El reto de la interculturalidad no fue resuelto solo a partir del mensaje de Jesús; sus dichos y hechos no fueron el único motor de una superación de fronteras culturales o étnicas1. Fue necesaria la intervención de un grupo situado al margen del judaísmo palestinense -contexto original del movimiento de Jesús- que basó su innovación cultural en la interpretación de la muerte de Jesús. Su muerte y las experiencias e interpretaciones que ocurrieron después fueron el punto de partida de una reflexión e innovación que abrió al grupo de seguidores de Jesús a la interculturalidad.
Para descubrir las raíces y el potencial que tuvieron los primeros seguidores en el proceso de apertura a nuevas culturas para enriquecerse mutuamente vamos a recorrer el proceso teológico y social de aquellos primeros seguidores de Jesús que han inspirado, acogido y transformado las culturas de nuestro mundo.
1. La paradoja de los inicios: un fracaso
Cuando se habla de los inicios del movimiento de Jesús se suele comenzar hablando del impacto que la figura, el carisma de Jesús, supuso para algunos de sus contemporáneos. Sin embargo, ese movimiento de renovación intrajudío verdaderamente se expandió y creció tras la muerte de su iniciador, cuando algunos de sus discípulos y discípulas anunciaron que Dios lo había resucitado. Es casi un consenso entre los estudiosos referirse a estos testimonios y experiencias para hablar del inicio del nacimiento del cristianismo; esta explicación subraya que la resurrección impulsó un proceso de interpretación de lo acontecido que llevó a un imparable anuncio de su novedad (especialmente lo referido a su contenido teológico) más allá de las fronteras de Israel.
Sin embargo, también es posible presentar este proceso de gestación de lo que se llamará cristianismo desde el acontecimiento histórico de la vida y muerte de Jesús, una vida que acaba trágicamente, que provocó un trauma y diversos modos de superación que, una vez concluidos, permitieron hablar de resurrección. Esta mirada alternativa se basa, fundamentalmente, en los datos escriturísticos, donde el recuerdo de la muerte de Jesús parece ocupar un lugar prioritario frente a otros temas y recuerdos de él. Desde esta perspectiva, podríamos decir que el naciente cristianismo comienza con un aparente fracaso, una muerte, que se experimenta, se recuerda, se reflexiona y se explica satisfactoriamente, permitiendo anunciar la resurrección de aquel crucificado.
Algunos autores, como Gerd Theissen (2002), han llamado al trauma de la cruz «disonancia religiosa»:
La disonancia religiosa que estaba sin resolver era la contradicción entre las expectativas sobre un carismático envuelto en aura mesiánica y su fracaso en la cruz. Su mensaje en vida había prometido que el reinado de Dios, ya iniciado, resolvería la contradicción entre la esperanza de Israel en la recuperación de la independencia y la permanente dependencia de potencias extranjeras [...] Pero la crucifixión pareció difundir un mensaje muy distinto: las esperanzas de restauración de Israel eran vanas y toparían con la resistencia de los romanos. La crucifixión era el castigo ordinario para esclavos y sediciosos, y venía a decir: así les ocurrirá a todos los que esperen un cambio radical o quieran provocarlo (pp. 65-66).
La cruz provocó, pues, en los discípulos y discípulas de Jesús una discrepancia entre la realidad y su percepción, puesto que las expectativas mesiánicas que habían depositado en él se vieron frustradas. Esto les obligó a suspender su visión del mundo porque, aparentemente, ya no era capaz de explicar la realidad y forzó la búsqueda de otros modos de entenderla, otros modelos que permitieran releer la realidad.
2. Los testimonios
El punto de partida para esta lectura, que se inicia con la muerte de Jesús en la cruz, son los testimonios neotestamentarios. Su muerte fue el inicio de un proceso creativo, asociado a experiencias extraordinarias, en las que era recordada, revivida, experimentada, revisada, reevaluada... Estas referencias aparecen en diferentes contextos sociales y literarios. Unas aparecen en contexto ritual (bautismo y comida), otras en el relato de la pasión (presinóptico) y otras en lugares diversos de los textos cristianos.
Las dos más significativas que nos encontramos enmarcadas de algún modo en un ritual son Rom 6 y 1Cor 11. La primera es una referencia al sentido del bautismo, pero no describe su celebración, sino que acude a una metáfora ritual para explicar el sentido de la muerte de Jesús. La conexión con la inmersión y la experiencia de sumergirse en el agua parece un modo de experimentar la cercanía de la muerte de Jesús:
¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos identificado con él por una muerte semejante a la suya, también lo estaremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido el cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado (Rom 6,3-6).
El segundo texto se refiere a una de las celebraciones comunitarias de los seguidores de Jesús en las que, como en el bautismo, se recordaba su muerte. Eran comidas que actualizaban esa entrega que, a su vez, servían para orientar su sentido y su práctica:
Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía." Asimismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía." Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1Cor 11,23-26).
Ambos textos, en contexto ritual, se centran en la muerte para comprender su sentido y su modo de realizarse. Igualmente, sirven para comprender, ritualmente, el significado de aquella muerte. En el bautismo y en la cena del Señor los creyentes en Cristo recordaban, interpretaban, daban sentido, experimentaban de algún modo la muerte de Jesús.
Otras alusiones a la centralidad que adquirió el recuerdo de la muerte en la cruz de Jesús las encontramos, fundamentalmente, en las cartas de Pablo. Sin embargo, aunque buena parte de ellas reflejan la particular teología paulina, otras son originales de la tradición previa que Pablo recibe y que se origina bien en las primeras comunidades palestinas, bien en las de la diáspora. Las tres que mejor muestran el peso que la cruz tenía para comprender la aceptación de la fe en Jesús y en la predicación son estas: "¡Insensatos gálatas!, ¿Quién os ha fascinado a vosotros a cuyos ojos ha sido presentado Cristo crucificado?" (Gal 3,1-3).
Pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el intelectual de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación. Así, mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1,18-23).
"Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,1-2). Además, otros textos destacan la idea de estar crucificado con Jesús2, la de reconciliación o perdón3, la de ser nueva criatura4; igualmente, encontramos referencias a visiones asociadas a la muerte de Jesús5, a imitación del crucificado6 o metamorfosis asociadas a la contemplación de Jesús7; por último, aparecen también alusiones a viajes celestes o experiencias «fuera del cuerpo»8.
En síntesis, a juzgar por las referencias mencionadas, la centralidad del recuerdo de la muerte de Jesús es un escenario coherente en el que sus seguidores actualizaron ritualmente, contemplaron y profundizaron en aspectos ocultos, ambiguos o creativos de aquel recuerdo. Contrastaron ese recuerdo de Jesús con sus propias experiencias de frustración por las expectativas incumplidas y buscaron sentido en todo ello; con el aguijón de la marginalidad y la hostilidad en unas ciudades romanas que no veían con buenos ojos el recuerdo y la exaltación de un crucificado a manos de sus autoridades.
3. Las interpretaciones
Aquella disonancia religiosa que provocó la muerte en cruz de Jesús se comenzó a resolver cuando -probablemente en el marco de experiencias de carácter extraordinario- aquellos seguidores de Jesús pudieron encontrar sentido al aparente fracaso, no solo del proyecto de Jesús, sino de todas las esperanzas mesiánicas que su propia tradición les había permitido depositar en aquel profeta. Las interpretaciones de su muerte que ofrecieron sentido fueron diversas: se dieron en contextos, momentos y situaciones diferentes, con énfasis no siempre en los mismos aspectos. El recuerdo de todas estas interpretaciones atravesó, en el siglo II, un proceso de convergencia y síntesis que le hace muy difícil al historiador o al teólogo distinguir su origen, sus autores o las circunstancias en las que se dio. No obstante, en aras de la claridad, vamos a diferenciar las interpretaciones que subrayaron la continuidad respecto de prácticas y creencias del judaísmo de su tiempo de aquellas que ofrecían innovación en algunas de esas prácticas o creencias.
a) Interpretaciones que destacan la continuidad
Estas explicaciones que vamos a ver9 responden, en general, a la pregunta de por qué murió Jesús en la cruz; ofrecen razones de esa muerte. Tienen en común, además, que no muestran un especial sentido soteriológico y que parecen vinculadas, en su origen, con los círculos de seguidores de Jesús asociados con Galilea y con Judea.
La primera de ellas es la que explica la muerte de Jesús como la del último de los profetas. Esta lectura aparece en varios textos evangélicos, por ejemplo, en Mc 12:
Se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se ausentó. A su debido tiempo, envió un siervo a los labradores para percibir de ellos una parte de los frutos de la viña. Ellos lo agarraron, le golpearon y lo despacharon con las manos vacías. De nuevo les envió a otro siervo, pero también a éste lo descalabraron y le insultaron. Envió a otro y lo mataron; y también a otros muchos: hirieron a unos y mataron a otros. Todavía le quedaba un hijo querido; les envió a éste, el último, pensando: 'A mi hijo lo respetarán'. Pero aquellos labradores dijeron entre sí: 'Éste es el heredero. Vamos, matémosle, y será nuestra la herencia.' Lo agarraron, lo mataron y lo echaron fuera de la viña. ¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá y dará muerte a los labradores, y entregará la viña a otros (Mc 12,1-9).
En este texto destaca una característica sobre el modo de comprender el papel de Dios en la muerte de Jesús: Dios no quiso su muerte: "a mi hijo lo respetarán" (Mc 12,6). Este detalle, que otros textos presentan de otro modo -por ejemplo, los anuncios de la pasión- descarta la lectura sacrificial o cualquier responsabilidad de Dios en la muerte de Jesús. Las autoridades judías, representadas en la parábola por los viñadores, son los únicos responsables; y matando al hijo, el último de los enviados por Dios, firman su condena (cf. Kloppenborg, 2006).
Una segunda interpretación presenta la muerte de Jesús de acuerdo con el modelo bíblico del Justo que muere injustamente, recogido en los salmos (Sal 22; 64,10; 68,3), tal como aparece, por ejemplo, en algunos lugares del relato de la pasión. Así, en Mc 15,34, se dice: "A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: 'Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?'", - que quiere decir - "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?". Este comienzo del Salmo 22, puesto en boca de Jesús, sirve para relacionarlo con aquella figura hebrea que contraponía la justicia de Dios a la de los poderes de los hombres. Jesús, como el Justo, muere porque su justicia -la de Dios- fue rechazada por las autoridades judías y romanas que no podían soportar su deslegitimación. El lector judío atento sabe que el Salmo 22 acaba con una proclamación de la reivindicación del Justo:
Se acordarán, volverán a Yahvé todos los confines de la tierra; se postrarán en su presencia todas las familias de los pueblos. Porque de Yahvé es el reino, es quien gobierna a los pueblos. Ante él se postrarán los que duermen en la tierra, ante él se humillarán los que bajan al polvo. Y para aquel que ya no viva, su descendencia le servirá: hablará del Señor a la edad venidera, contará su justicia al pueblo por nacer: "Así actuó el Señor" (Sal 22,28-31).
De este modo la frase inicial del Salmo 22, puesta en boca de Jesús, aun a pesar de su ambigüedad permitió comprender su muerte como una injusticia, la que cometían los poderosos contra la justicia de Dios. Además, posibilitó proclamar, de un modo velado, la esperanza de su reivindicación. Jesús, como el Justo, iba a ser rehabilitado.
De ahí que otra explicación de la muerte de Jesús utilizara un modelo muy cercano para responder a las razones de aquella muerte: la figura del Siervo de Yahvé (cf. Ross Wagner, 2002, pp. 20-33; Is 42; 49; 50; 52-53). Lo podemos ver en el texto de Hch 8, donde cuenta el narrador que Felipe iba de camino y se encuentra a un eunuco que vuelve de Jerusalén, en su carro, leyendo la Biblia:
El pasaje de la Escritura que iba leyendo era éste: "Fue llevado como una oveja al matadero; y como cordero, mudo delante del que lo trasquila, así él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia; ¿quién podrá contar su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra" (Hch 8,32-33).
Felipe le explica al eunuco que este pasaje habla de Jesús, quien -como aquel Siervo mencionado por Isaías- no eludió la humillación a que le sometieron, ni devolvió la violencia con violencia. Su muerte, como aquella, era inocente, silenciosa, la de un desposeído y humillado. Sin embargo, igual que en el Salmo 22, el texto citado de Isaías ofrece también una esperanza: "¿quién podrá contar su descendencia?" (Is 53,12). Llama la atención que el texto citado de Isaías en Hechos omite cualquier alusión expiatoria de las que allí aparecían; la tradición que recoge Lucas en Hch 8,32-33 evita presentar la muerte de Jesús en esas categorías sacrificiales y la interpreta como una muerte humillante pero ejemplar.
b) Interpretaciones que destacan la innovación
A diferencia de las anteriores, que subrayan la continuidad de las prácticas y creencias del judaísmo del tiempo de Jesús, las dos interpretaciones que vamos a mencionar a continuación presentan alguna novedad. En ambos casos responden a la finalidad, al para qué de la muerte de Jesús, y tienen un componente soteriológico, si no explícitamente, sí implícitamente. Además, a diferencia de las anteriores, están relacionadas con los círculos de seguidores de Jesús de la diáspora.
La primera es la lectura de la muerte de Jesús a través del modelo del día de la expiación (Yom Kippur) según se recoge en Lv 16. Rom 3 es un escrito neotestamentario que parece utilizar ese modelo para interpretar la muerte de Jesús:
[Todos] son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación -¡λασTήpiov- por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser justo y justificador del que cree en Jesús (Rom 3,24-25).
Este texto alude al ritual de purificación del templo descrito en Lv 16 que busca evitar la huida de Yahvé a causa de los pecados acumulados en el templo (cf. Milgrom, 1991, pp. 616-617). El sacerdote recogía la sangre del cabrito o del novillo y con ella rociaba la tapa del arca de la alianza (llamada ἱλασTήpiov), de ese modo purificaba el lugar de las transgresiones acumuladas. La función que cumple este ritual (explicado con los verbos ἱλάσκομαι/ כּפר) es compensar un desequilibrio producido por las desobediencias, purificar el lugar para permitir que Yahvé habite en él. Este ritual revela una idea teológica clave: Yahvé es puro y se debe preservar la pureza de su casa y de todos los que se acercan a ella.
En el texto de la Carta a los Romanos mencionado, el autor sustituye la idea de la «pureza» por la de la «justicia», mostrando que la sangre de la muerte de Jesús, en vez de purificar, hizo justas a todas las personas. Una de las consecuencias más importantes de esta lectura es cuestionar el carácter sagrado de espacios, tiempos o personas, ya que Dios las consideraba justas ante él no por lo que hicieran, sino por la sangre de Jesús.
La segunda interpretación que vamos a mencionar es la que recurre al pasaje del "sacrificio de Isaac" (Gen 22) para leer la muerte de Jesús. En Rom 8 leemos:
Ante esto, ¿qué podemos decir? Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Si Él no retuvo para sí a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos con él gratuitamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica (Rom 8,32-33).
En el texto de Gen 22 leemos que Yahvé pide a Abraham sacrificar a su hijo como «holocausto» (ὁλοκάρπωσις / עלֹהָ), como un regalo que busca algún tipo de recompensa (cf. Milgrom, 1991, pp. 172-177). El final del relato nos revela la recompensa que Abraham obtiene: "por no haber retenido a tu hijo amado ante mí, yo te colmare de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia..." (Gen 22,16-17). Abraham no retiene para sí a su hijo considerando que era de Yahvé y él así se lo reconoce con una descendencia mayor. Este texto sirvió para comprender que en la muerte de Jesús se estaba dando un ejercicio similar de «no retención», de generosidad desmedida: Dios no retuvo a su propio hijo de morir, no quiso apropiárselo, dejando a su hijo en libertad y siendo consecuente con el anuncio del reino de su Padre. Por eso, Jesús, mejor que Isaac (que no murió), muestra la total confianza (fe) en Dios, así como la de Yahvé en su hijo y en la historia de los hombres (cf. Levenson, 1993, p. 212).
En síntesis, las interpretaciones que subrayaron la continuidad sirvieron para comprender que la muerte de Jesús no había sido un accidente o un error, sino que, como en otras ocasiones, el pueblo de Israel (como cualquier pueblo) rechaza la justicia de Yahvé. Pero ese rechazo, una vez más, no anulaba la esperanza, sino que Yahvé se comprometía a reivindicar a la víctima y hacer otra historia más justa. Por su parte, las interpretaciones que subrayaban la innovación, mostraban que la muerte de Jesús había tenido efectos liberadores de prácticas, creencias e imágenes de Dios que no casaban con la novedad del Dios revelado en la cruz. Yahvé se manifestaba como un padre que «no retiene» y confía. Esta novedad trajo una serie de consecuencias de carácter social con hondas repercusiones en los siglos siguientes.
4. La innovación social
En el momento en que los contemporáneos de Jesús discutían sobre las fronteras de la identidad judía y la impureza de los gentiles (cf. Klawans, 1995, pp. 285-312), los primeros seguidores que habían interpretado la muerte de Jesús del modo más innovador, aportaron su granito de arena en el debate. Estos se alinearon con los grupos judíos que defendían una mayor apertura hacia otros pueblos, porque la muerte de Jesús revelaba la voluntad de Dios sobre no poner fronteras, de no considerar sagrado a ningún pueblo en detrimento de otro, o a ningún lugar por encima de otro: toda la humanidad y la historia era considerada justa por el Dios que se revelaba en la muerte de Jesús (cf. Feldman, 1993). Su idea fue ofrecer una imagen de Israel que englobara a todos los liberados, aquellos que aceptaban ese nuevo icono de Dios que Jesús mostró.
Dos textos de la tradición paulina reflejan esta estrategia de apertura a la interculturalidad en la que Israel se enriquece y responde a su verdadera vocación acogiendo gentiles sin hacerlos judíos. En la Carta a los Gálatas (Gal 3-4) Pablo introduce a los gentiles creyentes en Jesús en la genealogía de Abraham de un modo sutil y elaborado (cf. Johnson Hodge, 2007). Para Pablo, las promesas hechas a Abraham (Gen 12,1-3) se cumplen en su descendencia; pero como Jesús, mejor que Isaac, es el que representa la descendencia de Abraham, los vinculados a Jesús por la fe son los que participan de su herencia. La confianza de Jesús en Dios -todavía más que la de Isaac, que no murió- fue total; esa confianza es la que hace hijos y herederos a aquellos que aceptan que Dios actúa así, confiando totalmente. Estos gentiles entran a formar parte de la familia de Abraham y por tanto del pueblo de Dios -que ahora no tiene separaciones étnicas-.
Igualmente, en Rom 11,16-27, Pablo utiliza la metáfora de las ramas de olivo injertadas para mostrar que gracias al olivo silvestre (los gentiles) el olivo centenario se ha podido renovar, si bien, las raíces y el tronco siguen siendo los mismos y algunas ramas originales se han caído (cf. Donaldson, 1997, §12.3). Así, todos, ramas originales e injertadas participan de la misma savia y frutos, pero una savia renovada por las ramas injertadas. Los gentiles ya son parte de este Israel rejuvenecido.
Ambas imágenes son ejemplo de la legitimación teológica que se elaboró para permitir la mesa compartida entre judíos y gentiles, que les dio a los círculos de seguidores de Jesús una nueva identidad, cada vez más diferenciada de otros grupos étnicos (como el judío). Esto abrió la pluralidad social y étnica, multiplicando grupos en los que: mujeres y varones, esclavos y libres, judíos y de otras naciones, ciudadanos y extranjeros, etc.; formaban parte de una nueva realidad tan plural como pocas en el imperio romano del siglo I. Esto ofreció un contexto propicio para la interculturalidad.
5. Apertura a la interculturalidad
Esta mirada histórica a los inicios, subrayando el impacto de algunas interpretaciones de la muerte de Jesús para comprender la novedad del naciente cristianismo, arroja algunas conclusiones. Una de ellas es el fracaso de las visiones etnocéntricas, sectarias, centrípetas, que dominaron en algunos momentos y lugares, especialmente en la provincia romana de Judea (modelo de Santiago y judeocristianos de Jerusalén). Otra es que reveló el éxito de las visiones mestizas, ambiguas, híbridas, como las que asumieron otras tradiciones más vinculadas con los helenistas, con Pablo y la tradición paulina, con la obra lucana, etc. Este modelo mestizo, más intercultural, asumió valores y modelos culturales del entorno (asociaciones, familia, sinagoga), el lenguaje (evangelio, señor, salvación, parusía, etc.), a la vez que influyó en su transformación. Fue una opción no por la ruptura con el contexto, sino por la comprensión del potencial enriquecedor que tenía lo ajeno para lo propio, y viceversa. Este diálogo, mucho más fecundo e influyente en el siglo II, se inició en el siglo I con los primeros ejercicios de interculturalidad.
Este primer movimiento dejó para la historia lo que podíamos llamar las aportaciones latentes del naciente cristianismo para el encuentro de la fe con las culturas y el reto de la interculturalidad. Algunas de estas aportaciones fueron: el esfuerzo por construir una identidad común (abstracta, englobante, superior); el cuidado para no diluir las identidades y diferencias personales, y ofrecer referentes superiores que acogieran las diferencias (cf. Gal 3,28); la raíz itinerante de la fe o la convicción de que el evangelio no se identifica con una cultura, sino que se adapta a cada tradición en un diálogo de mutua transformación; la valentía de optar por adaptaciones ambiguas con sus logros y limitaciones porque no existen modos puros; la paradoja como raíz de transformación de la realidad (como la cruz había sido impulsora de la buena noticia del Dios de Jesús); la comprensión positiva del mundo y de la historia que siempre ofrece nuevas perspectivas y soluciones, generalmente por los laterales, márgenes y periferias culturales y sociales; el recuerdo de las víctimas y el privilegio de su mirada de la realidad como clave de interpretación de Dios y su mundo; el peligro, siempre presente, de aceptar las visiones, grupos y estrategias hegemónicas creyendo que se gana en éxito o rapidez; las posibilidades ocultas y liberadoras de la mirada marginal de la historia; el potencial de la pequeñez, la debilidad, la marginación; la hospitalidad como signo de interculturalidad (cf. Hch 10); la valoración de la experiencia por encima de la ley, y del testimonio por encima de las creencias; la aceptación, incluso la búsqueda, de la pluralidad como expresión y garantía de la identidad; etc. Todas estas aportaciones son discutibles y ambiguas; sin embargo, cuando han tenido más cabida en la historia del cristianismo se ha ahondado en la fidelidad a la fe de Jesús.