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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.42 no.98 Bogotá July/Dec. 2015

 

RECUERDOS DE UNA ENTRAÑABLE AMISTAD

P. Bernardo Güzmán Pelaéz

Apártate de tu enemigo y se prudente con tus amigos. El amigo fiel es refugio seguro; quien lo encuentra, encuentra un tesoro;
un amigo fiel no tiene precio ni se puede pagar su valor; un amigo fiel es algo maravilloso: quien respeta a Dios lo consigue; el que teme al señor encamina su amistad porque su amigo será como es El.

(Eclesiástico 6, 13-17)

NIÑEZ

Entramos al Seminario Menor el 31 de enero de 1952, a las 6 de la tarde, teníamos 11 años cada uno. Íbamos a un régimen de internado y allí empezamos la formación para ser sacerdotes y comenzamos el bachillerato. La disciplina era bastante rígida y solo podíamos ir a nuestras casas en las vacaciones de julio y de fin de año. Allí, Alberto y yo no fuimos muy cercanos. Recuerdo que Alberto caminaba por todos los corredores cuando no estábamos en clase y ése era un método de estudio. Allí comenzó a demostrar su gran capacidad intelectual. Sacaba siempre las máximas notas en todas las materias y era una persona que no se hacía notar.

En vacaciones, Alberto, Antonio Ferrer (otro compañero que tuvo mucho que ver en nuestras vidas) y yo, diariamente íbamos a la misa de la Basílica Metropolitana de Medellín. Ahí nos fuimos conociendo y a la vez conocimos a ciertos sacerdotes mayores, quienes influyeron en la elección sacerdotal que habíamos comenzado a realizar. Recuerdo a algunos con mucho cariño: P. Hernando Díaz, P. Rafael Hoyos, P. Enrique Díaz, P Daniel Restrepo, P. Gabriel Lalinde y al canónigo Ochoita.

SEMINARIO MAYOR

Dos momentos importantes: uno en el seminario de Villa Nueva, donde comencé a interactuar con Alberto. Comenzamos a estudiar filosofía y nuestro grupo académico ya era más reducido. Teníamos un profesor de filosofía que influyó mucho en nuestra manera de ser y de pensar: el P. Pedro Nel Martínez, de quien Alberto fue su amigo hasta su muerte.

Nos tocó, por algún tiempo, trabajar juntos, en lo que en este tiempo era la labor pastoral: los domingos en la tarde salíamos a dar catecismo en los barrios más deprimidos de la ciudad de Medellín. Alberto, otros dos compañeros y a mí, nos tocó hacerlo en la quebrada la Iguaná. Sus márgenes estaban pobladas de ranchos de invasión. Hoy en día este barrio ha mejorado y es una de las parroquias de nuestra Arquidiócesis.

En esa labor, Alberto y nosotros tres empezamos a descubrir y a valorar a los pobres y a interesarnos por ellos. Esto fue definitivo en la vida de Alberto.

El segundo momento fue el paso al Seminario Mayor de Medellín, obra de Mr. Eugenio Restrepo Uribe quien fue nuestro rector. Nos tocó estrenarlo y colaborar mucho en su adecuación. Merece una mención especial, que durante esos días, comenzó el Concilio Vaticano II y hubo una gran renovación teológica en la Iglesia. Nuestro rector escogió un grupo de seminaristas para que fueran a estudiar a las universidades Europeas. Alberto fue escogido para ir a estudiar a Alemania y a Bélgica, allá se ordenó sacerdote, de manos del Arzobispo de la hermosa ciudad medieval de Banberg.

Durante estos años, nuestro compañero Antonio Ferrer se hizo muy amigo y cercano a la familia de Socorro Pérez y sus seis hijos pequeños puesto que él ejercía en la Basílica y ellos vivían muy cerca de ahí. Toñito murió muy pronto, Alberto y yo tomamos su lugar en esa familia.

Cuando yo regresé de estudiar, empecé a trabajar en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Bolivariana la cual Alberto había ayudado a fundar, y allí él y yo configuramos nuestra gran amistad. Yo iba algunas veces a casa de don Luis y doña Imelda, los padres de Alberto, y él también iba a mi casa. Cuando sus padres murieron yo lo acompañé y cuando murió mi madre, Alberto estuvo muy cercano a mí.

Otro elemento que nos unió, enormemente, fue el deporte. Casi todos los días, al medio día, estábamos en la cancha de tenis de la UPB. Allí conocimos a algunos profesores y estudiantes que jugaban con nosotros.

Cuando Alberto estudiaba en Europa se hizo muy amigo de la familia Wincler, conformada por Seph y Sofí y sus hijos. Algunos de ellos vinieron a Colombia y Alberto, con algunos de nuestros amigos, los atendía de la mejor manera. La familia de Socorro Pérez los recibió con gran cariño y salimos con ellos a varias ciudades de Colombia. Más tarde, estuve en dos oportunidades con Alberto en Alemania, en la casa de ellos, y me sentí muy acogido.

Durante las vacaciones, también hacíamos los paseos más deliciosos y quijotescos. Alguien decía: "con Alberto uno sabe dónde se monta y a qué horas; pero no sabe dónde se baja ni a qué horas".

También participamos en algunos congresos y sobre todo en los encuentros interdisciplinarios de tres días organizados por la Facultad, con Darío Múnera a la cabeza y varios profesores de las distintas áreas. Fue famoso uno que hicimos con el P. Alfonso Borrero, rector de la Pontificia Universidad Javeriana y presidente de Ascum.

SUS ENFERMEDADES

Alberto tuvo un accidente automovilístico muy grave, del cual salió vivo por obra de Dios. Se quebró la cadera y tuvo que soportar durante varios años cuatro operaciones muy angustiosas y dolorosas. También sufrió otras dos enfermedades: en cierta ocasión cogió una bacteria "de clínica" que lo envió al hospital. Y también padeció una especie de isquemia cerebral, que lo tuvo varios días en cama.

Gracias a los cuidados de sus hermanos médicos, que estuvieron prontos a ayudarnos en todo momento y a la solicitud de Adriana y su familia pudo recuperarse. Yo siempre estuve en toda estas ocasiones muy cercano y lo acompañaba lo más que pude. En alguna oportunidad le preguntaron por mí y él dijo "Bernardo no es mi amigo, es mi hermano". Y en verdad, fue así.

Siempre lo consideré mi hermano. Finalmente me tocó aplicarle los Santos Oleos y darle la absolución final en la clínica el día de su muerte. Cuando murió, tenía 75 años de edad y 50 años de sacerdocio.

QUE APRENDÍ DE ALBERTO

Primero que todo, aprendí a ser amigo, pues la amistad no se da porque sí; ella se construye poco a poco, con paciencia y amor.

Aprendí a respetar los espacios del otro y a compartir mil y mil momentos muy especiales.

También a respetar sus sufrimientos, que no fueron pocos, y a valorar su actitud cristiana frente al dolor.

Aprendí su gran libertad de espíritu y su manera tan original y auténtica de vivir el cristianismo, poniendo todo el énfasis en lo cristocéntrico y en el amor a los hermanos.

Siempre admiré su desprendimiento de lo material y la gran riqueza del compartir. Su enorme capacidad de trabajo y su generosidad para el servicio.

Aprendí que Dios es el único absoluto, todo lo demás es relativo. Aprendí a sentirlo a él como el Padre lleno de amor y misericordia.

Quiero conservar en mi vida su amabilidad permanente y su sonrisa llena de paz. Por todo esto quiero darle gracias a Dios porque me regaló semejante hermano.

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