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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.23 no.50 Bogotá Jan./June 2015

 

LA VIOLENCIA FILOSÓFICA Y POLÍTICA QUE TODOS HEREDAMOS

THE PHILOSOPHICAL AND POLITICAL VIOLENCE THAT WE ALL INHERITED

A VIOLÊNCIA FILOSÓFICA E POLÍTICA QUE TODOS HERDAMOS

Juan Carlos Moreno Romo*

* Doctor en Filosofía por la Universidad de Estrasburgo. Profesor e investigador de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro (México). Líder del Cuerpo Académico y de la Red Internacional de Investigadores de Estudios Cruzados sobre la Modernidad. Traductor de Jean-Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe y Georges Bensoussan, entre otros. Autor de los libros Vindicación del cartesianismo radical (Barcelona: Anthropos, 2012), Hambre de Dios. Entre la filosofía, el cristianismo y nuestra difícil y frágil laicidad (México: Fontamara, 2013) y Filosofía del arrabal (Barcelona: Anthropos, 2013). ORCID: 0000-0002-74680710
Correo electrónico: juancarlosmorenoromo@gmail.com

Artículo recibido el 15 de noviembre de 2014 y aprobado para su publicación el 30 de enero de 2015.


RESUMEN

A partir de una breve caracterización de las "conservadoras" sociedades primitivas —de su frontera antropológica, filosófica y religiosa con respecto a "nuestro tiempo"— y de la constatación de la paradójica naturaleza "revolucionaria" del propio mito fundador de los "progresistas" tiempos modernos —aquellos que exaltan a esos contrarios de la filosofía y del cristianismo al mismo tiempo que se disponen a consumar, por fin, la ruptura que con respecto a ellos dan por nule et non avenue—, el presente trabajo muestra cómo los Estados-nación "burgueses", y desde luego también la "filosofía" o ideología que los acompaña, entrañan como tales una violencia cuyo primer acto "filosófico" es justamente el de ocultar ("míticamente", diría René Girard) a la propia violencia, en la grosera simplificación que nos imponen con respecto a un asunto tan complejo y tan sutil.

Palabras Clave: Violencia, Modernidad, Mito, Revelación, Identidad.


ABSTRACT

Starting with a brief characterization of the "conservative" primitive societies –of its anthropological, philosophical and religious border with respect to our own time– and with the affirmation of the paradoxical revolutionary nature of the founding myth of the "progressive" modern times –those which praise the opposite features of Philosophy and Christianity, and, at the same time, are finally ready to carry out the breakdown that regarding them is given by nulle et non avenue –; the following paper aims to show how the "bourgeois" Nation States and also the "Philosophy" or Ideology that comes along with them entail a sort of violence, which first "philosophical" act is precisely to conceal ("mythically", to use René Girard's expression) that same violence within the vulgar simplification that is imposed upon us regarding such a complex and subtle matter.

Key Words: Violence, Modernity, Myth, Revelation, Identity.


RESUMO

A partir de uma breve caracterização das "conservadoras" sociedades primitivas — de sua fronteira antropológica, filosófica e religiosa com relação a "nosso tempo" — e da constatação da paradoxal natureza "revolucionária" do próprio mito fundador dos "progressistas" tempos modernos — aqueles que exaltam esses contrários da filosofia e do cristianismo, ao mesmo tempo que se dispõem a consumar, por fim, à ruptura que a respeito deles dão como nule et non avenue —, o presente trabalho mostra como os Estados-nação "burgueses", e por conseguinte também a "filosofia" ou ideologia que os acompanha, têm em si uma violência, cujo primeiro ato "filosófico" é justamente o de ocultar ("miticamente", diria René Girard) a própria violência, na simplificação grosseira que nos impõem acerca de um assunto tão complexo e tão sutil.

Palavras-chave: Violência, Modernidade, Mito, Revelação, Identidade.


Las sociedades que el discurso "antropológico" del colonialismo moderno llamó "primitivas", y que desde el punto de vista judeocristiano eran ante todo paganas, e idólatras —fundadas en mitos incoherentes y en muy absurdos ritos, para la mirada filosófica, y así trazamos, respecto de ellas, las tres fronteras que más nos conciernen—, eran sociedades fundamentalmente conservadoras. Desde el punto de vista puramente material eran sociedades que efectivamente habían encontrado y conservaban escrupulosamente un medio de subsistencia. Sus ciclos se adaptaban religiosamente a los ciclos de la naturaleza, que conocían, todas ellas, bastante bien. Lo suficiente, al menos, para hacerles frente a sus necesidades prácticas. Si su vida la marcaba la vida de un río, el Nilo en eminente ejemplo, a ese río lo conocían mejor que a nada. Y a Tláloc o a Quetzalcóatl los que dependían directamente de las lluvias. Y al sol que se alejaba y regateaba su calor y su luz en el invierno, si no, en la medida en la que dependían del ciclo anual del sol.

Y eran sociedades que también sabían bastantes cosas sobre la naturaleza humana, y sobre las pasiones tanto individuales como colectivas. Eros, Eris, Ares, Hera, Afrodita, Atenea... si la mitología griega es una fuente rica de enseñanzas antropológicas, las muchas otras tradiciones de ese orden que se conformaron y fueron conservadas por siglos y siglos, por aquí y por allá, desde luego que también lo son. El eminente especialista Mircea Eliade decía hace ya casi medio siglo que eran sociedades en las que no había lugar para la solitaria angustia existencial que en su tiempo exaltaban pensadores como Sartre (Eliade; Moreno Romo, Vindicación 210 y ss.), y algo más cerca de nuestros días afirmaba el pensador japonés Takeshi Umehara que eran sociedades, entre ellas la del elaboradísimo Japón, cuyo "mutualismo" y cuya "ciclicidad" podían rescatar del extravío a la postmodernidad de los harto individualizados o atomizados, y por eso mismo a su vez perdidos o "desorientados" hombres occidentales del "final de los grandes relatos" (Umehara 15-16; Moreno Romo Vindicación 386 y ss.).

Entre nosotros (y desde luego que no somos en esto los únicos), el nacionalismo burgués y moderno, en su paradójica alianza —simbólica no más— con el indigenismo, ha contribuido mucho a exaltar, también, a aquellas sociedades "primitivas" de antes del cristianismo y de la filosofía. Es ésta una muy curiosa actitud colonial de las naciones surgidas de nuestras bicentenarias "Independencias". "Colonial", precisamente, en el sentido ahora más corriente de ese término, y no en el que muy anacrónicamente se extiende a las "colonias españolas", que eran otra cosa. Y así las cosas, la frontera antropológica o civilizacional que nos interesa aquí se desdibuja al ponerle esa máscara, ideológica o por lo menos meramente historiográfica, representada por el adjetivo, a veces neutral y a veces despectivo, de "hispánica". No siempre tenemos lo suficientemente claro lo que para nosotros significa esa ruptura así enmascarada o, si se quiere, así, simplemente, designada (Troncoso).

En este, como en muchos otros asuntos, nos hace falta espejearnos un poco más, y mejor, para romper nuestro encierro provinciano-nacionalista o nuestra inmanencia, que diría Jean-Luc Nancy, con respecto a "nosotros mismos". En su muy reciente libro Identité. Fragments, franchises, en el que le pone algunos puntos sobre las íes al famoso debate que el [entonces] presidente de la república francesa Nicolas Sarkozy lanzó, a propósito del identitario y electoral asunto de Estado ese de la "identidad francesa", el propio Jean-Luc Nancy recuerda, entre otras muy pertinentes cosas, cómo los franceses, para no quedarse encerrados en su identidad germana de francos, en su momento exaltaron a sus pre-germánicos ancestros, los galos, con la paradoja de que más tarde ofrecerían esos mismos ancestros locales (de una "tierra" y una "sangre", y al final entonces, de una manera muy "germánica") a toda esa diversidad de pueblos que el nacionalismo y el colonialismo francés subsumirían en diferentes tiempos: occitanos, alsacianos, bretones, vascos, senegaleses, malgaches, indochinos... (Nancy, Identité 21-22). Un resultado inesperado de este proceder es el hecho de que, en nuestros días de crisis de la identidad francesa, en los que el sistema de integración de su Estado-nación o república de individuos todos iguales ya no funciona, desde sus márgenes "comunitarios" la identidad francesa se vea reducida justamente a la condición de mera "comunidad", ahí donde los hijos de los inmigrantes o "franceses de segunda generación" se dirigen a los "franceses de pura cepa" tildándolos precisamente de "galos".

¿La Francia—la segunda patria de todos los hombres— no era pues universal? El nacionalismo moderno —así formulado apenas y cabe preguntarlo—, ¿es en verdad, como se pretende, una "superación", o una claudicación del catolicismo "ultramontano" (ese que, mal que mal, nos obliga a mirar más allá de nuestros propios valles, todos ellos autonombrados los ombligos del mundo)? Y las harto balcánicas independencias iberoamericanas, por su parte, ¿son una superación también, o una regresión con respecto a la decididamente católica hispanidad?

Es desde luego muy simpático —y los dibujos mismos, tan atractivos para los niños sus principales lectores, también lo son— pero, hablando en serio, y por encima de ese Vercingetorix del que también se acuerda, en su encuentro con los héroes de Troya, y al rebasar entonces, a su modo, los horizontes de su moderno mundo parisino, el adolescente Leo Cerzanne (el personaje de la novela didáctica de Daniel Kammer, epilogada por Denis Kambouchner, Ma guerre de Troie, editada por Les Impressions Nouvelles este mismo año de 2011), Asterix y Obelix, esos pintorescos galos vencedores de los vencedores de los galos, ¿qué es lo que realmente significan?

Grosso modo, los episodios de esa mundialmente famosa "tira cómica" nos representan a un feliz pueblito galo al que los imperialistas romanos quieren, y no pueden conquistar. La violencia de Roma irrumpe una y otra vez, sin éxito (¿y sin historia, entonces?), en ese siempre cíclico relato en el que la idílica armonía del último reducto de los galos siempre se preserva. ¿De quienes son, pues, el espejo esos galos tan simpáticos, que desde luego todo son menos lo que, anacrónicamente, dicen o pretenden ser? ¿De la inocencia infantil de sus primeros lectores o destinatarios, de Francia y del entero mundo occidental u occidentalizado, al menos? ¿De la identidad francesa perdida y puesta a discusión, y de sus similares y conexas?

Volviendo a la rigurosa academia, y a nuestro propio pueblito o campanario, ¿de quienes son el espejo, por su parte, esas famosas "verdaderas raíces" nuestras, o esos "pueblos originarios" exaltados por la ideología indigenista de por acá, que desde luego no reflejan la realidad de esas personas concretas a las que de ordinario alude ese a decir verdad extremadamente ambiguo —laudatorio y despectivo— y saturado o desgastado término de "indios"?

En mi trabajo "El de Bilbao y Salamanca y todos todos nosotros" (Moreno Romo, Unamuno y nosotros 31 y ss.) me detengo a comentar cómo en el discurso de presentación del museo de las Cuevas Pintadas de Galdar, en Gran Canaria, me encontré con algo así como la versión destilada o quintaesenciada de un "mito nacionalista" del que en las versiones francesa o mexicana tenemos por lo menos casos muy enmarañados: la del idílico orden local, que habría venido a violentar el conquistador, en este caso castellano. Y algo similar a eso es lo que me he ido encontrando en no pocos rinconcitos de la universal Europa (esa Francia más grande que Francia).

En todo este asunto, entonces, hay más de alguno que no es del todo original. Peor aún: todas esas tan diversas "identidades" parecen a final de cuentas, harto sospechosamente, y al menos en su esencial "estructura", francamente idénticas. Antes de Cristóbal Colón, pues, el México precortesiano —como los guanches en Canarias antes de los castellanos; o como los iberos, celtas, galos y germanos europeos de antes de los romanos; y los vascos de antes de los maquetos...— se nos presenta en el discurso oficial, y en la enseñanza pública sobre todo, y en la "opinión", como una especie de idílico —y tibio entonces, y acogedor— paraíso terrenal.

Este aspecto de la historia de México, como prácticamente todos los otros, no se entiende entonces sin tener presente, como telón de fondo, la historia de Europa. Aquí y allá, a la hora misma en la que se inauguraba, en un plano, esa religión moderna del sacrosanto Progreso, se operaba en el otro un muy profundo repliegue o retroceso. El tiempo, para decirlo en plata, caía en sí mismo y en sí mismo —en su propia y circular inmanencia, presuntamente emancipado de la Eternidad— se enredaba.

Tras el desmoronamiento de la Cristiandad, la Revolución operaba en efecto, entonces —esa Revolución en cuya estela se dieron nuestras propias Independencias—, una suerte de revolución: una vuelta al tiempo primitivo de los "verdaderos hombres", poseedores de sus respectivas, y exaltadas y acariciadas identidades, y de su "terror a la historia" que también destacaba, en las sociedades primitivas, el Mircea Eliade de El mito del eterno retorno. ¡Y con qué sentimiento de religiosa reparación nos hablan en efecto, buena parte de nuestros antropólogos y en general de nuestros clercs o intelectuales y artistas u hombres de cultura, de los ídolos que los indígenas habrían escondido en los altares de las iglesias novohispanas, ellos que por su parte se esmeran en conservar todo lo que en el repudiado "antiguo régimen" había de clero y de "religión política"!

Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy nos recuerdan, en el prefacio a la edición española de El mito nazi, lo que desde su respectivo horizonte histórico, o desde su flanco propio de nuestra misma historia escribía Jung:

El gesto simbólico de la entronización de la diosa Razón en Nuestra Señora de París parece haber tenido, para el mundo occidental, una significación análoga a la del abatimiento del roble de Wotan por parte de los misioneros cristianos, pues ni entonces ni ahora hubo un rayo vengador que viniese a fulminar a los blasfemos. (7)

Y al respecto, subrayan los autores franceses, Benjamin comenta, también en su propio y muy crucial contexto:

¡La hora de la "venganza", para esos dos gestos históricos fundadores, parece sonar al mismo tiempo! El nacional-socialismo se encarga del primero y Jung del segundo. (Lacoue-Labarthe, Philippe y Jean-Luc Nancy 7)

No nada mas en México hay un paganismo que persiste, en nuestra inercia étnica o popular, a pesar del cristianismo. Y no persisten del mismo modo, esos arcaicos modos de ser, o sus "supersticiones" o sus restos, en un régimen de Cristiandad que en uno de Racionalidad. La diosa Razón no permaneció ni mucho tiempo ni con mucha firmeza en los altares, que quedaron entonces, allí donde ésta de veras "venció", verdaderamente vacíos. Y peligrosamente disponibles, entonces, para toda suerte de ídolos.

Romano Guardini, a propósito de rayos vengadores, algo le responde, en cierto modo, a Jung, en su libro de 1950 sobre El final de los tiempos modernos que, a los muy modernos para los que nada significa ya la expresión de "ángeles caídos", acaso les parezca demasiado "mítico". René Girard lo dice en su propio lenguaje: Satán desencadenado, ese es justamente el "rayo vengador" que esa "regresión progresista" provocó. Y en ambos casos se está hablando, justamente, de la violencia. Los simpáticos ídolos de cuya persistencia se enorgullecen nuestros intelectuales, tienen la muy simpática particularidad de estar todavía, como siempre, y desde siempre, muy ávidos de sangre.

La "diosa razón" —comentan Lacoue-Labarthe y Nancy (7)— era la tentativa de un mito de lo no mítico o de un culto sin divinidad: tentativa imposible, pero que no por ello dejaba de definir, en su imposibilidad misma, una exigencia absoluta de la razón moderna, la de saberse en la imposibilidad de recurrir a un más allá mítico.

Subrayemos una vez más eso de "mítico", y recordemos por lo pronto que la ontología de Nancy es una ontología de la no inmanencia y, por lo mismo, de los horizontes singular-pluralmente abiertos. Y subrayemos asimismo la paradoja de ese pretendido progreso que deviene un real retroceso, un regreso, diría René Girard, desde la Revelación, precisamente, al mito, o al neo-mito, si se quiere.

El nazismo —prosiguen Lacoue-Labarthe y Nancy (8)—, precedido y luego acompañado en ello por el conjunto de los fascismos, partió en efecto del deseo de "venganza" respecto de este atentado a la grandeza sagrada, y de una venganza que debía restaurar la posibilidad del mito, y de una salvación encontrada en él. Lo que se percibe como la pérdida de una vida inmersa en la certidumbre inflamada de los mitos engendra una amargura y un resentimiento, en la experiencia de una incapacidad de afrontar la modernidad, o por el contrario una exaltación en la voluntad de hacer de esta modernidad una nueva potencia mítica. Se requiere entonces el "retorno" a una identidad ya dada de antemano en su substancia y en su figura: pueblo, jefe, patria, raza, suelo y sangre, naturaleza, comunidad.

Los fascismos fueron, comenta Nancy en Identité, fragments, franchises, "una hipertrofia de las identidades infladas por la propia idea, vacía, de identidad" (48). Un formidable paso atrás, en el momento mismo de su gigantesco salto al frente de la Modernidad. Un retorno a lo de siempre, como retorna a sus cuatro patas el gato que se suelta, como sea que se lo suelte, en el vacío. Y es que el desarraigo de esa época era muy grande, y sus consecuencias, lo sabemos, fueron verdaderamente terribles. Las cuatro patas de los gatos están provistas, todas, de filosas garras. Alemania, en particular, quería rebasar a toda costa a Francia, su rival, y la rebasó, a la vez que en el progreso —de su administración estatal, su producción industrial y su "carrera armamentista", por ejemplo—, en el retroceso al particularismo de sus propios "galos", que para el caso fueron, además de los míticos "arios", sus no menos míticos e identitarios "griegos" (Lacoue-Labarthe y Nancy 46).

En su Historia de la Shoah, Georges Bensoussan observa cómo "la industrialización y la modernización rápida de la Europa Occidental en el siglo XIX desestructuran las sociedades tradicionales" (12), lo cual empuja a esos pueblos al antisemitismo, acaso porque en el desarraigo del judío ven el cumplimiento del desarraigo que ellos mismos están padeciendo, y para el que se sienten mucho menos preparados que ese pueblo que es capaz de vivir incluso sin garras, o sin mitos. En todo caso, sus élites disponen, en el judío, de un chivo expiatorio sobre el cual pueden desviar todo ese inmenso dolor, y toda esa frustración, y descontento.

Unamuno observa (Ensueño 99), por aquella época, a propósito de la ley seca implementada en los Estados Unidos —esa misma que dará pie, como nos cuenta el cine, a la legendaria mafia ítalo-estadounidense—, que esa medida de represión no cae en la cuenta de la "embriaguez seca" que acaso ya padecen los estadounidenses, y que es la que los lleva a tratar de embrutecerse de una buena vez, con alcohol. Y es esa embriaguez seca, para Unamuno, una vía de escape, justamente, a una vida moderna para la que los nervios de aquellas gentes —aquellos gatos, también, por un amenazador instante suspendidos en el aire— no dan. Y en sus artículos de aquella misma época, recordarán ustedes, Unamuno también protesta y da la alarma contra el estúpido antisemitismo que, desde la Alemania presuntamente aria, comienza a cundir, incluso en España. En una España en la que los jóvenes tampoco encuentran un empleo, y con el empleo un destino o destinillo. Para el que sigue en la fila, o en el tumulto, afuera, el destinillo siempre se lo llevan, injustamente desde luego, otros —los otros.

Pero volvamos a Bensoussan: "El judaísmo europeo —escribe— está atrapado entonces en una contradicción esencial de la que no tiene conciencia. La emancipación lo integra a la cultura nacional mientras que la nación que se busca, se forja tanto mejor cuanto lo excluye" (Historia 12). Tras la promesa de emancipación, la exterminación. Tras el ángel que diría Pascal, la bestia. El universalismo estrecho del Estado moderno desemboca en la exclusión, y la exterminación incluso del otro, al que se le niega, con los ojos cerrados al ejemplo del buen samaritano del Evangelio, su condición de semejante.

Y en ese paso atrás con respecto al cristianismo, y también con respecto al judaísmo, e incluso con respecto al islam —pero que desde luego es muy "científico" y en consecuencia "ilustrado"—, ni siquiera se llega, por lo menos, al paganismo, o al mecanismo de las ciertamente violentas, pero funcionales religiones primitivas. Satanás ha sido desencadenado, diría otra vez René Girard, pero sin un rito efectivo; sin un verdadero holocausto que, a través del sacrificio, opere, al menos, la expulsión de Satanás (Girard, La violence; Je vois Satan). Ya no hay un dios que reciba ese tremendo sacrificio, subraya Jean-Luc Nancy en Un pensamiento finito, en el estudio dedicado a "Lo insacrificable" (Nancy, Un pensamiento 47 y ss.). Y es por eso que, lo ocurrido en Auschwitz, más que llamarse "Holocausto", debe llamarse simplemente "Shoah": desastre, desolación (Bensoussan, ¿Auschwitz por herencia? 17).

El ciclo o revolución de la Revolución ha cerrado ciertamente muy mal. Y no ha logrado reparar, ni conservar nada de lo que pretendía. Vivimos, decía la moda aquella de la postmodernidad, unos tiempos verdaderamente confusos en los que precisamente todas las épocas se con-funden. Hoy en día, cuando al parecer, gracias a las armas de las potencias seculares y democráticas, en Libia se avizora la posibilidad del restablecimiento de la Sharia, el dogma es justamente el de que toda religión es violenta, y no sólo el Islam, y que por ende hay que proscribir, del espacio político ideal, a toda religión, al menos que esté castrada. Se pretende que el Estado moderno con sus derechos humanos, constituye el espacio de esa pacificación lograda a fuerza de la "privatización", digamos, de lo religioso. Pero aquí también hay confusión, si recordamos que en el espacio público, la evidencia más tremenda en nuestros días es la del inmenso poder que en él tienen, justamente, los dineros privados.

Es mucho lo que habría que hilar con respecto a esa identificación entre violencia y religión, digámoslo al menos de pasada, en torno a la lección que Benedicto XVI dio no hace mucho aún, en la Universidad de Ratisbona, a propósito de un Islam violento cuyas primeras reacciones, y las de los poderosísimos medios, al parecer le dieron la razón, en un sentido; y en el otro las reacciones mesuradas de intelectuales musulmanes como Abdelwahab Meddeb, o como los firmantes de la "Carta de los treinta y ocho" (Bollack, Jambet y Meddeb 101 y ss.) —y luego una cantidad de musulmanes de diversos países y confesiones, que fue creciendo (cien, ciento treinta y ocho (Rodari y Tornielli, 45-46)—, se la dieron también, al ponerse doctrinariamente de su lado.

El Islam es central en esta reflexión, sobre todo si recordamos que, de hacerle caso a las Cartas de relación de Hernán Cortés, la primera evangelización de nuestras tierras se fue dando según el modelo, precisamente, de la conquista musulmana. El cristianismo misionero de la España dada a la Conquista tras la Reconquista, armado, además de con la cruz, con la espada, habría tratado aquí y allá a todas esas idílicas sociedades de las que hablábamos antes, con una violencia que, para nuestra postcristiana y moderna o postmoderna o hipermoderna sensibilidad, sería totalmente inaceptable. Y la Modernidad sería la reparación de esa violencia del cristianismo. Jean-Pierre Dupuy sugiere que, al pensar así, simple y sencillamente nos estamos olvidado del mal (Avions-nous oublié le mal?). René Girard nos llama la atención sobre la violencia ancestral que todas estas idealizaciones rousseaunianas ignoran (Quand ces choses commenceront). La religión, recapitulemos, nos dice el pensamiento políticamente correcto u "ortodoxo" dominante en nuestros días que es esencialmente violenta, y el Estado no.

Y cerremos con unas muy breves y por eso mismo muy insuficientes alusiones al rico y pertinente contenido de otro libro de Georges Bensoussan. En ¿Auschwitz por herencia? Sobre un buen uso de la memoria, éste hace el proceso, tremendamente interpelador, de un Estado moderno sin cuya eficiencia burocrática —de cuyos progresos se siguen felicitando Estados como el nuestro, por ejemplo al elaborar cada vez más perfectos mecanismos de identificación, y por ende de control de la población— Auschwitz, como tal, no habría sido posible.

Más allá de la sacralización inútil, y de la religión civil fincada en ese acontecimiento terrible que nombramos con la palabra "Auschwitz", y sobre todo, más allá de ese voyeurismo de lo atroz, en el que el "deber de memoria" muchas veces degenera, Auschwitz —subraya Bensoussan— es una herencia irrenunciable en el terreno de la reflexión política.

Como Lyotard, aunque sin echar por la borda a la Ilustración, como el filósofo, de todo a todo, Bensoussan piensa que en Auschwitz se dan de bruces todas las pretensiones redentoras de la Modernidad. "El mundo concentracionario y el genocidio rubrican el fracaso parcial de la Ilustración: la razón y la educación, que están en el corazón de su proceso, no pudieron bloquear la empresa de aniquilación que conocemos." Y es por eso que "en el curso de los últimos 25 años, la Shoah se ha convertido, para la memoria colectiva de Occidente, en ese acontecimiento central que no deja de cuestionar los cimientos de nuestra modernidad política" (Bensoussan, ¿Auschwitz por herencia? 13).

Lo que ocurrió en Auschwitz, insiste Bensoussan —y Lacoue-Labarthe y Nancy coinciden con él en esto—, no puede ser considerado simplemente como un "derrape" o un paréntesis de nuestra civilización moderna, racional y ahora democrática. La democracia que reivindicamos, subraya, "integra y excluye a la vez" (¿Auschwitz por herencia? 17), y en ella el pueblo político se ha convertido en una "población" que, lo mismo que en los campos de concentración nazis, el biopoder controla y administra. "A la hora del Estado-nación —escribe más adelante—, todo parece indicar que un hombre ya no es nada por sí mismo si no es protegido por esa entidad" (¿Auschwitz por herencia? 106). Y esa entidad, a su vez, pretende disponer enteramente de él.

La Shoah significa la destrucción, no solamente de seis millones de vidas humanas, sino de la noción misma de vida humana, y de persona. La Shoah, señala Bensoussan, también ha dado muerte "a la muerte que nos humaniza" (¿Auschwitz por herencia? 96).

A medida que los medios de control avanzan, subraya el historiador, se habla más y más de libertades. De derechos humanos por ejemplo, de emancipación, del judío en su momento —y ahora mismo de "la mujer". Cuando ya todas las tierras están repartidas, escribía también Unamuno, y no queda espacio alguno en el que el hombre pueda ser libre, y no le queda a éste otra posesión que la venta de su trabajo, se pregona a bombo y platillo su libertad. Al igual que se nos brinda a todos la libertad de expresarnos cuando ya no hay medio alguno en el que nos podamos expresar, de veras, con libertad (Unamuno, Ensayos 299).

"¿Qué hipocresía es esa de un debate sobre la identidad nacional?" Reacciona el pensador Jean-Luc Nancy ante la astuta política de Nicolás Sarkozy, quien desde luego —el poder nunca lo hace— no consulta a los franceses con sinceridad, sino en una muy cínica búsqueda de adhesiones, y de votos. Los "galos" de pura cepa lo entenderán, calcula el presidente de todos los franceses (y sobre todos sus pasiones, sus miedos debidamente azuzados), y los otros o se integran o se integran (¡o mejor no, para poder seguirles condicionando siempre la dichosa integración!)

Seamos deliberadamente simplistas —escribe Jean-Luc Nancy (Identité 14)—: o hay trabajo, o no lo hay. Si, por estructura, no debe haberlo —o debe haber poco—, hay que decirlo y hay que hacerse cargo de lo que la estructura engendra. Si por el contrario puede haberlo —pero en una estructura reformada (funcionamiento del capital, sentido del "crecimiento", necesidades energéticas)—, hay que hacerlo surgir. Pero de una u otra forma, habrá que hacerle lugar a eso que es incompresible: no el trabajo, ni el capital, sino la gente, todos nosotros incluidos.

Eso aclarado, Nancy subraya que esas cuestiones de estructura no tienen nada que ver con las culturas, ni con las razas, y que nos afectan a todos. Todas nuestras identidades están siendo profundamente afectadas, aquí, allá y acullá. Todos "flotamos en un océano de materias identitarias que nada parece poder catalizar en "identidades" (Nancy, Identité 50). Y la identidad, sin embargo, más allá, y sobre todo más acá de los cálculos políticos, la identidad, no de un "qué", sino de un "quién", es desde luego necesaria.

Georges Bensoussan (¿Auschwitz por herencia? 11) también insiste en ello:

Sin filiación establecida —escribe—, la angustia y la locura nos amenazan, y nuestra modernidad es tanto más ansiógena cuanto menos se inscribe en la duración, cuanto más aísla a cada uno en el instante presente y en sí mismo, y desconoce sus pertenencias colectivas. Por eso —agrega— la reivindicación de memoria se hace tan fuerte: ella le permite a cada quien situarse de nuevo en la filiación del tiempo.

Y es muy cierto que, como veía Unamuno, todos necesitamos un destino, o siquiera un destinillo. Que todos nos queremos expresar, como diría Nicol, antes de morirnos, o dejar, como subraya Nancy, nuestro ligero "trazo de sentido". Las cosas de los unos se parecen a las de los otros.

Los organizadores de este congreso1 seguramente tenían en mente, al convocarlo, la violencia que los medios nacionales e internacionales suponen, en nuestro país "en guerra contra el narcotráfico", omnipresente. Los congresistas llegamos a una ciudad de Toluca marcada, como muchos otros lugares de nuestro país, por la presencia de fuerzas policiacas ostentosamente armadas. Eso, en estos últimos días del 2011, lo he podido ver —con otro estilo, pero es la misma "estructura"— en el propio París. En los Champs Elysées, en el metro, en el aeropuerto, grupos de hombres y mujeres, policías y militares, ostentosamente armados, hacían pasar sus metralletas, listas para disparar, a escasos centímetros de nuestros cuerpos (en mi libro ¿Qué nosotros no tenemos ni historia ni filosofía? Filosofía del arrabal II, me detengo un poco más en esto). Y si México tiene sus fronteras, y sus "zonas de guerra", Francia tienes sus banlieues, o sus "territorios perdidos de la República".

Por supuesto —admite Nancy (Identité 15-16)—, tenemos aquí y ahora, como en otras partes y otros tiempos, personas que no quieren trabajar o que buscan provechos más ventajosos que los del salariado. Sin embargo, para que el deal de drogas o de armas tome la importancia que vemos que toma, es necesario no solamente que sea recibido sino incluso llamado por todo un contexto social, cultural, moral, internacional encima. No son los traficantes los que crean el apetito de aquello con lo que trafican: es a la inversa. No son las bandas o las mafias las que hacen tambalearse a una sociedad: es el tambalearse de ésta el que les deja el campo libre.

Pero debemos cerrar ya estas reflexiones. ¿Por qué hablamos, pues, de una violencia "filosófica y política" que a todos nos toca en herencia? Philipe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (9) nos advierten, en El mito nazi, que al hacer la radiografía de lo que llevó a esa situación monstruosa a nuestra, hasta entonces (¿y también ahora?) harto pujante y optimista, civilización moderna, no hacen ellos obra de historiadores, sino de filósofos ante todo preocupados por su propio presente. Por nuestro presente. El nuestro también —el de los mexicanos también, y el de los colombianos y el de los hispanos todos. En ¿Auschwitz por herencia?, Bensoussan hace una reflexión del todo similar:

La enseñanza de ese pasado nos importa —escribe— porque sólo el futuro nos ocupa. Esa historia marca un giro irreversible de nuestro tiempo, no tanto en la masacre y el despliegue de violencia, cuanto en la destrucción del sustrato que crea a un hombre. Esa cesura ha modificado el porvenir político de la especie humana. (114)

Esto, y no tanto el fragor de tintas de los periódicos, o la "actualidad" convenida de los noticieros, es lo que nos urge pensar a la hora de hacer el balance de la filosofía y su responsabilidad, urgente, frente a la muy garruda y muy felina violencia.


Pie de Página

1 Amplio aquí la muy breve ponencia que presenté en octubre del 2011 en la Universidad Autónoma del Estado de México, en el Coloquio de Estudios Cruzados sobre la Modernidad que tuvo lugar en el marco del XVI Congreso Internacional de Filosofía: "Filosofía: razón y violencia".


REFERENCIAS

Bensoussan, Georges. Historia de la Shoah. Barcelona: Anthropos, 2005.         [ Links ]

Bensoussan, Georges. ¿Auschwitz por herencia? Sobre un buen uso de la memoria. Barcelona: Anthropos, 2010.         [ Links ]

Bollack, Jean, Christian Jambet y Abdelwahab Meddeb. La conference de Ratisbonne. Enjeux et controverses. París: Bayard, 2007.         [ Links ]

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