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Cuestiones Teológicas

Print version ISSN 0120-131X

Cuest. teol. vol.44 no.102 Bogotá July/Dec. 2017

https://doi.org/10.18566/cueteo.v44n102.a03 

Artículo

El Dios de Jesús y las fronteras culturales y religiosas

The God of Jesus and the cultural and religious borders o deus de jesus e as fronteiras culturais e religiosas

O Deus de Jesus e as fronteiras culturais e religiosas

Carlos Gil-Arbiol1 

1 Doctor en Teología (2001). Profesor Titular de la Universidad de Deusto (Bilbao, España), Grupo de Investigación sobre los Orígenes del Cristianismo: "Evolución de las prácticas y las creencias en el naciente cristianismo". Correo electrónico: cgil@deusto.es


Resumen

La interculturalidad es un desafío para nuestras sociedades modernas, como lo fue para aquellas en las que Jesús y sus primeros discípulos vivieron. Los problemas y retos que nos plantea la globalización, las migraciones o las colonizaciones de siglos pasados no son muy diferentes a los que debieron enfrentar aquellos primeros cristianos. Las respuestas que Jesús de Nazaret ofreció a los desafíos de la interculturalidad de su tiempo hunden sus raíces en la experiencia e imagen que tuvo de Yahvé, su Abba, que le llevaron a replantear los conceptos de pureza, santidad y pertenencia a Israel y a alterar los mecanismos tradicionales de relación con Dios. Jesús ofreció espacios interculturales de encuentro a aquellos que el poder religioso excluía.

Palabras clave: Jesús; Israel; Identidad cultural; Marginalidad; Imagen de Dios

Abstract

Intercultural contemporary societies pose challenges to modern citizens, as ancient Greco-Roman Empire posed to Jesus and his first followers many centuries ago. Globalization, migrations and colonialism, among others issues, bring about nowadays problems and possibilities similar to those faced by the first Christians. Jesus of Nazareth offered answers based in his religious experience, which produced a new representation of the God of Israel. His understanding of Yahve boosted him to reformulate basic principles of his own religion, such as purity, holiness or ethnicity. In addition, he created new intercultural spaces in which those excluded by the religious authorities could encounter God face to face.

Key Words: Jesus; Israel; Cultural Identity; Marginality; Representation of God

Resumo

A interculturalidade é um desafio para as nossas sociedades modernas, como o foi para aquelas em que viveram Jesus e seus primeiros discípulos. Os problemas e desafios que nos impõe a globalização, as migrações ou as colonizações de séculos passados, não são muito diferentes dos que tiveram que encarar os primeiros cristãos. As respostas que Jesus de Nazaré deu aos desafios da interculturalidade de seu tempo afundam suas raízes na experiência e na imagem que teve de Javé, seu Abba, que o levaram a reformular os conceitos de pureza, santidade e pertença a Israel e a alterar os mecanismos tradicionais de relacionamento com Deus. Jesus ofereceu espaços interculturais de encontro para aqueles excluídos pelo poder religioso.

Palavras-chave: Jesus; Israel; Identidade cultural; Marginalidade; Imagem de Deus

1. Las fronteras del judaísmo

La identidad judía (como la de otras pertenencias a grupos definidos: nacional, religiosa, social) se definía por un cúmulo de características que incluía creencias (monoteísmo, teología histórica), prácticas (circuncisión, rituales de purificación, observancia del sábado, sacrificios expiatorios, matrimonios endogámicos, separación física) y etnicidad (nacer de padres judíos, ser ciudadano de la nación judía). El conjunto formaba una imagen definida que creaba fronteras de identidad.

Religión y etnicidad eran indisociables: ser judío era ser ciudadano de Judea; el judaísmo era la religión de un pueblo (c.f. Cohen, 1999). El signo de la pertenencia era la circuncisión:

Esta es mi alianza que habéis de guardar entre yo y vosotros - también tu posteridad-. Todos vuestros varones serán circuncidados. Os circuncidaréis la carne del prepucio, y eso será la señal de la alianza entre yo y vosotros. A los ocho días será circuncidado entre vosotros todo varón, de generación en generación, tanto el nacido en casa como el comprado con dinero a cualquier extraño que no sea de tu raza (Gen 17,10-12).

Sin embargo, en el periodo asmoneo (siglo II a.e.c.), un gentil se podía hacer judío, nacionalizar, ser adoptado como tal; para ello debía circuncidarse (además de purificarse y ofrecer un sacrificio) para convertirse en prosélito. No obstante, había resistencias a esta política (un ejemplo es el libro de los Jubileos) que defendían que un circuncidado después del octavo día seguía siendo un gentil (como Ismael, circuncidado a los 13 años: c.f. Gen 17,2325). Los datos históricos sugieren que hasta el periodo rabínico era posible hacerse judío: la circuncisión, a pesar de ser una práctica generalizada para crear la frontera del judaísmo, resultaba bastante porosa y franqueable (c.f Thiessen, 2011, pp. 72-78).

Las fronteras rituales (los conceptos de pureza, impureza, contaminación) eran más efectivas, y respondían a la necesidad de mantener un discurso y prácticas que generaran separación, identidad. Estos conceptos reflejan una cosmovisión coherente que ofrecía unas creencias (imagen de Dios santo) y prácticas distintivas (definidas en base a opuestos: pureza-impureza; santidad-profanidad) .

Las prácticas es lo más externo, lo que antes ven los de fuera; en el caso del judaísmo del tiempo de Jesús, estas exigían mantenerse puro (evitar lo considerado impuro) y reflejar la santidad de Dios (vivir de acuerdo a la Torah, evitar las transgresiones). Estas prácticas, a su vez, reflejaban unas creencias, fundamentalmente que Dios había elegido a Israel, haciéndolo santo y puro, como El; en consecuencia, Israel debía mantenerse dentro de esas dos fronteras: la santidad y la pureza, ambas muy relacionadas. El Levítico refleja, en varios textos, esa frontera ritual que exigía alejarse de la impureza: "Mantendréis alejados a los israelitas de sus impurezas para que no mueran por contaminar con ellas mi Morada, que está en medio de ellos" (Lv 15,32);

Porque yo soy Yahvé, vuestro Dios; santifícaos y sed santos, pues yo soy santo. No os haréis impuros con ninguno de esos bichos que se arrastran por el suelo. Pues yo soy Yahvé, el que os he subido de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Sed, pues, santos porque yo soy santo" (Lv 11,44-45).

La impureza, como ha explicado J. Milgrom (1991) , pp. 1000-1004, se producía cuando se entraba en contacto con cualquier cosa que recordara la muerte (pérdida de sangre en las mujeres o de semen en los varones, contacto con cadáveres, lepra y demás enfermedades que asemejaran el cadáver), todo aquello considerado alejado de Dios. Esta impureza no tenía consecuencias inmediatas para la vida cotidiana (no era pecado en sentido moral), pero afectaba a la presencia de Yahvé en medio de su pueblo si no se eliminaba (rituales de purificación); además, la persona impura no se podía acercar al templo. La impureza contagiaba el mal, atraía la muerte y Yahvé huía de su pueblo (Dunnill, 2013, p. 73). Esto refleja que la capacidad de contagio de la impureza era, para aquellos contemporáneos de Jesús, mucho mayor que la de la pureza: todo estaba bajo continúa amenaza. Las normas de pureza construían fronteras de protección y seguridad ante lo incontrolable: mantenían a Yahvé en medio del pueblo y el mal fuera. Así pues, podemos decir que lo santo y lo profano afectaba a las personas y cosas de modo permanente; lo puro y lo impuro les afectaba de modo temporal.

Otra frontera era moral y consistía en apartarse de la transgresión de la Torá. Así lo expresa el Levítico:

Vosotros, pues, guardad mis preceptos y mis normas, y no cometáis ninguna de esas abominaciones, ni los de vuestro pueblo ni los forasteros que residen entre vosotros. Porque todas estas abominaciones han cometido los hombres que habitaron el país antes que vosotros, y por eso el país se ha contaminado. Y no os vomitará la tierra por vuestras impurezas, del mismo modo que vomitó a las naciones anteriores a vosotros; sino que todos aquellos que cometan una de esas abominaciones, esos serán excluidos de su pueblo (Lv 18,26-29).

La impureza de las transgresiones y pecados contra la Torah no recaía sobre la persona, sino sobre la tierra y sobre el templo que habita Yahvé: era una especie de miasma de impureza y muerte que se instalaba en el templo (Klawans, 2000, pp. 26-27). Esto exigía rituales de purificación, no con agua sobre el pecador, sino con sangre y sobre el arca en el templo. Las transgresiones más graves (idolatría, relaciones sexuales inadecuadas o asesinato) conllevaban el castigo más severo: la expulsión o exterminio (άπόλλυμι / "ON), que hacían que un judío dejara de ser miembros de Israel, era considerado entre los perdidos (οϊ άπολόμενοι, Is 27,13; οϊ πλανώμενοι, Ez 34,4.16; πρόβατονάπολωλός/ ιιχηψ, Sal 118,179). Las transgresiones, como las impurezas, alejan a Yahvé, amenazan la posesión de la tierra y la salvación futura del pueblo (la alianza).

Sin embargo, los judíos del tiempo de Jesús eran más o menos conscientes de que todos pecaban y, de modo más o menos explícito, afirmaban que era virtualmente imposible cumplir toda la ley. El arrepentimiento, pues, formaba parte de la vida del judío justo, y nada se escapaba de la capacidad expiatoria de este, la voluntad del pecador para restaurar la relación original establecida por la gracia. Solo quedan fuera quienes no manifiestan arrepentimiento (perdidos, οϊ πλανώμενοι) . En la Misná se afirma:

Todos los israelitas tendrán parte en el mundo venidero excepto si renuncian negando a Dios y su alianza. Todos los pecados cometidos dentro de la alianza, sin importar su gravedad, pueden ser perdonados si la persona expresa su intención de mantener la alianza mediante la expiación, especialmente arrepintiéndose de la transgresión (mSan 10,1).

Este arrepentimiento se podía mostrar mediante los sacrificios expiatorios, la confesión, el escarnio público, el sufrimiento o, incluso la muerte martirial .

En conclusión, estas fronteras de identidad en el judaísmo del tiempo de Jesús (etnicidad, pureza y santidad) reflejan una imagen de Dios. Cada judío reflejaba la imagen de Yahvé santo ("Sed santos porque yo, Yahvé, soy santo" (Lv 11,44-45). Yahvé ha elegido y apartado a Israel para reflejar su imagen; Israel debe evitar todo lo considerado impuro, todo lo que tuviera relación con la muerte. Esta es la frontera más clara de la identidad de Israel. Sin embargo, esta elección, para muchos, era una llamada a todos los pueblos, no algo exclusivo de Isarel: "Vendrán a ti de lejos muchos pueblos y los habitantes del confín del mundo [...] Todos serán reunidos y bendecirán al Señor de los siglos" (Tob 13,11-13). Los gentiles, por tanto, podían hacerse Israelitas. La vida cotidiana de un judío estaba regida por otras fronteras, las de los rituales de purificación y los sacrificios en el templo, y su horizonte era proteger la tierra y el templo de las transgresiones, no ahuyentar a Yahvé e imitarlo. Sin embargo, muchos creyentes judíos vivían alejados de Yahvé, bien por voluntad propia (pecadores, rebeldes o descuidados), bien por circunstancias de su trabajo y condición sobrevenida (sepultureros, comediantes, curtidores, recaudadores, leprosos, prostitutas, lisiados, enfermos, pobres). Para los puros, estos eran una amenaza a la identidad de Israel, porque manchaban la tierra y el templo, Yahvé huía de su presencia, sus vidas eran un desprecio de la voluntad de Yahvé.

La idea más relevante de esta teología es que la impureza y el mal (el pecado) son fuerzas imparables, incontestables, ante las que solo cabe la separación y el alejamiento. Yahvé protege de esa amenaza solo a quienes se mantienen dentro de las fronteras, a aquellos que cumplen con los requisitos de santidad y pureza; los demás quedaban expuestos a su maldición o perdición (los perdidos). Esto creaba una cosmovisión dualista: los puros y santos en Israel se encuentran bajo la protección de Yahvé, el resto se encuentra bajo la amenaza del mal. Los israelitas considerados permanentemente impuros no quedaban por ello excluidos de la promesa de salvación futura, pero eran considerados alejados de Yahvé: Yahvé no se reflejaba en sus vidas, ni sus vidas eran reflejo de Yahvé, porque su impureza sobresalía y dominaba por encima de su santidad. Estas fronteras resultaban mucho más difíciles de franquear: de hacerlo, se hubiera roto el sistema religioso sobre el que se sostenía la identidad del judaísmo del tiempo de Jesús.

2. El reino de Dios de Jesús

Jesús fue un judío que compartió básicamente la cosmovisión de sus contemporáneos (circuncisión al octavo día, sentido y valor de la Escritura, de las fiestas, de la oración, de la sinagoga, la devoción por el templo, la piedad, las borlas en la túnica). Sin embargo, también encontramos algunos matices propios de extraordinaria importancia a la larga.

Hoy es una idea generalizada, entre los investigadores, que Jesús no realizó una misión a los gentiles ni, posiblemente, la tenía prevista: se mantuvo dentro de las fronteras de Israel y su misión creó un movimiento de renovación intrajudío (Aguirre, 1998, p. 41). Los textos en los que aparece transgrediendo el sábado (Mc 2,23-28; 3,1-6) o defendiendo otra ley (Mt 5,21-49) son elaboraciones teológicas posteriores (Sanders, 2000, pp. 229259). También los textos en los que Jesús desarrolla una misión entre gentiles ("el banquete de bodas" (Mt 22,1-10) y par.; "vendrán muchos de Oriente y occidente a la mesa de Abraham" (Mt 8,11-12) y par.; etc.) responden a esta visión posterior. Los testimonios más fiables históricamente relegan la misión a los paganos después de la pascua (Hch 10,5.23; Mc 7,27). Jesús dice en Mateo: "no toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10,5-6). Resulta muy significativo que en los debates de la primera generación nadie apele a Jesús para la misión a los gentiles. Sin embargo, sus seguidores sí la realizaron, desarrollando una idea muy original de Jesús que tiene su origen en su experiencia de Dios.

En la Biblia Hebrea encontramos testimonios diversos de creyentes judíos que reflejan su propia experiencia, y el rostro del Dios que se manifiesta en la historia del pueblo; estos testimonios ofrecen una rica pluralidad. Así, en el relato del diluvio (Gen 6-9), nos encontramos con el Dios airado por los pecados de su pueblo que decide aniquilar a toda la humanidad (reservándose un grupo puro). En el libro de Josué (Jos 6,17-21) nos topamos con el Dios que exige violencia contra los pueblos cananeos conquistados, como en el caso de la destrucción total de Jericó (incluyendo el asesinato de todos los habitantes). Hay textos que presentan a Dios pidiendo, o permitiendo, la venta de una hija como esclava (Ex 21,7); otros en los que Dios, riguroso con las normas, pide la obediencia de un hijo a sus padres a toda costa y exige su lapidación hasta la muerte en caso de desobediencia (Dt 21,18-21).

Por otra parte, también encontramos al Dios que, airado por los pecados, es capaz, no obstante, de enternecerse por la intercesión de un buen hombre como Abraham (Gen 18,16-33). O al Dios que ante la contemplación de la injusticia y del sufrimiento de las víctimas se compadece e interviene para liberarlas, como en la historia del éxodo de Egipto liderado por Moisés (Ex 3,7-12). También el Dios ambiguo, que se muestra a la vez cercano y distante: afectuoso como un novio que es capaz de conquistar con lazos de amor y cariño a su novia, y arbitrario e impredecible que se distancia y acosa, como en el caso de Jeremías (Jer 15,10-21). Y no faltan otros que, con metáforas afectivas y familiares, presentan a un Dios padre que protege, alimenta y conduce con amor a sus hijos (Dt 14,1; Is 1,2); o a un Dios madre que ha engendrado, amamantado y cuidado a sus hijos, y que de ningún modo permite que le suceda nada malo (Num 11,12; Is 46,3-4; 49,15; 66,13). De todas las imágenes y experiencias recogidas en la tradición sobre Yahvé, Jesús presentó, fundamentalmente, una: la de Dios padre, Abba (Gil Arbiol, 2016, pp. 263-284). Esta parece ser una de las características más peculiares del judaísmo de Jesús: el Dios del que habla Jesús tiene poco que ver con algunas de las imágenes que su propia tradición mostraba. Para Jesús, Yahvé es un padre que tiene pocos rasgos del resto de imágenes que aparecen en la tradición de la Biblia Hebrea.

Y, del mismo modo que se distanció de algunas de esas imágenes y teologías de Yahvé que no acordaban con su propia experiencia, se apartó de aquellas prácticas y costumbres que reflejaban esas viejas imágenes. Son muy significativos algunos silencios de los testimonios que nos han llegado. Así, por ejemplo, Jesús nunca aparece en las fuentes realizando los rituales de purificación, o preparándose y llevando ofrendas al templo. Mateo pone en boca de Jesús dos veces una frase del profeta Oseas (Os 6,6) muy crítica hacia el sistema sacrificial: "Id, pues, a aprender qué significa misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mt 9,13 y 12,7). Jesús, más bien, aparece criticando algunos excesos de un sistema religioso centrado en su propia subsistencia.

Sus alusiones a la pureza y a la santidad tienen un tono y contenido propio, que apunta a la transformación del sistema de pureza y santidad. Jesús no afirma en ningún lugar que no haya nada impuro, sino que lo impuro tiene un origen moral: "nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre (τά έκ του άνθρώπου έκπορευόμενά), eso es lo que contamina al hombre" (Mc 7,15) . Y, en otro lugar dice:

Vosotros los fariseos purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña y maldad. ¡Insensatos! El que hizo lo exterior, ¿no hizo también lo interior? Dad más bien en limosna lo que tenéis y entonces todo será puro para vosotros (Q-Lc 11,37-41).

Para Jesús, según estos dichos, el mal lo causa la persona que decide libremente hacer daño, no es una fuerza que se impone a la persona. Esta nueva pureza interior aparece en algunos dichos de Jesús como las bienaventuranzas, donde Jesús relaciona la «pureza de corazón» con la «justicia» y la «visión/reflejo de Dios»: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados (...). Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,6.8).

Para Jesús, el mal como amenaza, peligro y ausencia de Dios, no es más fuerte que la libertad de la persona; el bien, la presencia de Yahvé y su protección, son siempre más fuertes que el mal. De modo que, si el mal no es externo a la persona, en su mano esta contrarrestarlo. Así, Jesús pone el acento en la cercanía que Dios tiene hacia aquellos que creen en las posibilidades de la justicia y la compasión, especialmente aquellos que están fuera de las fronteras religiosas o nacionales. Las demás bienaventuranzas subrayan la cercanía de Dios con otros que no se definen por las fronteras de la santidad del JST, sino por las de la exclusión, la desgracia o la confianza inquebrantable en Yahvé: "Bienaventurados los pobres, los que sufren, los perseguidos por la justicia, los pacificadores, los limpios de corazón (...), porque vuestro es el reino de Dios" (Lc 6,20).

Jesús no se fija en los que cumplen las normas de pureza y santidad, los de dentro de las fronteras religiosas, sino, más bien, en los que están fuera de esas fronteras. Parece afirmar que los que están fuera del sistema religioso son los que mejor pueden captar la injusticia del mismo sistema que los ha excluido. Los que trabajan por la pureza, en vez de por la paz, no pueden ver la injusticia de los que son declarados impuros para siempre, de los profanos; los que observan la Torá, y son santos, no entienden la injusticia de los llamados perdidos y despreciados del sistema religioso pues no alcanzan sus estándares. Más bien, los que miran desde fuera de las fronteras que crean las personas religiosas son los que pueden ver el mundo con los ojos de Dios. Los perdidos pueden salvar a Israel (a todo sistema religioso) de sus propias injusticias .

Estos dos principios (que el mal nunca es más fuerte que el bien y que los perdidos pueden salvar a los puros y santos), Jesús los llevó a la práctica en su modo de relacionarse con los excluidos y marginados del poder religioso. Las fuentes le presentan con frecuencia comiendo "con pecadores y recaudadores" (Mc 2,16), hasta el punto de que lo conocían, efectivamente, como "amigo de recaudadores y pecadores" (Lc 7,34). Igualmente, a sus discípulos les pedía: "...id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10,6). Ed Sanders afirma que lo más llamativo de este comportamiento es que "Jesús no llamó a los pecadores al arrepentimiento tal y como tradicionalmente se entendía, incluyendo la restitución y/o el sacrificio, sino más bien a aceptar el mensaje que les prometía el Reino" (Sanders, 2004, p. 310).

Todo ello no es solo una exhortación a mirar de otro modo a los excluidos; es, sobre todo, una declaración de identidad, una aproximación al Dios de Jesús, un modo de vislumbrarlo, de acercarse a él. En vez de presentar a Dios de un modo idealizado y pedir que los creyentes se asemejen a esa idea imaginada, Jesús presenta a los perdidos como modelo para comprender a Dios. Para los demás judíos, Dios quedaba reflejado en los puros, los santos, los justos; estos reflejaban la identidad, el rostro de Dios. Pero para Jesús, Dios no se parece a esos sino a los "perdidos". Así, el Abba de Jesús obliga a mirar la vida y la historia con los ojos de los "perdidos"; solo así se descubre el mundo como Dios lo ve.

3. El Dios sin fronteras de Jesús

Todos estos textos y testimonios reflejan la experiencia que Jesús tuvo de Dios. Yahvé se le reveló como el Dios que rechaza las fronteras de las personas, pero cuando estos las crean (sobre todo en su nombre), se pasa del lado de los excluidos. Así es el Dios Abba que se revela a Jesús. La experiencia de este Dios enfrentó a Jesús ante las instituciones de Israel, especialmente a aquellas que no reflejaban esa experiencia; este conflicto, tensado en los últimos días en Jerusalén con las autoridades judías y romanas, desembocó en su muerte.

Jesús cree que Dios ha hecho a todas las personas capaces de purificar, mediante la justicia y la compasión, todo lo que tocan o hacen. Para Jesús, el mal como amenaza, peligro y ausencia de Dios, no es más fuerte que la libertad; el bien, la presencia de Yahvé y su protección, son más fuertes que el mal. Para Jesús lo que se contagia no es la impureza sino la pureza, tal como la entiende: la justicia y la compasión. Esto es lo más fuerte, y eso es lo que se trasmite; solo hay que creerlo. Ninguna impureza, profanidad o pecado es tan fuerte como para alejar a Dios, que contagia con su pureza (santidad, justicia, compasión) a todo; nada hay suficientemente alejado del Abba de Jesús como para que quede fuera de su protección, de su cuidado, de su cobijo.

Jesús desmontó, desde sus raíces, aquella comprensión de las fronteras de la pureza y la santidad, liberando a todos de las amenazas del mal. Y lo hizo, por una parte, dirigiendo sus palabras de liberación hacia aquellos perdidos y, por otra, compartiendo su vida y relacionándose con aquellos que el sistema consideraba una amenaza para la identidad (para la presencia de Yahvé, para su contagio). La decisión más valiente de Jesús para mostrar esta liberación de todo miedo fue vincular su vida con los perdidos, hasta el punto de ser Él uno de los perdidos. Pablo lo explicará a su modo: "Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros" (Gal 3,13). La condena a muerte por toda la trayectoria de su vida fue su modo de decir que esa perdición, tal como la entiende la religión dominante, no era un alejamiento de Dios, sino, todo lo contrario: el mejor modo de mostrar quién y cómo es Dios, cómo mira a las personas y al mundo, y como se puede transformar la injusticia en justicia. La recuperación del Dios sin fronteras de Jesús remite al encuentro con Él y a la liberación de las fronteras que la religión (también la Iglesia) pone para acercarse a Dios.

4. Relevancia actual. Dos apuntes

Domina en nuestra sociedad la idea de que el presente es el lugar de la libertad; como mucho, quienes lucharon por ella, la que nosotros tenemos, pasan a ser el «precio de la historia» o de la libertad; son nuestra prehistoria. Pero así pensamos la historia, y sobre todo el futuro, como prolongación de este presente, y, realmente, nos olvidamos de las víctimas, de los vencidos. Nuestro presente es el de los vencedores. Sin embargo, la vida de Jesús, sus opciones y, sobre todo, su muerte y resurrección, nos obligan a recuperar a las víctimas y su justicia, a cuestionar un presente que se ha construido sobre sus cadáveres. Jesús nos hace mirar al futuro, no como prolongación del presente, sino como recuperación de la memoria de los vencidos, una memoria passionis (Mate, 1991, p. 24). Nuestra historia, el tiempo que vivimos, no es una sucesión lineal de acontecimientos (una lógica impuesta e imparable); la memoria de Jesús proclama que nuestro presente cuente con la capacidad de hacer irrumpir un pasado inédito. Esta irrupción es una concepción mesiánica del tiempo (Mate, 1993, pp. 271-287). Jesús nos ayuda a "despertar en nosotros mismos experiencias dormidas o latentes que nos posibilit[a]n acercarnos al genio del recuerdo hasta que éste nos posea" (Mate, 1991, p. 19);

Jesús, prototipo del hombre racional, no muere dignamente, sino en la cruz, que es una infamia. No obstante, al tratarse de la muerte de un justo, la cruz deja de ser una infamia. Dicho de otra manera, con Jesús se alteran los significados: lo que vale para la opinión pública (para el consenso) queda infamado. La diferencia o el disenso es el principio de la verdad" (Mate, 1991, p. 26).

La memoria de Jesús, de su muerte a manos de los poderes y de la reivindicación por parte de Dios, es el modelo que nos permite a todas las personas comunicar y significar las experiencias traumáticas que vivimos; sin comunicarlas, hieren y matan (Primo Levi recordaba a menudo la pesadilla que más le atemorizaba en el campo de exterminio: que volvía a su casa y a nadie importaba su relato; se aburrían y le dejaban solo). Y este relato, la razón de los vencidos, no sólo busca hacer justicia, sino hacernos conscientes a todos de los cimientos sobre los que vivimos el presente. Para ello es necesario un relato que no ignore, ni pase por encima, de las víctimas de nuestro mundo; sino que las recoja en su dolor, sufrimiento y desprecio injusto y que permita comunicarlo y escucharlo. Solo así podremos tomar conciencia de la magnitud del sufrimiento que somos capaces de generar, y de nuestras posibilidades de superación.

Jesús, en su predilección por los que no cuentan (los vencidos) está definiendo la condición humana que tendemos a negar: la pobreza, la vulnerabilidad, el sufrimiento... Asumiendo esa condición, mirando, escuchando y acogiendo al vencido, es como somos verdaderamente personas. Así afirma Reyes Mate:

El próximo no es el caído sino el viandante que se acerca al caído; no el que pasa de largo, sino el que se acerca a la víctima y se solidariza con él y hace suya su causa y es compasivo. La compasión es un movimiento intersubjetivo que parte del caído y fecunda al que se acerca a él. En ese momento alcanzamos la dignidad de hombres (Mate, 1991, p. 20).

El vencido y humillado de la historia (el no-sujeto) se convierte en principio de la universalidad ética cuando el vencedor le escucha y se ve reflejado en él; solo entonces puede el verdugo alcanzar por su parte la dignidad de hombre.

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Cómo citar este artículo en APA: Gil Arbiol, Carlos (2017). El Dios de Jesús y las fronteras culturales y religiosas. Revista Cuestiones Teológicas, 44 (102), 453-467.

Recibido: 02 de Mayo de 2017; Aprobado: 20 de Junio de 2017

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