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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.42 no.98 Bogotá July/Dec. 2015

 

LOS SACRAMENTOS: CELEBRACIONES SIGNIFICATIVAS EN LA IGLESIA DEL ENCUENTRO DEL HOMBRE CON DIOS

Sacramentología en la doctrina del P. Alberto Ramírez

Pbro. Dr. Juan David Muriel1


Es tarea difícil presentar de una forma sintética la admirable huella teológica a nivel sacramental de un coloso académico de la talla del Padre Alberto Ramírez, quien fuera faro de luz y sabiduría de los caminos de nuestra iglesia particular de Medellín y de nuestra Universidad Pontificia Bolivariana.

Pero si partimos de su vida sacerdotal, simple y generosa, y de su testimonio luminoso pero evangélico, la tarea deja su carga pesada y nos abre al horizonte de la contemplación del legado de este hombre que no creo haya querido ser recordado meramente como el dogmático exponente de una elucubración complicada y llena de artificios, sino como el sabio bíblico pregonero de un estilo de vida, el del Señor Jesús, revelado en el P. Albertico con una sonrisa y con una simpleza admirables, que no dejaba por eso de ser exposición clara, poderosa, contundente y sincera de los principios de nuestra verdad.

Como elementos característicos de una lectura transversal de su obra sacramental estarían en síntesis:

1. JESUCRISTO, SACRAMENTO DE DIOS Y DEL HOMBRE

La cristología es el hecho fundante de la reflexión sacramental del P. Alberto, digno heredero del Vaticano II, que ve en Jesucristo la clave hermenéutica para interpretar los destinos del hombre y sus preguntas últimas.

El Mesías, "luz de los pueblos..., en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención" (LG 1, 3). Él, principio y fin de la historia humana, es la posibilidad última y única para el hombre de encontrar gracia y salvación, y de descubrir la inmensidad del plan económico redentor del Padre en favor de los seres humanos y de toda la creación. Él es sacramento en cuanto germen revelador de un misterio de nueva creación que, en los actos rituales de los sacramentos en la Iglesia, comunican la gracia y devuelven al hombre la belleza y el orden caóticamente desfigurados por el pecado.

"En Jesucristo se ha realizado el encuentro visible, manifiesto, de Dios con el hombre. Jesucristo es por lo tanto el signo de Dios y el signo del hombre" (Ramírez, 1982, p. 96).

La grandeza de la afirmación anterior es que en primer lugar Cristo es el eje sacramental sin el cual los espacios celebrativos serían pura magia, superstición, momentos vacíos de un caminar construido a punta de repeticiones rituales que, sin el acontecimiento pascual del Señor, no revestirían novedad ni santidad, y se convertirían en meros elementos rubricales que no convertirían el corazón del hombre ni permitirían a la Iglesia abrirse al misterio. Lo anterior se constituye en un llamado apremiante a algunas celebraciones actuales en donde el presidente, amo y señor, quiere ser el protagonista principal, en donde el afán de lo novedoso interrumpe la Tradición de la historia cúltica revelada por el Padre a través de signos inmemoriales, en donde no hay espacio para la proclamación y explicitación de la Palabra, en donde se teme al silencio de la vía del Espíritu y se rellenan los espacios con algarabía y confusión. Es la corrupción de una vida sacramental orientada por el afán del lucro económico o el brillo personal, y no por el amor a Dios que debe ser glorificado y el afecto por el hombre que debe ser en cada celebración instruido, catequizado, amado, acogido, bendecido, santificado.

Pero, en segundo lugar, esta afirmación es una mirada tranquila al misterio del hombre total que viene iluminado por la figura del Mesías. Cristo es el signo del hombre en cuanto es carne ungida por el Espíritu que lo consagra a fin de ser instrumento de redención para y por los más pobres. Las celebraciones sacramentales, lejos de ser mera belleza quimérica y abstracta, deben cantar la grandeza de una humanidad que, en el plano de la historia salvífica, viene rescatada en admirable comercio y levantada a la absorción en plenitud de la vida íntima trinitaria. Ese gratuito y maravilloso trueque es la base de la dimensión sacramental y de toda celebración cúltica eclesial, que tiene las aspas de la cruz de Cristo como peldaños de una escalera que permite al hombre acceder a la realización plena, a su felicidad, a su salvación, que es a la vez personal y comunitaria, y un día, al cielo:

Los sacramentos reproducen por lo tanto, todo el movimiento salvífico cristiano, que descrito por medio de una metáfora espacial, se presenta como un movimiento vertical doble, pero único: el movimiento descendente de Dios hacia el hombre en Jesucristo y el movimiento ascendente del hombre que responde a Dios también en Jesucristo. Estos dos aspectos de la totalidad sacramental corresponden a lo que en general ha sido denominado «santificación y culto». (Ramírez, 1977b, p. 63)

He aquí la síntesis admirable de la cristificación que se obtiene en los sacramentos, sobre todo en el sacramento admirable de la iniciación cristiana, que pascualiza en Cristo a los regenerados por el agua lustral del bautismo, les regala el don del Espíritu y los sienta en el banquete nupcial eucarístico que es vínculo de comunión y compromiso fraterno: los sacramentos son el punto focal de un encuentro gracioso entre Dios y el hombre, en donde el Padre sirve al Hijo como sacrificio que actualiza sacerdotalmente la vida, como banquete parenético que por la luz de la Palabra enseña el camino para obrar en santidad, y como eterno ejercicio de un sacerdocio perenne que es tarea pontifical eterna de intercesión por los hombres, prolongación ritual del evangelio como propuesta de realización antropológica por la que Dios quiere que todos los hombres sean salvos y conozcan su íntima verdad.

Es decir, en el corazón de la vida sacramental, en el devenir del año litúrgico, en la sucesiva cadencia ritual de la praxis celebrativa que acompaña los núcleos existenciales básicos de la vida del creyente, éste "aprende a ser cristiano" con elementos que deben retomarse necesariamente de la Tradición bíblico-eclesial para que se garantice la estructura pedagógica fuerte y consistente que dé como resultado la sequela Christi con sus frutos de santidad y discipulado; dichos elementos son el "kerygma primitivo (proclamación de la muerte y la glorificación de Jesús, con su carácter de invitación a la conversión)", los principios rituales de la genuina educación en la fe: celebración, noviciado-catequético de instrucción como "ejercicio en que tiene que estar implicada toda la persona" y su entorno (familia, escuela, iglesia), el aspecto racional y el aspecto vivencial solidario eclesial2.

Debe pues comprender este "sujeto pedagógico celebrativo", el creyente que se acerca a las fuentes crísticas de la iniciación, que el camino que se le presenta al acercarse a la vía sacramental es el camino del discipulado cristiano, que descubre en la persona de Cristo su cumbre, su proyecto totalizante, su verdad misteriosa y a la vez deslumbrante.

Es un llamado de atención del P. Ramírez a celebraciones sacramentales en las que Cristo y su caudal de gracia pueden oscurecerse: celebraciones mal preparadas, con ausencia de estética y dignidad, que no sirven con abundancia el banquete de la Palabra, que quieren ser sólo fiesta para los sentidos y los sentimientos pero sin vinculación responsable con la vida social o con las exigencias evangélicas personales o comunitarias, sin proyección mistagógica ni seguimiento pastoral alguno, ferias al por mayor en las que se abusa del misterio y de la economía redentora, o momentos fríos y calculados de una repetición hierática de rituales mecánicos sin interpelación directa a quien celebra y sin dinamismo solidario con el que sufre, lugares y espacios cúlticos que deberían resplandecer por su noble sencillez y dignidad, convertidos en arreglos exagerados y sin gusto que a fuerza de gastados simbolismos se hacen chocantes y sobreactuados.

Es Cristo pues quien debe resplandecer glorioso y sencillo en el septenario sacramental: por su presencia sacerdotal en las actitudes reverentes y amables de quien preside la acción, por la belleza y realidad de los signos, por la calidad y abundancia del banquete servido de la Palabra divina en libros y claridad profética de quien proclama, por la acogida festiva y obediente de una asamblea eclesial que se hace cuerpo sacramental del Resucitado en su actitud sacrifical y comunitaria, por el silencio y la plegaria aún hecha canto que abren a la Iglesia las vías insondables del misterio... Celebrados así, los sacramentos actualizan la gesta salvadora del Señor y son de nuevo su paso refrescante y liberador por una humanidad dividida y reseca, hambrienta de gracia y consuelo:

Los sacramentos deben ser referidos a Jesucristo, en la totalidad de su misterio original: si no, los sacramentos son puras acciones humanas y sus efectos salvíficos son engañosos...los sacramentos realizan efectivamente la salvación, por la actualización del misterio total de Cristo. No debemos comprender los sacramentos de manera distinta como fueron comprendidos por el Señor y en ese sentido la noción de memorial es fundamental. En la celebración sacramental se realiza verdaderamente la presencia actual, salvadora, del misterio del Señor. (Ramírez, 1983, p. 24)

2. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE JESUCRISTO. LOS SACRAMENTOS, EPIFANÍA DE LA IGLESIA

La esposa del Señor resucitado, su cuerpo místico, es el segundo gran tópico de la sacramentalidad del P. Alberto:

La Iglesia es el signo actual de Jesucristo... Conviene insistir en el hecho de que la Iglesia es la comunión de los hermanos, que existen en Jesucristo, como hijos de un mismo Padre. En la existencia cristiana de estos hombres acontece la Iglesia. Esta existencia cristiana es la misma existencia humana, pero vivida en profundidad, con una constante apertura trascendente. Si en último término la finalidad de la Iglesia es la de hacer posible la salvación de los hombres, entonces se puede decir que ella cumple su misión cuando los hombres cristianos, al realizar su historia humana, se encuentran con Dios, aún más, hacen acontecer la historia misma de Dios. (Ramírez, 1982, p. 96 )

Ninguna vocación en la historia de redención es una vocación para si misma; ella cobra sentido trascendente y absoluto en la medida en que se vuelve vocación de servicio para el pueblo. Los grandes líderes del proceso salvífico fueron constituidos, elegidos, ungidos, preparados, dispuestos, enviados, para, en el nombre del Señor, conducir, guiar, apacentar, instruir, catequizar, juzgar, regir, santificar y enseñar al pueblo de Israel. La Qahal, asamblea periódica que escucha las propuestas reales y judiciales y responde al proyecto social común, se convierte en el Antiguo Testamento en Qahal Yahveh cuando permite el acontecer mistérico que la reúne y la salva per ritus etpraces, haciendo anámnesis colectiva del hecho salvífico, haciendo presente el amor del Señor que libera y redime, escuchando la Palabra de vida y tratando de construir en común un espacio de conversión que no sólo mirara a Dios como único Señor, sino a la dimensión comunitaria como única posibilidad de alcanzar plenitud; era la necesidad de la búsqueda de salvación como pueblo, como familia.

La Iglesia de Dios, su pueblo, en acto de comunión y redención solidaria, fundada por Jesús, es definida en el Nuevo Testamento como cuerpo, como edificación, como redil, como viña, como esposa, como templo de piedras vivas, como Jerusalén celeste. Ella en fin "es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1) y su misión de fortalecer la unidad en la diversidad, de consolar y de enseñar santificando, está presente en su acción evangelizadora, en su vida celebrativa, en su denodada acción social en beneficio de quienes sufren.

Por eso, para el P. Alberto, el misterio de la Iniciación cristiana no puede ser sólo el misterio de "aprender a ser cristiano", sino también el proceso de "aprender a ser Iglesia", el proceso de verdadera "inserción en la comunidad eclesial". La Devotio moderna, con su carga de intimismo, pietismo e individualidad, habían estrechado enormemente el horizonte comunitario de los sacramentos y de toda la vida cúltica, olvidando inclusive la raíz misma del término liturgia, λαο' ∈ργον, como servicio de amor prestado en beneficio de todos, labor comunitaria que se cumple para un fin común, que llega a su esplendor en el hecho oferente perenne del sacrificio de Cristo en beneficio de toda la humanidad, lo que lo constituye el único y verdadero liturgo, sumo y eterno sacerdote.

El movimiento litúrgico redescubrió la fuerza arrolladora de la vida eclesial primitiva que veía el plural celebrativo y la sacramentalidad eclesial como la base de un proceso crístico que no lo realizan sujetos aislados, sino el pueblo, del cual Cristo Resucitado es cabeza. Todos celebran por todos y esto, según el P. Ramírez, dio vida nueva no sólo a la práctica misma de la obra sacramental, sino a la profundidad de la doctrina sacramentaria y a la pregunta sobre la identidad del pueblo santo y su relación con Dios, consigo mismo y con el mundo:

Se ha superado ya la época en la cual la fe cristiana estaba privatizada. En esa época, el interés primordial era el de la salvación personal en el futuro y el de la perfección personal en el presente, con miras a asegurar la salvación eterna. También los sacramentos estaban afectados por esta privatización: la Eucaristía, por ejemplo, se había convertido en «mi misa» y en «mi comunión». La insistencia actual en el carácter eclesial de la existencia cristiana y por lo tanto también en el carácter comunitario de su manifestación sacramental, ha traído consecuencias muy positivas tanto para la comprensión mejor de nuestra identidad cristiana, como para la mejor conciencia del sentido de nuestras celebraciones. Desde esta insistencia comunitaria, la existencia cristiana puede ser designada como un compartir de la vida...un compartir profundo de la misma... desde el horizonte más profundo y rico que pueda ser considerado, el horizonte de Dios. (Ramírez, 1981b, pp. 99-100)

Qué interesante y necesaria reflexión a la hora de interrogarnos por la esencia misma del hecho cúltico, no como una praxis personal y devota desprovista de cualquier compromiso político o fraterno, sino como la manifestación epifánica del corazón de la Iglesia, pueblo en comunión que celebra el misterio del amor trinitario hecho realidad significativa y operante a través de los sacramentos. Ya lo grita el centro de la Plegaria eucarística cuando pide en la segunda epíclesis, aquella sobre la comunidad reunida en acontecer litúrgico, el Espíritu de la misericordia y de la concordia, a fin de que todos "a Spiritu Sancto congregemur in unum".

Cuánta discordia ritual constatamos en nuestras asambleas hodiernas: pululan los nuevos "ritos" que se apartan del espíritu de lo que constituye la verdadera adaptación ritual, el devocionalismo y la "iluminación" de personas y grupos hacen estragos al aparato ritual que se ve sofocado por prácticas que a veces rayan en el esoterismo y la magia intuitiva y manipuladora de lo sacro; las comunidades deben a veces sacudirse por la voz profética de quien las orienta para que se abran a caminos concretos de proyección solidaria y justa que haga creíble y actuante la plegaria común; cada movimiento quiere imponer usos y costumbres pseudo-litúrgicos a veces desoyendo la orientación correcta del sano magisterio y de los pastores que buscan unidad celebrativa y sano equilibrio ritual; las normas y los libros universales que han compilado la sabiduría y la riqueza de la praxis celebrativa son vistos por muchos, aún presidentes de las celebraciones, como camisa de fuerza que asfixia el espíritu comunitario y cercena la libertad y la autenticidad; algunos grupos hacen depender, como neo-herejes sacramentarios, la eficacia y belleza de la celebración, del sacerdote que se persigue por sus cualidades, o por el ministerio musical de turno que mueve cuerpos y sensibilidades, o por el crescendo y la inflación de ritualidades artificiales y escandalosas.

La liturgia es misterio eclesial, su fibra es eminentemente comunitaria, y su eficacia apunta a convertirnos en un solo cuerpo en el que se glorifique a Dios y se ayude a construir al hombre, a todo hombre. Los sacramentos son el acontecer gracioso y gratuito de Dios para todos, y su fruto más acabado y perfecto es la comunión, el perdón, la reconciliación plena, el hecho de la paz mesiánica total y universal; no dependen de nadie, no pertenecen a nadie, no salvan a algunos, son la mirada amorosa del Padre en Cristo por el poder santificador del Espíritu3 que descienden de nuevo sobre la comunidad para unirla y embellecerla con la linfa única de la gracia; son acontecimientos eclesiales que la Iglesia ha recibido de su Señor y que ella, con el poder de las llaves, regula, organiza, orienta, conduce, administra:

Todos los sacramentos son celebraciones eclesiales. Es en la comunión con los hermanos como cada cristiano entra en la relación interpersonal de salvación que acontece en cada sacramento.Desde el horizonte del hombre, los sacramentos son la realización significativa de la presencia del hombre que responde con la actitud total de la fe al Dios salvador, presencia que tiene que ser necesariamente eclesial, pues es en la comunión eclesial donde acontece propiamente la historia de la fe. (Ramírez, 1982, p. 104)

3. LA EUCARISTÍA: INTEGRACIÓN PLENA EN LA COMUNIDAD ECLESIAL

"Por tanto, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin" (SC 10).

El doble movimiento del hecho cúltico que constata el Vaticano II y que es tangible en toda la práctica ritual eclesial, es sobre todo palpable en el hecho eucarístico, máxima expresión sacramental, misterio de redención fraterna y convivial: "La Eucaristía es expresión de Dios en Jesucristo, misterio de la presencia real del Señor; pero a la vez ella es expresión del hombre en Jesucristo, misterio de la presencia real del hombre para Dios" (Ramírez, 1977b, p. 64).

Heredero de los hallazgos del movimiento litúrgico en cuestiones eucarísticas, el P. Alberto hunde la tradición del sacramento en las raíces bíblicas de Jesús que, en su vida terrena, banquetea con los hombres cumpliendo así los oráculos y vaticinios mesiánicos de un Dios sentado distribuyendo en la mesa convivial el pan de la sabiduría y la bondad, pero que banquetea incluso con los excluídos sociales, los pecadores, los más pobres, los enfermos, las mujeres, en fin, con los que no cuentan, haciendo de paterfamilias de toda la humanidad, pero en especial de los que sufren, llevando a cabo las tipologías veterotestamentarias eucarísticas - el maná, el cordero pascual, las codornices, el trigo, el pacífico olivo, el vino nuevo - y superándolas, en un esfuerzo significante del mismo Dios por contarle al mundo en este sacramento admirable el secreto y la verdad de su propio ser: un Dios alimento que quiere nutrir con su propia esencia al mundo famélico y quiere invitarlo a compartir para que alcance y sobre siempre.

La cena del Señor, memorial eucarístico de salvación, que siguiendo la usanza judía mediante extensa y profunda bendición da gracias y bendice por los dones del cielo, pide perdón por los pecados, intercede por el mundo y glorifica al Señor Dios del Universo, convierte en signo perenne de Alianza nueva el pan y el vino, haciéndolos memorial permanente de entrega y generosidad, invitación al compartir, "nuevo éxodo liberador definitivo":

El Señor reúne en torno a sí, como padre de familia de un grupo artificial, a unos cuantos hombres e interpreta para ellos de manera creadora y profética los gestos rituales tradicionales. Desde entonces estos gestos se convierten en portadores simbólicos de un contenido nuevo, el de la salvación definitiva. La cena del Señor celebra realmente, por voluntad de Jesús, su muerte gloriosa y permite a los participantes comulgar en la misma. (Ramírez, 1977b, p. 69)

Pero esta dimensión escatológica y redentora del misterio eucarístico no lo es todo. Como signo sacramental y revelador del corazón del Padre, la Eucaristía es invitación a la explosión solidaria de la vivencia auténtica de los valores del Reino, de los que la cena es anticipo, anuncio y profecía y que buscan evidenciarse mediante las prácticas solidarias y concretas de la comunidad.

Vista de esta manera, la vida del P. Alberto fue una vida eucarística, no sólo porque presidió diariamente la Eucaristía en las diferentes comunidades en donde celebró los misterios de la fe, sino porque su testimonio sacerdotal admirable de sencillez, ciencia, y serena alegría fraterna, que se hizo inclusive rostro concreto de ayuda en fundaciones e instituciones benéficas, lo hicieron testigo y maestro del don eucarístico, que Cristo deja a su Iglesia como memorial de su entrega e invitación necesaria al compartir.

Cuando San Pablo recrimina a los Corintios sus pecados eucarísticos, lo hace movido por la conciencia del hecho de que, anunciar la muerte del Señor hasta que Él vuelva, será posible no sólo por el hecho de fraccionar el pan y compartir el cáliz en la ritualidad de la cena sacramental, sino también por el hecho de descubrir en quien sufre el rostro del Señor y lavarle los pies mediante gestos concretos de caridad y respeto. A propósito escuchemos pues para terminar la voz profética y autorizada de quien en vida celebró estos santos misterios de vida, enseñando luego su profunda resonancia en la cátedra académica y viviendo sus implicaciones y exigencias, curando la herida de quien sufre la injusticia del mundo:

No es posible al mismo tiempo participar en el Cuerpo de Cristo, muerto por todos, y despreciar en el mismo instante a los hermanos pobres; el castigo es inminente; el que no estima el Cuerpo de Jesucristo, muerto por los más pobres, bebe real y directamente su propia condenación. Todo esto significa que una vida de caridad, de respeto por todos, es requisito necesario para acercarse a Cristo. Es necesario, con otras palabras, «reunirse en el nombre de Cristo» para poder aproximarse a Él...

Desde el misterio del Cuerpo de Jesucristo, que compartimos, nos vemos impulsados a trabajar incansablemente en la lucha de la justicia, que debe lograr la superación de estructuras de pecado, que son las que hacen que el mundo en que vivimos y cuyos protagonistas somos, sea un mundo en el que, a pesar de que existe el pan y en abundancia, no se lo comparte. (Ramírez, 1981b, p. 106)


Notas

1 Docente de la Universidad Pontificia Bolivariana.
2 Veáse todo este recorrido con amplitud en Ramírez, A. (1981a). Algunos principios doctrinales para una reflexión sobre la Iniciación cristiana, CT 22, p. 130ss.
3 Quien preside la celebración debe ser un testigo privilegiado de la acción del Espíritu. Esta vocación pneumática parte del hecho mismo de la ordenación, no concebida como un gesto administrativo, sino como una intervención de Dios a través de su Espíritu para regalar en la comunidad la pluriforme gracia ministerial y la organización no burocrática sino místico-jerárquica del cuerpo eclesial: "el ejercicio de un ministerio de presidencia de la comunidad cristiana, en cualquiera de sus niveles, se realiza desde la presencia del Espíritu de Dios, que es el que actúa aquí de una manera original, aunque no deje de hacerlo también de otras maneras espontáneas, a través de otros ministerios, testimonio de su presencia multiforme y dinámica en la Iglesia." (Ramírez, A., 1977a, p. 97).


REFERENCIAS

Ramírez, A. (1977a). El Diaconado permanente, CT 4.         [ Links ]

Ramírez, A. (1977b). Eucaristía y sacerdocio, CT 4.         [ Links ]

Ramírez, A. (1981a). Algunos principios doctrinales para una reflexión sobre la Iniciación cristiana, CT 22.         [ Links ]

Ramírez, A. (1981b). La Eucaristía: pan compartido para un mundo que no comparte el pan, CT 22.         [ Links ]

Ramírez, A. (1982). El encuentro sacramental de la salvación, CT 24.         [ Links ]

Ramírez, A. (1983). Apuntes sobre los sacramentos, CT 27.         [ Links ]

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