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Escritos

versión impresa ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.26 no.56 Bogotá ene./jun. 2018

https://doi.org/10.18566/escr.v26n56.a07 

Artículo

Cultura consumista y políticas de la compasión

Consumerist Culture and Politics of Compassion

Cultura consumista e políticas da compaixão

Daniel Jerónimo Tobón Giraldo *  

*Magíster en Filosofia y Candidato a Doctor en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional, Sede Medellín. Miembro de los grupos de investigación Teoría e Historia del Arte en Colombia (Universidad de Antioquia), e Historia, Espacio y Cultura (Universidad Nacional). Correo electrónico: danieljeronimo@gmail.com ORCID ID: org/0000-0002-5784-3549.


RESUMEN

Este artículo evalúa la idea de G. Lipovetsky y J. Serroy según la cual la modernidad ha favorecido una ampliación de la compasión. A la luz de las investigaciones sobre la naturaleza y estructura de la compasión, realizados por M. Nussbaum, y algunos estudios sobre cultura de consumo, se puede sostener que la compasión efectivamente se ha generalizado gracias a un conjunto de fenómenos característicos del mundo actual: la individualización, la globalización, la interconexión informativa y la extensión del presupuesto democrático de la igualdad jurídica ante la ley. Sin embargo, el actual sistema económico y social promueve, al mismo tiempo: la competencia individual despiadada en todos los niveles, la fragmentación selectiva de la información en unidades mínimas, el aislamiento de los individuos y un temor paralizante a quedar por fuera del juego económico. Esta situación favorece una compasión poco profunda, que no necesariamente se convierte en acción efectiva, y, en ciertos casos, bloquea completamente su aparición.

Palabras clave: Capitalismo; Compasión; Emociones; Política

ABSTRACT

The article assesses G. Lipovetsky and J. Serroy's idea according to which modernity has favored an expansion of compassion. In the light of researches on the nature and structure of compassion -undertaken by M. Nussbaum- and some studies on the culture of consumerism, it is possible to argue that compassion has indeed been generalized due to a group of phenomena characteristic of our time: individualization, globalization, connectivity, and the expansion of the democratic principle of equality before the law. However, the current economic and social system, at the same time, fosters such things as: ruthless individual competition at every level, selective fragmentation of information in minimal units, isolation of individuals, and a paralyzing-fear of being left out of the economic game. Such a situation boosts a poorly deep compassion that not necessarily becomes an effective action, and that, in a certain way, completely blocks its appearance.

Key Words: Capitalism; Compassion; Emotions; Politics

RESUMO

Este artigo estuda a ideia de G. Lipovetsky e J. Serroy segundo a qual a modernidade favoreceu uma ampliação da compaixão. À luz das pesquisas sobre a natureza e a estrutura da compaixão, realizadas por M. Nussbaum, e alguns estudos sobre a cultura de consumo, pode-se argumentar que a compaixão, efetivamente, se generalizou devido a um conjunto de fenómenos característicos do mundo atual: a individualização, a globalização, a interconexão informativa e a extensão do pressuposto democrático da igualdade jurídica diante da lei. No entanto, o atual sistema económico e social promove, ao mesmo tempo: a concorrência individual sem piedade em todos os níveis, a fragmentação seletiva da informação em unidades mínimas, o isolamento dos indivíduos e um temor paralisante por ficar fora do jogo económico. Essa situação favorece uma compaixão pouco profunda, que não necessariamente se torna ação efetiva, e, em alguns casos, bloqueia completamente sua aparição.

Palavras-chave: Capitalismo; Compaixão; Emoções; Política

GLipovetsky y J. Serroy, en las conclusiones de La estetización del mundo, se esfuerzan por poner de relieve las dimensiones positivas del exacerbado individualismo contemporáneo. La más importante, a sus ojos, es cierta forma de progreso moral que ven en el mundo moderno. Se trata de lo que podríamos llamar una ampliación de nuestra sensibilidad; una capacidad cada vez mayor para dolernos por las tragedias de los demás, por lejanos que se encuentren, y por diferentes que sean de nosotros mismos:

Tocqueville, en unas páginas muy hermosas, resaltó que la «compasión general por todos los miembros de la especie humana» viene dada por la cultura individualista democrática, cuyo efecto es crear la participación imaginaria en los infortunios del prójimo. Esta tendencia prosigue. En una época en que las imágenes mediáticas difunden a los cuatro vientos el espectáculo de las desgracias humanas, se genera, en el seno mismo de un universo caracterizado por un individualismo hipertrofiado, una gran empatía por los que sufren. Es imposible no conmoverse cuando se presencian los horrores que sacuden el otro extremo del mundo, horrores cuyas imágenes se reciben en tiempo real. (348)

Hay, indudablemente, algo verdadero en las palabras de Lipovetsky y Serroy, que remiten a una experiencia que todos hemos tenido. Los medios de comunicación pueden ser vistos como prótesis que potencian nuestra capacidad natural para la empatía y la compasión, que nos permiten -o nos fuerzan a-extenderla mucho más allá de los límites comunitarios que tradicionalmente la han restringido. Podemos desayunar con alguna emisión de noticias como telón de fondo y seguir el día a día de la guerra en Siria y la reconquista a sangre y fuego de Alepo; un accidente de tren en la India; vagos informes sobre la extensión del cólera en Haití después del último huracán; un reportaje sobre las inundaciones en la costa caribe; o el sufrimiento actual de los venezolanos que intentan pasar la frontera con Colombia en busca de alimentos; o el de los cubanos que recorren Latinoamérica en su largo viaje hacia el norte; protestas de manifestantes en Estados Unidos ante los asesinatos de afroamericanos por parte de la policía; el encarcelamiento de luchadores por los derechos humanos en China, Turquía, o Rusia; el más reciente naufragio de inmigrantes en el Mediterráneo. Esa es la materia de la que están hechas las noticias matutinas. Y a veces, en efecto, se nos atraganta la comida en la garganta, comentamos estos acontecimientos a lo largo del día, o compartimos un artículo con algunos miembros de nuestras redes sociales. Puede que lleguemos a derramar una lágrima por estos desconocidos, que firmemos una petición en línea o que hagamos una donación a la ONG pertinente.

Lo más común es que luego sigamos con nuestros asuntos, mientras estas impresiones van desapareciendo a lo largo del día, convirtiéndose en un leve malestar de fondo, una inquietud generalizada por el estado del mundo. Esto ha sido así por lo menos desde la popularización de la prensa en el siglo XVIII y, sobre todo, desde la invención de la fotografía. La historia reciente está puntuada por una serie de fotografías que generaron brotes episódicos, pero intensos, de compasión pública. La imagen de Alan Kurdi realizada por Nilüfer Demir (2015) es solo uno de los ejemplos más recientes de una tradición que se remonta, al menos, a las fotografías de la guerra de secesión en Estados Unidos. A esa misma tradición pertenecen la fotografía del soldado republicano por Frank Capra, la de una niña huyendo desnuda de un bombardeo con napalm en Vietnam, la del monje envuelto en llamas en Shangai, las de Omaira en Armero, las que tomaron los soldados a los presos que torturaban en Abu Ghraib, o la del hombre que cae de las Torres Gemelas (Sontag).

No hay duda de que realmente ha tenido lugar una ampliación de lo que Tocqueville llama «compasión general», y esto en conexión con el aumento de la exposición al sufrimiento de los otros en una sociedad que está, en ciertos sentidos, cada vez más conectada. Pero no basta con reconocer la existencia del fenómeno, pues éste hace surgir, inmediatamente, nuevas preguntas: ¿Tiene el origen que Lipovetsky y Serroy le dan? ¿Cómo convive con el tipo de individualismo característico de la sociedad de consumo? ¿Cuáles son los efectos de la cultura de consumo y la exposición constante a los medios en las políticas de la compasión? O, simplemente, ¿se puede compartir el optimismo de estos autores?

Esta cuestión se puede abordar con provecho a partir de algunos fundamentos de la psicología y la política de la compasión, y su intersección con los estudios sobre la cultura de consumidores. Comencemos por considerar las condiciones necesarias de la compasión, el tipo de relación que debemos establecer con el otro para que esta sea posible.

M. Nussbaum dedica buena parte de Paisajes del pensamiento a la compasión y su papel en la vida pública. Allí toma como punto de partida, para sus investigaciones, el análisis de esta emoción que ofrece Aristóteles en la Retórica, cuyo núcleo vale la pena citar por extenso:

[...] un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo; porque es claro que el que está a punto de sentir compasión necesariamente ha de estar en la situación de creer que él mismo o alguno de sus allegados van a sufrir un mal y un mal como el que se ha dicho en la definición, o semejante, o muy parecido (1385b 13-19).

Esta definición implica un cierto color afectivo, una valencia negativa en la escala de dolor y placer. Pero la compasión -ni ninguna emoción- se reduce únicamente a un grado de dolor o placer, o a un sentimiento de un cierto estado corporal. Nussbaum, como otros teóricos de las emociones de orientación cognitiva, se han esforzado por demostrar que las emociones están constituidas por un conjunto de criterios cognitivos que les dan su figura y fronteras específicas. En el caso de la compasión tres tipos de juicio parecen indispensables: un juicio de la magnitud del daño; un juicio de su merecimiento; y, un juicio de la posibilidad de que un daño como este caiga sobre mí o sobre los míos. Descomponer la compasión en estos tres criterios nos ofrece una útil herramienta para reflexionar sobre el significado de su ampliación en la sociedad contemporánea, sobre sus límites y los riesgos a los cuales se enfrenta.

1. El juicio de magnitud: la creencia o la evaluación de que el sufrimiento es grave, no trivial

La compasión surge únicamente en aquellos casos en los que el espectador juzga que el sufrimiento no solo es intenso, sino que se debe a una pérdida de algo importante para quien sufre, algo que no puede reemplazar con facilidad. Este juicio no depende de lo que el sufriente crea o piense respecto al daño recibido, este bien puede no ser en absoluto consciente de lo que le ha ocurrido -por ejemplo, si ha muerto o está inconsciente, o simplemente ignora aun lo que le ha pasado- o puede valorarlo de manera inadecuada -por ejemplo, si le da excesivo valor a una pérdida que, objetivamente, habría que considerar nimia, o, al contrario, si no es capaz de captar las ramificaciones catastróficas de un acontecimiento, como ocurre frecuentemente con los niños-. Vale la pena subrayar que esto implica que nos situamos en el punto de vista del espectador: lo que importa no es tanto el dolor sufrido, sino la evaluación del daño que realiza el espectador, como demostró convincentemente A. Smith en su Teoría de los sentimientos morales. Esta distancia entre quien mira y quien sufre es la estructura básica que determina toda la lógica de la compasión. De ahí que la importancia de esta emoción para la vida pública es directamente proporcional a la medida en que la sociedad se pueda definir como una sociedad de espectadores. Solo podemos compadecernos de los otros si somos expuestos a su dolor, pero de tal manera que nos diferenciamos de ellos; en la sociedad moderna esta es una función de los medios de comunicación, que tienen por tanto un papel central en la determinación de a quiénes y a qué tipo de dolor se extiende la compasión (Boltanski; Bonilla Vélez).

Lo anterior nos permite esbozar una hipótesis: si en nuestra cultura la compasión se ha extendido no es solo por un supuesto mejoramiento moral. Una de las razones principales es que simplemente tenemos una mayor exposición al sufrimiento del mundo, ya realizada por los medios de comunicación desde el siglo XIX, y recientemente potenciado por la explosión de la imagen amateur y personal. La omnipresencia de los teléfonos celulares con cámaras digitales, y la transformación de las formas de circulación en la web 2.0, han permitido el registro de horrores que, de otra manera, difícilmente habrían sido creíbles, o que, en todo caso, no habrían tenido tal impacto emocional. Tal fue el caso del escándalo suscitado por el reciente vídeo que mostraba a migrantes vendidos como esclavos en Libia, que contrasta con la indiferencia general frente a la persistencia -extensamente documentada- de diversas formas de esclavitud en el mundo.

Pero con esto también se abren nuevas preguntas: ¿Qué dolores son expuestos? ¿Qué dolores permanecen en la sombra, sin que se hable nunca de ellos? ¿Qué patrones se nos entregan para medir ese dolor? Las respuestas no pueden ser inocentes, pues lo que está en juego es la geopolítica de las imágenes y las narraciones, cuya distribución es desigual. No todas las tragedias son fotogénicas, ni se prestan todas por igual para su exposición en horario prime time, ni las vidas humanas tienen tampoco el mismo valor en la escala televisiva. La muerte de doscientas personas en Afganistán no recibe una décima parte de la atención que la muerte de veinte personas en Inglaterra, simplemente, por el diferente peso de ambos países en la producción de contenidos noticiosos (Joye). Se trata, por tanto, de una desigualdad estructural. Más aun, solo ciertos tipos de daños se pueden captar a través de una fotografía, de un clip noticioso de dos minutos o de los doscientos ochenta caracteres de un tweet. En particular, los daños producidos por formas de opresión que han sido naturalizadas -como ocurre, por ejemplo, con la discriminación de género, de raza o de especie, al igual que con ciertas formas de discriminación económica- tienen que ser sacados a la luz, a través de un proceso normalmente largo y complejo, que implica el desmonte de prejuicios de larga data, que frecuentemente están presentes en todo el conjunto de la sociedad. En ocasiones exigen también la ampliación de nuestra capacidad para ponernos, imaginariamente, en el lugar de los otros y entender el significado de esas situaciones desde su punto de vista, es decir, desde nuestra empatía. La ruptura de estas barreras de la compasión difícilmente puede realizarse a través de las formas breves, con efecto de choque inmediato, que parecen circular con más efectividad y naturalidad en el ecosistema mediático contemporáneo.

2. El juicio de merecimiento: la creencia de que la persona no merece ese sufrimiento, y de que nosotros no lo hemos causado.

La compasión implica criterios de responsabilidad y culpa: no sentimos compasión por aquellos que se han ganado su sufrimiento, y sería hipócrita limitarnos a sentir compasión por aquellos cuyo sufrimiento sabemos que hemos causado intencionalmente (Nussbaum, Paisajes del pensamiento 354). Desde luego, esto no excluye que alguien más pueda tener la culpa de lo acontecido, ni tampoco excluye una posible responsabilidad moral del espectador para aliviar el dolor que contempla. Lo que significa es, más bien que sentir compasión por alguien implica no considerarlo como agente sino como paciente de una situación: reconocer que no estaba enteramente en sus manos evitarla. Con ello, la compasión apunta al necesario reconocimiento de fragilidad de los seres vivos, la posibilidad, siempre abierta, de que nos encontremos a merced de fuerzas frente a las cuales nada podemos hacer, así como a la posibilidad de preocuparnos por los otros, independientemente de las obligaciones legales y los vínculos previos que tengamos con ellos.

Sin embargo, y por estas mismas razones, las efusiones colectivas de compasión no están exentas de problemas. Son particularmente inadecuadas cuando reemplazan, por así decirlo, a la culpa, y sirven para ocultarla. La culpa tiene un costo psicológico muy alto, en la medida que implica reconocer ante uno mismo y ante el otro que se ha actuado mal, a lo que hay que añadir que exige acciones concretas de reparación del mal causado que también pueden ser, en sí mismas costosas. La compasión ofrece, en este caso, una salida comparativamente fácil, pues no trae consigo semejante devaluación del yo. Más aun, dado el alto valor que se le ha dado en la tradición occidental, especialmente gracias al cristianismo, se trata de una emoción que eleva el yo: sirve, por así decirlo, como garantía de la bondad moral de quien la siente. En el peor de los casos, esta satisfacción puede convertirse en el reemplazo de una verdadera acción compasiva; como si las lágrimas vertidas por el otro fueran suficientes para ayudarlo. Desde luego, las lágrimas son mejores que nada: en ciertos casos realmente no podemos hacer ninguna otra cosa, y esas lágrimas son un gesto a través del cual salimos del estrecho círculo de nuestros intereses privados, y forjamos una conexión con los demás; pero eso no significa que la conexión que crean con los otros sea necesariamente la correcta, ni suficiente en sí misma.

La compasión, por tanto, corre el riesgo de banalizarse, allí donde oculta la culpa o reemplaza a la acción efectiva. Pero los obstáculos más grandes para que la compasión cumpla una función en la vida pública se encuentran, probablemente, en ciertos rasgos del capitalismo individualista y la cultura consumista, que obstaculizan su aparición en muchos casos en los cuales podría contribuir a los esfuerzos conjuntos para ayudar a los otros o favorecer la justicia social. Y es que uno de los mitos fundacionales del capitalismo dice que el talento y el esfuerzo individual pueden superar todo obstáculo, siendo fuente y garantía de éxito económico y, en general, de todo lo bueno de la vida. La pobreza pierde así cualquier posibilidad de ser considerada una catástrofe, algo que le ocurre a alguien, y se transforma más bien en un castigo merecidamente ganado -por pereza, indisciplina o falta de talento-: casi se identifica con un signo del pecado, que autoriza más bien al desprecio que a la ayuda. Se trata de un mito porque implica un autoengaño respecto a las posibilidades de fracaso individual en la sociedad capitalista, y la medida en que las fuerzas económicas pueden cambiar el destino de cualquiera, sobre todo de los muchos que entran a la partida con desventaja. Defender la compasión implica atacar este mito y, en el proceso, defender el Estado de bienestar de las múltiples amenazas a las cuales se encuentra sometido. Como ha mostrado Nussbaum en los capítulos 9 y 10 de Las emociones políticas, la política de la compasión cumplió un papel central en la constitución del Estado de bienestar en la sociedad estadounidense a través del New Deal: la compasión por las víctimas de la crisis financiera fue orientada de tal manera que acentuaba y hacía sensible que se trataba de personas comunes, que compartían su destino con el resto del país. Permitió así comprender la necesidad de una red de protección que hiciera posible cierta esperanza en el futuro. En palabras de Bauman:

[...] la libertad de elección viene inevitablemente acompañada de incontables riesgos de fracaso, y para muchas personas esos riesgos resultarán insoportables por temor a que excedan su capacidad de combatirlos. Para muchas personas, la libertad de elección seguirá siendo un fantasma elusivo y un sueño lejano si el miedo a la derrota no es mitigado por una póliza de seguro emitida en nombre de la comunidad, una póliza en la que puedan confiar en caso de padecer algún fracaso personal o un terrible golpe del destino. (189)

3. El juicio de las posibilidades parecidas: la creencia de que hay una semejanza entre las posibilidades vitales de esa persona que sufre y las del espectador.

Para sentir compasión, debemos ser capaces de reconocer la importancia de 10 que le ocurre al otro, en términos relevantes para mi propia forma de estar en el mundo, y esto implica el reconocimiento de que un trasfondo común, de que nuestros cuerpos, y el simple hecho de estar vivos, nos exponen a las mismas formas básicas de fragilidad; de que en cierto sentido formamos parte de una comunidad más amplia. La compasión, como todas las emociones, se remite al yo, pero lo hace de tal manera que lo amplía. Este es su núcleo ético, y la razón por la cual, aunque probablemente no sea un valor en sí misma, una vida sin compasión difícilmente podría ser considerada plenamente humana, y de hecho implicaría un profundo autoengaño.1 Es también la razón por la cual la compasión puede ser un potente motor para la acción colectiva. Ahora bien, esta ampliación de nuestro punto de vista exige un ejercicio de la imaginación, algo que sobre lo cual A. Smith llamó la atención con particular claridad, al afirmar que la compasión -a la que él llamaba «simpatía»- no es un movimiento inmediato, una reacción instintiva ante la expresión física de las emociones ajenas. Es, más bien, el producto de la reconstrucción imaginaria de la situación en la que otro se encuentra, y tendría como uno de sus elementos constituyentes un momento de «aprobación» de la reacción emocional del otro ante la situación. Es un producto de la imaginación, no del simple contagio del dolor de otro (Smith; Siraki). Esto implica un cultivo de la imaginación perspectivística, la educación de nuestra capacidad para ponernos en el lugar de los otros y entender sus deseos, sus creencias, sus necesidades. Tal dependencia de la imaginación la hace profundamente sensible a aquello que nos separa de los demás: "todas las barreras sociales -o de clase, religión, etnia, género y orientación sexual- se muestran recalcitrantes al ejercicio de imaginación y esta contumacia obstaculiza la emoción" (Nussbaum, Paisajes del pensamiento 356). Es una pena que la interpretación de Lipovetsky y Serroy no tenga en cuenta las perspicaces reflexiones de Tocqueville sobre estos presupuestos políticos de la compasión:

Cuando en un pueblo todas las jerarquías son prácticamente iguales y todos los hombres tienen más o menos la misma manera de pensar y de sentir, cada uno de ellos puede juzgar en un instante las sensaciones de todos los demás. Echa una ojeada rápida sobre sí mismo y le resulta suficiente. No hay miseria que no conciba fácilmente y un instinto secreto le descubre así su alcance. En vano se trate de extranjeros o enemigos: la imaginación los coloca rápidamente en su sitio. Añade algo personal a su piedad y, si se descuartiza el cuerpo de un semejante, se hace sufrir como a sí mismo. (714)

Tocqueville traza aquí una distinción entre tipos de sociedades: en una de ellas la dignidad de los hombres depende de la clase que les corresponde por nacimiento; en otra -la democrática-, los hombres son formalmente iguales ante la ley. En esta igualdad formal se funda la posibilidad de extender la compasión más allá de los distingos de partido. El mismo Tocqueville contrasta esta extensión de la compasión a los iguales con el tratamiento que se le daba a los esclavos, que eran vistos casi como otra especie; cuyo dolor, racionalidad y espiritualidad son tan incomprensibles que se podía poner en duda, incluso, su existencia, y a quienes en todo caso no se extendía la compasión en un grado siquiera cercano al de los demás.2

Conocer las desgracias de los otros es una condición necesaria de la ampliación de la compasión, pero no es en sí misma suficiente. Es fundamental el reconocimiento de los otros como iguales, pues solo así se abre la posibilidad de ponerse en el lugar de cualquier otro, y no solo de aquellos que pertenecen al propio grupo o clase. Para ponerlo en términos cercanos a los de A. Honneth, el reconocimiento moral y jurídico de los otros suele ser una precondición de su reconocimiento afectivo.3 Como ha señalado recientemente S. E. Ascheim, la compasión y la empatía siempre han estado sometidas a límites políticos: se rigen por cierta diferencia entre nosotros y los otros en términos de género, raza, tradición u orientación política, y además de las reglas de proximidad y semejanza en ella operan "marcos narrativos oficiales y políticos, y regímenes de poder y justificación" (22). Los individuos no están necesariamente encerrados de por vida en estos marcos narrativos, pero alcanzar un punto de vista propio dentro de una comunidad y traspasar las fronteras de la empatía es más bien la excepción -que ha de ser explicada- y no la regla.

Sugerimos, pues, que habría que separarse de Lipovetsky y Serroy en este punto. Si bien la individualización está ligada a la pérdida de la identidad de clase -y con ello elimina indirectamente un obstáculo a la compasión-, no es en sí misma la fuente de la ampliación de la compasión, que se encuentra más bien en la capacidad de reconocerse igual a los otros en aspectos fundamentales.

Ahora bien, este requisito de la compasión está en conflicto con un componente estructural de la sociedad de consumo. La intuición de Marx, según la cual el capitalismo transforma las relaciones entre los hombres al imponerle la forma de la mercancía, es decir, al mediar todas las relaciones entre personas por el mercado, se ha mostrado enormemente productiva también para los estudios sobre el consumo. Y es que, claro está, producción y consumo son dos aspectos de la misma cosa: el mercado. La mediación de las relaciones humanas por esta forma no tiende, ciertamente, a unir a los hombres, y facilitar así la compasión, sino, por el contrario, a separarlos.

Así, T. Veblen sostenía que el desarrollo del instinto de emulación lleva a la primacía de la comparación envidiosa. La lucha entre los hombres no es solo una lucha por la supervivencia y el disfrute de los bienes, que terminaría una vez alcanzado cierto nivel de abundancia; es sobre todo una lucha por la posesión y exhibición de los bienes que garanticen la estima social, así como la validez de los logros alcanzados por cada individuo con respecto a la sociedad. Con ello se supone que el valor comparativo de estos bienes no se refiere a la utilidad que tengan, sino a su capacidad para diferenciar a su poseedor frente a los demás; en ellos pone el individuo su propio valor, que siempre exige un distanciamiento mayor frente a los otros miembros de su grupo (Veblen 71). En esto coincide con Baudrillard, para quien la diferencia de lo que ocurre en aquellas sociedades en las que el lugar social está determinado por el rol, la profesión o el nacimiento; en la sociedad moderna lo importante es la posición en el sistema de consumo, que crea nuevas diferenciaciones (219-22). El criterio último de valoración de la persona es la forma de su consumo, la relación que tiene con cada uno de los objetos en los cuales se pone y se expone a sí mismo, en el orden de los objetos y las formas de consumo: objetos y experiencias de consumo constituirían no solo cierta aura de prestigio sino la esencia misma de la persona social. Para ponerlo en términos de Bataille, la riqueza depende dialécticamente de la miseria de los otros:

El fin de la actividad obrera es producir para vivir, pero el de la actividad patronal es producir para destinar a los productores obreros a una espantosa degradación: pues no existe ninguna disyunción posible entre la cualificación buscada en los modos de gasto propios del patrón, que tienden a elevarlo muy por encima de la bajeza humana, y la bajeza misma que es funcional a esa cualificación (127).

La retórica de Bataille puede ser un tanto tremendista, pero apunta a una contradicción real de la sociedad contemporánea. Si de un lado la miseria puede ser objeto de compasión, por el otro puede ser también el correlato necesario del goce en la propia riqueza.

Es sobre todo Z. Bauman quien se ha interesado en los efectos de la cultura del consumo sobre el tejido social. Profundizando en el diagnóstico de Baudrillard, sostiene que el consumo modula las formas de relación con los demás, y detecta una tendencia

innata de una sociedad de consumidores a infundir en sus miembros la voluntad de acordar a otras personas el mismo -y no más- respeto que el que los han entrenado a sentir y mostrar hacia los productos de consumo, es decir, los objetos destinados a producir una satisfacción instantánea y hasta incluso poco problemática y sin ataduras (Bauman 165).

Esto, combinado con la exacerbación de la competencia y el imperativo de la ganancia individual, que es reforzado por todos los medios, hace muy difícil que se desarrolle, de manera sostenida, el tipo de atención a las desgracias de los otros que exige la verdadera compasión. El esfuerzo del consumo es simplemente tan grande que tiende a crear individuos apáticos.

Enfatizando un aspecto de esta misma cuestión, Bauman ha sostenido también que la cultura de masas tiende a una cierta adiaforización, es decir, una salida del sujeto por fuera del espacio de las obligaciones morales (Bauman y Donskis 53). Ya W. Benjamin había señalado como rasgo central del hombre moderno su posición en medio de la multitud, tal como la ejemplificaba el flâneur de Baudelaire. Y Simmel, en un texto clásico, constató como este roce incesante con los demás, y la sobrecarga de estímulos que traía consigo, obligaba al individuo a mecanismos de protección que lo insensibilizan ante los demás. Hay un límite para la compasión que podemos sentir si todos los días nos exponemos a la miseria. Para Simmel, esto lleva incluso a algo más que la simple indiferencia frente a los otros: promueve una antipatía activa. El carácter reservado, como forma de protección, tendría, en su centro, una oculta aversión por el contacto.

Una última reflexión en este sentido: una sociedad en la que el temor por la propia existencia se ha extendido no puede ser una sociedad proclive a la compasión. Aunque la compasión exige la posibilidad del temor, cuando este nos amenaza desde demasiado cerca ya no hay lugar para la compasión, sino solo para la lucha por la supervivencia. La transformación del temor en una de las herramientas políticas más exitosas -como atestigua la reciente campaña por el plebiscito en Colombia, así como la que llevó a Trump a la presidencia de Estados Unidos- hace poner en duda que la sociedad capitalista moderna sea muy proclive a la compasión. Se ha perdido, en parte, la seguridad y la distancia que garantizan nuestra posición como espectadores, y nos acercamos, peligrosamente, a convertirnos nosotros mismos en víctimas. Piénsese en las masas de obreros estadounidenses y europeos que, ante el desmonte progresivo del Estado de bienestar y amenazados por la pobreza y el desempleo, se inclinan cada vez más hacia la derecha y hacen un mayor eco de los discursos xenófobos: ante ellos la apelación a la compasión con los inmigrantes no tiene ningún efecto. Esta situación no habla en contra de la compasión, sino de la sociedad en la que vivimos, en la que la tragedia que pende todos los días sobre nuestras cabezas nos hace incapaces de preocuparnos por el destino de los demás.

Al seguir el hilo de las preguntas a las que nos llevó la tesis de Lipovetsky y Serroy nos hemos encontrado con ciertos aspectos de la sociedad de consumo que efectivamente llevan a la ampliación de la compasión. Por un lado tenemos la individualización -acompañada por la relativa pérdida de importancia de la identidad local y de clase-, la globalización, la interconexión informativa y la extensión del presupuesto democrático de la igualdad jurídica ante la ley. Estas son condiciones que efectivamente permiten y, en ciertos casos, estimulan una extensión de la compasión a otros seres humanos que, de otra manera, nos habrían sido indiferentes. Sin embargo, el mismo sistema económico y social que ha promovido estos cambios a nivel mundial exige, al mismo tiempo, una competencia individual despiadada a todos los niveles, una fragmentación selectiva de la información en unidades mínimas, la separación general del individuo frente a los demás y un temor paralizante a quedar por fuera del juego económico. Todos estos fenómenos obstaculizan la profundización de la compasión y su transformación en acción efectiva. No se puede, por tanto, compartir el optimismo de quienes creen que el individualismo moderno y el capitalismo simplemente aumentan de manera automática el ámbito de la compasión en el mundo, como si se tratara de un afortunado subproducto del sistema. Por el contrario, si la compasión tiene algún valor ético, si puede servir a la construcción de una sociedad más justa y de relaciones humanas más plenas, es necesario protegerla de la tendencia del sistema económico y social, a oponer los individuos unos a otros en la competencia por los bienes, y a establecer desigualdades económicas tan grandes que destruyen cualquier sentido de que compartimos nuestros destino en aspectos fundamentales. Este esfuerzo requiere imaginación cultural y política. Imaginación cultural para encontrar aspectos que nos unan a los otros y superar las fronteras de la empatía. Imaginación política para transformar las condiciones sociales y económicas que sirven de sustento al miedo, y nos impiden constituir comunidad con los otros.

Lista de Referencias

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Como citar en MLA: Tobón Giraldo, Daniel Jerónimo. "Cultura consumista y políticas de la compasión". Escritos 26.56 (2018): 151-166.

1En palabras de M. Nussbaum, "[...] cabría afirmar que la compasión y el temor no son solo instrumentos de una clarificación en y del solo intelecto; reaccionar con esas pasiones es valioso y, a la vez, un factor de clarificación de lo que somos. Es un reconocimiento de valores prácticos y, por tanto, de nosotros mismos, no menos importante que el reconocimiento y las percepciones del intelecto. En sí, la compasión y el temor son elementos de la percepción práctica correcta de nuestra situación." (La fragilidad del bien 483)

2S. Buck-Morss ofrece una reconstrucción aterradora e imprescindible de cómo esta negación de la humanidad compartida fue una estrategia de argumentación clave para mantener la esclavitud en los siglos XVII y XVIII, incluso en países que ya habían aceptado la declaración de los derechos del hombre.

3Hay que reconocer que el camino puede ser inverso, es decir, del reconocimiento afectivo a través de la compasión al reconocimiento jurídico. Pero en ese caso la compasión se enfrenta a grandes dificultades, que generalmente solo pueden ser salvadas por los recursos más potentes de la ficción narrativa, y está ligada a cambios morales en la totalidad de la sociedad.

Recibido: 11 de Enero de 2017; Aprobado: 05 de Diciembre de 2017

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