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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.22 no.48 Bogotá Jan./Jun. 2014

 

MITO Y MISTERIO: LA OFRENDA DE EDIPO

MYTH AND MYSTERY: OEDIPUS' OFFERING

MITO E MISTÉRIO: OFERENDA DE ÉDIPO

Ethel Junco de Calabrese*

* Doctora en Letras por la Universidad del Salvador, Argentina, (2000). Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona, España (2004). Docente investigadora de la Universidad Panamericana, Campus Aguascalientes, México.
Correo electrónico: junco.ethel@gmail.com

Artículo recibido el 4 de septiembre de 2013 y aprobado para su publicación el 18 de diciembre de 2013.


RESUMEN

Este artículo propone un recorrido por la naturaleza del mito, sus propiedades distintivas y, de manera particular, los requisitos del mito escatológico. Se establece su relación intrínseca con la tragedia, como campo de expresión de la gravedad de lo humano. La correlación entre el misterio y el drama, dada en el cruce del tiempo y la atemporalidad, se ejemplifica en las obras de Sófocles, con el fin de desembocar en el tratamiento particular de Edipo en Colono (1992) y la presentación de un esbozo de su escatología, previa a la exposición platónica.

Palabras clave: Mito, Tragedia, Religiosidad griega, Mito escatológico, Sófocles.


ABSTRACT

The following paper proposes a study of the nature of the myth, its properties and, particularly, the requirements of the eschatological myth. It establishes its intrinsic relation with the tragedy as a field to express the importance of what is human. The relation between mystery and drama, which happens in the intersection of time and timelessness, is exemplified with Sophocles’ works, leading to a detailed study of Oedipus at Colonus and the presentation of a sketch of its eschatology, which precedes that of Plato.

Keywords: Myth; Tragedy; Greek Religiosity; Eschatological Myth; Sophocles.


RESUMO

Este artigo propõe um itinerário pela natureza do mito, suas propriedades distintivas e, de maneira particular, os requisitos do mito escatológico. É estabelecida sua relação intrínseca com a tragédia, como campo de expressão da gravidade do humano. A correlação entre o mistério e o drama, ocorrida no cruzar do tempo e na atemporalidade, é exemplificada nas obras de Sófocles, a fim de desembocar no tratamento particular de Édipo em Colono (1992) e na apresentação de um esboço de sua escatologia, previa à exposição platônica.

Palavras-chave: Mito, Tragédia, Religiosidade grega, Mito escatológico, Sófocles.


El mito y la tragedia

La tragedia griega deriva de rituales religiosos; su adecuación al esquema de los festivales de la época clásica no implica renuncia al origen, antes bien, lo recrea y actualiza a los ojos jóvenes de generaciones influidas ya por los modelos racionalistas. La tragedia trata de asuntos míticos y no sería tal sin esa columna religiosa.

Pero ¿de qué se ocupan normalmente los mitos? ¿Qué sustancia recogen?

El mito se ocupa de un hecho no acontecido aún o no verificado en su acontecer, o que quizá no acontezca, pero que representa un sentido; ésta es una de las características que le atribuye ambigüedad -la no verificación empírica- y denomina a su lenguaje "equívoco". Lo que el mito dice no tiene literalidad inmediata, representatividad rápida en el lenguaje, porque expresa "algo" que no posee, en términos de su narrador, lenguaje humano ni referente inmediato. Su contenido es trascendente en un triple sentido: trascendente al narrador, porque no ha coexistido con él para testimoniarlo en forma histórica; trascendente a su lenguaje, que sería eficaz en la descripción próxima, pero que debe volverse simbólico, es decir, recurrir a sus capacidades connotativas; y trascendente a las experiencias verificables y contextuales, vale decir, a cualquier realidad conocida con la cual comparar (Pieper 15-20).

El mito, lenguaje en busca de su máxima tensión hacia una verdad que lo excede, se presenta como lugar de encuentro entre hombre y dios. Esa mediación es tarea del poeta, del antiguo rapsoda, quien etimológicamente es el que "cose cantos a puntadas" (; de coser, y , canto). El hacer poético es visto como síntesis de algo que está antes -"canto"- y que el hombre se encarga de unir, de "coser". La poesía entraña una unidad que es recibida y transmitida, estrictamente, un mundo mítico, entendiendo por él, un saber no inventado sino "tejido" por el rapsoda.

La tradición mítica

En la historia de las religiones se indica que en el comienzo de la genealogía humana se produce una comunicación divina cuyo destinatario es el hombre. Las narraciones mitológicas griegas se pueden reconocer con formas semejantes en otras partes del mundo (Kerényi 40).

Todos los pueblos arcaicos poseen una tradición sagrada en la cual ha ingresado esa comunicación; su forma es la del mito, que conserva, aunque no explícitamente, una memoria básica. Los modos de transmisión llegan a desfigurar hasta lo irreconocible su mensaje.

Pieper (75) sostiene que hay dos grandes puntos al respecto en los cuales no estamos más avanzados que Platón u otro pensador antiguo; en primer término, la participación de una verdad procedente de fuente divina y recibida por el oído, es decir, sin experiencia ni reflexión personal. En segundo término, la imposibilidad de expresar esa verdad bajo la forma de una tesis conceptual; al contrario, siempre ha adoptado el esquema de "historia que se cuenta", tal como se puede denominar al mito.

Al respecto propone von Balthasar (80) que el uso del mito se comprende desde una forma poético-vinculante, la cual denota, en principio, que su época misma ha pasado. Revela un modo de inspiración profética al hablar de aspectos que para ser filosóficamente verdaderos se deben "concretar en la trascendencia". La función poética se ordena, antes que a perfeccionar una argumentación, a concretar una revelación. El autor ve esto como la anticipación de la revelación cristiana, en tanto ella realiza la síntesis entre poesía y filosofía, es decir, mito y logos. En lugar de propiciar el decurso iluminista de anteponer un mito insuficiente para completarlo con un logos eficaz, la afirmación es que la filosofía debe confiarse al mito en busca de su mejor conclusión.

Los mitos son historias que en su narración vinculan necesariamente el acontecer humano con acciones, de tipo causal, de orden divino. Como tales, los mitos ponen en tensión los límites de la razón y se ubican en un espacio intermedio entre lo comprensible y lo creíble. De ahí, la imposible literalidad de sus términos. Quien recree el mito -aquí la jerarquía del poeta- deberá usar a consciencia el lenguaje, consciencia de posibilidad y paralelamente, de límite.

Con el mito intemporal se puede hablar al hombre histórico. La tragedia ática, desde la fidelidad al mito, dirigirá su discurso de lenguaje y acción, y denunciará la inminencia, la gravedad, la densidad de lo humano.

Condiciones del mito en la tragedia

Para valorar la presencia del mito en la tragedia es preciso cruzar la horizontal histórica de lo griego en el tiempo y espacio del siglo ateniense, con la vertical de una religiosidad que, presente desde las letras de Homero, ve al hombre en el cosmos como naturalmente religioso. Rebelde o sumiso, triunfante o caído, mas naturalmente piadoso, ordenado entre el juego inseguro de los olímpicos y el claro sesgo de la Moira.

Recorramos algunos caracteres fácilmente visibles, impresos en la forma del drama por el modo mítico.

La tragedia griega no es un hecho estético, al modo como entenderemos el término a partir de la filología alejandrina, no evoca lo perdido con nostalgia, no construye edificios de bellezas inaccesibles; antes bien, hace presente lo permanente, que puede estar olvidado, mas no perdido, perteneciente aún a las raíces de una cultura, que pugna por salir en sus diferentes lenguajes. Si lo entendemos como alegoría de "otra cosa", entonces el mito pierde eficacia y en su lugar se podría representar cualquier historia, del tiempo o de la fantasía del autor. El requisito, la premisa del mito, opera un misterio y la forma dramática pone en movimiento lo que podemos saber y decir del mismo.

El dato de que sólo en las fiestas dionisíacas se hicieran representaciones trágicas establece un espacio específico donde se privilegia el sentido religioso; regidos por el mito de Dionisos como condición de existencia, los principios argumentales también serán reconocidos dentro del esquema religioso, a saber, la distinción entre el hombre, su decisión y su lugar en el mundo, frente a los dioses poderosos e inescrutables y a su vez, la inevitable referencia final del hombre ante el dios: "En la tragedia, el hombre representa su papel ante el telón de fondo de Dios; sólo se revela y alumbra su verdad mientras aparece Dios -bien sea en su cólera o en su misterio" (von Balthasar 96).

La aplicación de esquemas míticos consiente en repetir la contradicción entre la existencia actual, quebrada por el infortunio, y la tensión hacia una búsqueda final, más allá de lo inmediato y comprobable. No puede hablarse de certeza, aunque sí de estable repetición; observando los decursos míticos en las obras supervivientes de los tres trágicos, la repetición de la existencia de Zeus y los demás dioses y la insistencia en que son testigos y co-autores del sino humano, es constante. Su planteamiento y resolución sufrirá los tonos de cada poeta, mas esta repetición perturba como un mensaje que busca claridad. El dios presente en las Euménides, en justa garantía del orden, el dios presente en Áyax, severo y exigente, o el dios presente en Hipólito, ya burlador ya misericordioso, pese a sus diferencias, repiten su estar entrecruzados indisolublemente en las existencias de los mortales.

Otro elemento común a la tragedia y propio de la naturaleza del mito es el despliegue de un núcleo significante en detrimento de la acción in extenso. En rigor, una tragedia cuenta poco; su argumento esencial es bien conocido así como el temple de su héroe, su proporción discursivo-lírica estable, desde su nombre está anticipado el desenlace; los grandes movimientos no se dramatizan, sino que se describen como ya acontecidos.

Esta concentración de elementos, que anticipan en su presentación todo un decurso completo, expone el sesgo de tensión y expresión del modo mítico; todo ya está y es preciso ponerlo a correr, para que se haga visible y, en su medida, se comprenda. El saber del mito no puede albergar algo sorpresivo; lo nuevo será el formato de su descubrimiento, cómo la verdad se hace en el mundo del hombre. El drama es la apertura escénica de ese descubrimiento.

Aquí confluyen otras dos coordenadas del mito: el tiempo y la atemporalidad. La eficacia de la representación es ser en el presente, mirar al hombre y dirigirse a su vida, justamente por no valer como hecho estético con fin en sí mismo. El núcleo del mito debe ser traído, desde su más remota preexistencia, no sólo a un ahora sino a una situación de urgencia, la cual agrava su actualidad. La tragedia adensa el sentido del presente -muchas veces aquilatado en aconteceres vacuos- cuando presenta una emergencia imposible de dilatarse. También de ese modo hace único el mismo presente, llevándolo hasta el paradigma mítico.

El cruce o la entrada de la atemporalidad mítica en el tiempo -magistralmente representada en el símbolo del cruce de caminos del mito de Edipo- no se produce por causas menores: la apertura de ese orden queda justificada en la necesidad de manifestación del dios al hombre. La natural distancia de lo divino rompe su silencio y se muestra en signos; a pesar de los variados perfiles divinos en los dramas, la comunicación entre dios y hombre nunca es directa, desde la lectura humana: y aunque parezca muy clara, no es interpretada inmediatamente. Esa mediatez del discernimiento, que hace al desarrollo del discurso en el drama, es necesaria para la aprehensión humana, y reconoce sus desvíos y sus errores. Nunca puede ser inicial, tampoco puede ser lineal; el abrirse del mito en drama muestra, desde el prólogo hasta el éxodo, la ruta del mensaje -signo con la prescripción de un dios- en la razón del hombre; un camino no sólo de inteligibilidad, sino de crecimiento.

He aquí la presencia de una doble noción, la del mal y su contracara ineludible, el dolor. Para que el hombre trágico sea el héroe, es decir, para que se consume su crecimiento, se enfrentará a alguna forma de mal y deberá sufrir en consecuencia. Como en el mito básico de Dionisos-Zagreus, y la creación del hombre, un principio constitutivo de mal toma la forma de culpa. Por esa causa el hombre decidirá, creerá entender, actuará, se equivocará, y hará peor lo que ya es malo. Lo que es seguro es que, sumido en el acontecer mítico, no tendrá escapatoria para el dolor, sea su causa un dios justo, arbitrario o inescrutable, o sea su causa el mismo héroe, en desborde de su libertad.

En el grado último del sufrimiento se alumbra para el héroe trágico lo divino, al tiempo que su razón culmina sus posibilidades. Sufrir hace entender, aprender en el dolor introduce en una visión profunda de la realidad, develada de toda apariencia. La expresión del Agamenón de Esquilo (160-165), transpasa el límite de una obra o de un poeta y se convierte en emblema del sentido trágico: "Zeus, quienquiera que sea, si así le place ser llamado, con este nombre yo lo invoco. Ninguna salvación me puedo imaginar, al sopesarlo todo con cuidado, excepto la de Zeus, si esta inútil angustia debo expulsar de verdad de mi pensamiento" (160-165).

No hay proporción entre culpa y dolor que lo haga conveniente, no hay comprensión de los demás que acompañe; la condición de soledad del héroe es esencial cuando llega a las fronteras míticas de lo divino y, desde el sufrimiento -es decir, desde la reducción de su naturaleza humana al mayor escarnio- contempla su imagen para ver lo que los dioses han podido (Sófocles 47). Allí, en el abismo del dolor, cuando el héroe se está desmoronando, asoma el rostro de los dioses. "Lo inaudito es que no se rechaza el dolor (declarado ilusorio y hecho transparente por la filosofía) ni se sublima en pro de una eudemonía al alcance de los humanos, sino que la senda del hombre a Dios y la revelación de la más profunda verdad del ser se abre a través del más extremo dolor" (von Balthasar 97).

Es preciso colocar este aspecto en simetría con otro: los dioses asoman al hombre a un abismo que lo pone en el límite de la existencia y así se da la teofanía del mito; mas el hombre, en vistas de esa frontera no reconocida, no aceptada sin más, llega a la suprema tensión de sus posibilidades. La tragedia es tal cuando el héroe revela no sólo consciencia frente al acontecer, sino que opone su fuerza; de allí la tensión y el juego posible de la libertad, que es requisito del mito puesto en el tiempo. Con estos antecedentes, es posible leer Edipo en Colono.

Los mitos escatológicos

Denominamos "mito escatológico" a aquella narración poética cuyo tema refiere directa o implícitamente al origen y destino de la existencia del hombre en el cosmos. Por "poética" indicamos que su elaboración requiere de símiles, metáforas o alegorías para expresar sus contenidos; por "origen y destino" entendemos aquellas instancias esenciales, pero incógnitas al hombre, acerca de las cuales se puede hablar parcialmente y en cuyo mensaje hay que confiar porque no se puede verificar (Droz 14).

Es substancia de los mitos escatológicos la existencia de lo divino, es decir, una naturaleza distinta por su esencia y cualidades de lo humano; una noción de principio -arché- paradigmático, que se irá desplegando en lo histórico, tanto como la idea de una morada final, un más allá donde el destino último se consume; así como un motivo -culpa- que justifique un tránsito intramundos; lo es también una determinada concepción del alma en su inmaterialidad, que vincule lo humano con lo divino, y protagonice todo este decurso. En este punto se hace indispensable una concepción acerca de la inmortalidad del alma.

Tanto el mundo griego como el hebreo poseen un extenso periplo en el desarrollo de sus nociones escatológicas. La perspectiva homérica presenta la continuidad del alma tras la muerte, como una existencia reducida y sin conciencia. Conjuntamente y en referencia a instancias de la religión prehelénica, se sostiene la creencia en que los hombres sobresalientes perviven a la muerte y reciben honras de los vivos, del mismo modo que otorgan bien o mal a los humanos. Llevan en la muerte una existencia transfigurada; la noción de un espacio benéfico -los Campos Elíseos- donde los muertos privilegiados tienen un pasar semejante a los dioses, propia de la tradición popular, es contradictoria con la perspectiva homérica; no obstante, el mítico no es un plano conceptual donde las contradicciones no sean posibles, sino todo lo contrario (Pohlenz 175).

El cambio rotundo en la noción de "más allá" proviene del tronco órfico-pitagórico y hallará configuración teórica con Platón. Habrá que esperar al Gorgias para leer que esas nociones son verdaderas y están fundamentadas (523 a). Son los diálogos platónicos los que proporcionan apoyo respecto de la pervivencia del alma y su continuidad a través del tiempo (Rohde 330).

Con la noción platónica del concepto de alma, caen las ideas fusionadas y supervivientes de distintas tradiciones; se enarbolan características que están aludidas en Sófocles, tales como que el alma es inmaterial y subsiste en contraposición al cuerpo, que es material y corruptible (Pohlenz 179). La presencia del mito escatológico legitima, entonces, la creencia en un mundo suprasensible al cual el hombre tiene acceso en virtud de su alma no-material y no-mortal, meta-empírica. Ésa es la verdad última no agotable por el logos pero apoyada en él, en cierto sentido (Reale 148).

El punto de unión entre realidad metafísica, antropología y escatología que Platón concreta mediante la ética, no está ligado en Sófocles aún de la misma forma. La relación platónica justicia/premio, injusticia/ castigo, Sófocles la enlaza en el misterio divino y en el trazo destino/culpa/ inocencia trágica. Por el contrario, el acceso escatológico no responderá a la motivación ni al mérito humano; será prerrogativa de la divinidad (Webster 34-35).

El mito escatológico en Sófocles

Lo divino en Sófocles se manifiesta sesgado, por intermitencias, con signos y señales, con discursos truncos, con sugerencias. El ocultarse del dios es su modo de anunciarse, puesto que claramente lidera el acontecer de los hombres, mas gusta aparecer en forma fragmentaria primero, para luego caer contundentemente. El ritmo sutil y constante que muestra el estar expectante del dios tras los acontecimientos se va dibujando como una certeza creciente para los protagonistas del drama, certeza que no puede afirmarse más que en la interioridad, porque los dioses no hacen gala de una teofanía externa. En esencia, el mito es un ocultarse que, en paradoja, quiere mostrar, clara y definitivamente, un orden que es del dios.

Frente a esta apertura del plano divino en que se busca al hombre, el mortal contradice dos actitudes: escucha y obedece, es decir, se ordena; o, por el contrario, desatiende. Esta segunda actitud cobra víctimas en los héroes. En los dos casos se pueden confrontar los comportamientos de Tr., 1159; Ph., 113 ss; OC., 386 y El., 32 ss.

La exposición humana ante la acción divina, su consiguiente humillación y sufrimiento, abre dos perspectivas: la del cargo del hombre frente a su destino -problema del mal y de la culpa- y la del sufrimiento que aquél provoca. Para que el dios se revele, el hombre debe haber caído, su humanidad debe encontrarse reducida al mínimo, condición que permita el salir de sí y la apertura a lo otro. Recordemos que el hombre demasiado feliz no es algo grato a la cosmovisión homérico-trágica. "La maldición se revela en los puntos en que las ilícitas osadías de quienes se muestran más orgullosos de lo que es justo, cuando en exceso sus casas rebosan sobrepasando la medida óptima" (Esquilo, Ag., 375 ss).

Mas el elegido, rey o héroe, caído ante el poder divino, es menos que hombre, se reduce a la nada: "No obstante, aunque sea un enemigo, le compadezco, infortunado, porque está amarrado a un destino fatal. y no pienso en el de éste más que en el mío, pues veo que cuantos vivimos nada somos sino fantasmas o sombra vana" (Sófocles, Aj., 124-5).

Los dioses que están detrás son extremos y crueles, según el entendimiento de los mortales. Hay certeza de que actúan, pero no se sabe cómo ni por qué hasta el final de una existencia: "Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos infortunios míos." (Sófocles, OR., 1329-30) y así como el dios sabe, el hombre desconoce: "y luego sin saber nada, llegué adonde llegué y estoy perdido por obra de aquellos que, sabiéndolo, me hicieron sufrir" (Sófocles, OC., 274).

No obstante, la percepción clara de los dioses en la determinación del destino influye sobre la culpa personal, que no desaparece, pero se subsume en otra dominante. Es más poderoso el dios que el hombre para generar culpa: "(...) si por medio de los oráculos le llegó a mi padre un vaticinio enviado por los dioses de que moriría a manos de su hijo, ¿cómo podrías imputarme a mí esto con razón, cuando aún no había sido engendrado ni concebido por mi padre y mi madre, y aún no había nacido?" (Sófocles, OC., 969-73).

"Por lo que a mí se refiere, yo la desposé sin que mediara mi voluntad y contra mi voluntad estoy hablando ahora de estas cosas. Pero ni debo ser tenido por culpable por estas bodas ni por el asesinato de mi padre que tú echas sin cesar en cara con amargos reproches" (Sófocles, OC., 986-90).

Es más poderoso el dios para producir dolor: "Un destino, un destino de los dioses, y no una trampa de mi mano..." (Sófocles, Ph., 1118).

Ambas son fuerzas más arcanas que el hombre y, justamente por no ser de medida humana, es que surge de ellas el principio de sosiego del hombre, la calma final compensatoria. Hay un bien esperando tras la culpa y el dolor, que el hombre no puede darse a sí mismo: "Provechosos son tus consejos, si es que algún provecho hay en las desgracias. Los males que se tienen delante son mejores cuanto más breves." (Sófocles, Ant., 1326-28). "Se ha perdido todo lo que en mis manos tenía. y de otro lado, sobre mi cabeza se ha echado un sino difícil de soportar" (Sófocles, Ant., 1345-6).

Allí espera el mensaje mítico; en función de ese fin se articuló con detalle y perfección el curso de una existencia; lo incomprensible se torna necesario y razonable. Señala magistralmente Reinhardt:

    Los dioses de Sófocles no proporcionan consuelo al ser humano y, aunque dirigen su destino para que se conozca, el ser humano como tal se concibe primeramente como ser expuesto y abandonado. Sólo a partir de su aniquilación parece que su esencia, al purificarse, consigue pasar de su disonancia a un estado de armonía con el orden divino (20).

Lo que hay de malo en el hombre se pierde en el tiempo, en la historia; cuando su existencia es puesta en el filo de la muerte por intermediación del dolor extremo, el hombre comienza a trascenderse a sí mismo. Sale del límite de la temporalidad al hacerse lo divino manifiesto en el dolor; y ésa es también su frontera. El hombre toca la muerte y entra en el misterio, en el desafío de sus magníficas potencias; la muerte es lo único con lo que aún no ha podido, lo no-humano con lo que no ha podido: "Sólo del Hades no tendrá escapatoria" (Sófocles, Ant. 361).

y por otro lado, es el camino ineludible, la única alternativa a la humillación, al escarnio y al dolor del héroe. Los personajes de Sófocles son desterrados del mundo y, traspasados por el mal de una culpa, deben entrar en la muerte como única alternativa. Pero en el lugar de la muerte anida una espera; el dios espera y el héroe, de algún modo inefable, lo sabe y parte de un mundo a otro, no sin dolor, pero en entrega:

    Oh Muerte, Muerte, ven ahora a visitarme. Pero a ti también, allí te hablaré cuando viva contigo, en cambio a ti, oh, resplandor actual del brillante día, y a ti. El auriga Sol, os saludo por última vez y nunca más lo haré de nuevo. ¡Oh, luz, oh, suelo sagrado de mi tierra de Salamina! ¡Oh,sede paterna de mi hogar, ilustre Atenas y raza familiar! ¡Oh, fuentes y ríos de aquí, llanura troyana! A vosotros os hablo y os digo adiós ¡Oh, vosotros que habéis sido alimento para mí! Esta palabra es la última que os dirijo, las demás se las diré a los de abajo en el Hades" (Sófocles, Aj., 855-65).
    ¡Oh, luz que no percibo, antes eras mía y ahora mi cuerpo por última vez está en contacto contigo! Pues ya estoy haciendo el último trecho de mi vida para ocultarme en el Hades. Tú el más querido de los huéspedes, tú mismo, este país y los que te siguen, sed felices y en el éxito acordaos de mí, aunque muerto, para vuestra duradera felicidad" (Sófocles, OC., 1549-55).

El hombre ante la muerte ya no actúa para sí mismo, está en manos del dios, el sentido final de su dolor no está en su dominio. y el dios exalta al hombre compensando su sufrimiento y haciendo que los que lo rechazaban, necesiten de él: "Sólo a partir del éxtasis de Edipo se manifiesta el significado salvífico de semejante muerte" (von Balthasar 120). Se revierte lo vivido en totalidad -aún generacionalmente desde el principio- y el portador del mal se convierte en portador de bien, transformado en el dolor: "He venido para ofrecerte el don de mi infortunado cuerpo. No es apreciado para la vista, pero los beneficios que de él obtendrás son mejores que un aspecto bello" (Sófocles, OC. 576-8). "Si vosotros, oh extranjeros, queréis defenderme con la ayuda de estas venerables diosas protectoras del país, ganaréis un salvador para esta ciudad y fatigas para mis enemigos" (Sófocles, OC. 456-61).

Así, el terrible Edipo puede llegar a ser bueno y a ser necesario para el país en que descanse; todo por voluntad del dios, no por mérito del hombre.

El pasaje de la estructura trilógica a la unitaria, que se da de Esquilo a Sófocles, permite al segundo una clara profundización en el destino del héroe, en su resolución y en su llegada a la frontera vida-muerte. Una vez más es la historia de un hombre sólo frente a lo distinto de sí; y justamente lo distinto, lo divino, aparecerá desde su interior hablándole en su dolor y revelándose a su inteligencia. La totalidad del saber mítico se fragmenta en esquirlas, que, cuanto más se ahondan, más agudizan la comprensión. Nuevamente el mensaje de sufrir y saber se verifica, pero con un elemento a favor del hombre: allí donde no se ve -donde la inteligencia no alcanza-lo divino puede transformar. Sobre eso justamente el no ver obliga a callar:

    Pero de qué muerte pereció aquél, no podría decirlo ni uno sólo de los mortales, excepto Teseo. No le mató ni el rayo portador del fuego de una deidad, ni un torbellino que del mar se hubiera alzado en aquél momento. Más bien, o algún mensajero enviado por los dioses o el sombrío suelo de la tierra de los muertos le dejó paso benévolo. El hombre se fue no acompañado de gemidos y de los sufrimientos de quienes padecen dolores, sino de modo admirable, cual ningún otro de los mortales (Sófocles, OC., 1656-65).

Edipo en Colono de sófocles

El seguimiento de este mito por Sófocles varía en la relación culpa-destino. Frente a toda determinación se alza el carácter. Pero la determinación está presente y de ella nacen, oscuramente para el hombre, las decisiones de fuerza que ponen la existencia en la frontera. El hombre, cualquier hombre, el mejor o el más débil, comete actos desmesurados y sufre. Pero no los ocasiona una tradición maléfica que, aunque conocida por Sófocles, no constituye móvil (Sófocles, Ant., 956; 584; 594); tampoco es una fuerza impersonal e incógnita. Es un poder divino que, aunque inexorable, es consciente de la dirección hacia la que mueve los acontecimientos y hay fines que los justifican (Sófocles, EC., 175; 252) Trágico, claro, es no saberlo a tiempo.

El exiguo tratamiento del tema escatológico por parte de Sófocles permite entrever en el fondo de todo escenario una voluntad divina ordenada que no necesita justificación ni comprensión; si el criterio humano la admitiese, renunciaría a su naturaleza. La intención de la divinidad es buena, gobierna los movimientos humanos y maneja la culpa y el sufrimiento según una disposición no racionalizable. El hombre debe conservar su medida; señala Jaeger (255): "La medida es para Sófocles el principio del ser". El dolor que ocasionan las culpas impide una pregunta arrogante frente al porqué del sufrimiento. En lo demás un cierto claroscuro mueve a silencio, en intuición de que hay algo que no podemos entrever, pero está.

Esa visión de los dioses parece ser suficiente, pues Sófocles no se extiende más allá de la muerte para justificar el sufrimiento de sus héroes inocentes. Aunque plantea una desproporción entre la buena conducta del hombre y los obstáculos que lo condenan en vida, sin embargo, no hay una construcción escatológica en forma clara. Antes bien, al modo homérico, una justicia aplanadora pone a todos en el Hades; no hay reparación ni relación entre actos de la vida y juicio de la muerte. Sí, se ofrece una clara conexión entre el mundo de los ahora vivos y los ahora muertos, es decir, las formas de la piedad hacia los muertos por parte de sus deudos y además, e importantísimo, la pervivencia del alma después de la muerte corporal. El alma atada a su recuerdo y sufriendo desgracia está consciente de sí. Es la famosa voz de Aquiles: "No intentes consolarme de la muerte, noble Ulises. Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres de los muertos" (Homero., Od., XI, 477 ss).

No expresa Sófocles que el paso de la vida a la muerte mejore el estado del hombre, dejando su alma libre para un destino ulterior. Sin embargo, en la última obra que nos ha legado, Edipo en Colono, se plantea una notable diferencia respecto al resto de las obras supervivientes. Hay un mensaje sobre el reino de los muertos que no está presente anteriormente, como tampoco lo esbozará su continuador Eurípides. Aquí se abre, aunque nebulosa, una perspectiva escatológica nueva en el tratamiento del material mítico.

Históricamente, entre la redacción de los dos Edipos, Sófocles asistió al drama real de la ruina de Atenas. En el mito de la casa de Layo está vigente el motivo del poder y de su abuso; en manos de la ambición y de la vanidad, la autoridad se deforma y acaba en contaminación. Layo y Edipo comparten ese abuso: la Esfinge y la peste, una en las puertas, otra en el corazón de Tebas, representan esa forma de mal: "La esfinge simboliza las consecuencias destructoras del reinado de un rey perverso" (Diel 146).

En todo el tratamiento del mito está presente el móvil del poder, logrado por desplazamiento del padre-autoridad, causa que lleva a la aniquilación de la estirpe masculina. Recordemos la importancia de la aparición de Polinices en esta obra. Pero, así como los hombres manejan el tiempo político profano, los dioses velan por la ciudad y transformarán paulatinamente el mal en bien, la humillación en humildad, la decadencia en reconstrucción, la creencia de saber en sabiduría. Para ello, el dios requerirá su abajamiento. El principio de comprensión, no racional, está en los signos de espera del dios:

Edipo-(…) ¿Qué ha sido profetizado, hija?
Ismene- Que tú serás buscado algún día por los hombres de all
í
(Tebas), vivo o muerto, para su bienestar
(Sófocles, EC, 389-390).

Edipo-¿Ya quién podría irle bien por mi pobre mediación?
Ismene- Dicen que en tus manos está su poder. Edipo-¿Cuándo ya no soy nada, entonces resulta que soy persona
?
(Sófocles, EC, 391-393).

El punto de confirmación del destino se da con la llegada al bosque sagrado de las Euménides. Las diosas representan a las Erinnias bajo su aspecto benéfico: si éstas aluden a la culpa y al remordimiento, las Euménides implican el reconocimiento y la confesión de la culpa. La llegada a ese espacio sagrado, perteneciente a las divinidades de la salud, es equivalente para el mundo griego al del templo de Apolo, en cuanto a su valor sanador. Estar ahí implica haber alcanzado el autoconocimiento, bajo el apotegma del "Conócete a ti mismo" (Diel 156). Allí, la escena presenta un santuario protector, por oposición a la hostilidad del mundo exterior, donde encuentra consuelo quien llega atribulado.

La recuperación de la salud como autoconsciencia se asocia con el logro de la visión interior, que Edipo irá agudizando bajo la forma de comprensión lúcida, la misma que lo ubica en la frontera del misterio e invierte su condición de desvalido en poderoso. El ciego cojo conducido por la virgen, toma la conducción del rey; disponiendo sobre Teseo, lo encamina para entregarle la garantía de su justicia en el tiempo. Edipo guía al rey sin poseer la vista, pero dueño de la verdadera visión. El último de los mortales ve a través de su secreto salvífico, garante de la continuidad de la vida política que el rey y sus sucesores esgrimirán ante los enemigos; así la cuidad queda salvada de las iniquidades de los hombres por voluntad de los dioses.

La lectura sofoclea no propone una cuidad democrática guiada por todos, sino salvaguardada por vía monárquica y desde el trono de los dioses. Teseo es el rey mítico por excelencia, portador de un orden justo; como Edipo, es vencedor de monstruos. La figura de Teseo, presente a través de la pluma de Sófocles, recrea el paradigma del conductor: es ante todo el hombre que comprende; no precisa persuasión adicional, ni discursos insistentes de suplicante, no requiere que se reconstruya la desolación en sus detalles. Ahorra a Edipo la repetición de sus males sin cuento.

    Teseo: "Te he reconocido, oh, hijo de Layo (…) Pues tu aspecto y lamentable rostro nos evidencian que eres quien eres y tras compadecerte quiero preguntarte, desventurado Edipo, con qué ruego para la ciudad y para mí, tú en persona y tu infeliz acompañante, os habéis presentado" (Sófocles, EC, 551-560).

Teseo es el modelo de hombre digno de recibir la ofrenda salvífica que representará la sepultura de Edipo, quien se incorpora a la tierra patria para protegerla. Edipo profiere el anuncio de protección de la ciudad allende el tiempo y recubre esa profecía en el secreto de las generaciones reales atenienses. El misterio se comunicará del mejor de una generación al mejor de la siguiente, para preservar la ciudad de la insolencia de sus enemigos: Edipo: "Las cosas más sagradas que no se pueden remover con palabras, tú mismo las aprenderás cuando allí acudas solo…" (Sófocles, EC, 1526).

El poder del secreto está en el orden del mito escatológico. No es posible aventurarlo racionalmente porque pertenece a las ultimidades. Edipo vive por prescripción de la voz del oráculo y marcha hacia su consagración -ya que no hacia su muerte- llevado por la voz de Apolo: el oráculo inicial y la demanda final. Al igual que en el eje episódico de Edipo Rey (738) Zeus se "hace presente" en la exhortación clara de Edipo; por su parte, aquí aparece con la voz de los rayos y truenos. Los signos auditivos de lo divino van guiando y dando seguridad a los pasos titubeantes del ciego.

Una vez más, los dioses de Sófocles se colocan ante el hombre como lo distinto e ininteligible; aceptados los límites de lo humano -dolor mediante- la orientación en el propio camino surge del autoconocimiento y sus fronteras (Reinhardt 21).

El rayo de Zeus representa una ruptura con la fatalidad temporal y una esperanza en el tránsito: algo está pendiente, algo llegará. Anunciado por el Coro, se avecina el temporal (Sófocles, EC, 1465); por ello la irrupción del trueno de Zeus nos es un deus ex machina (Reinhardt 228).

En el relato del mensajero queda resuelta la oposición entre fatalidad y divinidad, entre incomprensión humana y acción divina: Mensajero: "Un dios le llama repetidas veces de distintas maneras: "¡Eh, a ti, a ti, Edipo! ¿A qué esperamos para marchar? ya hace rato que hay retraso por tu parte" (Sófocles, EC, 1625 y ss.).

Es digna de citar aquí la afirmación emocionada de Reinhardt:

    No hay nada comparable a este plural de complicidad, de una familiaridad al mismo tiempo aterradora y llena de ternura, donde se mezclan enigmáticamente la inmanencia y la trascendencia, no tiene precedentes en el concierto de las voces divinas que han hablado desde el cielo a los mortales condenados a la muerte a los largo de todas las épocas y de todas las religiones (231).

La visión del momento de la muerte, como paso a otro mundo, es original en Sófocles; hasta él, la muerte se valora como fin de los sufrimientos, como medida de la dignidad del héroe, como capricho o disposición de los dioses, pero constituyendo un final, no un pasaje. El acto de morir, como gesto decidido y violento de desprenderse de una atadura insoluble -Áyax, Antígona- que expresa en modo sublime la propia areté, es presentado como una consagración brillante e instantánea; mas nada se dice del momento ulterior. Edipo en Colono no hace referencia a la muerte, sino justamente a un estadio distinto y secreto, pero real míticamente hablando.

Será hasta los diálogos de Platón que contemos con una escena del más allá sostenida en la convicción de la inmortalidad el alma, en la desmaterialización del mundo de ultratumba, y en la visión de la vida como preparación para la muerte, ámbito del conocimiento perfecto (Fedón, 81a). Desde esa perspectiva, la existencia mítica de Edipo puede leerse como un ejercicio para la muerte.

Conclusión

El eje del drama en Edipo en Colono está en "el milagro del paso a otro mundo" (Reinhardt 203); la obra prepara y se centra en el momento del tránsito entre mundos.

Composicionalmente está toda la tragedia en el prólogo, en el encuentro del espacio sagrado, preámbulo de la paz final, que se contrapone y aleja del espacio de intriga y confabulación del mundo exterior; en el centro de la obra se arroja nuevamente a Edipo a las tensiones del poder, con las figuras del engaño presentes en Creón y Polinices, que aportan la contradicción y las pasiones destructivas. Entre esos escenarios que tensan a Edipo, le es posible afirmar su pertenencia a la tierra y su labor tanto en la maldición como en la protección:

    Edipo: "¡Oh, soberanas de terrible rostro! ya que me he sentado en este recinto vuestro, el primero en esta tierra, no seáis insensibles con Febo y conmigo. Él, cuando anunció aquel cúmulo de desgracias, me habló de este descanso al cabo de mucho tiempo…! (Sófocles, EC, 84 y ss).

No hay oráculos abstrusos en el tramo final de Edipo; antes bien, él reconoce la voz del dios, integrado naturalmente en su destino. Éste no tiene fuerza de acción sino de reconocimiento y esa autoconciencia debe asociarse a la proximidad de la muerte.

Edipo en Colono confirma que lo humano es contradicción y, por lo tanto, cualquier juicio definitivo puede ser erróneo. La cadena de oráculos que articulan la vida de Edipo lo llevan desde una exterioridad réproba hasta una intimidad de pureza incólume que es capaz de salvar a los demás; esa polaridad está admitida por el dios.

Recordemos la apoteosis de Edipo y, con ella, el mensaje póstumo de su autor:

    Dice Edipo: "Ea, marchaos cuanto antes. Sólo el que está autorizado,
    Teseo, debe quedarse y conocer lo que va a suceder"
    Dice el Mensajero:
    (…) "Todos le oímos decir estas cosas (...) Cuando nos hubimos distanciado,
    al volvernos al cabo de muy poco tiempo, vimos desde allí
    que nuestro hombre ya no estaba presente…" (Sófocles, EC, 16441650).

Lista de referencias

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