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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

versão impressa ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.57 no.163 Bogotá jan./jun. 2015

 

González de Cardedal, Olegario. El hombre ante Dios. Razón y testimonio. Salamanca: Sígueme, 2013.

Juan Quelas*

* Licenciado en Teología Dogmática, miembro de la Asociación Latinoamericana de Literatura y Teología (ALALITE) desde 2007 e integrante de la Comisión Directiva en los períodos 2008-2010 y 2014-2016. Investigador en el Seminario Interdisciplinar Permanente Literatura, Estética y Teología (SIPLET), miembro de la Sociedad Argentina de Teología (SAT) y Docente de Teología en la Universidad Católica Argentina. Argentina. Actualmente terminando su tesis doctoral sobre A. Gesché y O. González de Cardedal en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Contacto: jquelas@hotmail.com


«Si las ideas pueden esperar, la acción y la vida no esperan, y en su fragua forjamos nuestro destino. También ante Dios»1.

Este libro nace de un hecho de palabra que se hace hecho real: «Una cultura y una generación se caracterizan por las palabras a las que otorgan primacía y sitúan en primer plano, pero no menos por aquellas que reprimen y remiten al silencio, dejando de pronunciarlas. Con el silencio intentan eliminarlas primero de su conciencia y luego de la realidad»2. El autor asegura que en la historia se ha pasado de un momento de evidencia social de Dios, a un uso trivial de esa palabra, para finalmente desembocar en un olvido. De este hecho (la constatación de que la palabra Dios ha caído en el olvido), nace este libro -porque, a pesar de todo, «hay la palabra Dios»3-, con sus cuatro capítulos: 1) Dios, ¿una pregunta sin respuesta o una respuesta sin pregunta?; 2) El exceso de Dios y nuestro salto al límite; 3) La revelación de Dios y el abismo del amor; 4) Jesucristo: la historia de Dios con el hombre; los sigue en breve epílogo.

Para el autor, los cuatro capítulos son claraboyas desde donde asomarse a ver por dónde alborea la luz, más como adivinanza que se juega la respuesta porque presiente con un pálpito, que como despliegue de una inteligencia que, por rutina, sabe que va a alborear. Se trata de adivinar esa claridad blanca del inicio del día, cuando se difuminan las oscuras nocturnidades y se abre, temblorosa, la luz del amanecer. Esa luz la ven los centinelas, mientras todos duermen; la ven los vigías, que desde sus alturas pueden percibir primero que nadie lo que ocurre a lo lejos; los oteadores, que a fuerza de escrutar el horizonte, pueden decir qué ocurre antes de que acontezca un hecho.

En el título elige nombrar a Dios y al hombre. Y en el medio una preposición. Podría haber sido otra. Al elegir la preposición «ante» para unir esas dos laderas: hombre y Dios, don Olegario decide hacer de ellos dos magnitudes que tienen consistencia propia, que se velan y se revelan uno con la ayuda del otro, que se sostienen y se caen juntos. Ese «ante» podría ser el indicador de uno que está parado delante de quien lo juzga. Pero puede significar también (y lo es en este caso) el indicador de alguien que amorosamente se sabe delante de Alguien. Dos «alguien», dos sujetos que se saben juntos en la misma historia y en la misma aventura.

Los seres espirituales somos naturaleza y libertad, ser y destino, consistencia natural y proyecto personal. Somos desde donde venimos y somos aquello para lo que existimos, ante lo que estamos y ante quien estamos. Esta realidad de presencia elegida se convierte en brújula que guía, fundamento que sostiene y meta que atrae; en una palabra, en nuestro dios. Eso que elegimos, adoramos y servimos, ¿nos puede alumbrar, redimir y dignificar absolutamente? ¿Es un ídolo o es el Dios verdadero? En teoría podemos creer o no creer en un Absoluto; con nuestra práctica todos somos idólatras o adoradores del Dios verdadero4.

El subtítulo pone dos acentos: es un libro donde se dan razones. Y es un libro que parte del testimonio personal. No esperemos una «confesión» al estilo de la célebre de san Agustín o de quienes han seguido ese género literario: nada más alejado del perfil de este teólogo salmantino. Pero sí el testimonio sobrio y viril de alguien que toda su vida ha sido, ha pensado, ha amado y ha rezado ante Dios. Se trata de los decires de un testigo que piensa.

Por eso este libro, su «razón y testimonio».

El método con el que Cardedal escribe el libro es circular: «las ideas vuelven una y otra vez como variaciones diferidas sobre un mismo tema». Nada nuevo en Cardedal: ese modo circular le brota de las entrañas y forma parte de su estilo teológico literario.

En la introducción al libro, Olegario hace una aseveración que tendrá sus consecuencias: «El camino hacia Dios pasa hoy por el prójimo, por la ciudad, por el mundo. Es el camino del buen samaritano, de Jerusalén a Jericó»5 (en otras épocas había pasado por la naturaleza y/o por la conciencia personal). Por eso la pregunta por Dios no puede separarse de la pregunta por el hombre: las dos pasiones vitales y teológicas de González de Cardedal.

En el primer capítulo, «Dios, ¿una pregunta sin respuesta o una respuesta sin pregunta?», se desliga de lo que no hará, dada la amplitud de la propuesta: ni una futurología; ni un análisis de posturas filosóficas o psicológicas; ni un discurso sobre la recuperación funcional de la religión en la sociedad secular (esta última es una idea que espanta al autor: transformar la fe en un servicio meramente funcional a una sociedad o una cultura). Esto será tarea de los sociólogos o filósofos de la religión. Él va a reflexionar sobre el centro y el quicio de la religión, vivida personalmente: Dios. Su punto de partida será «mirar la historia humana para verificar si las preguntas que se han hecho y las respuestas que se han dado sobre Dios están agotadas y carecen de fundamento, porque no encuentran entronque y eco alguno en la conciencia actual, o si por el contrario aún despiertan nuestra conciencia y conmueven nuestra libertad»6. Su opción hermenéutico-filosófico-teológica es que hay hechos y no solo interpretaciones. Desde esta toma de posición (coherente, por otro lado, con toda su obra teológica), avanzará en sus planteos. El capítulo finaliza con unas bellas reflexiones sobre el quehacer del teólogo7. Para el teólogo hay historia y hay fe; y allí hay que pensar y creer. «Su obra será siempre un fragmento, pero cada fragmento verdadero remite al Todo, haciéndolo pensable en un sentido y presente en otro»8.

En el segundo capítulo «El exceso de Dios y nuestro salto al límite», Cardedal toma esta expresión y la articula por primera vez en su obra (al menos con esta palabra tan provocativa): el exceso. Es una categoría con un desarrollo y despliegue enorme en la teología medieval, por ejemplo, como también en la mística -Cardedal cita a san Juan de la Cruz en el exergo del capítulo-, pero que había (casi) desaparecido del lenguaje teológico (Adolphe Gesché es un recuperador de esta categoría con la que articula su serie «Dios para pensar»). Es un trabajo que se agradece, ya que a quien quisiera hacer a Dios funcional hay que recordarle que solo la gratuidad de Dios que se despliega como exceso es capaz de atraer eficaz y verdaderamente al hombre contemporáneo. Esa gratuidad que se dice como exceso, desborde, plenitud. Dios es porque sí, como la rosa de Silesius. El capítulo se aborda con unas bellas paradojas y neologismos (propias, ambas del estilo de Cardedal), y Olegario cita a Juan Ramón Jiménez: «El toque eterno que es todo interno», para continuar precisando (¿es posible «precisar» con paradojas?): «Eternidad que no excluye, sino que incluye el tiempo, e internidad que no excluye la exterioridad, sino que la llena. Superioridad que es acompañamiento y trascendencia que es inmanencia. Lejanía que es cercanía, y revelación que es desvelamiento y, a la vez, velación»9. Es que la paradoja rompe con la distinción a ultranza que termina contraponiendo término, palabras y realidades que pretende distinguir. ¿Acaso podría ser un signo de tiempos nuevos, en esa articulación de teología con historia, que Cardedal señala como trocha para el teólogo? ¿Se podrá articular con sentido una teología que integre verdaderamente las paradojas en su quehacer, aunque eso suponga sostener hasta el límite la tensión de las palabras y de las realidades, y que no solo «tenga razón», sino también corazón, pasión, belleza y amor? «El problema de Dios no es tan solo ni principalmente un problema de razón y argumentos, sino de predilección y de acciones»10. Articulación que se podrá dar desde una desgarrante tensión entre las dos laderas del amor y del dolor: «No hay amor sin dolor y todo dolor se puede convertir en fuente de amor»11. Y esto vale también en teología.

El tercer capítulo «La revelación de Dios y el abismo del amor» podría leerse como una reduplicación del anterior (al fin y al cabo, el autor ya alertó que hay un tema con variaciones). La revelación de Dios se identifica con su exceso, y el salto al límite del hombre se hunde en el abismo del amor. Son dos excesos que se encuentran, el de Dios y el del hombre, en un amor que se articula y se intersignifica: «El exceso de Dios, que en su plenitud a la vez que ilumina y desborda al hombre y a la vez que lo fija en su finitud lo refiere a su propia infinitud, tiene reverberaciones en los distintos órdenes de realidad: cada hombre y cada generación quedan atraídos y fascinados o, por el contrario, rechazados por alguna de ellas»12. Cardedal describe dos modos de entender a Dios: lo que llama una metafísica del Éxodo (que es la que ha prevalecido) y una teología del Sinaí. La primera entiende a Dios desde el ser; la segunda, a partir de su relación con los hombres. De aquí se derivarán comprensiones eclesiológicas y antropológicas con sus respectivas consecuencias. «No en vano, la única definición explícita que en NT da de Dios es que Es amor (cf. 1Jn 4, 7.16; Jn 4, 24). Según esta lógica, el hombre es su imagen cuando refleja en el mundo su amor expansivo y creador. Más aún, esta es la lógica del cristianismo, de la que derivan un estar y un hacer nuevos, pues si “la audacia es la característica de un hombre esperanzado” (Aristóteles), la alegría es la característica de un hombre redimido»13. ¿Tendremos la audacia de pensar el argumento al revés, y atrevernos a decir que si no se vive expansivamente (es decir, con exceso) la fe, se ha dejado de ser imagen de Dios?

No sería un libro de González de Cardedal si no estuviera el cuarto capítulo «Jesucristo: la historia de Dios con el hombre». El ser de Dios se descubre en una historia que Dios mismo ha hecho con el hombre: la Alianza revela el Ser. «Serán la palabra del prójimo y la propia historia las que irán dando contenido concreto a esa divina presencia que nos acompaña desde nuestro mismo nacimiento»14. En este capítulo se van distinguiendo formas de aparición de Dios en la vida humana y, con esto, el acceso de Dios al hombre y el acceso del hombre a Dios; los caminos externos de acceso; nuestras palabras sobre Dios; el perfil de Dios en la concreción cristiana; la singularidad de Jesucristo. Hay un acento en la clarificación de la absolutez con que ha pretendido pensarse un tipo de racionalidad: «La primera tarea es desenmascarar esa pretendida racionalidad científica que absolutiza esa forma de ejercicio de la razón y niega valor a otras ejercitaciones como la ética, la estética y la religiosa»15. Se trata de liberar al hombre del cepo de una razón que Cardedal llama, en estas páginas, calculadora, mensuradora, técnica, positivista, funcional16.

El libro termina de un modo extraño en el estilo de Olegario González de Cardedal: el epílogo es, fundamentalmente, una oración. Quizás como una ejercitación, desde la razón y el testimonio, de ese hombre que se encuentra emplazado ante Dios.

Notas

1 Olegario González de Cardedal, El hombre ante Dios. Razón y testimonio (Salamanca: Sígueme, 2013), 13.

2 Ibíd., 9.

3 Ibíd., 19.

4 Ibíd., 11.

5 Ibíd., 15.

6 Ibíd., 19.

7 Cf. Ibíd., 51-53.

8 Ibíd., 52.

9 Ibíd., 56.

10 Ibíd., 62.

11 Ibíd., 60-61.

12 Ibíd., 81.

13 Ibíd., 101.

14 Ibíd., 103.

15 Ibíd., 103.

16 Ibíd., 120-121.