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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.44 no.102 Bogotá July/Dec. 2017

https://doi.org/10.18566/cueteo.v44n102.a08 

Artículo

Una eclesiología histórica-escatológica para la postmodernidad. el cambio de paradigma dentro de la orientación postmoderna hacia la historia y la hermenéutica

Historical-eschatological ecclesiology for postmoderna paradigm shift in the postmodernist approach to history and hermeneutics

Uma eclesiologia histórico-escatológica para a pós-modernidade. o câmbio de paradigma na orientação pós-moderna para a história e a hermenêutica

Adolfo Galeano-Atehortúa* 

* Licenciado en filosofía en la Universidad de San Buenaventura. Licenciado en Teología por la Universidad Gregoriana, Roma y Doctor en Teología por la misma Universidad. Actualmente profesor de teología en la Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia. Ha publicado numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales. Entre sus principales libros están: La Iglesia y su Reforma según Y. Congar. Una eclesiología precursora del Vaticano II, Bogotá 1991; La situación humana a la luz del Evangelio. Guías homiléticas - Ciclo C., San Pablo, Bogotá 1997; La situación humana a la luz del Evangelio - Ciclo B, San Pablo, Bogotá 1998; La situación humana a la luz del Evangelio, Ciclo A, San Pablo, Bogotá 1999; La Universidad Franciscana. Evangelización y Postmodernidad, Medellín, U.S.B. 2004. Correo electrónico: pazybienco@une.net.co


Resumen

El inmenso cambio eclesiológico que se experimenta hoy, provocado por el Concilio Vaticano II y el paso de la modernidad a la postmodernidad, ha producido una gran pluralidad de eclesiologías. A través de una exposición del pensamiento impulsado por J.H. Newman, la Nouvelle Théologie de H. de Lubac, el pensamiento evolucionista de T. de Chardin, la teología histórica y la teología de la ciencia, en este artículo se expone cómo el Concilio posibilitó un nuevo paradigma eclesiológico al poner a la Iglesia en el tiempo y en la historia; y al sacarla de la consideración estática como sociedad perfecta, se abandona el enfoque estático-escolástico y se asume el histórico salvífico, propio de la Biblia y del pensamiento hebreo.

Palabras clave: Nouvelle Théologie; Escatología; Eclesiogénesis; Neo-escolástica; Teología de la ciencia

Abstract

The significant ecclesiological change experienced today, which was caused by the Second Vatican Council and the transition from modernity to postmodernity, has had as consequence the emergence of a plurality of ecclesiologies. By means of a presentation of the thought inspired by John Henry Newman, Henri de Lubac's Nouvelle Théologie, the evolutionary thought of Teilhard de Chardin, the historical theology, and the theology of science; the article aims to explain how the Second Vatican Council made possible the emergence of a new ecclesiological paradigm by locating the Church within time and history. Likewise, by transcending the static characterization of Church as a perfect society, the static scholastic point of view was abandoned and the salvational-historical one assumed, which is typical within the Bible and the Hebrew thought.

Key Words: Nouvelle Théologie [New Theology], Eschatology, Ecclesiogenesis, Neo-Scholasticism, Theology of Science

Resumo

O imenso câmbio eclesiológico que se experimenta hoje, provocado pelo Concílio Vaticano II e a passagem da modernidade à pós-modernidade, produz uma grande pluralidade de eclesiologias. Por meio de uma exposição do pensamento impulsado por J. H. Newman, a Nouvelle Théologie de H. de Lubac, o pensamento evolucionista de T. de Chardin, a teologia histórica e a teologia da ciência, expõe-se neste artigo o modo em que o Concílio possibilitou um novo paradigma eclesiológico ao inserir a Igreja no tempo e na história; e em que ao tirá-la da consideração estática como sociedade perfeita se abandona o enfoque estático-escolástico e se assume o histórico salvífico, próprio da Bíblia e do pensamento hebraico.

Palavras-chave: Nouvelle Théologie; Escatologia; Eclesiogênese; Neo-escolástica; Teologia da ciência

"Nuestra era es nueva y las iglesias están en medio de amplísimas transformaciones". -Lindbeck.

Desde mediados del siglo XX, y en lo que va del siglo XXI, el mundo ha estado experimentando un sismo eclesiológico de dimensiones insospechadas, que se ha dejado sentir no sólo en la Iglesia católica sino también en otras iglesias y denominaciones cristianas. Tal sacudida ha producido una gran pluralidad de eclesiologías, a la cual ha contribuido de manera especial el movimiento ecuménico de comienzos del siglo XX. Un hecho positivo de esto es que los cristianos de las diferentes iglesias y comunidades eclesiales han entrado en diálogo, y se preocupan por buscar la comunión eclesial, se consideran hermanos y hermanas de la misma fe; pero, al mismo tiempo, afrontan grandes dificultades, a causa de las diferencias que descubren entre sí.

El centro de tal sismo ha sido el Concilio Vaticano II, que ha creado un nuevo paradigma eclesiológico al colocar a la Iglesia en el tiempo y en la historia para sacarla del espacio y lo estático. Es decir, ha hecho que la Iglesia pase de la modernidad a la postmodernidad. Esto implicó dejar la consideración de las estructuras eclesiales como algo rígido y mecánico para comenzar a verlas como realidades vivas y dinámicas, al mismo tiempo que el abandono de los conceptos estático-escolásticos y la adopción de aquellos de corte histórico-salvífico. Por esto, se vio a la Iglesia como una realidad dinámica y no estática, en constante proceso de desarrollo, y se superó la visión de la Iglesia como sociedad perfecta y su comprensión como una realidad únicamente jerárquica, a la vez que se recuperó la visión bíblica del sacerdocio de todos los bautizados y la doctrina del sensus fidelium. No significa esto que se haya declarado a la Iglesia como una democracia, pues comunión no significa democracia. Ella no es democracia ni monarquía, ni tampoco oligarquía o monarquía constitucional, aunque es jerárquica, pero en un sentido sacramental. Para clarificar este constitutivo de la Iglesia, el Vaticano II ha relievado la noción de «colegialidad episcopal», que a la vez intenta corregir la centralización en el gobierno. Por esto mismo, se ha dado cierto poder a las Conferencias episcopales.

La conmoción eclesiológica que experimentamos se explica, en parte, por el fin de la llamada modernidad, y el surgimiento y la crítica de la postmodernidad o postliberalismo, que reprocha a la primera su individualismo, su ciego optimismo, su fe en el progreso y en la razón. De ahí la crítica enfurecida a la modernidad, con su impositivo paradigma cultural occidental, por parte de una postmodernidad o un postliberalismo que no cree en verdades o esencias universales y enfatiza la comunidad contra el individualismo de la modernidad, la narrativa, el valor de la diferencia y el escepticismo con respecto a la razón humana. Los postmodernos piensan que la Ilustración y la modernidad fueron un experimento opresivo y muy negativo. Para muchos, el gran reto de la Iglesia consiste en su inserción en una cultura de mercado globalizado y consumista, caracterizado por la innovación, la eficiencia práctica y la racionalidad tecnológica.

Sin embargo, la convulsión eclesiológica de que hablamos tiene unas causas más profundas dentro de la misma Iglesia. El pensamiento de J.H. Newman, la corriente teológica de la Nouvelle Théologie, que, en cierta forma, incluye el pensamiento de Teilhard de Chardin, y que llevó a cabo un ataque frontal a la neo-escolástica, la teología histórica, la teología de la ciencia, los avances en la investigación bíblica, y el Concilio Vaticano II.

Este mundo globalizado, que es otra manera de llamar a la postmodernidad, requiere nuevas formas de pensar teológicamente con respecto a la realidad de la Iglesia. El fin de la llamada modernidad ha causado el colapso, o la implosión, de dos grandes movimientos propios de la misma modernidad: la del comunismo, que ha sido como el fin de toda una cultura político-social; y la del protestantismo clásico, o mainline churches, a las cuales la integración en la modernidad y el abandono del sobrenatural cristiano las ha dejado sin bases o fundamentos.

De hecho, la modernidad eliminó el misterio del sobrenatural mediante la afirmación absoluta de la razón; bajo dos formas diversas intentó adentrarse en las iglesias para debilitarlas y eliminarlas, estas fueron: el comunismo que intentó aniquilar a la Iglesia Ortodoxa, pero pereció en el intento; y mediante el liberalismo racionalista la modernidad invadió al protestantismo y lo ha debilitado profundamente, bien sea porque está desapareciendo, bien sea porque se ha transformado en el movimiento evangélico -expresión de la esencia de la eclesiología protestante-, en la que la iglesia visible es meramente una idea, un concepto, una categoría mental, no una entidad institucional concreta. Es difícil llamar iglesia a un movimiento sin estructura, sin organización, sin disciplina, sometido a la moda, a la sociedad del mercado y al consumismo. Por casarse con el espíritu de la época el protestantismo aparece ahora como un viudo. Ese espíritu es la modernidad, y ésta sufre hoy un gran colapso1.

La Católica también se vio brutalmente atacada por la modernidad, la lucha fue intensa, cruel y agobiante. Basta pensar en la Revolución francesa y su pretensión de imponer el deísmo y a la diosa razón; y al liberalismo racionalista y las respuestas de Newman y de los papas. Luego vino el movimiento teológico de la Nouvelle Théologie, que afirmó con decisión al sobrenatural y liberó a la Iglesia, en una lucha interna con la corriente teológica que afirmaba la «naturapura», de ser dominada por la modernidad2. Algo semejante había ocurrido siglos antes con la Romanitas. Ella trató de eliminar la Iglesia pero, a la postre, la Iglesia se la tragó, la trasformó y la utilizó para evangelizar a los pueblos bárbaros.

Por lo demás, la Iglesia realizó dos concilios para afrontar la modernidad: el Vaticano I, la atacó de frente; y el Vaticano II, cuando ya la había domesticado, la asumió después de cribarla. Tres documentos del Vaticano II son fundamentales en esta tarea: la Lumen Gentium que, al contrario del protestantismo, pero en tácito acuerdo con la Ortodoxia oriental, empieza por declarar que el fundamento de la Iglesia es el Misterio del sobrenatural. Sobre esta roca ella se edifica y de ese fundamento vive. Toda su tarea brota del Misterio sobrenatural, lo anuncia y lo actualiza.

Los otros dos documentos son la Gaudium et Spes y Dignitatis Humanae, en los cuales la Católica asume lo valioso de la modernidad y pone en claro cuál es su relación con ella. En Dignitatis Humanae el Concilio aceptó el pluralismo religioso como una realidad del mundo actual, en la cual ella realiza su tarea evangelizadora. Esto implicó la aceptación de la libertad religiosa como un derecho humano que la ley civil debe proteger. A esto se agrega el reconocimiento de la secularidad del Estado. Un tercer principio afirmado por Dignitatis Humanae fue el de la libertad de la Iglesia. Esto quiere decir que la Iglesia no busca favoritismo de parte del Estado sino libertad para realizar su tarea. Un texto clave está en la Gaudium et Spes que dice: el rol y la competencia de la Iglesia no debe ser confundido con el de la comunidad política, ni con el de ningún sistema político; pues la Iglesia es a la vez signo y salvaguarda de la trascendencia de la persona humana. Es decir, la tarea de la Iglesia es promover la dignidad del ser humano, liberándolo de una estrecha reducción a la sola inmanencia, como ha querido la modernidad.

Por lo demás, tres grandes orientaciones jalonan el rumbo de la teología católica hoy. Uno es el paso del paradigma griego de pensamiento al bíblico. Otro, derivado del anterior, es el paso del pensamiento metafísico epifánico, o del eterno presente, al histórico-escatológico. La tercera orientación es pasar de una fundamentación cosmológica estática y pre-científica a una caracterizada por el dinamismo evolutivo, propio del paradigma científico actual.

En su larga historia, la Iglesia se ha encarnado en culturas y contextos socio-económicos y políticos muy variados; tiene diferentes fases de desarrollo en esta. Algunos momentos cruciales han sido los primeros siglos, cuando salió del seno judío y se metió en el Imperio romano; en el siglo VI se vio obligada a salir de esa civilización romana y a adaptarse al mundo nuevo de los bárbaros, no sin antes asumir muchos valores y estructuras de la civilización romana. Luego, tuvo que alejarse de la Edad Media y asentarse en la modernidad. Por la misma época, debió ajustarse al mundo nuevo de América. Por eso, no es posible dar una definición única y exhaustiva de ella. En nuestro tiempo, precisamente, la Iglesia entra en una nueva fase de su historia, y surgen nuevas eclesiologías que intentan nuevas comprensiones de lo que es la realidad compleja y rebosante de vitalidad que es la Iglesia. Cito a Lindbeck que dice: "nuestra era es nueva y las iglesias están en medio de amplísimas transformaciones". En síntesis, se puede decir que estamos pasando de una eclesiología estática a una eclesiología dinámico-escatológica y evolutiva.

Jesús fue ejecutado por los romanos por razones políticas: lo consideraron una amenaza para el dominio romano sobre los judíos. En el primer siglo la Iglesia mantuvo una lucha con el judaísmo para no ser asimilada a la cultura judía, y desarrollar su originalidad propia. En los siglos siguientes mantuvo una lucha constante con el Estado, y con las culturas del mundo que han tratado de devorarla. Primero fue el Imperio romano, luego el Imperio romano-germánico, el Estado francés, y el Imperio español. En los siglos XX y XXI un conflicto de base, que alcanza a todas las iglesias cristianas, es la polarización entre afirmarse en el sobrenatural, en el misterio sacramental, o convertirse meramente en una institución de servicio social, que se esfuerza en crear una sociedad justa. Así, también entre acomodarse a la cultura de la postmodernidad o afirmar su propia identidad como realidad de fe, entre la sujeción al estado y su independencia, entre la fe y la razón social o cultural prevalente, entre diluirse en el mundo o afirmarse en el misterio del sobrenatural. Es decir, la Iglesia ha mantenido una lucha secular por clarificar sus relaciones con el Estado y con la cultura, afirmando que ella les sirve a ambos pero no se asimila a ninguno de ellos. Esta lucha se asienta en el principio proclamado por Pablo: "reducimos a cautiverio todo entendimiento, sometiéndolo a Cristo" (2Cor 10,5b). El cual principio expresa San Buenaventura diciendo: "Leemos que Cristo convirtió el agua en vino, pero no al revés" (19,14).

Hoy una revolución cultural de proporciones y consecuencias incalculables sacude al mundo. Imperios, instituciones, ideologías, culturas enteras se ven sacudidas hasta sus cimientos, muchas han ido desapareciendo en el siglo XX y en lo que va del siglo XXI. Junto con esto se produce un cambio de mentalidad asombroso. Voy a ocuparme en este tema de la revolución cultural bajo dos perspectivas: una, lo que es la revolución cultural al nivel del mundo; otra, lo que ella significa al nivel de la Iglesia. Bajo la primera perspectiva la miro como el paso de la modernidad a la postmodernidad; y bajo la segunda, como el paso del paradigma griego del logos y de la ratio de la modernidad al esjaton bíblico-cristiano. Esto es claro, sobre todo, en la teología cristiana que hoy experimenta el paso del logos al esjaton, es decir, de la metafísica tanto cosmológica griega como antropológica de la modernidad a la historia, pero no a la historia leída al modo griego o de la modernidad, sino a la manera bíblica, es decir, bajo la perspectiva escatológica o proléptica.

Es importante clarificar que los dos cambios revolucionarios no tratan de lo mismo, pues la Iglesia aunque se encarna en todas las culturas, no se asimila a ninguna. Por ejemplo, que el cristianismo se haya adentrado en el paradigma griego de pensamiento es algo que nace de su dinamismo encarnacionista, que salga de él es propio también de su dinamismo escatológico. Igualmente, fueron muchas las cosas que la Iglesia heredó del Imperio romano y que integró en su propia organización: el lenguaje, tradiciones legales y políticas, la cultura literaria; además, desarrolló un sofisticado aparato financiero, judicial y administrativo. A comienzos de los 1300 d.C., este aparato era más avanzado que cualquiera de los pertenecientes a los regímenes seculares. De esta manera la Iglesia se hizo indispensable para los gobiernos de la era feudal. Cuando las invasiones de los magiares y los normandos, en los siglos IX y X, la organización eclesiástica, con sus monasterios, fue la que pudo mantener cierto orden civilizado.

Pero la Iglesia abandonó también la era medieval y se instaló en la cultura burguesa, luego en la renacentista, en la modernidad; y, ahora, afronta el reto de la postmodernidad.

De todas formas el cristianismo no está ligado a ningún paradigma cultural, fuera del bíblico, aunque pueda utilizarlos a todos. Es más, el eschaton cristiano ha actuado como fermento que transforma las culturas en las que se instala. Esto lo hizo con la cultura griega, que hoy se disuelve gracias al poder asimilador y transformador del mismo eschaton cristiano. Según se expresa Moltmann: "la promissio Dei ha actuado siempre como fermento de disolución del logos griego, haciendo que la esclarecedora verdad de ese logos fuese escatologizada y, con ello, historificada" (1981, p. 115). Esto pasó también con la «teología natural»: "El Aristóteles al que se consideraba como 'santo padre' de la teología natural, no era idéntico en modo alguno al Aristóteles histórico, sino que era una herencia aristotélica elaborada por la teología cristiana" (Moltmann, 1981, p. 115). Asimismo, resulta muy llamativo que la concepción del cosmos, como realidad histórico-evolutiva, se haya dado en el mundo occidental cristiano; ya: "el mundo no puede ser concebido como un rígido cosmos de hechos acabados y de leyes eternas... En virtud del futuro prometido de la verdad, el mundo se vuelve experimentable como historia" (Moltmann, 1981, p. 119). El cristianismo ha guiado al mundo: "en el proceso de la promesa y de la esperanza que empuja hacia adelante" (Moltmann, 1981, p. 121). Y aunque la Iglesia católica ha asumido muchos de los valores de la modernidad y de la postmodernidad en el Concilio Vaticano II, ha mantenido una fuerte lucha con la modernidad, y la sigue con la postmodernidad.

Empiezo por concentrarme en el primer cambio cultural, al que me he referido, que es el gran reto que debe afrontar la Iglesia en su tarea evangelizadora: la postmodernidad. Es el paso del pensamiento abstracto, esencialista y metafísico, al pensamiento práctico, dinámico e histórico. Es decir, es el fin de la modernidad con su afirmación del yo, la razón, el progreso, el meta-relato, las utopías, la fe en la ley natural y el espacio; y, el comienzo de lo que es llamado la postmodernidad, en la que se imponen el tiempo, el ciberespacio, el universo abierto, el azar y la casualidad. Como consecuencia tenemos un mundo nuevo, el mundo tecnológico que crea una nueva racionalidad y una nueva lógica; al mismo tiempo que una nueva utopía, la tecnópolis o la ciudad secular. La sociedad que aquí se delinea es la «marketing society», caracterizada por el urbanismo, la política global, la democracia, la competividad, la masificación en el consumo, la educación y la información; cuyos templos son los malls, o shopping centers, este tipo de sociedad aparece dinamizada por la máquina capitalista y la maquinaria tecnológica. Las personas se han vuelto más y más consumidoras, el ser humano se ha convertido en un producto que se compra y se vende en el mundo del marketing. Desde la sexualidad hasta la reproducción, desde la política a la religión, todo es visto en términos de mercancía y consumo. En esta sociedad el individuo no vale por lo que es, sino por lo que hace; a la vez que se ve sometido a fuertes tensiones éticas, originadas por problemas tales como el aborto, la homosexualidad, la bio-ética; y cuestiones de ética política como la paz y la justicia en el mundo.

También son características de este mundo globalizado y posmoderno: la conciencia histórica, que, como vamos a ver, es muy palpable en la teología y la eclesiología de nuestro tiempo, pues como dice Moltmann:

El hombre moderno ya no se considera a sí mismo como una parte del cosmos, sino que el mundo es para él el material de sus posibilidades científicas y técnicas. El hombre ya ha dejado de vivir dentro de un orden y vive en la historia abierta de la transformación técnica del mundo (1974, p. 197).

El pluralismo que rechaza todas las pretensiones de absolutismo o universalismo, y el rechazo al ego trascendental de la modernidad; la crisis política con el fin de las ideologías y de las ideas sociales generadas por la Ilustración, por lo que Lyotard (1989, p. 10) define lo posmoderno como "incredulidad hacia las metanarrativas" o "metarrelatos"; la crisis socio-económica; y la crisis religiosa y el surgimiento de nuevas formas de religiosidad. En la teología de la posmodernidad esta crisis se presenta como rechazo a la teología de la modernidad, que en la Iglesia católica apareció como rechazo al liberalismo católico, a la teología modernista y, por último, también a la escolástica.

Asimismo, las religiones y las iglesias se sienten sacudidas, hasta el grado de percibir la amenaza de desaparición. Esto puede apreciarse con toda claridad en la situación que afronta el protestantismo; se emparentó con la metafísica racional subjetivista de la modernidad y al estallar en pedazos surgió el evangelismo, el pluralismo agudo del protestantismo, en su más profunda y amplia fragmentación. Al principio el evangelismo atacó con fuerza al liberalismo de la modernidad, por temor a los efectos destructivos del criticismo bíblico moderno, y cayó en la confianza pragmática centrada en las técnicas del marketing de la postmodernidad. En definitiva, la modernidad terminó traicionando y devorándose al protestantismo.

La realidad es que la modernidad, o la Ilustración, o cualquier otro movimiento intelectual, o cultural, puede cuestionar y obligar a cambios en los esquemas intelectuales cristianos, o católicos. Lo que no puede ningún movimiento intelectual, por grande y fuerte que sea, es anular de la historia la realidad del Misterio sobrenatural de Jesucristo, en el que se arraiga la Iglesia y del cual vive.

Todo el sistema intelectual cristiano puede, y debe, cambiar de acuerdo con el cambio de los tiempos, pero es que el que sustenta a la Iglesia no es ese sistema, cualquiera que sea, escolástico, renacentista, moderno, neo-escolástico, etc., sino que lo que la sustenta, y a todo el cristianismo, es la presencia en la historia del Misterio de Jesucristo, o el sobrenatural, como dice la Nouvelle Théologie. Tampoco es el ethos, o el paradigma, lo que sostiene a la Iglesia, pues lo que la sustenta y la vivifica es ese Misterio. Por otra parte, todo sistema o paradigma de la Iglesia no es algo estático, fijo en el pasado, sino que es algo vivo, dinamizado por el eschaton; pues el obrar de Dios, sus hechos en la historia, no son estáticos, estancados o cerrados, pues llevan siempre un elán escatológico, un dinamismo de futuro. Además, puede perderse la confianza en un determinado sistema doctrinal, pero la fe no descansa ahí, esta es en una persona que se llama Jesucristo. Perder la fe cristiana es romper con Él y dejar de vivir existencialmente arraigado, dependiente, de Él. El Misterio de Jesucristo existente, y latente en la historia, es lo mismo que el Reino de Dios, o que el sobrenatural, en la historia, que es la realidad profunda de la que vive la Iglesia.

La modernidad, con sus dos vástagos, el liberalismo y el marxismo, intentó liquidar el sobrenatural, pues afirmó lo absoluto de la razón y descartó a la fe. Al negar el sobrenatural quiso afirmar lo categórico de este mundo, su total inmanencia. Voltaire intentó demostrar que la historia de la humanidad ha sido una loca sucesión de crímenes, locuras y desgracias, pero que nos acercábamos a la época en que la Razón lo pondría todo en buen orden. Las guerras napoleónicas, la Primera y Segunda Guerra Mundial, hicieron fracasar el sueño de Voltaire, demostraron que el hombre no es tan racional y que la razón no es ninguna diosa.

El hombre, ciertamente, está confinado a este mundo y no tiene otro horizonte. Ahora bien, a tal concepción responde el cristianismo con la afirmación de fe en el sobrenatural. Esta fe es la que libera al hombre del confinamiento en la inmanencia: "esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe" (1Jn 5,4). Tanto el catolicismo como el protestantismo se vieron amenazados por esta ideología de la modernidad. Aunque el marxismo terminó derrotado, no lo fue el liberalismo, que supo transmutarse y ha dado un golpe mortal al protestantismo, aunque él también, al menos el liberalismo teológico, o cristiano en general, ha sufrido un ataque letal, pues fue combatido tenazmente tanto dentro del protestantismo, como dentro del catolicismo, así como lo fue el marxismo.

La Iglesia católica y la ortodoxa han experimentado semejantes ataques, pero han contado con unos recursos que no han tenido los protestantes. Por el lado católico, su unidad institucional o estructural, que llevó siglos de combate en su realización y que culminaron en el Concilio Vaticano I, la teología de J.H. Newman y su teoría del desarrollo doctrinal, la lucha tenaz contra la modernidad, el movimiento teológico de la Nouvelle Théologie y su contienda por el sobrenatural y el Concilio Vaticano II, en el que confluyen todos estos movimientos.

El desplome del comunismo ha sido como si toda una civilización, con sus valores, sus utopías, su filosofía de la vida, sus mitologías y sus héroes, lo hubiese hecho. Un periodista soviético, Kronid Liubarski, habla de la siguiente manera de lo acaecido:

De pronto, sucedió algo inesperado. La civilización se vino abajo. Siendo una civilización totalitaria, se derrumbó de la única manera posible: en forma total. Por entero. Me parece que aún no hemos comprendido en su plenitud la importancia de la catástrofe.

Y más adelante agrega: "La civilización socialista no murió para resucitar. Su muerte es definitiva". Desde dentro de la Iglesia hubo muchos intentos por responder al reto del socialismo y, de hecho, la teología de la liberación ha sido el más decidido esfuerzo en este sentido. El mismo periodista soviético que he citado llega a afirmar: "Quizás el mayor tributo de América Latina a la idea socialista, es la teología de la liberación, aleación paradójica del cristianismo con el marxismo asimilado en el continente a través de Louis Althusser". La cultura que ha salido triunfante, y que se está imponiendo en aquellos mismos países que antes estaban invadidos por la cultura socialista, es la llamada cultura de la postmodernidad, o del neo-liberalismo, neocapitalismo, o técnico-científica. Pero, ¿qué es la modernidad y qué es el hombre de la post-modernidad?

En sí misma la modernidad no es mala, ni necesariamente enemiga de la Iglesia. En efecto, nos ofrece muchas posibilidades, según dice Santo Domingo: "Aunque realidad pluricultural, América Latina y el Caribe está profundamente marcada por la cultura occidental [...] De aquí el impacto que han producido en nuestro modo de ser la cultura moderna y las posibilidades que nos ofrece ahora su período postmoderno" (Sto Domingo n. 252). Entre sus valores está el de la libertad: "La libertad, inherente a la persona humana y puesta de relieve por la modernidad, viene siendo conquistada por el pueblo de nuestro continente y ha posibilitado la instauración de la democracia como el sistema de gobierno más aceptado" (n.191).

La modernidad ha traído una economía de mercado de corte neoliberal, una ética llamada civil o ciudadana:

la centralidad del hombre; los valores de la personalización, de la dimensión social y de la convivencia; la absolutización de la razón, cuyas conquistas científicas y tecnológicas e informáticas han satisfecho muchas de las necesidades del hombre, a la vez que han buscado una autonomía frente a la naturaleza, a la que domina; frente a la historia, cuya construcción él asume; y aun frente a Dios, del cual se desinteresa o relega a la conciencia personal, privilegiando el orden temporal exclusivamente (n 252).

En cuanto al hombre de esta cultura aparece como un ser de relaciones funcionales, urbanizado, libre, autónomo, con una racionalidad técnico-científica; muy consciente de su subjetividad, de sus dignidad humana y de sus derechos, influido por los grandes medios de comunicación social, dinámico y proyectado hacia lo nuevo, consumista, secularizado, audiovisual, anónimo en la masa y desarraigado (c.f. n 255). Así que: "tanto la modernidad, con sus valores y contravalores, como la postmodernidad en tanto que espacio abierto a la trascendencia, presentan serios desafíos a la evangelización de la cultura" (n 252).

Al entrar en crisis la modernidad, y al presentarse un nuevo fenómeno socio-cultural llamado postmodernidad, experimentamos cambios desenfrenados como si una nueva Revolución industrial estuviera en marcha; dicen S. Best y D. Kellner: "Esta gran transformación [...] está moviendo el mundo hacia un modo de capitalismo global postindustrial, informático, de comunicaciones y de tecnologías genéticas" (1991). Tal proceso de globalización incluye: el crecimiento acelerado de las corporaciones transnacionales, una competencia a escala planetaria y una reubicación de la industria; todo lo cual está causando daños tremendos a la vida humana, a la biodiversidad y al ecosistema. Igualmente crecen la tecnificación, la computarización, y la automatización. Agregan los autores citados, "los individuos están siendo bombardeados por un spectrum de tecnologías que están reconstruyendo cada uno de los aspectos de la experiencia" (1991). Las industrias de la recreación y la información han creado unos nuevos espacios interactivos de innovación; proliferan incontables canales de TV y las computadoras despliegan una información apabullante. Estas tecnologías emergentes, y la realidad virtual concomitante, están produciendo fenómenos que alteran las nociones de espacio, tiempo, realidad e identidad. Al mismo tiempo explota una gran violencia urbana: asesinatos de jóvenes, proliferación de armas, se experimentan altas tazas de consumo de drogas y alcohol, crece el número de divorcios y separaciones matrimoniales; el miedo a una guerra nuclear aumenta, a medida que muchos países desarrollan armas nucleares, y se multiplican los grupos terroristas, que se apropian armas de destrucción masiva cada vez más poderosas:

Más aún, el superdesarrollo, la sobrepoblación, el consumismo rampante, el debilitamiento de la capa de ozono, el calentamiento global y la destrucción de amplias zonas de bosques y selvas, causa la extinción de muchas especies animales y multiplica la crisis ecológica.

En el siglo bio-tecnológico se ha emprendido: "el experimento más radical que la humanidad haya podido realizar en el campo del mundo natural"; la terapia genética y la biotecnología prometen la cura de numerosas enfermedades. Aparecida advierte: "Sin embargo, la ciencia y la tecnología no tienen las respuestas a los grandes interrogantes de la vida humana" (n.123).

Además, si consideramos la parte interna de la sociedad actual, la espiritual y del pensamiento, el desconcierto es inmenso. Darío Antiseri, filósofo católico italiano, destaca el conflicto y el rechazo del pensamiento de la modernidad al cristianismo y sus consecuencias. Afirma que el siglo XX empezó con un movimiento filosófico unido por la idea de que "homo homini deus est" (el hombre es dios para el hombre), y terminó con la conciencia de las limitaciones de la razón humana, y aquí con la conciencia del abismo de la nada. Para un gran número de pensadores de la modernidad, o de los que anuncia la postmodernidad como Freud, Sartre, Merleau Ponty, Camus, Claude Lévi-Strauss, Jacques Lacan, Derrida; no se debe esperar nada, no hay esperanza. El Círculo de Viena, a su vez, considera que términos como Dios, alma inmortal, trascendencia o Providencia, no tienen sentido porque no son verificables empíricamente. Para el positivismo la fe es una ilusión; para el materialismo dialéctico, una alienación; para el neo-positivismo, un sin-sentido. Otros pensadores del hoy, sin embargo, opinaron distinto. K. Popper, por ejemplo, quien propugnó por la «sociedad abierta», luchó contra el seudo-racionalismo de los marxistas que se creían en posesión de las leyes de la historia, la cual, sin embargo, los cogió por sorpresa. Friedrich A. von Hayek, premio Nobel de economía en 1974 y que habla de «la gran sociedad», insiste en que el hombre no es, y no será nunca, dueño de su propio destino. Hans Georg Gadamer nos ha hecho entender que las filosofías que se han creído con fundamentos definitivos no son ya posibles.

A esto se agrega que la experiencia del siglo XX fue el fracaso explosivo de las ideologías y sus utopías: la gran utopía europea de la Belle Epoque del progreso, y del imperialismo europeo, se fue al suelo con la Primera Guerra Mundial. Luego, el fracaso devastador de la utopía nazi con la Segunda Guerra Mundial. En los años sesenta nacieron y murieron los sueños utópicos de un mundo de amor y de justicia del neo-marxismo, y en 1989 se desplomó, como una muralla que no tenía cimientos, la utopía marxista-comunista del paraíso proletario. Queda una: la utopía del «sueño americano», que es como si se hubiera devorado a todas las anteriores. El eclipse de las ideologías europeas ha sido para Europa lo que fue para Roma el ocaso de los ídolos, ¿Quién aniquiló a los ídolos, quién se tragó las ideologías?

En el siglo XX se presentó una lucha a muerte entre las ideologías de la modernidad, un espectáculo terrible que parece una página del Apocalipsis. Tres ideologías principales se delinean en la modernidad: 1) la modernidad anglo-sajona; 2) la marxista-comunista-rusa, derivada de la izquierda hegeliana que se alió con el utopismo, o mesianismo, ruso; 3) la modernidad franco-alemana, que comenzó con Descartes y culminó en Kant y Hegel, pero a la que Nietzsche y Heidegger le dieron una orientación distinta según el Geist alemán, contrapuesta completamente a la modernidad tanto anglosajona como marxista-comunista rusa. La modernidad alemana, representada por Nietzsche y Heidegger, degeneró en el fascismo o nazismo. K. Löwith explicita esta relación: "Las ideas de Nietzsche prepararon espiritualmente el camino al Tercer Reich, si bien los pioneros siempre abren para otros senderos que ellos mismos no han recorrido. Nietzsche es el filósofo del último siglo más determinante en el pensamiento político alemán" (1949, p. 93). Nietzsche, que previó la catástrofe, y que significativamente tituló una de sus principales obras El crepúsculo de los ídolos, y que habló de «la muerte de Dios», propuso un retorno al ethos arcaico de los griegos; lo siguieron Heidegger, los nazis y los llamados grecistas europeos. No quieren aceptar el eschaton cristiano, su "transmutación de todos los valores" del mundo pagano. Por el contrario, se quiere volver a los valores paganos.

El sobrenatural cristiano es mucho más que la metafísica griega. La trascendencia cristiana es personalista: es trascender hacia el Tú, hacia el Señor de los señores de la tierra. Así como la historia, cuyas leyes creía dominar, le hizo la mala jugada al marxismo; también la razón, a la que le rindió culto como diosa, le jugó su mala jugada a la modernidad, que ha tenido que aceptar que los hechos de la historia no están dominados por la razón: las llamadas Guerras Mundiales, los Auschwitz y los Gulagas, etc. ¿Hay algo más irracional que los acontecimientos de la historia?

Para el cristianismo, en la historia se detectan realidades que la simple ciencia no capta, porque ella está orientada hacia el cosmos y la naturaleza. Al volver la mirada hacia la realidad de la historia el cristianismo le hace ver realidades nuevas a lo humano: el Misterio de Dios y de Cristo actuante en ella, el Eschaton que la aguijonea, el Señorío de Cristo sobre la historia, el futuro y la esperanza; como realidades más determinantes que el pasado y la añoranza. El cosmos liga al hombre al eterno retorno de lo mismo, la historia le abre un futuro y lo empuja a él. Por ejemplo, para Tucidides: "la historia es una historia de conflictos políticos basados en la naturaleza humana. Y, puesto que la naturaleza humana no cambia, los acontecimientos que ocurrieron en el pasado ocurrirán otra vez de la misma o similar manera" (citado en Löwith, 1949, p. 7). El cristianismo al mirar la historia no la considera ligada a la fatalidad de la naturaleza sino a la voluntad personal de Dios y del hombre. Lo cual significa que el cristianismo liga los acontecimientos de la historia a la libertad, tanto de Dios como del hombre.

La revolución copernicana en eclesiología: de una eclesiología estática a una dinámico-escatológica

"Entre gemidos de parto se está formando una nueva figura de la Iglesia,

que es en todos los siglos una y la misma" -W. Kasper.

El cambio de paradigmas que viene dándose en el pensamiento teológico católico es comparable a una transmutación copernicana. Es el giro desde el paradigma escolástico, hacia el paradigma histórico. El primero ha estado muy dependiente del paradigma griego de pensamiento, muy centrado en las ideas y ha sido: metafísico, racionalista, espacial, especulativo, estático y esencialista. El paradigma histórico se fundamenta en los hechos, es temporal, concreto, práctico y dinámico. Este paradigma se ha dejado sentir fuertemente en la eclesiología.

A partir de lo que hemos visto podemos concluir que la Iglesia es, también ella, y constitutivamente, un misterio escatológico. Es un misterio porque está sustentada en el sobrenatural, y es escatológica porque el eschaton pascual del Espíritu Santo la vivifica y dinamiza. Sin tener en cuenta al dinamismo escatológico que los impulsa es imposible entender al cristianismo y, por supuesto, a la Iglesia, si se les considera solo desde una cierta etapa histórica; por ejemplo, la Iglesia patrística, o la Iglesia medieval, o la barroca-tridentina, como si en alguna de esas etapas la Iglesia, o el cristianismo, se hubieran realizado plenamente; hasta la misma Iglesia primitiva que históricamente ha sido para muchos cristianos el prototipo de la Iglesia. Esas son etapas de la Iglesia, no son toda la Iglesia. Esto sería considerarla una realidad estática y anquilosada.

Uno de los grandes aportes del Concilio Vaticano II es el haber resaltado este carácter constitutivo de la Iglesia. Dice, en efecto, el Concilio que la Iglesia "va creciendo paulatinamente" (LG. 5). El cristianismo y la Iglesia viven de la presencia misteriosa del Cristo resucitado, y de la esperanza que nace del anuncio de su venida. Es decir, la Iglesia vive del Misterio y del Eschaton que todo lo permea en ella.

El cristianismo y la Iglesia son una realidad viva que se va realizando en la historia, y en ese proceso pasan por distintas etapas. El cristianismo y la Iglesia son la obra de Jesús, pero en la historia, y con el material humano: "Vosotros sois piedras vivas que entráis en la construcción del templo espiritual", dice Pedro (1Ped 2,5). Esto quiere decir que el pecado, los errores, el anquilosamiento y la esclerosis, hacen parte de ellos. Sin embargo, la Iglesia está regida por el impulso escatológico que la hace intensamente dinámica, que está siempre sacándola de sus estancamientos y de sus propios pecados. Ese dinamismo escatológico que ella posee la diferencia, radicalmente, de todas las instituciones o sociedades de este mundo; todas estas están condenadas a la muerte, aunque puedan durar siglos. Solo la Iglesia tiene la promesa de no ser vencida por la muerte, aunque la muerte y el pecado se dejen sentir en ella, a veces con mucha fuerza. Basta pensar en las idolatrías y en los ídolos que, con frecuencia, en ella se establecen. Por ejemplo, el ídolo de poder que hace que muchos, con oficios ministeriales en la Iglesia, se revistan con toda la solemnidad y el prestigio de la institución y del cargo para dominar, ser servidos y adulados; y no para servir al Señor, al Evangelio y al pueblo cristiano. Esto se ha presentado frecuentemente en la historia porque los lobos con piel de oveja se infiltran en ella, y la carcomen desde dentro. Le hacen mucho daño, cierto, pero ni ellos, ni los enemigos externos, pueden acabar con ella. Ya lo había advertido Pablo en los Hechos de los Apóstoles: "Sé muy bien que después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos feroces que no escatimarán medios para atacar el rebaño" (Hech 20,29).

La Iglesia es un misterio que asombra y desconcierta. Y es misterio en dos sentidos: en cuanto obra de Dios en la historia; y en cuanto realidad de este mundo que no es posible comprender fácilmente. Basta mirar su historia para quedar abrumado. Ahora bien, se sabe lo que es la Iglesia en los hechos, su desarrollo en la historia nos muestra lo que ella va siendo. Por esto mismo, la eclesiología no es un pensamiento abstracto ocupado en una ingeniería conceptual que trabaja con ideas fijas y estancadas, sino que trabaja con los hechos, en cuanto en ellos descubre la acción de Dios construyendo su Iglesia. Por tanto, es en el desarrollo de la historia, en la obra de Dios en ella y en la respuesta humana, en la que surge la eclesiología. La Iglesia ha estado sometido en su realización a siglos de desarrollo histórico, que necesariamente han cambiado sus instituciones y han modificado su forma externa y la conciencia de su ser se ha ido madurando. Basta pensar en la evolución de la eclesiología. Esta no se dio en los primeros siglos. Los padres griegos no hicieron ninguna presentación sistemática de la doctrina de la Iglesia, y en toda la era patrística griega poca mención se hace de la Iglesia. Sólo en el s. XIV se van a dar los primeros tratados que presentan explícitamente una reflexión sobre la Iglesia. Está también la evolución de la institución tanto episcopal como papal. En los primeros siglos la Iglesia aparecía como una confederación de iglesias locales, autónomas y en hermandad episcopal dentro de las cuales se iba afirmando cada vez más el centralismo papal, que se va a desarrollar de forma más clara a partir del siglo V.

Por lo demás, se pueden detectar tres enfoques básicos de eclesiología. Uno es aquel centrado en la afirmación institucional de la Iglesia, que ha sido el que se dio en la eclesiología católica en la época de la modernidad, y que culminó en el concilio Vaticano I. Dice Congar (1960):

La eclesiología, a partir de su nacimiento como rama particular en los años 1301-1302, es decir con ocasión del diferendo entre Felipe el bello y Bonifacio VIII, ha sido principalmente una discusión sobre el poder sacerdotal, singularmente el poder del papa (p. 87).

Otro es el que acentúa el ser de la Iglesia como misterio o sacramento, "el ser íntimo de la Iglesia", como diría Congar (1960), y que aparece en Möhler, Newman y De Lubac, y es el enfoque básico de la eclesiología del Vaticano II. Otro enfoque es el que quiere considerar la Iglesia a partir de la comunidad de los fieles, el pueblo de Dios, como lo ha intentado la eclesiología latinoamericana de la liberación. O también centrado más en el quehacer, que en el ser, como ha sido la reflexión eclesial en América desde sus comienzos. La eclesiología oriental ortodoxa también se centra en el misterio sacramental, mientras que el protestantismo lo ha hecho mirando a la Iglesia visible como congregación de fieles.

El big bang escatológico y la eclesiogénesis

"La casa que ahora se edifica será dedicada o consagrada

más tarde. Ahora se fabrica la casa, es decir, la Iglesia;

más tarde se dedicará" -San Agustín.

"Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo,

así también su intención es la salvación de los hombres

y se llama Iglesia" -San Clemente de Alejandría.

En su realización histórica, la Iglesia ha debido experimentar retos, desafíos, ataques, enemigos, crisis y conflictos innumerables. Empezando desde el judaísmo, con el cual Pablo cortó el cordón umbilical que la unía. Luego vinieron el gnosticismo y el Imperio romano, frente al cual la respuesta más esclarecedora la dio Agustín. Siguieron los bárbaros, quien dio una respuesta cristiana muy eficiente ante estos fue San Benito; el Imperio romano-germánico y el feudalismo frente al cual afirmó la Iglesia el Papa Gregorio IX; el Estado francés y los estados nacionales en la era moderna, con los cuales la lucha fue tenaz; el conciliarismo, el galicanismo, el jansenismo, el nazismo, el marxismo-comunismo, el liberalismo; respuestas muy claras a estos movimientos los dieron los concilios de Trento, Vaticano I y Vaticano II.

La Iglesia no es una sociedad natural, por lo tanto su crecimiento no está condicionado por la naturaleza, pero tampoco su crecimiento y realización son explicables históricamente. Ella es un misterio sobrenatural en la historia. Cierto que la ciencia puede explicar muchos aspectos y fenómenos de ella, pero no puede dar una explicación concluyente y plenamente comprensiva de su ser. La Iglesia siempre será un enigma para la razón y para la ciencia.

Un misterioso estallido original llamado el Big Bang produjo el universo a partir de una bola de fuego inicial, así también se originó el nacimiento de la Iglesia, a partir de la explosión creadora de Pentecostés, pues: "contenida toda entera, en su primer día, en el estrecho cenáculo de Jerusalén" (Lubac, 1968, p. 39); estalló el misterio de la Iglesia para expandirse por toda la tierra. Esto implica que así como Jesús fue ungido por el Espíritu para su misión, así mismo lo fue la Iglesia. Ella tiene su origen y su desarrollo en el Misterio de Jesucristo, gracias a una energía sobrenatural que se llama Espíritu Santo; en palabras de D. M. Stanley (1968): "el nuevo Israel ha nacido en el fuego del Espíritu" (p. 24). Fue con el Espíritu que el Señor empezó su obra mesiánica y salvadora: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4,18).

E igualmente, como el universo está sometido a un intenso y acelerado proceso de expansión, o de evolución, de igual manera la Iglesia. Pero también, así como la gravitación y la entropía rigen el dinamismo cósmico, así también el esjaton animado por el Espíritu de Dios y la entropía de la historia humana rigen el dinamismo vital de la Iglesia. Por lo mismo, como: "la historia natural incluye reversos, calamidades y largos períodos en los que nada ocurre y lo que ocurre parece no tener sentido" (Haught, 2015, p. 20); también la historia de la Iglesia incluye calamidades, estancamientos, conflictos y tragedias. De igual manera, "oscuridades temporales y aún épocas de tinieblas son completamente consistentes con la comprensión dramática del universo", lo mismo pasa con la Iglesia. Y es que como la evolución del cosmos es un «drama colosal», también lo es la evolución de la Iglesia en su historia: un inmenso y asombroso drama eclesial.

Puede hablarse, entonces, de un drama escatológico que vive la Iglesia en su historia; uno que, en cierta forma, es continuación del gran drama de las relaciones de Dios con el hombre, que viene desde Israel. Y es que más que una institución, y sin dejar de serlo, la Iglesia es un dinamismo vital sobrenatural que se expande por todo el mundo. En consecuencia, la Iglesia se comprende a partir de la historia, no mediante abstracciones y elucubraciones mentales, pues con ella sucede lo mismo que con Israel, del cual dice von Rad (2009): "la historia era para Israel el lugar en que experimentaba a Yahvé y a partir del cual podía comprenderse a sí mismo como tal Israel" (p. 387).

Es más, no existe un día del nacimiento del cosmos, o comienzo del Big Bang, tampoco existe un día que se pueda señalar como el día del nacimiento de la Iglesia. Ella brotó en una serie de acontecimientos eclesiológicos que se formalizaron como comunidades, que vivían en armonía unas con otras -también tenían conflictos-, pues unas se sentían ligadas al judaísmo, mientras que otras se veían libres de la ley y las tradiciones judías. Por esto mismo, el crecimiento de las primeras comunidades cristianas no fue armónico-estructural, crecieron, miradas externamente, de forma caótica, sin una estructura fija discernible. Las estructuras organizativas se van dando y afirmando a medida que el movimiento eclesial se iba expandiendo, desde el embrión eclesial original hacia la Católica universal.

Sin embargo, las afinidades entre la obra creadora del universo y la obra creadora de la Iglesia no terminan aquí, porque como en el primero resuena una melodía cósmica, de igual manera en la Iglesia, en su dinamismo vital expansivo, resuena una melodía eclesial, que sólo saben escuchar los oídos de la fe: "por todas partes resuena el mismo 'cántico nuevo' que todos han aprendido a cantar de la misma madre desde el día de su "nuevo nacimiento" (Lubac, 1968, p. 43).

La ciencia no ha logrado descubrir el misterio más allá del Big Bang original del cosmos, pero la fe sí sabe del misterio oculto más allá del Big Bang original de la Iglesia. Porque ella existe «ab exordio saeculi», "ella aparece con Cristo, de la voluntad del Padre, del Hijo y del Espíritu". Esto lo expresa San Agustín de la siguiente manera: "civitas sancta, civitas fidelis, civitas in terra peregrina, in caelo fundata est". He aquí la explicación de su misteriosa condición: "ha sido creada la primera entre todas las cosas; [...] y a causa de ella ha sido creado el mundo" (Hermas). Clemente de Alejandría relaciona así las dos creaciones: "Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así también su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia" (citado en Lubac, 1968, p.47).

Si admiramos el cosmos y consideramos la cosmogénesis, la expansión del universo desde el Big Bang original, con mayor razón y asombro hemos de considerar la Iglesia. Ella brotó en el desarrollo de la historia como la Tierra brotó en la evolución del cosmos. Ella se expande por el mundo en el curso de la historia, es decir, en la historia acontece la eclesiogénesis, porque la Iglesia está también en pleno proceso de creación. En ese desarrollo creativo, y como colaboradores del Señor, podemos apreciar multitud de personajes extraordinarios que, o bien han sabido leer el desarrollo de esa obra, o bien han aportado su trabajo en la edificación, o ambas cosas a la vez; como un Pablo o un Agustín, por ejemplo, un Francisco de Asís, un Domingo de Guzmán y un Ignacio de Loyola, y más recientemente un J. H. Newman o un Henry de Lubac. Porque así como los científicos de la física estudian cómo Dios ha hecho y está haciendo el cosmos, así también los eclesiólogos estudian cómo es que Dios viene haciendo su Iglesia, descubriendo la manera cómo es que Él la edifica, tratan de explorar y entender su naturaleza. Pablo, por ejemplo, descubrió que esa construcción no era según el plan del judaísmo, sino uno nuevo que se llamaba Jesucristo. Agustín también se dio cuenta que el plan de Dios no era el de los donatistas ni el de los pelagianos. En el siglo XIII Francisco y Domingo mostraron que no era el camino de los cátaros y albigenses, e Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, anotó que tampoco era el de los protestantes. Igualmente, en el siglo XIX, Newman estudió y cuestionó el plan eclesiológico del anglicanismo, y se dio cuenta que ese no era el auténtico, sino uno que venía desde el tiempo de los Padres sobre el cual se estaba construyendo la Católica. En pleno siglo XX, apareció Henry de Lubac quien vio lo equivocada que estaba la neo-escolástica en su concepción de la Iglesia, y emprendió la lucha por volver a las perspectivas eclesiológicas de los Padres y de la Escritura; dio las bases, con sus compañeros de empresa, para que todo un Concilio volviera a los planes mistéricos de Dios sobre su Iglesia:

El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina [...] Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen de mundo [...] y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos (L G 2).

Si sondeamos, más profundamente, en el ser y origen de la Iglesia se descubre que ella está impulsada por un dinamismo misional escatológico, gracias al Espíritu de Dios; el impulso tiene origen en el Misterio Trinitario, porque brota del envío de Jesús por el Padre y del envío del Espíritu Santo. Ese es su arraigo sobrenatural, porque, históricamente, se inició con el envío de Jesús a sus discípulos (Mt 28,19), y luego los apóstoles empezaron a enviar evangelizadores: de Jerusalén fueron enviados Pedro y Pablo a Samaría (Hech 8,14) y Bernabé fue enviado a Antioquía (Hech 11,22). La comunidad de Antioquía envió a Pablo y Bernabé a Chipre (Hech 13,2-4). Fue como si un manantial hubiera brotado en Jerusalén, fue creciendo y esparciéndose mediante innumerables afluentes por toda la tierra. Ese torrente llegó a Roma y de ahí fluyó a todos los rincones del mundo antiguo conocido.

Por su origen, por su naturaleza y por su dinamismo escatológico, la Iglesia se diferencia completamente de las sociedades de este mundo. Esto significa que aunque tiene un pasado, no es esclava de él, y ese este no es, como en las sociedades arcaicas de la antigüedad o racionalistas de la modernidad, algún mítico paraíso perdido al que hay que volver, no es el ejemplar mítico que hay que imitar. La Iglesia no tiene sus raíces en un pasado mítico-estático perfecto, sino en un acontecimiento dinámico-escatológico: la Cruz, la Resurrección del Señor, la irrupción del Espíritu Santo; o sea, la irrupción del futuro escatológico de Dios en la historia humana. Ella se define, no por los valores del ayer, sino por los valores del Reino que vendrá, por la consumación a la que se dirige. El pasado de la Iglesia, la lglesia apostólica, es la semilla, el futuro es la plenitud de la Jerusalén celeste. La esencia de la Iglesia no está en el pasado, ni en un eterno y estático más-allá, su esencia está en el futuro, este es el que la define y le da la identidad propia. Citando a Bultmann, von Rad (2009) afirma que: "Con razón se ha definido 'la apertura radical hacia el futuro' como lo característico de la concepción de la existencia tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento" (p. 466).

Ella tampoco es una realización humana, no existe un solo personaje, meramente humano, al que se le pueda señalar como fundador y constructor de la Iglesia a través de los siglos. Ella es obra de Dios, y el único personaje al que le pueda atribuir esta obra es Jesucristo; así, con el doble nombre: Jesús de Nazaret, el hijo de María; y Cristo, el que ha resucitado. La Iglesia es su obra y Él viene realizándola a través de los siglos. Él es su arquitecto, su piedra angular, su maestro de obra; los obreros son muchos.

Todo cuanto acabamos de decir significa que la Iglesia y el cristianismo no tienen un origen natural o cósmico, como las religiones o los Estados y naciones. Desde el principio se vio que los cristianos conformaban un nuevo pueblo, distinto del judío y del pagano, y que no estaban ligados a una nación o a un Estado. Por esto mismo, sus relaciones con el Estado, cualquiera que sea, son y han sido problemáticas, caracterizadas por tensiones y choques continuos. El cristianismo brotó, dice B. Tierney, dentro de una antigua civilización que tenía ya su jerarquía y sus propias estructuras de gobierno, por lo que desarrolló sus propias estructuras aparte de las de la jerarquía secular, y empezó a desarrollar unas relaciones de aceptación y de distanciamiento, al mismo tiempo que de clara diferenciación. La situación cambió a partir del siglo IV cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio. Empezó así una dramática historia de sometimiento y de liberación de la Iglesia respecto al Estado, historia de dificultades y tragedias que se han prolongado a lo largo de los siglos.

Lista de referencias

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Cómo citar este artículo en APA: Galeano Atehortúa, Adolfo (2017). Una eclesiología histórica-escatológica para la postmodernidad. El cambio de paradigma dentro de la orientación postmoderna hacia la historia y la hermenéutica. Revista Cuestiones Teológicas, 44 (102), 397-421.

1La bibliografía sobre la crisis del protestantismo y del evangelismo en los Estados Unidos es enorme. Referencio algunas obras relevantes: D. F. Wells. (1993). No place for Truth or whatever happened to evangelical theology? Michigan: Grand Rapids; D. G. Hart. (2004). The lost Soul of American Protestantism. Oxford: Rowman & Littlefield Publ. Inc.; M. A. Noll. (1994). The Scandal of the Evangelical Mind. Cambridge: Wm. B. Eerdmans Publishing Comp.; Th. C. Reeves. (1996). The Empty Church. Does organized religion matter anymore? New York: Touchstone; J. R. Stone. (1999). On the Boundaries of American Evangelicalism. New York: The postwar Evangelical coalition St. Martin Press; C. Raschke. (2004). The next reformation. Why evangelicals must embrace postmodernity. Michigan: Grand Rapides. Para una vision global de la situación del protestantismo hoy c.f.: A. E. McGrath and D. C. Marks. (2004). The Blackewell Companion to Protestantism. Oxford: Blackwell Publ.

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Recibido: 02 de Mayo de 2017; Aprobado: 20 de Junio de 2017

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