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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.42 no.97 Bogotá Jan./June 2015

 

FENOMENOLOGÍA Y TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: EL GIRO TEOLÓGICO EN LA TEOLOGÍA DE AMÉRICA LATINA

Phenomenology and liberation theology: the theological turn in latin american theology

Fenomenologia e teologia da libertação: o giro teológico na teologia da américa latina

Alberto Ramírez Z.*

* Doctor en Teología de la Universidad de Lovaina (Bélgica). Sacerdote de la Arquidiócesis de Medellín (Colombia). Profesor de la Escuela de Teología, Filosofía y Humanidades de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB, Medellín) y del ITEPAL (Instituto Teológico Pastoral del CELAM). Director del Grupo de Investigación: Teología, Iglesia y Sociedad. Este artículo es producto del proyecto de investigación Ética y política: las posibilidades de reflexión de la teología mística y la fenomenología de la donación. CIDI- UPB 2014. Correo electrónico: albertorazu@hotmail.com

Artículo recibido el 22 de octubre de 2014 y aprobado para su publicación el 30 de enero de 2015.


Resumen

El tema del giro teológico constituye ya para nosotros una verdadera tradición académica que ha contribuido a darle un aire nuevo a nuestras disciplinas humanísticas y, en particular, a nuestra teología. Como bien se sabe, esta expresión 'giro teológico' la debemos al filósofo francés Dominique Janicaud (1937-2002), quien la utilizó para cuestionar el desarrollo que venían dando a la fenomenología algunos filósofos franceses. Janicaud consideraba que esos filósofos habían llevado la fenomenología a ocuparse de algo que no constituye propiamente su objeto, de algo que pertenece propiamente a la disciplina que tiene como objeto la búsqueda del logos de la fe, la teología. Estos filósofos habrían convertido así en objeto de la fenomenología el fenómeno de la revelación con todo lo que ella implica, el "fenómeno saturado" como ahora decimos, utilizando la expresión de Jean-Luc Marion, y que comprendemos como objeto de experiencia y, en especial, de experiencia mística.

Palabras clave: Teología de la liberación, Fenomenología, Experiencia, Giro teológico, Teología.


Abstract

The idea of the theological turn is for us an actual academic tradition which has contributed to reconsider the humanities and, especially, theology. As is well known, the expression "theological turn" was coined by the French philosopher Dominique Janicaud (1937-2002), who used it to question the direction that some French philosophers were giving to phenomenology. Janicaud thought that those philosophers had made phenomenology address issues which were not within its object of study, issues that actually belong to the discipline which purpose is to look for the logos of faith, i.e., theology. Those philosophers had turned the phenomenon of revelation –the "saturated phenomenon" as we call it today using the expression of Jean-Luc Marion and which is understood as an object of experience (especially of mystical experience)– into an object of study of phenomenology, with all which is implied by that.

Keywords: Liberation Theology, Phenomenology, Experience, Theological Turn, Theology.


Resumo

O tema do giro teológico já constitui para nós uma verdadeira tradição acadêmica que tem contribuído para dar um ar novo às nossas disciplinas humanísticas e, em particular, à nossa teologia. Como bem se sabe, devemos esta expressão "giro teológico" ao filósofo francês Dominique Janicaud (1937-2002), que a utilizou para questionar o desenvolvimento que alguns filósofos franceses vinham dando à fenomenologia. Janicaud considerava que esses filósofos haviam levado a fenomenologia a ocupar-se de algo que não constitui propriamente seu objeto, de algo que pertence com propriedade à disciplina que tem como objeto a busca do logos da fé, a teologia. Tais filósofos teriam convertido, assim, em objeto da fenomenologia o fenômeno da revelação, com tudo o que ela implica, o "fenômeno saturado", como dizemos agora, utilizando a expressão de Jean-Luc Marion, e que compreendemos como objeto de experiência e, em especial, de experiência mística.

Palavras-chave: Teologia da libertação, Fenomenologia, Experiência, Giro teológico, Teologia.


Los nombres de los filósofos a los que en principio se refería Janicaud fueron los de Emmanuel Lévinas, Jean-Luc Marion y Michel Henry, y posteriormente, entre otros, los de Jacques Derrida, Paul Ricoeur, Jean-Louis Chrétien, Jean-François Courtine, como lo ha hecho notar el profesor Carlos Enrique Restrepo (cfr. Le tournant théologique de la phénomenologiefrançaise, París: Éd. De l'Éclat, 1991; La philosophie éclatée, París: Éd. De l'Éclat, 1998).

Sin embargo, lo que para Janicaud constituía una objeción a los planteamientos de los filósofos señalados se convirtió para la teología en una especie de programa renovador, en un proyecto que le ha señalado un camino con consecuencias inesperadas no sólo para ella misma, sino en general para lo que constituye su objeto, el fenómeno de la revelación en general y, específicamente, el fenómeno de la revelación cristiana.

El objeto de estas reflexiones es preguntarnos por la significación y la utilidad del giro teológico para la teología que hemos venido cultivando en América Latina en los últimos decenios y que, en cierto sentido, ha tenido una relación muy importante con los campos de la ética y de la política. Imposible no hacer mención aquí, al presentar estas reflexiones, del papel de pioneros que han tenido entre nosotros los profesores Carlos Arboleda y Carlos Enrique Restrepo, a quienes les debemos la difusión que se ha dado en estos años entre nosotros de la obra de Jean-Luc Marion. Pero, en general, estos eventos que hemos venido realizando muestran el interés creciente en nuestro ambiente por esta temática.

Para abordar nuestro tema, es útil preguntarnos, ante todo, por el contexto eclesial en el cual se ha desarrollado en las últimas décadas nuestra teología, y de manera particular, la teología que conocemos como teología de la liberación. Es evidente que no toda la teología que hemos realizado en América Latina es la de la liberación. Seguimos siendo herederos, en gran medida, en la mayor parte de los ambientes de nuestra Iglesia, de la teología de la Iglesia universal que se practica en los grandes centros eclesiales del mundo, ya no solamente en Roma y en Europa en general, sino en otras partes desde la época postconciliar, por ejemplo, en Norteamérica. Los frutos que en la Iglesia se han cosechado por este camino de la teología clásica son indiscutibles y no pueden ser ni relativizados ni desconocidos. Hemos producido, sobre todo desde la Edad Media en nuestro mundo cultural, en el cristianismo occidental, un patrimonio impresionante de pensamiento y de sabiduría que da razón de nuestra identidad eclesial. En esta época de apertura ecuménica, esta riqueza se ha hecho más evidente cuando nos hemos vuelto a mirar en un espejo diferente al nuestro, el del cristianismo oriental. Al hacerlo, nos hemos hecho más conscientes de que comprendemos la fe cristiana que vivimos de manera distinta a como lo hacen los cristianos del oriente: nuestra sensibilidad teológica es sobre todo racional, científica por así decirlo. En comparación con ella, en el oriente cristiano y en general en el mundo de las religiones místicas de la humanidad, se tiene una sensibilidad distinta, una sensibilidad mística. Este conocimiento mejor que tenemos actualmente del mundo religioso y cristiano se ha convertido para nosotros en un aliciente que nos mueve a entrar en un gran diálogo cultural, religioso y teológico que servirá para que el desarrollo de nuestra racionalidad se realice en un sentido que nos acerque cada vez más a la vida real y contribuya al crecimiento mayor de nuestro mundo en humanidad. En lo referente a la relación entre el cristianismo occidental y el oriental, un recuerdo del Papa San Juan Pablo II a este respecto es inolvidable: nos convocó a los cristianos de occidente a aprender de nuevo a respirar a dos pulmones (Encíclica Slavorum Apostoli con ocasión del milenario de la evangelización de los pueblos eslavos (1985) y Carta Apostólica Orientale Lumen (1995) con ocasión del centenario de la Encíclica Orientalium Dignitas del Papa León XIII).

Es esa teología clásica del cristianismo occidental la que cultivamos tradicionalmente hasta el Concilio Vaticano II en nuestras instituciones, no sólo evidentemente la teología escolástica medieval, sino también la teología enriquecida por los desarrollos y el progreso que en los últimos decenios nos han planteado los retos de la modernidad.

En relación con la teología de la liberación, todo el mundo conoce las controversias que se desataron en torno a ella. El momento que vivimos actualmente es muy positivo, pues es un momento de madurez y de concordia que nos permite reconocer ahora con mucha más objetividad el valor de esta teología. Un dato significativo, en este sentido, lo constituye la amistad estrecha y sincera que une a dos personajes que espontáneamente miraríamos como antagónicos: el que ha sido considerado como padre de la teología de la liberación, el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, y el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal alemán Gerhard Müller.

La teología de la liberación se define a partir de la identidad profética de nuestras Iglesias y, más allá de todas las discusiones y de las controversias que se han dado a causa de ella, hay que reconocer que ha producido frutos de enorme trascendencia no sólo para la Iglesia nuestra latinoamericana, sino también para la Iglesia universal. No se puede desconocer, es cierto, que las situaciones nuevas que se han presentado en la geopolítica del mundo han tenido consecuencias importantes para nosotros en nuestro mundo eclesial concreto latinoamericano y caribeño como también para la teología. En los momentos del florecimiento propiamente dicho y de la vitalidad máxima de la teología de la liberación, la realidad del mundo grande era diferente: el mundo no estaba integrado como lo está ahora. Nuestra teología no entró propiamente en diálogo con otras teologías y, con el propósito de superar la dependencia eclesial que caracterizaba nuestra manera de ser Iglesia, corrimos el riesgo de encerrarnos dentro de nuestro propio mundo cultural y geográfico y de delimitar excesivamente el ámbito de la conciencia con la que acompañábamos nuestra experiencia eclesial. Pero la situación ha cambiado: a pesar de todas las objeciones que tenemos en relación con el fenómeno de la globalización, poco a poco hemos tenido que reconocer, como un hecho positivo, que vivimos en un mundo que es de todos y que nada se puede vivir de manera aislada sin relacionarlo con lo que sucede en otros lugares del planeta.

En esta nueva situación que vivimos ha llegado a pensarse que la teología local que surgió en nuestras Iglesias ya cumplió su misión. Llegó a decirse, con ocasión del derrumbamiento del socialismo real, que había que cantar el réquiem por la teología de la liberación. Pero no sucedió así: la teología de la liberación sigue mostrando que constituye una riqueza de gran significación para la Iglesia. Sin embargo, aunque ha producido ya muchos frutos, no puede decirse que se haya legitimado para siempre con los propósitos que la han caracterizado hasta ahora; tal vez, algunos de los planteamientos que se han hecho desde ella ya no tienen validez o no tienen ya la importancia que tuvieron originalmente. Lo cierto es que ninguna teología puede quedarse congelada y girando en torno a los mismos problemas, con la mirada puesta en un pasado inmediato que ha sido superado. Toda teología tiene que estar dispuesta a afrontar las preguntas que plantean situaciones nuevas.

De la teología de la liberación puede decirse que nos ha motivado a vivir un cristianismo social, sensible por el sufrimiento, desde la opción por los pobres, y que ha surgido como conciencia natural de un cristianismo profético.

Pero el cristianismo no puede ser solamente esto, un cristianismo social. Tiene siempre otras virtualidades que tienen que llegar a hacerse realidad. Más allá de la teología de la liberación podemos decir que actualmente, desde nuestras Iglesias, sentimos el reto de mirar hacia un horizonte mayor que el escenario pequeño de nuestros problemas: miramos la realidad de la experiencia religiosa de toda la humanidad y nos interesamos por entrar en diálogo con ella y, desde nuestra teología, nos interesamos por realizar nuevos planteamientos teológicos, cuya trascendencia tal vez no conocíamos antes. Es esto último precisamente lo que nos motiva a interesarnos por el proyecto del giro teológico de la fenomenología francesa, para que la racionalidad de la fe que tratamos de encontrar por medio de nuestra teología pueda ser una racionalidad mejor.

LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: UNA TEOLOGÍA QUE SURGIÓ Y SE DESARROLLÓ A PARTIR DEL DESPERTAR DE NUESTRAS IGLESIAS EN SU IDENTIDAD ECLESIAL

No carece de fundamento decir que nuestras Iglesias de América Latina y El Caribe no tenían una identidad eclesial propia hasta mediados del siglo XX. Hasta ese momento, no tenían una cohesión eclesial real, a pesar de los frutos parciales que había producido en este sentido una reunión del episcopado latinoamericano que había tenido lugar en Roma al terminar el siglo XIX, el Concilio Plenario de América Latina (1899). Desde entonces, ellas tuvieron una cierta organización colegial que fomentaba la reunión de los obispos de las diócesis en los distintos países, lo que llamamos las Conferencias episcopales nacionales, pero no se dio nada semejante a nivel continental. No se debía esto solamente a las dificultades de movilización que existían en ese tiempo en el mundo y, en particular, entre nosotros. La razón de todo esto estaba en la eclesiología de la época, la eclesiología tridentina del siglo XVI, con sus características apologéticas motivadas por el fenómeno de la Reforma, que había alcanzado su pleno desarrollo en el Concilio Vaticano I (1869-1870). La concepción de la Iglesia que se expresaba por medio de esta eclesiología era una concepción centralizada en torno al ministerio del Papa, a quien este Concilio había reconocido un primado supremo y universal, fortalecido con la doctrina dogmática de la infalibilidad.

Durante el pontificado del Papa Pío XII (1939-1958), comenzó a darse el proceso de una cohesión eclesial del episcopado de nuestro continente. En el año 1954, fue creado, con este fin, en la Curia Romana, un organismo, la Pontificia Comisión para América Latina (CAL), que sigue desempeñando el papel de puente entre la Santa Sede y las Iglesias de nuestro continente. Pero fue en el año 1955, como fruto de la iniciativa y de los esfuerzos admirables de un obispo visionario chileno, Monseñor Manuel Larraín, cuando se hizo posible la creación, también por parte del Papa Pío XII, de un Consejo permanente del Episcopado Latinoamericano, con sede en Bogotá, el CELAM, como fruto de la I Conferencia General del Episcopado reunida en Rio de Janeiro. Fue así como la Iglesia de América Latina pudo presentarse en el Concilio Vaticano II (1963-1965) con una conciencia incipiente de comunión colegial de su episcopado. Pero todavía no se habían dado los desarrollos de la eclesiología en el sentido de la colegialidad episcopal en los que se habría de fundamentar la nueva concepción de la Iglesia en cuanto Iglesia universal.

A partir del Concilio, empezó a darse, como consecuencia de la eclesiología renovada, un proceso de una inmensa trascendencia para el acontecer concreto de las Iglesias por todo el mundo. De acuerdo con los principios de esta eclesiología, el ideal de la comunión católica de las Iglesias ya no fue, como sucedía tradicionalmente desde el Concilio Vaticano I, el de la uniformidad, según el cual la Iglesia de Roma constituía el único modelo que debía ser reproducido por todas partes en el mundo, sino el de la unidad en la diversidad que permitía una gran apertura en el sentido del pluralismo en todos los aspectos: apertura en el campo de la praxis de la fe, en el de la expresión religiosa y, en particular, en el de la liturgia y de la disciplina eclesiástica; finalmente, apertura en el campo de la teología.

El paso de una eclesiología culturalmente monocéntrica de la Iglesia universal a una concepción culturalmente policéntrica desde el Concilio Vaticano II

El teólogo alemán Johann Baptist Metz, discípulo del P. Karl Rahner, habla del paso, a partir del Concilio Vaticano II, de una concepción, culturalmente monocéntrica de la Iglesia universal en occidente, hacia una concepción culturalmente policéntrica. La Iglesia universal no tiene un único centro, sino que acontece desde varios con una identidad cultural propia, según los ambientes, y con una vocación propia en cada uno de ellos que permite la edificación de la verdadera catolicidad, según el principio de la unidad en la diversidad. El ideal de catolicidad que nos propone el Concilio se remonta, de hecho, a la comprensión original de la Iglesia, la del Nuevo Testamento y la de la época de los Padres de la Iglesia: este ideal se ha mantenido sobre todo en las Iglesias del oriente. El principio de la unidad en la diversidad está en el trasfondo de toda la eclesiología de la Constitución Dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, y es el fundamento de las consecuencias que se derivaron de ella, por ejemplo, en relación con el propósito del ecumenismo.

Hay que anotar, en este punto, que este desarrollo de la eclesiología católica en el Concilio no implicaba de ninguna manera desconocer el papel de la Iglesia de Roma ni su vocación apostólica en función de la comunión eclesial. Ni siquiera las otras confesiones cristianas, las Iglesias del oriente y el Protestantismo, desconocen esta vocación apostólica de la Iglesia de Roma: las diferencias de ellas con la Iglesia católica simplemente se deben a la comprensión del ministerio petrino que ellas interpretan en un sentido de testimonio más bien que de poder. El Obispo de Roma es el gran mediador de la unidad en la Iglesia universal por vocación del Señor. Es en este sentido en el que podemos recordar de nuevo al Papa San Juan Pablo II en una de sus últimas encíclicas ("Ut Unum sint", 1995) en la que pide a los destinatarios de la carta que le hagan llegar sus sugerencias en relación con el ejercicio de su ministerio, para que no sea él un obstáculo para la comunión de la Iglesia, sino más bien un instrumento para lograrla. Pero si la Iglesia de Roma es un centro indiscutible para realizar la comunión de la Iglesia universal, eso no significa que no existan otros centros en los que acontece la Iglesia con identidad cultural diversificada, desde los cuales irradia toda la riqueza plural que debe contribuir a la realización de una auténtica catolicidad.

La Iglesia de América Latina y de El Caribe, centro de irradiación profética en una Iglesia universal concebida en un sentido culturalmente policéntrico

Lo anterior explica la realidad eclesial que hemos vivido en las Iglesias de América Latina y El Caribe en este tiempo conciliar que comenzó hace aproximadamente cincuenta años. Nuestras Iglesias han despertado con una identidad propia que hemos definido como identidad profética. El profetismo, es cierto, constituye una dimensión que no es propia de una Iglesia en particular: es una dimensión de la Iglesia que no puede faltar en ninguna de las Iglesias de los lugares en donde ella acontece. Sin embargo, esta dimensión ha surgido con una intensidad especial en nuestras Iglesias de América Latina y El Caribe, de tal manera que se ha constituido en la nota característica de su identidad.

Ya se ha dicho que nuestras Iglesias no tenían tradicionalmente una identidad definida y que, aunque ya en el pontificado del Papa Pío XII había comenzado el proceso de su cohesión eclesial, todavía en el Concilio nuestras Iglesias no se pudieron presentar con una clara conciencia de su identidad propia. Esta conciencia se despertó realmente en ellas en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar en Medellín en 1968, que tuvo como propósito hacer oficialmente la recepción del Concilio y cuyos objetivos pastorales fueron señalados en el lema con el que se le identifica: "La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio".

Volvámoslo a decir: el dinamismo profético irrumpió desde entonces con una fuerza inmensa en la Iglesia universal desde nuestras Iglesias, y contribuyó enormemente a la renovación que estamos viviendo y que queremos vivir hacia el futuro. Sin lugar a dudas, un signo de lo que el Espíritu de Dios ha producido en la Iglesia universal a partir de la historia de nuestras Iglesias del Tercer Mundo y sobre todo de América Latina y El Caribe es la elección del Papa Francisco. De todos los últimos Papas, en particular del Papa San Juan XXIII, decimos que han sido portadores de ese carisma profético y que han sido, indudablemente, testigos de la presencia del Señor y de su Espíritu en su Iglesia. Pero el hecho de la elección del Papa Francisco, un Papa surgido inequívocamente de la entraña profética de nuestras Iglesias, se ha convertido en un testimonio providencial de lo que esto significa para la Iglesia universal. Su pedagogía pastoral se ha venido expresando de una manera catequética simple y comprensible que nos cautiva; en relación con el tema al que nos venimos refiriendo, una expresión que escuchamos de sus labios desde los primeros días de su ministerio resume admirablemente todo el contenido profético de la Iglesia de la que surgió: "Cómo quisiera yo que la Iglesia fuera una Iglesia pobre y de los pobres".

En términos generales, pueden hablarse de dos importantes frutos de la Conferencia de Medellín, a la luz de los cuales se comprenden todos los demás: el surgimiento de la conciencia de la identidad profética de nuestras Iglesias, y el surgimiento de una teología que acompañó el desarrollo de esa conciencia, la teología de la liberación. Todavía no existía oficialmente, por decirlo así, cuando se reunió la Conferencia de Medellín, la teología de la liberación, pero ya en ella, como fenómeno germinal, acompañó sus trabajos, y en ella comenzó a desarrollarse durante los años que siguieron. ¿Cuáles son, en términos generales, los aspectos constitutivos de la identidad profética de nuestras Iglesias, y cuáles las características de esta teología? Es la pregunta que nos queremos plantear a continuación.

EL PROFETISMO COMO CARACTERÍSTICA FUNDAMENTAL DE LA IDENTIDAD DE NUESTRAS IGLESIAS Y DE LA TEOLOGÍA QUE SE HA VENIDO ELABORANDO EN ELLAS

Una tipología que ha servido para clasificar las religiones ha utilizado dos categorías diferentes para distinguir dos familias de religiones de la humanidad: las categorías del profetismo y de la mística. Al referirse a la experiencia religiosa que se hace posible en los distintos tipos de religiones, según se les considere como pertenecientes a la familia de las religiones proféticas (judaísmo, cristianismo, islam) o a la de las místicas (hinduismo y budismo), se han hablado de los fenómenos correlativos de la palabra y el silencio. Las religiones proféticas son religiones de la palabra: en ellas se dice que Dios habla e interpela al hombre para que, como oyente, responda con su propia palabra, la palabra de la fe. Las religiones místicas son, en cambio, religiones del silencio. En ellas no se dice que Dios habla: Dios se deja experimentar, el hombre hace en ellas la experiencia de Dios. Esta manera de comparar estos dos tipos de religiones se fundamenta en el sentido literal de la etimología 'profeta', que se deriva del verbo griego phemí que significa 'hablar'. Pero, ¿es suficiente la consideración de este sentido del profetismo para explicar el sentido en el cual en nuestro discurso eclesiológico hablamos de la identidad profética de nuestras Iglesias? No sobra decir que la consideración establecida para hablar de palabra y de silencio, en el contexto de la religión, es metafórica y no es la única conocida: de hecho en la revelación bíblica, para hablar de la relación entre Dios y el hombre, sobre todo en el caso del profetismo, también se ha utilizado, y tal vez en un sentido más original que el de la palabra, la metáfora de la visión: el profeta es un vidente.

Puede decirse que en la eclesiología conciliar el profetismo estaba en el trasfondo de todo lo que se dijo acerca de la misión de la Iglesia, que fue definida como una diaconía evangélica, un servicio de evangelización en un momento en el que el Papa San Juan XXIII había querido que la Iglesia asumiera una actitud de diálogo con todos los interlocutores y, de manera especial, con la modernidad. La Iglesia no estaba dialogando con la modernidad. Este sentido de la misión suponía asumir un compromiso con toda la humanidad, con todo ser humano, no sólo desde la dimensión alegre de la existencia (el gozo y la esperanza), sino también desde la dimensión sombría de la misma (las angustias y los sufrimientos), como se dice en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la misión de la Iglesia en el mundo actual. El profetismo está presente en toda la eclesiología del Concilio, especialmente en la consideración de la Iglesia como pueblo de Dios y en la compresión del sentido original de los ministerios ordenados.

Pero el profetismo del que hablamos, en el contexto eclesiológico de nuestras Iglesias, tiene un sentido concreto que no se identifica propiamente con el sentido general del profetismo bíblico que nos encontramos en la eclesiología conciliar. Su fundamento, en el caso de nuestra eclesiología latinoamericana, también es ciertamente bíblico, pero su utilización concreta tiene un aspecto que no se identifica totalmente con el del profetismo de la religión bíblica. Este sentido que se definió en el acontecimiento eclesial de la Conferencia de Medellín y que caracteriza la identidad de nuestras Iglesias es el del profetismo social, un profetismo de interpretación de la realidad, a la luz de la fe, y de compromiso con un proyecto social, político en el sentido noble de la palabra: el proyecto de la liberación.

Algunos elementos fundamentales de la recepción del Concilio fueron: toda la eclesiología conciliar en lo referente tanto a la conciencia renovada de lo que debe ser la Iglesia en el sentido de la eclesiología de la comunión como a la misión. En este último caso, la concepción conciliar de la misión que se recibió en Medellín es la que está expresada en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes y en la lectura de ella realizada por el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum Progressio. Se ha dicho que la recepción del Concilio realizada en Medellín se hizo de manera original a partir de la comprensión de la misión pastoral de la Iglesia, como la proponía el Concilio, y que fue la Conferencia de Medellín la que le dio a esa concepción conciliar toda su dimensión profética, la cual comprende algunos elementos constitutivos que son las notas que caracterizan el sentido de la identidad propia de nuestras Iglesias: en primer lugar, la opción por los pobres; en segundo lugar, el desarrollo de la eclesiología de la comunión en el sentido de las comunidades eclesiales de base; y en tercer lugar, como concepción integral del objeto de la misión, el proyecto evangélico de la liberación. Cada uno de estos elementos constitutivos de la identidad profética de nuestras Iglesias son también pilares constitutivos de la teología que la ha acompañado, la teología de la liberación. No se puede pasar por alto, de todas maneras, algo que desde Medellín es también fundamental para comprender los ideales de esta Iglesia profética que constituimos: la opción preferencial por los jóvenes, algo completamente comprensible en una sociedad y en una Iglesia cuyo sujeto mayoritario son ellos.

Todo el proceso que en este sentido se ha desarrollado en nuestras Iglesias se fue enriqueciendo en las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano que tuvieron lugar desde entonces: Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). Todas ellas han interpretado este proceso en términos de evangelización y de nueva evangelización, y en todas ellas se ha mantenido el propósito profético al hablar de la misión de la Iglesia desde el punto de vista de la promoción social, el compromiso ético y político de la Iglesia, por así decirlo. El profetismo de nuestras Iglesias ha fundamentado el desarrollo entre nosotros, más que en todas las otras Iglesias del mundo, de un cristianismo social.

La teología de una Iglesia con identidad profética

Hace poco falleció el sacerdote jesuita brasileño Joâo Batista Libânio, uno de los más conocidos representantes de la teología de la liberación, a quien con esta mención quisiera que le hiciésemos un merecido reconocimiento. En su obra titulada Teología de la liberación. Guía didáctica para su estudio (1989), el Padre Libânio describe brevemente lo que ha sido la historia de la teología y hace referencia a la teología clásica, tradicional, escolástica y moderna para contextualizar lo que en dicha historia ha sido la teología de la liberación:

La catolicidad de una teología se mide (dice él) por su inserción en la tradición teológica de la Iglesia. Sólo se entiende en relación todo el patrimonio teológico anteriormente acumulado, bien asumiéndolo en una franca continuidad, bien superando sus límites con algunos toques de novedad y de originalidad. Por eso toda teología sigue la serie de las anteriores, continuando en la misma tradición católica. Sin embargo, rompe también con ellas, marcando su originalidad. La teología de la liberación no constituye una excepción a la regla. Se sitúa en el interior de la tradición católica, continuando el esfuerzo de la "fides quaerens intellectum" (la fe que busca entender) de todas las teologías anteriores, pero resulta original por su nueva manera de encontrar una inteligencia en el interior de la fe. (p. 83)

La teología de la liberación no nació de la nada: la coyuntura histórica de su surgimiento es nuestra realidad humana y social, pero, de manera particular, nuestra realidad eclesial profética. Su inserción dialéctica en el proceso histórico de la teología, según la afirmación del Padre Libanio, significa que ella ha asumido, de alguna forma, toda esa tradición, pero, al mismo tiempo, la ha superado.

Algunos nombres de teólogos europeos modernos han sido relacionados con los orígenes de la teología de la liberación: el de Johann Baptist Metz y el de Jürgen Moltmann. La próxima intervención del profesor Raúl Zegarra se va a ocupar expresamente de la teología de Metz (y de David Tracy). Quiero hacer aquí una breve referencia al profesor Metz con un cierto carácter de testimonio personal. El profesor Metz es un sacerdote de la arquidiócesis en la cual fui ordenado como sacerdote, la arquidiócesis de Bamberg (Alemania). Discípulo muy reconocido del P. Rahner, Metz se desempeñó casi toda su vida como profesor de teología fundamental en la Universidad de Münster. En la década de los años ochenta, realizó una gira por América Latina, programada y auspiciada por el Goethe-Institut que incluyó una visita a nuestra ciudad, donde, entre otras actividades, dictó algunas conferencias en la Universidad de Antioquia sobre el desarrollo de la eclesiología de la iglesia universal en el sentido del policentrismo cultural y sobre la teología post-idealista en la Iglesia y en la sociedad. A quienes lo acompañamos en su estadía entre nosotros nos explicó la razón de ser de su gira: tenía un inmenso deseo de comprobar con sus propios ojos lo que era el ambiente natural en el que se originaba la teología de la liberación, las comunidades eclesiales de base de una Iglesia que se percibía desde Europa como un centro de irradiación profética en la Iglesia universal. Esta apreciación del profesor Metz se puede considerar confirmada por la posición de los hermanos Boff, Leonardo y Clodovis, quienes mostraron por ese entonces en una pequeña publicación titulada Cómo hacer teología de la liberación (1986), utilizando la metáfora de un árbol, que esta teología se realizaba en tres niveles en la Iglesia: el primero, que corresponde a las raíces del árbol, en el nivel del pueblo, en las comunidades eclesiales de base; el segundo, que corresponde al tronco, en el nivel de la actividad pastoral de la Iglesia renovada; y el tercero, que corresponde a las ramas, en el nivel de la teología profesional, un fruto último de una teología que no tenía por lo tanto su origen en las bibliotecas o en los cubículos de los profesores, sino en la vida concreta de la Iglesia.

Al profesor Metz se le consideró siempre como un teólogo que tuvo mucho que ver con el surgimiento de la teología de la liberación: su pensamiento contribuyó efectivamente a definir lo que ella llegó a ser. Metz había vivido también un interesante proceso, que podría ser calificado como un giro teológico, en el sentido del paso de una teología abstracta, sin sujeto concreto aunque plenamente actualizada en el sentido de la antropología trascendental, hacia una teología concreta, de carácter no privatizado, que fue conocida como la teología política, la teología que ha hecho precisamente que se le hubiera relacionado con la teología de la liberación con la cual él mismo reconoce el parentesco (Ruz, 2008):

Ambas teologías (dice él) han surgido del espanto frente a lo poco que nuestro discurso cristiano sobre Dios ve y escucha los gritos dirigidos al cielo por la historia de sufrimientos de los hombres. Por eso, ambas posiciones están impregnadas por una determinada sensibilidad por la teodicea. Aquí, la teología política quiere hacer inolvidable en la teología cristiana el grito de las víctimas de Auschwitz. La teología de la liberación quiere hacer audible en el logos de la teología el grito de los pobres. Ambas concepciones teológicas son, en este sentido, "postidealistas". (p. 575).

El Padre Libânio (1989) se refiere a la teología de Metz, que tuvo importancia en el origen de la teología de la liberación, en los siguientes términos:

J. B. Metz... elabora una "teología política" como instancia crítica a la práctica eclesiástica y a la propia formulación teológica. Plantea como programa la desprivatización de las categorías teológicas y la función crítica de la fe, de la Iglesia y, en consecuencia, también de la teología. (p. 94)

Y de la de Moltmann dice:

J. Moltmann, en una perspectiva bíblica e inspirado por el filósofo marxista alemán E. Bloch, recupera las categorías proféticas para esta función crítica de la teología. Y elabora la "teología de la esperanza" como respuesta a la crítica ideológica marxista y como inspiración para una acción solidaria en la sociedad de la abundancia. (p. 94)

Sin embargo, ya desde el principio, desde la publicación de la obra que es considerada como el hecho original de la teología de la liberación, Teología de la liberación. Perspectivas, que se remonta a una conferencia del año 1968, Gustavo Gutiérrez expresaba las diferencias sustanciales entre la teología de Metz (teología política) y la de Moltmann (teología de la esperanza), y la teología de la liberación, puesto que ellas sólo tenían validez para un mundo diferente al de América Latina. El Padre Libânio afirma:

En una palabra, la teología de la liberación se sitúa ante la teología moderna en un esfuerzo gigantesco por captar sus grandes conquistas, conservándolas, pero al mismo tiempo superando los límites impuestos por su localización social en el primer mundo, el del capitalismo avanzado, el del liberalismo democrático burgués, a partir del lugar nuevo del Tercer Mundo, del capitalismo periférico y dependiente, de los movimientos populares en busca de liberación de una situación de pobreza y de marginación. Así, la teología de la liberación se enfrenta con una nueva pregunta. Esta pregunta nace de la práctica pastoral de liberación dentro de un contexto en el que al mismo tiempo existen la explotación drástica y la dominación por un lado y los movimientos de liberación en curso por otro. Unos cristianos comprometidos en este contexto plantean preguntas a su fe. Aunque algunas preguntas de la teología de la liberación tienen un origen parecido a las del marxismo, sin embargo se dirigen a una instancia completamente distinta. (pp. 97-98)

Poco a poco, el desarrollo de ambas teologías, la política y la de la liberación, fue mostrando una relación cada vez más estrecha entre ellas, reconocida tanto por parte de Metz como por parte de los teólogos más importantes de la teología de la liberación. Lo más destacable para explicar esta cercanía es el hecho del desarrollo que se dio en la teología política de Metz, ya desde 1969, en relación con la tesis de la memoria (memoria passionis) de Walter Benjamin y, posteriormente, de manera más explícita, con las tesis de los pensadores de la escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer), en particular con la tesis de la razón anamnética de Habermas que lo llevaron a plantearse, como objeto de dicha teología, la cuestión de la teodicea con la atención puesta en una realidad concreta de la historia, el sufrimiento de los inocentes, el horror de Auschwitz, como un ejemplo de todos los sufrimientos de la humanidad. Con estos planteamientos no estamos lejos de la situación planteada por la teología de la liberación al hablar de los pobres, del sufrimiento como reverso de la historia, como el objeto propiamente dicho de una praxis de la fe cristiana y de las teologías que la acompañan, la política y la de la liberación. En relación con esto, los autores del artículo citado sobre Metz afirman (Ruz, 2008, art. Citado):

El tema de Auschwitz, en particular, a diferencia del contexto norteamericano, solo tardíamente ha sido tematizado en la teología alemana de la posguerra. En este punto, la teología política, principalmente Metz, junto a otros autores como J. Moltmann y D. Sölle, conserva un valor ejemplar. Además, con Auschwitz y las referencias a la Iglesia del tercer mundo, en su mayoría pobre, adquiere enraizamiento histórico-contextual su categoría central referida al sufrimiento en el mundo. Con la palabra "Auschwitz", y no simplemente "Holocausto" o "Shoah", Metz pretendía, precisamente, "trazar una topografía del horror", dejar la catástrofe "asociada a un lugar histórico concreto".

La referencia a Metz y a Moltmann, que he querido hacer en estas reflexiones para ilustrar lo que ha caracterizado en su identidad a la teología de la liberación, nos puede servir para señalar el aspecto que en ella tiene que ver con el tema de este Congreso: la dimensión ética y política que caracteriza la praxis de nuestra fe y a la teología que la acompaña y que se puede expresar, a fin de cuentas, como la respuesta a la pregunta por el sentido del sufrimiento del inocente y por el del grito de los pobres. Lo profético tiene que ver con ambos temas. Nuestra religión es una religión de la compasión y desde esa sensibilidad se comprende todo lo que se puede lograr por medio de ella, lo que Dios nos inspira para que en nuestro mundo sea posible el sentido de la salvación que llamamos la liberación.

CONCLUSIÓN: LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y EL GIRO TEOLÓGICO

Hemos dicho desde el principio que el giro teológico se ha convertido en un proyecto que contribuye a aportarle un aire nuevo de importantes consecuencias a la teología. El gran deseo de renovación que nos anima en todos los aspectos puede encontrar realmente por este camino un futuro prometedor no sólo para la teología en general, sino para la teología contextual que conocemos entre nosotros y que tanto ha tenido que ver con la ética y la política.

Ante todo, nos podemos preguntar por el giro mismo que la teología de la liberación ha ejercido en relación con la teología clásica. En un sentido semejante a como Janicaud ha planteado sus objeciones en relación con el giro teológico de la fenomenología, también en relación con la Teología de la liberación, se han presentado objeciones en el sentido del giro político que ella ha introducido en la teología clásica. ¿Se trata de una teología que ha politizado indebidamente la fe? ¿Se trata de una teología que ha incursionado en dominios que no son los que le correspondían a la teología por naturaleza? Estas preguntas no son desconocidas: las plantearon en toda la controversia que se dio durante varias décadas al interior de Ia Iglesia muchas personas: el Papa San Juan Pablo II, el Cardenal Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, muchos pastores y teólogos.

La teología de la liberación: ¿un giro teológico al interior de la teología?

Probablemente, tenemos que responder que estamos lejos, por lo menos en las corrientes más serenas de la teología de la liberación, de una época en la cual se dio el riesgo de una politización indebida de la fe. Lo que ha quedado claro de todo ese fervor profético que ha definido la identidad de nuestras Iglesias y que ha expresado con audacia la teología es la conciencia clara del compromiso histórico con la salvación, que es precisamente lo que hemos designado por medio de la categoría de la liberación. No somos cristianos simplemente para resolver las preguntas que se nos plantean en un sentido escatológico trascendente, en cuando a lo que acontecerá cuando no vivamos ya esta vida terrena. El cristianismo es una propuesta de salvación que toca nuestra vida presente y, por tanto, tiene necesariamente una dimensión ética y política.

Pero la teología de la liberación ha realizado, además, al interior de la teología tradicional, inversiones que constituyen un giro teológico plenamente justificado y que está en consonancia con el desarrollo de la conciencia de la fe que se ha vivido en estos años de renovación conciliar. Por una parte, ella ha puesto su atención en el objeto de la teología de manera diferente a como se hacía antes: ella no considera simplemente la realidad abstracta de la revelación, sino la realidad de la fe vivida, pues la teología es la reflexión de la praxis de la fe vivida. Por otra, en relación con el sujeto de la teología, la teología de la liberación considera que es toda la comunidad cristiana la que está llamada a reflexionar su fe, pero una comunidad mirada desde la perspectiva de los pobres, no simplemente desde la de los profesionales de la teología. Y finalmente, de acuerdo con el objetivo fundamental de la teología, la teología de la liberación reconoce que no hacemos teología simplemente en función del Magisterio de la Iglesia, sino en función de toda la comunidad. En una palabra, esta teología, más que en la teoría de la fe, ha puesto su mirada en la praxis de la fe. Es una gran inversión, un giro que nos ha puesto a mirar la realidad desde una perspectiva diferente a la que estábamos acostumbrados a considerar.

Los retos del giro teológico de la fenomenología para la teología de la liberación

Pero la pregunta propiamente dicha que motivó estas reflexiones es esta que podemos intentar responder para terminarlas: ¿qué tiene que decir el giro teológico de la fenomenología, lo que nos han planteado Jean-Luc Marion principalmente y otros filósofos a quienes se les atribuye este giro?

El gran discurso sobre la revelación entendida como el "fenómeno saturado", con todo lo que él implica, ya nos ha servido para referirnos a la teología en general: por este camino lo replanteamos todo en un sentido que constituye una gran luz para expresar mejor el sentido de nuestra fe. Nos hemos replanteado sobre todo la pregunta por el tipo de racionalidad que nos debe interesar para hacer teología. A fin de cuentas, el objeto de nuestra fe no es simplemente el que percibimos con una racionalidad abstracta, conceptual, sino con una racionalidad plena: la experiencia de la donación, la del Dios amor, la experiencia mística.

Pero hay algo más que decir, pues toca más de cerca con el tema de nuestra teología: la consideración del giro teológico nos hace pensar que vale la pena integrar, dentro de todas las realidades que hemos aprendido a mirar desde la gran categoría del "fenómeno saturado", el propósito de la liberación. Si no es en ese sentido del "fenómeno saturado", la teología no tiene manera de explicar lo que estrictamente hablando significa, en el campo de la experiencia de la fe, la salvación real. Nuestra teología tiene, con el giro teológico, una gran oportunidad para dar razón del sentido pleno de la liberación.

... ¿qué ocurriría si un día los seres humanos no pudieran defenderse de la desgracia existente en el mundo más que con el arma del olvido; si solo pudieran construir su felicidad sobre el despiadado olvido de las víctimas, sobre una cultura de la amnesia según la cual el tiempo, supuestamente, cura todas las heridas? ¿De qué se alimentaría entonces la rebelión contra el sinsentido del sufrimiento injusto e inmerecido que hay en el mundo? ¿De dónde vendría la inspiración para preocuparse por el sufrimiento ajeno y para la visión de una nueva y mayor justicia? (Johann Baptist Metz).


REFERENCIAS

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