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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.23 no.50 Bogotá Jan./June 2015

 

ABSTRACCIÓN Y NATURALEZA: EL ESTADO DE DERECHO DESDE UNA PERSPECTIVA SPINOZISTA

ABSTRACTION AND NATURE: SPINOZA ON THE RULE OF LAW

ABSTRAÇÃO E NATUREZA: O ESTADO DE DIREITO VISTO DE UMA PERSPECTIVA SPINOZISTA

Modesto Gómez-Alonso*

* Doctor en filosofía por la Universidad Pontificia de Salamanca (2003). Profesor Encargado de Cátedra en la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de Salamanca, España / Visiting Researcher at the University of Edinburgh. Grupo de investigación LEMA: "Points of View, Dispositions, and Time. Perspectives in a Fluent World of Dispositions". Proyecto de investigación en el que se inscribe el artículo: En torno a la persona. Dualismos antropológicos y comunicación humana: S03FLT-06K05. Miembro de la British Wittgenstein Society, de la European Society for Analytic Philosophy, de la Sociedad Académica de Filosofía, y de la Sociedad Española de Filosofía Analítica. ORCID: 0000-0001-6889-2330.
Correo electrónico: modestomga@hotmail.com.

Artículo recibido el 4 de diciembre de 2014 y aprobado para su publicación el 30 de enero de 2015.


RESUMEN

El objetivo de este artículo es arrojar luz sobre la significación histórica de la teoría política de Spinoza, mostrando que, en lo que respecta a la explicación de la dinámica del poder y de la naturaleza de las entidades políticas, compite con ventaja con teorías rivales de inspiración contractualista, y que es capaz de superar las ambigüedades y contradicciones que asolan a las concepciones modernas de la ley. Mediante una lectura atenta de los textos, argumento que el análisis metafísico que Spinoza lleva a cabo para determinar la naturaleza, condiciones y alcance del poder del Estado le permite eludir algunos de los dualismos (derechos / ley; eficacia / legitimidad; libertad / contrato social) característicos del pensamiento político contemporáneo. En la medida en que para Spinoza el consentimiento general es un requisito inherente al poder, y en que, por tanto, una soberanía intransferible recae en la colectividad, su pensamiento rompe con un modelo contractualista de las normas políticas todavía vinculado a concepciones abstractas de orden platónico. La perspectiva spinozista puede conciliar así la dinámica del poder con la de la libertad.

Palabras clave: Contrato social, derechos civiles, estado soberano, naturalismo, poder político.


ABSTRACT

This paper aims at contributing to a better understanding of the historical significance of Spinoza's political theory, arguing that it fares much better in terms of shedding light on the dynamics of power and on the nature of political commonwealths than its Contractualist rivals, and that it deals pretty well with the predicaments and ambiguities that assault modern conceptions of law. By means of a close reading of Spinoza's texts, I argue that Spinoza's metaphysical analysis to determine the nature, conditions, and extent of the State powers is able to circumvent some of the dualisms (rights / law; efficiency / legitimacy; liberty / social compact) plaguing political thought today. Insofar as for Spinoza general consent is the essential requirement of power, and so that people are the true depository of an inalienable and intransferable power, he escapes from a Contractualist model of political norms hostage to Platonist abstract conceptions. Spinoza's account is capable of reconciling the dynamics of power and of freedom.

Key Words: Social Contract, Civil Rights, Naturalism, Rule of Law, Political Power.


RESUMO

O objetivo deste artigo é projetar luz sobre a significação histórica da teoria política de Spinoza, mostrando que, no que diz respeito à explicação dinâmica do poder e da natureza das entidades políticas, ela compete com teorias rivais de inspiração contratualista, com vantagem, e é capaz de superar as ambiguidades e contradições que assolam as concepções modernas da lei. Mediante uma leitura atenta dos textos, o argumento que a análise metafísica de Spinoza leva a cabo, para determinar a natureza, as condições e o alcance do poder do Estado, lhe permite eludir alguns dos dualismos (direitos / lei; eficácia / legitimidade; liberdade / contrato social) característicos do pensamento político contemporâneo. Para Spinoza, na medida em que o consentimento geral é um requisito inerente ao poder, e em que, portanto, uma soberania intransferível recai sobre a coletividade, seu pensamento rompe com um modelo contratualista das normas políticas ainda vinculado a concepções abstratas de ordem platônica. A perspectiva spinozista pode conciliar, assim, a dinâmica do poder com a liberdade.

Palavras-chave: Contrato social, direitos civis, estado soberano, naturalismo, poder político.


1. Dualismos en la filosofía política contemporánea

Voluntad popular, sistema de libertades y eficacia del poder político son los pilares sobre los que se asienta el Estado de derecho, un edificio que se resquebraja.

De la distinción conceptual de esos elementos (democracia, derecho y ley) se ha concluido lo que parece constituir el principio más invulnerable del pensamiento jurídico moderno: su necesaria distinción real. No es, por consiguiente, extraño que se haya subrayado el difícil equilibrio, la tensión inherente de la que resultaba el Estado de derecho. Tres fuerzas moviéndose en direcciones opuestas y que, sin embargo, y de forma poco menos que milagrosa, lograban combinarse en un todo singular y unitario. Si la construcción está en crisis, al menos disponemos de un diagnóstico a priori: el desequilibrio; y con él, de un método eficaz de resolución: basta detectar qué célula se ha expandido y corregir, bien aumentando la potencia de las instancias secundarias, bien recuperando la condición de estabilidad inicial, el balance de fuerzas. La fragilidad de nuestros derechos, la priorización de la seguridad sobre la libertad y de la paz sobre la democracia, parecen no dejar dudas: la ley ha pasado a ser monopolio del poder político; son los gobiernos, liberados en gran medida de sus limitaciones, quienes amenazan la preservación de la sociedad civil.

Sin embargo, este modelo permanece anclado a un sistema compacto de abstracciones metafísicas, y, por ello, se encuentra incapacitado, por sus propios principios, para categorizar una realidad que lo desborda. Recuperar las teorías ilustradas de los derechos innatos no es la solución, sino un elemento sustancial del problema. Pero, ¿cuáles son esas abstracciones?, ¿cuál la raíz misma de la crisis del Estado de derecho contemporáneo?

Libertades individuales y convivencia reglada, derechos absolutos y leyes que los restringen: esta dualidad dilapida la energía intelectual del filósofo y el esfuerzo práctico del jurista. No se trata, sin embargo, de una dualidad originaria, más bien, de la disociación implícita en un "constructo" teórico que, en sus rasgos estructurales, se remonta a Hobbes.

La distinción entre estado de naturaleza y cuerpo político equivale a la escisión de derecho y ley. Para Hobbes, el estado de naturaleza es una situación de derecho puro, en la que el único límite de la libertad del individuo es la limitación de su poder. "Donde no existe poder común, no hay ley; donde no hay ley, tampoco injusticia" (Hobbes, "Leviathan" 188): nos encontramos, en consecuencia, con conceptos (y situaciones) exhaustivos y exclusivos; de lo que se deduce que un máximo de legalidad se corresponderá necesariamente con un mínimo de libertades. Si a eso añadimos que la condición natural es la guerra, resultado de la libertad ilimitada (o, lo que es igual, de la voluntad omnívora e infinita) del hombre natural y de la relativa igualdad de potencia de los individuos en estado de naturaleza (Hobbes, "Leviathan" 185); y que, por tanto, se trata de una situación de impotencia e inseguridad que, aunque teóricamente posible, es invivible de facto; dispondremos de las piedras fundacionales del cuerpo político hobbesiano: la completa transferencia de los derechos particulares al soberano (cf. Hobbes, "The Elements" 113-14) y su inevitabilidad. El estado de naturaleza queda reducido a herramienta lógica. Se disuelve la posible tensión (en sociedad) entre libertad y ley. La ley, identificada con una voluntad única que multiplica su poder absorbiendo el poder de la multitud, se transforma en principio de orden: ilimitado, particular, externo respecto a un conglomerado de partes que si posee una voluntad común es porque ésta se identifica con la voluntad del soberano. En fin, el individuo público no dispone de otra cohesión que la que le otorga la propia individualidad del monarca.

Las oposiciones básicas que configuran el pensamiento político de Hobbes no desaparecen en las filosofías fundacionales del Estado de derecho: las de Locke y Rousseau. Por el contrario, en la medida en que dejan de ser dualidades conceptuales y se transforman en tensiones reales dentro del compuesto social, tienden a agudizarse. A lo que asistimos es a un proceso de coloración invertida de los conceptos de estado de naturaleza y de condición civil, un proceso en el que la fuerza de las valoraciones positivas recaerá sobre el primer término. Dos aspectos ilustran especialmente esta inversión, humanitaria y optimista, de los juicios: una reinterpretación del estado de naturaleza que identifica el imperio de los derechos o bien con una situación histórica (y, por tanto, vivible) o con los componentes innatos e inalienables del hombre, y, en consecuencia, con su naturaleza íntima; y la depreciación del principio externo o jurídico de orden, cuya supuesta necesidad se minimiza mediante el postulado de principios innatos de autorregulación: la racionalidad (Locke) y la piedad natural (Rousseau).

Locke rebaja los tonos sombríos de la concepción hobbesiana del estado de naturaleza (Locke 269-78). A la libertad y la igualdad originales se añade la razón natural, facultad moderadora y control interno de los impulsos agresivos y de los deseos expansionistas del individuo. Este residuo teórico de antropologías no naturalistas le permite postular la convivencia pacífica en el estado de naturaleza, desvincular la posibilidad de orden social del imperio de la fuerza. A su vez, dicha doctrina, en la medida en que independiza el tejido social de la regulación gubernamental, graduando la transición entre un hipotético vacío de poder y el desenfreno anárquico, desarma el argumento más poderoso contra el derecho de rebelión de los súbditos: la inmediatez de la guerra civil. Una descripción de esta índole genera, sin embargo, dos cuestiones apremiantes: (i) Si la convivencia sin coacción es posible, ¿por qué el Estado? (ii) Aunque admitamos que la autorregulación del individuo mitiga las consecuencias de una suspensión temporal del orden público con ello no se ha proporcionado un criterio que certifique dicha suspensión. En otras palabras: ¿qué legitimaría el alzamiento popular, una situación que compromete la paz y cuyos resultados son inciertos?

Basta constatar la flaqueza de la razón para contestar a la primera pregunta. En el mejor de los casos, el control racional es inconstante, en el más frecuente efímero. Aunque el individuo sepa qué debe hacer pocas veces logra estar a la altura de sus obligaciones. En estado de naturaleza sucumbe a la parcialidad y al exceso. Por eso, para evitar el deterioro natural de la convivencia, precisa un control exterior que, mediante un sistema punitivo férreo, complemente las restricciones de la conciencia, y que, garantizando una judicatura objetiva e imparcial, resquebraje la unidad de juez y parte y, sobre los despojos de la venganza privada, erija el edificio de la justicia y de la ley. La debilidad de nuestra voluntad es explicación suficiente de la necesidad del Estado. De acuerdo con Locke, recurriendo al demonio interno, a la voluntad insaciable y al apetito innato de hacer el mal por el solo placer de hacerlo, Hobbes no sólo proporciona una descripción parcial del ser humano, sino que, mediante el exceso de las primeras, desequilibra causas y efectos. El ensueño de la Arcadia es, finalmente, la vigilia de la República moderadora y moderada.

Respecto a la segunda cuestión, Locke emplea dos principios de limitación del poder político que, pese a sus evidentes tensiones, son en cierto sentido complementarios. El primero remite al poder racional que reside en nuestra naturaleza. Como ya se ha señalado, el control político complementa, no sustituye, el control racional. En este sentido, frente a Hobbes, para quien la libertad incontenible del individuo sólo puede equilibrarse mediante la contención, compulsiva y extrema, que ejerce el soberano (la libertad quedaría así reducida a los huecos de la ley), Locke no renuncia ni a la libertad ni a la responsabilidad personales. Precisamente porque el ser humano se encuentra naturalmente capacitado para moderar su voluntad, porque su libertad no conduce inexorablemente al libertinaje, un Estado que pretenda poner orden allí donde el individuo posee la capacidad de autorregularse será un Estado usurpador, que nos reduce a una asfixiante minoría de edad y que, despojándonos de nuestros atributos más específicos, mientras nos aliena moralmente en nuestra vida privada nos excluye de cualquier forma de responsabilidad pública, sustituyendo la comunidad política por un artefacto distante e incomprensible que obedece a sus propios intereses y que responde a leyes mercenarias. Los carceleros únicamente se adecúan a bestias de presa. Un Estado omnicompetente atenta contra los cimientos y las aspiraciones de la naturaleza humana; en lugar de plantarla en el suelo fértil de la civilización, ahoga la racionalidad. En otras palabras: porque Locke identifica libertad y autocontrol, porque concibe la libertad como libertad negativa (no para hacer, sino de evitar) que atempera los afectos, suscribe el principio conservador de que la medida del derecho político es directamente proporcional a la capacidad del individuo privado de gobernarse. Las fronteras del Estado no son los deseos, sino las obligaciones del súbdito. Lo que coincide con la concepción aristocrática de los derechos: privilegios que se adquieren mediante el esfuerzo, más que dotaciones innatas recibidas pasivamente de la naturaleza.

El segundo principio postula, por el contrario, un repertorio de libertades innatas cuyo asiento es la propia naturaleza humana y cuya justificación radica en la concepción del hombre como imago Dei. Dichos 'derechos', universales, previos a la constitución de sociedades organizadas, independientes de la calidad ética del sujeto, impermeables a cualquier restricción o cualificación, se transforman en unidad de medida de la legitimidad política y colocan, en todo lo que a ellos concierne, a sus receptores (la humanidad al completo) por encima de la ley. No ha de olvidarse, sin embargo, que su universalidad es constitutivamente humana (en un sentido no naturalista del término): es la potencialidad ética del sujeto la que los justifica, su capacidad innata para perfeccionarse moralmente, su responsabilidad, en suma.

No es el objetivo de este ensayo realizar una arqueología pormenorizada de las concepciones políticas contemporáneas. Baste señalar que, si no las doctrinas, sí los presupuestos del modelo político lockeano, extendidos y profundamente modificados, sirvieron de base para una serie de doctrinas cuya cristalización más familiar se encuentra en On Liberty, de John Stuart Mill. Los aspectos más destacables de esta transformación son:

(i) La paulatina desvalorización de la autoridad política, es decir, un proceso que comienza describiendo al Estado como "mal menor" y finaliza considerándolo "mal radical" y cuya razón es un asalto generalizado a cualquier manifestación del principio ético de veto. Rousseau, mediante su extraordinaria genealogía de la escisión psicológica del súbdito (Rousseau 3-57), es el responsable de dos transformaciones conceptuales alarmantes: la exteriorización (lo que significa politización y accidentalidad) del control ético y su caracterización como represión y causa de la esclavitud humana (Babbitt, "Character and Culture" 227-28). Reinterpretar la génesis de la moral como génesis del Estado facilita el ataque a una ética de sanciones. Al mismo tiempo, es su vinculación a esa ética la que convierte al Estado en objeto de crítica. Se abren las compuertas para una concepción 'neutral' del espacio público. El Estado es el "mal último" sólo porque una libertad sin restricciones (la espontaneidad romántica) pasa a ser el valor por excelencia.

(ii) La extensión numérica de los derechos, resultado de la reelaboración de sus fundamentos. Lo que quiero señalar con ello es que el debilitamiento del cristianismo implicó la sustitución de una dignidad humana que se correspondía con su especial estatus metafísico y de los derechos 'objetivos' que en ella se sostenían por una concepción subjetiva de los derechos, en la que estos pasaban a considerarse manifestación de la voluntad libre de los individuos y a presentarse como demandas de reconocimiento. Si a esto se añade el dogma de que los deseos de un individuo o de un grupo se corresponden con sus necesidades, la consecuencia es la escalada cuantitativa de las instancias susceptibles de "derecho", su fragmentación (no son derechos generales del hombre, sino derechos particulares) y la eliminación de los últimos componentes éticos y racionales que, porque fundamentaban, también limitaban su expansión. Locke sin componentes teleológicos. Libertad sin meta moral alguna que la dirija, discipline y dignifique. Expansión que se agota en sí misma.

(iii) El divorcio permanente entre el ámbito público dominado por la ley y el imperio privado regido por la libertad, principio que define la regla de oro formulada por Mill para guiar las relaciones entre Estado e individuo en una comunidad civilizada: el primero, bajo el principio de autoprotección, ejerce legítimamente su poder en la medida en que la conducta de un sujeto atenta contra las libertades de otros o irrumpe violentamente en su esfera privada; el segundo, en aquello que únicamente le concierne a sí mismo (opiniones políticas, creencias religiosas, modo de vida), posee soberanía absoluta (Mill 15-6). Se trata de la más radical acta de acusación levantada contra la caracterización del Estado como unidad orgánica y andamiaje que posibilita la ética, recusación por la que se adscribe al individuo una libertad absoluta "en lo que a él le concierne" y por la que, en consecuencia, se niega terminantemente que, por mucho que atente ciegamente contra su interés, podamos forzarle a abandonar un hábito pernicioso. Su soberanía implica, siempre que no afecte a otros, licencia para el mal.

(iv) Finalmente, la identificación de soberanía y voluntad popular; esto es, una instauración de las mayorías como criterio de legitimidad política resultado tanto de una concepción ilimitada y expansionista de la libertad (del mismo modo que no deberían obstaculizarse los deseos del individuo nada puede limitar las aspiraciones del público) como de la urgencia que cobra el control de un poder político que, por su propia naturaleza, tiende a la autonomía y a la coacción. El Estado, cuya necesidad se reconoce tras los excesos del jacobinismo, debe ser instrumento de orden, pero, sobre todo, garante de las libertades privadas. El diagnóstico es sencillo: era la voluntad ilimitada de una minoría la que atentaba contra los derechos. La solución, escalofriante: basta transferir a las decisiones de la multitud la misma 'calidad' de poder (una omnitudo potestatis) para su salvaguarda. Extraordinaria mistificación del número: mayor concentración de fuerza implica seguridad mayor de derechos; el orden extendido deja de ser orden; se soluciona un problema multiplicando sus causas.

Tras los excesos de la imaginación idílica, el amargo despertar.

Primero, y tal como señalamos arriba, pudo constatarse que la moderación y la piedad, si bien virtudes recomendables, eran tan valiosas como escasas y tan escasas como impotentes. Difícilmente podrá la capacidad racional constituirse frontera de la legalidad jurídica, cuando, porque es el temor a la pena la que la sostiene, conserva su debilidad natural dentro del cuerpo político. Difícilmente podrá dar cuenta del origen del Estado, bien porque no es lo suficientemente amplia como para ser su causa común, bien porque, en la medida en que una comunidad de anarquistas virtuosos no precisaría ni prisiones ni leyes, ni siquiera puede aspirar a la categoría de "causa". Con el frenesí de los sans-culotte se desvanece el sueño de la autorregulación. El estado coactivo aparece como única alternativa al desenfreno anárquico.

En segundo lugar, se corroboran las flaquezas intrínsecas de la democracia, una fragilidad que no podrá corregirse con dosis mayores de voluntad popular. No se trata, tan solo, de la extrema manipulabilidad de la mente de la multitud, de su especial vulnerabilidad ante los intereses de minorías fuertes; sino de que, incluso en el supuesto de una democracia perfecta, la voluntad de las mayorías es tan despótica y fluctuante como la voluntad no ceñida a ley del monarca. No garantiza, en consecuencia, ni la estabilidad del Estado ni el imperio del derecho. Transición entre la libertad y la ley, se hunde en la misma sima cuya superación la justificaba.

Es, sin embargo, una consciencia cada vez más acentuada de que la dinámica de los derechos ha de entenderse en términos de fuerza y de relaciones de fuerza la que precipita la crisis del Estado de derecho. El modelo moderno, que postulaba términos pertenecientes a campos categoriales impermeables (los derechos, objetivos o subjetivos, eran prescriptivos: comprensibles bien en referencia a marcos éticos o supeditados al concepto de autorrealización; la ley, circunscrita al marco de la paz pública y del poder para imponerla), y que, por ello, buscaba mediaciones entre realidades que, obedeciendo a fines diversos, eran absolutas en su ámbito (se trataba, en consecuencia, de un conflicto entre absolutos, o, lo que es igual, de un conflicto de fines); es sustituido ahora por un modelo metonímico, en el que la libertad posible se identifica con la libertad real y ésta con la potencia de su sujeto.

No es que la libertad sin poder que la actualice sea vacía, y que, por consiguiente, necesite el complemento de la fuerza. Más bien, se redefine el concepto de libertad en términos de poder: derecho es autonomía y autonomía, potencia. De lo que se deduce que si los derechos se oponen a la ley no es porque ésta sea ley, sino porque es derecho: los derechos colisionan entre sí, intereses se enfrentan a intereses, son libertades las que anulan o son anuladas por otras libertades. De este modo, acaba calificándose el discurso tradicional de los derechos como retórica en el ejercicio o en la aspiración al poder y la apelación a libertades ilimitadas o como fantasmagoría o como argumento erístico. Retorno al realismo de Hobbes sin ilusiones de paz perpetua, esta posición es descarnadamente expuesta por el crítico más feroz de Mill, un autor que en 1872 era ya nuestro contemporáneo, James FitzJames Stephen: "(pues) la fuerza es la esencia de la vida, y el ejercicio de la fuerza implica un conflicto de fuerzas, conflicto que es negación de la libertad en la medida en que las distintas fuerzas se frenan entre sí" (Stephen 118).

Desaparecen las instancias privilegiadas a priori (se pasa del derecho abstracto como unidad de medida rígida del poder político a la fluctuación de poderes como baremo flexible de medición de los derechos) y se procede a una democratización de los componentes de la unidad civil que recusa tanto una jerarquización metafísica en torno al derecho como el exceso de poder de iure que, sustentado en la mitología del contrato, aseguraba la paz social en el planteamiento hobbesiano. Sin embargo, y aunque naturalizados los elementos del compacto social, se preservan los presupuestos fundacionales de la filosofía tradicional del derecho, y, con ellos, la misma neblina especulativa que había impedido a generaciones pasadas comprender y determinar la propia existencia del Estado.

La oposición entre derecho y ley, interpretada como conflicto entre derechos, se nutre de la misma noción de autonomía sobre la que descansaba la teoría estándar del derecho, y, en consecuencia, acaba de igual modo: recurriendo a la identificación de estado de derechos y equilibrio, aunque en este caso el equilibrio sea de fuerzas cuya única diferencia posible es cuantitativa, y no de instancias cualitativamente distintas. En cierto sentido, el naturalismo jurídico se ha limitado a priorizar y a glosar un componente estructural de la noción lockeana de derecho: su insubordinación a la ley. Derecho es independencia respecto a la ley, independencia dependiente de la fuerza adquirida por el individuo por sí mismo o en tanto que miembro de un grupo particular de intereses que no se identifica con la totalidad de un orden político que es de hecho desorden más o menos regularizado.

La autonomía se obtiene a pesar del Estado y de otros grupos de interés, como resultado de la sustracción de la energía de todas las fuerzas tras haber colisionado. Es, por tanto, un residuo, el componente final de aceleración y resistencia. El Estado de derecho se concebiría, así, como un punto efímero en el que la cantidad sustraída es aproximadamente equivalente en todos los elementos; la situación 'ideal' de correlación de potencialidades contrapuestas, siempre en trance de desaparecer. Paradójicamente, este término ad quem indeseable para todas las partes, pero que por lo visto suscribiría un espectador ideal, no es otra cosa que estado perfecto de naturaleza en su acepción hobbesiana: libertad, igualdad y guerra. En su concepción más extrema, se desvela la naturaleza real de las teorías clásicas del derecho, aquello que se ocultaba tras su brillante oratoria: el estado de guerra como esencia misma de la sociedad civil.

El hechizo del estado de naturaleza, la disolución por la base de las dualidades originarias, la aporía de una teoría que con el fin de explicar ley y Estado los elimina y que sustituye la realidad tangible por la realidad hipotética y el contexto vivible por la situación que ella misma reconoce insufrible mediante el dudoso procedimiento de hacer del presente hipótesis y de la paz conflicto. ¡Hasta ese punto los conceptos pueden impedirnos ver, o, lo que es peor, hacernos ver lo que no existe!

El núcleo de la sociedad civil es el temor. Sociedad es verdaderamente soledad. El marco social no es otra cosa que un entretejido hueco e informe de pasiones inútiles, donde no hay más ley que la fuerza ni más unidad que la efímera concordancia de los intereses privados. El caos pasa por orden y el poder se confunde con la impotencia, el fruto podrido de un universo volátil en el que todo está por ganar y en el que no hay nada que no pueda perderse. Ése es el estado de "equilibrio ideal": uno, donde la vida humana es "solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta" (Hobbes, "Leviathan" 186), y donde, por la propia dinámica de los conceptos que se emplean, la única salida es un desequilibrio de fuerzas que sustituye la contienda natural por la guerra civil, la servidumbre a las circunstancias por la explosiva servidumbre al soberano, el desorden propio de la pluralidad de voluntades por el desorden de una única voluntad; la impotencia, en suma, por idéntica impotencia. También el Estado hobbesiano es estado de naturaleza, pues si la sociedad descansa sobre la unidad que le proporciona un individuo (o una minoría) ni es unidad ni sociedad ni fuerza. Impotencia que corrige a la impotencia: a eso se reduce el artefacto civil que construyó Hobbes a partir de los mismos materiales sobre los que se desmoronó el Estado de derecho.

"Los hombres no pueden disfrutar al tiempo de los derechos del estado incivil y de los del estado civil" (Burke 60). No se pueden condensar mejor las deficiencias del modelo político ilustrado. Bastaría añadir que tampoco pueden disfrutar de los derechos del estado incivil, que no son derechos, sino servidumbre; y que, por consiguiente, el estado de naturaleza ni es una realidad histórica ni un instrumento conceptual útil: teología secularizada, perfila "una naturaleza humana que no existe en parte alguna" y olvida "la que realmente existe" (Spinoza, "Tratado político" 78). Corresponderá precisamente a Spinoza abolir a parte ante la superestructura teórica que hoy nos impide entender y actuar, acusarnos justamente de rendir nuestras imaginaciones a términos generales mal definidos, empezando por la misma "libertad".

Convencido de que sólo hay autonomía en el Estado y de que ley equivale a derecho, impaciente ante una teoría (la hobbesiana) que dejaba indeterminado el cuerpo político, resuelto a combatir la ecuación de libertad y capricho y a redefinirla como libertad bajo la ley, enemigo de todos los dualismos, que, irresolubles, fomentan irresolución (libertad posible / libertad real, derecho / ley, esfera pública / imperio privado, voluntad / razón), fiscalizador de una metafísica de la trascendencia del poder, y, de este modo, introductor del "ateísmo en política, ya que niega radicalmente la posibilidad de que el mercado entre los hombres pueda ser regulado, sea como sea, por elementos de trascendencia" (Negri 52), defensor, en fin, de un concepto más flexible de individuo que le permitirá tratar al Estado como individualidad, esto es, como algo que no es ni abstracción, ni voluntad particular, ni totalidad sustantiva; Spinoza reinterpreta las nociones jurídicas tradicionales de forma que configuren un orden que, en vez de transformar los fenómenos políticos en piezas herrumbrosas de un engranaje, sobrantes, inútiles, incomprensibles, ilumina su función y aclara su significado. Nunca ha estado la teoría política tan próxima al ideal de transparencia. Nunca ha desempeñado sin menos obstáculos su función elucidatoria. El Estado constitucional, cuya "alma son los derechos" (Spinoza, "Tratado político" 217) y cuyo poder equivale al de la multitud unida, olvidado o reducido a instancias secundarias en el pensamiento político ilustrado, cobra en Spinoza una potencia conceptual que se corresponde con su relevancia histórica. Los mitos del contractualismo son exorcizados por una intuición a la que no le faltan conceptos.

El carácter intempestivo de Spinoza podría condensarse en cuatro lemas, que servirán de hilos conductores de nuestra exposición:

(i)La potencia privada es reflejo de la potencia pública, y no a la inversa.

(ii)La libertad individual resulta de la máxima extensión y de la máxima intensidad de fuerza que definen al Estado (alcance y potencia guardan una proporción directa, y no inversa, como sucede en Hobbes: para el filósofo holandés, que, como veremos, identifica democracia y Estado, concentración y maximización de potencia son procedimientos opuestos). Principio de todo el Estado en el individuo.

(iii) El origen de la seguridad no es ni el equilibrio ni la compensación, sino una fuerza "totalmente absolut(a)" (Spinoza, "Tratado político" 220) producto de la sustracción a todos los particulares (incluyendo tanto a minorías como a mayorías) de la totalidad de su potencia qua particulares. Principio de imperio de la ley: todo individuo en el Estado.

(iv) La socialización no consiste en dejar de ser hombre para llegar a ser ciudadano (Rousseau), por el contrario: en ser ciudadano para poder ser hombre.

Ni Hobbes ni Rousseau ni Stephen. Ni conservadurismo popular ni socialismo. Mucho menos, liberalismo de "derechos formales". Nuestra tarea es clarificar un pensamiento que denuncia la estrechez de las categorías tradicionales. Proporcionar el modelo de un modelo, en un proceso por el que si bien el pasado transforma el futuro también el futuro reordena y modifica el significado de aquello que le precede.

2. La apostasía de Spinoza: identidad de democracia, ley y derecho

En la Carta 50, dirigida a Jarig Jelles, Spinoza condensa magistralmente las razones de su discrepancia con Hobbes:

Por lo que respecta a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, sobre la cual me pregunta usted, consiste en que yo conservo siempre incólume el derecho natural y en que yo defiendo que, en cualquier Estado, al magistrado supremo no le compete más derecho sobre los súbditos que el que corresponde a la potestad con que él supera al súbdito, lo cual sucede siempre en el estado natural. (Spinoza, "Correspondencia" 308)

Magistralmente, porque en unas pocas líneas aparecen tres de los leitmotivs de su filosofía política: la ecuación potencia-derecho, la recusación del dualismo derecho natural / derecho civil y un criterio inmanente de medición del poder político; pero también de forma opaca, y no sólo porque la condensación extrema prevenga la inteligibilidad y porque, careciendo de uso y de contexto, las nociones que emplea se encuentren indeterminadas (una deficiencia, al fin y al cabo, corregible), sino porque el texto podría sugerir la identificación de estado civil y estado de naturaleza, lo cual o nos embarranca en las aporías de un naturalismo jurídico que sustituye la estabilidad real por un caos imaginable pero ininteligible o, aceptada la existencia del Estado (como algo más que conflicto o equilibrio de fuerzas particulares), nos condena, so pena de eliminar del conjunto definido por el concepto de cuerpo político el grueso de sus instancias históricas, a estudiarlo como forma de organización gubernamental, y no, tal como propone Spinoza,1 como estructura subyacente a cualquier forma de organización política. Tal como veremos, esta ambigüedad recorre el Tratado político a través de la distinción entre "Estado con derecho" y "Estado bien administrado" (Spinoza, "Tratado político" 118).

Resultaría, en cualquier caso, tentador pensar que si él mismo se describe negativamente a partir de Hobbes, el pensamiento político de Spinoza es una mera variante de la posición que aquél define y su autor, un disidente cuya importancia es refleja: secundaria respecto a la relevancia de su maestro. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad.

Con el mismo argumento podría decirse que, porque el blanco fijo de la Ética es Descartes, la metafísica de Spinoza, calificada de respuesta al cartesianismo, debería entenderse a partir de dicho paradigma; algo que, por supuesto, no acepta ningún intérprete serio de su obra. Que la política de Spinoza se deduzca sin tensiones evidentes de su ontología demuestra que Hobbes, cuyos planteamientos constituían el respaldo teórico del "partido anti-orangista" en el caldeado clima político de las Provincias Unidas en 1670 (Balibar 51-6), solo supuso una ocasión pedagógica inmejorable para incrementar su transparencia y asegurar su recepción pública. Que sus resultados configuren un modelo político tan distante del de su predecesor como del de los autores 'liberales' que le suceden implica, no que Spinoza construyese sobre los cimientos que heredó de Hobbes, sino que arrasó el edificio y sus cimientos con el fin de empezar desde cero en otro lugar y con materiales distintos. No son matices lo que separa a ambos pensadores. Por ello, solo recurriremos a Hobbes en tanto que herramienta expositiva.

El objetivo subyacente a ambos autores es el mismo: aplicar los métodos de la naciente revolución científica al universo político; definir y desarrollar una ciencia estricta del Estado (una política more geometrico) que ni recurra a entidades o mecanismos fantasmagóricos ni se limite a proporcionar máximas destiladas del fluctuante dinamismo de la experiencia. Por otra parte, el método determinará sus objetos, lo que en la práctica equivale a la priorización de las hipótesis más simples, a la eliminación de causas intangibles o problemáticas (voluntad libre, causas finales...) vinculadas a metafísicas trascendentes, y a un naturalismo sustantivo y completo. En Hobbes, el resultado de este planteamiento es ontológicamente reduccionista: exclusión de la racionalidad, no sólo como causa, sino como fenómeno ético y epistemológico. En Spinoza, únicamente conlleva limitación metodológica (vinculada a la tonalidad predominante en el Tratado político, la propia del pesimismo moderado): su fragilidad (Spinoza, "Ética" 123) y el esfuerzo que requiere, y que la convierte en un bien escaso (Spinoza, "Ética" 379), excluyen a la racionalidad del Estado (y, por supuesto, de la ciencia que sobre él versa), tanto en lo que respecta a su modus operandi como, en cierto sentido, a su génesis. En otras palabras, para Spinoza no deben confundirse la salvación privada, que depende de la comprensión racional, y la salvación pública, cuya fuente es la "naturaleza común" a toda la humanidad.2 Ética y política constituyen esferas autónomas. "(L)a libertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada, mientras que la virtud del Estado es la seguridad" (Spinoza "Tratado político" 82) Se trata de la reprobación toto coelo del paradigma platónico del "rey filósofo", lo que permite inscribir a Spinoza en las filas del realismo político: la sabiduría no confiere privilegio alguno de orden político; el peso del Estado no puede descansar sobre la virtud de uno solo, por mucho que éste sea un gigante; la razón, o es poder de uno sobre sí mismo, o, proyectada al Estado, se transforma en noción abstracta y en elemento de "trascendencia", mistificación que, por no ser común al compacto social, precisa más potencia propia que la que naturalmente es capaz de acumular.

Pero, ¿es Hobbes coherente con su programa?, ¿logra proporcionar una explicación científica y naturalista del Estado? Spinoza se limitará a juzgar la construcción teórica hobbesiana de acuerdo con sus criterios explícitos. Se trata, en consecuencia, de una crítica interna, que muestra el desacuerdo de Hobbes consigo mismo y que, para ser fiel a su espíritu, propone una revisión completa de su letra. No olvidemos este punto: el propósito de Spinoza es demostrar que la política de Hobbes preserva los elementos básicos de la teología que dice estar socavando, elementos tanto más peligrosos cuanto los envuelve un ropaje para-científico que, al camuflarlos, los impermeabiliza al análisis. Esos residuos teológicos, que configuran la estructura misma de la política hobbesiana, son, fundamentalmente, tres: (i) la desproporción entre causas y efectos en la explicación de la acumulación de poder que caracteriza al Estado; (ii) el postulado de un principio de organización exterior a la naturaleza (e irreductible a términos naturales); y, (iii) el empleo de términos abstractos, definidos por una posibilidad general independiente de sus condiciones específicas de realización.

(i) Desproporción entre causas y efectos

Spinoza y Hobbes emplean idénticas nociones de derecho y Estado. Derecho (a diferencia de lo que defienden las concepciones sobre-naturalistas) se identifica para ambos con potencia o autonomía, de forma que un individuo "posee tanto derecho sobre la naturaleza como goza de poder" (Spinoza, "Tratado político" 85). Estado, siguiendo el mismo esquema, no es otra cosa que potencia multiplicada, es decir, una acumulación de poder que "se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias" (Spinoza, "Tratado político" 103) que resultan de la situación de soledad e impotencia que define al estado pre-civil. Lo que me interesa subrayar ahora es que ambos concuerdan al señalar la finalidad del Estado (preservar la paz, combatir la inseguridad y el miedo) y al asignarle a dicha función el mismo medio (el monopolio estatal de la violencia, la adquisición de una potencia extrema capaz de aplastar desobediencia civil y voluntad de resistencia). De otro modo: la paz es resultado del exceso de fuerza,3 y no, tal como sucede en el ámbito de la eticidad personal, la fuerza (anímica) producto de la paz.

Sin embargo, el Estado hobbesiano se identifica con una persona a la vez jurídica y concreta, simbólica e individual4 cuyo poder de facto alcanza lo que alcanza su potencia como persona real. Existe, por tanto, una desproporción insalvable entre el poder absoluto del que debería disponer el soberano con el fin de garantizar la paz social y su poder real, que, al ser el de un simple particular, no es fuerza, sino impotencia. Esta impotencia del príncipe, que Spinoza analiza con la sutileza de Tácito y Maquiavelo, le lleva "a protegerse más bien a sí mismo y a tender asechanzas a la multitud, en vez de velar por ella" (Spinoza, "Tratado político" 121); o, lo que es igual, le obliga a gobernar a través del miedo, lo cual genera un círculo vicioso que prolonga la precariedad del Estado y de sus miembros. No sólo no se supera la guerra natural. Un Estado terrorista se encarga de intensificarla.

Evidentemente, Hobbes trata de resolver esta tensión recurriendo al artificio del contrato, una promesa por la que cada uno de los futuros súbditos transfiere la totalidad de su poder al monarca y por la que éste adquiere el exceso de poder al que su simple potencia privada no le da derecho. El problema es que ni las promesas, que se mantienen mientras las partes lo juzgan conveniente y que cualquiera tiene derecho a romper mientras disponga del poder para hacerlo, poseen el carácter sagrado que Hobbes desearía otorgarles, ni este recurso jurídico hace otra cosa que desplazar el problema sin solucionarlo. ¿Qué garantiza el cumplimiento del pacto? La fuerza real, no la fuerza nominal, del soberano: una fuerza que se reduce a su poder privado. En otras palabras: una promesa no otorga poder a nadie mientras éste no disponga del poder para hacerla cumplir, potencia cuyas causas son independientes de la promesa a la que sostienen. El poder absoluto no es una cuestión de palabras o una capacidad que las palabras puedan crear. Hobbes invierte el orden natural de causas y efectos, indeterminando, por ello, lo que pretende explicar (Spinoza, "Tratado político" 91).

Si a eso añadimos que en la peculiar antropología de Hobbes potencia equivale a disgregación (el hombre, lobo para el hombre), nos vemos forzados o a imputar el origen del Estado a una intervención particular de la gracia o a hacer que los futuros súbditos se comprometan a algo que está más allá de sus posibilidades: renunciar a su naturaleza. Sea como fuere, ni pueden cumplir lo que prometieron ni nadie les impide no hacerlo. Lo que se requiere es que el Estado se asiente sobre la naturaleza humana, no sobre espectros pseudo-teológicos. Hobbes se enfrenta a un dilema:
o renuncia a su noción de Estado, reciclándose a un naturalismo jurídico que confunde civilización y temor, o renuncia a su corpus filosófico, que se agota en sí mismo. En ambos casos, sale perdiendo.

(ii) Principio de organización externo

La raíz de la aporía anterior es la identificación del Estado con un individuo. Como señalamos arriba, esta tesis obedece a razones prácticas: la agenda política no admite ni dilaciones indefinidas ni direcciones fluctuantes. Posee, sin embargo, una significación más profunda, que remite tanto a una variación naturalista del idealismo político platónico como a una versión constructivista de su dualismo epistémico y ontológico.

El dualismo psicológico platónico legitima una concepción aristocrática del Estado: del mismo modo que la razón privada unifica y detiene el ímpetu arrollador de una afectividad centrífuga y autodestructiva naturalmente incapaz de auto-coordinación, la racionalidad pública (representada por el rey filósofo) construye un edificio estable allí donde, por sí mismas, las pasiones sólo podrían generar caos. Los componentes de este diagrama, en concreto: el postulado de una racionalidad independiente de la naturaleza; son inasimilables dentro de una cosmovisión materialista como la de Hobbes. Algo que no parece extenderse al diagrama mismo (y a su presupuesto básico): la esencia informe de la naturaleza, una contingencia estructural que en el orden político se expresa como estado incivil y como exigencia de un principio formalizador externo. En otras palabras: el soberano de Hobbes no es otra cosa que la versión nominalista de la racionalidad platónica, una figura sin privilegios "naturales" en la que la coacción sustituye a la autoridad, el control externo al veto interno, la artificialidad del pacto a la excelencia. El monarca es, por tanto, el constructo que transfigura indeterminación en ley, una entidad nominal análoga al lenguaje: que, construyendo un universo regular a partir de fragmentos desorganizados, proporciona inteligibilidad conceptual reemplazando a una entidad adversa al concepto. El constructivismo hobbesiano, variación escéptica del racionalismo platónico, platonismo sin esfera de ideas platónicas, es común a su epistemología y a su política.

No es de extrañar, por ello, que la denuncia de Spinoza sea radical: manifiesta principios ontológicos contrapuestos. En contraposición con todos los dualismos (platónico, escéptico, relativista), postula la legalidad intrínseca de la naturaleza, esto es, su transparencia conceptual constitutiva. Los conceptos recogen hechos; el científico descubre, no construye, regularidades; los fenómenos se auto-organizan en sistemas y lo que parece caos es autorregulación estricta. La ciencia no suplanta a la naturaleza, configurando un orden artificial; se esfuerza en leerla. Spinoza es, por consiguiente, hijo legítimo de Aristóteles, y, como tal, dispone de todas las herramientas de la revolución científica para acusar a Hobbes de obscurantismo: son los hechos, no las palabras, la unidad de medida de una teoría; son los misterios que resuelve, no los que no considera, los que determinan la potencia del método científico; ser moderno no es tan sólo borrar la legalidad platónica, es trasplantarla a la realidad fenoménica, equilibrando causas y efectos.

En política, esto implica la revisión completa de los presupuestos hobbesianos: porque las causas del Estado solo pueden residir en la naturaleza humana, porque el principio de orden o es inmanente o son palabras que se resquebrajan tras el más mínimo contacto con los hechos, poder y autonomía individuales no son fuerzas destructivas y disgregadoras, sino principios de construcción y orden. En definitiva, si la política es ciencia de los hechos, y no de las palabras, "el derecho del Estado" no puede ser otra cosa que "el mismo derecho natural" (Spinoza, "Tratado político" 100), o lo que es lo mismo, no es el Estado el que controla la naturaleza, sino ésta la que controla, culminando en él, el Estado. Sobre el cadáver de una abstracción, el estado de naturaleza, resplandece el derecho natural. Sobre una disgregación fratricida que invita al último recurso de la trascendencia y que rompe la cadena causal, el triunfo de una cooperación que no es orden dominando la potencia, sino potencia constituyendo orden (Spinoza, "Ética" 286).

(iii) Uso de términos abstractos

El caso más conspicuo es la relación inversa entre potencia individual y poder estatal, esto es, la máxima hobbesiana de acuerdo a la cual el máximo de legalidad se corresponde con el mínimo de autonomía. Esta máxima no sólo legitima un estado civil de servidumbre; sobre todo, permite conceder al monarca una libertad absoluta (no ceñida a ley) que se seguiría inmediatamente de la ecuación entre potencia y autonomía máximas. Cuando Spinoza muestra que esa potencia es, en realidad, temor, lo que hace es resquebrajar la identidad señalada (como identidad de nociones generales sin cualificaciones), subrayando que el máximo de potencia posible se corresponde con el mínimo de autonomía real (en sentido hobbesiano: como estado de naturaleza), y, por consiguiente, que únicamente el imperio de la ley posibilita libertad y poder particulares. Autónomo no es quien, por poderlo todo de iure, no puede nada de facto; sino quien, respaldado por la ley, añade a su poder minúsculo la potencia de la colectividad unida. De otro modo: no es más libre aquél que, porque su poder se extiende sobre todo, no puede disfrutar de nada, sino quien, pudiendo en menos cosas, posee un poder absoluto (el del Estado) sobre lo poco que puede. La autonomía completa es delirio. La real, autonomía bajo la ley. "Máximo" y "mínimo" no se dicen, por tanto, en abstracto: su medida depende de sus condiciones de realización.

Esta acusación particular refleja diferencias de principio: una discrepancia de raíces lógicas. La posición de Hobbes ejemplifica una concepción trascendente (la tradicional) del espacio lógico, concepción según la cual la determinación de lo posible es independiente del conocimiento de lo actual. Spinoza, por el contrario, supedita posibilidad a realidad. No se trata de evaluar ambas concepciones modales. Baste constatar que la posición de Spinoza no es tan absurda como podría parecer a primera vista y que, además, alienta una atención a los hechos y a sus limitaciones físicas que le confiere una indudable ventaja en el análisis de fenómenos particulares. El 'realista' Hobbes reflexiona a partir de significados. 'El racionalista' Spinoza, sobre el terreno rugoso de los objetos y sus condiciones causales.

Disponemos, en cualquier caso, de las piedras fundacionales del Estado de derecho spinozista:

(i) El Estado es una entidad natural, que puede estudiarse con métodos análogos a los que se aplican a otros fenómenos, cuyo origen es "la fuerza natural con la que el hombre se esfuerza en conservarse en su ser" (Spinoza, "Tratado político" 86) y cuya función es garantizar la seguridad y, con ella, la realización o actualización de la autonomía y de la potencia de los individuos. (Recusación del contractualismo político y del mito del estado de naturaleza).

(ii) La ley no suplanta al derecho, es su condición de posibilidad. (Eliminación de la dualidad libertad privada / responsabilidad pública).

(iii) Para cumplir su finalidad, el poder del Estado ha de ser absoluto, lo que significa que ni el origen de su potencia es una transferencia de derecho ni la fuerza real (y, por ello, impotencia) de alguno de sus componentes. Su poder ilimitado se encuentra en función, por el contrario, del "poder, no de cada uno, sino de la multitud que se comporta como guiada por una sola mente." (Spinoza, "Tratado político" 100) Es este proceso de acumulación de potencia y las aplicaciones generales que de él resultan lo que analizaremos a continuación, teniendo en cuenta que dicha potencia, absoluta sin ser absolutista, no es otra cosa que el Estado de derecho concebido sin prejuicios: un marco fijo que, activando el poder de cada particular con el poder combinado de todos los miembros del cuerpo civil, beneficia por igual a todos los ciudadanos sin que, para ello, estos tengan que dejar de ser hombres y transformarse en comisarios políticos.

¿Dónde radica la 'anomalía' del pensamiento político spinozista? ¿Qué lo distingue de las estructuras conceptuales que, modificadas por la Ilustración, hemos heredado de Hobbes? En mi opinión, una concepción orgánica y natural del Estado que, críticamente, se traduce en denuncia inmisericorde de modelos categoriales que, transformándolo en realidad anómala, impiden su comprensión (reduciéndolo o bien a fenómeno suplementario o a abstracción metafísica), y en recusación de los mitos sobre los que dichas teorías se sostienen, en concreto, del mito de una individualidad sustantiva previa a la constitución del cuerpo político.

El paradigma de la enfermedad teórica que combatimos lo proporciona Hobbes. Tras haber señalado correctamente los dos pilares sobre los que se asienta el Estado: unidad de acción y acumulación de potencia; proporciona una explicación genética que indetermina dichas características, es decir, que nos devuelve, en vez de unidad real, la unidad espúrea que proporciona un único individuo, en vez de seguridad y potencia, impotencia y temor. Su primer error consiste en disociar ambos componentes, procurando dos líneas causales para lo que es un fenómeno idéntico visto desde diferentes ángulos. Su error más grave, en proyectar al estado de naturaleza una calidad de potencia que sólo es posible en estado civil.5 O, lo que es lo mismo, porque para Hobbes sus componentes anteceden al Estado en tanto que realidades atómicas perfectamente constituidas (núcleos o centros de poder), porque individuo y Estado son entidades causal y conceptualmente diferenciadas, el cuerpo político, artificial, queda reducido a instancia represora en confrontación con las tendencias centrífugas de sus partes y su poder al de un soberano en permanente estado de guerra con sus súbditos. Su origen hace del Estado una realidad secundaria y estructuralmente inestable, fenómeno muy distinto al que se intentaba explicar.

Tal como hemos señalado, el objetivo de Spinoza es superar esta deficiencia equilibrando causas y efectos. Para ello, es imprescindible corregir la perspectiva hobbesiana. El primer paso consiste en conferirle un papel determinante a algo que, si bien reconoce, Hobbes no explora hasta sus últimas consecuencias: la ecuación entre estado pre-civil y estado de impotencia, o, lo que es igual, al hecho de que, porque la potencia de x depende de la potencia de la colectividad unida que lo respalda, su soledad, en términos de poder, se computa en cero. El poder personal de Pedro carece de valor si lo abstraemos del compacto social. Su poder cuenta porque es poder de todos. Pedro es autónomo y posee derechos (reales, no hipotéticos) en la medida en que es miembro del Estado, y será tanto más autónomo cuanto más poder (y, por tanto, más cantidad de miembros) acumule el cuerpo político. Si éste consta de treinta miembros, sus derechos (y los de cada uno de sus miembros) computarán treinta. Si millones, computarán millones. En concordancia con su paradigma antitrascendental, para Spinoza la potencia del Estado no es mayor que la de sus partes, se corresponde, en consecuencia, al resultado de una adición. Sin embargo, indivisible, se encuentra presente en todas las partes, poseyendo los rasgos de la ubicuidad y de la causalidad inmanente: principio activo que es al tiempo causa de la potencia individual y efecto suyo.

Es precisamente este punto el que parece generar una paradoja. Cierto, sin el Estado el individuo es nada. ¿Pero de dónde procede la fuerza del Estado si no es de la potencia de los individuos que lo componen? ¿No alentamos una aporía, consistente en explicar al individuo en términos del Estado señalando al tiempo que éste debe explicarse recurriendo a las potencias individuales a las que, por otra parte, explica? ¿No parecemos condenados, finalmente, a deambular entre un círculo vicioso y una indeterminación causal del Estado que legitima estrategias trascendentes y que se escuda en el recurso a la ignorancia, comprometiéndonos así con errores análogos a los de Hobbes?... Si la soledad computa cero el Estado es inexplicable. Si es explicable, su esencia es la guerra, y nuevamente la teoría logra distanciarnos de la realidad tangible.

Es esta aparente paradoja la que nos permite introducir la segunda 'rectificación' propuesta por Spinoza. La paradoja surge de la creencia en la escisión del espacio público y la esfera privada, esto es, del mito de una relación causal externa entre ambas instancias, mito al que legitima la aparente diversidad de sus referentes. Si individuo y Estado (potencia personal y potencia del cuerpo político) son cosas diferentes que se corresponden a procesos causales diversos, y si a eso añadimos la prioridad causal del Estado, lo único que lograremos es un hobbesianismo invertido que reproduce las mismas deficiencias de su modelo original. Basta, sin embargo, negar la mayor para que todos los obstáculos se disuelvan. El poder del Estado y el del individuo poseen causas comunes. Ninguno de los dos términos disfruta de precedencia causal y, en consecuencia, no se trata de conceptos lógicamente independientes. En otras palabras:
potencia del Estado y potencia del individuo son la misma potencia estudiada desde puntos de vista diversos, y no fenómenos que por ser distintos son también excluyentes.

Lo que Spinoza quiere subrayar con esto es la identidad del poder de la multitud unida y del poder de Pedro. La potencia del último es la potencia total del Estado concentrada en un punto. Pero, de igual modo, la potencia del Estado no es otra cosa que la misma potencia con la que cuenta Pedro para auto-realizarse considerada en su extensión a todos sus miembros. Las causas del poder de Pedro y las causas del poder del Estado son las mismas, pues reproducen el mismo fenómeno, en un caso percibido desde la perspectiva del sujeto, en el otro, desde el punto de vista de la solidez de las estructuras políticas. En este sentido, la interpretación tradicional de Spinoza, acentuando sin matizaciones la sustitución de un modelo que concibe el poder político como resultado de una transferencia (pactismo) por un paradigma que explica la acumulación de poder mediante la imagen de la suma del poder de cada uno de los ciudadanos, conduce a equívocos. La analogía de la adición explica la cantidad de poder de un Estado en relación al poder del que disponen entidades similares; pero no el carácter absoluto de ese poder con independencia de su baremo numérico. La expresión clave es "multitud que se comporta como guiada por una sola mente". La potencia de la multitud unida no es el resultado de sumar la potencia de cada parte abstraída del compacto social, entre otras cosas porque de la adición de ceros (por muchos que sean) solo resulta cero. Por el contrario, si cada parte puede agregarse al resto de forma que el resultado sea positivo, es porque la unión precede a la suma, posibilitándola. Esa unión (o potencia absoluta) es al tiempo unión orgánica de la sociedad y unión orgánica del individuo: ni hay individuo fuera del Estado ni Estado en el que no se desarrolle la potencia de sus miembros (que es la misma potencia de la colectividad). En otras palabras: la sustancia del individuo es el Estado; la esencia del Estado los derechos del individuo. Los derechos no son los límites de la ley; son la ley misma vista desde dentro.

La paradoja desaparece. El círculo vicioso se convierte en círculo virtuoso. El Estado es el espacio natural del derecho, o, si se prefiere, todas las potencias particulares están en el Estado y en él se mueven. Se evita el postulado de causas intermedias (Estado como entidad autónoma con una dinámica que trasciende a la de sus partes, individuos cargados con una autonomía que no es autonomía bajo la ley) que indeterminan su objeto. Y, sin embargo, nada se pierde: la propia capacidad de la naturaleza (Natura naturans) para configurar sistemas autorregulados explica (al menos, analógicamente) esta simbiosis del todo y las partes. ¿Qué es el cuerpo político sino un cuerpo más? ¿Qué vida tiene el corazón más allá de la potencia completa del organismo? ¿Qué es el poder activo del organismo sino el mismo poder con el que operan sus miembros? ¿Y cómo se detecta una enfermedad que afecta a todo el sistema sino en la impotencia de los órganos, de forma que el deterioro de la parte es síntoma del deterioro del conjunto (Spinoza, "Tratado político" 119)?

Si este replanteamiento de la matriz de la teoría política no constituye una revolución intelectual, no sé qué podría hacerlo. Finalizaré este punto recogiendo algunas de sus consecuencias más significativas:

(i)Frente a las teorías tradicionales, que oponiendo ley a derecho y concibiendo la maquinaria estatal como principio organizado de represión externa, postulan tanto una relación inversa entre autonomía y convivencia política como un estado ideal (y efímero) de equilibrio entre ambos principios; Spinoza establece una relación directa entre lo que no pasa de ser el dúplice aspecto de una realidad única. Libertad es (exclusivamente) libertad bajo la ley. De lo que se deduce que el Estado de derecho ni es un desideratum apenas imaginable (por el contrario, se trataría de un marco estable producto de una aspiración natural compartida al derecho dentro del que se desarrollan formas de vida y organizaciones políticas) ni un simple compromiso entre autorrealización personal y convivencia pacífica. Cambia, en consecuencia, la valoración del Estado: que no es límite, sino lugar de realización de los derechos.

(ii) El punto anterior implica una nueva criteriología en la evaluación (y definición) de los regímenes autoritarios. Si el "tumor del dictador" (Spinoza, "Tratado político" 213) y la maximización de un poder coactivo que instaura un reinado del temor son usualmente asociados con principio de orden, incremento de potencia y apoteosis del Estado; Spinoza nos enseña a reconsiderar nuestros juicios, a contemplar dichos fenómenos desde una perspectiva contraria: como desunión, impotencia y resquebrajamiento del Estado y de la ley. Anarquía y despotismo se identifican. Despotismo y exención ante la ley son lo mismo. En este sentido, es indiferente que la subversión de la ley en beneficio propio sea cuestión de uno, de varios o de una mayoría. Todos son casos de impotencia, desunión y temor: formas de tiranía bajo los disfraces de la benevolencia o de la voluntad popular. En otras palabras: la fuerza del Estado radica en la unión de todas sus partes, en el hecho de que, mientras el poder de uno no amenace con usurpar los resortes del cuerpo político, todos disponen de igual derecho a auto-realizarse, beneficiándose por igual sin beneficiarse de igual modo del poder de la multitud unida. El Estado es, por tanto, igualdad de derechos, no igualdad de cosas o de opiniones. Lo que significa que quien hace de su voluntad ley y atenta contra el derecho de otro, destruye la ley, la paz y la unanimidad de potencia que preservan a cada individuo en el Estado y al Estado mismo; crea, así, dos Estados dentro del Estado, el de sus enemigos y el de sus partidarios, Estados que, dependiendo de voliciones y potencias fluctuantes, son realmente estado de naturaleza. No es de extrañar, por tanto, que Spinoza se oponga por igual a la tiranía de los dictadores y al despotismo de las mayorías. La impotencia de uno solo de sus miembros es impotencia del Estado; su vulnerabilidad personal es vulnerabilidad común: la libertad es, por tanto, unidad de medida de la ley. Y la ley no depende de las variaciones del humor del público: su firmeza exige identidad de intereses, no intereses idénticos. En resumen: quien atenta contra los derechos de otro atenta contra sí mismo. El despotismo es suicidio.6

(iii) De todo ello se deduce que la vinculación del individuo con el Estado no es comparable ni con los acuerdos sobre los que se establecen relaciones laborales o comerciales ni con la unión temporal de intereses que configura lealtades o alianzas políticas. La ley, sustancia del individuo, no es una vestimenta que pueda ponerse o desecharse a capricho. El Estado, en consecuencia, posee un carácter más sólido y más sagrado (podría decirse) que el de cualquier otra asociación: cualitativamente distinto, depende de un vínculo que también mantiene unido al individuo consigo mismo. Porque su disolución implica disolución psicológica, su unión conlleva lealtades que tocan la raíz misma de la personalidad.

(iv) El poder del Estado es absoluto, lo que significa tanto que tiene derecho a todo lo que puede hacer,7 como que "cada ciudadano ni hace ni tiene nada por derecho, fuera de aquello que puede defender en virtud de un decreto general de la sociedad." (Spinoza, "Tratado político" 101) Los límites entre la esfera pública y el imperio privado, que el pensamiento liberal trata sin éxito de definir y consolidar, desaparecen en el Tratado político: porque el individuo sin Estado es impotente, porque los derechos son posibles solo bajo la ley, ni hay derechos privados que, más allá de la ley, la limiten, ni hay espacios que no sean espacio público. Sin embargo, sería un error interpretar esta tesis bajo la óptica de nuestras concepciones: como invitación al totalitarismo y conflicto entre entidades separadas (individuo y Estado). Spinoza se limita a recordarnos que, porque el Estado crea los derechos, no hay ningún ámbito jurídico-moral fuera del Estado por el que éste tenga que regularse. El Estado no atentará contra la potencia privada, pero no porque ésta posea privilegios metafísicos, sino porque es su propia potencia concentrada en un punto. De otro modo: el poder absoluto ni posee limitaciones ni se auto-limita; es, sin embargo, absoluto en la medida en que se traduce en potencia individual. La impotencia de uno no es otra cosa que impotencia del cuerpo político. Un estado absoluto es un estado que confiere potencia y autonomía absolutas a sus ciudadanos. Varían radicalmente los principios, pero la libertad del súbdito que nosotros nos esforzamos vanamente en buscar obstaculizando el poder del Estado, es en Spinoza el resultado de ese poder sin obstáculos, de un poder que, porque todo lo alcanza, garantiza para todos el mismo derecho. Repito: la fuerza del Estado es fortaleza del ciudadano.

(v) Se trata, además, de un Estado neutral. No en el sentido de Mill, como artefacto limitado que refleja tanto la precariedad de la paz pública como la impotencia de la persona real. Neutralidad equivale aquí a poder absoluto: un Estado que impone opiniones particulares o formas de vida específicas no es Estado, sino individuo cuyos gustos se extienden coactivamente a la colectividad; carece, por tanto, de potencia; se ha transformado en dominio privado para una de sus partes. Neutralidad significa poder de la multitud unida, no por sus gustos, sino por su supervivencia. El poder del Estado absoluto es, en definitiva, poder sin rostro, interés común sin virtudes o vicios privados, razón a la que no colorean los afectos particulares.

Si algo caracteriza a la filosofía política de Spinoza es una reinversión de la perspectiva tradicional. El Estado de derecho, que es esencialmente democrático, no porque dependa de la voluntad popular, sino porque la ley se aplica por igual a todos sus miembros, se identifica, sin calificaciones, con el Estado, y éste, más que una anomalía, se transforma en situación normal, en estructura fija que vivifica a y es independiente de las distintas formas políticas. La anomalía es el conflicto, conflicto que, pese a todo, se desarrolla siempre dentro de un marco estable: el del tejido social. No ha de extrañar, por ello, ni que Spinoza acentúe especialmente el hecho de que los Estados, a pesar de sus luchas intestinas y de la fluctuación de los regímenes políticos, no se disuelvan automáticamente; ni que la paradoja que señalábamos al inicio de este punto (entre Estado como estructura y Estado como forma de poder externo) sea fácilmente resoluble. Los regímenes autoritarios no son estado de naturaleza en la medida en que preservan los residuos del Estado de derecho, en que la voluntad particular del soberano es restringida por la constitución y la ley.

Entre el Estado perfecto, en el que la sustancia del cuerpo político se corresponde con sus instituciones externas (democracia como esencia y como régimen) y el estado puro de naturaleza, invivible e inimaginable, existe todo un espectro de posibilidades intermedias. En todas ellas, la estructura del Estado es la misma. Es en la descripción de dicha estructura en lo que nos hemos fijado en este artículo, esto es, en los conceptos fundamentales de la teoría del derecho. No olvidamos, sin embargo, que el objetivo del Tratado político, no es solo definir esos conceptos, sino aplicarlos a formas concretas de gobierno de modo que se logre una armonía entre los principios geométricos del cuerpo y su funcionamiento real, y, por ello, la discordia quede reducida al mínimo. En cualquier caso, cada tarea a su tiempo: derribar un edificio categorial incrustado en nuestros hábitos y establecer los cimientos de una construcción teórica sólida, no son logros insignificantes.

Poner de manifiesto las paradojas asociadas al contractualismo, los dualismos sobre los que se asientan las teorías tradicionales del derecho, las aporías en las que desembocan las concepciones liberales o totalitarias del Estado; son resultados críticos innegables. Tanto como, desde un punto de vista constructivo, la identidad spinozista entre democracia, ley y derecho. Cabe afirmar, por tanto, que la anomalía de Spinoza es un regalo insustituible para quienes somos epígonos de formas de pensar que han conducido a la ansiedad intelectual y al vacío moral.

Cabría esperar un conservadurismo de inspiración spinoziana. En este sentido, los límites del planteamiento político de Spinoza no son otra cosa que las posibilidades que deja abiertas. Posibilidades que reclaman su cumplimiento en sociedades que carecen de lo que el contexto social del siglo XVII daba por supuesto: no una comunidad de creencias, sino una comunidad moral.


Pie de página

1 "Así, pues, cuando me puse a estudiar la política, no me propuse exponer algo nuevo o inaudito, sino demostrar de forma segura e indubitable o deducir de la misma condición de la naturaleza humana sólo aquellas cosas que están perfectamente acordes con la práctica." (Spinoza, "Tratado político" 80) La expresión clave es, por supuesto, "naturaleza humana": el objeto de análisis es el Estado sin concreciones históricas, esto es, el armazón que manifiestan o ejemplifican la totalidad de los Estados posibles.
2 Irving Babbitt, cuya ontología se encuentra en las antípodas de la de Spinoza, comparte este diagnóstico, denunciando una proyección de elementos éticos a instancias políticas de la que se siguen el relajamiento ético, la pseudo-religión del Estado omnicompetente y la exteriorización de la responsabilidad. Señala: "El verdadero humanista concuerda con Cicerón al decir que la justicia, adecuadamente definida, es la virtud preponderante en el orden secular. El idealista humanitario, a diferencia del primero, otorga la primacía, no a la justicia, sino a la paz, una primacía que realmente sólo pertenece a la vida religiosa del individuo" (Babbitt, "On Being Creative" xli). "Paz" equivale aquí a "paz interior", otra expresión para denominar a la "salvación" o "realización ética".
3 Con un espíritu similar, y oponiéndose (correctamente) a aquellos teóricos victorianos (Mill) que, en su optimismo, señalaban que en comunidades civilizadas la integridad del cuerpo político ha de depender de la "discusión libre" más que de la fuerza y que, en consecuencia, priorizaban la unidad del contrato a la unidad del poder; escribe Stephen: "Decir que la ley de la fuerza ha de abandonarse porque actualmente su ejercicio es regular, fluido y beneficioso, es como decir que, porque la sucesión del día y de la noche son ya instituciones perfectamente consolidadas, el sol y la luna han pasado a ser superfluos." (Stephen 206)
4 Esa "persona jurídica" no tiene por qué ser una "persona real". En este sentido, aunque Hobbes era partidario de la monarquía hereditaria (entre otras cosas, porque la individualidad del monarca garantizaba la unidad y efectividad de la voluntad del Estado: la ley), sus principios pueden aplicarse coherentemente a una Asamblea o, incluso, a la Voluntad Popular. Sin embargo, es importante señalar que, aunque la noción de soberanía admite extensiones diversas, nunca puede identificarse con la totalidad del compacto social, siendo, de este modo, más que omnitudo potestatis, potencia escindida, relativa y frágil.
5 La denuncia de esa proyección es común a Spinoza y Rousseau. Hay que desconfiar, sin embargo, de las analogías fáciles: Rousseau elimina los rasgos civiles del hombre natural con el fin de construir objetivamente el estado de naturaleza; Spinoza denuncia la proyección de rasgos reales a una situación ficticia. Otro paralelismo resulta tentador: el Estado orgánico del Contrato social se asemeja al Estado orgánico de Spinoza. Sin embargo, la diferencia es radical: Rousseau reconstruye la libertad absoluta del hombre natural como libertad ilimitada de un ciudadano que renuncia a su naturaleza individual y se identifica con el poder absoluto de la ley (y de la mayoría que representa a la ley), es decir, que se libra de sus responsabilidades como miembro de sociedades intermedias (padre, maestro, vecino) mediante su subsunción en una entidad abstracta que no obedece a nada sino al imperativo de su voluntad, logrando así una libertad absoluta por participación en la euforia pública; en el caso de Spinoza, ni la voluntad de las mayorías está por encima de la ley ni el ciudadano puede renunciar a su naturaleza. En resumen, para Spinoza el individuo se realiza en el Estado, cosa muy distinta a disolverse en él.
6 Téngase en cuenta este principio: identidad de potencia del ciudadano y de potencia del Estado. De él se deduce que atentar contra los derechos de uno (aunque sea en nombre de la voluntad popular) es atentar contra los derechos de todos. Basta este principio para liberar a Spinoza del monopolio de la izquierda radical contemporánea. El origen de dicho monopolio es dúplice: la posibilidad de trazar analogías consistentes que vinculan a la izquierda contemporánea con el pensamiento "liberador" de Spinoza, en concreto, entre el organicismo spinozista y el anti-individualismo marxista y entre el método histórico-natural propuesto por esta corriente y la atención a los hechos (y no a posibilidades abstractas) característica de la aproximación de Spinoza; y una apropiación exclusivista de esos rasgos por parte del pensamiento radical. Sin embargo, dicha apropiación es ilegítima: necesidad del Estado para la constitución del individuo, concepción no-contractualista del cuerpo político y eliminación de modelos metafísicos y apriorísticos en el análisis de conceptos y prácticas políticas constituyen piedras angulares de la filosofía conservadora de Burke, elementos que éste ha traspasado a todas las ramas de la "actitud conservadora". Es necesario, en este sentido, saber distinguir conservadurismo tanto de liberalismo como de autoritarismo. Si alguna relación guarda la identidad de potencia individual y poder estatal es con el principio de imperio de la ley, propio del constitucionalismo conservador.
7 Los límites de su derecho serían, por tanto, reducidísimos: las opiniones que el ciudadano guarda en su fuero interno y que emanan de su facultad de juzgar (el Estado es incapaz de lograr que un hombre sienta lo que no siente o que llegue a pensar que tres más dos son uno) y aquellos actos que repugnan a la naturaleza (parricidio, auto-tortura, testificar contra uno mismo...). Estos límites obedecen, en cualquier caso, a la imposibilidad de cambiar la naturaleza humana (estructuras de pensamiento o afecciones psicológicamente fuertes); y no a prescripciones morales que regulen valorativamente el ejercicio de la fuerza.


Referencias

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