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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

Print version ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.53 no.156 Bogotá July/Dec. 2011

 

La forma del diálogo y la forma de la filosofía en Platón

Alfonso Flórez*

*Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Javeriana, ha sido Decano de la Facultad de Filosofía y actualmente es profesor de planta de la misma Universidad. Contacto: alflorez@javeriana.edu.co.


Hablar de Platón encierra una paradoja, toda vez que en sus diálogos el Ateniense nunca habla en primera persona, por lo que, en cierto sentido, al hablar de Platón el intérprete no sabe de qué o de quién habla o tendría que hablar. Ya desde la Antigüedad los diferentes comentaristas y escuelas buscaron escapar de esta dificultad mediante diversos procedimientos, encaminados todos ellos a configurar el pensamiento del filósofo según doctrinas, teorías, categorías o conceptos. Como producto de estos enfoques surgieron la legendaria "teoría de las Ideas", las "pruebas" de la inmortalidad del alma, la "doctrina" de la metempsicosis y un sinnúmero de argumentos similares, cuyo conjunto llegó a conocerse con el vago apelativo de 'platonismo'. Cuando en el siglo XIX un vociferante Nietzsche despotrique contra el platonismo, quizás no se imagine que ese gesto rebelde hará más por la recuperación de Platón que las apologías de todos los platónicos coetáneos del pensador de Sils Maria. Se trata de esas ironías que cruzan de un extremo a otro la obra de Platón y que aparecen por necesidad en las lecturas de sus intérpretes. Aunque hoy ya no cabe montar una defensa del conjunto de doctrinas atacadas con tanta eficacia por el autor del Zaratustra, quizás sí pueda entenderse el multisecular éxito del platonismo como la supervivencia de un Platón secuestrado en uno de sus viajes de ultramar, encadenado y vendido como esclavo. Que a partir de este Platón desvirtuado hubiera podido constituirse un movimiento como el platonismo es testimonio elocuente de la riqueza de recursos de la obra del Ateniense. Queda claro así que el primer cuidado que hay que tomar al estudiar a Platón consiste en no identificarlo de ningún modo con el platonismo, si bien en esta doctrina o grupo de doctrinas se albergan retazos de temas que pueden encontrarse en los diálogos.

Con esto, empero, aún no se ha dicho nada en relación con el problema hermenéutico aludido. Como orientación en su resolución, conviene, más allá de la mera enunciación, construir dicho problema. Para ello hay que constatar, en primer lugar, que el corpus de Platón se compone más o menos de treinta y cinco obras, escritas todas en forma de diálogo. El número de treinta y cinco es aproximado, dado el desacuerdo entre los estudiosos para pronunciarse sobre la autenticidad de algunos diálogos menores. Al delimitar la obra por los diálogos se toma una instancia interpretativa frente a las cartas, en especial la Carta VII, y los testimonios indirectos que componen la llamada 'doctrina no escrita' de Platón. Incluso en caso de que la Carta VII fuera auténtica, en cierto sentido no formaría parte del corpus platónico, esto es, de aquellas obras que el autor compuso con intención filosófica y se propuso publicar como tales. De todos modos, y con ser importante como tal, el peso específico de la Carta VII dentro del conjunto de la obra de Platón no amerita que a partir de ella se establezca una línea interpretativa determinante. Por el contrario, tanto la autenticidad como el contenido de esta carta dependen de lo que se encuentra en los diálogos; en otras palabras, debe interpretarse a partir de ellos y no viceversa. El caso de las doctrinas no escritas es diferente. La decisión preliminar entre moverse en la dirección esotérica de las doctrinas no escritas o permanecer en la seguridad del corpus establecido es casi cuestión de gusto y del peso que se le atribuya a la tradición. Suele argumentarse a favor del conjunto de los diálogos que con dificultad se entiende que el autor hubiera llevado a cabo un trabajo ingente como éste, si debiese de operar como una mera mascarada de la obra verdadera, que sería predominantemente oral y habría quedado, por ende, consignada a fragmentos de difícil recuperación filológica. La explicación apenas sí tiene peso para quienes de antemano se hallan convencidos de la intriga en que consiste la enseñanza oral. Quien esté, en realidad, dispuesto a examinar con razones si ha de optar por la aceptación del corpus tradicional o si, por el contrario, va a suscribir la escuela de la enseñanza oral, deberá al menos considerar con seriedad la cuestión interpretativa que plantean los diálogos, fuera de todo platonismo. Valga decir, en este contexto, que la escuela de las doctrinas no escritas hace uso abundante, aunque selectivo, de los diálogos, semejándose en este respecto al proceder del platonismo. En últimas, la obra sustantiva de Platón la constituyen los diálogos, sin los cuales no existiría ni el Platón político de la Carta VII, ni el Platón oculto de las doctrinas no escritas.

Que la obra de Platón esté conformada por diálogos no parece, a primera vista, un asunto de mayor monta. A fin de cuentas, a lo largo de la historia los filósofos han recurrido a innúmeras formas de expresión, desde el poema hasta el teatro del absurdo, pasando por el aforismo, el tratado, la epístola, el sermón, la suma, la cuestión, la plática, el ensayo, la meditación, la autobiografía, la demostración more geometrico, el discurso, la proclama, la novela, el escolio y el artículo periodístico. En ese abigarrado universo, la reducción contemporánea del estilo filosófico a los géneros del artículo de revista, de la ponencia o paper y del libro académico, no puede presentarse sino como un empobrecimiento inadmisible de una disciplina que ha perdido su propia fuerza de afirmación en el concierto de los saberes. Por lo demás, son legión los autores que en un momento u otro han recurrido al género del diálogo para presentar sus ideas; valga mencionar, sin ir más lejos, a Aristóteles, Cicerón, Minucio Félix, San Agustín, Boecio, San Anselmo, Pedro Abelardo, Nicolás de Cusa, Jean Bodin, Bruno, Galileo, Malebranche, Diderot, Berkeley, Hume, Rousseau, Schelling, Valéry, Wittgenstein, Heidegger, Edith Stein, Iris Murdoch, Ernst Tugendhat. Entre todos ellos, ¿por qué habría de gozar Platón de cierta preeminencia hermenéutica? Por supuesto que, en algún sentido, el diálogo platónico opera como modelo para la composición de cualquier otro diálogo filosófico, pero ello no basta para su singularización hermenéutica o filosófica. Sin embargo, una consideración más atenta permite una mejor delimitación de este género literario de la filosofía. En efecto, a pesar de la larga lista de autores de diálogos filosóficos, aparte de sus méritos teóricos, pocos entre ellos habrían alcanzado la inmortalidad literaria. Y ninguno puede, en realidad, parangonarse con Platón desde la perspectiva de la obra de arte. Quizás podría replicarse en este punto que, aunque no en el género del diálogo, sí ha habido otros autores filosóficos de indudable valor literario, por lo que tampoco cabría asignarle por este motivo un lugar de exclusividad a Platón. Aceptándose este razonamiento, puede ya consignarse, por lo menos, un primer resultado de la indagación: Platón es el único autor filosófico de diálogos con altísimo valor literario. Esta declaración, por lo pronto, es meramente contingente y, como argumento, de escaso peso filosófico, si bien, de considerable mordiente literario.

Ahora bien, la cuestión del diálogo en Platón -es decir, la decisiva importancia filosófica que tiene el hecho de que su obra esté compuesta de diálogos- recibe una caracterización determinante desde el momento en que se constata que Platón, si bien no es el único autor filosófico que ha compuesto diálogos, sí es el único que sólo ha compuesto diálogos. Este dato comienza a ser inquietante para el intérprete. En efecto, a su luz la forma de diálogo como expresión de la filosofía debe dejar de entenderse como una pura opción literaria por un género en lugar de otro cualquiera de los muchos posibles y empieza a aparecer como quizás una decisión fundamental relacionada con la esencia misma de la filosofía. Ahora el diálogo platónico se desdibuja como modelo de diálogo de los demás autores filosóficos que han compuesto diálogos, toda vez que para estos el diálogo ha ofrecido una posibilidad de expresión entre muchas otras, mientras que para el Ateniense ha constituido la única forma posible en la cual componer su pensamiento filosófico. Aunque de mayor peso que la observación anterior, ésta, aunque parece decisiva, todavía no ofrece una pista clara sobre la cuestión del diálogo en Platón; a fin de cuentas, con ella todavía no se supera el plano de lo contingente, y podría ocurrir que se tratase tan sólo de una cuestión de estilo, más que de una nota fundamental del filosofar.

Empero, el exclusivo carácter dialogal de la obra de Platón apunta ya, por eso mismo, a una dificultad hermenéutica capital de su obra, cual es la imposibilidad de entender sus diálogos por referencia a una obra suya de otro tipo. La forma dialogal no sólo abre la obra de Platón a su lector sino que así mismo la cierra sobre sí. Por necesidad, un diálogo se inscribe en una constelación de otros diálogos que, quizás, dialogan entre sí. El intérprete, en todo caso, debe asumir la radicalidad de la composición del conjunto de la obra de Platón y renunciar a cualquier aliento exterior que no fuera dialogal que le permitiría al menos un atisbo sobre cómo comenzar a entender los diálogos. En otras palabras, el hecho de que la totalidad del corpus de Platón esté constituido por diálogos crea una situación hermenéutica particular que obliga al lector a asumir la forma del diálogo en toda su pureza y problematicidad. Si bien todavía podría ser cuestión de estilo, que la totalidad de la obra del Ateniense esté conformada por diálogos constituye un espacio hermenéutico que lleva al lector a confrontarse con la forma del diálogo como único medio de expresión de la filosofía de Platón.

Esta situación se clausura en sí misma tan pronto se presta atención a dos aspectos relacionados con ella. En primer lugar, la vida del propio autor ofrece muy escasas posibilidades de servir como punto de referencia para una condición algo menos fluida de lectura de su obra. En efecto, a pesar de que en la Antigüedad pudo crearse una completa y pintoresca "hagiografía" de Platón, ocurre con ésta lo mismo que con la referida Carta VII y las doctrinas no escritas, a saber, que depende por entero de la obra transmitida, más que arrojar luces sobre ella. No, por cierto, porque en los diálogos haya abundancia de referencias a la vida de su autor, sino porque la hagiografía sobre Platón llegó a crearse por el carácter casi sobrenatural de la obra platónica. La perfección divina de cada uno de los diálogos y de su conjunto forzó a la imaginación de los biógrafos a inventar el grupo de leyendas que cristaliza alrededor del "hijo de Apolo", pues no de otro modo se entendía que un mero mortal hubiera podido componer aquel portento que es la obra platónica, a menos que su autor hubiera recibido los dones preeminentes del dios de la música y de las artes todas. Juzgados por los fríos criterios del historiador de profesión, los datos que se conocen de la vida de Platón casi que fuerzan a afirmar de él lo que Heidegger presentó alguna vez como biografía de Aristóteles, que nació, trabajó y murió. Aunque la anotación de Heidegger no deja de ser incompleta en relación con el Estagirita, de quien se conocen datos históricos de particular relevancia, el Friburgués quiere apuntar con ello a una instancia interpretativa contemporánea que se centra en la obra sola como su propio criterio de interpretación, fuera de los perfiles que una vida humana pudiera prestarle a su comprensión. Sin entrar a discutir los méritos y deméritos de esta posición interpretativa, sus razones y sinrazones, puede decirse que respecto de la interpretación de Platón debe aplicarse este criterio, pues no hay otro, tan poco es lo que con certeza histórica se sabe de su vida.

El segundo aspecto por el cual la obra de Platón, dialogal toda ella, se clausura sobre sí misma tiene que ver con los personajes que aparecen en los diálogos. A diferencia de los diálogos que el joven Aristóteles compuso mientras perteneció a la Academia, donde él mismo era el interlocutor principal, Platón como personaje nunca aparece en los diálogos que él mismo escribió, si bien se encuentra mencionado dos veces en la apología (34a1; 38b6) y una vez en el Fedón (59b10), en un calculado propósito dramático. En efecto, en la apología Sócrates hace explícito que Platón se halla entre los presentes y que incluso ofrece con tres condiscípulos ser fiador de su maestro por la considerable suma de treinta minas, se entiende, en el caso de que los jueces estimen apropiado imponerle una multa al acusado, cosa que no sucederá. De todos modos, y a diferencia de lo que padecen los sofistas con la ingratitud de sus seguidores, la mitad de quienes habrían podido ser testigos de Sócrates se ofrecen como fiadores de su maestro, actitud que éste acepta. Más allá del motivo forense, parece que Platón quiere dejar constancia de su presencia en la última aparición pública de Sócrates, allí donde éste expone su ideal del ser filósofo. En contraste con ello, el Ateniense también quiere hacer explícita su ausencia en el día final de Sócrates. "Platón estaba enfermo, creo", dice con toda concisión Fedón, sin ocultar lo ambigua que resulta la ausencia de Platón en ese día. Estas tres menciones de Platón en el conjunto de su obra son preciosas, pues hacen caer en cuenta al intérprete de que la casi universal ausencia de Platón en los diálogos de ninguna manera es casual, ni tampoco puede reducirse a un rasgo de su estilo, como habría podido derivarse de no haber aparecido de modo alguno en el corpus. A partir de aquí cabe pensar que el autor busca enfatizar que su ausencia como personaje no puede menos de ser que absoluta. En sus propios diálogos Platón no le ha ofrecido al lector el menor rastro sobre su autor. Esta constatación de orden dramático coincide con la pobreza histórica de su biografía y confirma que con gran probabilidad Platón ha anticipado la instancia hermenéutica contemporánea que pide prescindir del autor para interpretar su obra. Al excluirse como personaje, él mismo suprime toda pista sobre su identidad en cuanto autor como posibilidad de interpretación de los diálogos. El lector de Platón se halla así en aquella situación deseada por cualquier autor, pero que sólo en Platón, por circunstancias históricas y de composición dramática, ha alcanzado la perfección: la soledad del lector frente a la obra.

Ahora bien, esta condición interpretativa encuentra una correspondencia puntual con la tarea propia de la interpretación. Gadamer, en efecto, ha insistido en que la comprensión correcta de la labor interpretativa encuentra en la figura del diálogo su modelo fundamental. En este orden de ideas, toda interpretación es ya un esfuerzo dialogal del lector con la obra y, en otro sentido, análogo, del espectador con la obra de arte. Valga subrayar que estos dos aspectos se hallan presentes a la vez en el acercamiento a la obra de Platón, que corresponde interpretar como obra de arte no menos que como texto de filosofía. Dentro de esta perspectiva, es notable que el esfuerzo de Platón como autor que lleva al lector a aquella situación hermenéutica de soledad frente a la obra, para que pueda en verdad entrar en diálogo con ésta, tenga como objeto siempre ni más ni menos que un diálogo. Dentro de ese diálogo, y sólo dentro de ese diálogo que el lector establece con la obra de Platón, que a su vez es un diálogo, cabe interpretar aquel diálogo. En otras palabras, el autor Platón lleva a su intérprete a que, en la interpretación que de él hace, adelante a su vez una interpretación de sí mismo. No puede ocurrir de otro modo, dado que la obra platónica se compone de diálogos, de sólo diálogos y de nada más que diálogos, en los cuales diálogos el autor nunca aparece, salvo en aquellas escasas menciones en las que su aparición se cumple para decir que no aparece. Esta asombrosa situación hermenéutica del corpus platónico obliga a que su obra, más que la de cualquier otro autor, deba ser interpretada desde el principio con algún compromiso interpretativo. Su lector no puede, en efecto, desconocer que con Platón se halla en presencia de diálogos, y no más que diálogos, y que sabe muy poco, casi nada de su autor, que tampoco aparece en la obra. El lector impaciente o escéptico quizás desestime todo esto y se apresure a señalar que los diálogos son meras ficciones que expresan el pensamiento de Platón en boca de Sócrates o de alguno de los otros interlocutores principales. Es lícito asumir esta posición interpretativa, frecuente por lo demás en la historia de la filosofía; lo que es menos aceptable es que dicha instancia hermenéutica pretenda justificarse como válida de suyo, como si fuese algo natural la exclusión de los aspectos dramáticos y de los problemas hermenéuticos que se han venido señalando, pues ya se ha decidido de antemano su irrelevancia para la comprensión del filósofo. La obra platónica se protege contra esta clase de dogmatismos y no le entrega a quien así la aborda más que oropel, "oro del tonto", a quien cree haber encontrado una veta del metal precioso allí donde sólo luce el brillo fatuo de un mineral vulgar.

Por su estructura y valor artístico, no pocas veces se ha comparado la obra de Platón a la de Shakespeare. En efecto, ambos autores obligan al intérprete a sumergirse en la entraña de la obra, buscando al autor en todos lados, sin que esté en ninguno. La ambición, la venganza, los celos, el amor son propiedad de Shakespeare no menos que la amistad, el valor, la piedad, el erotismo son propiedad de Platón. Allí nos encontramos con Falstaff, Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta; aquí, con Lisis, Laques, Eutifrón, Alcibíades. Los personajes hablan por sí mismos, pero su padre se halla en todos y cada uno de ellos. Y no sólo en los personajes o situaciones principales, sino hasta en los menores detalles de la composición. Quizás se diga que esto vale para cualquier autor literario, pero el punto es que sólo los mayores autores de la literatura pueden parangonarse con Platón. El caso de Shakespeare es particularmente apropiado puesto que desborda a sus críticos, tal como Platón excede a sus intérpretes. Como lo ha expuesto sin ambages Harold Bloom, Shakespeare es más inteligente que cualquiera de sus críticos y, de modo análogo, Platón es más sabio que cualquiera de sus intérpretes. Esta aseveración es punzante en extremo, no siendo la menor razón para ello que contradice de frente el acercamiento de Kant a Platón, que estimó poder entender al autor mejor de lo que éste se entendió a sí mismo, inaugurando con ello un libreto interpretativo que ha conocido gran fortuna en la contemporaneidad. Sin embargo, el único título que pueden aducir los modernos para semejante extravagancia interpretativa es que, al ser modernos, han tomado ventaja respecto de todo el saber de sus antecesores. Hay que proseguir el examen de la obra de Platón para que vaya quedando claro por qué razón ocupa un lugar de preeminencia en el panteón de los autores, sean filosóficos o no.

Habiendo dilucidado la naturaleza singular de la obra platónica en cuanto diálogo, hay que decir unas palabras sobre su composición. Contra lo que puede sugerir una mirada superficial, un diálogo platónico se ofrece como producto de una cuidada elaboración, donde, para decirlo con Leo Strauss, todo detalle cuenta. Empero, para que todo detalle cuente, el lector debe apercibirse de qué cuenta como detalle. Y aquí la preciosa orfebrería de Platón nos seduce con su delicada técnica, preservada incluso a través de la larga y peligrosa travesía de los siglos de la historia de la transmisión. La primera palabra cuenta, como cuenta la última. Tómese el caso del delicioso Hipias mayor, que algunos representantes del platonismo vacilaron en incluir en el canon, a pesar de estar atestiguada su autenticidad por las fuentes más antiguas. Suele presentarse como un diálogo sobre lo bello. Y comienza así: "¡Hipias el bello y sabio!". Una minucia se dirá, pero una minucia que contiene todo. Hipias, noble y sobresaliente, es el interlocutor adecuado para que Sócrates investigue el asunto de la nobleza y la excelencia, esto es, de la belleza. Hipias, el sofista, lo sabe y por eso se presta para la indagación socrática. Hay una armonía hermenéutica en recurrir a quienes encarnan una determinada cualidad para investigar en qué consiste dicha cualidad. Pero es Platón quien ha creado dicho modo de abordaje, que hoy por corriente ya no nos asombra. Pero si perdemos la capacidad de asombro, estamos perdidos. Heidegger, en medio de todas sus reservas, pudo aprender de Platón que la pregunta por el sentido del ser sólo puede plantearse en aquel ente a cuyo ser pertenece preguntarse por el sentido del ser. Aquí tenemos a Sócrates preguntándole al noble y excelente Hipias por la nobleza y la excelencia. Y entonces viene la segunda parte del saludo de Sócrates, cuya finísima alusión fue captada entre los estudiosos sólo por Sydenham, un scholar del siglo xviii, para después caer en el olvido de los demás comentaristas. "¡Cuánto tiempo hace que no recalabas en Atenas!". Parece un saludo normal, casual, pero no lo es, pues ya Sócrates está haciendo referencia al carácter viajero del sofista, que va de ciudad en ciudad, de puerto en puerto, sin estabilizarse jamás, como no se estabilizan sus opiniones, siempre cambiantes, siempre variables según las circunstancias. El diálogo que está empezando mostrará dicha veleidad del sofista, cuando en el tema de la belleza pase de una opinión a otra, según se lo vayan pidiendo las circunstancias del diálogo. ¡Y estamos en las primeras dos líneas! Cabe hacer reflexiones parecidas sobre otras primeras palabras, como el "sí mismo" del Fedón, diálogo donde se explora aquello que es en sí mismo, esto es, la Idea, o el "bajé" de Sócrates en la República, diálogo donde son conspicuos todos los movimientos que ocurren en el eje vertical, como los del famoso prisionero de la caverna, que primero sale de ella, subiendo, para después retornar, bajando, o el "uno, dos, tres" del Timeo, diálogo que presenta el desarrollo del cosmos en sus tres dimensiones geométricas. En fin, valgan estas alusiones de pasada para ofrecer una noción no sólo de qué significa cuidar cada detalle sino incluso de qué cuenta como detalle.

Tomando una perspectiva más amplia, es preciso decir que, como todos los escritores de la Antigüedad, Platón compone sus obras según principios estructurales que ya no nos son familiares. Pensamos, en efecto, que es natural que todo escrito teórico se organice a partir de una introducción, a la que sigue un planteamiento y un desarrollo del problema en sus diversas etapas, para cerrar con una conclusión. Pero para abordar un diálogo de Platón hay que tomar distancia de este tipo de esquemas lineales y aprender a reconocer la organización circular o anular propia de la Antigüedad. En este modelo, el escrito se organiza a partir de un eje central, alrededor del cual, hacia adelante y hacia atrás, los diversos temas se estructuran en correspondencias simétricas, de modo que la última parte viene a corresponderse con la primera. Por eso se habla de una estructura circular o anular. Así, en lugar de una progresión A-B-C-D-E se tiene el anillo A-B-C-B'-A, donde C es el elemento central alrededor del cual se organizan los elementos B y B' y, más afuera aún, los elementos A y A. Estos distintos componentes no suelen tener el mismo peso argumentativo, sino que se organizan en orden creciente de relevancia, primero A y luego B, hasta llegar al componente central, principal por eso, C en este caso, para volver a decrecer a partir de ahí, primero en B' y, por último, en A. Entonces, junto con la estructura anular, estos elementos se organizan de forma "pedimental", por así llamarla, esto es, según la forma de doble triángulo propia del pedimento del templo griego, donde las figuras son tanto más pequeñas cuanto se hallen más hacia los extremos, mientras la figura central es la de mayor tamaño y, por ende, de mayor importancia. Para citar un caso famoso y típico, baste pensar en la estructura de la República, con los libros I y X que se corresponden entre sí en los extremos y constituyen una especie de preámbulo y de epílogo mítico respectivamente de la discusión central; a su alrededor se organizan, por un lado, los libros II, III y IV y, por el otro lado, los libros VIII y IX, lugares donde se exponen en la palabra las condiciones y los resultados del régimen propuesto, mientras que en los libros V, VI y VII se pone en obra la propuesta central del diálogo, con las famosas tres imágenes del sol, la línea y la caverna. Se notará en dicha distribución no sólo la organización anular de las diferentes partes del diálogo sino su diferente carácter, que va pasando del muthos al logos y de éste al ergon para retornar al logos y terminar en el muthos. Le corresponde al intérprete identificar para cada uno de los diálogos una estructura correspondiente, con sus variaciones y excepciones.

Las últimas anotaciones permiten también señalar un aspecto decisivo de la composición del diálogo platónico. En efecto, si en la estructura pedimental se asocian elementos de peso diverso en razón de su tema, se sigue de allí que la forma y el contenido del diálogo no sólo se corresponden entre sí sino que se encuentran en una relación intrínseca que no permite que se disocien. La forma se corresponde con el contenido y el contenido con la forma. Esto puede ilustrarse con el caso del Fedón, el afamado diálogo que relata el último día de la vida de Sócrates. Con frecuencia se lo considera como una obra sobre la inmortalidad del alma, pero, más allá de este motivo escolar, en el diálogo Sócrates se esfuerza por liberar a sus amigos del miedo a la muerte y ello ocurre en la forma de una liberación del laberinto de los argumentos, al modo como Teseo libera a sus compañeros del laberinto del Minotauro. Captar la forma del diálogo conlleva entender su tema y viceversa, la comprensión del tema recibe una ilustración decisiva del modo como se ha organizado. Como ya lo vio Schleiermacher, la unidad de forma y contenido constituye uno de los aspectos determinantes del diálogo platónico y es una de las razones por las que entra en la esfera del arte. A diferencia, sin embargo, de la mera obra de arte, un diálogo de Platón trata de algo, versa sobre algo, sea la justicia, la belleza, la templanza, el erotismo, y en ninguno de estos casos el tema simplemente se estudia; muy por el contrario, la investigación del asunto suscita su propia realización, de modo que el examen de los temas mentados crea entre los interlocutores relaciones de justicia, de belleza, de templanza o de erotismo, según sea el caso. De este modo se alcanza el extremo contrapuesto al del comienzo del diálogo, pues así como se decía que ya hay que estar involucrado en el tema para poderlo indagar -con el valiente se mira el valor, con el enamorado el amor, con el justo la justicia-, ahora resulta que dicha indagación contribuye a suscitar el tema mismo, el valor, el amor, la justicia. En este sentido, todo diálogo hace lo que dice. En el orden hermenéutico, el diálogo no sólo establece las condiciones de precomprensión del asunto sino que en su decurso lleva esa precomprensión a su realización, a su cumplimiento, que quizás sea el modo por excelencia de la plena comprensión. Cabe hacer una última observación en este sentido y es que, del mismo modo que el diálogo no admite un lector no comprometido, la realización interna del diálogo producirá también su efecto en el lector. No sólo los interlocutores del diálogo terminarán siendo valerosos, enamorados, justos, sino que el propio lector devendrá así o será productor del efecto que se alcanza dentro del diálogo. Esto puede expresarse como que el plano horizontal del interior del diálogo, el libro sobre la mesa, se completa y se cumple con el plano vertical que se establece entre el lector y la obra. De allí que un ejercicio de lectura del diálogo que no se cumpla en el lector puede considerarse como un fracaso; allí no hubo verdadera comprensión.

Las observaciones anteriores pueden dar la idea errónea de que los diálogos se construyen según un modelo general aplicable a todos y discernible en todos. Nada más alejado de la realidad. Estas anotaciones sólo quieren apuntar a aspectos determinados de la estructura y el funcionamiento de los diálogos, pero es imposible establecer de antemano y según un patrón universal cómo se van a dar en cada caso particular los aspectos señalados. Una de las características, sin duda sobresalientes del autor que es Platón, radica en la cantidad y variedad de su obra. Ya por la sola longitud, se encuentran diálogos de todos los tamaños, desde los muy cortos de apenas una decena de páginas, como el Critón, el Ion y el Eutifrón, hasta los masivos República y Las leyes, de trescientas y cuatrocientas páginas, pasando por aquellos de mediana extensión, como el Menón y el Eutidemo con treinta páginas, el Banquete, el Fedro, el Protágoras, con unas cincuenta, y el Timeo y el Gorgias, con unas ochenta. Es como si el autor se complaciera en exhibir su destreza a todo nivel, pues, en cierto sentido, la concisión de un diálogo breve le exige mayor precisión al autor.

Más interesante que la mera dimensión física es la estrategia narrativa adoptada, puesto que mientras algunos diálogos se presentan como escenificaciones directas que ocurren en el momento de la lectura, otros se ofrecen como el recuento de un diálogo que se narra o que se lee dentro de otro. Valga aclarar que, en este último caso, el narrador no siempre es Sócrates. Los diálogos narrados son nueve, de los cuales Sócrates es el narrador directo en cuatro de ellos -Los rivales, Lisis, Cármides y la República-, mientras que en otros dos, Protágoras y Eutidemo, asume el rol narrativo tras una presentación dramática. Los diálogos Parménides, Banquete y Fedón constituyen los tres diálogos narrados en los cuales Sócrates no es el narrador. A diferencia de la gran mayoría de intérpretes, que no le conceden peso interpretativo a este motivo de la composición de los diálogos, Catherine Zuckert ha logrado identificar dentro de este esquema un fino propósito del autor. Éste se discrimina según los tres tipos de diálogos narrados, así: aquéllos donde él es el narrador directo recogen una preocupación especial de Sócrates respecto de la educación de los jóvenes; los dos que se narran tras unos prolegómenos dramáticos tienen la particularidad de aludir a intercambios de Sócrates con los sofistas Protágoras, Eutidemo y Dionisodoro y, en esa medida, anticipan la acusación que se le imputará a Sócrates de ser él mismo un sofista corruptor de la juventud. Lo importante es señalar que el procedimiento narrativo se halla asociado al motivo de la educación de los jóvenes, sea este tema bien entendido, y entonces la narración es inmediata, sea mal entendido, y entonces la narración es mediata. Los tres diálogos que no son narrados por Sócrates versan sobre momentos claves de la vida filosófica de Sócrates, los cuales, por ende, no correspondería que narrara el propio Sócrates. Que no tengan tampoco un carácter dramático directo lleva a que el lector considere de un modo reflexivo lo que allí ocurre. Y es que en estos tres diálogos se recogen los tres momentos cardinales de la vida filosófica de Sócrates. Cuando en uno de sus cursos sobre Aristóteles el joven profesor Heidegger mencione que lo que hay que saber de la biografía del Estagirita es que nació, trabajó y murió, querrá indicar con ello la nula relevancia que tiene el conocimiento de los pormenores de la vida del pensador para la comprensión de su pensamiento. Los tres diálogos de que aquí se trata dicen, por el contrario, que Sócrates nació, amó y murió, y que estos tres momentos son fundamentales en la comprensión de su trayectoria filosófica y del conjunto de la obra de Platón. Un Sócrates jovencísimo nace a la vida filosófica cuando se encuentra con el anciano Parménides en una visita que el filósofo eleático hace a Atenas; este es el escenario dramático del diálogo Parménides. "Mientras en una reunión nocturna un Sócrates ya adulto habla sobre el amor con sus amigos más queridos, recuerda cómo fue instruido en los secretos del amor y del diálogo por la sacerdotisa Diotima. De esa experiencia inolvidable y central de la vida de Sócrates queda el testimonio imperecedero del diálogo el Banquete". Por último, un Sócrates anciano, que vive las últimas horas de su vida, se esfuerza en esos momentos cruciales por espantar de sus amigos el desasosiego ante la muerte, confundido aquí con el miedo al filosofar mismo. El diálogo Fedón recoge este encuentro memorable. Estos son los tres diálogos que Sócrates mismo no narra, pero que son narrados de él. Si se tiene a la vista el Sócrates de Platón, Heidegger tenía razón en un sentido más profundo del que creía, pues si de él, como del Estagirita, sólo importa saber que nació, amó y murió -donde hay que notar la variación entre un trabajador Aristóteles y un amante Sócrates-, con ello el lector se introduce de lleno en la vida de Sócrates, que se identifica entonces con su decurso filosófico y con la propia filosofía. La mirada reflexiva sobre Sócrates que permiten los diálogos narrados, y en este momento se trata de los narrados por otro, se da en momentos cruciales: cuando nace, cuando ama, cuando muere; momentos en que el propio Sócrates está muy alterado, muy fuera de sí, como para que un drama directo pueda recoger todo lo que le está ocurriendo y, por esta razón, tampoco él mismo estaría en condiciones de ser el narrador directo. En suma, la coexistencia de diálogos dramáticos con diálogos narrados permite que la presentación de un Sócrates exterior, actor directo de la acción dramática, se complemente de un modo decisivo con un Sócrates interior, que recoge una dimensión reflexiva presente sólo en su espíritu y que el omnisciente primer narrador, Platón, entrega al lector.

La consideración de las diferencias estructurales narrativas de los diálogos ha puesto bajo la lupa la figura de Sócrates. Esto es natural, pues Sócrates aparece en todos los diálogos, salvo en Las leyes, y en la mayoría de ellos es el interlocutor principal. En un autor que posee un dominio completo de los recursos de la composición literaria, difícilmente cabe pensar que la aparición persistente del personaje central sea casual o trivial. En todo caso, el lugar que se le asigne al personaje de Sócrates dentro del conjunto del corpus platónico será un factor determinante de su interpretación. Así, el lector para quien la estructura dramática de los diálogos es por completo secundaria, entenderá el personaje de Sócrates como un mero lugar de elocución de argumentos que hay que asumir y evaluar en su dimensión teórica y nada más. Dada esta instancia interpretativa, cuando el interlocutor principal sea diferente de Sócrates, ese cambio no representará nada sustantivo; querrá decir que Platón estimó más apropiado, por meras razones de estilo, expresar su pensamiento por boca de otro personaje. Por el contrario, el intérprete para quien la estructura dramática de la obra de Platón es un motivo esencial de su pensamiento, le otorgará a la persistencia del personaje de Sócrates un sentido filosófico. Ello puede ocurrir, sin embargo, de dos modos diferentes, a saber, en la sincronía de cada diálogo y en la diacronía del conjunto de los diálogos. En el primer caso, los diálogos componen unidades dramáticas independientes que, como tales, pueden ser objeto de una interpretación discriminada. Los motivos dramáticos importan, pero no importa la continuidad entre ellos. Por eso, en relación con el personaje de Sócrates, esta posición deriva hacia la anterior, puesto que allí donde Sócrates no es el interlocutor principal, y así pueda hacerse valer todavía el motivo dramático, éste se halla centrado en quien ahora es el interlocutor principal. En otras palabras, el enfoque sincrónico termina reduciendo la aparición de Sócrates como interlocutor principal a un asunto accidental, a pesar de la voluntad de contar con la estructura dramática. Cuando, por el contrario, se le otorga peso interpretativo completo al aspecto dramático de los diálogos, y ello en la diacronía de su conjunto, la persistencia del personaje de Sócrates pasa a tener relevancia filosófica y, así mismo, cuando deja de ser el interlocutor principal, ello no puede menos que tener una profunda carga filosófica, que el intérprete debe dilucidar. Es claro que esta última es la instancia interpretativa que aquí se propone, por lo que, a diferencia de las otras posiciones, el juego de interlocutores de todos los diálogos debe ser considerado con el mayor cuidado.

Frente a la persistencia del personaje de Sócrates, hay que hacer notar la variedad de los demás interlocutores y personajes de los diálogos. Los personajes principales son varias decenas, mientras que los secundarios y los mencionados son varios centenares, sin contar las figuras mitológicas o ahistóricas. En su conjunto, los personajes de los diálogos platónicos ofrecen un panorama completo de la Atenas de la segunda mitad del siglo V, pero, más importante, con ello el autor expresa su convicción de que la verdad puede y debe investigarse en cualquiera de los escenarios donde se desarrolla la vida humana y en todos ellos. Esta indagación tiene como núcleo fundamental la interacción dialogal entre personas particulares que, desde su situación concreta, realizan una búsqueda común de la verdad. Por eso, incluso las obras sin ambientación dramática se construyen como diálogos, pues en ningún caso la investigación de la verdad se entiende como sólo argumentativa y abstracta. La forma del diálogo que comprende una gran diversidad de interlocutores señala que el ser humano, cualquiera que él sea, desde el esclavo hasta el general, desde el joven hasta el anciano, desde el ignorante hasta el sabio, incluyendo tanto al hombre como a la mujer, es un buscador de la verdad y, bajo las condiciones apropiadas, puede alcanzar a vislumbrarla. Así se hace patente que la idea de filosofía que se trasluce del conjunto de los diálogos de Platón es participativa e incluyente y, en ese sentido, y más allá de sus argumentos particulares, ofrece al mundo contemporáneo un modelo de indagación conjunta de la verdad en el espacio constituido por la palabra en diálogo. Quizás quepa en este punto hacer una observación más precisa sobre la interacción de los personajes en el diálogo platónico, y es que su participación en cada caso es siempre muy diferenciada. El lector novato percibe en el intercambio entre Sócrates y su interlocutor una desigualdad inaceptable, pero el propio Platón asume esa crítica y en ciertas ocasiones ha llevado a que el interlocutor se rebele contra Sócrates, denunciando como amañadora su forma de interrogar y queriendo obligarlo más bien a que responda. Como lo constata Gadamer, el desarrollo de tales pasajes muestra que, contra lo que la ingenuidad o la ignorancia hacen creer, es más difícil preguntar que responder y, en últimas, aunque Gadamer no llega a tanto, también se constata que en el diálogo hay una asimetría necesaria entre quien pregunta y quien responde. Eso sí, todo el tiempo Sócrates hace notar que dicha asimetría no proviene de un mayor acervo de conocimientos -pues todo lo que él sabe es que no sabe nada-, sino de una voluntad y un compromiso con la verdad que cala la vida entera de quien la busca con ardor, esto es, del filósofo. Es decisivo reconocer que no cabe entender de suyo esta diferencia entre los interlocutores del diálogo filosófico como una diferencia política. El destino de Sócrates quedará sellado cuando su tarea filosófica se lea en clave exclusivamente política. En un sentido que trasciende las dimensiones del poder político, la filosofía tiene una función política, pero se hace sospechosa y culpable cuando se la reduce a aquél.

Esclarecido el sentido de la persistencia del personaje de Sócrates, es necesario decir una palabra sobre aquellos diálogos en los que Sócrates no es el interlocutor principal. Sócrates aparece en todos los diálogos, salvo en Las leyes, y en la mayoría es el interlocutor principal. Ello obliga al intérprete a reflexionar sobre el hecho de que en algunos diálogos Sócrates no sea el interlocutor principal. La dirección que tome esta reflexión depende, por supuesto, de la posición del intérprete respecto del trasunto dramático de los diálogos. Para quienes ignoran o minimizan la naturaleza dramática de los diálogos, este cambio del interlocutor principal no significa mayor cosa: se trata de un procedimiento estilístico con el cual Platón apunta a manifestar un cierto desacuerdo con lo sostenido en otros diálogos, anteriores a estos donde se da el cambio. En todo caso, el pensamiento de Platón sigue estando en boca del interlocutor principal, así éste ya no sea Sócrates. Esta posición minimizadora o conciliadora es cuestionable desde la instancia interpretativa aquí adoptada. Para entender por qué ello es así, es preciso hacer un recuento de los diálogos en los que Sócrates no es el interlocutor principal. Se trata de seis diálogos, que pueden enunciarse según el siguiente patrón: en el Parménides, como ya se mencionó, Sócrates es el interlocutor de un agudo anciano Parménides, a quien su joven interlocutor no da la talla. En el Timeo y el Critias, tras su aparición al comienzo de cada uno de los diálogos, Sócrates es silenciado por el discurso del astrónomo pitagórico Timeo, a la vez que concede su benevolencia para que el político Critias presente el suyo; como hay razones para pensar que estos dos diálogos constituyen una unidad, y dada la condición particular del Critias, no es necesario considerar a Critias como interlocutor principal aparte de Timeo. En el sofista, Sócrates introduce el diálogo principal, que tendrá lugar entre un Extranjero Eléata, desconocido por lo demás, y Teeteto, mientras que en el Político, en la misma ambientación, Sócrates introduce el diálogo que el mismo Extranjero Eléata sostendrá con el compañero de Teeteto, Sócrates El Joven. En el diálogo Las leyes Sócrates no aparece y la conversación tiene lugar entre tres personajes, un innominado Extranjero Ateniense, que es el interlocutor principal, y dos ancianos dóricos, el cretense Clinias y el lacedemonio Megilo. Esta enumeración parece casual, pero un examen atento revela un patrón del interlocutor principal en el conjunto de los diálogos de Platón. En total, se encuentran cinco interlocutores principales: el propio Sócrates, dos Extranjeros innominados, uno Ateniense y uno Eléata, y dos filósofos, Parménides y Timeo. Para la interpretación del significado del interlocutor principal en la obra de Platón debe recurrirse a una cuestión fundamental que hasta el momento se ha evitado, pero cuyo abordaje no puede diferirse por más tiempo, cual es la de la unidad de la obra platónica.

Puede afirmarse sin ambages que el tema del orden de los diálogos de Platón constituye uno de los aspectos menos comprendidos de su obra. Tan sólo la presentación del asunto encara ingentes dificultades de todo tipo, histórico, hermenéutico, filosófico, literario, psicológico, pedagógico y académico. El problema que plantea el conjunto de los diálogos es que su comprensión depende del orden que se adopte para su lectura. Sin embargo, el orden adoptado depende a su vez de la comprensión que ya se tenga de lo que es el pensamiento de Platón. Si a este círculo se añade que cada periodo histórico por necesidad entiende a un autor desde sus propios presupuestos espirituales, se comprenderá de qué grado es la dificultad que aquí se afronta. Dada esta situación, parece prudente, por lo pronto, dejar sentada una tesis inusual en los estudios sobre el Ateniense: "la determinación del orden del conjunto de los diálogos de Platón constituye un problema fundamental para la comprensión de su pensamiento". La importancia de esta tesis se constata tan pronto se lanza una ojeada a uno cualquiera de los innumerables estudios sobre la filosofía del Ateniense e incluso a las ediciones de su obra. Tanto en uno como en otro caso, es usual encontrar que la exposición del pensamiento de Platón sigue un cierto orden de los diálogos que se da por sentado. Según este orden, el pensamiento de Platón habría pasado por una serie de etapas, que comprenderían su adscripción irrestricta a su maestro Sócrates, la primera propuesta de su propio pensamiento, la exposición madura de sus ideas, la crítica propia que hace de ellas y la obra de ancianidad. A cada una de estas etapas pertenecería un grupo de diálogos, los primeros de los cuales son los llamados "diálogos socráticos", Apología, Critón, Eutifrón, Laques, Lisis, Cármides, a los cuales siguen unos diálogos más independientes del pensamiento del Sócrates histórico, aunque aún dentro de su órbita, Protágoras, Menón, Eutidemo, Gorgias, para arribar así a los grandes diálogos de madurez, Fedón, Banquete, Fedro y República, tras los cuales vienen los diálogos del periodo crítico, Parménides, Teeteto, Sofista, Político, para terminar con los diálogos de ancianidad, Filebo, Timeo y Las leyes. Al reflejar el orden descrito un presunto consenso de los estudiosos principales del pensamiento platónico se ha arribado a la situación de que dicho orden ni siquiera requiere justificación, mucho menos discusión. Pues bien, hay que decir que a pesar de lo difundida que esté esta ordenación de los diálogos, las voces disidentes de ella no son pocas ni de poca monta, ni siquiera son recientes. Ya en la Antigüedad, por ejemplo, entre varias otras propuestas, Trasilo, siguiendo el orden dictado por los festivales trágicos, organizó los diálogos en nueve tetralogías, las dos primeras de las cuales comprendían, por un lado, los diálogos Eutifrón, Apología, Critón y Fedón y, por el otro, los diálogos Crátilo, Teeteto, Sofista y Político. Tal fue, por lo demás, el orden adoptado por los editores de Oxford, tanto en la edición de Burnet de comienzos del siglo XX, como en la edición de 1995. Aristófanes de Bizancio había propuesto una organización menos arbitraria en trilogías, mientras que Albino los había dispuesto de modo tal que se correspondieran con las varias disciplinas en que la filosofía se dividía en la época helenística.

La ordenación de los diálogos que hoy permea la gran mayoría de los estudios sobre Platón depende de un modo esencial de la conciencia histórica del pensamiento del siglo XIX. Sin entrar a discutir los méritos que pueda haber en aquella conciencia, hay que decir que su aplicación a la obra de Platón se funda en supuestos que, evidentes alguna vez, hoy son cuestionables. Para evitar una discusión técnica del asunto, baste insistir en lo ya mencionado: el orden que se adopte de los diálogos de Platón depende ya de una cierta comprensión de su pensamiento. Así, la opción de establecer unos diálogos como más cercanos a Sócrates y otros como de vejez no se afirma porque el estudio de los diálogos muestre inequívocamente que unos diálogos sean de juventud y otros de ancianidad sino que ocurre al contrario, como el intérprete ya ha determinado que unos diálogos son de un periodo y otros de otro, su lectura ve rasgos juveniles en aquéllos y rasgos seniles en estos. Pero por sí mismos ninguno de los diálogos expresa la fecha de su composición. Éste, sin embargo, no es el principal problema con la ordenación cronológica de los diálogos. La dificultad esencial reside en el supuesto no cuestionado de que el intérprete logrará adentrarse en el pensamiento de Platón de la mano de una determinación de la cronología de la composición de sus escritos. Fuera cual fuera dicha cronología, y suponiendo que de ella pudiera darse una determinación independiente -que es un supuesto excesivo-, no hay ninguna razón para pensar que dicho enfoque interpretativo permite una comprensión adecuada del pensamiento de Platón. En efecto, a la base de dicho acercamiento se encuentra una comprensión atomizada de los diálogos, cuya unidad sería sólo biográfica, con el resultado de que entender a Platón consistiría en dar cuenta de aquella sucesión. Todo lo que se sabe de Platón lleva a pensar que esta aproximación a su obra es equívoca y que la contraria es plausible: Platón entiende el conjunto de sus diálogos como la unidad de una obra. El enfoque biográfico-filológico reinante hasta ahora debería, según esto, dar paso a un enfoque dramático-filosófico. Nótese que el modelo vigente obliga al intérprete a la adopción de un punto de vista extrínseco y exterior a la obra misma, donde, aparte del reconocimiento de las excelencias literarias de su obra, el mordiente filosófico del pensamiento de Platón queda limitado a un grupo de diálogos seleccionados. Bajo la nueva propuesta, el intérprete debe hacerse cargo del significado de su pensamiento desde el interior mismo de la obra platónica, de un modo intrínseco a ella. En otras palabras, Platón cuida no sólo cada detalle de cada uno de sus diálogos sino que con el mismo esmero se preocupa de su conjunto.

Esta comprensión de la obra de Platón se apoya de un modo decisivo en su naturaleza dramática. A semejanza del conjunto de dramas históricos de Shakespeare, que forman una unidad desde El rey Juan hasta Enrique VIII, con independencia de su fecha de composición, y, por lo tanto, más en la línea de los episodios de la novela, tal como Bakhtin lo destacó en reflexiones de orden sincrónico en las que rastreó el origen de la novela en el diálogo platónico, el conjunto de los diálogos de Platón recoge una acción completa y unitaria, cuyo héroe es Sócrates, y que habla de los trabajos de la filosofía. El grupo de obras que ofrece la clave decisiva para esta instancia interpretativa está constituido por los ocho diálogos del final de la vida de Sócrates. En una tensión dramática que va incrementándose con cada nuevo texto, en los diálogos Teeteto, Eutifrón, Crátilo, sofista, Político, apología, Critón y Fedón no sólo se recogen los acontecimientos de los últimos días y horas de Sócrates, sino que también, y esto es lo fundamental, se construyen los dos juicios a que Sócrates es sometido en este periodo conclusivo de su vida, el juicio político, que desembocará en su muerte, y el juicio filosófico, asociado con el anterior y que, de algún modo, lo justifica. Ante ambos, Sócrates montará una defensa, diferenciada, pero única, pues se identifica con su comprensión última de la filosofía. Esta octología del final de la vida de Sócrates permite entender que los diálogos en su conjunto no se presentan de un modo aislado o independiente unos de otros sino en relaciones dramáticas articuladas que permiten discernir su unidad. Según el recuento de Zuckert, que se basa a su vez en el trabajo decimonónico de Munk respaldado también por Vidal-Naquet, la serie dramática de los diálogos se inicia con el joven Sócrates en su encuentro con el viejo Parménides, en el diálogo del mismo nombre, y avanza con unos primeros diálogos donde Sócrates, ya ilustrado por la sacerdotiza Diotima, adelanta con sus contemporáneos indagaciones sobre lo noble y lo bueno, en Protágoras, Alcibíades, Cármides, Laques, Hipias mayor e Hipias menor. El momento determinante de la vida filosófica de Sócrates había comenzado con la experiencia amorosa que se encuentra en el Banquete y la nueva comprensión que desde ella gana de la tarea de la filosofía, inseparable en lo sucesivo de este compromiso erótico. En el Fedro el eros lleva a Sócrates a hablar como poeta, en una lid que alcanzará su culmen en la República. Desde aquí puede explorarse en qué consiste el bien humano en el Filebo. Con el Timeo este proyecto, en el que Sócrates ha sido la figura central, recibe desde el pitagorismo su primer reto de importancia, del que quizás sale fortalecido para adelantar la práctica filosófica que se halla en Eutidemo, Lisis, Gorgias y Menón. Después viene la octología final de la que ya se habló, donde primero se exploran los límites de la inteligencia humana, en Teeteto, Eutiírón y Crátilo, para después montarse la acusación filosófica más fuerte en labios del Extranjero Eléata en el Sofista y el Político, que se resuelve en el juicio político-filosófico de la Apología, Gritón y Fedón. El Menéxeno se ofrece como una oración funeraria. En este contexto el diálogo Las leyes ocupa un lugar especial, puesto que por forma y contenido cabe entenderlo, desde el pensamiento de los presocráticos e ideas políticas arcaicas, como una gran preparación para la entrada en escena de Sócrates. Valga destacar que el orden así establecido para el conjunto de los diálogos, con la salvedad de Las leyes, se adecua al esquema pedimental que se reconocía en cada uno de ellos. En este sentido, los grupos de diálogos iniciales y finales ocupan un espacio menor, tanto textual como temáticamente, que los importantes diálogos centrales. Esto no significa ni para el conjunto, ni para cada uno de los diálogos, que la acción dramática no vaya ganando en tensión y que no se resuelva en el final, pero es característico de este esquema de composición la coexistencia de una arquitectónica de las partes con una linealidad cronológica de la acción dramática.

Dentro de la perspectiva así esbozada, la aparición de interlocutores principales diferentes de Sócrates se entiende como un recurso esencial que sirve para poner en cuestión el proyecto socrático de la filosofía tal como lo presenta Platón. Quizás no haya obras más adecuadas para entender la extraordinaria complejidad de la escritura platónica que estos diálogos donde Sócrates, por un motivo u otro, calla. Antes de dilucidar este asunto y para entenderlo en toda su dimensión, conviene hacer referencia a un aspecto del modo platónico de composición que todavía no se ha tratado. En el proyecto platónico en general, pero también en cada uno de los diálogos, e incluso en pasajes particulares, es conspicua la coexistencia de los momentos de seriedad con los momentos de juego. Ya la mera superposición de estos dos aspectos puede considerarse como algo serio y como algo divertido a la vez, con lo que se satisfacen aquellos criterios de la autorreferencialidad y de la realización de aquello que se dice. El género de los diálogos platónicos participa tanto de la tragedia como de la comedia. El destino último de Sócrates es trágico, pero él mismo no es un personaje de la tragedia; con un fino toque de ironía desestima considerarse como tal: "Pero a mí ahora ya me llama, diría un actor trágico, el destino" (Fedón, 115a), exclama al terminar su último discurso, poco antes de beber la cicuta. Hasta el final tiene gestos de distensión, de humor, en medio de la situación de condena a la pena capital. Incluso sus últimas palabras, después de haber exhortado a sus amigos a un silencio ritual, tienen tanto de seriedad como de broma: "Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides" (Fedón, 118a). Asclepio, como se sabe, era el dios de la salud, pero la inmediata muerte del filósofo nos impide saber si tras el gesto piadoso se esconde una referencia a la salud imperecedera del alma, conjugado todo ello con la condición de la que ya ni siquiera el dios de la medicina puede salvarlo y a quien, sin embargo, se le adeuda un sacrificio. Una nota estructural de los diálogos es su desarrollo sobre este doble registro de seriedad y de juego. Algunos interlocutores de Sócrates lo caracterizan así: "Aquí está Sócrates con su acostumbrada ironía" (República, 337a), lo que indica que es una nota propia del filósofo que sus contemporáneos reconocen en él. En este sentido se habla de la 'ironía socrática' como de aquella actitud de sobrevaloración y de infravaloración de los propios argumentos y de los de sus interlocutores. Pero el autor Platón, bajo la guisa de seriedad, también juega con su lector. No son pocos los intérpretes que han huido espantados de las páginas del Ateniense porque situaciones, personajes, historias o argumentos les han parecido increíbles, absurdos, humillantes, piadosos, sofísticos. El lector de Platón tiene que estar dispuesto en cada caso a pensar si por ventura una determinada página o línea no se ha escrito por él como lector, más que por los personajes del diálogo. Como ya se mencionó, el diálogo transcurre no sólo en la dimensión horizontal de los personajes entre sí sino también, y quizás sobre todo, en la dimensión vertical del lector con el conjunto del diálogo, si se quiere, del lector con el autor. En correspondencia con lo anterior, el conjunto de recursos por los que el autor busca conmover la entrega inmediata del lector se denomina 'ironía platónica'.

Pues bien, en este contexto conviene examinar una tercera dimensión en la que se despliega la correlación entre lo serio y lo gracioso. Ello ocurre, por supuesto, en aquellas situaciones en las que Sócrates no es el interlocutor principal. Puede considerarse como paradigmático el caso del diálogo el sofista. Aquí la interlocución central tiene lugar entre el Extranjero Eléata y el joven matemático Teeteto. Después de varias argucias que los comentaristas suelen denominar 'dialécticas', pero que tienen que ver más con procedimientos de división, y tras haber examinado el poder del sofista como constructor de imágenes, lo que conduce a una importante indagación sobre el ser y el no-ser, que lleva aparejada la propuesta de los cinco géneros supremos de movimiento y reposo, de identidad y diferencia, y de ser, el resultado de este diálogo, donde se busca atrapar al sofista, parece ser que el sofista ¡es nadie menos que Sócrates! Dado su lugar en la octología final, de suyo este resultado no tendría que causar mucha sorpresa, pues el diálogo elabora la construcción filosófica de una de las principales acusaciones políticas que hubo de enfrentar Sócrates, a saber, que él era un sofista que pervertía a los jóvenes. La dificultad no se encuentra allí. La cuestión es que el diálogo el sofista se ha considerado siempre como una de las obras centrales de Platón en lo que tiene que ver con la reflexión ontológica. Ahora bien, y en esta encrucijada se impone obrar con la mayor precisión, el hecho de que el resultado del diálogo sea inaceptable desde la perspectiva socrática no quiere decir que todos los medios por los cuales se ha llegado a este resultado sean igualmente inaceptables. Esta situación paradójica ocurre en razón de que la construcción de la acusación filosófica contra Sócrates se da en el seno y con los recursos de un diálogo platónico. Así el resultado sea inadmisible, el diálogo mismo manifiesta tal potencia de comunicación (sofista, 254c), que sus resultados particulares no pueden desestimarse sin más como inaceptables. Aquí es el propio Platón el que se mira a sí mismo con una sonrisa. Esta dimensión de la ironía podría llamarse 'meta-platónica'. La consideración de lo que ocurre en el diálogo el sofista sirve, a la vez, para precisar los límites del diálogo platónico. En efecto, el diálogo no es un instrumento bueno o apropiado por sí mismo. En las manos inadecuadas, puede producir resultados inaceptables o indeseables. Pero incluso en estos casos logra generar un acervo de productos interesantes y útiles. Ello significa que un diálogo no puede recibir una interpretación ajustada por fuera del conjunto de los otros diálogos. Es la totalidad de los diálogos la que ofrece el cuadro completo que permite la comprensión de cada uno de ellos. Valga decir, empero, que dicha totalidad ha de construirse desde la reflexión sobre diálogos particulares. La ironía, pues, entendida en el sentido general expuesto, permite discernir las tres dimensiones que configuran el espacio del pensamiento platónico: la dimensión horizontal, en que discurren los intercambios dramáticos de Sócrates con sus interlocutores; la dimensión vertical, en que discurren los intercambios interpretativos del lector con el autor; y la dimensión de profundidad, en que discurren los intercambios reflexivos del autor consigo mismo.

El espacio así determinado no es, sin embargo, uniforme, pues en él surgen agujeros creados por la presencia del elemento mítico en los diálogos de Platón. Se trata de uno de los aspectos más desconcertantes para el intérprete contemporáneo de la obra platónica, así sea tan sólo por el orden de la relación con el resto del discurso. En efecto, y contra las expectativas modernas, el recurso al mito se ofrece como un apoyo que ilustra la argumentación. Platón tiene cuidado en no presentar los mitos en boca de Sócrates, no al menos como algo suyo o mientras se encuentra en estado de lucidez. Lo cierto es que los mitos, algunos adaptados, otros inventados, potencian las posibilidades interpretativas de los diálogos, y se constituyen como un recurso que no se deja controlar por la razón. En varios pasajes Platón indica que "todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo" (Fedro, 264c), en el sentido de disponerse según miembros diferenciados y estructurados, pero, en el contexto del relato mítico, relaciona el carácter de ser vivo con el discurso pronunciado (Político, 277b-c), y ya no con su estructura. Es como si gracias a las innumerables posibilidades que le ofrece el mito, el texto pudiese respirar, tuviese espíritu, y no se ahogase así dentro de los límites argumentativos. Por la magistral capacidad de asociar ambos tipos de discurso, el racional y el mítico, y en la genialidad de este último, se ha podido juzgar a Platón como un artista de primer orden. En este sentido, ha sido objeto de larga e intensa discusión la posición que el Ateniense adopta respecto de la poesía, que parece criticar con acritud, al tiempo que sus propias palabras expresan su pasión poética. Aunque sean legión los filósofos que han recurrido al género del diálogo, ninguno, por cierto, se acerca a la perfección artística que Platón manifiesta en su obra, entre otras razones porque después de él la filosofía ha sido pudorosa en exceso, mojigata, a la hora de expresarse bajo la forma del mito, de modo que se articule con el juego de los argumentos.

Cuando Platón ofrece el diálogo como la forma privilegiada para la tarea de la filosofía, en esa decisión entran en juego numerosos recursos cuya conjunción se identifica sin más con la filosofía misma. Dentro de esa configuración hay aspectos formales, decisivos, que, sin embargo, son propios de Platón e irrepetibles, y que constituyen un horizonte ideal del ejercicio filosófico, como son la exclusividad de la forma del diálogo en Platón, su independencia de referencias al autor, la perfección de su ejecución desde el nivel de detalle hasta la totalidad del conjunto, incluida su estructura, e incluso, y relacionado con esto último, la interrelación dramática entre cada uno de los diálogos y su agrupación completa. El estudio de los diálogos enseña, empero, otros aspectos del acto filosófico que le son inherentes como tal, cuales son la determinación de la obra como su propio criterio de interpretación y la figura del diálogo como modelo hermenéutico privilegiado, desde el cual se reconoce la necesaria correspondencia de la dimensión horizontal de lo que ocurre dentro de la obra con la dimensión vertical de lo que ocurre entre el lector y la obra. Esta última nota manifiesta un compromiso que no es propio de Platón, pero que está al alcance sólo de los grandes creadores, como es la exacta correspondencia entre forma y contenido, gracias a la cual puede darse en la acción el cumplimiento de lo indagado en el discurso. También es esencial para la obra filosófica la constitución de instancias tanto reflexivas como críticas, que, como se vio, en el corpus platónico se logra, por una parte, gracias a la distinción entre diálogos actuados y diálogos narrados y, por otra, mediante los desplazamientos del interlocutor principal de Sócrates hacia otros filósofos. Dentro de esta recapitulación, ordenada, pero no axiomática, hay que mencionar la interacción entre la seriedad y el juego, ella misma seria y graciosa, mediante la cual el autor crea espacios de distanciamiento al interior mismo del diálogo, entre el diálogo y el lector, e incluso respecto de sí mismo, lo que le permite evitar que los interlocutores, el lector y hasta el mismo autor caigan en la trampa de la identidad absoluta. Por último, la presencia del elemento mítico señala a recursos que escapan del control de la técnica interpretativa y que en su desbordamiento ofrecen infinitas posibilidades de leer y de asumir la obra filosófica. Queda por mencionar el lugar que Sócrates ocupa dentro de la comprensión de la filosofía que se encuentra en los diálogos platónicos. Platón compone el conjunto de los diálogos y cada uno en particular para exaltar a Sócrates como la figura heroica de la filosofía. En su pensamiento, este modelo es perdurable y se identifica con la filosofía misma, pero con el paso de los siglos el personaje que lo inspiró se fue desvaneciendo y, en su lugar, el creador del modelo pasó a ocupar el sitial que una vez Sócrates tuviera para él. Así, en un sentido diferente, Platón ha llegado a ser el héroe filosófico por excelencia, y ello hasta el punto de que puedo aseverar Platón, la filosofía.

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