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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.39 no.92 Bogotá July/Dec. 2012

 

HACIA LA UNIDAD DEL PENSAR

Toward a Unity of Thinking

Ricardo Oscar Díez*


* Doctor en Filosofía. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina). Director de la Sección Filosofía Medieval del Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli (Academia Nacional de Ciencias, Buenos Aires). Miembro del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN).
Correo electrónico: diezfscher2007@gmail.com

Artículo recibido el 10 de marzo de 2012 y aprobado para su publicación el 28 de junio de 2012.


Resumen

El artículo ofrece una lectura del De Casu diaboli de San Anselmo, a la luz de la cual se calibra el alcance de los tres principales fenomenólogos del "giro teológico": Jean-Louis Chrétien, Jean-Luc Marion y Michel Henry. La tesis propuesta es que la lectura de Anselmo permite remontarse a un tiempo en el que el pensamiento no estaba afectado por la división, sino tensionado hacia una unidad originaria, cuya recuperación es uno de los motivos fundamentales del "giro teológico" de la fenomenología.

Palabras clave: Unidad, División, Mal, Libertad, Giro teológico.


Abstract

This article offers a reading of De Casu Diaboli of St. Anselm which allows gauging the scope of three important phenomenologists of "the Theological Turn": Jean-Louis Chrétien, Jean-Luc Marion and Michel Henry. The proposed argument is that reading on Anselm allows us to go back to those times when thinking was not impaired by divisions but was instead drawn toward an original unity whose recovering is one of the basic motives of the "Theological Turning Point" in phenomenology.

Key words: Unity, Division, Evil, Freedom, Theological Turn.


Dado que actualmente se viene pensando el giro teológico aludiendo a aquellos fenomenólogos que hacen uso de un lenguaje que no es estrictamente filosófico, me voy a remontar, en primer lugar, a aquellos tiempos donde la filosofía y la teología constituían un único y mismo saber ocupado de la vida. Una época donde, como señala Jean-Luc Marion (2008) refriéndose a San Agustín, el pensar no se ocupaba de la metafísica ni de la post-metafísica, sino de alabar a Dios (p. 27).

Como no siempre lo nuevo habita en el futuro, sino muchas veces en la herencia cultural contenida en la memoria, voy a retomar un tiempo en el que el pensamiento estaba tensionado hacia una unidad originaria que debía ser escuchada, atendida y conservada. Un modo de pensar en el que las cuestiones se centraban en la religación con lo divino y cuya culminación fue la unión de Dios y del hombre en una misma persona. Que gran parte del pensamiento medieval haya entendido y centrado la vida en Cristo hizo que su preocupación no se encausara hacia la autonomía de las ciencias ni a la especialización, que hoy edifican lenguajes distintos y cerrados que muchas veces impiden el diálogo.

Iniciaré el itinerario de un nuevo y antiguo camino para la filosofía en un monje del siglo XI. Para ello voy a separarme de un importante referente de la fenomenología como es Agustín de Hipona, para seguir a quien fue, quizás, su más fiel continuador: Anselmo de Aosta. Voy a referirme a él porque vivió una época tensionada hacia la unidad que tal vez el pensamiento actual necesite reconquistar.

Siguiendo esa tensión, el pensar anselmiano, percibe a toda unión como un bien y a toda separación como un mal. Por esa percepción, la maldad es expresada con la palabra διαβολή, -ῆζ (), término griego que podemos traducir como: división; enemistad, pelea, aversión, repugnancia, temor, recelo, acusación, calumnia (Yarza, 1972).

En su itinerario vital, Anselmo asume la tarea de conquistar y conservar la unidad quebrada en el origen. Acciones imposibles para el hombre y posibles sólo para Dios. Imposibilidad que vuelve vana toda obra que no se sitúe como oyente y obediente de la Palabra divina. Su pensamiento se ocupa en primer lugar de escuchar las Sagradas Escrituras que se revelan y ofrecen la verdad que orienta al hombre. En la revelación se muestra la ruptura del mal que separa de la fuente de vida y quiebra la unidad originaria que debe ser conservada porque ese fue el orden querido por el Creador. El desorden de la maldad se inicia en un acto de desobediencia de la creatura que introduce la división en sí misma, con los otros, la tierra y lo divino.

Para concretar tal panorama voy a seguir el De Casu diaboli de Anselmo de Cantorbery1 porque en ese texto expone la ruptura iniciada por algunos ángeles y la unidad originaria conservada por otros. Posteriormente, siguiendo algunas de sus propuestas, volveré la mirada hacia aquellos fenomenólogos que han realizado el giro teológico.

I. ACERCA DE LA CAÍDA DEL DIABLO

Así se titula el libro anselmiano, menos conocido que el Proslogion, donde escribe sobre el modo, la especie y el orden del mal. Con el supuesto de un Dios bueno que hizo todas las cosas de la nada, la maldad no puede proceder ni de lo divino ni de la materia que compone lo creado. Se asigna entonces a una acción de la creatura. En el centro del texto, y después de analizar lo que la palabra mal significa al intelecto, Anselmo edifica la figura angélica.

Esboza esa imagen en tres momentos: 1) la voluntad del ángel movida por sus afecciones; 2) lo que pudo saber, antes y después de la caída, de su culpa y de su pena; 3) la acción que configuró eternamente a unos en el mal y a otros en la bien. El querer y la inteligencia angélica conformaron dos actos radicalmente diferentes: uno bueno que por obediencia lleva a la unidad eterna, y otro malo que instaura la ruptura, la enemistad y la división. Acciones de un origen al que siguieron consecuencias necesarias. Recorramos estos momentos de la imagen ofrecida por el pensador medieval.

1. La voluntad angélica

El capítulo XII comienza con el supuesto de que Dios hizo al ángel por partes. Le da primero la voluntad y el maestro pregunta si teniendo el instrumento puede pasar al acto. Con esa donación la creatura no podría querer nada, pues le falta la apetencia que la mueve. La voluntad para concretar una acción necesita del deseo. Así como quien tiene pies no anda por tenerlos sino porque desea ir a alguna parte, el instrumento volitivo actúa su querer cuando anhela algo. Muchas cosas pueden ser apetecidas por la voluntad y esa variedad se inscribe en el horizonte de dos afecciones que la mueven: la felicidad y la justicia. Bajo estos dos afectos se mueve todo querer y en lo querido se juega el destino del apetente.

El capítulo XIII agrega a la voluntad el primer motor: el deseo de felicidad. Por querer ser feliz la creatura apetece todas las cosas convenientes para su confort, bienestar o beatitud. Hay en el hombre una numerosa gradación de objetos que cumplen sus anhelos que van desde los placeres corporales hasta querer ser como dioses. Constatamos, además, en la experiencia una distancia infinita entre querer ser feliz y serlo de hecho. En el tiempo sólo se pueden alcanzar cosas que cumplen parcialmente el deseo que, en muchos aspectos, permanece siempre insatisfecho. No se alcanza la felicidad en la existencia temporal. Si esa hubiese sido la única afección recibida, el ángel podría querer aquello que su poder le permitiese sin ser por ello ni justo ni injusto, pues no había recibido aún el deseo de justicia. Por tal falta no podía ser perfecto ni dignamente beato, pues no habría hecho ningún mérito para llegar a ser justamente feliz.

De modo semejante si la voluntad recibiera sólo la afección de la justicia, cualquier cosa que quisiese sería justa. Pero obrar de ese modo no tiene mérito alguno porque no podía obrar injustamente.

Si sólo el justo merece ser feliz, es necesario que Dios dé a la creatura libre las dos afecciones para que pueda llegar a ser por sí misma justamente beata. Al tener los dos deseos puede elegir el bienestar justo o injusto, es decir: obrar, conservando la unidad recibida, o dividir los motivos que impulsan a abandonar una de las afecciones.

Así pues, todos los ángeles y los hombres recibieron en su voluntad el deseo de felicidad. Este raigal anhelo no puede ser abandonado por la creatura. Es una apetencia sin límites en la que muchos objetos están al alcance del poder volitivo y otros lo exceden. Los primeros cumplen parcialmente el deseo, los segundos dependen de la gracia divina y conducen a la plena satisfacción. Sólo el Creador puede otorgar una felicidad que colme plenamente a la creatura.

En cambio, el deseo de justicia es tenido sólo por algunos y puede abandonarse. Los justos lo poseen cuando quieren moderar su deseo de ser feliz a las necesidades de los otros. En ese caso, el bien para mí se encuentra limitado por el ajeno que adquiere prioridad. Cuando esto ocurre, las dos afecciones son una, y lo actuado y su actor se hacen buenos.

Sería la versión positiva de aquella vieja tesis que, de no ser por el pecado, el justo sería necesariamente feliz.

De otro modo, si sólo se obra apeteciendo sin medida la propia felicidad, la acción se extralimita sobre la justicia y se hace injusta. Se rompe entonces la unidad originaria, y el acto y su actor se hacen malos.

Todas las acciones tienen consecuencias necesarias. La unión o separación de las afecciones en el querer une o separa a quien actúa en sí mismo y con los demás. Conquistar la identidad ontológica u obrar su división depende del acto que, iniciado en la voluntad, afecta a todo lo creado.

Por tanto, Dios dona a la voluntad los dos deseos: el de felicidad y el de justicia. Con estos afectos la creatura puede llegar al acto y merecer por su obra se como justa y como buena, alcanzando la unidad a semejanza de su Creador. Posibilidad que corre innegables riesgos porque cuando se prefiere la propia felicidad y se abandona la justicia se quiebra en la intimidad del sí mismo lo recibido.

El mundo angélico en su totalidad recibió ambas afecciones y éste fue el don ontológico de una voluntad así diseñada. Pero unos la mantuvieron en unidad y otros la quebraron. Querer ser felices por propia iniciativa les implicó a algunos abandonar la justicia y hacerse injustos, separando con su acción las afecciones recibidas.

2. La inteligencia angélica

La sabiduría configura su espacio según lo que el ángel podía y no podía saber antes y después de su caída respecto de la culpa y de la pena.

Antes de su caída no debía saber que habría de pecar, pues no se puede tener certeza de los actos que surgen de la libertad. Podía saber que debía obedecer el mandato divino conservando lo recibido, pero no que abandonaría la justicia. Supongamos otras alternativas del relato angélico: 1) si hubiese sabido, antes de obrar, que caería, pero, al mismo tiempo, no era ese su querer, la desdicha hubiese invadido al ángel; 2) si lo hubiese querido, habría abandonado la justicia y, por lo tanto, ya habría caído.

Tampoco podía tener la más mínima sospecha de que su voluntad, obligada o espontáneamente, habría de desobedecer. Frente a la bondad y perfección de la obra creada, nada había en sí mismo ni en la creación que lo hiciese sospechar que por su sola voluntad habría de abandonar lo que tenía. Más aún, tal era la grandeza de lo recibido que su querer abandonar fue un tener que dejar la justicia que tenía por haber querido algo que en ese momento quiso, amó y anheló con mayor fuerza: su propia felicidad. Su comportamiento fue similar al del avaro que, aunque ama su dinero, tiene que entregarlo cuando quiere conseguir el pan que necesita. El ángel caído amaba lo que había recibido, pero tuvo que abandonar la justicia que tenía cuando quiso, más allá de ella, obtener aquello que no tenía, que aún no debía querer y que, sin embargo, deseaba. Algo que era del orden de la felicidad, pues querer lo justo nunca es malo. Algo no recibido en su creación y que lo cumpliría en plenitud. Fue, entonces, por la sola culpa de su voluntad que el ángel abandonó lo recibido queriendo lo que le faltaba sin saber ni sospechar, antes de su pecado, que abandonaría la justicia que debía conservar siempre. El relato bíblico recalca el "seréis como dioses", y la soberbia del sobrepasamiento determinó la figura del mal a lo largo de la historia.

Sin embargo, podemos afirmar que la creatura angélica sabía muchas cosas antes de su caída:

  • que podía cambiar su voluntad y no debía hacerlo;

  • que tenía que querer lo recibido, estar contento con lo tenido y que justo sería si quería la justicia.

Dicho de otro modo:

  • que debía mantener las afecciones recibidas, pues nadie es feliz si no ama lo que tiene;

  • que no debía querer más que lo recibido y que injusto sería si abandonaba la justicia;

  • que no debía querer lo que no tenía en la voluntad de beatitud.

Por lo tanto, en el instante previo a la caída, el ángel no ignoraba lo que debía y no debía querer.

Supuestas estas condiciones cabe otra pregunta: ¿cuál era su saber respecto de la pena? Ciertamente pudo entender que sería castigado y que lo sería justamente si abandonaba la justicia, pero no sabía ni comprendía cuál sería el modo en que la libertad de Dios obraría el castigo. Viendo, además, la belleza, armonía y perfección de la creación, el ángel no pudo sospechar que, por su culpa, esa obra se haría imperfecta.

El saber no puede anticipar nunca la acción que surge de la libre voluntad. Así como antes del acto la creatura no podía saber de su culpa, tampoco pudo saber de la pena, pues ambas son fruto de la libertad. Los motivos que mueven a una acción determinada son un misterio para el intelecto. El ángel no podía saber a ciencia cierta de su culpa y de su pena, porque sólo se puede conocer con certeza lo que sucede por necesidad.

Aún más, si suponemos que hubiese sabido de la pena antes del pecado, podía haber querido ponerle límites a su felicidad por temor a padecer y no por amor a la justicia. En tal caso y a causa de ese saber, la voluntad no hubiera conservado "amando" lo que tenía, sino "temiendo" el castigo. En consecuencia, no sería justa ni merecería ser feliz. El cumplimiento de la creatura exige que sólo por amor quiera conservar lo recibido. De ahí que, en esa situación, no convenía que supiese de la pena correspondiente a su pecado antes de cometerlo.

Concluido el esbozo de lo que el ángel pudo saber antes de la caída, abordemos la sabiduría posterior a su acto. A partir de la acción de unos, todos saben algo que antes no sabían: la gravedad y las consecuencias del pecado que originó el mal.

Luego de la caída los ángeles supieron que:

  • Ese saber es un nuevo don, una manifestación dada a todos que cambió la condición angélica.

  • Una donación de aquello que no tenían, que no habían recibido al ser creados y que no debían querer alcanzar por sí mismos, sino esperar a que el Creador lo diese para completar su obra.

  • Era algo del orden de la felicidad, un conocimiento que no los hacía ni injustos ni infelices, aunque esa carencia impedía la plenitud.

  • Un don que al ser recibido confirma a todos los ángeles en el bien o en el mal.

  • Una noticia que completa a los que conservaron lo recibido y condena a los que abandonaron lo que tenían por querer alcanzar, por propia iniciativa, ese saber que los cumplía en su beatitud.

Ese acontecimiento que otorgó una sabiduría que cumplió a unos y mostró la falta de otros, parece haber sido, aunque Anselmo no lo dice explícitamente, la transfiguración de la justicia. Por esa nueva figura lo que se había mostrado finito y sin importancia se descubre infinito y esencial. Su nueva extensión la hace coincidir con la felicidad anhelaba. Por ese don los ángeles saben que las dos afecciones de la voluntad son "una y la misma", y que "amar ser justo" es la beatitud a la que todas las creaturas racionales están llamadas. El nuevo saber cambia la historia angélica. Después de la caída unos saben que no pueden pecar más porque han conservado lo que tenían y ya no pueden querer nada que sea injusto. Pueden entonces gozar de la unidad de Dios donde todo lo querido es justo y ser felices por toda la eternidad. Otros, en cambio, saben que lo abandonado era la felicidad que anhelaban y que no merecen tenerla porque la quisieron abandonar. Por su acto, ni pueden ni merecen volver a tener la justicia que habían recibido, y que ahora saben es la beatitud deseada. Queda en ellos la voluntad como un deseo de felicidad que nunca podrá colmarse, una pasión inútil y frustrada en su naturaleza. Por esa condición viven no pudiendo no pecar, pues todo acto que hacen es injusto al no tener la justicia que, en un instante, abandonaron. Por el nuevo saber, su intelecto reprocha a su voluntad lo hecho y esa división conforma la intimidad diabólica. El don de la transfiguración mostró la realidad de la maldad como ausencia de justicia: un vacío insondable imbuido del misterio del mal que impide ser feliz. Todos los ángeles saben ahora, unos por propia experiencia y otros por ejemplo ajeno, que a tal culpa le sigue tal pena. Sabiduría que confirmó a unos en la unidad del bien y a otros en la ruptura del mal.

3. La obra angélica

En una creatura inteligente y volitiva la acción involucra a ambas potencias. La obra del ángel las reúne al querer saber algo no tenido, aún no debido, pero que podía desear. Los ángeles que desearon alcanzar esa sabiduría por sí mismos quisieron conocer cómo actuaría la justicia divina. Verla era el deseo de todos, pero algunos la quisieron de tal modo que abandonaron lo recibido para conocer "su actuar" en respuesta a "su desobediencia". Ante esa acción aconteció para los ángeles una nueva donación:

  • un don que acabó la obra comenzada;

  • un saber que completó a algunos haciéndoles alcanzar la perfección que no tenían en el instante de su creación.

Porque el gesto infinito de Amor de un Dios Creador reservó que fuera por mérito de su creatura el llegar a ser plenamente feliz.

Esa donación fue saber, por medio de la transfiguración, que la justicia divina era la misma que tenían todos los ángeles y que no debían abandonar. Sabiduría que mostró que algo divino habita en la creatura formando una unidad originaria cuya conservación constituye la felicidad deseada. No saber que lo divino habita lo creado es una ignorancia que no hacía al ángel ni injusto ni infeliz.

Ahora bien, a partir de la transfiguración todo ángel sabe:

  • que el amor a la justicia es la única forma de ser feliz;

  • que en su voluntad hay una unidad inviolable entre felicidad y justicia cuya ruptura es el mal;

  • que la identidad de lo divino y lo creado es la unión que la creatura debe conservar siempre.

De esa conservación depende gozar de la felicidad eterna o perderla, actuar la unidad o la ruptura por toda la eternidad.

Ahora bien, cabe explicitar esta pregunta: ¿fue acaso una simple curiosidad la que determinó el obrar del ángel?; ¿una ignorancia sin importancia o una sabiduría que afecta la intimidad del ángel?

Por cierto que la respuesta mira en dirección al misterio del mal. Los caídos:

  • quisieron llegar a ser felices por propia iniciativa y obtener por su acción lo que les faltaba para ser perfectos;

  • buscaron ver cómo actuaría la justicia divina si abandonaban lo que tenían, es decir, de qué modo se concretaría su castigo;

  • imaginaron que si la acción del Creador siguiese a la angélica, el ángel sería, de algún modo, creador de un movimiento que invertiría la relación de lo creado. Podría crear algo y dejar de ser creatura. Esa provocación, sólo concebible por una poderosa inteligencia, haría que, frente a su acto, Dios hubiese tenido que responder y, por lo tanto, sería segundo respecto de su iniciativa.

En síntesis: en su caída, el ángel enceguecido por el desenfreno de la hybris puso su voluntad "debajo", "en igualdad" y "sobre" el querer divino.

Como dijimos, su acción no tuvo la respuesta esperada, sino una nueva donación. La transfiguración mostró a todos que lo que poseían bajo la máscara de finitud era la misma justicia divina que anhelaban conocer. Así como la figura humana ocultó la divinidad de Cristo, lo finito enmascaró lo infinito para que sólo por amor a lo justo la voluntad se moviese hacia la felicidad.

La imagen responde al príncipe que se presenta como mendigo para que lo quieran por lo que es y no por sus riquezas. Manifestando luego su identidad, quienes lo amaron serán sus amigos y merecerán gozar de sus bienes. Quienes lo despreciaron por su pobreza anhelando los bienes reales constatarán que su rechazo los despojó de la felicidad apetecida. De ahí en más, el cumplimiento al que están llamadas todas las creaturas es compartir la vida del rey que se alcanza conservando la justicia recibida. Amarla hasta que una nueva manifestación haga saber la imposibilidad de su abandono.

La injusticia inauguró un vacío imposible de llenar, confirmado en un instante, por un único gesto que originó el mal. Para entender el gesto del maligno, Anselmo pudo haberse inspirado cuando meditaba en la celebración del Monasterio de Bec: llegado el momento de la consagración quien dirige la ceremonia pide agachar la cabeza. Todos asienten, pero algunos espían mirando al celebrante. Al dar la orden todos los presentes levantan el rostro y ven la ofrenda consagrada. El gesto de espiar inspira al pensador medieval la realidad del mal. Los curiosos desobedecieron al director del ceremonial imponiendo con soberbia su querer. Quisieron robar a Dios su secreto para saborear con gula lo que envidiaban mediante un lujurioso "querer saber más de lo que está mandado". Para eso tuvieron que rechazar con ira su ser creatura pretendiendo con su actuar perezoso llegar a ser semejantes a Dios por orgullosa iniciativa.

Quien actuó mal corre desesperado en círculo como el perro atado a una cadena sin poder dejar de pecar porque ha abandonado la justicia que le permitía ser justo. Por ese abandono ha quedado confirmado en su injusticia sin poder alcanzar nunca la felicidad anhelada, pues ha roto el puente que une el deseo con su objeto, el apetito con el gozo de compartir la unidad de y con la Vida divina por toda la eternidad.

Los caídos, al preferir ser creadores, no aceptaron su condición de creaturas y abandonaron a su Creador. Abandono que, a semejanza de Adán, les hace sentir la vergüenza de su desnudez. Para evitar ese sentimiento se les concedió una nueva donación: dejar el "cielo de los cielos" y habitar "la tierra informe y vacía"2. La ausencia de los caídos hizo imperfecta la creación al quedar lugares vacíos en la celebración eterna. Para ocupar esos asientos y que la ceremonia vuelva a su perfección originaria fue creado el hombre3. El mal no afecta a Dios, sino a su obra. De ahí que es necesario que vuelva a ordenarla hacia el bien contando con la acción libre de la creatura.

4. Breve conclusión

Entre lo divino y lo humano se muestra, en el pensamiento anselmiano, una unidad originaria que ha sido quebrada por el ángel y que en el hombre, por haber sido tentado por otro, ha sido restaurada por un Dios-hombre. Por eso, el libro que sigue al De Casu diaboli se titula Cur Deus homo.

La forma diabólica ha instaurado el mal al separar lo que en el principio estaba unido. Anselmo, siguiendo a San Pablo, lo denomina justicia. En el De Veritate la define como rectitudo voluntatis propter se servata4. La unidad originaria no la cuida el hombre, sino la verdad o rectitud que habita en su intimidad volitiva.

Por esta tensión hacia el Uno, al hombre medieval no se le ocurrió nunca ser creador de un "Tiempo Nuevo", no pensó un individuo, ni valoró la novedad del genio creador. Anselmo no es un innovador y se dice un repetidor del pensar agustiniano. Obedecer la tradición es una preocupación medieval que puede hoy abrir nuevos caminos a la filosofía. En especial si se busca la luz que habita bajo la ignorancia que produjo el mote político de época oscura.

En el hombre medieval prima la obediencia a la independencia, pues la libertad no es autónoma. No le interesa ni la división de las ciencias ni la especialización del saber. La vinculación primera no se inscribe en el orden de un sistema racional, sino en ver y escuchar lo que se dona.

La unidad originaria vivifica al hombre y al pensamiento desde una Palabra revelada y encarnada, desde un orden y desde la Vida divina en la que un Dios-hombre nos ha vuelto a instalar para que la conservemos siempre.

II. EL "GIRO TEOLÓGICO"

Ahora bien, con estos elementos paso a tres fenomenólogos que usan el lenguaje teológico, no sólo por la influencia de sus estudios medievales, sino también para rescatar esa unidad originaria que los antecede y desde donde se une al pensamiento con la Vida. Tres pinceladas que rescatan el pensamiento medieval, en procura de unir las múltiples rupturas heredadas.

1. Jean-Louis Chrétien

De sus escritos tomaré uno de los capítulos de su libro Saint Augustin et les actes de parole (2002). En concreto, el décimo titulado "Mentir", donde muestra la relación agustiniana con la Palabra.

Sin duda, la palabra fue algo esencial para San Agustín. Lo muestra su vocación temprana por las letras y, después de su conversión, su creencia en el hecho que "el logos se hizo carne". La fe del obispo de Hipona le permite a Chrétien (2002) afirmar: "Este pensamiento se enraíza en una teología del Verbo: Dios es el mismo Palabra" (p. 8).

También hace referencia a dos tratados agustinianos donde afirma que "la mentira es siempre un mal". Esto no significa que estamos obligados a declarar siempre la verdad en todas las circunstancias. La casuística es una forma de responder sin mentir.

Pero Agustín, siguiendo el Salmo, ve en la mentira la esencia del pecado. "Todo hombre es mentiroso" es una cita de los salmos (Ps, 116, 11) que usa a menudo, y llama al diablo "Padre de la mentira".

Lo que está en juego es una dimensión existencial del mentir que se muestra de modo más claro en la Ciudad de Dios:

    Cum vero vivit secundum se ipsum, hoc est secundum hominem, non secundum Deum, profecto secundum mendacium vivit; non quia homo ipse mendacium est, cum sit eius auctor et creator Deus, qui non est utique auctor creatorque mendacii, sed quia homo ita factus est rectus, ut non secundum se ipsum, sed secundum eum, a quo factus est, viveret, id est illius potius quam suam faceret voluntatem: non ita vivere, quemadmodum est factus ut viveret, hoc est mendacium5.

Ante esta cita, que nos conecta también con Anselmo, Chrétien (2002) agrega:

    ...una existencia, librada a ella misma, no puede ser más que una perpetua declinación; ella se clausura y se cierra desviándose de la fuente y del recurso de la vida. Vivir "según sí mismo", es vivir una vida donde el sí se borra y se debilita ensombreciéndose, una vida que se contradice ella misma, porque le quita la luz en la que y ante la cual cada uno puede devenir él mismo: esa del Otro (pp. 115-116).

Pero una nueva cita de Agustín completa la cuestión, haciendo al hombre verdadero cuando está ante Dios (coram Deo), y mentiroso cuando no habita ese lugar iluminado. El ser humano no puede darse a sí mismo ni la verdad ni la vida.

Sin embargo, Chrétien (2005) en otro escrito cita a Gregorio Magno cuando afirma:

    ...desfallece (el hombre) una y otra vez siempre que cree avanzar en la carrera de su propia vida (...). Para nosotros, vivir es alejarse de la vida cada día. No, el primer hombre no pudo conocer el paso del tiempo antes de pecar: el tiempo pasaba, él permanecía. Pero después de pecar, se sintió en el terreno resbaladizo, por así decirlo de la temporalidad (in lubrico temporalitatis)... Al abandonar a Aquel que siempre permanece, el alma pierde la morada que habría podido tener (p. 147).

La Verdad y la Vida dependen del morar ante Dios, o mejor dicho, del dejar que nos habite. La creatura recibe constantemente el fluir del acto Creador para que el sí mismo se obre. Ese constante renacer liga a Aquel que ofrece la única morada. Separarse de la fuente es muerte y mentira, mantenerse unido, es vida y vivir en la verdad.

2. Jean-Luc Marion

Siguiendo a Gilson, el fenomenólogo francés en su libro Au Lieu de Soi. L'approche de Saint Augustin (2008), inscribe al obispo de Hipona en un espacio transfilosófico (p. 27). Por habitar ese lugar no distingue entre filosofía y teología, no le interesa la cuestión del ser y del ente, ni hablar de Dios como principio garante del hombre y del mundo. Sus textos sólo pretenden alabar al Creador agradeciendo haber sido creado y recreado. Con esto Marion concluye que hay en Agustín una transgresión que se inscribe en una fenomenología de la donación. Siguiendo esta propuesta hace su lectura de Confesiones.

En el itinerario encuentra dos acciones: la confesión de los pecados y la alabanza a Quien los ha perdonado. Ambos movimientos son uno porque quien se sabe curado y liberado de sus miserias las confiesa para dar gracias y alabar a quien ha producido la liberación. El don y la conversión no se expresan con categorías filosóficas y/o teológicas: usa todo los lenguajes porque la alabanza desea agradecer una radical modificación personal.

La unidad de los trece libros de Confesiones responde a la necesidad del convertido de tener para con Dios este gesto de plegaria. Alabanza que plantea el problema del hombre a partir de sí mismo en los Libros I-X y del mundo creado en los tres finales. Por eso dice Marion: "No se pasa de explicar a Dios en el hombre o al hombre por Dios, sino que el hombre se explica con Dios" (p. 67).

El movimiento de la confesión no somete a ninguno de los términos, pues el "con" (avec) muestra la unidad que explica a ambos. La unidad del Dios-hombre supera toda división, y es desde donde el yo y los otros se unifican en un itinerario de alabanza. Lo que sustenta la unidad no es la palabra, ni el pensar, ni las acciones, sino la caridad.

Nadie puede saber si otro dice la verdad o miente porque eso pasa en el interior del hombre. Además Agustín se resiste a confesarse ante los hombres que no van a sanar sus enfermedades y porque es un curioso linaje pronto para averiguar vidas ajenas y desidioso para corregir la suya (Confesiones, L.X, 3, 3). El texto continúa con la confianza que abre los oídos para corregirse, y creer en la verdad de quien habla es la caridad. "La caridad todo lo cree", y mueve al obispo de Hipona a escribir sus confesiones. Así lo dicen los renglones siguientes: "Pues la caridad, por la que son buenos, les dice que no miento en lo que de mí confieso y ella misma hace que crean en mí" (Ibíd).

La caridad posibilita los encuentros y abre el lugar más decisivo, el del sí mismo. Mejor dicho, porque abre el lugar del sí mismo posibilita los encuentros. Buscando esa apertura Marion recorre el pensar agustiniano en tres momentos:

  1. El cuestionamiento radical: Quis ego et qualis ego? (¿Quién yo y cual yo?) (Confesiones, L.IX, 1, 1, 6).

  2. La aporía del no lugar: Et ubi ego eram, quando te quaerebam? Et tu eras ante me, ego autem et a me discesseram nec me inveniebam: quanto minus te? (¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tu estabas ante mí, pero mi mismo yo estaba apartado de mí, a mí no me encontraba: cuanto menos a ti?) (Confesiones, L. V, 2, 2, 15).

  3. La relación entre el sí mismo y el lugar: Si no soy un sí mismo idéntico o extraño a sí mismo, debería haber un lugar que no reposa en mí mismo. Ese lugar extraño y exterior es únicamente Dios. De donde, dice Marion: "Mi lugar se define como no lugar y no como otro lugar, como eso que queda exterior al lugar, es decir más en el interior de mí que yo mismo" (2008, p. 382).

Muchas citas de Agustín son señaladas por Marion para confirmar ese no lugar como una presencia que antecede toda percepción. Por otro lado, lo que soy en tanto que lugar ofrece para Marion una doble característica:

  • Se encuentra más en mí que yo mismo.

  • Se encuentra fuera de mí, es superior a mí.

Por eso para el pensador francés el ego no es él mismo por él mismo. No es ni por una aprehensión, ni por una performación, ni por una apercepción, ni por una autoafección, ni por una decisión anticipadora. No se accede al sí mismo ni para otro, ni como otro, sino que se deviene sí mismo por un otro. Que el sí mismo devenga por otro significa que se recibe por donación, y Marion vuelve a citar a Agustín cuando dice: "At ista omnia Dei mei dona sunt, non mihi ego dedi haec:..." ("Pues todas las cosas son dones de mi Dios, no me los he dado yo a mí mismo...") (Confesiones, L. I, 20, 31, 10).

Con estas afirmaciones rescata la cita del apóstol: "Quid habes, quod non accepisti?, que es la misma con que Anselmo inicia el De Casu diaboli.

Dejando a un lado el tema de la donación, decisivo para comprender el pensamiento de Marion, es importante señalar hacia la unidad entre el Otro y el yo que sólo puede darse como lugar en la medida que indica un otro que no es otro, ni un yo que no es yo: dicho de otro modo, que no es ni alter ni mismo, sino Dios.

3. Michel Henry

Sólo voy a indicar unos pocos aspectos del pensamiento de Michel Henry.

En su libro C'est Moi la Vérité (1996), el centro de su estructura se ocupa de lo que llama las tautologías decisivas del cristianismo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (p. 159)6.

Sin olvidar que el subtítulo de la obra dice: "Para una filosofía del cristianismo", este centro permite hacer danzar a su alrededor los otros contenidos. El camino es la Palabra que se opone a la del mundo, una por ser creadora, otra por hablar de lo que está fuera y sin poder modificar lo que pasa. La Verdad continúa el itinerario oponiéndose a la mentira como condición del hombre que habita fuera de la Vida. Vivir la Vida se opone a morir, es decir, a la vivencia de un orden construido sobre la autosuficiencia del yo puedo.

En estos tres ámbitos, que se implican mutuamente, se muestran oposiciones similares a las encontradas en el libro anselmiano donde una cosa es querer obrar desde sí mismo y otra desde la Vida. Lo que afecta en lo más íntimo del hombre es un anterior a todo lo que vive que como Padre los engendra. Pero si queremos ser fieles a Michel Henry, tal vez haya que mirarlo desde Meister Eckhart en quien la Vida no es pensada independientemente de la revelación de un Dios encarnado. Pensarla es dejarse afectar oyendo la palabra revelada, percibiendo su verdad y viviendo conforme a la vitalidad ejemplar de la encarnación. La caridad es la que abre la verdad de lo dicho y vivifica al hombre que la escucha y confía. Es por eso que, a semejanza del modo medieval, lo revelado es el supuesto credencial donde se apoyan los pensamientos de estos fenomenólogos franceses que haciendo uso de diversos lenguajes llaman a edificar la unidad originaria.

La Vida, la Verdad y el Camino es la unidad personal que anticipa lo creado exigiendo una amante obediencia. El viviente muere cuando no se deja recrear creyendo que debe por sí mismo y desde sí mismo edificar su existencia. El uso del poder por propia iniciativa, el yo puedo, engendra muerte y mentira, pues, para decirlo con Anselmo, es la causa del mal, de la injusticia y del vacío que provoca el abandono de la Vida.

Recorrido el camino ofrecemos una muy breve síntesis:

Que estos fenomenólogos tengan que sintetizar el lenguaje teológico y filosófico responde a:

  1. Un anhelo de unidad, heredado del hombre medieval, que se va descubriendo hoy como una exigencia de la Vida, como una llamada a ser respondida.

  2. Un orden que no se inicia en la objetividad del mundo, sino en la intimidad que antecede y que puede llamarse Vida, Amor, justicia o lugar situado existencialmente frente a Dios. Denominación de un exceso sin nombre que percibe la sensibilidad de la carne y la fe antes que la razón.

  3. El anticipo de una palabra que excede a la humana. Un logos escrito y vital que se muestra como Verdad y revela al pensamiento aquello que vivifica al ser vivo.

  4. Una unidad que se revela en las Sagradas Escrituras para judíos, musulmanes y cristianos, tomando vida, para estos últimos, en un Dios encarnado, que vino a mostrar al hombre la humildad de la escucha y la obediencia, la importancia de la Justicia.

  5. La actitud de escuchar y obedecer edifica la justicia de las acciones que conservan la unidad originaria que se revela. Unión que ofrece aires frescos al pensamiento confado cuando, esperanzado, se deja conducir por senderos que lo llevan a alguna parte.


Pie de página

1Utilicé antes el nombre Anselmo "de Aosta" por ser su lugar de nacimiento y para referir a aquello que lo condiciona durante toda la vida; utilizo aquí "de Cantorbery" por la jerarquía de arzobispo y para referirme a sus textos; y utilizaré "de Bec" si hago referencia a sus años monásticos. Como dicen algunos, el ABC donde ha vivido históricamente.
2Cf., San Agustín. Confesiones, L. XII, 2, 2 donde habla del "cielo del cielos" a partir del Ps 115 (113 B, 16) que la Biblia de Jerusalén traduce como "Los cielos son los cielos de Yahvéh". Analizando las primeras palabras del génesis distingue el cielo y la tierra del primer versículo de la acumulación de las aguas que permitió la tierra seca y de la creación las lumbreras del firmamento ocurridos en el tercer y cuarto día.
3Cf., para el reemplazo de los ángeles por hombres en San Anselmo, cf., Cur Deus homo, L. I, cap. XVI a XVIII. El título del XVI: Ratio quod numerus angelorum qui ceciderunt restituendus sit de hominibus.
4San Anselmo, De Veritate, Cap. XII: De Iustitiae Definitione.
5"Pero cuando vive según sí mismo, esto es, según el hombre y no según Dios, sin duda vive según la mentira, no porque el mismo hombre sea mentiroso, pues Dios es autor y creador del hombre y no es autor ni creador de la mentira, sino porque el hombre fue hecho recto para que viva no conforme a sí mismo, sino conforme a Él, esto es, para que hiciese su voluntad: no vivir así, que viviese según el modo para el que fue hecho, esa es la mentira". San Agustín. De Civitate Dei, XIV, I V, 1, BA, 35, 363. Citado por Chrétien (2002, p. 115).
6Esta frase y su análisis se encuentra en el capítulo 7 que no sólo importa por ser un número bíblico, sino también porque es el centro de los 13 capítulos que componen el libro.

REFERENCIAS

AAVV. (1967). Biblia de Jerusalén. Bilbao: Desclée de Brouwer.         [ Links ]

Chrétien, Jean-Louis. (2002). Saint Augustin et les actes de parole. Paris: Épimethée, P.U.F.         [ Links ]

_____. (2005). La mirada del amor. Salamanca: Ed. Sígueme.         [ Links ]

Henry, Michel. (1996). C'est Moi la Vérité. Pour une philosophie du christianisme. Paris: Seuil.         [ Links ]

Marion, Jean-Luc. (2008). Au Lieu de Soi. L'approche de Saint Augustin. Paris: Épiméthée, P.U.F.         [ Links ]

San Agustín (1990). Obras Completas. Madrid: BAC.         [ Links ]

San Anselmo (1952). Obras Completas. Madrid: BAC.         [ Links ]

Yarza, Sebastián (1972). Diccionario Griego-Español. Barcelona: Ed. Sopena.         [ Links ]