencias de las cosas, el sacerdote confirma que Dios sigue habitando esta tierra. Por eso el sacerdote es poeta, porque en tiempos de penuria sigue el rastro de los dioses huidos y los hace retornar a este mundo. El sacerdote como liturgo es poeta por excelencia.

2.2 Un poeta que sana: El sacerdote como cura

El sacerdote también es cura, un apelativo de vieja data. Se halla grabado en el inconsciente colectivo de culturas antiguas. Según el testimonio arquitectónico de muchos pueblos, en el centro de la comunidad humana estaba la Iglesia y en ella estaba su cura. Su centralidad evoca ya la centralidad de Dios. Su presencia de cura era signo de la presencia divina. Por eso, aunque en muchos ambientes hoy se le quiera dar a la palabra cura un sentido peyorativo, jamás podrá opacarse el bello significado constatable en la etimología e historia del término.

Ser cura es de lo más sublime que puede ocurrirle al ser humano y el campo semántico de dicha palabra explica por qué: cura, curar, cuidado, cuidar, cultura, cultivar. Son expresiones que se reclaman, se explican, se co-pertenecen. El cura es cura porque ante todo es un "cuidandero". En el sentido tradicional, de hecho, sólo es cura el párroco, porque es quien tiene bajo su responsabilidad un rebaño. Es decir, es un "pastor", un pastor que cura, un pastor que cuida. Pero en el contexto heideggeriano, el Dasein es pastor del ser, no propiamente de una comunidad. ¿Conduce esto a una aporía? No necesariamente. El poeta y el sacerdote también se unen en la función de cuidar. Antes que cuidar una porción de pueblo, el sacerdote es efectivamente pastor del ser. Él cuida del ser, se abre a él, tiene experiencia de él. Posteriormente se lanza a cuidar de los otros, y si lo hace es justamente porque todos los demás son destellos del ser. El sacerdote como poeta sólo cuida de una cosa: del ser. Cuida tanto de él que luego lo custodia difuminado en las cosas. Todos los entes son destellos del ser. De ahí que el sacerdote cuide de todo lo divino oculto en los entes que, por gracia, comparten el misterio de la divinidad. Se entiende, entonces, por qué el sacerdote tiene el deber de liberar a las cosas de la opresión de la técnica. Su mirada le permite ver más allá de la utilidad y deleitarse en la mismidad de cada ente. Su mirada es esencial y, en ese sentido, liberadora. En cada cosa no ve lo útil, ve destellos de lo divino.

En su afán de cuidar, el sacerdote también cultiva. Puede cultivar muchas cosas: puede sembrar valores, cosechar virtuosos, podar intenciones morales… pero lo más sublime que puede cultivar el sacerdote es lo divino en lo humano. Esto se hace cuidando de todo lo anterior, pero ha de tenerse esto como punto de partida y no al revés. Precisamente este cultivar lo divino en lo humano revela al sacerdote como poeta. Con su palabra que cuida y cultiva, esparce lo divino en todo. Es la experiencia del sueño de Jacob narrada por el Génesis: cuando éste despierta, después de haber contemplado la escalera y a los ángeles subir y bajar, toma conciencia de que Dios está en este lugar y que aquí es "la casa de Dios y la puerta del cielo". El sacerdote es poeta porque no sólo sigue el rastro de los dioses huidos sino que, en su búsqueda, los encuentra escondidos no en las lejanías de este mundo, sino en la profundidad de él. Por eso su mirada es mística: llega hasta lo oculto de las cosas y allí encuentra a Dios. En su misión de cura, el sacerdote cultiva lo divino inscrito en el hombre y cuida de que esta dimensión no se pierda jamás. Con esta actitud, él crea cultura: la cultura del cuidado, el cuidado de sí (la famosa cura sui de los romanos), el cuidado de los otros, el cuidado de las cosas, el cuidado de los dioses. El sacerdote también crea (poiesis) un mundo con su lenguaje, su palabra es originante en la medida en que llega al fondo de las cosas, allí donde el ser ha sido comunicado y ha llamado a la existencia a todos los entes.

2.3 Un poeta que revela: El sacerdote como vocero

Una última dimensión preciosa del sacerdote es la de vocero. El sacerdote está llamado a hablar, él es parlante por doble naturaleza: ya es un animal "lógico" como decía Aristóteles que, según Gadamer, no equivale sólo a decir que es racional, sino que es capaz de "habla" y, por otro lado, él debe hablar de la Palabra de Otro. El sacerdote es poeta porque recita una Palabra que no es suya sino que es una Palabra ajena, de otro, del Otro. El sacerdote es vocero de Dios, su palabra es reconocida como "Palabra de Dios".

En esta convicción se debe proceder con cautela, no vaya a ser que degenere en falsos mesianismos. Cuando se afirma que el sacerdote dice "palabras de Dios", debe entenderse en el amplio y profundo campo de la doctrina cristiana de la inspiración. ya tratado en el sacerdote como cura, él también cuida de sí (cura sui); esto implica cuidar lo divino en él, cultivarlo, explotarlo, potenciarlo. Esta gracia divina es la que funda la fe en la inspiración. Ha sido un don de Dios el querer participar su ser a las cosas, y en grado especial, al ser humano. Por eso lo divino está inscrito en lo humano, y con una sensibilidad bien cuidada (cultivada) todo lo que emerja de lo humano será divino. Por eso cuando el hombre vive, escribe y lee lo hace siempre como experiencia pneumatoamalgamada, es decir, como una experiencia de reposo en Dios. El salto de la fe permite leer esto sin muchas complicaciones.

La fuerza de este argumento enfatiza, entonces, la misión del sacerdote como parlante, si se quiere porque habla, pero más aún porque sencillamente amplifica. Su palabra no es suya y esta es la clave de comprensión. De ahí que sea esta la función que hace más explícita la misión del sacerdote como poeta. Es una dimensión que podría poner en riesgo su dimensión poética, porque bien podría proferir palabras como fruto de un pensar calculador y no de un pensar meditativo, y en esa medida terminar diciendo lo que sólo se puede mostrar (Wittgenstein), diciendo lo indecible, explicando lo narrable y anteponiendo fórmulas al mito. Si así fuera, el sacerdote no sería un poeta sino un transgresor. Pero esto no es un problema para el sacerdote-poeta. Él sabe que su Palabra ajena requiere reverencia, adoración, contemplación. Por eso habla con respeto, no abusa de la palabra y confía también en los silencios. Pero también confía en que su palabra explícita haga resonar acordes divinos en el trasegar de los hombres. Su palabra cantante, escultora y curativa reviste el mundo de sacralidad. Su palabra es bella y embellece porque hace surgir los anhelos más nobles que guarda cada corazón y pone todo su empeño para que se conviertan en realidades. El sacerdote tiene un decir divino. Con esa palabra hace presente a Dios. Cuando el sacerdote habla, es fácil intuir que Él está aquí.

3. Conclusión

En última instancia, se trata de aprender a vivir en el momento presente. Cada época plantea retos y desafíos para al arte de vivir, y tanto la filosofía como la teología deben asumirlos frontalmente. Si bien algunos ambientes han querido silenciar la voz de la teología y otros quieren opacar la de la filosofía, so pretexto de que ambas, según un viejo dicho, buscan un gato negro en un cuarto oscuro, es bien cierto que su vigencia no muere jamás. Tanto la teología como la filosofía tienen mucho que decir a la era de la técnica. Justo en medio de ella ambas revelan la utilidad de lo inútil (según los parámetros con los cuales se juzga la pertinencia de las cosas en la cultura actual), el valor del silencio, del misterio, de la trascendencia. Ellas conducen al ser humano por senderos del espíritu y el Espíritu. Ambos saberes, tanto académicos como sapienciales, son fuente de vida a través de sus heraldos: los poetas y los sacerdotes. Ellos son mensajeros de lo sagrado. En sus manos está el encargo de revelar el sentido de lo simbólico, lo metafórico, lo mitológico. Su decir es un lenguaje que revela ocultando, y por ello respeta el misterio: el misterio de Dios, el misterio del hombre, el misterio del cosmos. Sólo por este camino es viable una hermenéutica existencial, y sólo a través de ésta el hecho religioso tiene futuro (ya que ese es también su origen). Cualquier lenguaje que quiera definir a Dios necesariamente lo cosifica, y tal aproximación sólo conduce a los totalitarismos y dogmatismos.

Esta es una propuesta espiritual. Más allá de pensar la espiritualidad como un conjunto de prácticas piadosas, ha de verse como una cosmovisión holística. Espiritualidad es un modo de ser en el mundo. Es una actitud ante Dios y ante la historia. Espiritualidad es también un modo de ver que, en lenguaje cristiano, es ver las cosas como Dios las ve, en consonancia con su plan de creación-salvación. En otras palabras, es devolver a la tierra su carácter sagrado. Es impregnarla de divinidad, y en esa misma medida, es la oportunidad de humanizar la tierra y, por ende, el único modo de hacerla habitable.

Esa es la tarea del poeta, del sacerdote, del místico: promover la visión del mundo desde lo invisible, donde se cuecen las cosas verdaderamente importantes de la vida. Esta actitud la llamó Heidegger Serenidad (Gelassenheit). Una bella palabra que el mundo de hoy parece olvidar. ¿Qué es serenidad? Es la posibilidad de vivir en el mundo con el corazón abierto al infinito: "La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio se pertenecen la una a la otra. Nos hacen posible residir en el mundo de un modo muy distinto. Nos prometen un nuevo suelo y fundamento sobre los que mantenernos y subsistir, estando en el mundo técnico pero al abrigo de su amenaza" (Heidegger 1994b). Por esto sacerdotes y poetas anuncian con su presencia el tiempo de la serenidad.


Referencias

Albano, Sergio. Heidegger, Hölderlin y el Zen. Buenos Aires: Quadrata, 2007.         [ Links ]

Gaitán, Tarcisio. "Tres incidencias de la Palabra de Dios para el hombre de hoy". Revista Seminario Mayor de Medellín, 26 (2010): 27.         [ Links ]

Grün, Alselm. El orden sacerdotal. Vida sacerdotal. Trad. Antonio Belleza Cardiel. Bogotá: San Pablo, 2002.         [ Links ]

Heidegger, Martin. (1994a) Conferencias y artículos. Trad. Eustaqui Barjau. Barcelona, Serbal.         [ Links ]

___________. (1994b) Serenidad. Trad. Yves Zimmermann. Barcelona, Serbal, V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Documento de Aparecida), 2007.         [ Links ]

___________. Caminos de bosque. Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza, 2003.         [ Links ]

V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Documento de Aparecida), 2007.         [ Links ]