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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.38 no.89 Bogotá Jan./July 2011

 

LA SUPERACIÓN TEOLÓGICA DE LA METAFÍSICA

The Theological Surpassing of Metaphysics

Carlos Enrique Restrepo*


* Doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia, Medellín-Colombia. Profesor interno del Instituto de Filosofía de la misma Universidad. Se desempeña en las áreas de Metafísica, Filosofía Moderna (Hegel) y Filosofía Francesa Contemporánea, con especial dedicación a la obra de Jean-Luc Marion, de quien ha realizado múltiples traducciones castellanas, entre las que se destaca Dios sin el ser (Vilaboa-Pontevedra: Ediciones Ellago, 2010, junto con Daniel Barreto y Javier Bassas Vila).
Correo electrónico: alteridad@quimbaya.udea.edu.co

Artículo recibido el 10 de diciembre de 2010 y aprobado para su publicación el 21 de abril de 2011.


Resumen

El pensamiento de Jean-Luc Marion ha hecho posible una superación de la metafísica más decidida que la intentada por Heidegger. Dicha superación apunta a un nuevo pensar acerca de Dios desligado de la pregunta por el Ser, en el contexto del llamado "giro teológico" de la fenomenología. Se trata de una superación en la que las relaciones de la filosofía y la teología, rotas desde la Edad Media, son restablecidas en la actualidad. El texto da cuenta de dicha superación poniendo de manifiesto la idolatría conceptual de la metafísica y los malentendidos de su constitución onto-teológica.

Palabras clave: Dios, Ser, Metafísica, Teología, Onto-teología, Idolatría.


Abstract

The thinking of Jean-Luc Marion has made possible a more resolute surpassing of metaphysics than the one tried by Heidegger. This theological surpassing, points out to a new way of thinking about God, disconnected from the question of Being in the so called context of "the theological bend" of phenomenology The question is how to go beyond the relationships between philosophy and theology, broken since the Middle Ages, and how to rebuild them at present. The essays deals with such overcoming, highlighting the conceptual idolatry of metaphysics and the misunderstandings of its onto-theological constitution.

Key words: God, Being, Onto-theology, Theology, Idolatry.


EL DIOS ONTO-TEOLÓGICO

Considerado a la luz del itinerario desarrollado en El ídolo y la distancia (1977), Dios sin el Ser (1982/2002), Reducción y donación (1989) y Siendo dado (1997), el aporte teórico fundamental de Jean-Luc Marion posiblemente consista en revaluar las posiciones fundamentales de una larga tradición, la metafísica, allí donde ésta se ha propuesto un pensamiento de Dios. Esta reconsideración presupone, a su vez, un tenso y prolongado intercambio con Heidegger, quien desde la publicación de Ser y tiempo (1927) puso a gravitar todo su pensamiento en un litigio sumamente ambiguo con la herencia de la metafísica. El cuestionamiento del proyecto heideggeriano se vuelve, así, para Marion un punto de partida inevitable. Su cometido será el de intentar una salida a la clausura historial de la metafísica que Heidegger pretende haber interpretado en su estructura fundamental, bajo el grandilocuente señalamiento de lo que él denomina la constitución onto-teológica de la metafísica.

La utilización inicial de este título por parte de Heidegger se remonta al curso del semestre de invierno de 1930/31, dedicado a la Fenomenología del espíritu de Hegel, y a los años 1936/38, si se considera su esporádica y tal vez única aparición en los Beiträge zur Philosophie (Heidegger, 2006; 2003). Desde entonces, reaparece de manera igualmente eventual en los textos destinados a la pregunta que Heidegger no ha dejado de formular desde 1929: la pregunta "¿Qué es metafísica?"1. En el marco de los Beiträge, el término parece indicar una especie de programa cuya intención sería la de ofrecer una evaluación de conjunto de la metafísica. En esta incipiente aparición, la onto-teología tiene ya en el olvido del Ser su motivo fundamental: "[Queda] Por mostrar cómo a través de la conformación de la antología en onto-teología se sella el definitivo apartamiento de la pregunta fundamental y de su necesidad" (Heidegger, 2003, p. 172).

En otros escritos de comienzos de los años 40 y en apariciones igualmente escasas, esta noción ha servido de motivo a Heidegger para formular su debate con la metafísica moderna, en el contexto de exposiciones críticas –no del todo fidedignas– del pensamiento de Hegel. Todavía en 1956, la onto-teología pretende abarcar la filosofía de Hegel imputándole la subordinación de la cuestión del Ser a la investigación de la naturaleza divina, con lo cual el sistema del Idealismo absoluto sería su plena exposición (Heidegger, 1988, p. 119). No es del caso darse a la tarea de ilustrar las ligerezas que Heidegger, so pretexto de un par de pasajes de la Wissenchafi der Logik, se permite en su interpretación de Hegel para hacer de él la figura acabada de la onto-teología. En lugar de ello, más apremiante es seguir la onto-teología en lo que pretende ser, a saber, la marca de origen de la metafísica para un pensar que ha osado dar ápaso atrás.

No queda, por tanto, más que seguir el camino intentado por Heidegger, y "considerar la procedencia de la esencia de la estructura onto-teológica de toda metafísica, dando ese paso" (Heidegger, 1988, p. 123). Esclarecer el señalamiento y la decisión sobre dicha esencia es el presupuesto necesario para dimensionar plenamente la arremetida heideggeriana contra la metafísica y la tentativa del "pensar inicial", único a partir del cual aquella puede ser superada. La caracterización de la metafísica por sus rasgos distintivos: el olvido del Ser en el ente, y con él, la distorsión de la pregunta fundamental, está garantizada desde el momento en que la onto-teología se establece como la estructura fundante de toda metafísica. Brevemente descrita, esta estructura delata la superposición de dos horizontes: onto-logía y teo-logía, en virtud de un movimiento por el cual, al postular el Ser como fundamento del ente, y al someterlo con ello a la función del principio de causalidad, la metafísica lo haría coincidir con el pensamiento de Dios, confundiéndolo así con el Ente supremo (summum ens).

Dicho en otros términos, el postulado de la onto-teología como marca de la metafísica asegura que toda pregunta por el Ser encierra una connotación teológica que desencamina la "pregunta fundamental". De acuerdo con esto, el olvido en el que se hunde la cuestión del Ser se supedita a su interpretación como "causa eficiente y primera", en la cual se le asigna la función de la Causa sui que es el concepto metafísico de Dios (Heidegger, 1988, p. 131). La torsión de la cuestión del Ser, pensado como lo más ente del ente (ens entium), se origina en esta identificación con Dios en cuanto Ente supremo (summum ens). Según Heidegger, toda la historia de la metafísica, desde los griegos hasta los modernos, se levanta sobre la base de esta errónea identificación. El "final de la filosofía" que Heidegger proclama, designa más propiamente el acabamiento de un filosofar que habría llevado a su término esta esencia onto-teológica de la metafísica. Si ella se torna de este modo impracticable para un pensar que, mediante el recurso dd paso atrás, aspira a restituir la cuestión del Ser mismo, es porque, en razón de esta distorsión sobre la cual se desarrolla históricamente, la metafísica se origina y permanece retenida en la duplicidad (Zwiefältige) de dos lógicas que progresan conjuntamente: una que pregunta por el Ser como lo general o el fundamento de los entes, y otra que lo piensa en su identificación con Dios como Ente supremo (Heidegger, 1988, p. 133).

Frente a esta interpretación de la metafísica, Jean-Luc Marion hace valer otra posición. También para él la superación de la metafísica pasa efectivamente por el cuestionamiento de la onto-teología; pero éste no se garantiza por un retorno –en sí mismo metafísico– de la cuestión del Ser, sino por esa alternativa que más bien exige y autoriza reformular la cuestión de Dios en otro distrito que el de la metafísica. La diferencia con Heidegger salta a la vista. Mientras éste realiza el destino inevitable de una recaída en la metafísica, garantizada de antemano desde el momento en que el "pensar inicial" se confía incondicionalmente al Ser, Marion propone una superación de la metafísica cuyo cometido se obliga a abandonar el pensamiento del Ser, para replantear a Dios como cuestión.

Con este fin, Marion apela a una objeción inicial. Si la metafísica ofrece en sí misma la pauta de su superación es porque su discurso acerca de Dios no designa propiamente a Dios, sino "una función de fundación por un ente supremo en el sistema de la metafísica" (Marion, 2010, p. 273). Kant había señalado ya esta limitación; la advertía cuando le atribuía a la onto-teología la tarea de pensar a Dios mediante meros predicados trascendentales que, destinados a hacer entrar a Dios en la metafísica, deciden a su vez el modo en que debe hacerlo. Para acudir a la significativa salvedad de las comillas, la onto-teología no va más allá de un concepto de "Dios" (idea Dei), ajustado a la exigencia de ofrecer a los demás entes un principio de fundamentación. En palabras de Marion, "lo que se llama así 'Dios' es una función en la constitución onto-teológica, la de la fundación causal que se funda ella misma bajo la figura de un ente de principio" (Marion, 2010, p. 273). La onto-teología se origina al ajustar esta función causal ("Dios") a una ontología que le superpone su comprensión como máximo ente {summum ens). En este caso, sin embargo, no se trata de uno de los entes llamados "intramundanos" (cosas "ante los ojos y a la mano"), sino de un ente de razón (ens rationis) cuyo ser objetivo sólo vale para el entendimiento, y sobre el cual éste ejercerá su lógica (Marion, 2010, p. 55). La abstracción de la Causa sui, y sólo ella, autoriza, según esto, un pensamiento de "Dios" determinado como lo más ente del ente (ens entium). En consecuencia, si "Dios" tiene que ser determinado como un ente, si el a priori del Ser define algo como "Dios", lo es según este concepto operatorio que lo reduce a la condición de funcionario del principio de causalidad. La metafísica progresa, mediante innumerables nociones, hasta donde lo permite este concepto (el motor inmóvil, la Causa efficiens, el principium rationis). Hablará, por ejemplo, como Descartes, para quien "Dios es la primera causa del movimiento" de la que depende el orden matemático de la naturaleza, en todo semejante a la representación platónica del "dios inteligible" (τοῦ νοητοῦ θεὸς) como aquel hacedor (ὁ δημιουργὸς) que ha ordenado el mundo a imagen de sí mismo2. En cada una de estas nociones, el atributo de la fundación causal decide lo que la metafísica admite como su concepto de "Dios". Que éste sea pensado y dicho según el Ser, bajo la figura del ente por excelencia, constituye el orden de discurso del que se desprenden los caracteres que definen propiamente la onto-teología. En consonancia parcial con Heidegger, Jean-Luc Marion recoge estos caracteres en la siguiente sucesión:

    (1)  El "Dios" debe inscribirse explícitamente en el campo metafísico, es decir, dejarse determinar a partir de una de las determinaciones históricas del ser en tanto que ente, y eventualmente a partir del concepto de ente; (2)  debe asegurar una fundación causal (Begründung) de todos los entes comunes de los que da razón; (3) para hacerlo, debe asumir siempre la función y eventualmente el nombre de Causa sui, es decir, del ente supremamente fundador al resultar supremamente fundado por sí mismo (Marion, 2010, pp. 273-274).

Como lo reitera este análisis, el postulado de la fundación causal circunscribe un concepto de "Dios" que la onto-teología identificará por completo al horizonte del Ser. Heidegger, por su parte, habría objetado que si tal identificación de "Dios" y Ser resulta plausible, lo es por el reiterado error de la metafísica que consiste en perder de vista la diferencia ontológica. Cuestionando este error, la tentativa del paso atrás aspira a restituir la diferencia ontológica como tal, para sustraerse a partir de ella del estado de impensado del Ser. Por un primer movimiento, el "nuevo comienzo" de la cuestión del Ser rompe con la Causa sui, y abandonando a este "Dios de los filósofos" habrá puesto en libertad, aunque como sin proponérselo, la pregunta por el Dios divino. En este tránsito, Heidegger ejecuta, sin embargo, un segundo movimiento, en una clara inconsecuencia con su cuestionamiento de la onto-teología. Asegurando haber dejado atrás la metafísica, reproduce la determinación de "Dios" como un ente en beneficio de la "cuestión del Ser", cuya anterioridad y primacía desconoce, en una omisión injustificada, la necesidad de otras determinaciones ya no metafísicas respecto a Dios. El pensar inicial decide una vez más que "si Dios mismo es, es un ente (auch der Gott ist, wenn er ist, ein Seiender)" (Heidegger, 1993, p. 153). Al hacerlo, reincide en los postulados fundamentales de la onto-teología, en la medida en que el Ser permanece como el horizonte para toda manifestación de "Dios". La Carta sobre el "Humanismo", que data de 1946, no podría ser más explícita:

    El pensar que piensa a partir de la pregunta por la verdad del Ser pregunta más inicialmente que la metafísica. Sólo a partir de la verdad del Ser se puede pensar la esencia de lo sagrado. Sólo a partir de la esencia de lo sagrado se puede pensar la esencia de la divinidad. Sólo a la luz de la esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho qué debe nombrar la palabra "Dios" (was das Wort »Gott« nennen soll). ¿O acaso no tenemos que empezar por comprender y escuchar cuidadosamente todas estas palabras para poder experimentar después como hombres, es decir, como seres ex-sistentes, una relación de Dios con el hombre? ¿Y cómo va a poder preguntar el hombre de la actual historia mundial de modo serio y riguroso si el Dios se acerca o se sustrae cuando él mismo omite adentrarse con su pensar en la única dimensión (allererst in die Dimension) en que se puede preguntar esa pregunta? (Heidegger, 2001, p. 287).

Marion extrae de allí su propia conclusión: Que también en el pensar que asegura haber inaugurado un nuevo inicio, "el advenimiento de algo como 'Dios' dependerá menos de Dios mismo que de la metafísica, como figura destinal del pensamiento del Ser" (Marion, 2010, p. 62). Que no se trate ya de la Causa sui, sino del "Dios" conducido al espacio de la cuaternidad, esto es, a la donación del Ereignis, no cambia en nada el hecho de que, tanto en un caso como en el otro, "Dios" se limita a un concepto operatorio (la fundación causal o el "acontecimiento-apropiador"), cuya legalidad dependerá de una misma condición: someterse al a priori del Ser. Ante este resultado, la crítica de Jean-Luc Marion no se hace esperar:

    ¿Pero va de suyo que Dios tenga que ser y, en consecuencia, ser en tanto que ente (supremo, plural o como se quiera) para darse como Dios? ¿De dónde viene que el Ser se encuentre admitido sin cuestionamiento alguno como el templo abierto de antemano (o cerrado) a toda teofanía pasada o por venir? Y, al contrario, ¿no se podría incluso sospechar que el templo del Ser, por definición y axioma del pensamiento del Ser como tal, no puede en ningún sentido ni socorrer, ni apelar, ni admitir, ni prometer sea lo que sea respecto a lo que no habría ni siquiera que nombrar –Dios? [...] Sin duda, si "Dios" es, es un ente; pero, ¿Dios tiene que ser? (Marion, 2010, p. 75-76).

En efecto, la proposición heideggeriana no va de suyo; su validez se restringe, de un lado, al régimen de la causalidad que constituye la onto-teología, y de otro, al estatuto epistémico de la metafísica que presupone poder forjar un concepto por completo equivalente a "Dios", en este caso, el de un ente que cumpla el requisito de una eficiencia absoluta y universalmente fundadora. El predicado de la entidad, por tanto, sólo alcanza a un "Dios" aprehendido según un concepto regional. Pero semejante aprehensión, sostiene Marion, "sólo puede reivindicar su legitimidad a condición de reconocer también su límite" (Marion, 2010, p. 63). No queda, por tanto, más que cuestionar: ¿Bastarán las determinaciones de la metafísica como última decisión respecto a Dios? O, por el contrario, para no seguir siendo metafísicos, para que el rebasamiento de la onto-teología pueda pretenderse una superación real, ¿no será más procedente repensar a Dios por fuera del horizonte del Ser, poner a prueba esa otra tentativa a la que Marion apela, la de pensar a Dios sin el Ser?

Dios sin el Ser. Esta fórmula exigirá todavía, cuando menos, una explicación. Con ella, evidentemente, se indica la urgencia y la emergencia de un pensamiento que se ve impelido a rebasar la unidad de la onto-teología. No lo hará, sin embargo, mediante una refundación de la "cuestión del Ser" que permanecerá gravitando a su pesar en los predios de una metafísica nunca suficientemente superada, sino justamente amparado en la prerrogativa de liberarse del Ser para repensar a Dios según otro juego que el de la diferencia ontológica (Marion, 1999, §§ 17-19). La liberación del Ser (libération de l'Être) avista, por tanto, otro horizonte para la cuestión de Dios, y en la misma medida, se obliga a desplegarla en otro dominio. Para ello, no incurrirá en la pretensión insensata de borrar, hacer abstracción e incluso olvidar el pensamiento del Ser, cuyo derecho se afinca en los textos de una larga tradición (la metafísica), sino que procederá a reconocerle y otorgarle su propia e irrecusable dignidad para que, liberado también él, dicho pensamiento se abandone finalmente a sí mismo (Marion, 2010, 127). La liberación del Ser alcanza así su verdadero carácter: el de una superación (relève) que no es, sin embargo, "abolición ni continuación, sino reconsideración que sobrepasa y mantiene" (Marion, 2010,152). Liberación del Ser, entonces, no como supresión o anulación, sino en el sentido de su remoción, para arriesgar otra traducción todavía imprecisa, pero necesaria para no leer aquí una llana sustitución en la que Dios vendría a usurpar –en el orden del discurso– el primado que la metafísica le ha tributado desde siempre al Ser, ni una toma de posición unilateralmente negativa, y para remarcar, en cambio, el arribo a otra instancia, en principio extraña, pero en la que Dios podría –sin duda, con mayor derecho– ser pensado introduciendo distinciones y delimitaciones totalmente nuevas. Se trata sin duda de la teología. Usamos, sin embargo, esta palabra en un sentido restringido, advirtiendo que también ante ella hay que mantener ciertas reservas a fin de evaluar su pertinencia para ejercer un Aoyoc distinto al practicado por la metafísica. En este sentido, hay que recordar que la onto-teología no proviene unilateralmente de la filosofía. O mejor, que su dualidad constitutiva integra también cierta teología, aquella que, en medida no menor, ha suscrito la comprensión de Dios como un ente, donde quiera que se haya propuesto demostraciones de su "existencia". Nos referimos, por supuesto, a los argumentos teológicos conocidos como "pruebas de la existencia de Dios". Su impronta metafísica se evidencia ya en el denominado "argumento ontológico" –formulado por Anselmo, retomado por Descartes y combatido por Kant–, pero todavía más ejemplarmente en las cinco vías recorridas por santo Tomás de Aquino3. En estos argumentos, la identidad de Dios y Ser es admitida de entrada. En ellos progresa la ingenuidad de cierta gramática que, sin hacer mayores reparos al predicado del Ser y conducida por las categorías de la modalidad (posibilidad-imposibilidad, existencia-no existencia, etc.), se autorizaba sobre esta base la promesa (metafísica) de una fundación racional de Dios, bajo los rigores de un discurso probatorio. El cometido de Marion no es, ni mucho menos, volver sobre estas cuestiones escolásticas, en gran medida clausuradas, aunque sí rectificar su presupuesto fundamental. Para ello, reformula las condiciones de posibilidad de la teología, postulando una corrección de principio: Para pensar a Dios, ¿no habría que comenzar por admitir su trascendencia frente a toda determinación, definición o concepto, y principalmente, frente a lo que la metafísica moviliza en el horizonte del Ser? ¿O incurrirá la teología en la ilusión metafísica (Kant diría "trascendental") de reducir a Dios al estatuto de un ente, para someterlo y ajustarlo a la medida del concepto? Ahora bien, cuando se trata de Dios, esta ilusión porta un nombre preciso: la idolatría. Para conjurar este peligro, se exigirá un pensamiento de Dios que, lejos de su sobrentendida reducción a un conceptus entis – por supremo que sea–, haya genuinamente superado todo rastro de metafísica: con miras a una teología no onto-teológica.

EL ÍDOLO Y LA METAFÍSICA

Con esta mira, el cuestionamiento de la metafísica ejercido por Marion se remonta, en primer lugar, a uno de los ámbitos –quizás el más inicial– de la experiencia humana de lo divino, a saber, la noción de ídolo4. Proveniente del dominio que llamaríamos religioso o cultural, esta noción autoriza una salida del régimen discursivo que sólo se valida por vía de la especulación, siendo en cambio susceptible de descripción a la luz de una fenomenología. La utilidad de esta noción es, cuando menos, doble. De un lado, ella restituye –así sea provisionalmente– la cuestión de Dios al horizonte de las vivencias (Erleibnis) que integran la dimensión humana del "mundo de la vida" (Lebenswelt); de otro lado, ofrece la contraparte a partir de la cual tienen que limitarse las omniscientes pretensiones de la metafísica la cual, confrontada así con su archienemiga declarada, la experiencia, se obliga a admitir hasta qué punto sus decisiones respecto a Dios incurren en un exceso teórico.

El fenómeno de la idolatría proporciona, así, la pauta para fijar con claridad la validez y el alcance de las decisiones teológicas de la metafísica. Mucho más que una simple analogía, lo que Marion ilustra es que, en sus dominios respectivos, sensible e inteligible, o bien, estético y conceptual, el ídolo y la metafísica obedecen a un mismo proceso de constitución, a saber: desconocer la trascendencia que autentifica lo divino como tal para someterlo a las condiciones de su aprehensión humana, o bien, "fijar lo divino distante y difuso [...], garantizarnos su presencia, su poder y su disponibilidad" (Marion, 1999, p. 19).

Del ídolo, para no hacer más que una exposición sucinta, baste señalar que su génesis radica en una detención de la mirada que se colma por entero en lo visible. Él asegura una captación de lo divino al interponerle una imagen visible (εἲδωλον) a la que una materia sensible le sirve de soporte. Figuración humana, hechura artesanal del hombre, la presencia idolátrica subviene al pre-sentimiento informe de lo divino que se caracteriza como tal en su retiro y en su separación. El ídolo suprime dicha separación, al disponer una morada sensible en la que "lo divino toma el rostro efectivo de un dios" (Marion, 1999, p. 19). La idolatría hace coincidir lo divino, que precede toda imagen, con esta puesta en imagen. Pero lejos de ser confirmada por el "Dios", la divinidad de esta simple cosa figurada o materia formada sólo puede provenir de la investidura que recibe de la mirada que la reconoce.

Lo que el ídolo muestra es, pues, no un "Dios", sino una investidura de la mirada. Él concretiza esta proyección de la mirada sobre la cosa fabricada, o más exactamente, se origina por una acción especular de la mirada que lo produce. Al llevar lo divino al orden de lo visible, el ídolo, en cuanto reflejo de la mirada, funciona como un "espejo invisible". Él encubre, deslumbrándola, la acción refleja de la mirada que el adorador le dirige, para aparecer ante ella como un "primer visible" por el cual se deja colmar. La acción de la mirada es, así, la de la fascinación y el rapto que sobre ella ejerce lo visible. En lugar de presentar lo divino mismo, indeterminado y en cuanto tal invisible, el ídolo atestigua la fascinación de una mirada embelesada, "desbordada, contenida, retenida por lo visible" (Marion, 2010, p. 30).

En el juego de esta saturación, la eficacia del ídolo estriba en que, por un mismo movimiento, oscurece el artificio de la mirada. Por eso, lejos de autodescalificarse como ilusorio o engañoso, el ídolo nunca engaña, ya que, por definición, su estatuto radica en el hecho de ser visto. Para el adorador que se sabe artesano, el ídolo no "representa" nada, sino que constituye el original materialmente visible, la presencia misma de un "Dios". A cambio, en la madera o la piedra que le sirven de material, el ídolo sólo devuelve una expresión muda y un rostro ciego, divinos por y para la mirada reverente que los hace aparecer en el resplandor de su propia luz. En este caso, dice Marion, "la manera de ver decide lo que se puede ver" (Marion, 2010, p. 27). La idolatría presupone y ejerce la autoridad objetivante de la visión, o como ha escrito también Lévinas, nace de la trascendencia franqueada por la visión que la reduce a su intención comprensora (Lévinas, 1994, p. 195 ss). La idolatría, por tanto, no va más allá de un "Dios" al que el hombre sirve de medida; nada en ella remite, en último término, a un tipo de revelación sino que, al ajustar lo divino al alcance de la visión, es el hombre quien termina por ser "el modelo original de su ídolo" (Marion, 2010, pp. 36, 55).

Ahora bien, la idolatría, sostiene Marion, no se limita a este dominio sensible en el que se origina por una mirada embelesada en la visibilidad. También las categorías filosóficas, los conceptos fundamentales de la metafísica, funcionan como ídolos, forjados por el pensamiento como sus "objetos supremos" y equivalentes a "Dios" en virtud de su función fundadora. La onto-teología desarrolla y confirma este uso idolátrico del concepto. En este caso, la idolatría no consiste ya en modelar lo divino con los trazos de su representación sensible (εἲδωλον), sino en elevarlo a la abstracción de su figura inteligible (εἶδος) que la metafísica pone al servicio de su pretensión absoluta de saber, y en la que ha sustentado desde antiguo su carácter de ciencia.

Contra semejante aspiración, la lengua griega por su parte ha mantenido el uso y la identidad indiscutible del concepto como ídolo5. Como dice Marion, esto no indica "un hecho etimológico neutro o insignificante, sino que refleja con gran exactitud una paradoja fundadora" (Marion, 2010, p. 49). En efecto, la etimología recuerda y restituye la unidad de naturaleza entre concepto e imagen. Incluso, induce a hablar del concepto (o más exactamente, de la iõéa) como imagen de las imágenes, lo cual entendieron muy bien Platón y Aristóteles6, y que en la filosofía moderna reconocieron también entre otros Kant y Schopenhauer: el uno, al hacer intervenir activamente la imaginación en la síntesis de los conceptos y al confiarle la aplicación de éstos a los objetos a través del esquema, y el otro, al situar los conceptos –a la manera de Kant– en un plano superpuesto al de las representaciones intuitivas, y al definirlos, en razón de esta superposición, como una representación de una representación7. A menudo, cuando la filosofía pierde de vista esta condición imaginal o figurativa de los conceptos y les rinde culto como si fuesen cosas en sí mismas, se vuelca en la más palpable idolatría. En cambio, puede muy bien ocurrir que una obra como la de Nietzsche (1988, p. 10), para quien también la filosofía estriba en "la capacidad de volatilizar en esquemas las metáforas intuitivas y de disolver las imágenes en conceptos", sólo llegue a ser genuinamente comprendida si se la reconoce como una declaración de guerra contra la infinita sucesión de ídolos, conceptuales o no, pero sobre todo contra éstos, "los más llenos de aire" (aufgeblaseneren Götzen), los "ídolos eternos" (ewige Götzen), cuyo crepúsculo {Götzen-Dämmerung) presagia esa larga serie de demoliciones a la que estarán unidas las dos grandes operaciones de su pensamiento: la superación de la metafísica mediante la inversión del platonismo, a partir de la cual habría de comenzar la trans valoración de todos los valores (Nietzsche, 2001, p. 31).

Ciertamente, no es casual que Nietzsche haya recurrido al léxico bíblico para calificar aquellos conceptos que la metafísica, sin genealogía ni crítica, hace equivalentes a Dios, al denominarlos ídolos (Marion, 1989, p. 23). Al hacerlo, no sólo proyectó una superación de la metafísica sin precedentes en la historia de la filosofía, sino que puso también de manifiesto el funcionamiento del ídolo conceptual con una lucidez tal que, en lo sucesivo, tiene que servirnos de norma. La Götzen-Dämmerung nieascheana se dirige a los "dioses-dichos" (λεγόμενοι θεοὶ, 1 Cor. 8, 4-13) que el pensamiento hace disponibles al interponerles la pantalla idolátrica del concepto (Marion, 2010, pp. 45, 55). La onto-teología consuma esta idolatría, al ejercer un áóyoç que presupone la accesibilidad de Dios como tal, creyendo poder atraparlo mediante las argucias de un método.

A esta presuposición, Marion objetará que "los conceptos de la metafísica, particularmente en su constitución onto-teológica, no pueden aplicarse ni positiva ni negativamente a Dios más que deviniendo ídolos" (Marion, 1989, p. 23). De modo semejante al ídolo estético, que traspone lo divino invisible al orden de lo visible, el ídolo conceptual de la metafísica sólo ofrece de Dios un sustituto inteligible, admitido de entrada sin cuestionamiento alguno, y del cual da por sentados su poder y su legitimidad. En otras palabras, cuando los conceptos sobrepasan el límite de la trascendencia que caracteriza a lo divino como tal, tejiendo apenas un calco de algo como "Dios", funcionan como ídolos (Marion, 1999, p. 22). Pero así como el ídolo estético encubre su artificio, saturado como se halla por el resplandor de lo visible, así también "el concepto devenido ídolo oculta que sólo alcanza a 'Dios' a la medida de la representación y de la razón bajo sus diversas figuras, y que carece de Dios como tal [...], disimulando la separación infranqueable entre el concepto y Dios" (Marion, 1989, p. 23).

La idolatría conceptual, por tanto, se producirá donde quiera que la metafísica, dando por evidente esta adecuación, haga equivaler a Dios con su concepto; inversamente, mientras el metafísico, como idólatra que es, más se empeñe en encubrir su inadecuación, más artificiosamente los conceptos de este modo forjados develarán su condición de ídolos. La idolatría conceptual de la metafísica se descubre, así, al elevar contra ella una simple petición de principio: "¿Con qué derecho el pensamiento finito puede pretender alcanzar por un concepto a Dios?" (Marion, 1989, p. 23). Ocurre aquí como en la experiencia estética que Kant denomina lo sublime: queda en suspenso nuestra facultad de conocer, desfallece por completo la imaginación, lo inabarcable desborda y estremece la sensibilidad; la facultad metafísica se desfonda y el discurso colapsa ante el silencio eterno de los espacios infinitos que sobrecoge de espanto (Pascal)8. Análogamente, la inconmensurabilidad de lo divino pone en cuestión la pretensión idolátrica del concepto; ella invalida la gigantomaquia metafísica de levantar un discurso acerca de Dios, reducido al rango común de un objeto, del que se presupone sin más su inteligibilidad. Cuando la metafísica, llevada de esta aspiración, trata a Dios como "la presa de la que hay que apropiarse" (Flp 2, 6), se predestina necesariamente a esta forma de idolatría. El concepto, por supremo que sea, termina siendo apenas el vestigio de una sustitución que no alcanza a Dios como tal, y ante la cual Dios mantiene a cambio una reserva de presencia, una sustracción que es condición de su inconmensurabilidad. Salvaguardada de la idolatría, la divinidad de Dios se autoafirma bajo la forma de la distancia. Ningún concepto puede salvarla ni basta para suprimirla, de modo que éste sólo alcanza por principio la quiebra de su función apropiadora.

Por esta razón, la onto-teología no sólo mienta la constitución esencial de la metafísica, sino que indica su condición idolátrica como su límite. La onto-teología sólo progresa hasta donde lo permiten las figuras de la primera eficiencia y del fundamento último, cuya función queda comprendida por la Causa sui en cuanto nombre metafísico de Dios. A condición de esta limitación, la onto-teología se asegura un concepto de "Dios", susceptible de ser tematizado por el discurso de la metafísica. Pero en lugar de Dios mismo, lo que ella moviliza es un ídolo tan limitado y abstracto que, como bien lo ha mostrado Heidegger, su insuficiencia se revela a la menor muestra de adoración: "A este Dios, el hombre no puede ni rezarle ni hacerle sacrificios. Ante la Causa sui el hombre no puede caer temeroso de rodillas, ni tocar instrumentos, ni bailar ante este Dios" (Heidegger, 1988, p. 63). La onto-teología, según esto, lleva la idolatría a su expresión más radical. Con ello la metafísica instala en sí misma el germen de su propia debacle, al presuponer la sumisión de lo divino a su figura conceptual, y al instaurar dicha figuración como la regla de medida para lo que por principio deniega y recusa toda medida, a saber, Dios. La metafísica culmina así en la vanagloria del ídolo. Esta clausura sella su curso historial, que Marion fija con gran precisión:

    El ídolo conceptual tiene un ámbito, la metafísica, una función, la teo-logía en la onto-teo-logía, y una definición, Causa sui. La idolatría conceptual no resulta ya una sospecha universalmente vaga, sino que se inscribe en la estrategia de conjunto del pensamiento considerado en su figura metafísica (Marion, 2010, p. 64).

Pero la idolatría conceptual no sólo rige donde la metafísica se permite nombrar a Dios por la Causa sui, tal como corresponde a la onto-teología; leída en su justa magnitud, lo que la conclusión de Marion indica es que la idolatría afecta de suyo al concepto en general, de suerte que el análisis de la Causa sui pone a su vez de manifiesto "el presupuesto idolátrico de todo discurso conceptual sobre Dios" (Marion, 2010, p. 60). La idolatría no se restringe, pues, a las nociones de primum ens y prima causa efficiens omnium con las que "Dios" se hace pensable y disponible en la onto-teología; más generalmente, ella consiste en la pretensión de conceptualizar como quiera que sea a Dios como tal (Marion, 1985, p. 32), de hacer prevalecer el concepto y la soberanía de una razón finita como el patrón de medida anterior y supremo que deberá ser aplicado a Dios. La supersticiosa creencia en la omnipotencia de nuestra razón y el desvarío de los conceptos nacidos de su infatuación han formado esta idolatría; Bacon, por su parte, la refirió cuando llamó a tales conceptos idola fori, simples "nombres carentes de cosa y que no designan más que sueños de nuestra imaginación", ídolos que sólo "llegan al espíritu por su alianza con el lenguaje" (Bacon, 1979, §§ 59-60).

EL LOGOS CRUCIAL

Tanto en el dominio estético como en el conceptual, la idolatría apenas si alcanza a constituir una "función divina del Dasein (Marion, 2010, p. 52), que le impone claras restricciones a toda pretensión de un discurso categorial acerca de Dios. La superación de la metafísica y de su constitución onto-teológica se transforma, así, en la necesidad de superar el lenguaje de la idolatría. Ésta hace obligado un giro hacia otro lenguaje, el de la teología, pero no de la theologia rationalis que en cuanto tal permanece retenida en la esencia onto-teológica, sino otra teología, la que incluso el más metafísico de los teólogos, Santo Tomás de Aquino, identifica plenamente con la Revelación. Escribe Santo Tomás de Aquino:

    La teología o ciencia divina es de dos clases: Una en la que se considera las realidades divinas, no como asunto de la ciencia, sino como apenas como su principio: tal es la teología que buscan los filósofos y que es también llamada con el nombre de metafísica. La otra, que considera las realidades divinas por sí mismas, en tanto que asunto de la ciencia, es la teología trasmitida en las Santas Escrituras (Tomás de Aquino, 2002, p. 69).

Así instruidos, habrá que reclamar un sentido no metafísico para la teología. Ésta habrá renunciado a hablar como la metafísica a propósito de Dios, y consistirá más bien en hablar a partir de Dios, dejándolo decirse Él mismo, según su palabra expresada en la Revelación. ¿De dónde la necesidad de esta elección, a primera vista arbitraria? Por lo menos ella se impone mientras consideremos la Revelación en otra tradición de textos, y en primer lugar, los de las Escrituras llamadas neotestamentarias, en las cuales se encuentra de modo manifiesto una toma de posición frente a la metafísica; nos referimos a su mención de la "sabiduría divina" (aocpíq tou 0£ou), que se contrapone allí a la sabiduría del mundo (aocpíav tou kóouou), y expresamente, a la ciencia buscada de los griegos ("Ελληνες σοφίαν ζητοῦσιν). Exactamente nos referimos al texto de la Primera Carta a los Corintios (I Cor. 1, 18-25). En ella el apóstol escribe:

    Porque el lenguaje de la cruz es locura para los que perecen; mas, para nosotros, que nos salvamos, es poder de Dios. Pues está escrito: 'Inutilizaré la sabiduría de los sabios y anularé la inteligencia de los inteligentes'. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el investigador de este mundo? ¿No entonteció Dios la sabiduría del mundo? Ya que el mundo por la propia sabiduría no reconoció a Dios en la sabiduría divina, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Porque los judíos piden milagros, y los griegos buscan la sabiduría; mas nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles; pero poder y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o griegos. Pues la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más fuerte que los hombres.

El texto paulino, bastante conocido, resuena tácitamente en el de Santo Tomás, y es citado en varias ocasiones por Marion (1999, pp. 29, 35; 2010, pp. 129-130, 133, 262). Su indiscutible pertinencia se demuestra por el rigor de la palabra del apóstol, quien no por azar califica la "sabiduría mundana" con palabras tomadas casi a la letra de la Metafísica de Aristóteles (Met. 982a4; 983b21). En efecto, Aristóteles denomina επιστήμη ζητοῦμένε ("ciencia que se busca") a la ciencia cuyo asunto estriba de modo eminente en la investigación acerca del Ser (ὂν ᾗ ὂν). Que en ocasiones la llame también "teología" (θεολογικὴ ἐπιστέμη) obedece no a una dualidad constitutiva de la ciencia ni a un error inducido por el filósofo, sino a la estricta connotación que tiene para él la pregunta por lo divino (τὸ θεῖον) en el campo de la cosmología, y a su ordenación en el marco de las relaciones que tendría con las demás ciencias. Sólo el más torpe anacronismo leería esta "teología" en sentido cristiano, como si Aristóteles desviara la filosofía de la cuestión del Ser, para predestinarla a algo así como un discurso sobre Dios. A este respecto es preciso anotar que los malentendidos de la onto-teología deben ser imputados a las vicisitudes y distorsiones engendradas en el curso de la tradición, y no a una marca de origen que hubiera que remontar al primer comienzo de la filosofía en los griegos. Pues bien, como anticipándose a esa larga cadena de errores, la mentada Carta de San Pablo introduce un decir inaudito (literalmente, nunca antes oído) en el que resuena una toma de posición frente al pensamiento griego, cuyo motivo es tomado de la Metafísica de Aristóteles. Se trata de un texto fundante cuya atención concierne no sólo a la filosofía, sino a la completa determinación de la historia occidental, muy a pesar que Heidegger quiera negar la cristiandad (Christlichkeit) al considerarla un modo de existencia creyente que no pertenece a la esencia del "ser-ahí", y que más bien usurpa e impide la analítica fenomenológica del Dasein (Heidegger, 2001, p. 55). Contra Heidegger, una vez más, consideramos que el sentido de la Carta estriba en su acontecer histórico; al seguirla, interrogamos la metafísica por fuera de ella, y ensayamos tal vez con una mayor eficacia el paso atrás.

La Carta de San Pablo acontece históricamente por cuanto se sitúa en el origen de la herencia que llamamos judeocristiana, allí donde se cruzan –según la palabra de Tertuliano– los destinos de Roma, Atenas y Jerusalén9. El texto moviliza su fuerza historial al introducir una nueva aocpíq que se distingue de un solo golpe frente a la religión judía y la "ciencia buscada" de los griegos. Se trata de la "sabiduría divina" (σοφίᾳ τοῦ Θεοῦ), o más exactamente, para mantener rigurosamente el genitivo, de la sabiduría de Dios. Ésta no se expresa en milagros (σημεῖον, literalmente "señales"); tampoco en lo que el sabio, el escriba o el investigador de este mundo haya dicho acerca de Dios. Pues la sabiduría de Dios es otra que la del mundo; no reina en este mundo (Jn. 18, 36), por más que algunos se empeñen en la búsqueda de la sabiduría, y más que nadie, los griegos. Ninguno mejor que Aristóteles para decir claramente lo que buscan los griegos. Buscan lo que más aman, la sabiduría, la cual contempla el Ser en tanto que es y lo que le corresponde en sí mismo (Met. IV, 1003a 20), tomando por norma esa capacidad de la que el hombre está naturalmente provisto, a saber, el λόγος Pero el Dios anunciado por el apóstol no se deja decir por este λόγος propio del hombre, por el cual se conducen los sabios de este mundo. Dios habla su propio λόγος, más aún, es de modo inicial este mismo λόγος del que se originan todas las cosas (Jn. 1, 1-18), y que el apóstol marca con la señal de la cruz: es el λόγος τοῦ σταυροῦ, el "lenguaje de la cruz". ¿Por qué la cruz? Porque este λόγος habla de Cristo crucificado, de su resurrección y de la resurrección de los muertos, del día del juicio, y de la salvación de quienes creyeren en Él. Ahora bien, la sabiduría del mundo no escuchará allí más que una locura (μωρία). Por lo que informan los Hechos de los apóstoles (17, 16-34), al escuchar a San Pablo en el areópago de Atenas, los filósofos epicúreos y estoicos ('Επικουρείων καὶ τῶν Στοϊκῶν φιλοσόφων) se burlaban, pues sólo oían decir allí cosas extrañas de un charlatán (σπερμολόγος) que anunciaba "divinidades" extranjeras (δαιμονίων, literalmente "demonios"). Pero es en esta locura que se reconocerá la sabiduría de Dios; pues el λόγος de la cruz tiene allí su modo propio, su decir (λέγειν) característico, ajustado a lo dicho por el anuncio evangélico: la locura de la predicación (μωρίας τοῦ κηρύγματος).

La superación de la metafísica que Marión propone consiste en esta locura. Adopta la pauta del kerigma, sólo a partir del cual se hacen pensables cuestiones que la metafísica ya no puede afrontar. Así, en oposición al ídolo, la cuestión del icono. En cambio, otras cuestiones lo aproximarán a una vertiente mística, propia de la teología negativa, al adoptar como pauta el neoplatonismo, especialmente en la figura de Dionisio Areopagita. La predicación, de un lado, pero también la mística, de otro, son salidas necesarias mientras para pensar a Dios no exista ningún espacio teórico a su medida; donde el λόγος griego colapsa, Cristo aparece "como figura de revelación y norma única" (Marion, 1999, p. 35). Ciertamente en este punto no nos encontraremos ya en los predios de la filosofía, la cual habrá quedado irremisiblemente atrás. Insistiremos en ella, sin embargo, con Marión, bajo la forma de la fenomenología, al amparo de una noción extraña para nombrar la Revelación, a saber: d fenómeno saturado. Al hacerlo, asumimos ese riesgo siempre latente cuando se retoman una y otra vez algunos conceptos para darles lustre: el de incurrir, de manera inadvertida cuando no soslayada, en una nueva forma de idolatría.


Pie de página

1Al respecto, hay que seguir el hilo conductor de "Qué es metafísica" (1929), con su respectivo "Epílogo" (1943) y su tardía "Introducción" (1949), así como los cursos "Los conceptos fundamentales de la metafísica" (1929/30) e "Introducción a la metafísica" (1935/36).
2Respectivamente: Descartes, Principes de la philosophic 2ª Parte, § 36. Platón, Timeo, 27c ss., y explícitamente 92c.
3Para las "pruebas" de San Anselmo y de Santo Tomás de Aquino, cf., Proslogium, Cap. II, § 1458; y Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3, respectivamente. Para su relevo cartesiano y su discusión en Kant, cf., respectivamente Meditaciones metafísicas (Meditación Quinta), y Crítica de la razón pura (A 592/B 620: "Imposibilidad de una prueba ontológica de la existencia de Dios").
4Para el siguiente análisis, se siguen principalmente los desarrollos llevados a cabo por Marion en El ídolo y la distancia (§§ 1 y 2) y Dios sin el ser (Cap. I: "El ídolo y el icono", y Cap. II: "La doble idolatría"). Véase también "Ce que nous montre l'idole". En: Rencontres de l'École du Louvre: L'idole. Paris: 1990, pp. 23-34.
5Nos referimos no sólo a la derivación que emparenta en un amplio campo semántico los términos ἰδέα, εἶδος y εἲδωλον, en su acepción de "forma visible", sino también a la designación griega del acto de conocer como una manera de "ver" (es el caso de los verbos εἲδω, θεωρέω). La lengua latina ha hecho lo propio con el campo semántico del verbo specto (contemplar) al que se integran términos como spectrum (figura, imagen, representación), speculatio (especulación) y speculum (espejo, reflejo). Cf., Chantraine, 1968, pp. 316, 317, 433, 455. Liddell & Scott, 1996, pp. 482, 483, 796, 817. Coenen et all, 1980, pp. 338-343.
6Aristóteles, De Anima, III, Cap. 7, 431a15; Cap. 8, 432a10. También De la memoria y la reminscencia, Cap. I, 449b30-35. Platón, Fedro 249c; Parménides, 132d-133a. Para la teoría platónica de la imagen, cf, Sofista 235b-236c.
7Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. "Deducción trascendental A (Sección Segunda)"; y el capítulo iniciado en A137/B176: "El esquematismo de los conceptos puros del entendimiento". Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación, Libro I, § 9; Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, § 28.
8Kant, Immanuel. Crítica del juicio, §§ 23-28. Pascal, Blaise. Pensamientos, § 201 [206].
9Tertuliano. De praescriptione contra haereticos, VII, 9-13. La mención a Roma la agregamos nosotros, para abarcar la implicación del judeocristianismo con la iglesia romana-imperial.

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