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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.39 no.92 Bogotá July/Dec. 2012

 

VIA PULCHRITUDINIS: RESPUESTA DE LA IGLESIA A LA CRISIS CONTEMPORÁNEA

Via Pulchritudinis: The Church Answers to the Actual Crisis

Santiago Canals Coma*


* Sacerdote español. Licenciado canónico en Teología con énfasis en Doctrina Social de la Iglesia (2010) por la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Miembro de la Sociedad Clerical de Derecho Pontificio Virgo Flos Carmeli, y de los Heraldos del Evangelio. Actualmente es Rector del Colegio Internacional Heraldos del Evangelio (Joinville-Brasil). Este artículo es parte de la tesis de Licenciatura canónica en Teología: La Via pulchritudinis, respuesta a los desafíos de la época contemporánea, dirigida por el Dr. Pbro. Carlos Arboleda Mora.
Correo electrónico: santiagocanals@gaudiumpress.org

Artículo recibido el 29 de febrero de 2012 y aprobado para su publicación el 28 de junio de 2012.


Resumen

En nuestros días uno de los desafíos más importantes de la teología pastoral es el estudio de cómo vehicular la Verdad para el público contemporáneo. En un mundo donde los conceptos han perdido su capacidad persuasiva, la "dictadura del relativismo" se va implantando en todos los campos. Nos encontramos delante del surgimiento de una "nueva religiosidad", fruto de "las espiritualidades emergentes". En medio de este panorama, una de las principales objeciones que se le hace a la Iglesia Católica es que ella no tiene propuestas válidas para el mundo de hoy. Sin embargo es la Iglesia la que tiene en sus manos los mejores instrumentales para responder a las inquietudes del hombre actual, huérfano de verdad, de belleza, de claridad en el pensamiento. Partiendo de la búsqueda de Dios por medio de la belleza, el presente trabajo analiza la gran esperanza pastoral de nuestros días: la Via Pulchritudinis.

Palabras clave: Via pulchritudinis, Teología pastoral, Posmodernidad, Dictadura del relativismo, Heraldos del Evangelio.


Abstract

One of the most important challenges of Pastoral Theology nowadays is to study how to deliver the Truth to our public today. The world has lost its persuasive capacity, the "dictatorship of relativism" has taken its roots in every field. We are confronted to the rebirth of a "new religiosity" produced by the "emerging spiritualties". Against this background, objections have been raised saying that the Church has no valid answers for our world today. Nevertheless, it is the Church that has actually the best means to answer the preoccupations of men today, who are, in fact, deprived of truth, beauty and clear thinking. Starting from the quest for God, through the beauty, this work analyzes the great pastoral hope of our times: the Via Pulchritudinis.

Key words: Via pulchritudinis, Pastoral Theology, Posmodernity, Relativism, Heralds of the Gospel.


INTRODUCCIÓN

El primer deseo del hombre actual, al contrario de lo que dicen muchos teólogos, es salir de la cacofonía, del ruido, y buscar, con calma, la verdad. Al principio, a tientas y sin saber dónde, pero ese instinto de buscar la verdad está siempre encendido. Por otro lado, la fealdad está por todas partes. Y no hablamos apenas de un concepto estético. Cierta moda dirigida hacia lo feo, el mal gusto y lo vulgar se promueve tanto por la publicidad como por esferas influyentes de la sociedad que pretenden conceder un valor intrínseco a todo lo feo e inmundo (Cf. Pontificio Consejo de la Cultura, 2008, p. 44-45). Las modas han impuesto las ropas gastadas y descoloridas de fábrica, la arquitectura ha impuesto el cemento armado a la vista, los colores hoscos o que "gritan" a los ojos, la propaganda ha impuesto en muchas corrientes el "caos visual". La explosión de los movimientos de protesta y contracultura del 68 y toda la manipulación mediática que surgió en torno de la divulgación de películas, fotos y noticias del así llamado "festival de Woodstock" del 1969, quiso colocar a la belleza como un mero "preconcepto". En realidad quiso anticipar una nueva antropología basada en Marcuse. El hombre tendría, de acuerdo a estas corrientes, gusto por determinadas reglas de belleza, de comportamiento, de vestimentas, por meras imposiciones sociales de los cuales habría que libertarse por medio de la "espontaneidad". Lo feo y lo bello no serían más que "convenciones"... que podían ser puestas de lado. ¿Pero tendrá alguna consecuencia práctica todo esto con vistas a nuestra unión real con nuestro Creador? Von Balthasar por boca de Benedicto XVI (2009b) explicaba que cuando alguien se crispa con la sola mención de la palabra belleza "podemos asegurar que, abierta o tácitamente, ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar". Y Guardini (1933) va más allá al afirmar que quién aspire a vivir una vida dentro de la belleza no puede querer ni buscar nada que no sea bueno y verdadero (p. 172-173). Así, reducir la belleza a un simple placer de los sentidos sería quitarle su valor supremo y transcendente. Ante todo esto podemos constatar que nuestro mundo sufre la falta de la belleza. El hombre actual va, medio perdido, a la búsqueda de algo que ignora, pero se deslumbra ante algo positivamente bello.

Esta es la gran esperanza de la Iglesia preconizada por Pablo VI (1966) en la clausura del Concilio Vaticano II. Ante un mundo sumergido en crisis tenemos necesidad de la belleza "para no caer en la desesperanza". El rumbo está delineado. La vía de la belleza sería transmitir la fe tocando el corazón de los hombres, manifestando el misterio de Dios, creando un espacio donde el hombre contemporáneo se pueda encontrar con Cristo y su Iglesia. De esta manera el camino de la belleza sería más eficaz que simplemente usar las vías clásicas de la verdad o del bien. La irradiación que produce la belleza suscita admiración y reconocimiento, sobre todo en quiénes el mundo de las doctrinas ya no hace más mella.. Experimentar el encuentro con el Dios de la belleza es algo que toma todo nuestro ser y no apenas la sensibilidad. El Papa Juan Pablo II, en su encíclica Fides et Ratio (1988), ante los retos del nuevo milenio, decía que no se cansaba de proclamar la urgencia de "una nueva evangelización" fundamentada en las dimensiones de lo verdadero, lo bueno y lo bello.

El fenómeno de la vanguardia histórica, que comienza junto con el siglo XX y llega hasta la segunda guerra mundial con prolongaciones hasta nuestros días, ha dado al arte y a los artistas un enorme protagonismo, dotando de actitudes y de formas nuevas, muchas veces revolucionarias, a la cultura actual. Sin embargo, estos cambios han establecido en ocasiones incompatibilidades entre cultura y Evangelio, entre arte y fe, que están en la misma raíz del proceso de descristianización vigente hoy y que repercuten también en un empobrecimiento del arte y la cultura. El Papa actual es plenamente consciente de este fenómeno, al que ha hecho referencia en otros escritos suyos, en los que anima a los católicos a buscar soluciones para superar la ruptura que existe de hecho entre Evangelio y cultura; ruptura que fue calificada por Pablo VI (1975) como el "drama de nuestro tiempo".

Con esta mentalidad superadora está escrita la Carta del Papa Juan Pablo II a los artistas, que no va dirigida tan sólo a los creyentes sino "a los que con apasionada entrega buscan nuevas epifanías de la belleza para ofrecerlas al mundo" (Berrizbeitia, 2008, s.n.). En esta Carta del 4 de abril de 1999, precisamente poco antes de iniciarse el tercer milenio con todos sus desafíos, el Papa asumía la frase de Dostoievski: "la belleza salvará al mundo", y apelaba a la necesidad de la belleza para no caer en el más profundo desespero, pues nada como la belleza produce tanta alegría en el corazón de las personas. "Es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración" (Juan Pablo II, 1999). En este documento el Papa continúa explicando justamente la crisis moderna y posmoderna, donde al mismo tiempo que la edad moderna produjo muchas obras de cultura, también fue afirmando un humanismo ausente de Dios y no pocas veces opuesto a Él. Esto produjo una separación entre el mundo del arte y de la fe y hasta del desinterés de muchos artistas por todo lo que sea religioso. Motivo por el cual, junto al humanismo cristiano, se ha afirmado poco a poco un humanismo caracterizado por la ausencia de Dios o por su oposición a Él. Este clima ha llevado a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos. Para la Iglesia es fundamental la necesidad del arte como vehículo de transmisión del mensaje de Cristo para hacer fascinante el mundo del espíritu, de lo invisible, del propio Dios. Y justamente es el arte quién posee esa facultad de traducir en colores, formas y sonidos ese mensaje. Siempre comprendiendo que en nada el arte debe privar ese mensaje de su valor trascendente y de su misterio. Y no es cualquier belleza, sino "la belleza que salva". La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como San Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: "¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!" (Confesiones, L. X, cap. 27, 38). Y veinte años antes, el mismo Juan Pablo II (1979) hablando sobre las mismas "inquietudes" del santo de Hipona en su búsqueda de Dios, recordaba que el mismo movimiento pulsa en lo más profundo del hombre: "la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello". Esa inquietud encuentra en la belleza un misterio, un deslumbramiento, un estupor, que responde al deseo que el hombre tiene de saciarse enteramente.

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, el 21 de agosto de 2002, en el congreso en Rímini del movimiento Comunión y Liberación, resaltaba que "el mensaje de la belleza se pone radicalmente en duda a través del poder de la mentira, la seducción, la violencia y el mal." Y advertía contra una estratagema del mundo, que quiere presentar una falsa belleza, la cual en vez de elevar, aprisiona al hombre: "Es una belleza que no despierta la nostalgia por lo Indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer". Ejemplificaba hablando de determinada publicidad que explora imágenes con la finalidad de "tentar irresistiblemente al hombre a fin de que se apropie de todo y busque la satisfacción inmediata en lugar de abrirse a algo distinto de sí". Y concluía hablando de la doble misión del arte cristiano: oponerse al culto de lo feo que "nos induce a pensar que todo, que toda belleza es un engaño y que solamente la representación de lo que es cruel, bajo y vulgar, sería verdad y auténtica iluminación del conocimiento" y al mismo tiempo contrarrestar la "belleza falaz" que envilece al hombre en lugar de elevarlo. ¿Cuál sería entonces la salida para el cardenal Ratzinger? Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: "¿Nos salvará la Belleza?". Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz (Cf. Ratzinger, 2002). La necesidad de una Via pulchritudinis, un camino de la belleza para mostrar la verdad al hombre de hoy fue siendo delineada durante el pontificado de Juan Pablo II y se ha hecho más incisiva e insistente con Benedicto XVI. Tras el encuentro del 27 y 28 de marzo de 2006, el Pontificio Consejo de la Cultura emitió el documento "La Via Pulchritudinis, camino privilegiado de evangelización y de diálogo", señalando la importancia de la misma para hacer más acogedora la verdad, sobre todo entre aquellos que "experimentan grandes dificultades para acoger la enseñanza de la Iglesia, sobre todo moral". Se analizan los diversos aspectos pastorales que deben prevalecer en la Iglesia ante el diálogo apostólico con los fieles, los no-creyentes y los indiferentes. Las conclusiones son de mucha esperanza. Se constata que la vía de la belleza puede ser el camino de encuentro con Cristo, que es la Belleza de la santidad encarnada y modelo propuesto por Dios para salvación de los hombres, con un apelo vehemente a los "Agustines" de nuestro tiempo, para que subiendo por la belleza sensible lleguen hasta la propia Belleza increada. Y si es cierto que la verdad puede ser instrumentalizada, como ya lo fue en diversas ocasiones por las ideologías al reducirla a un mero acto social, el abandono de la verdad por el relativismo contribuye para dificultar un debate auténtico, serio y razonable. Este problema ya fue observado por Von Balthasar y es por eso que este dicasterio pontificio atribuye al teólogo suizo una gran preeminencia en la materia, pues al proponer su estética teológica "trataba de abrir los horizontes del pensamiento a la meditación y a la contemplación de la belleza de Dios, de su misterio y de Cristo, en quien Él se revela" (Pontificio Consejo de la Cultura, 2008, p. 40-46). Y realmente fue así. Para Von Balthasar (1985, p. 47) la belleza es la primera palabra a ser considerada en su relación con el bien que ha perdido su fuerza de atracción, y donde las pruebas de la verdad han perdido su carácter conclusivo. El teólogo suizo sostiene la tesis de que la belleza ha sido marginalizada de la teología, y más tarde de la religión con la modernidad, sobre todo por el influjo de las ciencias exactas y del deseo del pensamiento empírico de absolutizar todo lo visible bajo el concepto de experimento mesurable en busca de una verdad encajada en un pensamiento pragmático y exacto. La reducción del pensamiento humano a lo natural y mesurable es vaciarlo de sus contenidos metafísicos. Por eso el hombre contemporáneo no sabe lo que es la belleza porque trasciende de su pensamiento. Dice Von Balthasar que el hombre positivista-ateo, puesto ante el fenómeno de Cristo, tiene que aprender de nuevo a ver lo que revela esta teofanía: que Dios no viene en primer lugar como maestro o redentor sino para mostrar y difundir lo glorioso de su eterno amor trino y uno en ese desinterés que el amor verdadero tiene en común con la belleza verdadera. El acceso conduce a través de la belleza trascendental, en la que el ser mismo aparece en su carácter abismático como algo sublime y majestuoso, sumergido en el misterio del amor del derramarse desinteresado y aureolado por el brillo gracioso de lo que es regalado de forma gratuita. Como último trascendental, lo bello cobija y sella los otros al prestar a lo bueno su fuerza de atracción y a lo verdadero su carácter concluyente. Como sin una experiencia concreta no es posible una metafísica del ser, lo bello remite al misterio de la forma y del brillo (1986, p. 39).

Von Balthasar (1985) define la belleza como "la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea la estrella de la verdad y del bien y su unión es indisociable" (p. 22). El entonces cardenal Ratzinger se lamentaba que si bien la teología acogió muchos detalles del trabajo de Balthasar, el planteamiento de fondo, que es su elemento esencial, no fue asumido en absoluto. Esto no afecta apenas la teología, "sino que afecta también a la pastoral, que debe volver a favorecer el encuentro del hombre con la belleza de la fe" (2002).

Pocas semanas después de ser elegido Papa, Benedicto XVI (2005b) continuó en la evangelización bajo la misma clave. Manifestaba el Papa que la verdad católica debía ser enseñada, mostrando la suprema armonía entre el bien y la belleza, entre la Via veritatis y la Via pulchritudinis. A otras intervenciones de Benedicto XVI y de la Curia Romana sobre este tema, nos hemos referido ya anteriormente. Es muy notable como Juan Pablo II y Benedicto XVI han insistido incansablemente en lo mismo. No se trata por lo tanto de una catequesis estética, se trata de la presentación insistente de una necesidad muy urgente.

El primer apostolado que la Iglesia debe hacer, es con sus fieles. Reavivar constantemente su fe. Ya no cabe hoy en día la concepción -que en algún momento cundió- de que hay que dejar los propios fieles descuidados en aras de "ir a buscar" a los hermanos separados. Así, si tenemos en cuenta que el centro y culmen de la vida cristiana es la Eucaristía, como destacó el Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium, y volvió a resaltar Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, debemos saber ver cómo la Santa Misa es celebrada y cómo sus misterios son enseñados a los fieles. Inclusive porque para muchos, el primer paso para la aproximación a la Iglesia, o la re-aproximación a la misma, es entrar en un templo, a veces por curiosidad histórica o meramente turística, en un momento en que coincide con una celebración eucarística. Por otro lado, sea en las iglesias, sea en las transmisiones por los medios de comunicación, lo que la Iglesia más muestra de sí, es la liturgia eucarística. No faltan ejemplos, aún en el siglo XIX, de conversiones producidas por el impacto de la liturgia, perfectamente compenetrada de la centralidad de la Presencia Eucarística. Así se operó la célebre conversión de Paul Claudel, el gran escritor francés, en la noche de Navidad de 1886. Y para la Iglesia se ha convertido en un camino paradigmático de esperanza para atraer a los miles de hombres que se aproximan de Ella por mera curiosidad hoy en día. ¡Qué importante para la teología pastoral entrar detenidamente en las riquezas de la Santa Misa y explicarlas a los fieles -o a los alejados- teniendo, como elemento de pedagogía, la belleza! Antes de inundar a la persona con miles de ideas es necesario crear las condiciones para el impacto que se podrá producir sobre el catequizado, la belleza en cuanto tal que lo atraerá y hará que se detenga, que haga un espacio en su vida, en su mente, para después sumergirse en la doctrina. En efecto, el hombre actual, atacado por todos los problemas del mundo contemporáneo, se depara de repente con algo que está por encima de sí y que él mismo no sabe explicar, pero que lo cautiva.

¿Qué significa pues una liturgia bella, pulchra? La pregunta tiene mucha importancia especialmente cuando nos encontramos con abusos, mezclas y hasta omisiones peligrosas. La belleza de la liturgia de la Celebración Eucarística se debe orientar, evidentemente, a resaltar el centro vital de la misma, que es la Consagración, sin dejar de mostrar todos los otros aspectos de la Misa ordenados en relación a ese momento culminante.

LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA COMO FUENTE DE BELLEZA

¿Podemos considerar la belleza como algo superfluo y periférico a nuestra liturgia? El Concilio Vaticano II (1963) al referirse a la belleza como vía de conocimiento divino no hace más que retomar toda una línea fecundísima de pensamiento filosófico y teológico que tiene sus raíces en la Patrística y que explicita la belleza como epifanía divina. El Papa Juan Pablo II dedicó el capítulo V de la encíclica Ecclesia de Eucharistia al decoro de las celebraciones eucarísticas, mostrándonos que la belleza contribuye a suscitar la admiración y el respeto que debemos a este sacramento (cf. Aldazabal, 2006). El Pontificio Consejo de la Cultura nos lo dice claramente: "La liturgia posee su propio lenguaje, que no consiste sólo en palabras. Los signos son extremadamente importantes, y se hace cada vez más urgente cuidarlos y fortalecerlos". El hecho de que los sacramentos operen por sí mismos, ex opere operato, y que las faltas de sus ministros sean suplidas por la Iglesia cuando ellos no celebran como deben, no puede ser una excusa para celebrar sin cuidado. Hoy, por el bien de la Iglesia y evangelización del mundo, es necesario cuidar todos los aspectos de la liturgia. "La liturgia cristiana no puede ser chabacana y vulgar, antes debe velar por la dignidad y el decoro" (p. 130). Para Benedicto XVI (2008c) la belleza de los ritos "nunca será lo suficientemente esmerada, lo suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la Hermosura infinita". Su libro El Espíritu de la liturgia, una introducción, escrito cuando era Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es una especie de resumen de todo su pensamiento en este aspecto: evangelizar al hombre contemporáneo sediento de belleza a través del pulchrum en la liturgia. Un pulchrum que no es mera exterioridad, sino expresión misma del significado de los sacramentos que la liturgia rodea, o sea, expresión del verum de esa realidad sacramental que no hay palabras humanas para expresar. Y por otro lado, vehículo para que el hombre actual conozca la realidad de ese sacramento, se acerque a él, y con él se beneficie (Ratzinger, 2001, 274).

Cuando hablamos de liturgia encontramos una relación entre la santidad y la belleza, la cual es posible establecer gracias a otras relaciones previas como sería santidad-fe-liturgia. Es evidente la necesidad de la fe para vivir la santidad, pues es por la fe en Jesucristo que somos justificados (Rm. 8, 3). La fe también es virtud que capacita para celebrar la liturgia que a su vez tiene el poder especialísimo de tocar la fe. Este influjo se realiza por medio de un lenguaje propio, que es el de los signos sensibles. Para estos signos, elementos esenciales de la liturgia, la Iglesia siempre ha invocado la Via pulchritudinis, el camino de la belleza (cf. Romero, 2006, p. 123-132).

El Pontificio Consejo de la Cultura, en su estudio sobre la Via pulchritudinis, destaca la importancia de la liturgia como factor de evangelización. Afirma ser el "momento esencial de la experiencia de fe". No debemos ver el desarrollo litúrgico como algo meramente proveniente de una "belleza formal". Ante todo "es la belleza profunda con el misterio de Dios", la expresión de la belleza de la comunión con Cristo y nuestros hermanos, donde nos introducimos en un misterio que nos supera totalmente, traducido en símbolos, gestos, palabras y melodías que suscitan el deseo de encontrarse con el Cristo resucitado (2008, p. 74). La liturgia es la celebración de un hecho salvífico que nos habla de Dios por medio de un lenguaje simbólico y no científico. Así, el símbolo es belleza, porque plasma la unidad indisoluble de la acción ritual y el pensamiento teológico, por donde podemos considerar la liturgia como teología en acción simbólico-ritual (cf. Fibla, 2006, p. 80-81). Para Arboleda (2007), la Modernidad redujo la simbología al campo meramente religioso. En realidad, no sólo la liturgia sino toda acción humana está condicionada por el símbolo, ya sea en su contra o a favor. El símbolo acaba siendo una exteriorización de una experiencia vivida (p. 212).

La constitución Sacrosantum Concilium (1963), resalta que Cristo está siempre presente en su Iglesia, "sobre todo en la acción litúrgica". Pide a los Obispos que en el arte sacro "busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad". Agregando inmediatamente: "Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada". Pide la formación musical en los seminarios, y en las escuelas católicas, especialmente a los niños. En cuanto a toda la liturgia en su conjunto, afirma que "en la liturgia, Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio" (Concilio Vaticano II, 1963).

Y la liturgia incluye todo. Los paramentos litúrgicos, que deben ser no sólo del color que la celebración exige, sino de la calidad y el buen gusto que corresponden. La arquitectura de las mismas iglesias debe atender justamente a ese esplendor de Cristo que la liturgia está significando. Cuántas veces, bajo el pretexto de "comodidad" o de "funcionalidad", se descuidó el valor de la arquitectura en el arte sagrado y, además, como consecuencia se produjo incomodidad y disfuncionalidad, en contra de lo que se pretendía... En este sentido, el cardenal Martini (2000), hablando de esta mentalidad presente en algunos sacerdotes, afirma que "ninguna negación de la belleza es tan triste como la que proviene de quien con su vida entera ha sido llamado a ser testigo del Amor crucificado y, por tanto, apóstol de la belleza que salva" (p. 28). Pero la pulchritudo en la liturgia no se limita a una belleza estética, como señalamos antes, ni la belleza se reduce sólo a bellas imágenes. La liturgia, a través de lo bello, nos lleva a la contemplación. O sea, lo bello es el vehículo y no el fin. No se trata de una simple visión fruitiva de los sentidos. Se trata, eso sí, de que aquello que los sentidos ven, despierte en el hombre la sed de absoluto y lo lleve a esa contemplación. Así, "la Liturgia, en su expresividad, se hace entonces comunicación de la esperanza, de la vida, de los anhelos, de los sueños, de las tristezas y de los gozos de los hombres" (Uribe Castrillón, 2008, p. 177-182).

La belleza en la liturgia tiene un importante valor trascendental, podríamos decir místico. La liturgia en la tierra no es más que una participación de la liturgia en el Cielo. Decía ya Pío XII (1947), en su Encíclica Mediator Dei, que el año litúrgico, alimentado y seguido por la piedad de la Iglesia, no es una representación fría e inerte de las cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnudo recuerdo de una edad pretérita; sino más bien es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida muerta, y con el fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios, y por ellos en cierto modo vivan (III, 2). Más significativas y actuales son las palabras de Pío XI (1925) publicadas hace casi un siglo instituyendo la fiesta de Cristo Rey:

    Para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio. Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas -digámoslo así- hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.

La IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM, 1992), reunida en Santo Domingo el 12 octubre de 1992, en su documento Los fieles laicos en la Iglesia y el mundo pedía "procurar que en todos los planes de pastoral sea una prioridad la dimensión contemplativa y la santidad", y para esto señalaba como un instrumento eficaz el "promover una liturgia viva en la que los fieles se introduzcan al misterio". Llama la atención la insistencia que el documento hace a la búsqueda de la contemplación en la liturgia. Después de discurrir sobre la santidad como desarrollo de las virtudes teologales que buscan la contemplación de Jesucristo explica que la liturgia, sin una capacidad de contemplación de Dios por medio de los signos "se convierte en acción carente de profundidad" y hace un apelo para que todos los bautizados asuman "su dimensión contemplativa" (n. 144,152,37,47).

Una palabra sobre la música como auxiliar de la liturgia. Desde hace tiempo se oyen quejas de las autoridades eclesiásticas de una distorsión que se ha hecho en el acompañamiento musical de las celebraciones. Con la bandera de la "modernidad" se quiso adaptar a la liturgia melodías mundanas. Ir a la iglesia para un acto religioso no significaba salir de lo cotidiano para entrar en el misterio y en el contacto con Dios, sino una continuación del mundo de lo banal. El verdadero sentido y valor de la Eucaristía se ha perdido por causa de eso, en parte.

La música sacra ha sido en el siglo XX un especial punto de atención de los Papas1. Desde siempre nuestro actual Papa Benedicto XVI fue un amante de la música a la que llamó "compañera de viaje" de su vida. Muchos son los comentarios que hizo sobre "el arte de las musas". Bástanos sus palabras después del concierto realizado por motivo de su 80° cumpleaños. En esa ocasión afirmó que estaba convencido de que la música "es realmente el lenguaje universal de la belleza" que propicia que los hombres "eleven su mirada hacia las alturas y se abran al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen su manantial último en Dios mismo" (2007b). Por eso siempre le ha dado una importancia muy grande a la música en la liturgia afirmando que "la autoridad eclesiástica debe comprometerse a orientar sabiamente el desarrollo de un género de música tan exigente" (2007a), comprendiendo que la música "no es un adorno marginal, sino que la liturgia como tal exige esta belleza, exige el canto para alabar a Dios y para dar alegría a los participantes"(2005a).

DOS FAMOSAS CONVERSIONES POR LA VIA PULCHRITUDINIS

Todo el asunto de la belleza en la celebración Eucarística, su correcta realización, su desarrollo estético, etc., tiene una importancia pastoral trascendental para los días actuales, experimentado en infinidad de ocasiones por todos los que nos dedicamos a la evangelización. Es uno de los instrumentos más eficaces de la Via pulcritudinis que tiene la Iglesia para actuar sobre las multitudes de hoy, hambrientas de verdad y de espiritualidad. Ante hechos no hay argumentos. Recordemos las palabras de Paul Claudel (1868-1955) narrando su conversión por la fuerza misteriosa de la liturgia, al asistir, por curiosidad, al canto del Magnificat de las Vísperas de Navidad, en Notre-Dame de París:

    Fue entonces cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí con una fuerza de adhesión, con tal conmoción de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal certeza que no ha dado lugar a ninguna duda, que después, todas las lecturas, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada, no han podido quebrantar mi fe (1997).

Otra elocuente historia es la de J. K. Huysmans (1848-1907). Sumergido en una profunda crisis intelectual, sin ilusiones con su época, vivía sin parientes ni amigos, aislado en París. Según él mismo cuenta cometió todo tipo de pecados contra Dios y contra los hombres llegando incluso a entrar por las negras vías del satanismo. Amante del arte un día entra en una iglesia para admirar las bellezas de la liturgia y de la música sacra, lo que produce en él una conmoción hasta el fondo del alma, cambiando de vida inesperadamente. Como él mismo reconoció, había vuelto a la religión por causa de la belleza del arte cristiano (cf. Seraidarian, 2009 y Villena, 1995, p. 112-116).

Podríamos narrar centenas de otras conversiones, anónimas a los ojos del mundo, pero reales para todos aquellos que en nuestro día a día usamos el poder de la belleza para atraer las almas a la vida eclesial. No propiamente una conversión pero sí una experiencia en el mismo sentido de arrebatamiento es lo que nos narra Plinio Corrêa de Oliveira, citado por Arboleda (2011):

    De vez en cuando, al entrar durante la semana en una iglesia para rezar, [...] me sentía envuelto por toda una atmósfera y tenía la impresión de que la iglesia toda relucía de significación. Las luces de los vitrales, los colores de los cuadros, la expresión de las imágenes, el silencio del templo, el contraste entre ese silencio y el estrépito de la calle ya en aquel tiempo, todo parecía introducirme en una atmósfera diferente, donde mi alma de algún modo veía el espíritu de la Iglesia Católica (p. 77).

Analicemos ahora las tres principales líneas de diálogo que dentro de la Via pulcritudinis nos propone el Pontificio Consejo de la Cultura: la belleza en la creación, la belleza en las artes y la belleza de Cristo, modelo de santidad para los cristianos (2008, p. 50).

LA BELLEZA DE LA CREACIÓN

La belleza de Dios revelada por la belleza singular de Cristo constituye el origen y el fin de todo lo creado. Si se puede partir de lo elemental para ascender de la belleza de las criaturas a la belleza del creador, esta resplandece de manera única en el rostro de Cristo, de su madre y de los santos. Para el cristiano, creación es a su vez recreación, en el sentido de la contemplación de las cosas creadas por Dios como reflejo del propio Creador. Así también existen peligros que hacen de la creación una idolatría como los antiguos paganos o una bandera de reivindicaciones políticas. Por eso, el Pontificio Consejo de la Cultura recomienda una atención especial en la naturaleza para ver en ella el espejo de la belleza de Dios. Nos recuerda que la escucha de Dios que nos habla a través de la creación, se hace accesible a la razón, como enseña el Concilio Vaticano I. Así como una auténtica filosofía de la naturaleza y una teología de la creación merece un nuevo impulso, en una cultura en la que el diálogo entre la ciencia y la fe es de máxima importancia (2008, pp. 50-57).

No obstante, quien ha hecho mayor hincapié sobre toda esta temática ha sido el magisterio de nuestro papa actual a lo largo de 2008. Fueron numerosas sus alocuciones sobre la belleza y la creación. En su reciente viaje a Australia, al Congreso Mundial de la Juventud en Sídney, destaca a los jóvenes la necesidad de que ellos miren las bellezas de la Creación con otros ojos y sean sus guardianes con la coherencia que nuestra fe exige (Benedicto XVI, 2008).

Sin embargo son muchos los hombres y mujeres que ven la naturaleza y el cosmos sólo en su materialidad visible, un universo mudo en que la cultura del cientificismo impone sus criterios exclusivos del conocimiento. El Libro de la Sabiduría ya nos pone en guardia contra esta miopía que San Pablo denuncia como pecado de orgullo y presunción (Rm 1, 20-23). Si bien es cierto que no se puede manipular la naturaleza, también es cierto que tampoco hay que convertirla en una divinidad como se aprecia en el neopaganismo moderno: su valor no puede sobrepasar la dignidad del hombre llamado a ser su regente.

LA BELLEZA EN LAS ARTES

En la Capilla Sixtina, Pablo VI hacía una afirmación sorprendente a los artistas allí reunidos: "Si nos faltara vuestra ayuda el ministerio sería balbuciente e inseguro y necesitaría hacer un esfuerzo, diríamos, para ser él mismo artístico, es más, para ser profético". En esa circunstancia el Papa asumió la labor de "restablecer la amistad entre la Iglesia y los artistas" (1964). En la carta apostólica Duodecimum Saeculum, Juan Pablo II (1987) recuerda las enseñanzas del Concilio Vaticano II y Nicea sobre las obras de arte, las cuales deben expresar el misterio para así ayudar a la oración y vida espiritual de los fieles. "El arte por el arte que hace referencia sólo a su autor, sin establecer una relación con lo divino, no tiene cabida en la concepción cristiana" (p. 10-11). Más tarde, en 1982, hizo un gesto simbólico beatificando a un gran pintor, dominico italiano del siglo X V, Juan de Fiésole, más conocido como Fray Angélico, que supo unir un arte inefable con la santidad de vida. Como dijo el Papa, Fray Angélico vivió en perfecta armonía su vida de fe y su genio artístico, "la perfecta integridad de vida y la belleza casi divina de las imágenes que pintó, sobre todo las de la Virgen María" (Ring, 2008). En 1999, Juan Pablo II en su Carta a los Artistas levanta nuevos aspectos al diálogo entre la cultura y la Iglesia, señalando la necesidad recíproca de ambos y la gran fertilidad de esta alianza a lo largo de los siglos, de donde nace el "engendrar en la belleza" comentado por Platón en El banquete.

El documento del Pontificio Consejo de la Cultura deja claro que "si se quiere expresar la belleza hay necesidad de aprender el lenguaje propio, que despierta admiración, emoción y conversión". No es, por tanto, una mera realización plástica. Y justamente, la fealdad de ciertas iglesias y su decoración proviene de ese mismo problema. No entraremos aquí en las dificultades que pueden presentarse en relación a los aspectos subjetivos de la belleza en el arte. Pablo VI habla del "divorcio" entre el arte y lo sagrado como característica propia del siglo XX. "Es importante remediar la ignorancia galopante en el campo de la cultura religiosa para permitir al arte cristiano, tanto del pasado como del presente, abrir a todos la Via pulchritudinis". Cuando está presente el lenguaje de la belleza, la obra de arte es la representación de la verdad del misterio de Dios y lo glorifica. Y concluye afirmando que no interesarse por el contenido espiritual que inspira la belleza del arte, atendiendo apenas a sus aspectos formales, la reduce apenas a una emoción sensible. "El analfabetismo religioso esteriliza la capacidad de comprensión del arte cristiano"(2008, pp. 60-61).

Esa armonía entre la verdad y la belleza la constatamos siempre dentro de la Iglesia. Así, son miles los que se reúnen los domingos bajo el balcón del Papa, dentro de la magnífica columnata de Bernini, de frente a la grandiosa basílica de San Pedro, la cual parece abrazar a la cristiandad que se acerca al Romano Pontífce. No sólo la bendición del Papa tiene su valor sacramental innegable, no sólo las palabras entusiasmantes y llenas de verdad que brotan de sus labios maravillan, sino que todos lo "experimentan" a él como un padre y se sienten sus hijos queridos. Pero algo faltaría, como un bello marco ennoblece la tela de un gran artista, si toda la belleza arquitectónica de la plaza no estuviese presente. El Angelus dominical produce un indudable impacto, y no solamente por el contenido doctrinal sino también por el vehículo de ese contenido que es ver al Vicario de Jesucristo, con sus vestidos blancos y su sonrisa paternal, la cadencia armoniosa de su voz, y considerar todo el ambiente de grandeza y trascendencia que lo rodea, con multitud de fieles de todo el mundo que viajan miles de kilómetros para vivir ese inolvidable momento.

Desde siempre, la Iglesia utilizó el arte como instrumento de evangelización. Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia nos habla de la "competencia" que los cristianos de Occidente y Oriente se han ido haciendo en materia de estética. Así, en Oriente, el arte sacro conservó un sentido más intenso del misterio "impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe" (2003). Juan Pablo II llamaba "formidable instrumento de catequesis" todo el acervo del arte cristiano, lo tenía como instrumento indispensable para un nuevo mensaje a todos los hombres de la belleza y del bien (1991). Y sobre la presencia de bellas imágenes en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica comenta el papa Benedicto XVI que "expresan el esplendor de la verdad católica, mostrando la suprema armonía entre lo bueno y lo bello, entre la Via veritatis y la Via pulchritudinis" (2005b). Y recientemente, hablando de las construcciones religiosas nacidas en el medioevo europeo, Benedicto XVI comentaba el "estupor" que aún hoy en día suscita ese arte "síntesis de fe y de arte armoniosamente expresada a través del lenguaje universal y fascinante de la belleza", y con contundencia afirmaba que el estilo románico así como el esplendor de las catedrales góticas "nos recuerdan que la Via pulchritudinis, la vía de la belleza, es un recorrido privilegiado y fascinante para acercarse al Misterio de Dios" (2009a).

Innumerables serían los aspectos de la belleza dentro del campo de las artes como una vía pastoral. Tratando sobre el asunto, el estudio ya citado del Pontificio Consejo de la Cultura afirma que "la Via pulchritudinis, tomando el camino del arte, conduce a la veritas de la fe, a Cristo mismo, que con la Encarnación se ha hecho icono de Dios invisible" (p. 63). Para Benedicto XVI, una de las pruebas de la verdad del cristianismo es que el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan, "y cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad, tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a expresarse de forma artística convincente" (2008b). En su reciente encuentro con los artistas, el Papa definió una vez más la propia Via pulchritudinis como "un camino de la belleza que constituye al mismo tiempo un recorrido artístico, estético, y un itinerario de fe, de búsqueda teológica", y les exhortó a tener valentía de encontrarse con el Creador de toda belleza: "no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita"(Benedicto XVI, 2009b).

Pero, ¿cuál será la fuente, la matriz inspiradora del arte cristiano capaz de suscitar admiración? En su tesis doctoral, el hoy cardenal Christoph Schönborn (2006) nos indica algunas respuestas:

    Durante siglos la Iglesia era el lugar radiante de la belleza, el enlace de una creatividad humana transfigurada. Ella debería negarse a sí misma si desde el fondo de su vocación no aspirara a manifestar la belleza de la que ya ha sido colmada. La admiración que suscita en nuestros días el arte de los iconos, su belleza tan pura y tan purificadora, ¿acaso no llevará la victoria yendo al encuentro de la aspiración de esta belleza de la cual Dostoïevski ha dicho que salvará al mundo? Además, ¿de dónde podría nutrirse este tipo de arte sino de la contemplación de Cristo? ¿Acaso no sería así el único criterio profundo que se podía dar hoy en día a lo que constituiría un arte específicamente cristiano? Ese criterio no sería ni un cierto canon de expresión artística, ni una selección determinada del tema, sino una mirada transformada a través de una larga y paciente contemplación de la santa Faz.

LA BELLEZA DE CRISTO COMO MODELO DE SANTIDAD

Como nos recuerda San Agustín, si la belleza de la creación es una confessio que convida a contemplar la belleza en el Creador, y si las bellezas del arte nos ayudan a ver vislumbres de la figura del Hijo Encarnado, existe una tercera vía que lleva al descubrimiento de la belleza en la santidad (cf. Pontificio Consejo de la Cultura, 2008, p. 130-131). De la belleza de Cristo resucitado brota la belleza de la Iglesia, como del lado de Cristo crucificado surgió agua y sangre. En el agua se lava y se embellece y con la sangre se alimenta y se fortalece. Esta obra continua del amor sacramental acontece cada día en la liturgia, que es precisamente donde Cristo realiza el doble misterio de santificar a su Iglesia embelleciéndola y al embellecerla la santifica (Romero, 2006). Para Juan Pablo II, el Hijo de Dios, por la Encarnación "ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto" (1999). Comentando el salmo 44 en la audiencia general del 29 de septiembre de 2004, nos explica cómo en el versículo 3 (Eres el más bello de los hombres) la tradición cristiana siempre representó a Cristo con forma de hombre perfecto y fascinante. "En un mundo caracterizado a menudo por la fealdad y la descortesía, esta imagen es una invitación a reencontrar la Via pulchritudinis en la fe, en la teología y en la vida social para ascender a la belleza divina" (Juan Pablo II). Siguiendo el mismo raciocinio Benedicto XVI va más lejos al explicitar el fin del camino de la belleza, como siendo la propia fascinación, la renuncia completa del alma por su Creador: "el santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo". (2005c).

Llegados a este punto puede quedarnos una inquietud: ¿qué es la belleza? Este mismo interrogante recorre la Historia desde los orígenes de los tiempos. A bien decir, desde el pecado original estamos peregrinando a la búsqueda de la belleza perdida. Y todas las bellezas de nuestras civilizaciones del pasado no han conseguido apagar esta sed. Nuestro Señor Jesucristo respondió a sus discípulos: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Indagado por Pilatos -qui est veritas?- se calló. Pero el propio romano dio la respuesta: Ecce Homo. Cristo es la Verdad. Y si la belleza es el esplendor de la verdad llegamos a la respuesta de nuestra pregunta: Cristo es la Belleza. Él también nos enseñó el camino de la bondad: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto". Y perfección es la santidad. Por tanto, seguir la belleza es ser santos y ser otros Cristos en medio de un mundo opuesto a Él. "En Cristo y sólo en Él, nuestra Via crucis, se transforma en Via lucis y en Via pulchritudinis" (Pontificio Consejo de la Cultura).

AMPLITUD DEL TEMA

En la audiencia del 18 de noviembre de 2009, Benedicto XVI terminaba con una oración pidiendo "que el Señor nos ayude a redescubrir el camino de la belleza como uno de los caminos, quizá el más atrayente y fascinante, para llegar a encontrar y amar a Dios" (2009a). En efecto, sólo la ayuda de Dios nos puede hacer descubrir este camino. Jamás lo entenderemos enteramente por la simple razón. Lo máximo que podremos hacer es describirlo como estamos intentando hacerlo en este trabajo, pero lo más profundo del tema no se puede expresar con palabras. Y es que cuando hablamos de Via pulchritudinis penetramos en un profundo misterio de nuestra relación con el Creador. Notemos las expresiones del Papa cuando dice ser quizá el camino más "atrayente y fascinante" para llegar a Dios. Aceptando que la belleza nos toque lo más íntimo de nuestro corazón "redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario" (Benedicto XVI, 2009b). La belleza tiene, sin duda, muchos aspectos intangibles, inefables, místicos. Juan Pablo II decía que "la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro" (1999). Y por eso, en un mundo dónde los conceptos han perdido su capacidad persuasiva, la experiencia pastoral cotidiana nos muestra que el mayor fruto de la belleza es producir un profundo asombro de admiración, elevando el alma a una esfera superior, aprehendiendo al hombre por entero, en su ser totalmente, en su inteligencia, su voluntad y su sensibilidad, suscitando sentimientos de gratitud y felicidad, creando un estado anímico por donde es muy difícil quedarse indiferente. La belleza levanta emociones, sentimientos externos de alegría y una sensación de luminosidad interior, creando un deseo de participar de esa misma belleza y apropiarse de ella, integrándola a nuestra propia existencia y recordando al hombre su último destino. Es la respuesta más profunda a las inquietudes de felicidad del hombre postmoderno, sacándole de su egoísmo, de su prisión interior pesimista y abriéndole espacios interiores hacia la transcendencia, la infinitud y el misterio, avivando su nostalgia y el deseo de una felicidad eterna. Como nos dice Benedicto XVI, la belleza ensancha los horizontes de la conciencia humana y la remite al más allá, asomándola a la inmensidad del infinito, y es por tanto un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio profundo de Dios. La belleza tiene un papel esencial que ya fue puesto de realce por Platón: sacudir al hombre, hacerle salir de sí mismo, arrancarle de su resignación, de su acomodamiento. Es como un dardo que le hace sufrir, le hiere, pero es la única manera de despertarlo, de abrirle los ojos del corazón y la mente para que pueda volver a volar (2009b).

El hombre contemporáneo abandonó a Dios. El neopaganismo de nuestra civilización hizo que hace muchas décadas saliese de la casa paterna. Dejó todo lo que tenía y se lanzó en mil locuras a la búsqueda de la felicidad. Gastó toda su herencia, pasó penurias y llegó a desear el alimento de los puercos. Perdió su belleza original. El asco tomó cuenta de todo su ser. Pero le falta coraje para volver. Y no tiene fuerzas porque es incapaz de comprender el poder del perdón. En la parábola del hijo pródigo el padre no desistió de esperar la vuelta del hijo ingrato. Lo conocía bien y sabía que el extremo de la desgracia sería el comienzo del retorno.

¿La historia se repetirá? ¿Podemos suponer que la Via pulchritudinis sea la última misericordia, in extremis? Misericordia, sin duda, hacia un hombre que "destronó" a su Creador, lo sustituyó por el becerro de oro de la "diosa razón", que más tarde proclamó su muerte y por fin llegó a negar su existencia. Pero, "estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente" (Lc. 15, 20). Es el gran misterio de la alegría paterna, que todo lo olvida y manda celebrar una fiesta "porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado" (Lc 15, 24). ¿Qué nos estará preparando nuestro Padre?


Pie de página

1Cf. Juan Pablo II, 2001. San Pío X se empeñó mucho en restaurarla en todo su esplendor y quitarle determinados "barroquismos" adquiridos con el tiempo, para hacerla verdaderamente sacra. En 1903 publicó el célebre Motu Propio Tra le Sollecitudini tratando sobre los abusos de la música y estableciendo normas concretas para las celebraciones litúrgicas. En 1911, con el breve Expleverunt desiderii, erigió la "Escuela superior de música sacra", que ampliaron Benedicto XV y Pío XI. Más tarde, con la constitución apostólica Deus scientiarum Dominus se convirtió en el Instituto Pontificio de Música Sacra. Juan Pablo II, en el XC aniversario del Pontificio Instituto de Música Sacra, recordaba la importancia de la contribución de ese organismo dentro de la nueva evangelización y pastoral. También el Concilio Vaticano II (1963, p. 112) dijo que la música sacra católica "constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne".

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