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Escritos

versión impresa ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.23 no.51 Bogotá jul./dic. 2015

 

EL MAL COMO PRINCIPIO PSICAGÓGICO EN LA TRAGEDIA

EVIL AS A PSYCHAGOGIC PRINCIPLE WITHIN TRAGEDY

O MAL COMO PRINCÍPIO PSICAGÓGICO NA TRAGÉDIA

Ethel Junco de Calabrese*

"Es imposible conocer lo divino si los dioses lo ocultan, aun cuando en su investigación se recurriera a cualquier medio imaginable"
Sófocles, Frag. 833.

* Licenciada en Letras Clásicas por la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina, Doctora en Letras por la Universidad del Salvador, Argentina, y Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona, España. Actualmente es profesora investigadora del Departamento de Filosofía de la Universidad Panamericana, Campus Aguascalientes, México. ejunco@up.edu.mx.

Artículo recibido el 23 de septiembre de 2015 y aprobado para su publicación el 30 de noviembre de 2015.


RESUMEN

La obra de Sófocles muestra el dolor humano derivado de un mal sin presencia directa de culpa. En la confrontación histórica del escenario político ateniense, la presentación del conflicto trágico se opone a la omnipotencia ilustrada: lo insondable de lo divino es el sesgo tradicional de Sófocles y su proclama de anti-modernidad. El "no entender" es emblema del silencio ante el límite de la razón natural. Frente a la sofística, que desplaza el paradigma divino, la vigencia preponderante de los dioses en la obra de Sófocles implica una afirmación. No sólo su aparecer, sino la forma de manifestarse, es lo propio de la reinstauración tradicional que propone nuestro autor. Conocer lo divino no está en el hombre porque no es propio de lo divino ser conocido comprensivamente con una medida menor a la suya. Aquí se juega la realidad de saber y la apariencia relativa al saber. Con esta intención interpretativa sobre el texto, destacaremos el modo de aparición del mal y sus consecuencias en la obra Edipo Rey de Sófocles, como conducto elegido por los dioses (Zeus-Apolo) para propender al despliegue de la naturaleza del héroe.

PALABRAS CLAVE: Tragedia-mal-culpa-conocimiento-misterio.


ABSTRACT

The work of Sophocles shows the human suffering which might be caused by evil without the presence of guilt. Within the historic confrontation of the Athenian political stage, the presentation of the tragic conflict opposes the illustrated omnipotence: to present that what is divine as incomprehensible is one of the traditional features of Sophocles' work and his announcement of anti-modernity. "Not-understanding" is the banner of silence when faced with the limit of natural reason. As a response to sophist thought, which replaced the divine paradigm, the preponderance of the gods in the work of Sophocles might be seen as an affirmation. What is characteristic of the traditional restoration proposed by Sophocles is not only the appearance of the Gods in his works, but the particular way in which they reveal themselves. Knowing that what is divine is not characteristic of men because it is not a feature of the former to be understood to a lesser degree than that of its own nature. That is exactly the stage where the struggle between the reality of knowing and the relative appearance of knowing occurs. Bearing this interpretative intention in mind, the aim of the paper is to highlight the way in which evil reveals itself in Oedipus the King, as a device chosen by the gods (Zeus-Apollo) to trigger the unfolding of the nature of the hero.

KEYWORDS: Tragedy, Evil, Guilt, Knowledge, Mistery.


RESUMO

A obra de Sófocles mostra a dor humana derivada de um mal sem presença direta de culpa. No confronto histórico do cenário político ateniense, a apresentação do conflito trágico se opõe à onipotência ilustrada: o insondável do divino é o sesgo tradicional de Sófocles e sua proclamação de antimodernidade. O "não entender" é o emblema do silêncio ante o limite da razão natural. Diante da sofística, que move o paradigma divino, a vigência preponderante dos deuses na obra de Sófocles implica uma afirmação. Não só seu aparecimento, mas a forma de manifestar-se é própria da reinstauração tradicional que propõe nosso autor. Conhecer o divino não está no homem, porque não é próprio do divino ser conhecido compreensivamente com uma medida menor que a sua. Aqui se joga a realidade do saber e a aparência relativa ao saber. Com esta intenção interpretativa sobre o texto, destacaremos o modo do aparecimento do mal e suas consequências na obra Édipo Rei, de Sófocles, como canal escolhido pelos deuses (Zeus-Apolo) para propender o desenvolvimento da natureza do herói.

PALAVRAS-CHAVE: Tragédia, Mal, Culpa, Conhecimento, Mistério.


Apolo y el oráculo

La reflexión de A. Lesky (146) sobre los héroes de Sófocles permite vislumbrar un sentido adecuado para nuestro problema. Dice el autor: "Los destinos que les sobrevienen desde afuera son lo que provocan el que tales grandes figuras manifiesten ellas mismas su modo de ser".

Creemos que en la obra se establece una relación intrínseca entre la voluntad de Apolo, manifiesta en sus oráculos, y la expresión del carácter heroico que es propio de Edipo. Apolo, dentro del marco de una clara presencia de mal y más allá del responsable directo o indirecto de dicho mal, promueve el develamiento de una personalidad completa a partir de sus oráculos. Podríamos entender esto como una cierta virtualidad pedagógica -más aún, psicagógica- que despeja, desde la adversidad y sólo a partir de ella, lo que estaba implícito en el modo natural del protagonista. La pregunta extrema puede ser ¿quién sería Edipo si el mal no hubiese atravesado su existencia?

Procedamos, en principio, a analizar algunas líneas de los oráculos que encuadran su vida y señalan la dirección inevitable de los sucesos. Cabe insistir aquí en que lo propio del oráculo, al menos así lo confirma Sófocles, es su cumplimiento. El oráculo inicial relaciona la culpa de Layo, a saber, el rapto del hijo de Pélope, con la maldición. Layo es hijo de Lábdaco y descendiente de Cadmo y Harmonía; a la muerte del padre, era aún muy pequeño para ocupar el trono, que cae en manos de Lico, el cual es pronto asesinado como consecuencia de una venganza. Layo debió huir y fue recibido en el reino de Pélope. Allí, una pasión equívoca por del hijo el rey, Crisipo, acarreó las futuras desgracias; requirió al joven, fue desdeñado y se unió a él por fuerza, provocando su suicidio. Pélope, entonces, lo maldijo. Layo falta a la hospitalidad de Pélope y los dioses aceptan que merece un mal, según reza el oráculo:

Layo hijo de Lábdaco, suplicas una próspera descendencia de hijos. Te daré el hijo que deseas. Pero está decretado que dejes la vida a manos de tu hijo. Así lo consistió Zeus Crónida, accediendo a las funestas maldiciones de Pélope cuyo hijo querido raptaste. Él imprecó contra ti todas estas cosas (Sófocles 309).

Las distintas versiones del mito, variadas en otros puntos, confirman que un oráculo le anuncia a Layo su suerte funesta, de la que no podrá escapar, como se ve en el tratamiento trágico.

Pasemos de Layo a nuestro protagonista. Éste es hijo de Layo y Yocasta, nieto de Lábdaco, descendiente de Cadmo, el fundador de Tebas. Antes de su nacimiento, su vida está gravada, pues pesa sobre ella el rigor de la determinación, expresa en los vaticinios. Los oráculos, como señala el Coro de la tragedia, vuelan vivos su alrededor (Sófocles vv. 480-2). Su nacimiento está penado. El dios de Delfos le había advertido a Layo que, si tenía un hijo, éste estaría destinado a matarlo. Pero Edipo nació y luego se pretendió corregir lo hecho: se le traspasan los talones con un hierro y se le atraviesa una correa -según unas versiones lo hace el mismo Layo, según otras el pastor que lo recibe- tal como se carga a un animal y es entregado por sus padres a un pastor con indicación de exponerlo en el monte Citerón. El pastor de Corinto lo entrega a sus reyes, que no tenían descendencia. Pólibo y Mérope lo acogen y crían como a un hijo propio.

Pero los dioses actúan en los resquicios. En un juego infantil, Edipo oye de uno de sus compañeros que los que cree sus padres no son tales, y eso siembra la duda. Ya en su edad viril, va a Delfos a consultar a Apolo sobre su destino. El dios señala que se aleje de la patria, pues estaba previsto que matara a su padre y se casara con su madre. Edipo comienza allí la interpretación posible. Decide alejarse de Corinto -supuesta patria- para evitar el riesgo de que se cumpla el oráculo y encadena una sucesión de errores humanos. En orden a la formulación del mito, está claramente opuesto a Layo, quien no se equivoca, sino que decide transgredir el oráculo; su hijo elige cumplirlo, pero no sabe lo suficiente para hacerlo bien. En el momento en que el hombre voluntariamente dispone cuidarse del oráculo, seguir su advertencia porque sabe que no es vana, Apolo pone en marcha los hilos de su cumplimiento; a partir de entonces, tanto en el mito, como en lo acontecido en la tragedia de Sófocles, Edipo no acometerá acción que no quede clausurada en los designios iniciales de Apolo.

En la huida de Corinto, en medio de una encrucijada -símbolo magnífico de la existencia- se encuentra con el carro del rey Layo y sus servidores. Al disputar el paso, Edipo -un temperamento que no cede- se enfrenta con todos, dando muerte al rey y a los demás; se cumple la primera parte del oráculo. Pero, aunque parecen eliminados, un hombre del séquito real queda con vida: Apolo sigue actuando en los detalles (von Balthasar 96).

El trono de Tebas lo ocupó Creón, hermano de Yocasta y cuñado de Layo. Pero al poco tiempo, se instaló en las puertas de Tebas la Esfinge, monstruo de estirpe célebre -hija de Equidna y Tifón- con rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave rapaz. Estaba dispuesta a aniquilar a todos los ciudadanos que no supieran resolver sus enigmas y así comenzó. Es entonces cuando Creón ofrece como premio a quien fuera capaz de vencerla, tanto el trono de Tebas como la mano de la reina. La Esfinge proponía:

Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por la tierra, por el aire o en el mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad en sus miembros es mucho más débil (Sófocles 309).

Los términos de la Esfinge remedan el lenguaje hermético de los oráculos. Su develamiento erigirá a Edipo en su carácter fronterizo: Edipo es sabedor de los designios de los dioses. Esa característica lo perjudicará a lo largo del drama, en principio frente a sí mismo, porque no admitirá error si alguna vez hubo acierto.

Edipo resuelve el enigma de la Esfinge y despeja el terror que dominaba al pueblo tebano. Entra triunfal en la ciudad, como nuevo rey y esposo de la reina. Se cumple por completo el oráculo. Pero ¿qué significa que un oráculo, la expresión de lo determinado, se cumpla si sus protagonistas no lo saben? Los dioses no pueden aparecer como meros manipuladores de hombres, como suponen crasas ópticas de fatalismo (Sertillanges 74).

El concepto de "juguete del destino" es indigno de la concepción que los antiguos, y el mismo Sófocles, expresan del hombre. Si lo acontecido fue el cumplimiento en la realidad de lo dispuesto, más allá de la conciencia humana, lo que sigue será la expresión - denominada en múltiples ocasiones por Sófocles "manifestación" - del dios al hombre. Es allí, y sólo allí, donde se podrá dar un sentido y la visión de la vida se completará.

El mito continúa: una peste cae sobre Tebas y es preciso establecer su causa. Edipo, previsor, hace la consulta al oráculo y allí se renueva el problema de la muerte de Layo como mancha impune. El asesino del rey está en la ciudad y debe ser desterrado. Edipo carga el rigor del tema sobre sí e inicia una pesquisa que, en primer término, se formula como proclama hacia el pueblo. Hay una exhortación y una amenaza: Edipo maldice al culpable.

En su afán de llegar a la verdad, convoca a Tiresias. El adivino es la máxima aproximación al oráculo, la mediación más veraz que se da en toda la sucesión de palabras divinas. Sin que el mito lo presente, Sófocles allí propone el punto máximo de una articulación de mundos. Y por su resultado se ve la disposición humana adversa por desorientación, por error de comprensión: Edipo arrastra errores de ignorancia desde el inicio de su vida.

Tiresias-Apolo inicialmente no quiere hablar, luego expresará la primera parte del oráculo - parricidio- enseguida la segunda -incesto- y avanzará sobre el futuro, que encierra el tercer oráculo dado sobre el destierro del asesino. Edipo no puede creerlo y, realmente, este punto es lo más humano del protagonista, lo más aceptable, puesto que la totalidad de un destino como el suyo no puede ser asimilado repentinamente, sin más (Sertilanges 78).

Es fácil pensar en una conjura y atribuirla a Creón, quien puede desear el poder. Es fácil pensar en la connivencia de los que le hablan y lo quieren convencer con razones falsas, inadmisibles. A partir de entonces, se polariza la perspectiva horizontal- racional sobre la cual el héroe se desmoronará. Le corresponde a Yocasta tranquilizar sobre la invalidez de los oráculos, o al menos sobre su carácter incompleto. Véase cómo Yocasta interviene en el justo momento en que Edipo está más afianzado en su propia defensa racional y más contrapuesto a las revelaciones divinas. Precisamente su función será incentivar esta perspectiva, hasta donde pueda sostenerse, y por cierto, llevarla hasta su límite. Los oráculos se equivocan, dice la mujer, pues a Layo uno le había señalado que iba a morir a manos de su hijo y, sin embargo, lo matan unos bandidos en un cruce de caminos, según dijo un servidor que se había salvado.

Se produce allí el principio de la caída de Edipo, también de la plenitud de su carácter. Ése es el punto de articulación en que el hombre, que ya comprendió repentinamente -pues la turbación es una forma de representar que el mundo aparencial se desmorona- podría detener todo; pero no es posible no saber la verdad, para un Edipo que ha nacido y se ha criado en el error. La verdad parece constituir la liberación y la condena, pero es, a su vez, la salida de la encrucijada y la opción por el camino real. De modo que requiere al servidor que acompañaba a Layo y que ha sobrevivido. Entretanto, llegan noticias de Corinto: el rey Pólibo ha muerto y él debe ir a ocupar el trono. Pero Edipo, aunque se cree libre de la primera parte del oráculo, teme la segunda y expresa que no quiere acercarse a su madre. El emisario, que, en una economía fatal de personajes, es el mismo pastor que lo recogió del Citerón, le dice que no hay peligro, pues Mérope no es su madre. Yocasta no necesita más y se retira para darse muerte en el interior del palacio. Sólo falta la confirmación del servidor, quien sabe que no eran muchos ladrones, sino un sólo hombre el que mató a los demás. Edipo se ciega y envuelto en dolor, sale de Tebas acompañado de su hija menor, Antígona. Con ella llegará a Colono, en Ática, donde recibirá la hospitalidad de Teseo. Antes de morir, sus dos hijos varones, malditos por su causa, y así se confirmará el cierre de la estirpe de los Labdácidas, condenada por el crimen de Layo (Jaeger 145).

Los oráculos de Apolo se dirigen a Layo y a Edipo. En el primer caso, la expresión de lo divino en Layo se delata nula, no hay obediencia y no hay formulación de un sentido. Layo sabe y hace el mal; tras de sí está la maldición por haber transgredido un orden, que además de cumplirse, se repite en la segunda desobediencia a Apolo. Layo va contra el orden cósmico que vigilan los dioses y va contra la palabra explícita de los dioses. Sabe y hace el mal, por eso muere sin más. Su muerte está en manos de los dioses y a él no le servirá para saber.

En el segundo caso, la vida de Edipo se inicia como expresión de un oráculo transgredido; él es hijo de la desobediencia y sus primeros pasos son el intento de corrección, desprolijo y brutal, del designio. Sabemos que el dios, claro está, no puede permitir nada de esto, ni la desobediencia a su palabra, ni el intento de disimulado arreglo humano, que en definitiva, es una burla a lo superior.

El error base promueve que Edipo, cuando quiere sinceramente guiarse por el dios, no entienda los oráculos, los reduzca e invierta. Pero tampoco Apolo puede permitir esto; Edipo no sabe y hace el mal, no en el sentido original del "hacer" como quien idea o propicia el mal, sino como quien repite lo que debe hacer, para que algo superior a él se verifique. Es Apolo, dios de la luz, el único que debe aclarárselo.

Layo sabe y busca el mal; Edipo no sabe y busca el bien; cuando sabe por completo, repudia el mal y lo expresa en su flagelación. Todo lo que tuvo Layo de advertencia de los dioses, fue rechazado, mientras que Edipo, que no pudo entender, tuvo una visión integral, la misma que lo llevó a un nacimiento en la intuición de la verdad. No hay validez en la disposición divina si el hombre en algún momento, aunque sea el postrero, no la conoce, es decir, no la entiende cabalmente. La única grandeza posible reservada para este hombre, hostigado al extremo en su vida, es la de la comprensión. Los dioses lo requieren para ello ¿para qué sería el orden del mundo sin la comprensión humana?

Si el mal se relaciona con el saber en Layo y con el no-saber en Edipo, la llegada y recuperación del bien -entendido como restauración del orden-debe pasar por el sufrir y el comprender. La mácula de la presencia y del paso del mal en el mundo es el dolor; observamos que según Sófocles, no es el dolor de cualquiera, sino de los mejores. En esquema trágico, el sufrir del inocente lleva a la perfecta purificación.

Podríamos conjeturar que Layo no sufre; no hay en el mito indicios para inferir lo contrario. No resultaría antipático a su figura mítica, que sus acciones le hubiesen acarreado un dolor proporcional. No obstante, vive en forma normal y muere repentinamente. Pero la suerte de Edipo es opuesta: la dimensión de su dolor se nos hace inconmensurable. Los dioses lo eligen, en tanto inocente, para que sufra y comprenda. Cabe preguntarse por esta elección, que según el texto es de Zeus (Sófocles v. 738) y que sustancia Apolo: el hombre elegido para restaurar el orden, sufriendo en el proceso y a la vez, comprendiendo, es un hombre sin culpa propia. Edipo soporta una carga original, desde antes de nacer. Sus errores serán consecuencia de la ficción en que vive.

Los dioses han elegido al hombre digno de interpretar el sentido circular del oráculo. Y como lo divino no actúa sino expresándose en la existencia concreta, la vida de Edipo será un escrito comprensivo de designios que no lo involucran en forma inmediata, pero que se revelan sobre él.

A esto se debe agregar otro plano. Edipo es inocente de un mal originario. Pero sin ese mal ¿quién hubiera sido Edipo? Si los dioses precisan del hombre para revelar el curso de su determinación, no menos el hombre precisa de los dioses para reconocerse en su identidad. El oráculo, como instrumento motor de los propósitos divinos, es la ruta sobre la que transita el modo de expresión de un carácter.

El oráculo sobre Layo define su no hacer, su desobedecer, su principio de transgresión, su carácter "torcido". El oráculo sobre Edipo irá marcando, no sin rebeldía, la llegada segura al fin, pero sólo porque el hombre acepta que allí está aunque remoto, algún bien. Todo el carácter de un hombre se sintetiza en el instante en que, parado en medio de la encrucijada, decide seguir el camino correcto, más allá del dolor, más allá de la ignominia.

Layo que quiere transgredir, muere sin purgar, es decir, sin comprender. Edipo que quiere obedecer, recibe la purificación y comprende. En el tránsito hacia ese cumplimiento, de culminación de una existencia y de afianzamiento de una identidad, sin embargo falta un paso, que detalla las instancias por las que pasa el héroe para lograr su consagración final. Allí introduce Sófocles el lábil tema de la racionalidad.

Edipo y el mal

Según lo expuesto en el mito (Droz 14) -es decir, antes del tratamiento estricto de la obra- el origen del mal es humano -Layo- y los dioses lo ordenan con el castigo-prohibición de no tener descendencia. Pero, cuando el mal no se purga, se extiende más allá de su causante originario y se transfiere a las generaciones siguientes. Entonces hay también mal, pero ¿es un nuevo mal o es el mismo? O ambas cosas, es decir, un mal original no remediado permite la sucesión de nuevos males.

Está dicho que el mal de Layo y el de Edipo son distintos: pues en Layo hay una separación del orden voluntaria de tipo moral, mientras que en Edipo hay error por aplicación desmedida de la racionalidad, no desorden moral. No obra mal Edipo con su padre o con su madre porque sabe lo que hace -como Layo con el hijo de Pélope- sino precisamente porque lo ignora. El conocimiento del mal por parte de Edipo ocasiona su absoluto rechazo, y a través de él, se obrará un principio de purificación, ya que saber le desata una irrefrenable voluntad de salvar el daño y purgarlo.

En el marco de Edipo Rey, el protagonista arrastra un mal involuntario que lo hace cometer por sí mismo un nuevo mal. Será parricida e incestuoso involuntariamente, pero será impío voluntariamente. Esta es la lectura original de Sófocles respecto del mito. Gustoso por las paradojas, el autor erigirá en Edipo, el hombre signado por los oráculos, auxilio del pueblo, mediador con los dioses, buscador del sentido, la imagen del más racional de los hombres, y entonces, del más soberbio.

El carácter de impiedad, en el cual Edipo es ayudado en forma especial por Yocasta, se da a partir de la polarización de la nota racional, que atraviesa su lectura de la realidad misteriosa. El peligro de este mal es su actitud excluyente: la soberbia de la inteligencia es la más grave de las posibilidades de apartarse del orden. El tipo de mal que revela la identidad del héroe, es decir, su irrefrenable afán por buscar la verdad, se expresa como bien sólo al final de la existencia. Pues antes querrá ser guiado principalmente por el camino de las luces racionales.

Distinguimos, entonces, un nivel inicial de mal, que produce una culpa no resuelta en el mismo responsable, que por no estar resuelta sacude a las generaciones siguientes, y un segundo nivel, en el cual hay un nuevo mal, encadenado al primero, pero de identidad diferente, en el que se realiza la expiación del mal originario y del mal derivado. En el segundo nivel se carga con el dolor total de todas las culpas, propias y heredadas. Las consecuencias de la purificación no son individuales, sino a favor de la comunidad y su descendencia.

Entonces, lo que principia como mal culmina como bien, pero ha debido mediar un dolor máximo. Lo mejor del héroe se descubre por su experiencia del dolor, sentido doblemente porque el mal produjo en él lo peor imaginable. En el dolor se revela también la distancia divino-humana. El dios no se muestra, no revela su designio con claridad, sino hasta después de sufrido el dolor. Sófocles pone la presencia del dios tras los hechos, pero el mal de ignorancia, como nota humana excluyente, provoca el descreimiento y el error. La eliminación final del mal dependerá de su total reconocimiento por parte del hombre y de su voluntad de extirparlo.

Edipo y la maldición

El mal parece estar, simplemente, estar en el mundo. El mal está presente y actuante en Edipo Rey. A la manera estoica, podemos decir que obra en la tragedia como un elemento necesario de la armonía universal. Sostenemos la noción de "armonía" porque el mal no estará sólo, sino que será superado con el bien, un bien que era originario, se opacó y volverá, con sus debidas exigencias, a manifestarse.

El hombre, más que capacidad de "hacer" el mal, parece tener especialmente capacidad de aumentarlo: el motivo de la maldición muestra la interferencia del hombre en el orden divino. La expresión es naturalmente humana, porque sólo los hombres maldicen uniendo en su deseo de mal hacia otros, la súplica a los dioses a fin de que sostengan su pedido y conviertan su deseo en acción.

Con la palabra, proferición humana, el hombre busca el favor de los dioses; en la oración, en el ruego, se pide y ese pedido se ayuda con rituales y honras para el dios; en la maldición, en cambio, se apela a que el dios verifique el orden del mundo quebrado, lo rechace o busque restaurarlo. Dicha restauración se efectúa por medios humanos, aquellos que serán instrumentos para recuperar el bien perdido también serán sujetos del dolor; todos, en fin, serán destinatarios.

En los mitos que involucran estirpes -tal la Casa de los Atridas- se verifica el motivo de la maldición como núcleo determinante a la hora de asignar un destino. Así, en la Casa de los Labdácidas, tenemos la maldición básica de Pélope hacia Layo, que recoge el dios Zeus, garante de la justicia. Esa oración es el desencadenante de la función intransigente de Apolo en la estirpe de Cadmo y en el mundo de Tebas.

En el mito aparecen dos maldiciones; en el drama de Sófocles, una. En cuanto a la tradición mítica, se enumera la maldición originaria de Pélope a Layo y la maldición final de Edipo a sus hijos, Eteocles y Polinices. Ambas se cumplen. En la tragedia, supuesta la imprecación originaria, hay una sola maldición en boca de Edipo hacia el asesino de Layo, es decir, Edipo se maldice involuntariamente cuando exhorta al pueblo tebano para que no sea cómplice del asesino del rey. Lo sostenido en su abominación, también se cumple sobre sí mismo. Las maldiciones son efectivas, implican una incidencia en los hechos de la realidad tan eficaz como la que hemos visto en los oráculos; en definitiva, al maldecir, el hombre está emulando el poder del dios que profiere desde el oráculo. Sólo que el hombre no puede producir solo su cumplimiento, si el dios no toma sus palabras, las hace suyas y las lleva a término.

Las maldiciones, tanto aquellas que el mito cita como la que introduce Sófocles, están subordinadas entre sí. Todas dependen de la primera de Pélope, quien está fuera de la estirpe y condena la pervivencia de los Ladbácidas. La maldición de Layo sobre sí mismo y la de Layo sobre sus hijos no hacen sino confirmar el agotamiento de la estirpe. Si aunamos las imprecaciones, para darles un sentido global, sin tener en cuenta la propiamente sofoclea, vemos que la primera cae sobre Layo, y tiene carácter prohibitivo respecto a la paternidad: Layo no puede ser padre. La segunda recae sobre Edipo, en su carácter imposible de hijo y padre, extensiva su paternidad a su función de rey, en tanto padre de una comunidad política: Edipo no puede ser, no debería existir, pero existe en contra de los dioses, y entonces, todas sus relaciones son equívocas y corruptas, pues no puede insertar en la normalidad del mundo. La maldición que él prorrumpe pide el alejamiento definitivo de una mácula que no debería estar donde está porque contamina todo. La tercera incorpora a los hijos de Edipo. Si la primera condena la posibilidad de descendencia, y la segunda abomina de la vida contra natura, la tercera niega la supervivencia. Abuelo, padre e hijos quedan implícitos en la primera maldición de Pélope. No hay renovación de maldiciones, sino confirmación o fortalecimiento de la inicial; verificaciones, en definitiva, de su culminación perfecta. La aniquilación de la estirpe de los Labdácidas se cumple tal como lo quiso Pélope y lo avaló Zeus.

Aquí se observa la oportunidad de introducir la segunda maldición propiamente dramática y recurso del autor. Inserta en el rigor de la ironía por un lado, concentra el destino trágico sobre Edipo y acentúa el motivo de la desmesura racional: el que habla como los dioses, el que "se hace uno con el dios" no sabe lo que implica dejar correr la palabra.

En ese momento, extremo de inconsciencia y de buena voluntad, hace el mal con lo más humano del hombre: la palabra; y más aún, hace el mal en el mejor momento de uso de la palabra humana, que es cuando se dirige a los dioses. Mal sobre mal, mal en el uso del recurso excelso y mal en el sentido del uso. En la maldición -como en su opuesto, la súplica- se expresa la posibilidad terrible de lo humano, al asemejarse a los dioses en su logos -lenguaje- haciendo de él dispositivo de bien o de mal. No hay palabra neutra, según Sófocles. El hombre "dice" para bien o para mal, igual que en los oráculos, los dioses "dicen" para bien o para mal del hombre.

Una vez más, vemos que para nuestro autor, el problema de Edipo no es la culpa heredada, sino su capacidad para aumentar la culpa, mediante lo superior humano: el lenguaje. En la virtualidad de la palabra, cuya dirección decide el hombre, radica el posible hýper móron de la tradición homérica, evocado aquí en su vigencia histórica.

Creemos que, en advertencia de Sófocles a las luces sofísticas, se ata aquí el arcano del mito con el más avanzado criterio de la época y se presentan en pugna: ¿los oráculos herméticos de los dioses o las luminosas palabras de los hombres?

El mal como principio de cambio

Siguiendo a Aristóteles, no hay tragedia de la representación de circunstancias causadas por los dioses y que recaen sobre los hombres, sino de la peripecia humana. El error que lleva al cambio de felicidad a desgracia, se debe producir entre las acciones y no acarrearse con anterioridad, es decir, no puede ser -sólo- una culpa ancestral; por otro lado, el error atañe al protagonista-héroe, para que se conserve el rigor del esquema dramático.

La hamartía de Edipo -error humano- está dentro de la propuesta dramática de Sófocles y no en el mito de base; más particularmente, se ubica antes de que se produzca reconocimiento alguno, o acción de cambio de fortuna.

Por eso, sostenemos que la hamartía, en tanto falla de la inteligencia en cuanto al juicio, se produce antes del poderoso verso 738: "Oh, Zeus, ¿qué decidiste hacer de mí?", donde se inicia el reconocimiento. El error de Edipo radica en una culpa personal y no generacional. En el texto, los elementos para deducir la tesis sofoclea sobre el mal están planteados antes de que se produzca el cambio brusco de peripecia, en la primera mitad del drama.

La primera parte de la obra está sostenida por la concepción de un mal actual a Edipo, y de la necesidad de acabar con él, pero el supuesto es un mal anterior, del cual no hay conciencia. Los dioses -aquí Apolo- piden la reparación; no son ellos los que inician la ruptura, sino los garantes de un orden que se restaura por medio de la expiación.

También domina la primera parte la incógnita que mueve la trama y la desorientación por ignorancia de los personajes; pero se resuelve el conflicto -las expresiones de Tiresias están puestas a tal efecto- y la obra queda definida. Sin embargo, esta claridad no alcanza para los hombres. La segunda parte, se ocupará de avalar con el conocimiento racional la palabra divina hasta hacerla propia. El hombre se confirma mediante su libre interpretación, pues lo que los dioses saben, no puede ser asimilado igualmente por los hombres.

Luego del análisis, es posible verificar que en referencia al mal se interrelacionan al menos dos tipos de manifestaciones: un tipo de mal moral y un tipo de mal cognoscitivo. Respecto del primero, y de acuerdo con la intrínseca relación entre orden divino y orden humano, se verifica con la ruptura de la prescripción -indicada por los dioses para ser obedecida- por medio de la desobediencia, que acarrea un castigo y que acaba en expiación. Respecto del segundo, la aparición del mal busca ser entendida; pero cuando el modo de conocimiento del mal -guiado exclusivamente por las facultades humanas- desordena y desjerarquiza instancias divino-humanas, supone una nueva presencia de mal.

En Edipo Rey ambas formas de mal están dadas en la trama de la vida del héroe; se entrelazan en tanto que el mal moral constituye su horizonte existencial, con el cual Edipo nace y se moverá. En el seno de un mal moral que no le pertenece como autor responsable se gestará un mal derivado y propio, cuyo sentido último será producir la expiación de todas las manifestaciones habidas del mal. Mediante la modificación radical de la historia, recibirá su sentido.

El mal, entonces, actúa como un principio de cambio en la existencia humana, lo cual en orden dramático se expresa mediante la peripecia. Como la existencia, a su vez, es divina, es decir, depende y se subordina a los dioses, vemos que la causa del mal se inicia en un punto de articulación - o desarticulación, más exactamente- de los dioses con los hombres y puede ser intensificado por posteriores acciones exclusivas e independientes de los hombres. Mal y comprensión

Ese mal, que aparece, se muestra y actúa, reclama a su vez, por natural humano, alguna respuesta comprensiva. No es vivido en forma pasiva, sino que provoca la máxima tensión y centraliza todos los esfuerzos; es canal de expresión del intrínseco carácter del héroe, que por él, llega a su plenitud trágica. Pero, a su vez, el mal se comporta como un arcano y diluye continuamente la posibilidad de requerir una clara respuesta. Puede parecer determinado en algunas de sus causas, pero siempre habrá una dimensión anterior que escapa al discernimiento del hombre y que, por ende, queda en un secreto cósmico, aún vedado a los dioses. Pues el mal es eminentemente impersonal, no permite una identificación, no se hace patente. Sólo en el reconocimiento final, cuando permite la revelación buscada, el hombre podrá percibir su alcance total, su modo ineluctable, aunque tampoco accederá a su comprensión.

Este sesgo de expresión es el propio de la forma mítica, cuyo estilo simbólico rige a la tragedia; el concepto de "mal", como un elemento actuante en el mito, no está ausente en la historia, se expresa de manera transversal y no puede agotar su inteligibilidad. Requisitos míticos que la tragedia de Sófocles mantiene en pie. La idea cosmovisional coincide en tanto la vida está plena de males, que se presentan repentinamente, en medio de la dicha, y la alternativa sólo es morir pronto, no porque la muerte suponga un resarcimiento, sino porque trae la suspensión del sufrir.

Aunque el hombre no llegue a una explicación del problema del mal, tiene la confianza en que el orden cósmico está equilibrado y garantizado. Así, el concepto de Moira pre-homérico y homérico como fuerza dominante y superior a todos los dioses, que cae sobre el hombre y que no se puede evadir; a ella se suma una determinación individual, que suma males imprevistos e innecesarios, importantísima a la hora de entender el concepto de destino.

En la tragedia, la incomprensión del sentido del sufrimiento es lo propio, pues su resolución negaría el género. El orden fatal es tan inexorable como arcano. El drama, en múltiples argumentos escénicos, describe los puntos por los que pasa el mal, no los explica. Lo divino, que anuda el sentido de la desgracia, no oficia como aclaración y menos como consuelo para el hombre.

Aunque la apreciación general de la tragedia indica que el mal actúa en el mundo como una presencia inexplicable, que lo hace inmediatamente inaccesible a la razón, las obras dramáticas intentarán un esbozo comprensivo al ubicar al hombre frente a la tensión de su destino. Sófocles, en tanto testigo de una época que somete el mito al entendimiento, se pronunciará al respecto.

Mal y acción humana

Aunque la manifestación del mal está relacionada con los dioses, no se muestra en la tradición previa a Sófocles -y tampoco en nuestro autor- que el mal posea origen divino excluyente; sí, en cambio, se ve que existe una aptitud humana que puede acarrearlo. Esa cualidad que tiene la fuerza de producirlo, encierra una virtualidad poderosa, y, en tanto es capaz de poner en movimiento el ritmo del mal, no es una facultad menor, sino la distintiva del hombre (Cardona 168).

La oposición, la huida, el temor del hombre respecto del mal, sin embargo, se contradice con su tendencia a generarlo. Sófocles evidencia que el hombre no puede dejar de hacer el mal, aunque busque hacer el bien y esté seguro de poseer la verdad. La acción muestra los errores de interpretación. Esta tendencia humana de alejarse del parámetro objetivo y recluirse en la propia subjetividad es constitutiva de la naturaleza y sólo se reconstituye inscripta en un orden de relaciones divino-humanas, que pondrá finalmente la medida y proporción.

A mayor consciencia religiosa, menor posibilidad de fatalismo; la cosmovisión religiosa antigua, naturalística e inmanente, acepta un tipo de determinación sobre la existencia mortal, sometiéndola a un encadenamiento de prescripciones, y por otro, le da opciones de movimiento que se mostrarán según la naturaleza racional.

La Moira es la síntesis del destino; las desgracias que trae ligan a la muerte. Pero no implica un cierre hermético de los sucesos delineados, tal como define el fatalismo. El destino desde el inicio supone el fin; nada ni nadie es más fuerte que eso. Pero en el espacio intermedio el hombre puede actuar. Aquí el concepto fundamental de que el hombre "hace" su destino, complementando la desgracia hýper móron, es decir, "por encima de la determinación de la moira". El sufrimiento humano no está buscado por los dioses arbitrariamente: el modo de desarrollo del destino está condicionado a decisiones que se pueden evitar o que pueden acarrear más desgracias: "¡Oh dioses! De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino" (Homero, Od. I, 32-34).

Los acontecimientos no están todos prescriptos, por lo tanto, no hay concepción fatalista cerrada. En el espacio eminentemente humano está el riesgo permanente de obrar por encima de la determinación. El tema del destino abierto por Homero y confirmado por la tragedia proclama que en el carácter del hombre, en su naturaleza, está la generación del mal. Esta línea de pensamiento está en la Odisea, presente en Hesíodo y en Solón y también en los filósofos jonios, particularmente en Anaximandro (Sertilanges 78).

El motivo del conocimiento también da dimensión al problema del mal humano. Cuando obra el conocimiento divino, cuando se hace lo que los dioses dicen, disponen e intentan transmitirlo a los hombres, no hay presencia de mal. El dato divino pleno niega la posibilidad de mal. Contrariamente, cuando se trata de capacidad humana rigiendo en forma absoluta la interpretación de la realidad, hay presencia del mal. Será superado por acatamiento adecuado del saber humano al saber divino.

Mal y dolor

El mal se muestra en relación con la culpa y en correlativa presencia del sufrimiento. Cuando haya sufrimiento, habrá también conocimiento (von Balthasar 97). Se suma, entonces, el motivo del conocimiento en sus dos planos: conocimiento divino -oráculo- y saber humano -interpretación racional de indicios. Cada uno de ellos tiene su vínculo con el mal, es decir, ausencia de mal frente al reconocimiento y seguimiento de lo dicho por los dioses y, entonces, ausencia de sufrimiento; o, por el contrario, desatención a lo prescrito por los dioses, definición de rumbos propios, y sufrimiento consecuente.

No obstante, el mal, y el dolor que conlleva, también se presentan aunque no haya intención directa de separación respecto de lo divino. La posibilidad de que el hombre realice una acción imprevisible, incompatible con la divinidad, está abierta hasta el final de sus días.

El discurrir de los motivos del mal, querido o repudiado, de su relación con la culpa, de las huellas del dolor como signo inmediato de dicha culpa, pide su expiación. El mal, desequilibrio en el ser, se corrige con el retorno a un orden a través de la purificación. La expiación será individual -porque el mal siempre se corporiza en un sujeto portador, aunque sea circunstancialmente-y éste merece su propia purga. Luego, también la expiación afectará al grupo comprometido con el mal, aunque lo haya ignorado. Eliminada la causa del mal, la comunidad se restaura por participación. Esa sucesión de acciones que trazan la incidencia del mal en la vida del hombre implica para el griego tanto su vínculo con lo divino, como con su comunidad. No hay expresión individual de la tragedia: el drama del héroe se dirige a la comunidad política en la cual éste se consuma.

La señal del mal en el mundo es el dolor; según Sófocles, no es el dolor de cualquiera, sino de los mejores. En esquema trágico, el sufrir del inocente lleva a la perfecta purificación. El sufrimiento de uno, del mejor, es ejemplar para el conjunto: habla de la existencia de todos en aquello que tiene de universal.

Mal y males

Si el mal no se purga, se extiende más allá de su autor y se transfiere a la herencia. Un mal original no remediado promueve la sucesión de nuevos males. El mal moral de Layo, no purgado, llevará al mal cognoscitivo de Edipo.

El mal por racionalización extrema desemboca en la impiedad, que se da a partir de la polarización en la lectura de la realidad misteriosa. Este mal es excluyente: su forma es la soberbia de la inteligencia, modo extremo de apartarse y oponerse al orden divino.

El motivo de la maldición muestra la interferencia del hombre en el orden divino, capacidad que le acrecienta su soberbia. Las maldiciones son usos contrarios al sentido del lenguaje humano; pero producen tanta incidencia en los hechos como un oráculo, si el dios toma las palabras humanas, y se hace su garante. En la maldición se expresa virtualidad terrible de lo humano, que hace del lenguaje un instrumento para el bien o para el mal.

El tipo de mal que revela el carácter del héroe, es decir, su arrollador afán por buscar la verdad, excluyendo sus fundamentos iniciales, se expresa negativamente en toda su existencia. Sólo al final, con la conciencia y la expiación se verá como bien; aunque la formulación completa Sófocles la hará dentro de otro contexto trágico, el de Edipo en Colona (Webster 34).

El nivel inicial de mal, produce una culpa no resuelta en el mismo responsable, que sacude a las generaciones siguientes; el segundo nivel, muestra un nuevo mal, sojuzgado al anterior, pero de identidad diferente, en el que se cumple la expiación del mal originario y de su consecuencia. En el segundo nivel se asume el dolor de todas las culpas, propias y heredadas, porque hay conciencia. La purificación no es individual, sino que reditúa en favor de la comunidad y su descendencia. El mal culmina en bien, bajo la mediación de un dolor extremo.

El mal como principio psicagógico

En la obra se establece una relación intrínseca entre los designios de Apolo y el talante heroico de Edipo. Apolo, en el marco de un mal, produce la expansión de una personalidad mediante sus oráculos. Desde la adversidad se despliega lo que esperaba en el modo natural del protagonista.

La "manifestación" del dios al hombre no sólo es el cumplimiento de lo dispuesto, sino el alcance de la conciencia sobre esos hechos. Es allí, donde se da un sentido y la visión de la vida se completa. Conocer la verdad tiene la doble faz de liberación y de condena, pero es, a su vez, la única salida definitiva de la encrucijada.

Edipo, al que inicialmente se le niega el sentido de la verdad, tiene al final una visión integral de ella, más completa que la de cualquier otro. La última grandeza reservada para este hombre, que todo creía entender, es la de la comprensión.

El orden del mundo, que expresan los dioses, también depende del conocimiento humano. Los dioses revelan en el hombre su determinación, y el hombre requiere de los dioses para reconocerse en su identidad. El mal obra como senda -tortuosa- sobre la que transita el modo de expansión y expresión de un alma.

Consideraciones finales

Señala W. Jaeger (262): "Ni el destino ni Edipo son absueltos o condenados". Sencillamente el mal pasa, obra y sigue. Si a nuestro entendimiento resulta accesible definir que "antes" del mal está la culpa y "después" la expiación, haciendo así más clara, más necesaria, más "razonable" la actuación del mal, Sófocles nos advierte que este proceso no es tan nítido. El mal opera al modo de un pedagogo indirecto sobre quien cree saber y no se conoce.

Edipo, paradigma de hombre transido por el mal, no tiene lugar en el mundo, ni en la familia, ni en la comunidad. Como ser racional, con la facultad para pensar rectamente se equivoca; como hombre religioso, cuando quiere aunarse a los dioses, es impío. El mal lo perturba en lo mejor de lo humano, y aunque la causa de su error personal sea la ignorancia, no acarrea un mal parcial, sino absoluto, porque su presencia inunda toda la existencia.

Edipo es un peregrino ciego. Antes del reconocimiento, su vida es un tránsito con hitos cumplidos sin saber, sin ver, a ciegas. Luego del reconocimiento, lo que le resta será un peregrinar sin ver -guiado por Antígona, la doncella pura- hasta su espacio final. La última imagen de Edipo peregrino, que va a tientas por el mundo sin ser dueño de nada, sin poseer lugar propio hasta que es llamado por el dios, ofrece el símbolo retrospectivo para interpretar toda su vida, y quizá cualquier vida posible.

Edipo no está condenado ni absuelto, pero su vida es un error: no debió nacer, no debió actuar en la encrucijada, no debió desposar y ser rey, no debió maldecir, no debió dudar; Edipo es un desplazado de la existencia. Solamente, convertido por el dolor, será benéfico después de su muerte, como reza el último de los oráculos (von Balthasar, 97).

La dimensión del hombre se sugiere posible luego de la aniquilación de todos los signos humanos y temporales sobre los que asentaba su anterior grandeza. El hombre, que parecía pleno de poder y gloria, se convierte en su opuesto, la peor mancilla: porque lo propio de lo humano es la limitación, y la soberbia de desmesura que quiere extender sobre todo el orden del mundo su proporción, lleva a la destrucción. Edipo Rey es la tragedia que expresa el límite de la racionalidad, representada en el sentido de la vista, propio de una cultura epifánica. Pondera la religiosidad con su núcleo de misterio sobre la ilustración humanista.

Es trágica la presencia del mal y es trágico ser hombre y querer remediarla, a pesar de todo. De algún modo inaccesible al entendimiento, dice Sófocles que los dioses esperan al final para dar la medida exacta de nuestro fracaso o de nuestra victoria.


Referencias

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