Introducción
Nuestro autor desarrolla su predicación1 en un ambiente de tensión entre el racionalismo y el evangelismo, lo que ubicaba la racionalidad por una parte, y la dimensión afectiva por otra, como cualidades humanas opuestas, y, a su vez, paradigmáticas de la experiencia religiosa.
En este contexto, el oxoniense va describiendo homiléticamente los accesos antropológicos a la fe en el Dios revelado en Cristo, y, además, en perspectiva teológica, profundizando en una reflexión fiducial como realidad constitutiva del ser humano. La idea, entonces, era proponer los hitos fundamentales que va solicitando la comprensión de una fe religiosa que se haga auténticamente humana y confesionalmente válida. Esto es lo que lleva a nuestro autor, de modo progresivo, a descubrir la formulación dogmática como una necesidad interior del ser humano vinculada a la propia naturaleza de la fe, y no exclusivamente como una justificación a posteriori del contenido creyente.
Esta reflexión, en principio intuitiva en el discurso homilético de Newman, es la que luego deriva en una relación simpática entre la humana naturaleza y el contenido de la fe revelada, presentándose así una simpatía de la formulación dogmática con el ser humano que cree. Esta es la perspectiva que este artículo describe y que a partir de un análisis de los Sermones de Newman podemos afirmar y proponer para el hoy creyente.
Nuestro estudio lo presentamos en tres momentos: el primero de ellos (1) nos llevará a la experiencia religiosa que movida por los sentimientos nos permite vivir en expresión real aquello que se cree; luego (2) presentaremos esa expresión religiosa como elaboración racional y forma necesaria de un credo definido (dogma), para posteriormente (3) afirmar como la fe cristiana, así entendida, encuentra plena simpatía con la formulación dogmática.
1. Contextualización
Las pocas posibilidades de lograr alcances sustantivos para no ceder a las exigencias del racionalismo2 provocaban en la Inglaterra de principios del siglo XIX una vivencia subjetiva de la fe, que atentaba contra la persona misma y la confesión religiosa por ella profesada. Como todo tenía que justificarse racionalmente aquellos menos instruidos se inclinaban hacia la low church o iglesia baja, es decir, aquella iglesia promotora de los ideales puritanos concentrada en un espiritualismo exclusivamente afectivo.
Por otra parte, la dualidad de perspectivas frente a la observancia del credo no resultaba atractiva afectivamente para unos, ni convincente racionalmente para otros, por lo que solo tenía valor lo que venía del impulso inmediato. Esto es lo que se reconoce en expresiones como: "voy cuando me nace", "lo hago cuando lo siento"3. Lo demás sería legalismo, normativa o dogmatismo. De estas comprensiones, Newman pretende liberar al creyente, pues, entender la experiencia religiosa bajo esta perspectiva coincidiría con aquello a lo que él llama irreal: "religión irreal", o "religión abstracta'"; si nos comportamos desde lo formal en la fe, la experiencia religiosa y el objeto creído derivan en abstracción, en último término podemos prescindir existencialmente de lo que se cree dada su formalidad:
Es común -no solo en religión- hablar de un modo irreal; esto ocurre siempre que tratamos un asunto que nos resulta familiar. Si oyeras a una persona ignorante en temas militares explicar cómo deben actuar los soldados de guardia o cómo ha de planearse su avituallamiento, su acantonamiento o sus marchas, estarías seguros de escuchar bastantes errores para provocar el ridículo y el desprecio de quienes saben de cuestiones bélicas. Si el extranjero llegara a una de nuestras ciudades y se pusiera, sin titubeos, a sugerir planes para surtir nuestros mercados u organizar nuestra policía, demostraría imprudencia y su intento revelaría gran falta de sentido común y modestia. Sería evidente que no entendía nada y que al hablar de lo nuestro usaba palabras sin sentido. Si alguien medio ciego intentara decidir cuestiones de proporción o de color, o un hombre sin oído juzgara composiciones musicales, diríamos que hablaba puras vaguedades o fantasías, o que se apoyaba en meras deducciones, sin una captación real de los temas que trataba. Sus observaciones serían teóricas e irreales4 (Newman, 1997, pp. 980-981).
De aquí viene el llamado a la práctica de la vida de fe en que nuestro autor insiste. Por esta misma razón reconocemos su propuesta en la que la religión que debe vivir el creyente tiene que ser de obras y no de improvisaciones afectivas, o meras abstracciones, pues esto sería una religión irreal. Es por ello que para buscar la fe verdadera se requiere entonces de un conocimiento que no tenga como fundamento epistemológico solo los datos de la ciencia, aún de la ciencia religiosa, pues aquí estaríamos solo frente a la perspectiva definida de esta misma ciencia, es decir, frente a una perspectiva formal. Caso similar sucedería si atendiéramos solo a las improvisaciones de los afectos, emociones o sentimientos5. He aquí el dilema de la abstracción religiosa.
Ahora bien, dicho positivamente, la conjunción de estas variables en una comprensión antropológica integral, e integradora, nos permite reconocer la condición de posibilidad para que la verdadera experiencia religiosa acontezca. Pues, si la condición humana se reconoce bajo estas variables, entonces, el fundamento de la fe las supone, y el modo humano de vivir la fe necesitaría de estas dimensiones para sostenerse. La condición antropológica se transformaría así en fundamento de la fe y su credibilidad, a modo de praeambula.
1.1 Hacia una realidad visible
Entonces ¿De qué se trata creer? en las homilías de nuestro autor podemos encontrar la respuesta: pasar de una idea abstracta a una confesión real. Dicho de otro modo, pasar de la invisibilidad hacia la visibilidad. Esto es tan potente en la predicación de nuestro autor que el invisible que cree no solo encuentra lugar en la realidad visible, sino que la solicita, y, en este movimiento, encuentra su sentido. Es decir, existe una mutua relación entre la realidad nocional del individuo en particular con sus derivaciones racionales afectivas y reales. Ambas, activamente comprendidas, sugieren la fundamentación del acto de fe y su precedente antropológico.
Ahora bien, la invisibilidad de la fe exige de medios que la hagan visible, no solo en cuanto práctica de un determinado credo, sino también como contenido del credo. Hablamos de medios que visibilizan el invisible. Estos pueden ser, por ejemplo: la propia Palabra de Dios, la vida eclesial y sacramental, la vida orante, la confesión explícita de determinados contenidos, una piedad particular, incluso la misma comunidad de creyentes que reconocen y acogen en los medios visibles una realidad necesaria para la vivencia de la fe, donde la razón y los sentimientos puedan encontrarse explícitamente. En efecto, la comunidad no es solo el agente pasivo que recibe y transmite la fe, sino que ella misma -en cuanto comunidad-, visibiliza el invisible, lo que le da un carácter sacramental hablando en términos eclesiológicos.
Se insinúan ya aquí los constitutivos de la experiencia de fe auténtica: el carácter comunitario de la fe, el contenido positivo de la revelación, y el reconocimiento de las realidades visibles que hacen de una abstracción algo real. No hablamos de elementos accesorios a la realidad creyente, sino a la consecuencia de la necesidad humana que exige su propio desarrollo. Dado que existen condicionamientos previos en el ser humano en virtud de su propia naturaleza, lo que se requiere, entonces, es que el hombre siga su naturaleza en esta materia, para luego reconocer la sobrenaturalidad del acto creyente. Lo mismo sucede con los sentimientos y emociones, así sean religiosos, pues, más allá de los razonamientos propios y justificaciones particulares que se pretendían del credo, las inclinaciones de los sentimientos tendían a gobernar las exigencias de la propia fe6.
Por esta razón es que la obediencia de la fe y la fidelidad a lo que se cree supera, por ventaja, la situación particular que los sentimientos, o las emociones más sublimes, pueden estar gestando en el individuo en particular: "Ten por seguro que la fidelidad decidida y firme, aun sin transportes de ánimo o cálidas emociones, es mucho más agradable a Dios que todos los anhelos apasionados de vivir en su presencia que los ignorantes confunden con la religión"7 (Newman, 1997, p.82). En consecuencia, las insinuaciones que vengan de sentimientos religiosos, por sí mismas, no tienen que ver con el sustento firme que promueve la propia experiencia de la fe auténticamente comprendida y eclesialmente vivida. Por lo que los medios que hacen visible la fe no se corresponden con los sentimientos, al menos, no en cuanto tales.
1.2 Una aplicación práctica
Veamos un ejemplo. Un medio que visibiliza la realidad sobrenatural de la fe es la Escritura. La Palabra de Dios, en cuanto depósito confiado al cuerpo creyente, es un ejemplo patente de los medios visibles que Dios nos ofrece de lo invisible. No solo como objeto de fe, sino por toda la tradición que en ella ha quedado plasmada a lo largo de la historia. La Escritura es una consecuencia visible de la invisible relación de Dios con su pueblo. Y ¿por qué ha quedado escrita? Porque su contenido originalmente invisible para el hoy creyente, se transforma en objeto visible y actual; visibilidad de aquella realidad que la propia condición humana necesita para creer. Es esta misma realidad creída la que despierta la emoción y abre al amor para luego ser reflexionada. Aunque no basta con la sola reflexión, pues esto dejaría el vínculo con la Escritura en un plano puramente formal, nocional, encerrado en el concepto y en la lógica histórica que tales realidades quieran expresar y formular como concatenación de ideas relevantes. Para que la comprensión de lo escrito tenga consistencia vital en la persona, necesita ser valorada, querida y amada. He aquí la importancia de los sentimientos religiosos para la vivencia de la propia fe.
Entonces, una cosa es tener un vínculo nocional con el texto en concreto, descubrir su lógica interna, analizar el lugar de los personajes del relato, la coherencia histórica que puedan otorgar los hechos, la valorización de los acontecimientos narrados como fuentes de enseñanza, etc., pero otra cosa es hacer del texto bíblico (realidad visible) una fuente querida, con la cual se entra en relación vital, fruto de una afección con ella desarrollada (sentimiento-emoción). De este modo, porque se es capaz de amar lo que el escrito nos sugiere, se puede también respetar, cuidar, meditar y reflexionar. La experiencia de amor hacia la Escritura cambia el modo de relacionarse con ella, y porque se ama, entonces, se puede entrar a analizar, conjeturar, puntualizar y definir, las ideas que de la relación con ella puedan surgir (DV 21). De esta manera se entra en la dinámica de la fe que mueve e impulsa al creyente a una auténtica adhesión, que posibilita transformar las realidades visibles en un verdadero objeto de devoción que sugiere el invisible.
2. La forma real de un credo
En el sermón "La humillación del Hijo eterno", nos encontramos con la siguiente afirmación:
Mientras tanto, el mundo religioso se preocupe poco de adonde le llevan sus ideas u opiniones; y no se dé cuenta de que está dando culto a un simple nombre abstracto o a una vaga creación intelectual, en vez de al Hijo de Dios vivo, hasta que los fieles abandonen la fe, y entonces se asusten y aprendan que la así llamada religión del corazón sin ortodoxia de doctrina no es más que la tibieza de un cadáver, existirá durante un tiempo pero con certeza desaparecerá8 (Newman, 1997, p.592).
El escrito nos presenta una perspectiva que vuelve sobre lo que ya hemos insistido, pero creemos aquí con una dimensión mucho más aguda. La idea de religión abstracta que hemos considerado más arriba aparece aquí enunciada como aquella que se sostiene no en la claridad de las ideas sino en las insinuaciones del corazón (religion of the heart), es decir, sobre la base de los sentimientos que el creyente puede tener.
Destaquemos también lo interesante que resulta la idea de abstracción, pues ésta no aparece aquí en colisión con el intelecto, sino con los sentimientos. Por tanto, una religión abstracta no es solo la que se reduce a lo racional, sino que también es abstracta en cuanto se queda solo con lo emocional. En cualquiera de ambos casos, al considerarse de manera exclusiva lo racional o emocional, se cae en la abstracción. En consecuencia, lo abstracto también tiene connotaciones distintas, pues aparece aquí como aquello que se opone a lo real, más que al hecho de la conceptualización misma. Expliquémoslo un poco más.
La crítica hacia lo abstracto en materia de fe religiosa se aclara si oponemos la abstracción con respecto a la fe religiosa «real». Dicho de otro modo, una abstracción religiosa ocurre en cuanto se opone a la vivencia de una fe, y, en este sentido, sea por los sentimientos o sea por lo racional, cualquier camino considerado de modo exclusivo respecto del otro queda entrampado en una abstracción religiosa en contra de lo que sería una fe real. ¿Cómo escapar de este peligro?, con la ortodoxia de doctrina (orthodoxy of doctrine). Nuestro autor nos introduce, entonces, hacia lo que queremos sistematizar a continuación. Se trata de la necesaria solicitud de un cuerpo intelectual que debe tener la religión para responder a esa necesidad racional, que solicita en virtud de su propia condición humana, y, desde aquí, posibilitar el asentimiento real a él, simplificado en la idea de la práctica de la misma. Esto no se logra con solo la atención al ejercicio intelectual, ni tampoco como aceptación del dictamen de los sentimientos, fruto de un acontecimiento que podemos llamar religioso.
La racionalidad forma parte del ser humano constitutivamente hablando, y, en consecuencia, todas sus facultades se encuentran tocadas por esta realidad. Entonces, la fe religiosa como dimensión también humana, según hemos explicado, solicitará de esta mediación racional para transformarse así en posibilidad real.
En todo caso conceptualizar lo creído asume ontológicamente el mismo acto de creer, es decir, se reconoce en la dinámica propia de lo que se cree un conjunto doctrinal que deriva de aquello que es creído, dice Newman: "Pero la fe del Evangelio quedó establecida hace mucho tiempo, es un depósito bien definido, un tesoro común a todos, uno oye el mismo en todo tiempo, expresado en palabras fijas, que se puede recibir, preservar y transmitir"9 (1997, p. 389). En otras palabras, lo que se afirma es que aquello que se cree tiene una aprehensión real y verdadera de Dios, por lo que podemos hablar de una verdad testificada en su enunciado mismo, como contenido y expresión de él. Aquello que es reconocido como realidad que se cree -en razón de la propia necesidad racional de creer en su contenido-, trae como consecuencia la explicitación del credo, producto de la necesaria verbalización de él. Esto se hace tanto más patente cuando el ejercicio creyente requiere que sea transmitido, pues, la conceptualización de lo creído manifiesta la necesidad de una elaboración racional.
Ahora bien, si partimos del principio que un determinado cuerpo de doctrina se sostiene y propone en un establecido credo, aunque este se nos presente desde lo externo como realidad nocional, este mismo cuerpo, en cuanto expresión de la realidad creída, simpatiza con la dimensión antropológica buscada por este mismo ser humano en particular. Existe así una especie de connaturalidad del deseo humano que cree y en cuanto cree busca, pues si la inteligencia desea la verdad y la verdad está en esa expresión exterior que se propone, se genera un vínculo simpático hacia ella. Y a su vez, esta búsqueda de la verdad supone los condicionamientos propios del ser humano para alcanzarla, pues no tiene otro modo de hacerlo que a modo humano.
Se trata de la natural relación epistémica para alcanzar el conocimiento, aquella ciencia perceptiva que une, bajo la aspiración inteligible, el sujeto con el objeto. Es la realidad humana, tal y como se presenta en la vida cotidiana, la que vemos aquí encaminada en materia de fe religiosa, y de la cual nuestro autor se vale.
Ahora bien, si el conocimiento que se da en la comprensión y posibilidades humanas, si se entienden en la simpatía que otorga la gracia con el objeto sobrenatural, la acción de creer se ve doblemente respaldada por el vínculo simpático del natural y el sobrenatural. Es decir, ya no solo la fe en cuanto aceptación por gracia del don sobrenatural, con la cual podría ser suficiente, sino también su contenido. En efecto, su credo viene a fortalecer y dar fundamento a aquella opción primera del creer:
También a nosotros, aunque no hemos sido admitidos todavía en la gloria celestial, se nos ha dado ver mucho, como preparación para ver más. Cristo habita entre nosotros en su Iglesia, de un modo real aunque invisible y, mediante sus preceptos, cumple con respecto a nosotros, en un sentido verdadero y suficiente, la promesa del texto10 (Newman, 1997, p. 967).
Seguidamente podemos afirmar que el dato revelado en Jesucristo no puede ser conocido por la fe sin que, a su vez, el contenido de esa realidad (dogma) sea simultáneamente aceptado. Esto es lo que nuestro autor busca expresar bajo la necesaria vinculación y aceptación de un credo que libra de reducir la religión a un puro sentimiento, o a una realidad, sobrenatural tan inalcanzable que humanamente no se puede reconocer. Lo sintetizamos en la siguiente afirmación de nuestro autor:
Hay personas muy respetables que suelen referirse a la fe cristiana como un sentimiento o un principio al que las personas normales no pueden entrar, algo extraño y muy peculiar, distinto de todo lo que nos afecta y nos importa en este mundo. Y nada que nosotros hagamos les servirá de ejemplo de lo contrario. Piensan que, como se trata de un don espiritual de origen divino, es completamente sobrehumano, y que compararlo con cualquiera de nuestros sentimientos o principios ordinarios es pensar cosas indignas de ello11 (Newman, 1997, p. 123).
Este es el tipo de reflexión de la que nuestro autor se hace cargo, y que en la sistematización aquí formulada nos abre paso al apartado siguiente.
2.1 El contenido de lo que se cree como respuesta a la propia fe
Nos detenemos ahora en las preguntas que dentro del corpus homilético de Newman avalan su preocupación y el discurso que venimos desarrollando: ¿Qué necesidad hay de profesar una religión? ¿Por qué ir a la Iglesia? ¿Por qué observar ciertos ritos y ceremonias? ¿Por qué vigilar, rezar, ayunar y meditar? ¿La mejor forma de acercarnos a Dios no es lo que ocurre dentro, en nuestra conciencia, y fuera, en nuestra conducta? ¿Cómo vamos a agradar a Dios sometiéndonos a unas formalidades religiosas, tomando parte en ciertos actos religiosos? ¿Por qué participar en lo que la Iglesia llama sacramentos? Esta serie de interrogantes nos pone ahora en el planteamiento que queremos reconocer, a saber, la necesaria respuesta de contenido que la condición humana tiene en cuanto confiesa una determinada fe. Pues, si se excluyera este aspecto de la propia vivencia de la fe no solo se atenta contra la fe misma, sino también contra la propia realidad humana, pudiendo reducir la experiencia religiosa a un solo sentimentalismo, o superstición, que no tiene nada que ver con lo que se pretende profesar, ni con aquello que se nos presenta más humano12. En definitiva, se atenta en contra de la propia condición antropológica: "Hasta que no sintamos que tenemos una confianza, un tesoro para transmitir, una seguridad de la que somos responsables, estaremos perdiendo una peculiaridad principal en nuestra condición"13 (Newman, 1997, p. 396). Pues es la propia condición humana la que solicita de este peculiar ejercicio racional para sostenerse humano. Se trata de que el producto de su racionalidad, el ser humano, se encamine en una permanente pregunta sobre el contenido de la fe, en el intento de buscar la mejor manera de comprender lo que se cree, si bien la verdad absoluta resultará siempre inalcanzable (FR 95; 96).
Se trata de ir adecuándose permanentemente a lo real, pues las limitaciones para la fe que nos ofrece la razón, por sí sola, exigen también abrirse a una nueva dimensión del contenido de ella, cuya respuesta solo la podemos reconocer en el amor. En cualquier caso, se trata de poner a la razón en el dinamismo de alcanzar la verdad del contenido de la fe, precisamente porque se cree, y el creer no atenta contra el ejercicio de la razón, por el contrario, lo lleva a plenitud (FR 17; 67; PF 10; LF 3). En esta perspectiva lo que busca la razón es sostener suficientemente lo que se cree y, de este modo, posibilitar la dimensión práctica de la fe, tan necesaria en el discurso para reconocer una fe auténtica:
Realmente asusta pensar que la mayoría de los que se llaman cristianos -no importa lo que digan o crean sentir, el encendimiento y el amor que profesen tener- harían exactamente lo mismo que hacen, ni mucho mejor ni mucho peor, si estuvieran convencidos de que el cristianismo es pura fábula14 (Newman, 1997, pp. 925-926).
De aquí deriva la importancia del contendido de lo que se cree que libera, o, al menos, busca favorecer la fe religiosa de una pura sensación interior. De lo que se trata en suma es de comprender que la fe en sí misma, al momento de ser confesada, trae consigo un cuerpo de contenido al cual se asiente por la propia fe originalmente confesada. Todo porque la humana naturaleza lo solicita, y la fe encuentra en esa naturaleza sus propias posibilidades de desarrollo.
2.2 Una realidad concreta
La condición humana supone una movilidad del creyente hacia su fe que se concreta en la cotidianidad de la vida religiosa. En este sentido no se puede cuestionar la fe por las formas externas que asume (contra el sentimentalismo) ni por las razones que la justifican aún sin evidencia (contra el racionalismo), ambas realidades son necesarias en la práctica de la fe y resultan coherentes con la humana condición, como advierte Newman (1997) :
¿Qué es la oración sino una forma?, es decir, ¿acaso vemos salir algo de ella? Pero lo creemos, y por eso Dios nos da su gracia. ¿En qué sentido es la adhesión a la Iglesia una forma, que no lo sea también la oración? En beneficio de la una no se ve, y el de la otra tampoco. La una no beneficiará a la gente abandonada y sin Dios, y la otra tampoco. La una se nos ordena en la Escritura, la otra también. Por tanto, decir que la unidad de la Iglesia es una forma, algo externo, no es una injuria; las formas, las cosas externas, son el alimento de la fe15 (p.607).
Toda esta insistencia de nuestro autor no equivoca el sentir de la fe, sino que se funda en la idea de que aquella realidad que se cree -en su aplicación y vivencia concreta-, alimenta la fe desde la práctica de la misma. No es una pura forma de la fe, sino que es la fe que se vive, y viviéndola, asumidas las condiciones humanas previas, se transforma en signo de credibilidad, o, dicho de otro modo, en realidad sacramental. Pues, a fin de cuentas: "hay una gran diferencia entre creer una cosa y sentirlo"16.
La conceptualización de la fe como respuesta racional a lo que se cree, y la acogida de ella en el amor, movilizan en conjunto a la práctica religiosa, haciendo de una realidad confesional una especie de sacramentalidad de la propia fe. La razón constituye la reflexión de lo que se cree, purifica lo que se siente y alienta la fundamentación de la misma17. Por su parte, el sentimiento religioso fruto de una experiencia de amor más profundo despierta espontáneamente el deseo de la fe y su concreción explícita, moviendo al ser humano a lo sobrenatural.
Así, la fe que se cree, encuentra su consistencia en la práctica de la misma, entrando en una mutua relación de la ortodoxia con la ortopraxis.Newman (1908) dirá años más tarde en la Apologia Pro Vita Sua: "Tenía confianza en la verdad de una cierta enseñanza religiosa definida, en base a este fundamento del dogma; a saber, que había una Iglesia visible, con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible"18 (p.49). Y en una larga explicación sobre los vínculos del hacer y prometer como condicionantes de la fe religiosa, luego someterá a juicio la idea excluyente entre el sentir y el obrar:
¿Por qué? Porque hay una inmensa distancia entre sentir correctamente y obrar correctamente. Una persona puede tener todos esos buenos sentimientos y emociones, pero si no los ha puesto en práctica no puede estar seguro de poseer una base segura y permanente. Si no los ha puesto en práctica, no tenemos garantía para creer que sean algo más que palabras19 (Newman, 1997, p. 111).
En clave positiva, la práctica de la fe redunda en más fe, y complementa las propias necesidades que el ser humano experimenta respecto de su propio creer. La insistencia en experimentar la fe religiosa como una realidad concreta ve en los distintos momentos del discurso homilético de Newman toda su capacidad de desarrollo, pues por naturaleza -dadas las diversas condiciones de esta humana realidad-, la práctica de la fe termina definiendo al hombre e imponiéndose a fuerza de práctica en su desarrollo creyente:
Lo que se hace de forma regular acaba imponiéndose en la mente (conciencia), deja su huella en la imaginación y la memoria, y parece sustituir a los demás deberes. Todo aquello que consiste en actos externos definidos está dotado de una plenitud y un aspecto tangible muy aptos para dejar satisfecha la mente20 (Newman, 1997, p. 777).
En resumen, en la comprensión de nuestro autor, la fuerza y aplicación práctica de lo que se cree garantiza que hay un movimiento interior estimulado por toda la dimensión de la persona. La confesión de lo que se cree nos pone en la dinámica del ejercicio real de la fe, que se manifiesta concretamente en la vida del creyente, y lo lleva más allá del mundo de las nociones.
He aquí la importancia que ejerce el contenido de la fe, que termina siendo la realidad de la fe misma, si bien la reconocemos en momentos distintos en cuanto a su comprensión, pero en razón del credo y el asentimiento a él, su distinción es ontológica. Veamos ahora cómo se entienden estos dos momentos en la confesión de la propia fe religiosa.
3. Creer y confesar
Hemos dicho que aquella realidad que se cree necesita ser confesada y esto supone asumir el contenido de ello como acto segundo de la comprensión de la propia fe. La racionalidad jugará aquí un rol significativo, pues ella debe profundizar en lo creído para evidenciar la consistencia de las formulaciones y vivencias que deriven de aquello que se cree. Pero no solo eso, el ejercicio devocional, hacia aquello que se presenta como contenido de lo que se cree, abre la perspectiva más integradora de lo humano para profesar la fe misma: "De igual manera, diversos puntos de forma y disciplina son obligatorios aunque la Escritura no diga nada de ellas porque descubrimos nuestro deber por otro camino"21 (Newman, 1997, p. 272). ¿Cuál es ese otro camino?, la devoción. El acto devocional que involucra a toda la persona, lleva a ésta a creer, aun no teniendo todas las herramientas intelectuales para justificar aquello que cree, no obstante, cree. Esto es lo que posibilita la fe en ambientes de cultura sencilla, donde puede haber perfecta fe religiosa, aunque no se tengan todos los elementos para justificar aquello que se cree, y de hecho, sensu stricto, no se tienen porqué tener, pues estamos, en niveles distintos, y la fe real no es fruto de una acumulación de pruebas que la validen22.
3.1 Hacia la simpatía dogmática
Ahora bien, la condición humana con su facultad racional exigirá profundizar en lo que se confiesa, para mostrar la coherencia de ello con el acto de fe mismo. Pues se debe guardar que aquello que la fe confiesa no sea una irracionalidad. Para ello la razón otorgará sus recursos propios, pero esto no significa que la dinámica de creer y confesar tenga, o deba tener, justificantes a priori para aceptar aquello que se confiesa. Por ejemplo, reconocemos en Jesucristo al supremo revelador, porque introduce a sus seguidores en una relación nueva con su Padre, una relación de íntima pertenencia filial en el Espíritu de ambos. La comprensión nueva se reconoce por la comunidad al punto de dejarla explicitada en la Escritura, pero, antes de que la mente acepte esta realidad como verdadera, el corazón (razón-amor) ha dado su sí al don que Dios hace de sí mismo en esta nueva vida que ofrece a compartir.
También puede pasar que este cambio no se dé. Por ejemplo, en lo que dice relación a la ley judía y las discusiones apostólicas sobre el horizonte del Kerygma (Hech 15). En este caso Newman tomará ejemplo para decir que no necesariamente las formalidades externas se pueden relativizar, sino confesar, pues tienen su valor en sí mismas, para la práctica de la fe:
De esta obediencia a la ley judía, urgida y ejemplificada tanto por nuestro Señor como por sus apóstoles, aprendemos la importancia grande de conservar las formas externas de lo religioso a que estemos acostumbrados, aunque en sí mismas sean indiferentes o no tengan origen divino23 (Newman, 1997, p. 271).
Estamos entonces frente a dos momentos de un mismo acto de fe que se solicitan mutuamente. La realidad de una confesión interna solicita de la externa y viceversa, pues de no darse la instancia primera de creer tampoco se puede dar la segunda de confesar, y, a su vez, el confesar una determinada realidad en ausencia del creerla nos lleva al mismo estado de disociación creyente y humana. Así como no se puede dividir la naturaleza antropológica, tampoco podemos separar la fe real implícita de la confesión de su contenido explícito. Al hablar de las obligaciones que derivan de la fe religiosa en razón del santuario, Newman (1997) formula lo siguiente:
Bien, pero, ¿no veis que una doctrina con ese enfoque condena no solo a aquellos que simulan una religiosidad externa sin tener la interna, sino también a los que simulan la interna sin tener la externa? Porque, si es una incoherencia fingir una religiosidad externa al tiempo que se descuida la interna, también es una incoherencia, ciertamente, descuidarla externamente al tiempo que se finge internamente. Está mal, ciertamente, creer y no profesar24 (Newman, 1997, p. 1375).
Este texto nos ubica en aquella dimensión de lo que queremos expresar, la necesaria vinculación que existe entre aquello que se cree y la consecuencia que deriva del contenido de lo que se cree. El vínculo irrenunciable que existe en esta dinámica, nos permite identificar y preparar las consecuencias de una determinada fe que queremos sea real. A su vez, esta distinción y formulación newmaniana nos introduce en aquello que hemos venido insinuando, a saber, la estrecha relación que existe entre la fe que se cree y la necesaria explicitación del contenido de lo que se cree, bajo una determinada formulación conceptual. Cuando esto ocurre, la formulación racional de lo que se cree queda justificada por el acto mismo del creer, pues la naturaleza antropológica en sus condicionantes lo solicita. De este modo el dogma no viene a ser un exclusivo añadido externo a la fe como agregado accidental, fruto de una disquisición histórica a partir de la materia primeramente confesada. Pues, ya en la confesión de la fe creída se encuentra la matriz necesaria para que la formulación dogmática se exprese, incluso asumiendo la realidad de misterio que esta puede tener.
La naturaleza dogmática simpatiza con la naturaleza humana a tal punto que esta misma realidad la solicita para reconocer explícitamente la fe que se cree. En todo caso, en un sentido más real de la propia fe que se vive la formulación dogmática, en su conceptualización, resulta prescindible, pues el objeto de la fe no es la conceptualización de lo que se cree sino la aceptación y vivencia del contenido de ella, en donde el dogma cumple un rol de explicitación25. Pero también el dogma se transforma en el pilar de la fe frente a los sentimientos religiosos que, considerados en exclusiva, hacen palidecer el rostro de la misma fe y la exponen a los vaivenes del subjetivismo religioso, del tiempo y la cultura.
3.2 La comprensión antropológica
En sintonía con el discurso precedente la reflexión newmaniana sugiere una propuesta antropológica que radica en la pregunta sobre sí mismo, junto a la estructura propia que tiene el ser humano para sostener y comprender la fe que se cree. Nuestro autor más allá de manifestar su crítica contra el sistema abstracto de religión, que llevaba a una estimulación de las ideas religiosas pero que alejaba de una vivencia de la misma, propone en su discurso homilético el desarrollo de la búsqueda de la verdad a partir del conocimiento de sí mismo.
Newman invita al oyente a que profundice en su propia realidad humana, que se pregunte por cómo ha de actuar para tomar conciencia de su condición y posibilidades, pues la experiencia de la fe se construirá precisamente sobre esa realidad. Fiel a su dinámica homilética, nuestro autor lleva al oyente al autoconocimiento:
Este autoconocimiento está en la raíz misma de todo conocimiento religioso auténtico; y no sirve de nada -o peor que de nada: es un engaño y una maldad- pensar que uno entiende la doctrina cristiana, ¡por supuesto!, sencillamente porque la aprendió en los libros o escuchando sermones o por cualquier otro medio externo, por muy bueno que sea en sí mismo. Sólo en la medida en que escrutemos el corazón y conozcamos nuestra naturaleza limitada entenderemos lo que significa que Dios es gobernador y juez. Sólo en la medida en que comprendamos la naturaleza de la desobediencia y que somos realmente pecadores, sabremos lo que es la bendición de vernos limpios de pecado, la redención, el perdón, la santificación26 (Newman, 1997, p. 32).
Lo importante en este texto de Newman es la insistencia que hace a sus feligreses a descubrirse en las propias dimensiones humanas. Esta insistencia no evoca solo un saber moral sobre sí mismo, si bien este elemento está presente, sino, sobre todo, el esfuerzo por intentar descubrir la experiencia religiosa a partir del conocimiento de sí mismo o de un autoconocimiento, es decir, a través de una aproximación antropológica que la propia persona debe hacer. Pareciese que Newman tuviese la certeza de que en la medida en que el ser humano reflexione sobre su propia condición, descubre, en esta misma, la presencia de Dios.
El sermón citado fue predicado en 1825, cuando nuestro autor era un claro militante del evangelismo, razón por lo cual podemos comprender su insistencia en la condición pecaminosa del ser humano; no obstante el alcance del texto resulta relevante en el camino que seguimos27. Nuestro autor se muestra confiado en que la fe religiosa solicita de los antecedentes naturales de la condición humana, lo sobrenatural de la fe encuentra su lugar en la propia naturaleza, y en consecuencia esta se constituye sobre un fundamento antropológico. Se trata de las reconocidas probabilidades antecedentes que nuestro autor desarrolla con profundidad en obras muy posteriores como la Gramática del asentimiento. En efecto, su esfuerzo en este sentido radica en mostrar lo natural de lo sobrenatural de la experiencia creyente, o en otras palabras: "el natural sobrenatural de la fe", cuyo preámbulo se expresa en las condiciones antropológicas mismas28. Así lo recuerda el sermón "La fe religiosa es racional"29 (Religious Faith Rational), afirma en este escrito:
Pero no es del todo verdad que la fe misma, es decir la confianza, sea un principio de acción extraño al ser humano; y decir que es irracional raya en lo absurdo. Me refiero a una fe como la de Abraham, que le llevó a creer la palabra de Dios en contra de su propia experiencia30 (Newman, 1997, p. 123).
Cuestión que no quita el afirmar la dimensión sobrenatural de la propia fe religiosa, pues, en el mismo sermón nuestro autor señala:
Ahora bien, que el objeto de nuestra fe y las cosas que enseña la Escritura son en extremo asombrosas y deslumbrantes, y que son desconocidas e insólitas en cualquier otro lugar, eso es del todo cierto; como es cierto también que ninguna mente humana obtendrá la fe sin la asistencia de la gracia de Dios31 (Newman, 1997, p. 123).
Estamos entonces en la doble dimensión de la fe religiosa humano-divina, reconociendo en ello que en lo humano ya está la gracia que posibilita el acontecimiento agraciado sobrenaturalmente. Esta realidad que hemos reconocido como gracia "existencial sobrenatural", es la que nos mantiene ahora en cuestión, pues la relación sentimiento y razón viene a situarse, en este sentido -dado su carácter antropológicamente previo al acto sobrenatural de la fe religiosa-, como condición antropológica.
Por supuesto nuestro autor no ignora en su planteamiento las concomitantes humanas que perturban el quehacer creyente, y distraen del cometido antropológico mismo del «existencial sobrenatural», en las relaciones sentimiento-razón, por ejemplo. Tampoco desconoce los elementos propios de la libertad, la voluntad o la conciencia, que resultan constitutivos de la realidad antropológica; pero el que estas realidades existan y se manifiestan en la humanidad -ya sea natural o sobrenaturalmente-, al influir sobre decisiones y perspectivas de fe religiosa, no se eximen del reconocimiento de las realidades fundantes primeras. De hecho nuestro autor explicita y recomienda la atención debida que hay que tener frente a estas realidades.
No se trata entonces de ignorar las materias propias que convergen en las realidades humanas y las posibilidades que éstas por sí mismas tienen de afectar la fe religiosa. Pero es esta misma realidad la que reafirma la idea de la experiencia agraciada que el hombre tiene en su naturaleza. Que aún teniendo en sí mismo factores antropológicos que distraen de sus posibilidades sobrenaturales, esta realidad «existencial sobrenatural» permanece, haciendo posible desde ella enfrentar los condicionamientos propios que las consecuencias del pecado arrastran consigo. La perseverancia en la obediencia religiosa pasa a ser, para nuestro autor, la posibilidad última de vencer y vencerse en las propias inclinaciones empecatadas que existen en nuestra naturaleza. Esta capacidad es también sobrenatural y deriva de la acción agraciada del hombre, pues a este:
le rige una ley que los otros desconocen; no se trata de su propia sabiduría o juicio, sino que le son concedidos la sabiduría de Cristo y el juicio del espíritu, mediante esa interna e incomunicable percepción de la verdad y el deber, que es la regla de su razón, afectos, deseos, gustos y de todo lo que hay en él, y que es el resultado de la obediencia perseverante32 (Newman, 1997, p. 1352).
Las posibilidades de una fe practicada y vivida, cimentadas sobre la claridad conceptual de una formulación dogmática, conducen a la credibilidad de la misma a un nivel superior de comprensión explícita, de ahí que la condición humana, en sus variables, se transforme en fundamento de credibilidad de la fe. Por el contrario, la falta del ejercicio práctico de la fe, la carencia de racionalidad y la sujeción de ella a sentimentalismos pasajeros, exponen la experiencia creyente a diversidad de peligros. Esta es la razón del porqué, en una mutua correlación de estas facultades, se hace posible reconocer la fe como asentimiento a una realidad, y será esta misma realidad la que responda al asentimiento creyente para sostenerlo, alimentarlo y conducirlo.
La mutua relación que acontece en la práctica misma de la fe queda aquí solicitada y explicitada en un único acontecimiento. Es el acto creyente con su dinámica antropológica lo que sustenta y fundamenta el contenido de lo que se cree, y a partir de esta misma realidad creída se desarrollan las razones para proponer el dogma a la propia razón. En consecuencia, podemos decir que existe una distinción entre lo que se cree, lo que se siente y lo que se sabe, pero esta distinción no divide, sino que complementa las razones que la propia naturaleza humana y creyente propone para conocer y comprender. Si la fe en Jesucristo no tuviera sustento en la razonabilidad de los hechos, ni los hechos pudiesen ser reconocidos para despertar los afectos, la propia realidad de la fe no pasaría más allá de un mero recurso intelectual, frío y distante, o una efusión emocional que pudiese llevar hasta dar la vida, pero de modo irracional y con absoluta carencia de sentido.
3.3 Una aplicación práctica
La fe en Jesucristo abre paso a la religión porque el contenido de ella misma solicita de la práctica religiosa. A su vez, esa práctica favorece la vivencia de la religión en cuanto se reconoce al hombre entero que asiente, comprende y quiere lo que está contenido en el mismo asentimiento, aún siendo de modo implícito. Las fórmulas externas de religión, formales o prácticas, quedan entonces intrínsecamente solicitadas por la fe misma, y no son un hecho accesorio sino real de la fe que se profesa. Es en esta dirección donde nuestro autor recuerda et texto bíblico del Eunuco etíope:
Considerad el caso del eunuco etíope. "La fe viene de la predicación, y la predicación, a través de la palabra de Cristo" (Rm 10,17). En su caso ocurrió esto. Leyó el pasaje del profeta Isaías sobre los sufrimientos expiatorios de Cristo. Oyó la predicación de Felipe sobre ese texto sagrado. Tuvo fe en Cristo. Tuvo así un título para su justificación, pero tuvo que ser bautizado para poder recibirla. Escuchemos sus propias palabras: "Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?" (Hech 8,36). Veis, pues, que el bautismo era el fin que perseguía. ¿Por qué? Porque conlleva el don de la vida. ¿Por qué poner tanto empeño en una ley muerta, empeñarse en un mero rito externo cuando ya había obtenido el don interior?33 (Newman, 1997, p. 1289).
El ejemplo sintetiza con bastante claridad lo que señalábamos anteriormente. Newman se pregunta por el sentido de solicitar un hecho externo estando ya en posesión de lo interno que, podría suponerse, era lo más importante, e incluso, desde ciertas tendencias de su época, lo único que importaba. Estando en posesión de la fe ¿qué sentido tiene la formulación o el rito externo, en este caso los signos del bautismo? Pues bien, con el ejemplo nuestro autor pone en evidencia que una cosa es la experiencia creyente, en cuanto asentimiento libre y personal a una realidad que se propone, y otra la explicitación de ese asentimiento que aquí se materializa en un hecho concreto, solicitado por la propia experiencia de fe primera. En otras palabras, hablamos de una distinción entre lo que es el título, por decir así, de una realidad sobrenatural -en este caso la fe religiosa-, que urge la formulación externa donde se otorga la posesión de aquello que internamente ya ha acontecido. Es la distinción entre la experiencia interna de la fe y el desarrollo externo que esa misma fe solicita. Esta realidad se distingue no en desmedro de la experiencia original, sino, más bien, como parte vinculante de una misma realidad.
Retomando el texto del Eunuco reconocemos que una cosa es la experiencia primera suscitada por la impresión provocada (auditus fidei), en este caso por la predicación de la Palabra en la voz de Felipe, pero esta realidad, al exteriorizarse ritualmente también con el gesto y la palabra, hace posesión de lo que internamente, en un primer momento, se ha vivido. La una dice relación con el sentimiento interior que impulsa al Eunuco a solicitar la posesión exterior por la interpelación a través de la Palabra; la otra dice relación con la formulación conceptual, la configuración ritual. Ambas responden a la condición humana que las solicita. Así: "...el querer no sustituye el venir, y la fe no puede sustituir al bautismo"34 (Newman, 1997, p. 1292). Como también: "para quedar justificado hay que injertarse en ese cuerpo de la justificación; y la fe no es instrumento para hacer ese injerto, sino un título que da derecho al injerto"35 (Newman, 1997, p. 1292). Esta distinción de momentos no es baladí, sino que entra en correspondencia directa con la comprensión epistemológica que pasa de lo abstracto a lo real; de la insinuación interior que impulsa a la formulación exterior, lo que nos lleva a reconocer el necesario vínculo entre la condición interna del acto creyente y la formulación externa de lo que se confiesa interno. Este proceso será el que se propondrá como camino hacia una fe real, en donde la condición humana irá, progresivamente, asimilando las realidades que desde la propia fe religiosa se originen.
De este modo tiene sentido el proceso que se solicita desde la condición racional para expresarse razonablemente, es decir, la acción ritual del bautismo, según el ejemplo, responde no solo a una aplicación improvisada de parte de Felipe sino a una práctica que en el origen del texto bíblico era aplicada por la Iglesia. A esto se llegó no por azar, sino que hubo un proceso eclesial de reflexión que posibilitó el reconocimiento de la práctica bautismal como rito de iniciación a la vida cristiana, quedando consagrado de este modo en el escrito citado. Es decir, entre el proceso creyente primero y la formulación práctica del rito hubo un camino en la comunidad a la luz de los hechos originales de Jesucristo y su enseñanza, en otras palabras, hubo mediación eclesial, hubo teología. El proceso que va entonces desde el decir primero de la fe como acogida espiritual de lo que se cree, a la necesaria exteriorización y sistematización de esos contenidos responde a la condición humana como tal, dando origen al ejercicio teológico.
Conclusión
Se cree, no en la lógica de la formulación dogmática, sino por la fe en que la declaración del dogma asume un contenido que es de fe religiosa, y a cuya base racional se encuentran las posibilidades explícitas de su comprensión. En consecuencia, la formulación dogmática no aparece como una justificación a posteriori del progreso creyente, sino como el descubrimiento de una necesidad interior vinculada a la naturaleza de la fe, en una revelación inagotable del acto creyente y de la Tradición viva. Esto es lo que hace posible confesar una religión que busque la explicitación de su credo, liberándose de ser comprendida de modo abstracto para situarse en lo particular y concreto de la vida.
La natural consecuencia de una comprensión creyente así vivida es que la Fe y el dogma son realidades que se solicitan mutuamente, cuanto más, si los riesgos de no comprender lo que se cree, en razón de determinadas circunstancias, habitan en el ambiente. Por eso es que un auténtico sentimiento religioso no puede dejar de conducirnos a la formulación dogmática, bajo la mediación teológica. Más aún, es la propia formulación del dogma, se tenga conciencia de ello o no, la que nos despierta el sentimiento religioso y viceversa. Todo en un contexto simpático de lo que el ser humano es por naturaleza, y que nos lleva del sentimiento al dogma como característica humana que simpatiza con la fe cristiana.