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Escritos

versão impressa ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.24 no.52 Bogotá jan./jun. 2016

https://doi.org/10.18566/escr.v24n52.a06 

http://dx.doi.org/10.18566/escr.v24n52.a06

NECROLÓGICAS FILOSÓFICAS. LA MUERTE DEL FILÓSOFO Y LA OBITUARIZACIÓN DEL PENSAMIENTO

PHILOSOPHICAL NECROLOGIES. DEATH OF THE PHILOSOPHER AND OBITUARIZING OF THOUGHT

NECROLÓGICAS FILOSÓFICAS. A MORTE DO FILÓSOFO E A OBITUARIZAÇÃO DO PENSAMENTO

Juan Antonio González de Requena Farré*

* Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (2011). Profesor de la Universidad Austral de Chile. Chile. El artículo se deriva de la ponencia presentada en las Terceras Jornadas Filosóficas, organizadas por el Instituto de Filosofía y Estudios Educaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile: Filosofía y Vida en el Pensamiento Contemporáneo.E-mail: jagref8@gmail.com. http://orcid.org/0000-0002-4296-2211

Artículo recibido el 28 de abril de 2015 y aprobado para su publicación el 16 de junio de 2016.

Atribución - Sin Derivar - No comercial: El material creado por usted puede ser distribuido, copiado y exhibido por terceros si se muestra en los créditos. No se puede obtener ningún beneficio comercial. No se pueden realizar obras derivadas


RESUMEN

El tópico de la Filosofía como aprendizaje de la muerte nos ha sido transmitido desde la Antigüedad, y ha experimentado algunos giros en el pensamiento moderno y contemporáneo. En la Filosofía contemporánea, este tópico parece interpretarse como la necesidad de enfrentar la propia muerte de la Filosofía, y actualmente ha generado un marcado giro necrológico hacia el obituario filosófico y la biografía intelectual. En este artículo nos proponemos revisar -desde una perspectiva metafilosófica- estos desplazamientos de sentido de la actividad filosófica y el pathos necrológico de la Filosofía actual. Desde ese punto de vista, el análisis del género de discurso del obituario filosófico nos permite interpretar las encrucijadas metafilosóficas del pensamiento contemporáneo.

PALABRAS CLAVE: Muerte, Obituario filosófico, Fin de la Filosofía, Pensamiento postfilosófico, Metafilosofía.


ABSTRACT

The issue of Philosophy as learning about death was transmitted to us from Ancient Philosophy, and has experienced some significant turns in Modern and Contemporary thought. Within Contemporary Philosophy this issue seems to be understood as the necessity to face the death of Philosophy itself, and in current times it has caused a clear Necrological Turn towards Philosophical obituary and intellectual biography. Therefore, the aim of the article is to examine -from a metaphilosophical perspective-such shifts of meaning within philosophical activity and the Necrological pathos of current Philosophy. From that perspective, the discourse analysis of the philosophical obituary genre makes possible to interpret the metaphilosophical crossroads faced by Contemporary thought.

KEYWORDS: Death, Philosophical Obituary, End of Philosophy, Post-philosophical Thought, Metaphilosophy.


RESUMO

O tópico da Filosofia como aprendizagem da morte nos foi transmitido desde a Antiguidade, e experimentou algumas giradas no pensamento moderno e contemporáneo. Na Filosofia contemporánea este tópico parece interpretar-se como a necessidade de enfrentar a própria morte da Filosofia, e atualmente tem gerado um marcado giro necrológico para o obituário filosófico e a biografia intelectual. Neste artigo nos propomos rever - a partir de uma perspectiva metafilosófica - estas mudancas de sentido da atividade filosófica e o pathos necrológico da Filosofia atual. A partir deste ponto de vista, a análise do género de discurso do obituário filosófico nos permite interpretar as encruzilhadas metafilosóficas do pensamento contemporáneo.

PALAVRAS-CHAVE: Morte, Obituário filosófico, Fim da Filosofia, Pensamento pós-filosófico, Metafilosofia.


El ejercicio de la Filosofía resulta difícilmente concebible al margen del cuestionamiento del sentido de su propia actividad; y es que el quehacer filosófico exhibe una perentoria necesidad de auto-justificar su lugar dentro del conjunto de los saberes, ya sea para aportar fundamentación apodíctica, una metodología rigurosa, alguna síntesis totalizadora o cierta expresión de una visión del mundo (Kolakowski 7-12). En efecto, cabe pensar que no hay Filosofía sin metafilosofía, esto es, sin una reflexión sobre la función, las pretensiones de validez y las modalidades de ejercicio de la actividad filosófica. En el caso de la Filosofía contemporánea -debido a la fragmentación de las esferas de experiencia, juegos de lenguaje y criterios de validez-, el pensamiento filosófico quizá ya no está en condiciones de aportar una fundamentación última que dé cuenta del conjunto de las cuestiones cognitivas, prácticas y estéticas, o un saber sinóptico que englobe la totalidad del mundo, la naturaleza y las realizaciones socio-históricas. En ese sentido, la Filosofía contemporánea tal vez solo pueda sostenerse en el trabajo de autorreflexión crítica de la propia labor filosófica, para dar cuenta de las condiciones de posibilidad de las distintas esferas escindidas, llevar a cabo cierta reconstrucción racional de sus criterios de validez y ejercer alguna mediación discursiva entre los distintos ámbitos de experiencia (Habermas, Teoría de la acción comunicativa 15-17). Así pues, el pensamiento filosófico contemporáneo deviene inevitablemente metafilosofía, y nuestra propuesta no es una excepción: llevaremos a cabo únicamente una exploración metafilosófica de cierto género de discurso de la Filosofía actual.

Nuestra indagación metafilosófica se preguntará solo por algunas prácticas discursivas, formas de inscripción textual y marcos interpretativos, que le dan cuerpo al ejercicio del pensamiento filosófico contemporáneo y esbozan ciertos horizontes de recepción de la labor filosófica. Concretamente, nos interesa saber a qué responde el tono auto-necrológico de gran parte del pensamiento filosófico contemporáneo y qué hay tras la cada vez más patente "obituarización" de la Filosofía actual.

La Filosofía como aprendizaje de la muerte

Ciertamente, es posible reconocer un ambiguo nexo entre la Filosofía y la muerte desde los orígenes de la reflexión filosófica occidental: no hay genuina actividad filosófica sin cierta asunción de la mortalidad, pero lo que persigue esa preparación para la muerte es determinada inmortalización del alma, que se logra a través de la contemplación espiritual pura de la lo eterno y mediante la firme serenidad de una vida autosuficiente (Bauman 61-63). En ese contexto, adquiere particular relevancia la tesis platónica según la cual la dedicación a la Filosofía constituye una preparación para la muerte: "los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en el morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos" (Platón 157). El presupuesto implícito en semejante conclusión es el puro deseo de contemplar la verdad en su pureza; como si la aplicación del alma en el logro de la verdadera sabiduría requiriese cierto desprendimiento de las preocupaciones carnales y los placeres del cuerpo, o sea esa separación del alma y del cuerpo, que suele recibir el nombre de muerte.

Del mismo modo, Cicerón asumirá que vivir filosóficamente constituye "una preparación para la muerte" ya que implica liberar al alma de sus perturbaciones y de las trabas corporales, y consiste en cierta meditación sobre la muerte (Disputaciones 166); al fin y al cabo, la separación del alma no solo constituye una vía para la contemplación intelectual, sino también para una vida virtuosa, es decir, lo suficientemente viril, magnánima, consistente y serena, para desdeñar la muerte y cumplir con el deber de una vida lograda. En ese sentido, según Cicerón, es "un deber del sabio retirarse de la vida aunque sea dichoso, y del estulto, permanecer en la vida aunque sea mísero" (De los fines 28). También Séneca insiste en el carácter liberador e igualador que puede tener la muerte, ese límite de toda fatalidad y ese retorno a la tranquilidad, que está inscrito como un destino en la condición humana y atraviesa constitutivamente nuestra vida (208-212). Para Séneca, la sabiduría consiste en esa liberación espiritual que se logra al hacerse cargo de la muerte y meditarla, asumiendo el ansia contemplativa en virtud de la cual el alma se separa de su lastre corporal (215). Así pues, en el contexto de la Filosofía antigua, cabe reconocer aquello que Hadot designa como un "ejercicio espiritual de aprendizaje de la muerte" (50), esto es, la liberación de los deseos y pasiones corporales, la purificación del alma a través de la contemplación intelectual, el cultivo de sí mismo al alero del conocimiento de lo eterno, así como la constante progresión hacia el logro de la virtud y la sabiduría. Una existencia filosóficamente vivida resultaría inconcebible al margen de la práctica de estos ejercicios espirituales que apartan de la cotidianeidad, requieren de una forma de vida ascética e involucran cierta conversión a la contemplación filosófica, sin que pueda faltar cierto apresto para la muerte.

El tópico de que la Filosofía constituye una preparación para la muerte ha trascendido hasta algunas perspectivas filosóficas modernas. Lo encontramos en Montaigne, quien -recogiendo la idea de Cicerón- sostiene que "el filosofar es aprender a morir", ya que no hay estudio o contemplación intelectual sin distanciamiento espiritual, así como no hay sabiduría sin dejar de lado el temor a la muerte (123). También Montaigne establece un nexo entre la preparación para la muerte, el aprendizaje de la libertad, el autodominio de las pasiones y la incitación de la iniciativa virtuosa. Sin embargo, este apresto para la muerte no parece consistir en la práctica de algún ejercicio espiritual o de alguna conversión anímica que permita participar del orden eterno, tal y como ocurría en la existencia filosófica de la Antigüedad; en Montaigne, el aprendizaje de la propia mortalidad se pone al servicio de la exploración original de sí mismo y de la autodescripción de la propia singularidad, que constituyen motivos centrales en la construcción del yo moderno (Taylor 247-256).

Este vínculo entre el aprendizaje de la muerte y la exploración filosófica de las profundidades del yo se acentuaría en ciertas formas de nihilismo romántico y post-romántico; en ese sentido, podrá afirmar Schopenhauer que "la muerte es el auténtico genio inspirador o el musageta de la filosofía" (903). Y es que -para Schopenhauer- el conocimiento intelectual pone de manifiesto que la muerte no constituye un mal temible y nos libera del temor a morir; pero, además, desvela el trasfondo indestructible de lo que es en sí, el retorno de la fuerza ciega e irresistible de la voluntad, y lo logra renegando de la voluntad de vivir y suprimiendo la ilusión de que nuestra muerte interrumpe nuestro ser, esto es, al desengañarnos respecto a las pretensiones unilaterales de nuestra autoconciencia individual (903946). Lejos del significado que tenían los antiguos ejercicios espirituales de preparación para morir, el aprendizaje nihilista de la propia muerte (como desengaño de lo aparentemente dado o negación de lo que es en sí e inmediatamente) constituirá un tópico recurrente en numerosas reflexiones modernas y contemporáneas sobre la vida filosóficamente comprendida.

Ahora bien, al desvincularse de cualquier pretensión de ascender a algún orden espiritual comprehensivo o a alguna forma de participación contemplativa en lo eterno, las tardo-modernas formas de aprendizaje y apropiación de la muerte se convierten en un desfondado ejercicio de nihilización de todo horizonte de sentido, por parte de una subjetividad auto-socavada y que solo parece responder a la inquietud de la negatividad. En el mejor de los casos, como ocurre en Heidegger, la contemporánea preocupación filosófica por la mortalidad incita a aceptar resueltamente nuestro estar a la inminencia de una muerte siempre singular e incomunicable, esa imposibilidad constitutiva que delimitaría nuestras posibilidades decisivas o el descarte de nuestras opciones y que, al ser asumida sin tapujos, sostendría una existencia propia (Ser y tiempo 258-291). En el frenesí deconstructivo de Derrida, el aprendizaje de la muerte no solo implica hacerse cargo de la aporía intraspasable de cierta posibilidad/imposibilidad incalculable, sino también la convocatoria a una espera inespecífica -una comparecencia siempre ya diferida- tanto de sí mismo cuanto de un otro, sostén de todo deber y responsabilidad (cf. Aporías).

Aunque haya experimentado desplazamientos de sentido cruciales (e, incluso, distorsiones), la idea de que la Filosofía constituye un aprendizaje para la muerte se ha transmitido a través de nuestra tradición filosófica.

Ahora bien, en ese traspaso han sido fundamentales algunos relatos de las vidas de los filósofos antiguos, que no se limitaban a reproducir las teorías filosóficas (como hacen las reconstrucciones sistemáticas de la Filosofía), sino que además ponían de manifiesto las anécdotas biográficas contingentes, el camino de formación intelectual del pensador y la herencia espiritual entre maestros y discípulos, así como las circunstancias políticas decisivas y las relaciones del filósofo con sus conciudadanos; en suma, todo aquello que permite reconocer y conmemorar la experiencia espiritual del filósofo como una vida ejemplar.

Desde ese punto de vista, no se ha ponderado suficientemente la obra de Diógenes Laercio como narración del quehacer espiritual de los filósofos antiguos: quizá, sus Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres no aporten una reconstrucción exhaustiva e interpretación impecable de las doctrinas filosóficas; sin embargo, en sus esbozos biográficos reconocemos los perfiles ejemplares y memorables tanto de las vidas de los filósofos cuanto de las muertes filosóficas. En efecto, las anécdotas biográficas que Diógenes Laercio relata no solo ilustran o concretan los dichos y opiniones de los filósofos antiguos; también introducen consecuencias irónicas o trágicas de sus doctrinas, así como permiten forjar ciertos esquemas típicamente representativos (y frecuentemente extrapolados de unos filósofos a otros) acerca de las sectas filosóficas o de la relación de los filósofos con su medio, particularmente con los poderosos (Chitwood 6-7). Entre los tópicos que dan forma a los retratos de los filósofos antiguos, Diógenes Laercio incluye descripciones de las características personales y el carácter de los pensadores (su aspecto ensimismado, descuidado y solitario; sus manías y locuras; su desprecio por la riqueza y las convenciones mundanas; un exilio que parece asociarse al extrañamiento del filósofo de su comunidad). También da cuenta de las relaciones intelectuales frecuentemente agonísticas entre filósofos (de competencia, lucha por la precedencia y acusaciones de plagio) o de vinculación sentimental entre discípulos y maestros. Asimismo, representa al filósofo como un tipo de ciudadano particularmente ligado a la polis y a la legislación de los asuntos comunes, aunque esté en problemas con el poder de los tiranos, ante los cuales el filósofo suele salir triunfante por su elocuencia irónica.

Hay un tópico especialmente relevante para comprender el nexo entre Filosofía y mortalidad en el pensamiento antiguo: el tratamiento típico que Diógenes Laercio le da a la muerte del filósofo remarca el reconocimiento póstumo, la glorificación e, incluso, la deificación de la vida filosófica (Chitwood 7-11). Es tal el vínculo entre la muerte del filósofo y la caracterización de la vida filosófica, que Diógenes Laercio no puede dejar de introducir epitafios y recoger epigramas en los cuales se celebra poéticamente la reputación ejemplar del filósofo. En ese sentido, las biografías filosóficas escritas por Diógenes Laercio podrían considerarse necrológicas de los filósofos antiguos.

Auto-necrológicas de la Filosofía contemporánea: el aprendizaje postfilosófico de la muerte de la Filosofía

El tópico de que la Filosofía se vincula a un aprendizaje de la muerte ha adquirido un curioso cariz reflexivo en la Filosofía contemporánea. Ya no se trata de que el filósofo tenga que alienarse ascéticamente del mundo y desengañarse del temor a la muerte; lo que estaría en juego es la asunción de la propia muerte de la Filosofía, como si no fuese posible seguir pensando, sin realizar cierto duelo por el acabamiento, obsolescencia o superación de la tradicional figura del filósofo. De ese modo, la Filosofía contemporánea asume frecuentemente el aspecto de una auto-necrológica de la Filosofía. Derrida reconoció sutilmente este "tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía":

Los temas del fin de la historia y de la muerte de la filosofía no aparecen sino bajo las formas más globales, masivas y concentradas. Existen ciertas diferencias evidentes entre la escatología hegeliana, esa escatología marxista que en Francia estos últimos años se ha querido olvidar demasiado deprisa (y esa fue tal vez otra escatología del marxismo, su escatología y su tañido fúnebre), la escatología nietzscheana (entre el último hombre, el hombre superior y el superhombre) y tantas otras variedades más recientes. (Sobre un tono 48)

Según Derrida, la discusión intelectual contemporánea ha estado profundamente marcada por este discurso escatológico, de manera que cada interlocutor se limitaría a anunciar un nuevo fin, el auténtico final:

(...) el fin de la historia, el fin de la lucha de clases, el fin de la filosofía, la muerte de Dios, el fin de las religiones, el fin del cristianismo y de la moral (esa fue la ingenuidad más grave), el fin del sujeto, el fin del hombre, el fin de Occidente, el fin de Edipo, el fin de la tierra, Apocalypse now (...) y también el fin de la literatura, el fin de la pintura, del arte como cosa del pasado, el fin del psicoanálisis, el fin de la universidad, el fin del falocentrismo y del falogocentrsimo, ¿y de cuántas cosas más? (Sobre un tono 48-49)

Derrida considera necesario preguntarse a qué responde este tono apocalíptico, a qué intereses se asocia o a qué efectos se vincula este afán por desenmascarar y revelar visionariamente una verdad que consistiría en el advenimiento del fin (52-56). Pero, en vez de acudir a alguna contra-escatología racionalista que permitiera acallar el tono apocalíptico, apelando a los límites y finalidades de la razón, Derrida parece asumir el carácter inevitablemente apocalíptico del quehacer filosófico contemporáneo, en la medida en que toda escritura y todo discurso presuponen cierta estructura apocalíptica, a saber: el constante envío sin destino determinable ni auto-presentación garantizada del sentido. En fin, también la deconstrucción del tono apocalíptico parece inscribirse en la auto-necrológica de la Filosofía contemporánea.

En efecto, el pensamiento filosófico actual no ha cesado de reflexionar sobre el fin de la Filosofía, y ha convertido en una operación filosófica fundamental la autocrítica, la auto-reducción o la auto-superación de la Filosofía (D'Agostini 27). Cabe preguntarse si semejante proclama del fin de la Filosofía constituye un episodio más de esa cultura del acabamiento tan característica de la modernidad tardía (y que ya ha decretado el fin de las ideologías, de la religión, del arte, de la historia, del hombre, e incluso de la propia modernidad), o si efectivamente responde a la irreversible clausura de la tradición filosófica.

Sea como sea, en el pensamiento filosófico contemporáneo, podemos reconocer diferentes modalidades de esta despedida de la Filosofía: un final por auto-superación, un final por desmembramiento, un final por consumación, así como algunas combinaciones de estos motivos (D'Agostini 43-44). Habermas ha argumentado que "la abolición de la filosofía se produce hoy día en tres formas más o menos evidentes a las que, por mor de la simplificación, llamaré la forma terapéutica, la heroica y la salvífica" (Conciencia moral 21).

En la forma terapéutica de abolición, la Filosofía asume su propia desaparición, para así curarse de los malentendidos que ella misma genera y despejar el terreno a la investigación positiva de nuestros mundos culturales. En la forma heroica de abolición de la Filosofía, se asume que el hundimiento trágico de nuestra tradición metafísica abre la posibilidad de otro pensamiento capaz de patentizar lo incalculable e inefable. Por último, la forma salvífica apuesta por la abolición de la Filosofía de la reflexión, en nombre de cierto compromiso con la praxis y de una apropiación práctica transformadora, que permita conservar las tradiciones compartidas y los horizontes de sentido comunes (Habermas Conciencia moral 21-22).

Podemos reconocer un escenario terminal en el que la Filosofía moderna se despide por desbordamiento: la Filosofía se sabe superada y sobrepasada, toda vez que el espíritu humano se torna autoconsciente y se sabe a sí mismo en despliegue efectivo a través de la historia universal. En ese sentido -como Hegel comprendió en su momento- la Filosofía siempre llega tarde cuando pretende concebir los fundamentos de lo que hay; siempre ya está sobrepasada por el despliegue histórico del espíritu autoconsciente (Hegel 54). En semejante escenario de auto-superación de la Filosofía, se entiende mejor la crítica marxista de la Filosofía: la Filosofía, que se ha limitado a interpretar el mundo, ha de ser superada a través de la efectiva transformación de las condiciones socio-históricas de producción (Marx 33-36; Engels 28). Pero es la Teoría Crítica contemporánea la que, más allá de la ambición de totalidad y auto-fundamentación propia de la Filosofía tradicional, ha asumido la auto-superación del pensamiento filosófico en el movimiento mediador y auto-desbordante de la crítica, auténtica trama de la historia del pensamiento (Adorno 9-25). Finalmente, la Filosofía solo constituiría un momento en el despliegue autocrítico de un pensamiento que asume como motor la dialéctica de la negación.

Hay un segundo escenario terminal de la Filosofía, en el cual el pensamiento filosófico se enfrenta a su fin por desmembramiento y descentramiento, en la medida en que la especialización de las disciplinas científicas desarticula el cuerpo unitario de la Filosofía; así, se disipan las pretensiones filosóficas de constituir un saber trascendental que aportaría las condiciones de posibilidad y la arquitectónica de las ciencias. A este proceso de disgregación contribuyen también de modo decisivo las emergentes ciencias humanas, que han ido recortando y colonizando algunos ámbitos de interrogación filosófico, para constituirlos como disciplinas especializadas; pero también incide la propia fragmentación interna de un discurso filosófico que, cada vez en mayor medida, ha especializado sus ámbitos de aplicación (como Filosofía de la ciencia, de la lógica, del lenguaje, del derecho, de la política, etc.).

Este escenario fue anunciado en la proclama positivista de la superación del estado metafísico de la humanidad, que -según Comte- daría paso al espíritu positivo, básicamente preocupado por la extensión, articulación y organización de los conocimientos científicos. Por cierto, en el positivismo lógico contemporáneo, el silenciamiento de la Filosofía se cumple como eliminación de la metafísica (por considerarla un absurdo, producto de la confusión lingüística) y como reducción del pensamiento filosófico al rol subsidiario de paralenguaje o actividad de análisis del lenguaje de las ciencias (Ayer 35-49).

En un tercer escenario terminal de la Filosofía moderna, asistimos a la denegación y auto-acabamiento de una razón filosófica y una metafísica epocal que han desencadenado el olvido del ser y el desencantamiento del mundo; ello se debería básicamente a la primacía del pensamiento calculador y de la manipulación instrumental, que se consuman en el dominio técnico planetario. En cierto modo, el anuncio de la consumación de cierto auto-acabamiento, atribuible al propio proyecto fundamental de la Filosofía occidental, lo hallamos en la denuncia nietzscheana de la progresión del nihilismo: la Filosofía occidental constituiría una expresión más del nihilismo, o sea de la desvalorización de la vida y de una inversión de valores que consagra la auto-denegación o el debilitamiento ascético y, así, consuma la decadencia (Nietzsche 134-135).

Ahora bien, será Heidegger quien le dé su forma más acabada a este escenario filosófico terminal, al interpretar la historia de la Filosofía occidental como una historia del olvido del ser, que se consumaría en el dominio técnico planetario, ese destino final de una metafísica que ha privilegiado la presencia y disponibilidad de los entes; de ese modo, la pregunta filosófica por el ser habría dado paso a la organización de operaciones técnicamente encuadradas y científicamente reguladas (Heidegger, "La época" 68-99). Por eso, según Heidegger, la reiteración de la pregunta que interroga por el ser solo resulta concebible como destrucción de la historia de la ontología que la Filosofía occidental ha desplegado (Ser y tiempo 32-33).

Estos tres escenarios terminales que hemos presentado (el de la auto-superación, el de la reducción y el del auto-acabamiento) siguen caracterizando el trasfondo de la discusión sobre el fin de la Filosofía en las principales corrientes del pensamiento contemporáneo: el postestructuralismo, el postmodernismo, el neopragmatismo y la hermenéutica.

Por ejemplo, en Derrida, convergen algunos de los escenarios del fin de la Filosofía anteriormente presentados. Derrida retoma la temática de la auto-superación de la Filosofía, solo que el desbordamiento no remite ya a la vida autoconsciente del espíritu, a la praxis socio-histórica o a la autocrítica racional emancipadora de la humanidad; el desbordamiento de la racionalidad filosófica y de la metafísica de la presencia a ella asociada responden al movimiento generativo y pluridimensional de la escritura. Por otra parte, en Derrida resulta tangible el influjo de la reflexión nietzscheana y heideggeriana sobre la auto-conclusión de la Filosofía occidental; en ese sentido, el desbordamiento escritural de la Filosofía no constituye una transgresión que nos sitúe más allá de la metafísica, sino que se trata de una clausura, un movimiento indefinido de conclusión, consistente en la desarticulación y reescritura de las distinciones categoriales de la metafísica occidental: una apertura del pensar a su propia diferencia generativa y a su diseminación, sin reserva de sentido alguna. En la escritura de Derrida, el desbordamiento de la racionalidad filosófica occidental asume la forma de una deconstrucción, un trabajo indefinido de reescritura y transformación textual, que desbarata desde dentro todo el sistema dualista de oposiciones de la tradición metafísica (significante/significado, esencia/apariencia, materia/espíritu, idea/materia, etc.), exponiéndolo como un juego de efectos y diferencias escriturales que no se pueden jerarquizar ni reducir a un sentido o racionalidad lineal (cf. Posiciones).

En teóricos del postmodernismo como Lyotard, la temática del fin de la Filosofía aparece vinculada a la constatación del desgaste de las grandes narraciones modernas como los relatos de la emancipación de la humanidad o de la universalización especulativa del saber. En ese sentido, la condición postmoderna de incredulidad respecto a los metarrelatos y el desgaste de las metanarraciones legitimadoras darían cuenta de la obsolescencia de la Filosofía metafísica, la cual se hunde en la crisis cuando pretende asumir funciones de legitimación que ya no puede cumplir (Lyotard 77-78). Así pues, cuando Lyotard diagnostica el final de los metarrelatos y la crisis de la Filosofía, no solo se sitúa en el escenario terminal de una Filosofía imposibilitada de cumplir con su rol legitimador, debido a la desmembración del saber en juegos lingüísticos heterogéneos; además, escenifica el final de la Filosofía como el resultado de la auto-conclusión y desgaste de los relatos legitimadores de la modernidad.

Al reflexionar sobre las transformaciones de la Filosofía contemporánea, Dewey ya había señalado la necesidad de anteponer la discusión sobre los problemas sociales y morales de la comunidad, dejando de lado la especulación metafísica sobre la realidad última y la verdad absoluta (6061). El neopragmatismo de Rorty ha retomado la defensa de la primacía de la discusión democrática referente a los problemas comunitarios, más allá de toda pretensión filosófica de establecer un léxico teórico universal y necesario. Rorty nos invita a desechar toda pretensión de una fundamentación filosófica de la comunidad liberal, en términos de cierta racionalidad universal (como la que el racionalismo ilustrado postuló); habríamos de sustituirla por la redescripción metafórica de nuestra forma de vida democrática. Y es que, en una comunidad liberal post-metafísica, la Filosofía no estaría en condiciones de suministrar un fundamento absoluto y universal que vincule la auto-creación privada y la justicia pública, pues el léxico de la auto-perfección y el de la solidaridad son incompatibles e inconmensurables; no hay perspectiva filosófica que pueda integrar ambos léxicos. En la cultura post-filosófica, la asunción de las exigencias de auto-creación y de solidaridad humana (entendiéndolas como igualmente válidas aunque inconmensurables) se lleva a cabo cultivando el ironismo liberal. Se trata de un liberalismo negativo, que no pone otro límite a la auto-creación individual que la evitación de la crueldad, y resulta solidario de una perspectiva ironista, la cual reconoce la contingencia de nuestras creencias y deseos más fundamentales (Rorty 91). Por cierto, la cultura del ironismo es literaria, y sustituye la fundamentación teórica por la narración; este giro narrativo se concretaría en la redescripción de nuestras contingencias, con el propósito de auto-crearnos, así como en la identificación imaginativa con léxicos alternativos, a fin de comprender la humillación y posibilidad de sufrimiento de otros seres humanos (18-19).

En suma, el ironismo post-filosófico pone la redescripción narrativa al servicio de las vicisitudes de la comunidad democrática, pues la realización incesante de la libertad y la solidaridad se considera más relevante que la fundamentación de una verdad filosófica unívoca. Como se puede apreciar, el ironismo post-filosófico de Rorty se despliega en los tres escenarios de clausura de la Filosofía: presupone el desmembramiento de los léxicos, proclama la auto-superación de la Filosofía hacia una praxis narrativa de redescripción dialéctica de los léxicos y, a la vez, considera que el léxico filosófico del racionalismo ilustrado se ha cancelado a sí mismo al llegar a su pleno cumplimiento en el ironismo liberal.

También la hermenéutica contemporánea ha tematizado el final de la Filosofía en tanto que pensar del fundamento. Así, Vattimo nos ha recordado que el pensamiento no resulta ya concebible como fundamentación, ni en el sentido metafísico clásico (como investigación de los primeros principios del ser en tanto que trasfondo estructural y estable de lo que hay), ni en el sentido epistemológico moderno (como fundamentación crítica y reflexiva de las condiciones de posibilidad de todo conocimiento válido y, básicamente, del saber de las ciencias) (39).

Desde Nietzsche y Heidegger, la hermenéutica de Vattimo asume las implicaciones de la finitud histórica del ser en el lenguaje y, consiguientemente, la ausencia de fundamento; por eso, piensa el ser como acontecimiento en el lenguaje, mensaje y envío, más que como estructura estable. Así, según Vattimo, el pensar postfilosófico (que ya no se asigna como tarea la fundamentación) se constituye como interpretación, relato y rememoración del acontecimiento (45). En eso consiste la secularización de la Filosofía que Vattimo invoca: el pensar asume (aunque no disponga de un fundamento) que la Filosofía ya no puede seguir siendo el pensamiento de la fundamentación, y lo hace reconstruyendo, rememorando e interpretando la historia de la consumación de la idea de fundamento en la Filosofía occidental, así como la historia de las transformaciones del sentido de la existencia bajo la tecnología planetaria y en las condiciones de la postmodernidad (4647). Ahora bien, secularización no significa ruptura y separación, sino mantenimiento, distorsión y recuerdo de aquello a lo que el pensamiento se liga despidiéndose; así, la exigencia de unidad, que caracterizaba a la fundamentación filosófica, se transformaría en búsqueda de una continuidad rememorativa que reconstruye el vínculo entre presente y pasado, tanto como el nexo entre los múltiples saberes cada vez más especializados (49). En ese sentido, la secularización de la Filosofía constituye un retorno a la vaga e impura continuidad de la lengua hablada por una comunidad histórica, más que un ascenso a cierto logos de fundamentación. De hecho, la Filosofía secularizada llevaría a cabo la reducción (más retórica y narrativa que lógica) de las formalizaciones de los saberes especializados y de las planificaciones de la técnica, a la continuidad de la lengua histórico-natural de una comunidad (50). En suma, también en Vattimo se plantea la auto-necrológica de una Filosofía que toca a su propio fin; concretamente, bajo los escenarios terminales de su auto-superación y el de su auto-conclusión.

La necrológica filosófica y la obituarización de la Filosofía actual

Más allá de este tono auto-necrológico de la Filosofía contemporánea, en las últimas décadas se puede reconocer la consolidación de cierto género de discurso que parece revivir -por otros medios- el nexo entre la muerte y la Filosofía. En el obituario filosófico cabe identificar un relevante dispositivo de la construcción socio-discursiva de la figura y función del filósofo. Se trata de un género de discurso que aparece en todo un repertorio de textos eminentemente periodísticos, escritos por filósofos vinculados intelectualmente con el pensador recientemente muerto o por periodistas culturales relacionados con la Filosofía, y que están dirigidos a los amplios públicos letrados de los principales diarios internacionales (aunque también puede encontrarse en los más extensos artículos de homenaje de las revistas especializadas de Filosofía). El género discursivo del obituario filosófico se organiza narrativamente y, más concretamente, se conforma como un micro-relato biográfico de algún pensador conocido (o de cierta relevancia pública). Normalmente exhibe el tenor retórico de un discurso epidíctico de remembranza y alabanza del filósofo recientemente fallecido; no solo provee información sobre las circunstancias de vida y muerte del autor, sintetiza la obra y evalúa su impacto intelectual, sino que además pondera la relación del filósofo con su época y con el contexto político.

Obviamente, el obituario filosófico se inscribe en el género de discurso más amplio del obituario, ese género eminentemente moderno, vinculado al desarrollo de la publicidad letrada, a la difusión de la prensa escrita periódica y a la consolidación de la escritura periodística. A diferencia de las oraciones fúnebres del mundo antiguo (que constituían un ejercicio cívico de autocelebración de la Polis y de conmemoración de su comunidad política), o de las memorias de difuntos del Medievo (que fundaban un aniversario a rememorar, así como recomendaban a los muertos ante Dios, e intercedían por el perdón de los pecados y la salvación de las almas), los obituarios modernos conmemoran al individuo en tanto que individuo, e inscriben la memoria colectiva a través de la biografía particular (cfr. Loraux, Herrero).

En efecto, desde los orígenes de la prensa escrita en algunas de las primeras gacetillas a dos planas, ya encontramos recuentos de las circunstancias de muerte de personas, y en el Siglo XVII circulan algunas obras compuestas por biografías breves. Con la Ilustración y progresivamente desde finales del Siglo XVIII, los cada vez más difundidos periódicos incluyen reseñas de la vida y carácter ejemplares de algunos difuntos eminentes, con un marcado componente de evaluación moral. En el curso del siglo XIX, en el contexto de la consolidación de una prensa escrita periódica de calidad con cada vez más extensos públicos lectores, se establecieron secciones fijas para los obituarios, y estos fueron adquiriendo un cariz más evaluativo acerca del carácter y la relevancia social y política del difunto (Starck 1-22). Ya en la segunda mitad del siglo XX se asiste a cierta revolución del obituario, en consonancia con las formas de movilidad social de la postguerra: si anteriormente el obituario se limitaba a homenajear a figuras políticas, sociales o intelectuales de las clases altas, ahora se democratizaría el acceso a las necrológicas para personajes del mundo del deporte, del entretenimiento y del mundo popular. En ese sentido, los obituarios constituyen una de las principales realizaciones de la memoria colectiva contemporánea y contribuyen a forjar un imaginario social consensual; con frecuencia conmemoran las vidas logradas e incluso sacralizan al individuo, aunque a menudo se limitan a conformar cierta sociodicea que justifica de algún modo las suertes personales (Fowler 3-23).

Eso sí, en el curso del siglo XX han ido desplazándose los marcos de sentido en que se inscribe el relato obituario: a comienzos de siglo, las necrológicas se alejaron del encuadre moral y religioso de las vidas ejemplares, y comenzaron a enfocarse principalmente en aspectos médicos relacionados con el proceso fisiológico de la muerte, así como en los detalles de la experiencia corporal de morir; pero, desde la segunda mitad del siglo, ha pasado a primer plano la individualización biográfica de la muerte, esto es, la autoridad del individuo sobre su propia muerte y la resistencia subjetiva ante la perspectiva de morir (cf. Phillips). No obstante, el obituario contemporáneo no se limita a reconocer la relevancia simbólica de algunas personas fallecidas cuya vida se considera memorable, sino que también lleva a cabo la selección de las biografías merecedoras de una memoria póstuma y, así, reproduce ciertas formas de distinción y subordinación social (Fowler 14-16).

En ese sentido, cabría pensar que el obituario filosófico responde a las mismas lógicas y funciones del obituario en general: podríamos sostener que cumple funciones de conmemoración ejemplarizante y de reforzamiento de la comunidad filosófica, funciones de reconocimiento de la contingencia de las vidas filosóficas y justificación de las suertes personales, funciones de subjetivación de la muerte y de asunción de cierta herencia, legado y deuda intelectuales. Pero, asimismo, cabría sospechar que el obituario filosófico está al servicio tanto de la personalización o individualización del campo intelectual cuanto de la reproducción de las formas de desigualdad socio-culturales y simbólicas, al consagrar al intelectual de la Filosofía como figura eminente y casi heroica (dejando de lado los contextos socio-económicos y luchas políticas que enmarcan la perspectiva privilegiada y el quehacer aparentemente autónomo del filósofo). Esta glorificación del filósofo -como vida intelectualmente pura, únicamente comprometida con la teorización, con una trayectoria moralmente ejemplar, coronada por una muerte serena- podría reforzar el reconocimiento imaginario en torno a la ilusión escolástica de una Filosofía autosuficiente (Bourdieu 45-49). He ahí el dilema metafilosófico que nos plantea el obituario filosófico.

Basta con revisar los obituarios publicados en un diario de prestigio internacional como El País, y toparemos con numerosos ejemplos de este nuevo género de discurso que tematiza la muerte del filósofo; entre otras muchas, encontraremos las necrológicas de filósofos contemporáneos de primera línea como Heidegger, Sartre, Foucault, Deleuze, Gadamer, Derrida, Rorty, Althusser, Popper, Marcuse, Strawson, Davidson, Lyotard, Ricoeur, Levinas, Rawls, Kolakowski, Lefort, Gorz, Williams, Cohen, Schmidt o Dworkin, entre otros.

La macro-estructura típica de estos obituarios filosóficos consta de un título que suele especificar la temática o importancia del filósofo muerto (para lo cual incluye, tras el nombre del difunto, la expresión "el filósofo de X'); además, se introducen párrafos temáticamente segmentados que dan cuenta de los siguientes tópicos: antecedentes biográficos, obra del filósofo, síntesis de las principales ideas, relación con la época y con la política, relevancia del pensamiento del autor y legado que nos deja. La miniaturización de las teorías y el tratamiento anecdótico de la biografía son tan característicos del obituario filosófico como la evaluación de la posición del filósofo con respecto a las ideologías totalitarias del siglo XX, esto es, la resistencia o la complicidad ante las circunstancias políticas de nuestra época.

También resulta significativo el modo en que los obituarios filosóficos resaltan la estructura de herencia del quehacer de la Filosofía, en la medida en que ponen de manifiesto las deudas hacia los mentores, la influencia sobre los seguidores y el legado que a todos nos dejan los filósofos. Especialmente cuando la necrológica ha sido escrita por algún filósofo, el discurso sobre la muerte del filósofo rescata el viejo tópico del nexo entre muerte y Filosofía; el obituario adquiere cierto alcance reflexivo e introduce reflexiones sobre la muerte o, incluso, reflexiones acerca de la meditación sobre la muerte (a menudo provenientes del propio filósofo muerto). Por ejemplo, a propósito de la muerte de Heidegger -y tras rememorar la genialidad del filósofo y la mediocridad resentida de quienes lo vinculaban con el nazismo-, Julián Marías meditaba en la necrológica:

Sein zum Tode ha solido traducirse «ser para la muerte»; creo que en español se dice «estar a la muerte», lo que le pasa al hombre todos los días de su vida. Ahora, Heidegger no está a la muerte, sino que ha llegado a ella, está en la muerte. Quiero creer que tras ella sigue estando después de haber ejercido esa «libertad hacia la muerte» que fue otro viejo tema de su filosofía.

De modo semejante, tras la muerte de Rorty, Manuel Cruz escribía en el obituario del "filósofo de la ironía":

Esta es la ventaja que tiene escribir (buenos) libros: sus autores nunca se terminan de morir del todo, lo que es como decir que son un poco más seres para la vida que el resto de los mortales.

Previamente, el autor de la necrológica de Rorty había reflexionado sobre el significado de la muerte humana, acerca de la imagen que la muerte de un fallecido nos deja y en torno a lo difícil que resulta escribir un obituario:

Siempre tiene algo -mucho- de presuntuoso aventurarse a afirmar, rotundamente, en qué términos pasará a la historia de la filosofía un pensador que acaba de desaparecer: el autor del pronóstico parece colocarse en un lugar fronterizo al del narrador omnisciente, insinuando que conoce las claves por las que alguien alcanza la posteridad (Cruz).

Pese a las reservas y dilemas metafilosóficos que pueda suscitar el obituario filosófico, la revolución de las necrológicas ha alcanzado también a la Filosofía, y cada vez son más numerosos los obituarios de filósofos, incluso de aquellos ajenos al gran público y vinculados solo a círculos de lectores especializados. El género ha sido cultivado con dedicación por un filósofo contemporáneo como Derrida, quien apostó decididamente por dar vida a una escritura filosófica que consistía en un auténtico ejercicio necrológico de rememoración espectral y elaboración del duelo, a través de la relectura en ausencia y la reescritura de ultratumba; efectivamente, Derrida escribió numerosos obituarios y textos necrológicos acerca de los filósofos de su generación (Levinas, Althusser, Foucault, Deleuze o Lyotard, entre otros).

En los textos obituarios escritos por Derrida, el reconocimiento de lo difícil que resulta hallar las palabras apropiadas ante un evento tan impensable como la muerte de un compañero, así como las reservas ante el tono ceremonial y conmemorativo o ante el testimonio auto-reconfortante y de mala fe, dan paso a una dedicada y fiel labor del duelo, que es también un acto de responsabilidad ética, un discurso que da cuenta de, por y hacia un otro. En las necrológicas de Derrida, la aporética labor del duelo consiste en mantener a los difuntos entre nosotros, como cierta alteridad interiorizada o a través de una intimidad quebrada por la muerte del otro; pero también se trata de mantener una fidelidad que siempre ya fue anticipación a la muerte del compañero, reiterada preparación para su ausencia, iteración de las pérdidas singulares. En ese sentido, cabría pensar con Derrida que el discurso del duelo ejercido en el obituario está siempre tensionado por la generalidad del género (con recursos retóricos como la cita de la palabra ajena, frecuentemente sobre la muerte) y, de otro lado, por la singularidad del acontecimiento de la muerte o la fidelidad única al difunto (cfr. Brault y Naas).

Por otra parte, el modelo de inscripción del discurso de la Filosofía que encontramos en el obituario filosófico ha desbordado actualmente la necrológica del filósofo, para generar una auténtica explosión de la biografía filosófica (que es tanto como decir el obituario extendido de algún filósofo, a veces con una perspectiva netamente heroica, otras veces ejemplificadora y, en ocasiones, como oportunidad para la interpretación de caso). Irónicamente, en el mercado editorial contemporáneo abundan las biografías intelectuales tanto de los filósofos consagrados por la tradición como de algunos de aquellos filósofos que, en su momento, decretaron en tono apocalíptico el final de la Filosofía (Heidegger, Wittgenstein y Foucault siguen siendo el deleite de los biógrafos/necrologistas filosóficos). A estas alturas, la biografía filosófica ha reconquistado un lugar en las estanterías de la academia y de la industria cultural, y cuenta con destacados cultores como Rüdiger Safranski o Frangois Dosse, entre otros.

En ese sentido, cabría pensar que el espectro histórico-filosófico de Diógenes Laercio ha regresado en gloria y majestad, y con él ha vuelto el interés por relatar las vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. De hecho, el obituario filosófico y sus géneros afines no solo retoman de Diógenes Laercio esquemas de organización estructural para la narración de la vida y obras del filósofo: el relato de anécdotas biográficas, del estilo de vida y del carácter singular del pensador; la presentación de precursores y seguidores; el recuento de la obra; la síntesis del planteamiento teórico; la relación con el contexto social y político; las circunstancias de la muerte, y, eventualmente, algún tipo de reconocimiento conmemorativo del filósofo (el equivalente a los floridos epitafios poéticos del biógrafo griego). El obituario filosófico también rescata el anecdotario típico y algunos tópicos característicos de las biografías filosóficas que Diógenes Laercio nos legó: los intensos vínculos personales entre maestros y discípulos; las rivalidades agonísticas entre filósofos; el exilio o autoexilio como figura de la alienación del pensador; o la tensa relación con los poderosos, la sabiduría ejemplar y elocuencia triunfante del filósofo. En fin, el regreso triunfante de la biografía intelectual al estilo de Diógenes Laercio constituye un paso decisivo hacia una creciente obituarización de la Filosofía y, de ese modo, hacia cierta restitución del nexo entre las perspectivas filosóficas y la condición mortal del filósofo: la Filosofía vuelve a asumirse como aprendizaje de la muerte. El ejemplo más palmario de esta obituarización de la Filosofía lo encontramos en un trabajo del filósofo contemporáneo Simon Critchley, significativamente titulado El libro de los filósofos muertos. La obra en cuestión parte de la premisa de que la muerte del filósofo tiene cierta condición ejemplar y magistral, y puede ayudarnos a enfrentar el temor suscitado por nuestra condición mortal. En ese sentido, Critchley se hace cargo del tópico clásico de que la Filosofía constituye un aprendizaje para la muerte, un tipo de sabiduría y una experiencia formativa capaz de fomentar nuestro resuelto y sereno afrontamiento de la muerte, desdeñando el habitual pánico ante nuestra mortalidad y finitud (17-19). El libro de los filósofos muertos pretende registrar cómo han muerto los filósofos a través del tiempo, con el doble propósito de ligar la muerte del filósofo con sus ideas y aportar alguna enseñanza sobre la actitud ejemplar ante la muerte, que es también una enseñanza de las opciones de una vida buena (20). De modo significativo, El libro de los filósofos muertos reconoce explícitamente cierta deuda hacia la obra Diógenes Laercio: aunque Critchley cuestiona el rigor y agudeza filosóficos de Diógenes Laercio, también apuesta por escribir una historia de los filósofos, sus circunstancias y caracteres individuales, así como sus muertes singulares (más que por sistematizar una historia de la Filosofía que borre las vidas y muertes de los filósofos); además, el libro de Critchley saluda y comparte el tono anecdótico y escandaloso del biógrafo/necrologista de la Filosofía antigua (37-38).

Así pues, en El Libro de los filósofos muertos, las entradas dedicadas a los distintos filósofos se estructuran como micro-relatos biográficos y, más específicamente, como auténticos obituarios filosóficos; no en vano, Critchley describe el libro como "una serie de recordatorios de la muerte, o memento mori" (28). En suma, el libro de Critchley constituye una muestra emblemática de la actual obituarización de la Filosofía, ese tipo de vinculación entre la Filosofía y la preparación para la muerte, que termina haciendo del pensamiento filosófico un cierto recordatorio de mortalidad, a saber: una remembranza de nuestra finitud singular y, al mismo tiempo, una individualización de la persona ejemplar del filósofo. Los costos de esta estrategia metafilosófica de obituarización, sus posibilidades y riesgos, también merecen ser recordados, aunque quizá no bajo la forma de una necrología.


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