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Escritos

Print version ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.28 no.60 Bogotá Jan./June 2020  Epub Apr 28, 2021

https://doi.org/10.18566/escr.v28n60.a11 

Traducción

Pandemia y filosofía política1

Marc Maesschalck2 

2 Doctor en Filosofía. Director del Centro de filosofía del derecho de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica (UCLouvain). Profesor del Instituto Superior de Filosofía de la misma universidad. Autor de más de una docena de libros y numerosas publicaciones entre los que destacan Gouvernance réflexive de la recherche et de la connaissance innovante (Hermes Science, 2017), La cause du sujet (Peter Lang, 2014), Religion et identité culturelle chez Fichte (Olms, 2000). Correo electrónico : marc.maesschalck@uclouvain.be.


Antes que económicos, éticos, o estrictamente sanitarios, los desafíos de la actual coyuntura son, sobre todo, políticos. Los sistemas de salud puestos en tensión, la coordinación entre los múltiples niveles de la gobernanza sanitaria, los planes de urgencia y de prevención que fueron o han debido ser puestos en marcha son todos constructos políticos, el fruto de mecanismos colectivos de decisión, el resultado de un conjunto de elecciones políticas. No basta, sin embargo, con detenernos a auditar un sistema tras un choque planetario, más real que todos los simulacros que hubiéramos podido siquiera imaginar. También nuestra inteligencia colectiva ha sido aporreada. La urgencia y el pánico ante la subestimación de los riesgos y la falta de preparación para ellos han conducido a medidas drásticas, inéditas, que nos han hecho recordar los tiempos más sombríos del siglo XX. Algo ha cambiado radicalmente y todavía no estamos en condiciones de nombrarlo; lo presentimos, evidentemente, lo sabemos en parte en relación con la puesta en cuestión de las certezas y con la obligación de adoptar otras costumbres, otros modos de relacionarnos, otros hábitos de trabajo, de vida y aun de amar a nuestros seres queridos (visitar a nuestros padres, celebrar a nuestros difuntos, etc.).

Para tratar de orientarnos ante un tal cambio, es útil intentar medir a minima el golpe sufrido por nuestras evidencias intelectuales, especialmente en el ámbito político, puesto que este se halla en el origen de todos los medios puestos en funcionamiento, con o sin éxito, para responder al peligro.

En los años ochenta, los grandes adalides de la democracia liberal, Rawls y Habermas, concentraron todas sus teorías en la función deliberativa del espacio público. Un colega, Grégory Baum, hablaba en este sentido de "monoteísmo lockeano". De hecho, modernizando la idea de John Locke de un proceso de conversación social indefinida, estos autores permitieron entrever una salida a los límites de la democracia representativa. El reto principal de la democracia procesal y deliberativa era contrarrestar la captura del sistema representativo por parte de grupos de interés y del lobbismo de los actores mayoritarios, en favor de una ética de la argumentación cuyo objetivo era la instauración de un mundo común más justo en función de intereses universalizables. Se trataba, como sugirieron Thévenot y Boltanski, de asegurar el auge de regímenes de justificación que validaran su traducción en una Cité capaz de superar intereses puramente mercantiles y domésticos en beneficio de un orden justo y durable para todos. Para alimentar dicho espacio de deliberación, que debía ser tan amplio como fuera posible, autores como Callon y Lecoumes preconizaron la multiplicación de las negociaciones de segundo rango, la implicación de colectivos de la sociedad civil, y la forumización del espacio público.

Se llegó así, tras las huellas de Robert Dahl y de Robert Goodin en particular, a la idea de una democracia más reflexiva, acaso más inclusiva, que buscara siempre estructurar y suscitar mejor la participación. La idea más antigua de un capitalismo de concertación social se cotizó de nuevo a la alza, salió tanto de la exclusiva preocupación por la protección del pleno empleo como de un mundo estructurado alrededor del crecimiento y de la producción, para tener en cuenta una diversidad enorme de puntos de vista, incorporar a todos los marginados del sistema (humanos y no humanos, según la intuición de Latour) y prestar atención a las situaciones de todos los que habían sido relegados a la categoría de externalidades, de manera que fuera recreada una nueva conciencia ciudadana.

Desde entonces, la vía estaba abierta a una visión aún más responsable de la participación frente al gran desafío climático. No bastaba ya con activar la discusión indefinida acerca de los intereses económicos; se trataba de intercambiar ideas acerca de la posibilidad de nuevos modos de vida más durables, más ecosolidarios. De la sobriedad voluntaria al decrecimiento; de Gorz, Mongeau y Godbout a Latouche y Ariès, un camino fue trazado para co-construir otros usos y otras relaciones de intercambio en nuestras sociedades. Esto no exigía únicamente estructuras de participación, sino también acciones de proximidad, solidaridades entre circuitos cortos capaces de reconstruir concretamente nuevas formas de uso de las cosas y considerar una relación distinta con la Madre Tierra. De la participación traducida en democracia de proximidad se pasó así al comunalismo, a la recreación de espacios liberados del dominio productivista y consumista, capaces de reencontrar un equilibrio de vida que no hipotecara sus propios recursos, que dejara de ahondar su deuda respecto al futuro del planeta. Movimientos innovadores como el ecofeminismo (Gebara), el feminismo comunitario latinoamericano (Paredes, Gutiérrez) y el antidesarrollismo (Escobar) fortalecieron, gracias a su crítica de los esquemas mentales todavía dominantes (coloniales y poscoloniales), dicha tendencia a la innovación participativa.

Esta evolución del pensamiento político conoció también otros avatares en la tradición occidental de izquierdas, llamada también a veces posmarxista. Esta orientación contribuyó, sobre todo, a reforzar el sentido y las condiciones del esquema participativo, especialmente gracias a una mejor inteligencia de las fuentes de la conflictualidad y de la controversia social permanente y aun del sentido primordial de la adversidad en un espacio público pluralista (Laclau y Mouffe). También atrajo la atención hacia la necesaria integración de nuevos derechos y de nuevas formas de vida, particularmente en lo que respecta a la división de los sexos y de los géneros (Butler). Alcanzó incluso a recordarnos la necesidad de una crítica contrahegemónica de la cultura democrática (Chomsky, Wallerstein) si lo que se quiere es estar en condiciones de actuar contra la emergencia de nuevas formas de violencia producidas por la invisibilización de los sufrimientos, contra el no reconocimiento de las discriminaciones o contra la denegación hasta de etnocidios, que acompañan a nuestros sistemas hegemónicos. Frente a la relegación de grupos enteros de población fuera de una vida en dignidad (migrantes, afros, así como los desconectados del sistema dominante: suburbios pobres, regiones en retroceso, etc.), conflictualidad y dignidad fortalecían todavía la convicción de que todo podía resolverse desde las masas y el poder de lo común (Hardt, Negri), quizá inclusive en la producción de una nueva identidad política en el espacio público reapropiado.

Un cierto punto de ruptura parecía pues perfilarse. A pesar de todas esas evoluciones, a pesar de los llamados a la proximidad, al comunalismo, la indignación y al "podemos" colectivo, ¿no persistían acaso los bloqueos a todo cambio del espacio público en lo que respecta a la urgencia ecológica? ¿No provenían siempre dichos bloqueos del arraigo representativo del sistema, controlado de hecho por sus principales accionistas? Todas esas formas participativas y discursivas que, sin cesar, eran reivindicadas y que se agregaban a los riesgos y a las necesidades reales de las poblaciones, corrían el riesgo de no tener, al fin de cuentas, más que un débil impacto frente a la captura de los mecanismos de decisión por parte de los intereses dominantes. Aun si todo esto era asunto de deliberación colectiva en ágoras y foros de toda clase, todos los procesos de "forumización" tendientes a un alza general de las expectativas de los públicos implicados no servían más que a enormes campañas de consulta cuyos efectos se perdían enseguida en los arcanos de los juegos decisionales controlados por los profesionales de la política y los expertos u otros consultores o lobbistas.

En el plano crítico, el poco efecto generado por las movilizaciones altermundialistas, o por los movimientos de ocupación del espacio público, o aun por las tentativas más radicales de identificación de las luchas como movimientos de resistencia territorial (como las Zones à défendre en Francia), reforzaron la idea de una profunda ruptura social del espacio público, más aún, de un verdadero desprecio de las masas, como ha sido expresado, a su manera, por el amplio movimiento de protesta en contra de los chalecos amarillos en Francia. ¿Se hallaban aún los representantes pretendidamente legítimos en condiciones de representar a la masa de los ciudadanos? ¿Podían todavía pretender representar las preocupaciones y las expectativas de sus conciudadanos, sus supuestos electores? ¿No utilizaban más bien su condición de delegados y su mandato únicamente para asegurar la prórroga del statu quo social? Quizá había que ver en esta fractura social no tanto un fracaso o una incapacidad cuanto una elección estratégica inherente a una micropolítica neoliberal. Esta última consistiría en bloquear el poder de las masas precarizadas, conteniendo las desigualdades sociales desde arriba, por medio de un ordenamiento fiscal favorable al gran capital y, por otro lado, multiplicando desde abajo las fracturas entre los distintos grupos sociales puestos a competir con mecanismos aleatorios de gastos públicos locales. Dicho Estado ingobernable, querido por el neoliberalismo y la nueva gobernanza (Chamayou), eligió al tiempo restringir el poder (por arriba) y extender el Gobierno (por abajo).

Así se constituyó un frente contrahegemónico con el propósito de hacer una revisión del aparato decisional. Era evidente que todo el sistema representativo, basado sobre la construcción tanto del espacio público como de una razón común del interés general, había alcanzado un punto de saturación. Para algunos intelectuales comprometidos, todavía en febrero de 2020, la verdadera cuestión no consistía en saber cómo reformar nuestro sistema sino en cómo salir de él, ¡dando por demás un portazo! Será necesario, tal vez, "vivir sin" las instituciones represivas del capitalismo moderno (Lordon) y aceptar el riesgo de una transición hacia otro modelo político. Algunos imaginaron que volver a formas de insaculación política ofrecería garantías mejores al mayor número de personas: tan grande era la frustración acumulada. Devolver al ciudadano el espacio público por medio de asambleas cuyos asistentes eran escogidos por sorteo, en virtud de un proceso de elección aleatoria, permitiría escapar a las múltiples sendas de la corrupción, el elitismo, el sexismo, o aun el nepotismo y la gerontocracia (Van Reybrouck). El asunto era pues reconstruir los mecanismos de ejercicio del poder a través de una verdadera redistribución de los espacios de discusión (!).

Y en esas, llegó la cuarentena... De una magnitud que nadie hubiera podido imaginar en diciembre de 2019.

En un abrir y cerrar de ojos (o de multitudes), la pandemia resolvió el problema de la ocupación del espacio público y de su reapropiación. Asimismo, condujo al cierre de dicho espacio haciendo imposible toda agonística social que no fuera virtual. El cierre del espacio público y la restricción de las libertades individuales, relevados por procedimientos administrativos expeditivos y sin transparencia, restringieron el orden político a su forma más cuestionada intelectual y socialmente, a saber, la estructura obsoleta de una democracia de representación y de vigilancia.

Ante la urgencia, dicha estructura profesionalizada, y a menudo y en muchos casos convertida incluso en poder hereditario, recurrió a los subterfugios habituales para legitimar su fuerza de decisión: la cooptación y la tecnocracia. Fueron creados grupos operativos con un poder de orientación de las decisiones que sobrepasa, de lejos, la simple consulta a la hora de pronunciarse sobre temas que nadie conoce bien. ¿Con qué control democrático? Más aún (y por más que ya nadie se atreva a decirlo), ¿con qué control ético? Con el ejercido por políticos profesionales provenientes del redil de los grandes partidos y de los grupos dominantes, cercanos a todos los círculos de lobbistas que defienden los grupos de interés mayoritarios. Pensemos, no obstante, en esta situación, en el destino reservado en toda impunidad a las residencias de ancianos en Europa, por ejemplo. De allí la pregunta por un control ético de las decisiones, más allá de justificaciones en términos de triaje médico manipulado por la gestión de la urgencia con sus famosos pronósticos vitales.

Según la tradición positivista de Kelsen a Hart, la garantía del derecho reposa más que nunca, del lado de los gobernados, sobre la obediencia de poblaciones reconocidas esencialmente por su cualidad de sometidas a la ley. Infringir la regla (las relacionadas con el confinamiento, por ejemplo), es antes que nada arriesgarse a ser castigado. La población es al fin y al cabo un rebaño obediente al que hay que cuidar y preservar en buena salud. ¡Qué oportuna les resultó a los gobernantes esta solidaridad inteligente para que el sistema se conservara y siguiera siendo creíble! Hemos asistido a un ejercicio de biopolítica en escala real. El biopoder, como lo llamaba Foucault, ha capturado el espacio público y ha reemplazado el orden político por un orden sanitario cuya función es conservar la salud de las fuerzas productivas, encerrándolas hoy por medio del teletrabajo para redesplegarlas mejor mañana. ¿Les pedimos su opinión? ¡Oh pregunta impertinente e inoportuna!

Se ha hecho, por supuesto, la única cosa posible, la que se imponía desde el punto de vista de una representación completamente superada de la racionalidad, esto es, la aceptación de una decisión por debajo de lo óptimo esperado, revisable, que presuntamente limitaba los riesgos. Al final, todos podrán esgrimir una sola defensa posible: haber tomado las decisiones que fueron necesarias para escapar de lo peor. Control del riesgo en un ambiente incierto, ambiente polémico, en el que las soluciones óptimas no existen. ¡Pues vaya!

Desde principios de los años ochenta, un autor como Ulrich Beck no ha dejado de advertirnos que habíamos entrado en una sociedad del riesgo y que, con ella, habíamos abandonado los modelos anteriores de referencia, basados en la protección y la seguridad sociales, así como en la asistencia humanitaria. Sin embargo, no fueron los riesgos nuevos, de naturaleza sistémica y principales al tiempo, los que faltaron a la hora de alertarnos sobre los límites de ese modelo, en el ámbito sanitario, desde el Sida, la vaca loca, la gripa aviar, pasando por los planes bursátiles y de seguridad hasta llegar a las políticas sobre el calentamiento global. La Sociedad del riesgo hizo todo para imponer un modelo de gestión y de aseguramiento que consiste en privatizar e individualizar los riesgos para convertirlos en bienes como cualquier otro, susceptibles de ser mercantilizados o de especular con ellos, en una palabra, de convertirlos en ganancia. Lo que no se podía controlar mediante su remisión a un poder político capaz de garantizar los riesgos sistémicos, había que internalizarlo, transformándolo en producto de seguridad para agentes privados que ofrecerían nuevas formas de protección e invertirían en los rendimientos de su negocio. En inglés, si se prefiere, y aplicado al riesgo de pandemia habría que decir: "create an innovative market for pandemic risk insurance" (Brim y Wenham).

Lo que resultó de todo ello fue la derrota de la democracia de vigilancia abandonada en manos de las firmas de auditoría y de las agencias de calificación de riesgos, y luego la especulación sobre los préstamos inmobiliarios y su titulación abusiva (créditos subprimes). Lo que resultó de todo ello, sobre todo en el ámbito intelectual, fue la idea de que, en régimen de riesgo, la precaución es más eficaz que la prevención y que, apotegma importante, "hay que aprender a convivir con los riesgos". El rendimiento de una actividad no debe ser frenado más que en caso de peligro manifiesto y con un máximo de capacidad de respuesta. En caso contrario, esto es, mientras el peligro no sea manifiesto, medidas inciertas de restricción solo provocan gastos inútiles y la pérdida de oportunidades de desarrollo, que socavan la confianza necesaria al crecimiento. Hasta cierto punto, era posible decirse que íbamos a terminar por ese camino limitando los costos de transacción engendrados por instituciones demasiado difíciles de supervisar. ¿No era esa la ocasión de liberarnos de la idea moderna de dominio y de dar al traste con la frontera entre humanos y no humanos? Bruno Latour, por ejemplo, nos explica en Políticas de la naturaleza que no hay que actuar sobre la idea (optimalista) de eliminar el prion, fuente exógena de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob en su forma infecciosa, sino que se debe aprender a vivir con tal clase de riesgos, propios entre otros de la cadena alimenticia misma. Es necesario que la ciencia logre dar la palabra a esos nuevos riesgos, perturbadores endocrinos, ondas electromagnéticas u otras, de manera que pueda hallarse la manera de convivir con ellos. ¿No había sido así, al fin de cuentas, como la crisis sanitaria mundial del SIDA había sido manejada, y como lo fueron también las de infeliz memoria que le siguieron, desde la del H5N1 hasta el ébola? ¿Y pretenden que se puede todavía hablar de socializar y de internalizar los riesgos?

Ciertamente Latour, Callon, Beck y, antes que ellos, Giddens, tenían en mente algo mucho más sutil, que implicaba, entre otras cosas, una relación distinta con el mundo y un papel diferente del científico experto, de modo que los riesgos se "cosmopolitizaran", esto es, se hicieran accesibles a la discusión de todos. De hecho, en su análisis de dicha transición hacia la mercantilización y la privación de los riesgos, Beck insistió en los defectos de la socialización mercantil y apolítica como pura cuestión de expertos, sin construcción colectiva y sin una nueva conciencia de estos mismos riesgos, ni de una capacidad colectiva de anticiparse a ellos o de prepararlos. Se puso asimismo en evidencia la ausencia rotunda, en el plano internacional, de una cosmopolítica del riesgo digna de ese nombre. En el fondo, las estructuras democráticas ni siguieron ni comprendieron esta evolución peligrosa de la tecnocracia que exigía no tanto una economía aseguradora de los riesgos (como se ha pretendido nuevamente hacer con el medio ambiente en versión COP 24 o con los llamados pandemic bonds del Banco Mundial a partir de 2017) cuanto una inteligencia democrática de dichos riesgos, única capaz de consolidar una verdadera resiliencia colectiva. Ahora bien, para realizar ese cambio de perspectiva, es preciso salir de la lógica del biopoder que gerencia la salud de los rebaños de trabajadores que son encerrados en los períodos aciagos, para sacarlos luego a buen recaudo en tiempos de pastoreo...

Es en ese punto, sin embargo, en el que nos encontramos actualmente. Un riesgo como el de una pandemia exige otras aproximaciones, otras herramientas en el plano de la decisión política. Nuestra reflexión quiere posicionarse en el nivel de la acción pública y de la acción política. Es cierto que durante semanas una tensión peligrosa al extremo se ha ido perfilando, ante la ausencia de un plan serio de prevención, a caballo entre una voluntad de eficacia de la comunidad científica (a veces atrapada en sus propias compartimentaciones) y una exigencia económica de eficiencia, de limitación de costos, de guiños al mercado para salvaguardar un mínimo de confianza. El esfuerzo sanitario puesto en marcha ha intentado en verdad paliar los déficits estructurales de las políticas anteriores de salud pública tratando al mismo tiempo de resistir a las inquietudes legítimas engendradas por el encerramiento en todos los actores económicos. Pero al mismo tiempo esa tensión entre Health and Economics, ha ocupado todo el espacio público y ha empujado a retaguardia a otras preguntas, puestas a su vez en cuarentena, como toda la población. Tal ha sido el caso de asuntos sociales y culturales, políticos y educativos: el acceso a los servicios, a las ayudas de urgencia, a los derechos fundamentales, etc. El cierre de la "sociedad abierta" significa no solo la puesta en cuestión del derecho al disfrute de todas las libertades sino, más radicalmente aún, la restricción del principio de un acceso igual para todos a la política (Balibar) y, por lo mismo, un fortalecimiento de las desigualdades. Por eso, la opción más general a favor de una estrategia reactiva y aseguradora que internalice los costos de los riesgos globales no debe hacer perder de vista que el asunto es precisamente de estrategia, de elección política, y no simplemente de fatalidad o de imponderabilidad. La improvisación, la ausencia de prevención es un defecto de la política del interés público, precisamente el defecto que no han dejado de denunciar tanto los movimientos ambientalistas como los movimientos recientes de contestación social. Para preservar a los más frágiles, los riesgos globales que a veces también han sido llamados "nuevos riesgos" (Godard, Henry, Lagadec), exigen reconsiderar actualmente la prevención más que la reacción tardía valorizada por los sistemas de alarma. Estos riesgos exigen, igualmente, que el sacrificio triunfe sobre la envidia, la anticipación sobre la especulación y, por tanto, el interés público sobre los intereses privados, si se quieren poner en la balanza de manera eficaz la rentabilidad y la sostenibilidad. Habíamos tal vez respetado algunos límites de rentabilidad de nuestros sistemas de salud, de nuestro sistema de protección social y de la acogida de nuestros mayores, ¿pero eran estos sostenibles? ¿Los habíamos considerado realmente desde el punto de vista de la co-inmunidad, para usar una expresión de Esposito? Sorprende que hayamos llegado al punto de esperar que un virus y que nuestros anticuerpos se ocupen de nuestra inmunidad colectiva. Pero, lo propio de una comunidad política es buscar, a través del tiempo, la manera de anticipar juntos formas de solidaridad que nos permitan dotarnos de un tipo de inmunidad cuya naturaleza sea distinta de la simple inmunidad biopolítica o sanitaria.

Un tal desafío exige hoy una política del interés público de la cual, al parecer, somos ya completamente incapaces de producir para hacer frente a la destrucción que engendra el riesgo climático. El asunto aquí es la anticipación y la inteligencia corporativa que esta exige. Sin un plan de previsión a gran escala, es imposible calibrar el rol y el poder de cooperación de cada uno en un orden de comunicación realmente democrático, es decir, a la vez transparente, controlable y eficaz. Una sociedad que trabaja a flujo tenso, sin stock de emergencia, totalmente dependiente en el plano energético, alimentario y, como nos estamos dando cuenta actualmente, también sanitario no puede garantizar sus misiones fundamentales de interés público, comenzando por la sanidad pública. En la mercantilización a ultranza de los sistemas de salud, pasando por la reclusión de la tercera edad, reside su peligrosidad, más aún su capacidad de perjuicio, para franjas enteras de poblaciones abandonadas a su suerte. Durante este tiempo, la bolsa puede seguir funcionando. Podríamos incluso formular la hipótesis según la cual fueron las medidas de prevención tomadas para preservar el sistema bursátil tras la crisis de 2008 y 2011 las que lo tienen hoy en una mejor postura que los mismos sistemas de salud y los seres humanos en general frente a la Covid-19. Medidas masivas fueron rápidamente tomadas y un repunte de optimismo apareció tras los primeros signos de recuperación económica o tras las promesas abiertas por el mercado acerca de futuras vacunas.

Por desgracia, los humanos son mortales. ¿Vamos entonces a continuar siguiendo el mismo orden de prioridades? ¿Vamos a seguir usando la misma lógica de acción, la misma visión política del futuro común? En vez de un plan de relanzamiento económico que repita las soluciones pasadas a pesar de la situación nueva, que es la de una amplia atomización económica abierta a la competencia general y por lo mismo permeable a todas las capturas oportunistas posibles, ¿no necesitamos más bien un verdadero aggiornamento político? ¿No es tiempo de aprender de nuestros errores y de evitar recurrir a los mismos mecanismos de competencia que han prevalecido, por ejemplo, en la búsqueda y la compra de tapabocas y otros instrumentos médicos y sanitarios? Cualquiera que sea su legitimidad en muchos casos, se hace necesario reconocer también la ilusión de la subsidiaridad cuando esta es confrontada a un peligro de gran talla que requiere actuar verticalmente y no únicamente de manera horizontal. Sin un aggionarmento político, los programas de desconfinamiento económico se contentarán repitiendo lo que ha sido hecho ya en el pasado y buscarán reabrir un máximo de oportunidades sin protegerse del oportunismo y sin revaluar los límites del modelo actual de interdependencia que dejan las grandes preguntas de interés público por fuera del alcance de representaciones completamente superadas acerca del crecimiento y la productividad social. ¿Se puede confiar en un modelo que considera la felicidad como algo directamente proporcional al crecimiento de los intercambios mercantiles, sin tener en cuenta las exigencias de preservación no solo del medio ambiente, del clima y de la igualdad de oportunidades, sino también, como nos damos cuenta en la actual coyuntura, sin tener en cuenta de modo confiable la salud de todos?

Es evidente que quienes nos han llevado políticamente a este callejón sin salida no descansarán hasta mantener el viejo rumbo y encender la maquinaria nuevamente, a bajo costo, a corto término, según su interés y el interés del sistema que ellos mismos han contribuido a mantener en funcionamiento cueste lo que cueste: un frenazo a último momento para volver a arrancar prematuramente en el caos. Les tocará jugar al máximo la carta de la negación y capitalizar al mismo tiempo los reflejos adquiridos en la economía de un trabajo no elegido, con obligaciones y condiciones no deliberadas, haciendo caso omiso de situaciones tan desiguales frente a la bandera del "todo a distancia" o "todo virtual". Juzgar a distancia, hacer denuncias a distancia, enseñar a distancia, trabajar a distancia, y por qué no, tal como algunos medios de comunicación lo han sugerido, amar también a distancia, cantar a distancia, hacer deporte a distancia, etc. Este ejercicio de biopolítica de talla real se ha transformado también en una inmensa reserva experimental, en la que todo está sometido, de un lado al telecontrol, y de otro, a procedimientos supletorios, nunca probados previamente, pero eso sí, aplicados inmediatamente para garantizar una pseudo continuidad administrativa y ejecutiva. El principio genérico de circunvalación de las instancias regulares de debate y de negociación de segundo rango se ha impuesto por su supuesta funcionalidad, para garantizar una forma de estabilidad. Sabemos ya que en esta burbuja virtual los hackers se han servido un opíparo banquete. Pero hay que contar además con otros hackers, con otras formas de piratería, con todos esos efectos de peso muerto que se producen cuando se liberan presupuestos en la urgencia y el pánico.

Desde el punto de vista de una filosofía política, el problema más fundamental es antes que nada el de la evaluación de la confiscación del vínculo social. Antes que una evaluación no técnica y no sanitaria, más bien y más radicalmente, una evaluación social. Lo anterior, puesto que un verdadero traumatismo democrático ha sido infligido y amenaza al tiempo con ser negado o con no ser dicho en la premura económica de la "reactivación". Sin embargo, de una manera violenta y sin haberlo visto venir, sin siquiera una comunicación previa adecuada o una mínima preparación (cuántas declaraciones a topa tolondro no quedarán para el recuerdo), hemos sufrido un choque social: suspensión de procedimientos ordinarios de debate y de resistencia en el espacio público, descenso de las actividades comerciales y trabajo en el espacio privado, desintegración del vínculo social y afectivo, encerramiento de poblaciones frágiles sin medios adecuados de protección, control de la libre circulación de personas, mientras que bienes y capitales se movían tranquilamente, etc. Hemos oído a veces de violencias contra las mujeres, de deserción escolar, de brecha digital, de auxilios alimentarios para los menos favorecidos, de depresión, de tensión psicológica, de crisis de angustia, de soledad y de aislamiento; pero todos esos aspectos reales fueron puestos en último lugar por el esfuerzo tecnocientífico de contención del riesgo sanitario. Bombardeados por los efectos resultantes de la comunicación de crisis aprendimos a contabilizar y a padecer. El ausente era el espacio público, la vida real de la mayoría confinada, puesta provisionalmente entre paréntesis, los desacuerdos y las necesidades no cubiertas, las violencias silenciadas. El espacio ha sido ocupado por una puesta en escena permanente: la de la decisión, la del saber, la del paciente (hospitalizado o aislado en su domicilio). Pasamos del combate por una democracia de ciudadanos a una democracia de pacientes que esperan recomendaciones y prescripciones, a quienes se les advierte del riesgo de la automedicación y que son corregidos cuando se apartan de las prescripciones de su tratamiento. Más radicalmente aún, no se trata, como dice Paul Preciado, de tomar conciencia de una violencia cada vez más insidiosa, la de una "tele-república en casa": no solamente el hogar, el espacio íntimo, se ha vuelto el nuevo lugar de producción capitalista, sino que con ello el capitalismo ha logrado desactivar las luchas que lo impugnaban. En el espacio virtual, controlado y aséptico, la cólera social debe encontrar en Twitter, en Avaaz, en Change.org el cauce de su expresión. Si no logramos explorar ese traumatismo social e identificar los riesgos incurridos por nuestro ideal de vivir juntos, no lograremos desarrollar la estructura de anticipación necesaria a la futura salvaguarda de nuestra existencia política. Así pues, una cosa al menos debe ser explorada. No es ni la excepción en sí ni las medidas de urgencia las que constituyen una amenaza: estas pueden ser, de hecho, elementos de una respuesta coherente y solidaria frente al reto que se nos impone. Habría que preguntarles a quienes deben intervenir en situaciones de catástrofe (terremoto, epidemia, tsunami, ciclón, accidente nuclear) si su actuación suele ser improvisada. Por el contrario, la anticipación le da un giro distinto a la puesta en marcha de procedimientos de urgencia. En un plan global se pueden fijar bien los elementos, materiales económicos y humanos, para evitar la individualización de los casos y la confusión. Pero no se trata de vender un sistema experto para gerenciar las crisis. Se trata de anticipación democrática. El sentido de las medidas de excepción y de los poderes especiales pareciera ser autorizar sustitutos de los actos ordinarios (trabajar, elegir, curar, enseñar), como si se tratara de los actos de siempre, ignorando el malestar, los riesgos y las injusticias que estos pueden engendrar; es decir, sin la mínima vigilancia social, únicamente en beneficio de una solución tecnocrática. Se crea así una masa de víctimas silenciosas, indirectas.

En la situación actual, frente a la falta de anticipación, esta masa permanece como algo imposible de enumerar y de calificar (más allá del simple recuento macabro del número diario de muertos) y será necesario tomarnos colectivamente el tiempo de un juicio político para evaluar la amplitud del trauma social. Tal es la pregunta crucial que está ante nosotros: la de la reapropiación del espacio público, la del descongelamiento de la verdad y de la justicia, que permita un juicio político del traumatismo social sufrido.

6 de mayo de 2020

1Título original: Pandémie et philosophie politique. Traducción del francés por: Aníbal Pineda Canabal. Doctor en filosofía por la Universidad de Lovaina, Bélgica. Grupo de investigación SER, Universidad Católica de Oriente, Colombia. Correo electrónico: lpineda@uco.edu.co.

Cómo citar esta traducción en MLA: Maesschalck, Marc. "Pandemia y filosofía política" Trad. Aníbal Pineda CanabaL Escritos 28. 60 (2020): 125-132. doi: http://dx.doi.org/10.18566/escr.v28n60.a11

Recibido: 15 de Mayo de 2020; Aprobado: 11 de Junio de 2020

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