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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

Print version ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.56 no.162 Bogotá July/Dec. 2014

 

La invención cristiana del cuerpo*

Adolphe Gesché

Traducido por Juan Quelas**

* Texto resumido de la comunicación redactada por A. Gesché para el Coloquio de Teología Dogmática «El cuerpo, camino de Dios», 27-28 de octubre de 2003 en Lovaina la Nueva. Lamentablemente, el texto de esta comunicación no ha podido ser revisado por Gesché para la publicación, ya que falleció en el entretiempo. El texto que presentamos aquí se publicó originalmente en revue théologique de Louvain 35 (2004) 166-202.

** Licenciado en Teología Dogmática, vicepresidente de la Asociación Latinoamericana de Literatura y Teología (ALALITE) en el período 2008-2010. Investigador en el Seminario Interdisciplinario Permanente Literatura, Estética y Teología (SIPLET) y en el Grupo de Práctica de la Investigación Teológica (PIT). Docente de Teología en la Universidad Católica Argentina. Actualmente realizando su tesis doctoral sobre A. Gesché en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Contacto: jquelas@hotmail.com


Al final del siglo I un presbítero de Éfeso llamado Juan, redacta un evangelio, aquel que nosotros llamamos el «cuarto evangelio». Como sus predecesores, en primer lugar san Pablo y después los Sinópticos, se empeña él también en dar una interpretación teológica de la vida y de la muerte de Jesús. Y por esto él no dice nada menos que esto, y que es de una audacia de pensamiento que nosotros no experimentamos suficientemente: que Jesús es el Logos, el Verbo de Dios hecho carne. Audacia increíble y afirmada con la más grande sangre fría, sin ninguna clase de balbuceos. La cosa es de un alcance tan considerable que nosotros queremos estudiarla aquí bajo diversos aspectos. Quedando entendido que si la fe da su adhesión a este anuncio joánico, ella puede ser examinada fuera de toda fe por su alcance antropológico. El andar será el de una teología fenomenológica. Ella tratará de mostrar cómo esto que se manifiesta delante de la fe (zum Glaube) se manifiesta también delante del mundo (zur Welt).

El Logos, en la tradición filosófica griega y bajo la forma dabar (palabra de Dios) en el judaísmo1, es una entidad metafísica o religiosa de las más inmateriales que hay, el principio racional que da cuenta de la inteligibilidad y de la organización de todo lo real, para los estoicos; Palabra presente junto a Dios desde la creación de todas las cosas (Génesis y, sobre todo, libro de la Sabiduría y muchos Salmos) para el judaísmo. San Juan -llamémosle así; los cristianos orientales lo llaman Juan el teólogo- pone también el Logos en estrecha intimidad divina: «él estaba hacia Dios, junto a Dios» (pros ton Theon, apud Deum), de naturaleza divina (kai theos èn, et Deus erat, y él era Dios). Pero que, llevando una novedad total, Juan no duda decir que este Verbo se ha hecho carne. En otras palabras, y aquí está su teología a propósito de Cristo, que Jesús es el Verbo de Dios que se ha hecho carne. Él no dice, formalmente al menos, que se hace hombre, ni que ha tomado un cuerpo; dice crudamente que él ha tomado carne (sarx egeneto, caro factum est).

Sea cual sea el sentido preciso y multiforme de esta palabra sarx (carne)2, designa en todo caso nuestra humanidad en lo que ella tiene de más material, de más concreto, de más física. Podríamos decir que el recurso a la palabra «carne» dice a la vez menos y más que el recurso a la palabra «cuerpo»3. Menos, ya que la carne sin cuerpo está sin animación; como tal ella no tiene sistema, organización. Mas, porqué la palabra «carne» indica la realidadíntima del cuerpo («es la carne de mi carne»), su sensibilidad, su maravillosa fragilidad, su profundidad y su superficie más carnal precisamente, la más dulce y la más dolorosa. La carne es laíntima substancia del cuerpo. Se trata, por lo tanto, a propósito del Verbo, de una en-carnación, como lo dice después siempre la tradición. De una en-carnación de Dios. La más increíble interpretación de esto que es Jesús pero, también y sobre todo, la representación más increíble que pueda haber del recorrido que puede tomar el Verbo de Dios. ¡Volverse carne, tomar carne! Asociando Logos y carne, Juan da a esta una grandeza metafísica. Su propósito es cristológico y teológico, pero no se puede menos que decir que está subyacente aquí toda una filosofía, toda una antropología, aquella de un cuerpo capaz de Dios (como también de un Dios capaz de la carne). «Podríamos creer, comenta san Agustín, que el Verbo estaba muy lejos de toda unión con el hombre y desesperarnos, si él no se hubiera hecho carne y no hubiera habitado entre nosotros» (Confesiones x, 43). Es aquí, en este Prólogo fulminante, que toma nacimiento la invención cristiana del cuerpo.

Ya que se trata de una invención del cuerpo de lo que hay que hablar. Esto que hemos dicho, más allá de la interpretación cristológica, la cual no está en nuestro propósito inmediato, es que el cuerpo del hombre no es indigno e incapaz de Dios. Se dibuja aquí una inteligibilidad del cuerpo. Totalmente ininteligible bajo Platón (solo el alma, solo el espíritu, solo la idea son inteligibles), he aquí que él se vuelve inteligible, que nosotros podemos, en fin, hablar, decir alguna cosa. Que él no es oscuro y espeso4 mientras que, en contraste, lo sería más bien el corazón del hombre que sería todavía más impenetrable. Que podemos comprenderlo, alzarlo en un discurso que tenga sentido, un sentido en todo caso no el menor, el de ser capaz de lo divino. ¡Si el cuerpo es opaco para Platón, no lo es para Dios! Para Dios, no es inverosímil, no es absurdo, incluso si es locura a nuestros ojos, o incluso escándalo, tomar carne. No puede ser dicho todo del cuerpo todavía, pero lo que se dice aquí expresa, como un flechazo y totalmente inesperado, lo que el oído jamás oyó, lo que jamás llegó al entendimiento humano (ver 1Co 2, 9).

¿Qué es lo que nos es dicho que sostiene y desarrolla el propósito que hemos oído, en un enunciado solemne y breve como si se tratara de una increíble evidencia, sobre la eminente dignidad del cuerpo?

1. De Dios a nosotros. El cuerpo, camino de Dios

Lo que se nos dice, en primer lugar, es que Dios viene a nosotros por la carne. Evidentemente la cosa es todo menos banal. La salvación no ocurre en el cielo o entre cielo y tierra, sino sobre esta tierra y en las condiciones carnales que ella impone. Donde «Dios se cambia en hombre» según la tierna y bella expresión de Bérulle, donde Dios y el hombre se intersignifican como me gusta decir. Habríamos podido esperar que fuera dicho que Dios viene a nosotros por el alma, como se dirá a menudo más tarde5. O por el espíritu y la inteligencia, como lo oiremos a menudo, cuando hablemos más tarde de pruebas de Dios. O bajo la forma de unángel como será dicho a veces por los primeros cristianos, y que los Padres condenaron con insistencia. O por la gracia, que no es falso, pero puede dar la impresión que Dios nos atiende a distancia, por una suerte de proyección abstracta de sí mismo.

No; se nos dice que Dios viene a nosotros por la carne. Y, más exactamente todavía, por la carne que es la nuestra, que él ha tomado en nuestra humanidad. Las primeras generaciones cristianas, con Orígenes a la cabeza, reaccionarán vivamente contra toda interpretación atribuyendo al Verbo encarnado un cuerpo cierto, pero un cuerpo celeste (sôma ouranikon), una suerte de cuerpo que no encuentra su origen entre nosotros y que, en suma, no es verdaderamente uno. El cuerpo que el Señor toma es de la misma carne, de la misma naturaleza que el nuestro. Él lo obtiene, osamos decir, de nosotros. Es en nuestra carne que Cristo ha sido enviado (ver Rom 8, 13) para juntarse con nuestro cuerpo de carne (Col 1, 22). Es con este cuerpo, y no de otro modo, que él ha elegido venir a nosotros. El cuerpo es su camino, el camino que él eligió: «El cuerpo, camino de Dios». ¡Y no se trata de un mal menor, bajo la necesidad, muy prosaica en definitiva, de ser capaz de ser visto! O Cristo, entonces, habría revestido un cuerpo aparente, un cuerpo ficticio, como lo pensaron algunos cristianos, los docetas, y contra los cuales Tertuliano la emprende fogosamente. Se trata de una carne verdadera, de un cuerpo que puede sufrir y morir, conmoverse y llorar, ser sensible a la caricia de una mujer (unción de Betania). Es este cuerpo, «cuerpo que él ha recibido de nosotros» (san Agustín, Enarrationes super Psalmos, Ps 140, 4), que Dios toma como camino hacia nosotros como si él no pudiera tener otro, tanto para él como para nosotros6.

Es así que san Agustín, comentando el primer versículo del Salmo 140 («Señor, he gritado hacia ti, escúchame») y aplicándolo a Jesús, escribe que «es el Cristo total el que lo dice, pero que aquí está dicho más en nombre de su cuerpo; ya que, cuando estaba aquí abajo, él ha rezado llevando nuestra carne, y es en el nombre de su cuerpo que él ha rezado a su Padre» (Ibíd.)7. Una vez más, habríamos podido entender una insistencia sobre el espíritu, sobre todo ahí donde es cuestión de oración. No; se trata en primer lugar del cuerpo, es el cuerpo el que deviene oración, que habla a Dios y lo interpela. El cuerpo está en contacto con el infinito. ¿Quién lo hubiera pensado, talia quis usquam auderit? Dios se expresa en la carne. La carne nos dice alguna cosa sobre Dios, sobre su capacidad de entendernos, de escucharnos, como se dice en este Salmo. Diríamos que el Verbo ha descubierto la carne. Él no la dejará más. Diríamos que, para la Tradición, es con su cuerpo, su cuerpo marcado por los clavos de la cruz (y podríamos añadir, cubierto de perfumes de Betania y de los aromas con los que las mujeres, por una vez retrasadas, habían querido confiarle), es con su cuerpo que Cristo asciende a la derecha de Dios. El cuerpo es en adelante patrimonio común de Dios y de los hombres8.

Encarnándose, el Verbo de Dios se da el peso de la carne, como hablamos del peso de la historia, el peso de una verdad sensible. «Es por el cuerpo que devenimos históricos» (Paul Auster), es por el cuerpo que el Verbo de Dios viene hacia nosotros. Dios es siempre salida de sí, pro-nobis, éxodos, dejando, si podemos decir, su propio camino (ex-odos) para tomar el nuestro. Pro-nobis, éxodos, éxodo de sí mismo, salida de sí, es casi toda la definición de Dios. Esto desde la creación, que es salida de sí por la gracia de su Verbo «por quien todo ha sido hecho», hasta la Encarnación, que es kénose de este Verbo en nuestra carne. Y hasta la Resurrección, que es «subida» hacia Dios, pero que no ha podido hacerse más que porque Él «desciende» en la carne (ver Ef 4, 9). Y es así que Él fue «encontrado (heuretheis) como un hombre» (Fil 2, 7), «inventus ut homo», como bien se expresa la Vulgata9. ¿No hablamos de una invención (inventus) cristiana del cuerpo? Invención que no viene de nosotros, sino de Dios mismo. En nosotros Dios descubre el cuerpo. Y en él se descubre nuestro cuerpo. Casi como si la carne «ek-sistiera» al Verbo. Como si la carne diera existencia a Dios (el cual, de otro modo, sería confinado en su ser). Cuando Orígenes se preguntaba, fuera de todo contexto cristológico, si está verdaderamente prohibido pensar que Dios no es inmaterial, sino de algún modo material, ¿no tenía razón? ¿Su vieja queja no es al fin escuchada? En su Verbo, Dios tiene un cuerpo.

Y también esto que descubrimos finalmente en este paso divino. A saber, que es Dios en su Verbo quien ha venido hasta nosotros. Y no en primer lugar nosotros hasta Él. Buscar a Dios por sí mismo, querer subir e ir a Dios por nuestras propias fuerzas, tal es el movimiento espontáneo y natural de las religiones. Pero es una ilusión donde nosotros nos damos de bruces en un inútil e inaccesible proyecto, como lo ha demostrado brillantemente Karl Barth, ya que lo que descubrimos así no es evidentemente más que el reflejo fantasmal de nosotros mismos. El Prólogo invierte este movimiento, diciendo que es Dios quien ha venido a nosotros. ¿Es por esto que Lutero, en una fórmula casi excesiva, dirá que el ordo incarnationis es más importante que el ordo salutis para definir la especificidad del cristianismo? El Verbo de Dios toma nuestro cuerpo para encontrarnos10. La teo-fanía, la manifestación de Dios -¿quién lo hubiera creído?- se hace por el cuerpo, y un cuerpo real.

¿Es esto decir que no tendríamos, nosotros también, la capacidad o el derecho de alcanzar a Dios? No; aquí y ahora nosotros podemos pretender, sin extraviarnos más, ir hacia Dios. El camino que Él ha tomado a la vez podemos tomarlo nosotros. Refiriéndose a los primeros versículos de la primera carta de san Juan («esto que nosotros hemos tocado del Verbo de vida»), san Agustín comenta: «¿Hay alguien que pudiera tocar con sus manos el Verbo de vida, si no porque el Verbo se ha hecho carne y ha establecido su morada entre nosotros?» (sobre la primera carta de san Juan 1, 3). Él ha venido a nosotros con nuestro cuerpo. He aquí que nosotros podemos ir a Él con el nuestro, consubstancial al suyo. Esto no es suficiente de nuestra parte. No nos está prohibido buscarlo desde que pedimos prestado el camino que ha abierto Él mismo. «El cuerpo, camino hacia Dios».

2. De nosotros a Dios. El cuerpo, camino hacia Dios

Para comprender bien esto, primero y por un instante, antes de recorrer de nuevo los andares que nos ofrece la cristología joánica11, hay que tomar conciencia de la importancia que en sí, antes de la encarnación del Verbo, ya tiene el cuerpo en la tradición bíblica. Como lo sabemos hoy, es el cuerpo el que se asemeja a Dios en el relato del Génesis, y no en primer lugar el alma, como se dirá a menudo más tarde. El tema famoso de la imagen (Gn 1, 27) no se reduce al alma, y es del cuerpo solo que se dice que recibe el soplo de Dios (Gn 2, 7)12. Es suficiente leer el Cantar de los Cantares para percibir el himno que provoca la evocación (casi iba a decir el tocar) del cuerpo de la novia y del novio. Más tarde se describirá incluso la venida de la Jerusalén celeste, aquella en la que Dios y el hombre no son más que uno, aquella que brilla de la gloria de Dios (Ap 21, 11), se la describirá «descendiendo del cielo, de Dios, lista como una esposa que se preparó para el esposo» (Ap 21, 2; ver también Ap 19, 7-8, sobre las bodas del Cordero). Sabemos, por otra parte, que en el A.T. Dios es llamado a veces el esposo o el novio de Israel (ver Is 54, 1-8; Os 2, 16-18; 21-22). Las bodas, en el N.T., serán la metáfora que explica la realización finalmente perfecta de la Alianza (ver Mt 22, 1; 25, 1-13).

Otroíndice de esta importancia del cuerpo: cuando Jesús es interrogado por el Bautista sobre su legitimidad, Él da las pruebas en la curación de los cuerpos (ver Mt 11, 2-5). Sabemos la importancia, casi desmesurada a nuestros ojos, dada a la curación de los cuerpos en la vida de Cristo; yo diría a la afección, a la ternura que Él manifiesta hacia el cuerpo (misericordia motus). Es en esta línea que Justino subrayará el aspecto novedoso del mensaje evangélico: «Si el Salvador no anunciara la vida eterna más que para el alma, ¿qué nos aportaría de nuevo con relación a Pitágoras, Platón y otros?» (De la resurrección, 10, Holl 109). Cuando, en 1331, el papa Juan XXII comenta el pasaje del Apocalipsis sobre las almas de los mártires colocados bajo el altar (Ap 6, 9), dice que la túnica blanca que se les da para hacerlos esperar simboliza ciertamente la beatitud del alma, pero a la cual debe añadirse, para que ellas sean perfectas, la beatitud del cuerpo13. Lejos de una antropología que ponga el acento en el alma, Tertuliano llega hasta a invertir el dictamen: «Es en la carne, con la carne, para la carne, que el alma medita todo lo que medita su corazón» (sobre la resurrección de la carne XV, 3)14.

El Renacimiento cristiano, al revés de tantas otras épocas hostiles y desconfiadas, perturbadas de cara al cuerpo, se hace de «tranquilidad con respecto a la carne, a la carne feliz y bella» (J. Cl. Guillebaud). La gnosis y su hipócrita menosprecio del cuerpo fue el gran adversario interno del cristianismo. Tanto que los gnósticos llegaron a despreciar el Dios de Jesucristo, humillados por un Dios que se había humillado en este punto. «Creen -dirá Ireneo, su indomable adversario- haber descubierto arriba de Dios, "otro Dios", otra "Plenitud". (Así) han deshonrado y despreciado a Dios, estimándolo "muy inferior" porque, en su amor y en su bondad sin medida, ha venido al conocimiento de los hombres» (Adversus haereses III, 24, 2). A este respecto, hay que remarcar que, para Juan, el cristianismo no ha divinizado a Jesús, en suma, sino que más bien es el Verbo de Dios el que se ha «hominizado». El movimiento, una vez más, está invertido. Desde este momento estamos lejos de las aberraciones que entrañan una divinización de Jesús, donde el hombre no haría, una vez más, como en la «religión», más que encontrarse en un Dios construido a su imagen y propiamente fantasmagórico.

Pero, ¿qué es entonces, más precisamente, el cuerpo como camino hacia Dios? Este movimiento, prohibido en un primer tiempo porque estaría incluido en la pretensión «religiosa» (Karl Barth) y fantasmagórica para alcanzar a Dios por nosotros mismos15, se hace ahora, después de la Encarnación del Verbo, un camino permitido y asimismo, bajo ciertos aspectos, «obligatorio», obligado en todo caso, para ir a Dios. Permitido, porque el cuerpo que nosotros vamos a ofrecer a Dios para encontrarlo es, al mismo tiempo que el nuestro, aquel del Verbo de Dios. Obligatorio y obligado, porque no puede ya decirse que se puede pretender conocer a Dios si despreciamos el cuerpo de su prójimo, él también cuerpo de Cristo. Y luego, cuerpo de Dios, cuerpo eucarístico y cuerpo escatológico.

a. El cuerpo propio

Camino permitido, o hecho posible, porque nuestro cuerpo es incluso aquel mismo que el Verbo de Dios ha elegido, Él, para venir a nosotros. Para Juan la manifestación en la carne (hay aquí una verdadera fenomenología avant la lettre)16 es verdaderamente el lugar por excelencia de la gloria de Cristo: «nosotros hemos visto su gloria» (Jn 1, 14), y las primeras comunidades acordaron una importancia extrema a este reconocimiento de Cristo venido en la carne (ver 2Jn 7). Ahora bien, ahí a la vez vamos a poder encontrar a Dios. «En efecto, llevamos en nuestro cuerpo las marcas de la muerte de Jesús» (2Co 4, 10; ver Ga 6, 17). Lo que no era más que una espera escatológica en Job: «Es en mi carne que yo contemplaré a Dios» (Jb 19, 26) deviene certeza actual en Pablo: «Mi vida presente en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios» (Ga 2, 22). «Conozco un hombre en Cristo que hace 14 años -¿sería en su cuerpo? No lo sé, ¿sería fuera de su cuerpo? Yo no sé…-» (2Co 12, 2). Incluso esta vacilación de Pablo es significativa; el cuerpo no es excluido de la revelación que indica. «Ofrezcan sus cuerpos en sacrificio viviente, santo y agradable a Dios: este es el culto verdadero» (Rom 12, 1) y «glorifiquen a Dios en sus cuerpos» (1Co 6, 20). Pablo no dice: «eleven su alma a Dios». Ciertamente, es el hombre todo entero el que da gloria a Dios, pero la determinación del hombre se toma a partir de la sinécdoque del cuerpo, no del alma o del espíritu, como habría podido esperarse. «El cuerpo es para el Señor y el Señor es para el cuerpo» (1Co 6, 13).

El cuerpo cristiano, el cuerpo de cada uno de nosotros (el cuerpo propio), no es el cuerpo zum Tode de la teología veterotestamentaria del pecado o de la filosofía heideggeriana, sino el cuerpo zu Leben, el cuerpo participante de la vida de Dios, cuerpo zum Gott. El cuerpo tiene, desde ahora, un destino y un alcance divinos. Como ha dicho Bernhard Casper, reasumiendo el pensamiento de Levinas que él ha acercado del Antiguo e incluso del Nuevo Testamento, podemos preguntar si Levinas «no nos ha dado, ante la nada, el proyecto de un nuevo pensamiento bajo la conducción de la carne»17. Más exactamente, esto que nosotros hemos llamado más arriba una nueva inteligibilidad de la carne, pero una inteligibilidad que da a su vez inteligibilidad a toda cosa. En el fondo, es de una verdadera fe en el cuerpo de lo que se trata aquí. Admirable inversión de la antropología aristotélica, donde es el alma la que era la forma del cuerpo. Como lo explica Levinas aún (nunca he comprendido la resistencia a la idea de la encarnación), es en mi carne que yo me encuentro en tanto que elegido18. Lo cual nos lleva a la temática del cuerpo de Dios.

b. El cuerpo de Dios

Tomando nuestra carne, y como esta palabra lo indica y lo señala, Dios, en su Verbo encarnado, nos ha encontrado en nuestra debilidad. Él ha tomado cuerpo. Lo que hay de precioso aquí en la doctrina trinitaria es que la teología no se va a embarcar en una discusión general sobre el cuerpo de Dios. Lo que dice es que es en su Verbo (que nosotros llamaremos también el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad) Dios (llamado también Padre) va a conocer nuestra corporeidad y que nosotros vamos a conocerlo. Del Padre no podemos decir nada. Hay que mantener aquí una cierta inaccesibilidad de Dios a nuestro conocimiento. Este es el sentido de la teología negativa: de Dios (entendemos del Padre) no podemos decir nada. Hay una nube de desconocimiento, como decía un místico inglés19, y al cual Dios tiene derecho, afortunadamente para nosotros («no se puede ver a Dios sin morir»). Nube de desconocimiento que debemos preservar de un conocimiento intempestivo de Dios. Nosotros mismos, entre nosotros los hombres, ¿no tenemos también derecho a una nube de desconocimiento, nosotros, que felizmente no somos seres de parte a parte transparentes?

Sin embargo, en su Verbo, el Padre se hace conocer. «Felipe, quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9), y esto te basta (ver Jn 14, 8). Esta palabra de Jesús dice al mismo tiempo la nube de desconocimiento que permanece y debe permanecer, y la certeza que hemos visto alguna cosa de Dios, y sin duda lo esencial, «loúnico necesario» (Lc 10, 42) en su Verbo encarnado. Felipe, no tienes necesidad de «visiones más altas», esta teofanía debe bastarte. No busquemos visiones en las cuales nos vamos a retrasar y perder. «Interviniendo, Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí!". Jesús se acercó, los tocó y dijo: "Levántense". Y levantando los ojos ellos no vieron más que a Jesús solo» (Mt 17, 4 y 7-8). En la Resurrección Él pide no retrasarse en la tumba sino retornar a la Galilea de las naciones (ver Mt 28, 7) y de no retener a Jesús en su retorno al Padre (Jn 20, 17). Sobre la montaña de la Ascensión, «no sigan mirando hacia el cielo» (ver He 1, 11). Y cuando celebren la eucaristía, inmediatamente celebrada (missa est), vayan hacia los otros (ite), y es ahí que me encontrarán. Es en este ministerio de la manifestación de Dios que está el Verbo encarnado.

Se podrá decir ahora que el Verbo es, en Dios, la debilidad; quiero decir, la brecha abierta a nosotros, la fragilidad, la humanidad, esta humanidad que muchos Padres de la Iglesia han reconocido que bien podría ser la parte misteriosa de humanidad en Dios, presente desde toda la eternidad, incluso antes de la Encarnación. Pensamos, por otra parte en Ezequiel: «Y por encima del firmamento que está sobre sus cabezas, como una piedra de lapislázuli, había la semejanza de un trono; y por encima de esta semejanza de un trono, había la semejanza como el aspecto de un hombre, arriba, en alto. Y vi como el aspecto de un fuego y de una claridad en torno a él. Tenía el aspecto, la semejanza de la Gloria del Señor» (Ez 1, 26-28). Con el Verbo habría como una «falla» en Dios, una falta deseante, una «semejanza de hombre», una brecha abierta a nuestra fragilidad y que solo esperaba la Encarnación para manifestarse. Es el tema del Verbum incarnandum, del Verbo que es «hecho para» la encarnación, y va a manifestar un aspecto desconocido de Dios. La humanidad de Dios espera la encarnación del Verbo para manifestarse, y es lo que tenemos el derecho a llamar el cuerpo de Dios. Un Dios que ha sufrido es verdaderamente muy importante. Gracias al cuerpo de su Verbo aprendemos que Dios puede ser frágil, vulnerable.

Pero también, y esto es capital, es precisamente por lo que nosotros podemos por fin alcanzar a Dios en su verdad, es decir, en la «debilidad» y no en la omnipotencia. Y en consecuencia, en nuestra debilidad y nuestras faltas. Estamos aquí en el corazón de la revelación cristiana, que toda entera renueva e invierte la idea de Dios. El pensamiento griego y la teodicea no pudieron pensar fuera de una omnipotencia y de una impasibilidad toda etérea y mortífera para el hombre. Queríamos ir hacia Dios por el orgullo del espíritu que no puede hacernos encontrar más que un Dios orgulloso. Encontrando a Dios en la debilidad de nuestro cuerpo y del suyo (en su Verbo consubstancial encarnado), no lo encontraremos en el orgullo de nuestro intelecto; lo descubriremos como siendo él mismo un Dios vulnerable, y no esa estatua solidificada y orgullosa de nuestras teologías filosóficas. Si la fe nos hace descubrir un Dios más verdadero que el de la razón, ¿no es un signo a su favor? Ya que ¿no es a causa de estas construcciones intelectuales e infladas de Dios que nos convertimos en incapaces de Dios, o incluso sospechosos, y que las famosas pruebas de Dios nos han conducido a un dios que no era uno, el más seguro camino hacia el ateísmo, y hacia un ateísmo bien comprensible?20. Pero he aquí que estas famosas pruebas por fin se aplastan y que no hay más que una sola prueba, aquella que Tomás pide para creer: la presencia de la herida y de la fragilidad sobre el cuerpo de su Dios.

Dios nos encuentra en la debilidad; nosotros podemos encontrarlo en nuestra debilidad y en nuestra fragilidad. Se ha llegado a creer que solo la perfección nos acerca a Dios, como nos lo han restregado las espiritualidades (precisamente: las espiritualidades) asesinas. Querer entrar perfecto en el Reino: aquí estaría la certeza de no estar en condiciones de entrar. «No he venido a llamar a los justos» (Mt 9, 13)21. «No se trata de esfuerzos ni de récord, sino de Dios que se enternece» (Rom 9, 16; trad. Pohier). Lejos de remordimientos y de desesperanzas por nuestras imperfecciones, lejos de un luto insuperable y mortífero por una perfección sin misericordia, es con nuestro cuerpo, tal como es, con nuestra dulce sensibilidad a menudo torpe, maravillosamente torpe quizás, que podemos alcanzar al verdadero Dios, Él mismo sensible y amante, o incluso doloroso (ver Is 53,3). «Que el hombre lleve todo su afecto a la dulce paciencia de la carne de Cristo», dice soberana y apaciblemente Elredo de Rievaux (1110-1167), un discípulo de san Bernardo (El espejo de la caridad III, 5).

Estamos lejos de las trascendencias cerradas e incandescentes, feroces y autoconfiadas, altivas e invulnerables, y por esto mismo inaccesibles. Vemos que la trascendencia se enciende al contacto con un cuerpo. Hay en Dios una debilidad, semejante a la nuestra. Quiero decir (ya que no me gusta demasiado hablar de un Dios débil, como se hace fácilmente hoy): una abertura, una accesibilidad, una falta que solicita. Si un ensayista filosófico ha podido decir que «el ser del mundo es misterio y herida» y que existe «una rasgadura abierta en el cielo»22, ¿por qué no podríamos nosotros, a la vez, decirlo de Dios? Hablar de un Dios pasible (yo prefiero hablar así, más que de un Dios débil) es acordarse de un Dios que ha rehusado la seguridad de una legión deángeles. Hablar de un Dios sensible es hablar de un Dios que acepta la debilidad y que la ha conocido sobre la cruz. A este respecto la doctrina de la Trinidad fue una primera «liberación» de Dios, lejos del fijismo inaccesible de un monoteísmo temible. Cuando se piensa que podemos hacer sobre nosotros la señal de la cruz, para que inmediatamente Dios se acuerde de lo que Él es y lo que nosotros somos. Hablar de la vulnerabilidad de Dios, no es miserabilismo servil para rebajar a Dios a lo más bajo. No se trata de cualquier blandura o incapacidad. Al contrario. Se trata de un Dios que no es solamente capax Dei, capaz de sí mismo («omnipotente», «impasible», «omnisciente», etc.), sino de un Dios capax hominis. Se trata de un Dios que da y recibe. Un Dios de deseo (Desiderio desideravi, Lc 22, 15, de la misma manera que eso se dice también del hombre: Vir desiderium tu es, Dn 9, 23; ver He 13, 22). Un Dios lejos de toda «petrificación». Dios tiene un corazón y dice san Juan que es más grande que el nuestro (ver 1Jn 3, 20) y que borra toda pena (ver Ap 21, 4). Estamos delante de una trascendencia (ya que Dios sigue siendo Dios), pero una trascendencia «que conoce lo que hay en el corazón del hombre».

«Es porque solo lo material puede ser percibido y conocido que no se sabe nada de la existencia de Dios», decía Karl Marx, en un texto, por otra parte, infinitamente respetuoso y reservado. Lo que él ignoraba (aunque yo creo, sin embargo, que lo presentía; sus páginas sobre Jesús son inmortales) es que Dios se había revelado en la materia. Nos atrevemos con la expresión «cuerpo de Dios», porque sabemos ahora que es así como él se presenta a nosotros. Lo descubrimos (inventus) cuando él se manifestó (habitu) como hombre (ut homo, Fil 2, 7). Un Dios que ha sufrido, un cuerpo que ha sido herido; esto es algo verdaderamente importante, y yo diría: cosa soportable. Soportable en el sentido de que es así solamente que nosotros podemos soportar la idea de un Dios. Un Dios delante del cual no me siento condenado por su grandeza y su perfección sin gracia. Es en las iglesias románicas donde no se tiene miedo a Dios. Esas iglesias todas enteras consagradas a la sola contemplación del cuerpo de Dios. Podríamos asombrarnos de que la comunidad apostólica haya podido reconocer a Dios sobre una cruz, ya que esto parece ser más que una paradoja. Esto no puede ser más que cuando comprendemos el cuerpo como inteligibilidad de Dios. Gracias al cuerpo aprendemos que Dios es Dios y no una divinidad. Delante de un Dios que ha sufrido, aunque solo fuese unaúnica vez, no me siento delante de lo imposible. Y, observando este Dios-ahí, puedo al fin reconocerlo y decir el grito inolvidable de Tomás: «mi Señor y mi Dios». El cuerpo de Dios camino hacia Dios. Así puedo proponer a los otros un Dios creíble.

c. El cuerpo del otro

Hemos dicho más arriba que desde la venida del Verbo en nuestro cuerpo, es en adelante permitido y posible encontrar a Dios en nuestro cuerpo. Pero hemos dicho también que es obligatorio y obligado, si podemos decir (y podemos y debemos decirlo), encontrarlo también en el cuerpo del prójimo. Se trata aquí de una de las más grandiosas invenciones cristianas del cuerpo. Quisiera calificar lo que esta afirmación comporta, como la de una segunda encarnación de Cristo. Se nos ha dicho, ni más ni menos, que «nosotros somos el cuerpo de Cristo» (1Co 12, 27), que «nuestros cuerpos son los miembros de Cristo» (1Co 6, 15; ver Ef 5, 30), que «nosotros somos llamados a la paz de Cristo para formar un solo cuerpo» (Col 3, 15), que «hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1Co 12, 13). San Agustín explicará esto diciendo que formamos el «Cristo total» (alusión quizá a Ef 4, 16: «el cuerpo todo entero»). En el límite: el cuerpo de Cristo verdadero, tal como llega a su propio cumplimiento (ver Ef 4, 12). Como lo dice también san Pablo, hablando de sí mismo, pero evidentemente haciéndolo valer para todos nosotros: «Cristo será exaltado en mi cuerpo» (Fil 1, 20).

Se trata ahí de una verdadera extensión del cuerpo de Cristo al cuerpo del prójimo. Estamos de tal modo habituados a estas expresiones que no nos percatamos lo suficiente de la audacia y las consecuencias.

1. La audacia, ya que san Pablo nos dice aquí que el cuerpo de Cristo no es solamente aquel de Palestina, o de la Eucaristía (volveremos sobre esto) sino que él se identifica también con aquel de todos los hombres. No hay apenas diferencia, más que formal, en hablar del cuerpo propio del Señor y de su cuerpo extendido en aquel del prójimo (como lo fue en mi propio cuerpo). Es lo que se llamará más tarde el «cuerpo místico», término poco feliz, ya parece disolver la afirmación paulina en una referencia etérea, un poco lejana de la realidad que ella quiere explicar; término poco feliz, pero que no tiene la intención de decir menos de lo que san Pablo quiere decir: el cuerpo de Cristo (el cuerpo de Dios) se encuentra también en el cuerpo del prójimo. Se hablará también, a este propósito, del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Esto es auténticamente paulino (ver Ef 1, 23; 5, 23; Col 1, 18 y 24) pero, sin embargo, corre el riesgo de hacer restrictivo el alcance de esta doctrina. En efecto, como la Iglesia es propiamente una convocación (ek-klèsia), ampliamos la expresión, como se ha hecho hoy muy felizmente, a todo hombre; a todo hombre que consienta libremente, por supuesto23.

2. Las consecuencias. Son enormes; serían casi temibles si no fueran también el gran camino que nos lleva a Dios y que cada día está ahí «a nuestro alcance». En adelante, prestar atención al cuerpo del otro es prestar atención al cuerpo de Cristo. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (He 9, 4; ver también v. 5 y He 22, 8 y 26, 15). Pero también: «Lo que hayas hecho (para bien o para mal) al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hiciste» (Mt 25, 40). Al punto que es a este precio que la comunión con el cuerpo de Cristo no será una blasfemia. Cuando Pablo dice a los Corintios que ellos «comen indignamente y sin discernimiento el cuerpo y la sangre del Señor» es porque ellos han transformado la asamblea del Señor en una reunión de separación entre hermanos, donde «hacen afrenta a aquellos que no tienen nada». Al punto que hay que decir que celebrando de esta manera la Cena del Señor, «no es más la comida del Señor lo que ustedes comen» y que «comen y beben su propia condenación, haciéndose así culpables contra el cuerpo y la sangre de Cristo» (ver 1Co 11, 17-34). «Pecando contra sus hermanos es contra Cristo que pecan» (1Co 8, 12). Y todavía: «el que pretende estar en la luz odiando a su hermano, todavía está en las tinieblas» (1Jn 2, 9; ver 2, 11; 3, 15; 4, 20). Esto se encontraba ya en el A.T.: «Delante del que es tu propia carne, no lo eludas» (Is 58, 7). Pero lo que está dicho en el Nuevo es que esta carne es también la del Verbo de Dios. He aquí que el Verbo de Dios se encarna en los otros.

Por supuesto, no teníamos que esperar esta revelación para saber que debemos inclinarnos sobre nuestro prójimo. Aunque podríamos preguntarnos si históricamente habríamos llegado a tanto. Por supuesto que también y sobre todo, no se trata de instrumentalizar el cuerpo del prójimo, como si tuviéramos que usarlo para encontrar a Dios. No: el cuerpo del prójimo está ahí, y encontrándolo en su cuerpo, encuentro a Dios. No es, entonces, como si nuestros gestos no estuvieran dictados más que por la caridad, entendida en el mal sentido de la palabra, en el sentido de que no se tratara más que de acreditarnos los méritos de una buena obra. Inversión sacrílega esta vez. El misterio está en otra parte: decimos a este prójimo, que no lo sabía seguramente, que no lo imaginaba, que su cuerpo es el de Cristo. Verdadera revelación. He aquí que le anunciamos que con nosotros es Cristo quien se inclina hacia él. Señalamos aquí las figuras de la Madre Teresa y de tantos otros. Si estando atentos a nuestro prójimo estamos atentos a Dios, prestando atención a nuestro prójimo prestamos atención a Dios24. Nos convertimos en ministros del cuerpo de Cristo. «¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo honres aquí en la iglesia, con tejidos de seda, mientras le dejas afuera sufrir de frío por falta de prendas de vestir» (san Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de san mateo, 65, 2).

Esta doctrina ampliada del cuerpo de Cristo nos otorga una nueva inteligibilidad del cuerpo, y que puede ser aquella que vaya más lejos. Una inteligibilidad que yo llamaría inteligibilidad práctica, en el sentido como lo entendería, por ejemplo, Kant (lo que no es accesible a la razón teórica, lo es a la razón práctica), si es verdad que este encuentro se cumple en las obras prácticas de la verdadera caridad («el amor de acción», como dijo Teresa de Ávila), esta caridad que, por otra parte, edifica y construye su cuerpo (ver Ef 4, 16). Nueva inteligibilidad del cuerpo, nueva invención del cuerpo, y que es propiamente el hecho de la fe. Ya que es de una fe en el cuerpo de lo que se trata -y estamos de nuevo en el centro de nuestra investigación, aquella de la invención cristiana del cuerpo-. Este discurso de la fe sobre el cuerpo, este discurso de revelación del cuerpo, de un cuerpo inventado por la fe vale tanto -es lo menos que se puede decir- como todos los otros discursos, por otro lado pertinentes, sobre el cuerpo (cuerpo según la medicina, la antropología, la estética, etc.)25. La mirada de la fe puede también, como aquella de la razón, dar inteligibilidad a las cosas y ejercer un verdadero ministerio de invención («La invención cristiana del cuerpo»). Quizás más profundamente, porque se hace con confianza. Y la confianza aclara el secreto de los seres, es reveladora de las cosas. La fe es así, también una razón, una razón práctica, en el mejor sentido de la palabra, donde, una vez más, nos juntamos con Kant. La fe da razón a las cosas. Tal es su ministerio propio, elúnico que ha permitido lo que aquí entrevemos. La razón -y ese no es su rol por otro lado-, no da confianza; ella espera que las cosas sean verificadas. Ella, la fe, no espera. «Ella corre más rápidamente» (ver Jn 20, 4).

d. El cuerpo eucarístico

En esta dialéctica entre el cuerpo de Cristo, mi propio cuerpo y el cuerpo del otro, los sacramentos, y singularmente el de la Eucaristía, juegan evidentemente un rol importante. Se observará que todos los sacramentos, a excepción del de la penitencia, están hechos de gestos que tocan físicamente el cuerpo (aceite, agua, sal, manos, cabeza). No son sólo palabras, o simples profesiones de fe, o símbolos abstractos. Es del cuerpo de lo que se trata. Del bautismo, se dice que hemos sido bautizados en Cristo para ser in-corporados, para formar un solo cuerpo con Él y con los otros (ver 1Co 12, 1230)26. El cuerpo toma parte en el sacramento, como se explicita en el sacramento del matrimonio, donde se dice que se trata sobre todo de un misterio donde el propio cuerpo de Cristo está en causa: «Yo lo declaro: este misterio (del matrimonio) es grande: concierne a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32)27. Se puede decir que el matrimonio tiene algo del gesto eucarístico: aquí está mi cuerpo para ti.

Pero es evidentemente alrededor de la Eucaristía que se juega la más rica dialéctica del cuerpo de Cristo, del nuestro y del cuerpo del prójimo. Una vez más -la cosa amerita atención- es por lo emblemático del cuerpo que Jesús se significa entre nosotros. Cualesquiera sean las interpretaciones de la Cena o de la Eucaristía, es en una referencia de las más explícitas al cuerpo que Dios nos encuentra y que nos pide encontrarlo. Una vez más no es cuestión de hablar simplemente de envío de la gracia de Dios ni solamente de envío del Espíritu Santo. El cuerpo permanece, aún y siempre, bajo una nueva figura, la llave, el cardo de la salvación28.

Por otro lado, la significación de este sacramento está lejos de ser unívoca, como si no hubiera más que una manera de aprehenderlo. Ciertamente, hay lo que podríamos llamar la Eucaristía «personal» de Cristo. En el pan y el vino eucarísticos, en eso que nosotros llamamos la consagración y la comunión, el creyente encuentra a su Señor encarnado. «El pan que yo daré es mi carne (caro mea) dada para que el mundo viva» (Jn 6, 51; ver por otro lado, todo el cap. 6, vv. 22-59). Todo esto está dicho sin equívoco posible. «La copa de bendición que bendecimos, dice san Pablo, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que compartimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1Co 10, 16 y passim). Podríamos hablar aquí de una tercera encarnación. El cuerpo sacramental es, como los otros, una forma real del cuerpo y de la presencia de Dios en su Verbo.

No obstante, nos equivocaríamos si no viéramos más que eso en la teología del cuerpo eucarístico. Más allá de esta presencia personal de Jesús, o más bien implicada en ella, se encuentra afirmada y confesada -en el mismo acto de fe en la «presencia real» («hipostática», personal) de Cristo-29, la presencia real del cuerpo de los otros. «Porque no hay más que un solo pan, nosotros somos todos un solo cuerpo» (1Co 10, 17). Es a menudo difícil, donde se habla del cuerpo de Cristo, saber siempre si se habla de su cuerpo eucarístico personal o del cuerpo también eucarístico del prójimo (volveremos sobre esto). Si la doctrina eucarística une en este punto los dos aspectos de las cosas es que ella ha visto en causa un solo yúnico acontecimiento30. La Eucaristía tiene un in esse (el cuerpo sacramental personal de Cristo), pero es también un in fieri (su continuación, su ampliación al cuerpo de los otros en el momento mismo de la Eucaristía)31. Cuando se leen los pasajes sobre el cuerpo personal de Cristo en la Eucaristía siempre hay que ir también y al mismo tiempo «más allá del versículo», por retomar aún una expresión de Levinas en otro contexto.

Es evidentemente san Agustín quien ha ido lo más lejos en esta concepción ampliada y completa de la Eucaristía. Todos sus lectores saben que es muy difícil a menudo interpretar su manera de presentar el gesto eucarístico. En muchas ocasiones, el «esto (touto, hoc) es mi cuerpo» parece designar el cuerpo que forma la asamblea eucarística. Se puede traducir muy a menudo: «esto es su (vuestro) cuerpo», «he aquí su (vuestro) cuerpo»32. La Eucaristía, a semejanza del bautismo (ver 1Co 12, 12-30), constituye una incorporación en Cristo al mismo tiempo que en la Iglesia. Esto, este pan compartido, es su (vuestro) cuerpo. Ustedes son mi cuerpo. «Llega a ser esto que recibes», dice a menudo san Agustín comentando el gesto del sacerdote en la comunión. El cuerpo del otro llega a ser él también, por la mediación del sacramento, una presencia real del cuerpo del Señor. «Recibe lo que eres»33.

Este estrecho vínculo entre el cuerpo de Cristo y (la preocupación por) el cuerpo del prójimo es, por otro lado, ilustrado de manera fulgurante por la escena del lavatorio de los pies. Se nos dice que san Juan, en el discurso de Jesús durante laúltima cena, «ignora» la cena y la «reemplaza» por el lavatorio de los pies. Al término de esta escena Jesús ordena a sus apóstoles hacer lo mismo los unos hacia los otros. Yo tendería a ver en el Lavatorio de los pies un verdadero sacramento instituido por Jesús pero olvidado por la Iglesia. Esta escena es sin duda la más significativa y la más fuerte posible de que no se puede separar la Eucaristía de la preocupación por los hermanos, ellos también cuerpo de Cristo. Yendo en su ayuda se celebra una verdadera eucaristía34.

Además, y para mostrar que no se trata en todo esto de elevaciones aproximativas, es bienvenido recurrir a la doctrina sacramentaria de santo Tomás, más claramente conceptualizada que la de san Agustín. Tomás de Aquino distingue en todo sacramento (aunque nosotros nos atendremos aquí a la Eucaristía) lo que llamaremos (no es su palabra) tres «momentos». El del sacramentum tantum, la materia que va a servir a la celebración, aquí, el pan y el vino; el del sacramentum et res, la materia convertida en una primera realidad, aquí, el cuerpo eucarístico de Cristo; por fin, el de la res, que es propiamente la finalidad, la realidad (res)última de la celebración, aquello por lo cual se la hace, a saber: el amor de caridad, la unión de los creyentes. Vemos en qué perspectiva dinámica santo Tomás comprende la verdad sacramental, no deteniéndose en esto que llamamos, con una palabra por otra parte infeliz, la transubstanciación (transsubstantiatio). Concepto que a santo Tomás, por otra parte, no le gustaba; él prefería aquel, más dinámico, de conversio35.

Retomemos esta estructura tomasiana reemplazando sus términos por conceptos actuales y para nosotros más elocuentes. Tendríamos la secuencia: signo/significante/significado. El pan (signo) reenvía a un significante (el cuerpo sacramental de Cristo) el cual llama a un significado, la construcción del Reino de Dios en la caridad36. Lo que era puramente simbólico (sacramentum tantum) reviste una simbólica real (sacramentum et res) la cual se cumple y se acaba en la realidad (res) del servicio al cuerpo del prójimo. He aquí por qué el sacramento existe. A su término, cuando el signo y el significante desaparecieron, queda indefinidamente el significado. Una vez más, se comprende lo que Juan sin duda tuvo intención de hacer cuando reemplaza el relato de la institución por el lavatorio de los pies.

Por otro lado, podríamos formular la preciosa sentencia de Tomás de Aquino hablando de metáfora viva (el pan y el vino), de metáfora vivificante (el cuerpo eucarístico) y de metáfora vivida (el compartir con el prójimo). Querría calificar toda esta secuencia de «retórica de doble sentido». Entiendo por esto -tomándolo prestado de la ciencia del lenguaje-, un proceso donde cada uno de los momentos tiene siempre una doble significación37, la suya propia y aquella a la cual reenvía38. ¿No es así como siempre habla y actúa el hombre? Se podría también decir que todo es siempre sacramental, es decir, real en sí y remitiendo al mismo tiempo a otra realidad. Como dice Denis de Rougemont del hombre medieval: «En suóptica, toda cosa significa (al mismo tiempo) otra cosa»39. Esto vale eminentemente para el lenguaje religioso y litúrgico40. Por lo cual no se trataría aquí de invalidar el segundo momento del sacramento, a saber, aquel de la presencia eucarística de Cristo. Ya que ciertamente se podría decir que basta con ir directamente al prójimo. Pero esto sería olvidar que la invención cristiana del cuerpo encuentra su origen en el Prólogo. El cuerpo eucarístico de Cristo restituye este dato fundamental y lo hace presente; a saber, que el Verbo se hace carne para constituir nuestro cuerpo.

e. El cuerpo escatológico

He hablado suficientemente de la resurrección en otra parte41, por lo que no me veo obligado a detenerme más que lo necesario sobre el tema. Tema que, sin embargo, debo evidentemente recordar un momento, aquí donde la cuestión es el cuerpo. El Nuevo Testamento, se trate de Jesús o de nosotros, habla de un cuerpo resucitado. Como hay el cuerpo propio, el cuerpo del prójimo, el cuerpo de Dios y el cuerpo eucarístico, se habla aquí de un cuerpo de resurrección. Es evidente que el discurso sobre la resurrección de los cuerpos sería impensable si nosotros no tuviéramos toda esta teología polisémica del cuerpo. San Pablo, entre otros, lo había intentado en una página célebre (1Co 15, 35-57). Sabemos, por esta polisemia misma, que este cuerpo no es tomado como un cuerpo biológico (no más que el cuerpo eucarístico, el cuerpo eclesial, etc.).

Pero lo que yo querría sugerir aquí es que podría ser interesante intercambiar la expresión «cuerpo resucitado» con la de «cuerpo escatológico». Ya el Nuevo Testamento había recurrido a otras expresiones para designar la resurrección42. Podríamos tener el derecho de usar la misma libertad. Son conocidas las dificultades del término «resurrección» y las derivas o rechazos a que se presta. Ahora que conocemos mejor la polisemia de la palabra «cuerpo» pienso que la expresión «cuerpo escatológico» (para Cristo como para nosotros) podría dar mejor cuenta de la realidad prometida de un cuerpo de resurrección (y ya realizada por Jesús en su propia escatología). Ya que de esto se trata y no de otra cosa. La victoria sobre la muerte (Cruz y Resurrección) no es otra cosa que el advenimiento de un nuevo modo del cuerpo que representa nuestro futuro escatológico. Tenemos un cuerpo capaz de compartir plenamente esta aventura nueva de compartir la vida de Dios, al igual que Jesús con quien, ya lo hemos visto, formamos un solo cuerpo. Por supuesto (como, por otro lado, para la Eucaristía) esta promesa se relaciona con un acto de fe, pero él es sin duda más legible si hablamos de cuerpo escatológico y sobre todo si lo hemos inscrito en una secuencia dinámica, la que hemos visto, donde el advenimiento escatológico aparecería como unaúltima lógica de la invención cristiana del cuerpo.

Reto quizás -pero como los otros- a la razón común. Reto que sin embargo, abre igualmente esto a una lógica posible43. Y que daría cuenta de una antigua convicción o intuición largamente compartida y que está quizás más presente de lo que creemos. Una lógica de infinito, de cumplimiento. Esta plenitud de la que habla Pablo, y que sería objeto de la impaciencia de la creación entera (Rom 8, 18-30). Viejo sueño, que quizás los solos conceptos convertidos en ineficaces no permiten pensar más. La gran manifestación del Reino donde, en Dios, seremos todos uno. ¿Es este un fin miserable?

3. Una teología del cuerpo

La teología está al servicio de la fe. Para darle su legibilidad, su inteligibilidad, esta inteligibilidad que hemos seguido a lo largo de estas páginas a propósito de la fe en el cuerpo. La teología está ahí para manifestar aquello que la fe puede aportar al discurso del hombre. Ella lo hace, a veces, para el uso de los creyentes a los que ella quiere mostrar lo que quiere decir la fe; a veces para los no creyentes, a los que ella desea mostrar que su discurso puede tener lugar entre los discursos humanos. Por un lado, una teología ad intra, por otro una teología ad extra. Es lo que, a propósito del discurso sobre el cuerpo, quiero hacer aquí a modo de conclusión. Primero, e invirtiendo el título de mi exposición: La inversión del cuerpo cristiano (1). Después, retomando nuestro título primero: La invención cristiana del cuerpo (2).

Se ve la diferencia. En el primer acercamiento querría mostrar esto que la teología nos enseña acerca de nosotros, cristianos (el cuerpo para pensar el cristianismo). En la segunda, lo que la teología puede proponer al hombre que se interroga sobre su cuerpo (el cristianismo para pensar el cuerpo). Un discurso de alcance «local», si se puede decir así; un discurso de alcance «universal», si podemos decirlo. Ya no es, pienso, como en el tiempo de Augusto Compte, donde la teología dejaba su lugar a la filosofía, y ella a la ciencia. Sabemos, desde Ricoeur en todo caso, que estos tres movimientos del pensamiento son contemporáneos y que, desde el seno de su autonomía, ellos se interpelan uno al otro.

3.1. La invención del cuerpo cristiano

«Agnosce, o christiane, dignitatem tuam. Reconoce, cristiano, tu dignidad. Tú participas ahora de la naturaleza divina. Recuerda de qué cuerpo eres miembro»: es en estos términos brillantes que san León el Grande saluda la fiesta de la Encarnación (Homilía para la navidad, 1, 3; SC 22 bis, p. 72-74 para el texto latino).

Tenemos todo el derecho de retomar todavía hoy esta exclamación para nuestro propósito. Mi cuerpo ya no está solo. Convertido en cristiano, mi cuerpo se comprende como mío, pero también al mismo tiempo como el de Cristo. «Es Cristo quien vive en mí». «Tú eres mi cuerpo», nos confía Cristo. No sé si entendemos esta palabra en lo más profundo de nosotros mismos. Y si sabemos compartirla entre nosotros, que sabemos también que el cuerpo cristiano es plural, que es en él que el prójimo y yo no realizamos más que un «a la gloria de Dios» (ver 1Co 6, 20). Gloria enim Dei vivens homo, Dios encuentra su gloria en el hombre viviente, decía san Ireneo. Pero también, y por ello mismo, gloria del hombre, gloria que a su vez él encuentra en esta participación de la vida de Dios, vita autem homini visio Dei (Adv. Haer., IV, 20, 7). Gloria que tenemos razón de tener, pero donde nosotros no llegamos suficientemente a medir la inaudita verdad. Yo soy el cuerpo de Cristo. Tú eres el cuerpo de Cristo. Tu cuerpo y el mío son visitados por Dios.

Solo una concepción grandilocuente de Dios así como de sus atributos ampulosos han podido alejarnos de nuestro cuerpo. Es aquí a la vez, por su invención del cuerpo, que hay que frustrar esta grandilocuencia y despedir toda ampulosidad. Y esto dando «simplemente» a Dios un cuerpo; pero dándonos así tener un cuerpo que se encuentra en los bordes del infinito. Esto es sin duda otra cosa que el Ser y la nada. Como el Verbo está al borde del infinito (et erat apud Deum), así nosotros, y esto -paradoja para el pensamiento común- en nuestro cuerpo. Para los griegos, el alma era «el lugar de la participación consciente en la realidad» (Vögelin). Para el cristiano, el cuerpo es el lugar de la participación con Dios. Y participación que no es, a diferencia de la espiritualidad de la huida del mundo, «perturbada» por el prójimo, sino al contrario, confirmada por él. Invención de la fe que es inversión del pensamiento común.

También podemos decir que es de parte a parte a partir de nuestro cuerpo -y finalmente a partir de ninguna otra cosa- que se encuentra y se estructura todo el mensaje y todo el hacer cristianos: su mensaje de salvación, su conocimiento de Dios, su concepción del encuentro entre Dios y el hombre, las relaciones entre los hombres, su vida litúrgica, su ética y su perspectiva escatológica. En resumen, toda la buena nueva. Todo esto se comprende a partir del cuerpo; todo pasa enteramente por él y conduce a él. Hemos hablado mucho, y generalmente en vano, sobre la esencia del cristianismo. Si hay que utilizar lo que este torpe término cubre, diría entonces que el cristianismo encuentra su esencia -prefiero decir: su estructura, su estructuración o su organización-44 en una visión de las cosas que se toma a partir del cuerpo. Finalmente, en el cristianismo todo gira alrededor del cuerpo. Desde el Verbo de san Juan hasta la Eucaristía; desde las curaciones de Jesús hasta el cuerpo que es la Iglesia; desde la creación hasta la resurrección y su escatología. Todas las grandes cuestiones (la doctrina sobre Dios, la salvación, la ética, la caridad, la eternidad misma) encuentran aquí su expresión y sirven para pensar al hombre. El tema de la corporeidad, tal como es interpretado por la Escritura cristiana, podría ser suficiente para constituir la inteligibilidad de todo el mensaje cristiano. El cristianismo sería como un tratado y una práctica del cuerpo. Desde el Nuevo Testamento, no es posible hablar ni de Dios, ni del hombre, ni de moral, ni de la vida eterna, sin hablar cada vez del cuerpo.

Así, todo se piensa y se hace, si se puede decir así, sub ductu corporis, «bajo la conducción del cuerpo»45. Quiero decir con esto que la determinante teológica y antropológica cristiana es el cuerpo (no el alma, por ejemplo). Ya Spinoza, contra la primacía de la conciencia, restablece el poder del cuerpo y muestra que el pensamiento es más vasto que la conciencia que tenemos46. Enorme inversión cristiana, una vez más, que este sub ductu corporis. Para tomar un concepto escolástico, el analogado (analogans) del hombre, es decir, a partir de lo que todo lo demás encuentra su analogía y se comprende, es el cuerpo. Ni a partir del ser (Aristóteles y la analogia entis), ni a partir del alma (Descartes y la inmortalidad del alma) ni, por supuesto, a partir de los espíritus (como son convocados en el chamanismo), ni siquiera a partir del Espíritu (si es entendido a la manera de Hegel), o a partir de la sola racionalidad (aquella de noos-noûs, de la ratio), etc. No, por supuesto, que este cuerpo cristiano no sea un cuerpo dotado de razón, un cuerpo elocuente, un cuerpo inteligente, etc., sino, precisamente, se trata de un cuerpo dotado de razón, de lenguaje, etc., y no de la razón, de la inteligencia en sí mismas, consideradas casi como hipóstasis. El analogado (analogans princeps) es el cuerpo. Es para remarcar que muchos textos patrísticos comienzan por hablar del cuerpo, antes de hablar eventualmente del alma o del espíritu, e incluso cuando se trata de la salvación o de la relación con Dios.

Es arriesgado pero nos parece en perfecta coherencia con lo que hemos aprendido a partir del Prólogo y de sus consecuencias: Dios mismo se comprende a partir del cuerpo. No creemos exagerar hablando así, y esto nos abre evidentemente a perspectivas totalmente nuevas sobre la concepción que podemos tener de Dios. Por fin Dios puede ser legible. Lo que las generaciones anteriores a nosotros han descubierto paradójicamente sobre una Cruz. El cristianismo es, prácticamente, una teología del cuerpo. Y, por este camino, una teología de Dios, una teología del hombre, una teología simplemente. Se podría decir todavía, creo, que es gracias al cuerpo y a una teología toda entera vuelta hacia él, que el cristianismo ha escapado de la ideología, es decir, de un pensamiento desprovisto de toda antropología, de todo espesor humano, puramente cerebral. Es el espesor del cuerpo el que ha podido asegurar, en el más puro seguimiento de Jesús, el futuro y la pertinencia del cristianismo. Este carácter concreto, lejos de abstracciones, le ha permitido estructurarse en la verdad del hombre, de Dios y de su Cristo47. Dios no es el dios de las teodiceas. Es un Dios de misericordia. Un Dios, no una divinidad (exactamente lo contrario de Dios).

Con esta idea de la estructuración del Evangelio alrededor del cuerpo podemos, entonces, hablar más que nunca de una invención cristiana del cuerpo. Y sumando esto: que esta invención permite a su vez otras invenciones. Quiero decir con esto que el cuerpo inventado se convierte a su vez en cuerpo inventante, descubriendo una manera de comprender y de interpretar la realidad. El carácter polisémico de la palabra "cuerpo", entendiendo de muchas maneras el ser cuerpo, confiere a la realidad una corporeidad viva (como Ricoeur habla de metáfora viva). El cuerpo es verdaderamente el punto de partida de la compresión de las cosas, hasta en sus manifestaciones más elevadas. De metáforas en metáforas, el cuerpo se convierte como en la antífona del hombre. Su cantus firmus, como lo habían comprendido los novios del Cantar. Antífona, cantus firmus, al dar al hombre el tener un cuerpo, no bruto y opaco, sino altamente significante. «Somos poca cosa y totalmente inmensos a la vez. Ya que, también aquí, alrededor de estosórganos, hay una hebra de trascendencia que merodea, ¿no?»48. El cuerpo se hace manifestación, revelación, «aparición»49 de esto que tiene de más verídico y de más alto en todas las cosas. Está al borde del infinito. A menos que, simplemente, no exista. No es una tumba (la sôma-sèma de Platón), sino lo que sale de la tumba, lo que no encuentra su lugar en una tumba.

Pero ¿de dónde viene entonces -la cuestión surge evidentemente desde el inicio y no puede ser eludida- que el cristianismo histórico haya gestionado mal este patrimonio que podríamos llamar su patrimonio genético y lo haya casi desestructurado? «¿A quién han hecho parecer a Dios?», pregunta el profeta. Yo agregaría (y quizás no sea sólo relacionar, si recordamos el vínculo que habíamos podido establecer entre Dios y el cuerpo): «¿A quién hemos hecho parecer el cuerpo?». ¿Por qué hemos, no siempre, pero mucho más que lo necesario, despreciado y desfigurado el cuerpo, con gran escándalo de aquellos que nos observan50, cuando se piensa en todo lo que acabamos de ver? Y que nos permitió ver en el cristianismo un inventor del cuerpo. ¿Por qué se ha instalado este resentimiento por el cuerpo? ¿Cómo hemos hecho para hacerle perder tan a menudo su elocuencia que va hasta Dios?

Creo que la razón profunda del desprecio del cuerpo en la cual nos hemos dejado entrañar, viene de un grave malentendido, de un error profundo sobre las condenas paulinas de la carne y del cuerpo. En estos textos, en efecto, san Pablo condena el cuerpo, pero se trata siempre del cuerpo sometido a la corrupción. Pero él jamás considera que el cuerpo sea de suyo, en sí mismo y por sí mismo lugar de corrupción. «No nos sometamos a la corrupción», pide a los corintios (1Co 10, 8). A los Efesios pide no vivir como aquellos que «se sometieron a la corrupción» (Ef 4, 19). Sermonea en su carta a los Romanos a aquellos que han entregado sus miembros «en esclavitud, al servicio de la impureza y de los desórdenes» (Rom 6, 19). Todo este vocabulario de esclavitud en el cual se quiere decir que el cuerpo es dejado a cualquier cosa que le es exterior y extraña. Como dice Pedro: en el pecado «nos volvemos esclavos de aquello que nos domina» (2Pe 2, 19). Lo mismo que hay que «sustraerse a la corrupción» (1, 4) y desear «ser liberado de la servidumbre de la corrupción» (Rom 8, 21), para no «abandonarnos» a las pasiones que nos destruirían (ver 1Tes 4, 5)51.

En suma, esto que llamamos el pecado de la carne consiste en participar en cualquier cosa que no le pertenece propiamente, que no está relacionada a su naturaleza. En el límite, es como si hubiera una hipóstasis anterior al cuerpo e independiente de él, a la cual el cuerpo se entregaría. Es decir, toda la exterioridad del mal, y como no perteneciendo a la naturaleza del hombre, y no vinculada a la presencia de un cuerpo. El cuerpo como tal no es un vestíbulo del pecado. No es cuestión de identificar el cuerpo con la corrupción. Esto que puede haber favorecido la desvalorización, es por lo que efectivamente san Pablo habla de «cuerpo de pecado», de «cuerpo de muerte», de «obras de la carne», etc. Pero hay que entenderlo bien: precisamente, que él habla del cuerpo o de la carne tal como ellas se han dejado llevar por las pasiones malas y que por lo tanto han roto con su destino y su ser verdaderos.

Ya que, para san Pablo, «el cuerpo no está hecho para la corrupción» (1Co 6, 13; ver 18), este cuerpo, al contrario «en el cual sin cesar llevamos las marcas de la muerte de Jesús para que la vida de Jesús sea manifestada en nuestro cuerpo» (2Co 4, 10). En suma, para el cristianismo -y la doctrina del pecado original es a este respecto notable- el pecado no es nunca más que el hecho de ceder a una tentación, suerte de traición del cuerpo, no es un en-sí, y el cuerpo no pertenece, como querrían los gnósticos, a las tinieblas del mal. La tentación es el espejismo de una mentira. «Serán como dioses» (la mayor mentira ya que niega lo que somos), y aquí están nuestros padres que se creyeron obligados a ocultar sus cuerpos milagrosos. Que súbitamente les da vergüenza. El pecado hace mentir al cuerpo, el del hombre, el del Señor, el del prójimo (ver 1Co 11, 29).

Entonces sepodrádecircontodaverdadquelo que sanPablo explica en sus diatribas tal vez numerosas, y algunas veces obsesionadas, no es el menosprecio del cuerpo, sino al contrario la conciencia de su grandeza y de su dignidad, que él ve justamente pisoteadas y negadas por el abandono al pecado. El cuerpo que se deja ir a aquello que lo contradice, no es más un cuerpo significante: aquí está la verdad de san Pablo y la experiencia de los primeros padres. El cuerpo sale de la secuencia de las metáforas vivas (cuerpo de la creación, cuerpo de Cristo, cuerpo de los otros, cuerpo sacramental, cuerpo escatológico). Dejó su suerte y su destino. Dejó el circuito, la red que le daba sentido, perdió la ruta. No es más un camino hacia Dios y hacia el prójimo, es un camino perdido, el camino que «no lleva a ninguna parte». Ya que ¿cuándo sirve al pecado sino cada vez que se encamina, se rebela contra sí mismo, contra su propia bondad? Contra su destino. Ya que es de esto de lo que se trata. No, por lo tanto, de simple moral, ni sobre todo de una moral obsesionada por la sexualidad.

Todos estos malentendidos sobre el cuerpo y sobre el pecado son aún más agravados por una relativa ocultación de otros pasajes de la Escritura, aquellos que conciernen a lo que hemos llamado pecados del espíritu. De hecho, su denuncia es tal vez más vigorosa. «Es del corazón del hombre de donde provienen los pensamientos deshonestos» (Mt 15, 19). Los pecados del corazón preceden a aquellos que hemos llamado pecados de la carne. Es «el corazón insensato (que) se entrega a las tinieblas» (Rom 1, 21). Es del corazón que se dice que se ha endurecido (ver Mt 3, 5; Mt 19, 8), que es insensible (ver Mc 6, 52), que puede ser sin piedad (ver Rom 1, 31) que se cierra viendo al hermano en necesidad (1Jn 3, 17). Y es él el que se debe convertir (ver Lc 1, 17), circuncidar (ver Rom 2, 29). Es verdad, lo hemos visto, que se habla de libertinaje, de mala conducta, de impureza, de adulterio, etc. Pero también es verdad que se habla al menos tanto (¡no lo he calculado!) de la discordia, de la envidia, de la mala riqueza, de la idolatría, de la murmuración, de la división entre hermanos, etc. (¡renuncio a las referencias!). Ciertamente, estas listas también muy numerosas, son tediosas, pero tienen al menos el mérito de ponernos al abrigo de una crispación sobre la sexualidad. ¿Dónde queda entonces el grito de Adán delante de la mujer, el canto de la novia delante del cuerpo de su novio? Es que la moral debería también contribuir a la invención del cuerpo cristiano. Es a la gloria de su cuerpo, más bien, que ella debería elevar su voz, a este cuerpo definido para la gloria de ser la manifestación de nuestro ser y del de Dios.

3.2. La invención cristiana del cuerpo

Esta es, hemos dicho, otra vía de la teología. Aquella donde, sin arrogancia pero sin timidez tampoco, propone a todo hombre, de donde sea y de donde venga, lo suficiente para ayudarlo en la comprensión de sí mismo y de las cosas, aquí en la comprensión de su cuerpo. La voz teológica puede tener su pertinencia, que desborda el intra muros.

a. Esta pertinencia es, en primer lugar, aquella que he llamado a menudo la pertinencia del exceso. Ya que se trata del exceso en todo esto que hemos visto: un Dios que toma carne, el cuerpo del hombre que confina con Dios; el cuerpo del prójimo que se confunde casi con el de Cristo; un cuerpo que decimos que tiene un destino escatológico. Pero, también, es este exceso -este exceso con respecto al pensamiento común-- que permite, aunque no sea más que por un momento, pensar hasta el final la grandeza del cuerpo. Exceso, por otra parte, que seguramente es más que retórico, si es verdad que se toma a partir de este exceso que es Dios y sin el cual no hay Dios. Lo que se nos ha pedido aquí de hacer con nuestro cuerpo, es tratarlo de la misma manera que Dios lo hace. Que Dios exista o no exista importa poco aquí, para el rol ad extra que confiamos a la teología.

Hablaría también aquí de ese fuera-de-texto que constituye el discurso teológico en el seno del texto de los discursos humanos. El fuera-de-texto se propone como aquello que puede ayudar al texto a redactarse por una ilustración añadida, lo que es precisamente la teología, «ciencia de las demasías», como la definió Ernst Jünger. Pero este fuera-de-texto está al mismo tiempo en el texto. Ya que el exceso nunca es demasiado, él anuncia siempre alguna cosa. Un además, una alteridad que arriesgamos olvidar de tener en cuenta si no es anunciada. Nada es demasiado para hablar bien del cuerpo.

b. Ya que precisamente esta pertinencia del discurso teológico encuentra particularmente su sentido y su lugar hoy. En esto que llamaría la restitución o la reconstrucción, la restauración del cuerpo. Sí, el cuerpo es magnificado hoy (el deporte amateur -sólo hay uno que amerita el nombre de deporte-, la libertad de las vestimentas, el cuidado de la salud, etc.), nos lo dice y nos lo muestra en todas partes, y hay ahí una formidable mejora con respecto a los tiempos de absurda ocultación, y sabemos las consecuencias a menudo deplorables. No obstante, no es quejarse el reconocer que el nuevo discurso y la nueva imagen, también y a menudo envilecen el cuerpo.

Creo que este déficit se deriva del hecho -más allá de todas las intenciones publicitarias o de todos los locos sueños de belleza artificial-, del hecho de que el cuerpo está aislado, que no está puesto en relación, y singularmente en relación con un infinito (el que sea). El cuerpo está aislado, por lo tanto deviene extravagante, perdido en su exasperación sin otra finalidad que sí mismo. Ahora bien, el cuerpo no está aislado, está en red. Esta es ciertamente una de las lecciones de nuestra búsqueda sobre la invención cristiana del cuerpo, en esta cuádruple secuencia donde lo hemos visto desplegarse. Un salmo habla de la noche que enseña a la noche siguiente (et nox nocti indicat scientiam, Sal 18, 3); me gustaría decir lo mismo del cuerpo, siempre en acuerdo y recuerdo de los otros52. Los cuerpos que se proponen con tanta frecuencia y de los cuales se toma el modelo son cuerpos asombrosamente solitarios. No significan (signo/significante/significado). Tenemos el derecho de rechazar este cuerpo desligado de todo, este cuerpo obsesionado por sí mismo. De pronunciarnos por un cuerpo que permanece al borde del infinito, del infinito que nunca cierra ninguna cosa sobre sí misma. Un cuerpo que no sea sagrado (idolatría) sino consagrado, entregado (aquí está mi cuerpo para ti). Consagrado a la vida.

Ya que el olvido del cuerpo puede bien ser el olvido y la deserción de la vida. Michel Henry lo ha mostrado notablemente del cuerpo del Verbo encarnado53. Para él, el esfuerzo será comprender por qué el fenómeno originario de la vida fue más y más olvidado en la filosofía idealista. Es por esto que intenta lo que él llama una «fenomenología material», una fenomenología del cuerpo. Pero una fenomenología que sea al mismo tiempo y por lo mismo una fenomenología de la trascendencia, a la cual se había abierto ya la filosofía de Levinas. Michel Henry instituye aquí una verdadera fenomenología de la vida que constituye la manifestación del Verbo hecho carne.

Es que el cuerpo, diría, es precisamente (más que el cerebro, por ejemplo) la vida. Y esta identificación es bien exactamente aquella que formula san Juan en su Prólogo del cual jamás terminamos de sacar todas las riquezas: «En él (el Verbo) estaba la vida, y la vida (es) la luz de los hombres» (Jn 1, 4). El Verbo de vida se ha elegido el cuerpo, y más exactamente nuestro cuerpo, como expresión de sí mismo54. Y sabemos que todo el evangelio joánico será un anuncio de vida. Aquí también no nos pongamos detrás de nuestra gloriosa tradición, que empieza a hablar en pensamiento de hoy, singularmente en la fenomenología.

c. La teología cristiana constituye, en efecto, lo hemos visto, una verdadera manifestación de nuestro ser y del de Dios. Es esto lo que nos permite decir que el cristianismo constituye una verdadera fenomenología teológica del cuerpo y llama, como a su filosofía primera, a la fenomenología más que a una filosofía del ser (escolástica), a una filosofía del Espíritu (Hegel), a una filosofía idealista (Platón) o a una filosofía de la simple representación (positivismo). Todo esto es capital si queremos que el mensaje cristiano sea entendido en las categorías de hoy, y que son, por otro lado, singularmente parecidas.

En teología el pensamiento se toma a partir de Dios. Es lo que hemos aprendido aquí de la lectura del Prólogo, donde se dijo que el Verbo de Dios, y por lo tanto Dios mismo, encuentra su manifestación, su «aparición»55 en la carne que él asume como la suya propia (et Verbum caro Facttum est; in propria venit). Como resultado el mismo Prólogo puede afirmar que así «hemos visto su gloria (et vidimus gloriam eius)», es decir, exactamente su manifestación, tanto en el sentido fenomenológico como en el sentido bíblico (el lenguaje de las teofanías; ver por ejemplo: Is 40, 5 o Ez 38, 23 y Jn 2, 11 o Ti 1, 3). «Entrando en el mundo Cristo ha dicho: "no has querido ofrendas ni sacrificios, en cambio me has formado un cuerpo"» (He 10, 5, retomando la versión griega del Salmo 40, 7). Ya que ese es el verdadero camino que conduce a Dios y no los sacrificios y la «religión». Creo que se puede dar un verdadero sentido fenomenológico al soberbio «Apparuit humanitas salvatoris nostri» (Ti 3, 4), retomado por la liturgia de Navidad: es entonces que se manifestó lo que es la salvación, por este amor por los hombres (humanitas), término que la tradición ha comprendido como el descenso del Verbo en nuestra humanidad. Por esto nosotros entendemos el habitu inventus ut homo (Fil 2, 7) como una verdadera invención fenomenológica del cuerpo de Jesús: el Verbo ha sido descubierto (inventus) gracias al aparecer (habitu) en un cuerpo humano (homo). Es lo que todavía dirá san Juan: «Esto que era desde el comienzo, lo que hemos oído, lo que han visto nuestros ojos, lo que han tocado nuestras manos acerca del Verbo de vida, es lo que les anunciamos» (1Jn 1, 1 y 3).

Si la teología toma así su punto de partida en Dios, es también a partir de ahí que ella se vuelve una fenomenología del hombre. Es verdaderamente en mi cuerpo, en el cuerpo del prójimo que vemos, por quien vemos manifestado, develado, revelado, esto que somos. Y no otra cosa. No más (aunque esto no es falso): cogito ergo sum, sino corpus autem aptasti mihi hemos recibido un cuerpo para que apareciese lo que nosotros somos. Somos así descubiertos (inventi) como hombres (ut homines) por la estructura (habitu) corporal de nuestro ser. El cuerpo siendo evidentemente entendido en todas las dimensiones que le hemos descubierto y que exceden, como en fenomenología, lo que entendemos generalmente y muy restrictivamente como cuerpo. Por la invención cristiana el cuerpo recibe una inteligibilidad que lo libera de toda opacidad. El cuerpo se hace creíble; me atrevería a decir: objeto de fe.

d. A nuestro Dios queremos llamarlo «el Dios de carne». Esto podría y debería transformar la idea y la representación que se hace de Dios. Si lo que hemos visto es exacto, Dios no puede ser más el Dios perdido en los «espacios infinitos» de la cosmoteología. Él está ahí, cerca de mí, en esta carne que compartimos en común. A este Dios-ahí, yo veo bien presentarlo a la reflexión y a la discusión comunes. Un Dios que merecería ser pensado, él también, como sub ductu corporis. Un Dios que sería proximidad. Pero que no dejaría -si no, no es más Dios- de abrirnos y de conducirnos al infinito, como el cuerpo -lo hemos visto- se presenta a sí mismo y por él mismo abertura al infinito, al borde del infinito. Recordemos a Levinas, evocado hace un instante, que hablaba de una alteridad originaria e inasible, pero donde nosotros hacemos la experiencia en el ser-ahíde-la-carne del otro, del otro que podemos también llamar el Otro y, desde el Prólogo, el Verbo de Dios hecho carne.

Me atrevo a llamar así al Dios cristiano, una vez que él busca su nombre entre los otros, el Dios de carne. Toda la dialéctica y toda la secuencia del cuerpo que nosotros hemos hecho lo permite la hermenéutica, ya que estaba previamente ahí. Y el carácter polisémico de la palabra «cuerpo» nos tranquiliza en cuanto a su empleo posible a propósito de Dios. La invención cristiana del cuerpo va hasta allí. Encuentro a Dios en la carne, que comparto con él, libremente, por supuesto, ya que no hay otro encuentro con Dios más que libre y consentido, elegido y deseado. El cuerpo, camino de Dios; el cuerpo, cuerpo de Dios. Así, podemos decir que el medio, que el lugar de Dios, es la vida, y singularmente, esta vida palpitante, conmovida, temblorosa. Y que no tiene nada que ver con el famoso y abstracto élan vital, todo cosmológico, de Bergson.

Aquí, Dios se hace nuestro ministro y este ministerio lo ejerce en la carne (ver Jn 15, 14-15; 13, 4-11; Fil 2, 1-11 y passim). Él no se hace pequeño con todo (¿por qué esa obstinación hoy de rebajar a Dios a lo más bajo? ¡Ah! Los errores de la piedad, de la devoción), hemos visto aquella gloria en la carne, gloria que le viene de lo alto, «del Padre de las luces» (Sant 1, 17) y, por lo tanto el Hijo, en la carne, comparte la gloria (ver 2Co 3, 7-18; Jn 1, 14; 1Pe 1, 21 y passim), gloria que desciende hasta nuestra propia carne (ver 1Co 2, 7; Ef 1, 18; Col 1, 27 y passim).

Podríamos decir que el cristianismo ha inventado verdaderamente a Dios: el Dios de carne. Necesitamos un verdadero Dios, un Dios que sea Dios. Y hemos dicho que un Dios en carne es Dios. Personalmente, no veo otro. Y que nos condujo a toda esta dialéctica de la carne que hemos visto aquí desplegarse a lo largo de la invención de la fe cristiana, toda entera estructurada alrededor del cuerpo. Creemos que este camino no es absurdo o contradictorio, sino leal y creíble.


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1 Como se ha mostrado claramente hoy, Juan toma también la tradición judía del dabar, de la palabra de Dios. Pero, también aquí, hasta el presente era inaudito pensar que esta palabra de Dios pudiera tomar la forma de la carne o de un cuerpo. Además, después de cincuenta años de una historiografía y de una exégesis muy absortas por el trasfondo hebraico del Nuevo Testamento, revive hoy con los rasgos específicamente helenísticos, en particular en san Juan (ver G. Vermes, Enquêtes sur l'identité de Jésus. nouvelles interprétations, trad. Fr. Emmanuelle Billoteau, Paris, Bayard, 2003).
2 La palabra sarx es muy polivalente en el Nuevo Testamento. Distinto de aquello que evoca para nosotros (carne), puede designar el cuerpo humano en tanto que portador del pecado, la palabra sôma (cuerpo) está reservada a los usos más nobles o neutros (cuerpo como designación del hombre, ser corporal. La carne no es más que un elemento de este conjunto-sistema que es el cuerpo). No está del todo excluido que Juan piensa aquí decir que el Verbo ha tomado la carne, en el sentido del cuerpo de pecado, sometido a la ley del pecado y de la muerte, precisamente porque ha querido tomar el cuerpo del hombre tal cual es (devenido). Esto no impide que san Juan pudiera ser entendido en el sentido que nosotros tomamos aquí. Ya que siúnicamente hubiera querido decir que el Verbo ha tomado el cuerpo de pecado, habría podido recurrir a la expresión sôma tès sarkos, como en el vocabulario paulino (ver Col 2, 11; también 1, 22, vocabulario raro, es verdad). En el sentido neutro de carne, como lo entendemos aquí, sin coloración pecaminosa, san Juan lo emplea para designar la carne de Cristo que será dada en alimento, y que no es evidentemente un cuerpo de pecado sino de resurrección. Y los ejemplos son numerosos, en el Nuevo Testamento y en san Juan incluso, donde la palabra sarx (carne) es empleada cándidamente para designar al hombre y a la mujer, antes del pecado (ver Gn 2, 23-24).
3 Por lo demás, en toda la Escritura, las palabras «carne», «cuerpo» y «hombre» son a menudo intercambiables. Aquí, en particular la mayor parte del tiempo no vamos a diferenciar entre cuerpo y carne. Se entiende que la palabra «carne» no designa nunca la «carne muerta» (carne de carnicería, viande en francés, nota del traductor), según las miserables traducciones en las lenguas germánicas. Ella es siempre animada, la que se identifica casi con el cuerpo, pero con insistencia sobre el costado carnal de él. Por otro lado, en la antropología judeo cristiana, es el soplo de Dios (ruah, pseuma, spiritus o anemos, animus) no el alma (nefesh, psychè, anima), el principio de animación, el que hará un cuerpo de hombre. Es esta carne la que toma el Verbo. De ahí también que podamos decir indiferentemente que el Verbo se hizo hombre (ver el homo factus est del Credo), pero hemos perdido algo.
4 Son los demonios los que tienen un cuerpo espeso, dijo Orígenes. Por otra parte se asistirá en los Padres de la Iglesia a una verdadera reevaluación del cuerpo, contra un platonismo excesivo.
5 Nada menos que Justino, por ejemplo, rechazará la idea de que el alma tenga tal afinidad con lo divino que el hombre pudiera captar a Dios solamente con su alma (Diálogo con Trifón, 4). Para Gregorio de Nacianzo, el alma humana no es divina por naturaleza (Oratio super Beatitudines, pG 44, 1280d). Para los Padres, como para el Génesis, el cuerpo no es nunca considerado como una caída o la consecuencia de una falta. La caída no viene sino después, y no es más que aquello que el cuerpo pierde de su claridad original y, dirá la escolástica, natural.
6 Y casi se podría decir para el Espíritu Santo mismo, cuando venga a su vez a habitar entre los hombres y que tome medidas, como lo dice soberbiamente san Ireneo, sobre el camino del Hijo de Dios «para habituarse con él a habitar el género humano, a descansar entre los hombres» (adversus haereses, 3, 17, 1). Resplandece aquí la doctrina trinitaria.
7 Levinas hablará más tarde de la carne que, en su desnudez expuesta, ora (autrement qu'être ou audelà de l'essence, La Haye, Martinus Nijhoff, 1974, 91; traducción castellana: De otro modo de ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca, 1987).
8 Aquí también resplandece la doctrina trinitaria. Es el Verbo solo, insistirán los Padres, del que se dice que se encarnó. Esto que no puede ser dicho del Padre, porque hay que mantener alguna diferencia, puede ser dicho del Verbo. Los Padres no ven simplemente en la encarnación del Verbo un hecho, sino una idoneidad propia. Vale la pena subrayar que cuando ciertos cristianos del siglo IV (los apolinaristas) predicaron que el Verbo no había asumido un alma humana, porque es ella, en el hombre, la que es versátil y está en la raíz de los deseos, repudiaron el alma, no el cuerpo (ver Adolphe Gesché, La christologie du «Commentaire sur les Psaumes» découvert à Toura, Louvain-Gembloux, 1962).
9 El texto completo dice: «kai schèmati heuretheis hôs anthropos, et habitu inventus ut homo». La palabra schèma-habitu es difícil de captar. Podría lo mismo sugerir que no se trata más que de una apariencia, de una vestidura. Pero todo el resto lo contradice. La palabra no sería bien captada si no tomamos la idea de «manifestación», en el sentido pleno como lo entiende la fenomenología: él se ha manifestado como hombre, ha encontrado su manifestación en el cuerpo. El cuerpo, manifestación de Dios. Esto evitaría también la prosaica explicación de la necesidad de un cuerpo para ser visto. Es un descubrimiento (heuretheis, inventus) que hemos hecho encontrando a Dios manifestándose (schèmati, habitu). Y es al mismo tiempo un descubrimiento todo nuevo de la carne: lugar de manifestación de Dios. Es difícil ir más lejos en la invención de la carne. Volveremos a hablar de la fenomenología.
10 «En el fundamento del movimiento por el cual Jesús, lo mismo que nosotros, cumple la verdad de esto que somos y se revela como el Otro divino y filial, hay otro movimiento, una iniciativa impensable para el hombre, por la cual el Otro ha entrado libremente en el devenir, o ha hecho entrar el devenir en él», b. Sesboüé, Jésus-Christ dans la tradition de l'Église, Paris, 1982, 302.
11 No es que en la cristología contemporánea no encontremos fallos de esta lectura joánica. No estoy seguro que esta «cristología de arriba», como se la ha designado, sea verdaderamente inadecuada. Esta cristología tiene el mérito de descartar todo proceso de divinización de Jesús ya que, al contrario, se trata de un movimiento donde es el Verbo que se humaniza, si podemos decirlo así. No se trata de un proceso donde se habría heroicizado o divinizado a Cristo. Por lo demás -nunca se puede decir suficientemente- hay lugar para muchos esquemas cristológicos ya que todos, a condición precisamente de no ser exclusivistas, nos dicen algo. En todo caso lo que nos interesa aquí es el alcance antropológico del Prólogo, su «invención del cuerpo».
12 El soplo (ruah), en la antropología del Génesis, no se identifica con el alma (nefesh). El alma solamente permite al cuerpo el ser viviente, animado; el soplo, que viene del soplo mismo de Dios, permite al cuerpo hacerse un cuerpo de hombre, este, a diferencia de los animales, hecho así a la semejanza de Dios.
13 Ver J. M. Counet, «Béatitudes et visions de Dieu», en A. Gesché - P. Scolas (dir.), sauver le bonheur, Paris, du Cerf, 2003, 68. Sabemos qué dificultad representaba para los escolásticos, igualmente si es a nuestros ojos un falso problema, la concepción del «alma separada», separada del cuerpo.
14 Conviene hoy que el culto de las reliquias no tome el relevo de la superstición sino de la veneración del cuerpo en la religión de la Encarnación.
15 «¡Aquí está la doctrina y la condena de los hombres! Se hicieron bellas figuras de sabiduría: religión personal, devoción, ascesis, son vaciadas de todo valor», Col 2, 22-23). Es notable que esta condena de la religión esté al alcance de gentes que no tienen más que condenas para el cuerpo («no tomar, no comer, no tocar», versículo 21). Es notable que Pablo diga que somos «muertos a la Ley por el cuerpo de Cristo» (Rom 7, 4).
16 M. Henry lo probará adecuadamente, pero es tan exhaustivo en ciertos momentos que fatiga la atención.
17 B. Casper, «La temporalisation de la chair», en Emmanuel Levinas. Positivité et trascendance seguido de: Levinas et la phénomenologie, Paris, PUF, 2000, 180.
18 E. Levinas, Autrement qu'être ou au-delà de l'essence, La Haye, Martinus Nijhoff, 1974, 67, 134.
19 A. Sainte-Marie (ed), Le nuage d'inconnaisance (par un anonyme anglais), Paris, Cerf, 2004 (La nube del no saber. Texto anónimo inglés del siglo XIV (edición bilingüe), Herder, Barcelona, 2000).
20 ¿No es esto lo que presentaba Jean-Paul Sartre cuando confesaba que había deseado un creador y le daban un patrón? Y, si nos está permitido todavía hoy citar a Anatole France (que acabo de encontrar por primera vez) ¿qué pensar de esta confesión de otro gran increyente cuando quería, a través de uno de sus personajes, algo que no es Dios… Como lo llama, pero un Dios «madurado por la inteligencia y la bondad»? (La révolte des anges, citado por citti, en Les dieux ont soif, 19).
21 Es Anouilh que dijo en una de sus piezas, que a la entrada del Paraíso, los justos claman, al ver la multitud: «¡Él salva también a los otros!». ¡Digamos, felizmente sin embargo, que el concilio de Trento está ahí con su doctrina de los méritos para decir que los justos serán también salvados, aunque Anouilh nos dice que, horrorizados, rehúsan entrar al Paraíso!
22 H. Hesse, Éloge de la vieillesse, trad. fr. Alexandra Cade, Paris, Le Livre de Poche, 2003, 114 y 116.
23 Es lo que llamamos el problema de las «fronteras de la Iglesia». La palabra «fronteras» quiere explicar una abertura, no una clausura.
24 El autor hace un juego de palabras: portant atteinte (afectar)/portant attention (prestar atención). En castellano lo conservamos pero pierde un poco su sentido original; «prestar atención» tiene un doble sentido: por un lado significa notar, darse cuenta. Por otro lado significa ayudar, asistir.
25 ¡Esto no impide que en la Encyclopaedia universalis, no encontremos, en la entrada «Cuerpo», más que un desarrollo sobre el «cuerpo matemático»! No hay sólo un cierto cristianismo histórico que falla en reconocer el cuerpo humano.
26 Toda la dialéctica de san Pablo en estos versículos es para mostrar que, tal como nosotros formamos un solo cuerpo en el primer Adán, pero que se perdió, nos convertimos en un solo cuerpo en Cristo, el nuevo Adán. Es otra cosa que derivar su significación a la cuestión del pecado original (salvo para decir que esta ha dislocado la solidaridad del cuerpo que se había hecho en Adán, ver Rom 5, 12 y 14; 1Co 15, 21-22, y que esta solidaridad ha sido restablecida por el bautismo).
27 Ver revue Théologique de Louvain 33 (2002) 285.
28 Y cuando se hable del Espíritu Santo, será muy a menudo en estrecha relación con la Eucaristía. No solamente la Escritura (san Pablo en particular), sino la liturgia de la misa dando testimonio en el momento de la epíclesis. Ya que al Espíritu Santo se le pide que santifique los dones de pan y de vino en cuerpo y sangre de Cristo. Sobre este punto, la liturgia oriental es aún más explícita que la nuestra.
29 Remarcamos el modo discreto con el que el Concilio de Trento habla de realismo eucarístico: presencia real.
30 Hablamos quizás más voluntariamente de acontecimiento que de «realidad» en la medida en que no haya peligro de reificar la Eucaristía. Es toda una dinámica la que está en juego. Notemos también, con franqueza, que no se ve muy bien en qué encontraríamos a Cristo en el hecho mecánico de «comer», de tragar la hostia, si se mantiene una concepción «hiperfísica» o «hiperrealista» de una tal comunión. Es necesario más, para que podamos hablar de hablar de unión salvífica con Cristo. Muchas crisis que siguen a la «primera comunión» o a la «comunión solemne» encuentran aquí una parte de su origen. Recordemos la crisis de los oyentes de Jesús, en el discurso sobre el pan de vida, el cuerpo de Cristo dado en alimento (Jn 6, 52 y 60), discurso interpretado de modo demasiado restrictivo. Por lo demás, es interesante remarcar que, en el mismo discurso donde Jesús viene de decir que su «carne es verdadera comida» (v. 55), dice que «la carne no sirve para nada», sino porque «el Espíritu la vivifica» (v. 63). En el cuerpo eucarístico, es el cuerpo resucitado («vivificado por el Espíritu») el que es un cuerpo real, lo que nosotros recibimos. Añadamos que ciertos relatos medievales sobre la hostia que sangra y ciertas devociones exageradas al cuerpo de Cristo revelan un comportamiento casi patológico. La devoción puede ser uno de los más sutiles enemigos de la fe.
31 Levinas, inspirándose en el tema del Servidor sufriente de Isaías, hace una hermenéutica de la carne, hermenéutica «que se desenvuelve en la temporalidad diacrónica del «por el otro» (y que) se comprende enúltima instancia como la hermenéutica del ser-ahí histórico carnal del eved JHWH, del servidor de Yahvé», b. Casper, «La temporalisation de la chair», 179.
32 Traduciendo al castellano del Río de la Plata, optamos por el «su» que corresponde al ustedes (segunda persona del plural). Sin embargo dejamos el «vuestro», más castizo, para evitar confusiones de sentido (nota del traductor).
33 Ver una homilía africana del siglo VI, para Pentecostés: «celebren, por lo tanto, este día siendo los miembros del cuerpo de Cristo en su unidad. No es en vano lo que celebran, si celebran esto que son» (8, 3; PL 65, 744). En otro contexto, y en un entorno completamente diferente, Ruysbroek: «Contemplamos lo que somos y somos lo que contemplamos», citado por Denis de Rougemont, L'amour et l'Occident).
34 Tal vez se podría reintroducir este gesto como gesto constitutivo y eucarístico en las celebraciones dominicales sin sacerdote. El Lavatorio de los pies debería ser elevado al rango de sacramental y podría ser al rango de sacramento. Hay sacramentos que no suponen necesariamente la presencia de un sacerdote.
35 ¡Es interesante remarcar que el aristotélico que es santo Tomás abandona el concepto nítido de sustancia y prefiere un término mucho más difuso y abierto! Es verdad que Aristóteles detecta muchas categorías en el ser, y por lo tanto no solamente la de ousia (sustancia), sino también la de dynamis.
36 Encontramos en esta secuencia (signo / significante / significado) todo el recorrido de la «significación». Sin olvidar por lo mismo que santo Tomás decía de los sacramentos: significando causant; lo que realizan (causant), es por vía de significación (significando). El signo, el pan y el vino, conteniendo ya una primera señal, es virtualmente alimento (esto será el cuerpo de Cristo dado en alimento) y un compartir (esto será el cuerpo del prójimo). Pero como todo signo, por un acto del lenguaje, hace devenir efectivamente (y no más virtualmente) significante: es la palabra de la consagración, que consagra precisamente el signo en significante del cuerpo de Cristo. Pero no se detiene la dinámica: el cuerpo significante de Cristo significa (señala hacia) unaúltima significación, parte integrante de todo el proceso de significación, a saber, el significado (la construcción del Reino de la caridad) y esta es la verdadera finalidad de la Eucaristía, aquello por lo cual fue instituida, sin lo cual pierde su sentido (esto no significa que los dos primeros momentos no tengan su realidad, su consistencia propia) y podríamos agregar que este significado que es el amor fraterno señala a su vez hacia unúltimo significado, aquel del cuerpo escatológico.
37 Proceso «donde ocurren cosas raras», tomando la expresión de Schopenhauer. Por «cosas raras» (odd en inglés, palabra que para Austin, caracteriza el lenguaje religioso), entiendo precisamente este perpetuo doble sentido en el que nos encontramos.
38 Tanto como podríamos hablar de una retórica de la doble verdad, y que no sería un contrasentido lógico ni una monstruosidad metafísica, sobre la cual desafortunadamente ha tropezado la escolástica.
39 Denis de Rougemont, L'amour et l'Occident, 89.
40 Lo requiere a cada paso, si lo hemos entendido bien, una «mentira», una mentira inventiva de una nueva verdad: esto no es pan; eso no es más el cuerpo eucarístico de Jesús. Es la mentira como acto de verdad (Aragon y su «mentir verdadero», Cocteau y la palabra «mentira», para «explicar la naturaleza de la verdad», de la verdad verdadera, que no es aquella de lo real plano e inmediato).
41 En Dieu pour penser, VI: Le Christ, en el capítulo III (traducción castellana: Dios para pensar, vi: Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 2002). Lamento sin embargo, haberme quedado más de lo que conviene sobre los relatos de la tumba vacía y los de las apariciones. Aunque estos relatos tengan aquí para nosotros este interés de subrayar la importancia del cuerpo. Que se tratara de relatos ingenuos (como el de los pescados asados) o de relatos cincelados, es la presencia del cuerpo lo que ha querido ser subrayado.
42 Ver la obra citada en la nota precedente.
43 Ver mi libro Dieu pour penser. V. La Destinée, capítulo iii (traducción castellana: Dios para pensar, v, El destino, Sígueme, Salamanca, 2001).
44 Podríamos imaginarnos organizar, reorganizar todo el tratado del pensamiento cristiano (¡¿todo el catecismo?!) en capítulos que tomaran su punto de partida en el cuerpo: la creación del cuerpo, el encuentro de Dios a partir del cuerpo, el encuentro de los hombres a partir del cuerpo, la sacramentalidad del cuerpo, la escatología del cuerpo, etc.
45 Tomo la expresión de B. Casper, el fenomenólogo del libro sobre Emmanuel Lévinas. Positivité et trascendance, ya citado supra.
46 Ver G. Deleuze, spinoza. Philosophie pratique, Paris, de Minuit, 2003. Por supuesto, la conciencia no era todavía, en tiempos de Spinoza la conciencia-de, la conciencia intencional de la fenomenología, en la cual el cuerpo juega un rol primario en el orden de la manifestación. Pero podemos decir que Spinoza, el racionalista, anticipa de algún modo el descubrimiento fenomenológico.
47 Al respecto, lamentamos el error causado a la cristología cuando empezamos a recurrir al término «naturaleza»: naturaleza divina y naturaleza humana. Si, mejor, hubiéramos conservado el término «cuerpo», habríamos visto que él vale para el hombre como para el Verbo, y sin duda hubiéramos evitado conflictos terribles.
48 P. Mertens, Les Éblouissements, 1987, 71.
49 Gesché escribe «apparoître». Se trata de una forma arcaica del verbo apparaître, aparecer, hacerse visible, usada sobre todo en contexto religioso: la aparición de unángel, de NSJC (nota del traductor).
50 Reconozcamos, sin embargo, sin malos juicios, que no sólo los cristianos han desfigurado el cuerpo (pensemos en la publicidad). Pero de nuestra parte la cosa es más grave, es casi blasfema, si pensamos todo lo que acabamos de establecer.
51 También es característico que los relatos evangélicos de curación son esencialmente comprendidos como los relatos de curación de cuerpos poseídos por un poder extraño, desposeídos de ellos mismos.
52 Gesché juega con appel y rappel, juego que hemos tratado de conservar en acuerdo y recuerdo (nota del traductor).
53 Ver sus dos obras: C'est moi la Vérité, inmensa defensa de la Vida, e incarnation du Christ, verdadera fenomenología cristiana del cuerpo (traducción al castellano: Yo soy la verdad, Sígueme, Salamanca, 2001; Encarnación, Sígueme, Salamanca, 2001, nota del traductor). Ver también, de él igualmente, La Génealogie de la psychanalyse, 1985.
54 Hay en el antiguo hospital Notre-Dame-à-la-Rose, en Lessines cerca de Tournai (Bélgica), un extraño cuadro del cuerpo de Cristo muerto rodeado de las mujeres. Este cuerpo tiene los atributos de los dos sexos: Cristo lleva barba, pero tiene también senos y unas caderas muy amplias. Más discreto que el admirable Origen del mundo de Courbet, este cuadro recuerda que el origen y el símbolo de la vida se leen sobre el cuerpo de la mujer. Como siempre, el arte dice más que nuestros discursos y los precede.
55 Una vez más Gesché pone aquí el verbo apparoître (nota del traductor).