El texto que presentamos quiere ser la invitación a hacer un viaje, a animarse a una aventura2. Hacer un viaje significa dejar el lugar propio, animarse a lo desconocido, cargarse de esperanzas y salir, animados por una intuición, por un deseo que nos brota de dentro, o una invitación que nos llega de fuera. Hacer un viaje significa poner el cuerpo3, jugarse por una experiencia en primera persona, dejar de vivir de verdades ajenas para animarse a gestar convicciones personales que, arraigadas en lo más profundo del ser, nos transfiguren desde dentro para poder brillar en el mundo con una luz que, entonces, es verdadera porque brota desde las honduras más propias, habiendo sido iluminadas por una verdad que nos encontró en un camino que se recorrió haciendo experiencia. Hacer un viaje supone animarse a una aventura. La palabra «aventura» viene del latín: Ad-ventura, que significa «las cosas que han de llegar». Una aventura supone incertidumbre, dudas, tensión hacia un futuro que se espera pero que no se posee, coraje, pasión, discernimiento y acción. Viajar supone hacer una aventura en carne propia. Y la teología es justamente eso, estudiar teología puede ser una apasionante posibilidad de jugarse la vida haciendo un viaje hacia dentro. Hacia dentro de uno mismo, donde habita el Espíritu. Hacia dentro del mundo, donde se cierne el Espíritu. Hacia dentro del prójimo, donde bulle el Espíritu. Hacia dentro de Dios, donde reside el Espíritu. En ese Espíritu inquieto y amante, proponemos recorrer esta aventura y animarse a hacer un viaje.
El hombre es como un texto que hay que descifrar, escrito con muchas texturas; también con caracteres sagrados (hieros-gliphos): hace falta un descifrador que interprete lo que la textura del texto significa. Adolphe Gesché dice que somos los «Champollions de una escritura del hombre»4. Como este egiptólogo descifró los jeroglíficos a partir de la Piedra Rosseta, así quien interprete al hombre hoy debe leer en él la escritura sagrada que lo ha trazado. ¿Puede y debe la teología hacer un aporte en esta aventura de desciframiento del hombre, leyéndolo desde arriba, desde lo alto, in excelsis?
Proponemos un recorrido a partir de los textos de dos teólogos contemporáneos de renombre: Olegario González de Cardedal y Adolphe Gesché, quienes desde sus teologías significativas y sugerentes pueden ayudarnos a descubrir la pasión por la teología. Esto no impide que ampliemos la mirada a otros autores cuando lo creamos conveniente.
Este texto está dirigido a estudiantes de la carrera teológica, a estudiantes de teología en carreras no teológicas, y a creyentes y no creyentes inquietos y de a pie. Los teólogos tenemos nuestros propios textos para alimentar la esperanza y el coraje de estudiar teología, que a veces no son accesibles a todos, por su erudición, extensión, complejidad, lenguaje o, simplemente, porque no se encuentran a la mano. ¿Puede haber un texto que logre transmitir esa pasión a los que no se dedican a la teología como profesión? Es el deseo que tiene el autor de este artículo.
1. La teología: pasión por el lenguaje
Toda teo-logía supone una articulación del lenguaje, por el cual se da cuenta de aquello que trata: teo-logía significa, en efecto, lenguaje (logos) de Dios (teo). ¿No será esto una desmesura, un atrevimiento absoluto? ¿Cómo hablar de Dios con nuestro lenguaje humano? Para estos menesteres, San Agustín habla de «la indigencia extrema de nuestro lenguaje»5, con razón. Es que ante las realidades supremas de la vida, el lenguaje se detiene, prudente, asombrado, menesteroso. El lenguaje se da cuenta que está ante un santuario supremo, y no se atreve a traspasar la frontera que se le impone. Ante Dios el lenguaje se queda, en principio, mudo. Como ante el dolor. Como ante el amor6. Fronteras de la vida que se erigen como fronteras del lenguaje.
Porque «la trascendencia divina desborda los recursos del vocabulario usual»7. Y, sin embargo, Dios ha querido hacer-se Palabra y decir-se en un lenguaje. Lenguaje de Dios significa no solo lenguaje sobre Dios, sino lenguaje con el que Dios se dice a sí mismo. Y por eso el atrevimiento inicial se ve atemperado por un desborde que el mismo Dios ha querido realizar: decir-se en su realidad divina que se hace lenguaje humano. «El Verbo se hizo carne», asegura con humildad y atrevimiento supremos san Juan en el inicio de su evangelio (cf. Jn 1, 14). Y entonces la carne de nuestro lenguaje puede intentar atreverse a decir aquellas cosas de Dios que el asombro inicial nos impedía. Es que el hombre es un ser de lenguaje:
El hombre -es una banalidad recordarlo- es un «ser de lenguaje», «zoon logon echon» (Aristóteles). El lenguaje no es una simple señal de comunicación: dice nuestro ser, es nuestra humanitas, nuestro ser-hombre en lo que tiene de absolutamente específico. Si en Dios -y como en su lugar propio (Jn 1, 1)- se encuentra la palabra, ¿no nos encontramos entonces al borde de una estremecedora cercanía entre Dios y nosotros? ¿Dios, en su Verbo, siendo «antes que nosotros» lo que nosotros somos después de él, es decir, ser de lenguaje? Si el hombre es el misterio de Dios expresado, ¿no será porque Dios, en su propio misterio íntimo, posee el misterio del hombre? Aquí se encontraría una idea fundamental de la teología cristiana, a saber, que lo que Dios hace o es para nosotros (economía) da testimonio de lo que él es en sí mismo (teología)8.
Por eso la teo-logía es pasión por el lenguaje. Porque solo un lenguaje adecuado podrá dar cuenta de aquello a lo que se refiere. Todos nos damos cuenta cuando un lenguaje es «atrevido», imprudente, invasivo, vacío: cuando se refiere a las realidades, pero diciéndolas desde fuera, como si uno no tuviera nada que ver con aquello que dice. Por eso «nunca (hay que) hablar de Dios de memoria, ni hablar de Él como de un ausente»9. Hay que hablar de Dios como de la persona amada. Como del dolor sufrido. Entonces el arco del lenguaje se amplía a otros horizontes. ¿Cómo decir lo que es inefable? ¿Cómo abarcar con palabras lo que no puede ser dicho? ¿Cómo dar cuenta en el lenguaje de aquello que desborda todo lo que podemos decir y pensar? Aquí los otros lenguajes del hombre lo socorren abriendo el arco de lo posible a nuevos horizontes. Y el hombre ejercita entonces el lenguaje de la música, de la poesía, del arte. La teología se ejercita «más en la inquietante certeza de la esperanza que en la tranquilidad de un conocimiento inocuo»10. También como el dolor. También como el amor.
La teología puede ser una interfaz válida para transmitir la experiencia que ha acontecido al sujeto. Si Dios ha obrado en las entrañas de una persona (y Dios puede venir mediado en una experiencia de dolor, de placer, de amor, de plenitud, de sentido, etc.), esa experiencia, por la misma fuerza intrínseca que arrastra, pide ser «dicha», expresada de algún modo. Ciertamente se me ocurren diversos modos de ex-presión de esa experiencia: un discurso, una obra de arte, una obra musical, un grito, una danza. Son lenguajes distintos, cada uno con su propia lógica interna, pero cada uno a su modo pretende hacer transmisible la experiencia vital que ha acontecido en el interior.
La teología puede ser lenguaje que trans-porte (=meta-fora), si se refiere a una experiencia vital que le dio origen, que guarda en su discurso, a su modo, las huellas de aquello a lo que se refiere. Puede no serlo (como cualquier otra articulación, como la misma música, por ejemplo), pero esa frustración no invalida su posibilidad. No está probado que un silencio vacío sea el único modo de mediar la experiencia. Un silencio preñado (uso a propósito la expresión) vale tanto como un discurso articulado, o una mediación estética. Pero un silencio hueco desmerece la experiencia, tanto como un dogmatismo vacío que solo conserva la rigidez exterior de las palabras como flatus vocis, sin referencia al acontecimiento primordial que le dio origen11.
La teología puede ser un acontecimiento salvador. Y la teología puede ser esto: una interfaz, una mediación entre aquello que ha acontecido como salvación-sentido-plenitud-exceso-don y la «necesidad» de articular eso hacia fuera para que no explote dentro. Evidentemente, tendrá que ver con una «forma» interior propia. A algunos la articulación nos «sale» como teología. A otros les saldrá como música. A otro como danza. A otro como grito. Cada mediación requiere su interpretación, para poder referirla al acontecimiento que la fundó: si no, se quedaría en un análisis hueco de la articulación de su discurso. Algo así como si en vez de dejarnos trans-portar por la música oída, nos detuviéramos solo en analizar las armonías, los intervalos y el ritmo con el que esa música se articula12.
Proponemos analogar el lenguaje de la teología con el lenguaje del amor. Cuando el amante le dice «te amo» a la amada, esa expre sión resulta verdadera y es creída y creíble si, y solo si, porta en su expresión aquella realidad que la hace brotar (el amor). Cuando el amante dice esa palabra por rutina, repetición huera, compromiso superficial, conveniencia o cualquier otra situación parecida, ese mismo «te amo» abre un abismo entre el amante y la amada, porque no lleva nada en sí: no hay puente entre realidad y palabra. Es sonido verbal, pero no palabra. Es dicho verbal, pero no reflejo de la realidad. ¿Cómo se capta la diferencia? Basta preguntar a cualquiera que ama o es amado: se capta más con la sensibilidad que con la inteligencia. Cualquiera se da cuenta cuando un «te amo» dirigido a su persona no es de verdad. Análogamente, ocurre lo mismo con la teología
Integrar los lenguajes artísticos al quehacer de la teología es un gran desafío que nos toca a los que vivimos en nuestro siglo XXI. ¡A ello nos invita la iglesia!13
Desde esta perspectiva del lenguaje teológico, tomamos conciencia de las heridas que el lenguaje lleva en sí: la teología no puede ser un lenguaje acabado, nunca termina de configurarse, no puede quererse definitivo, porque lleva dentro las huellas del Infinito, del Indecible, del Innombrable. Por eso la gloria de la teología es justamente su imposibilidad de cerrarse en un discurso cerrado, pétreo, inexpugnable. Su gloria consiste en su apertura, su capacidad dialogal, su herida en el centro de su decir. ¡Imposible posibilidad de decir al Indecible! Por eso, en sus manifestaciones más sublimes, la teología se acerca a la poesía, que por algo es desde siempre el lenguaje del amor, el lenguaje del dolor, el lenguaje de Dios. Y por eso está lleno de pasión.
2. La teología: pasión por la vida
Una teología que no brota de la experiencia vital de haber sido salvados por un amor incondicional que supera todo lo que podemos pensar, es una teología condenada a la repetición de fórmulas que no transmiten aquello que contienen. Toda teología verdadera arraiga en la vida, en la experiencia creyente, en un acontecimiento que enraíza en lo personal y que por eso puede tener significación universal14. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»15. El inicio del evangelio en la propia existencia empieza por un haber sido tocados en la raíz de la vida, allí donde acontece lo verdadero y que, entonces, empuja desde dentro para articularse hacia fuera, dando sentido. Por eso la teología es pasión por la vida, porque de la vida misma emerge. La vida entera, que se articula como pensamiento, sentimientos, pasión, imaginación, deseo, sentido, fiesta; es decir, la vida que se articula en todo el arco de lo verdaderamente humano, de lo que nos hace ser con gozo en la raíz de lo nuestro. Una vida que se vive no solamente en los niveles básicos del vivir (nacer, crecer, reproducirse, morir) sino en el horizonte máximo de la posibilidad que abre lo humano (soñar, desear, proyectar, amar, celebrar). No está dicho que el hombre sea tal por las funciones que lo asemejan al resto de las criaturas. El hombre es tal en la medida en que se proyecta hacia un futuro deseado, anhelado, intuido y en la medida en que con pasión entrega la propia vida para realizar esa vida que descubre como posible y deseable. Una vida que, entonces, se descubre como un don, un regalo inmerecido aunque anhelado, indebido aunque agradecido, que acontece como exceso, como aquello que me viene como un plus, como algo que quiero y deseo pero que solo no puedo conquistar16. Una vida que se articula como tal cuando uno se abre con humildad y confianza a un don que por pura gratuidad transforma desde dentro.
Ese don recibido provoca una manifestación externa que, no pocas veces, se articula como celebración agradecida y como fiesta. Y desde ese espacio de don y de gratuidad que es la fiesta, la vida se piensa como misión, como tarea, como trabajo que ilumina la historia propia, del prójimo, del mundo entero. La fiesta es un espacio y un tiempo de gracia, de gratuidad, de agradecimiento, de libertad vinculada a los otros y de asombro luminoso. Es una posibilidad de vivir una experiencia trascendente en los mismos pliegues de la historia. Es desplegar el imaginario en las coordenadas vitales y sociales, para que ese imaginario haga posibles nuevos horizontes, nuevos desafíos, nuevas experiencias17. El imaginario y la pasión que se revelan en la fiesta son el humus desde el cual toda transformación es posible, porque desde la utópica realidad de la esperanza, que se revela como oscura luminosidad de la fe, hace posible y deseable un mundo nuevo, unos vínculos nuevos, una historia nueva18. La fiesta es el espacio de reencuentro con el misterio, con la vida que vale más que la muerte, con la significatividad de aquello que desborda la gris cotidianidad y la trasforma en espacio de revelación de lo humano y de aquello más que humano que también nos constituye19. Recuperar la dimensión festiva de la existencia humana, de la vida, es una tarea a la cual la teología podría ayudar, desplegando allí las poderosas alas de la imaginación y la pasión por la vida, desbordando todo aquello que solo se presenta como técnica, eficacia, racionalidad pura y dura, conveniencia y hueca auto-referencialidad. La teología puede ser el espacio de plusvalía de lo humano, porque con su pasión por la vida descubre horizontes insospechados donde lo humano se puede realizar.
El hombre que se descubre a sí mismo en el espacio gratuito de la fiesta, descubre por eso mismo que está llamado a una misión, a ser-en-el-mundo, a vivir con un horizonte de sentido. Una misión que no es imposición externa de normas prefabricadas, sino manifestación exterior de su identidad interior. Es descubrimiento del lugar en el mundo y, por eso mismo, de la misión que se despliega como tarea vivificante. Todo don se articula como tarea, y toda tarea vivida con pasión se manifiesta deudora de un don que le dio origen. La vida misma es don y por eso tarea; quehacer y por eso signo de un plus que le ha advenido inesperadamente y que, adviniendo, lo llama a un destino más alto.
La teología es pasión por la vida, porque se articula a partir de un encuentro vital que nos hace poner el eje de la historia propia en otro lugar, en torno al cual todo comienza a ser visto con otra mirada20.
La vida, aceptada como don y celebrada gozosamente, es espacio de reflexión sobre aquellas preguntas que, formuladas gratuitamente, devuelven el oriente, nos orientan en la aventura del vivir: ¿quién soy?, con el descubrimiento de la identidad; ¿alguien me espera?, con la articulación de la esperanza que aguarda y construye el futuro; ¿cuál es mi misión?, con la aceptación gozosa del propio lugar y el trabajo por hacer del mundo un ámbito más humano. Estas preguntas que acucian personalmente, pero se responden dialogalmente, nos hacen descubrir que la trascendencia del hombre (ese plus del que hablábamos) no tiene que ver con un fundirse en el cosmos, sino en saberse y sentirse hermano de los demás. La trascendencia que da al hombre respiro y resuello es una trascendencia de encuentro, de reciprocidad, de identidad que se descubre en la vincularidad, y por eso dimensión ética de la existencia, preocupación por el destino de mis semejantes, regalo de la propia vida como un don-a-los-demás21.
3. La teología: pasión por el sentido
¿Puede la teología hablar del sentido en una época donde pareciera brillar el sin-sentido existencial, el sin-sentido de la vida política, el sin-sentido de las injusticias sociales, el sin-sentido del destino del mundo? ¿Es lícito proponer un sentido cuando tantas realidades a nuestro alrededor se empecinan en señalarnos que el sin-sentido se impone por sobre todo y sobre todos? Creemos que, justamente por eso, podemos y debemos plantear la cuestión del sentido como la gran cuestión del hombre que se inserta en su época y su cultura. Y desde la teología proponer la cuestión del sentido como un horizonte infinito que se nos ofrece, tensándonos hacia límites insospechados, invitándonos a una aventura apasionante22. Así lo expresa un fenomenólogo de la religión:
Con la palabra «sentido» ponemos nombre a un hecho propio del ser humano y que le otorga su especificidad frente al resto de los seres mundanos. El sentido es el nombre para expresar que el hombre es más de lo que tácticamente es como ser mundano, como ser biológico. El sentido, la cuestión del sentido y el que el hombre pueda, más aún, no tenga más remedio que planteársela, es la señal de que el hombre es, pero no puede contentarse con ser. Porque para ser humanamente requiere, exige y busca ser verdaderamente, ser bueno, ser verdaderamente bueno, ser digno de ser. El sentido es la palabra para ese plus de ser que se anuncia en esa necesidad y se muestra bajo la forma de verdad, belleza y bien, no como realidades al margen del ser y de su ser, sino como rasgos de un ser en plenitud al que no puede dejar de aspirar23.
Es cierto que la cuestión del sentido se puede plantear en otros horizontes: el filosófico; el social; el político; el psicológico; etc. ¿Por qué abordarla también desde la teología? ¿Qué le aporta la teología a esas aproximaciones al sentido? ¿Por qué la teología aborda esta cuestión si otros saberes ya han dicho una palabra con verdad acerca del mismo? La teología aporta, justamente, un horizonte infinito en el cual inscribir y tensar esa pasión por el sentido que late dentro del corazón de todo ser humano24. Para que el sentido no sea una construcción de la propia subjetividad, que se cayera con el sujeto; para que el sentido no sea una proyección de fantasmas internos que se desvaneciera cuando acontece la luz; para que el sentido no sea una cuestión penúltima, sino una cuestión última de la existencia humana. El sentido se revela como el eje en torno al cual hacer girar la propia vida, como el horizonte siempre más lejano hacia el que dirigir los propios pasos, como la hondura siempre más abismal en la cual sumergir las propias búsquedas, como la altura que está siempre más allá y hacia la cual se puedan tensar los trabajos y los días. Un sentido que se revela como un acontecimiento que re-ordena todo lo humano porque lo dispone hacia aquello que en verdad lo plenifica. El sentido de la vida acontece no como un escape a la densidad de la vida que se manifiesta a veces como dolor, angustia y sufrimiento, sino como aquello que refulge cuando se ha tenido la audacia de atravesar por dentro ese dolor, esa angustia y ese sufrimiento, porque se intuye que más adentro de ellos hay una palabra más verdadera. Es un paso que se nos invita a dar, para descubrir en las opacidades de la vida, una luz que, débil, brilla en medio de las tinieblas. La cuestión del sentido humaniza porque nos descubre las ultimidades de la propia vocación humana. El sentido se revela cercano a la experiencia de la Gracia, porque aconteciendo como exceso y como don, desborda infinitamente esos anhelos que bullen en el corazón del hombre y los plenifica dándoles un horizonte nuevo. Quien ha hecho experiencia de la Gracia ha hecho experiencia del sentido; y quien ha encontrado el sentido en su vida ha tenido experiencia de la Gracia, aunque no lo sepa25. Ambas se piden mutuamente, se interfecundan y se intersignifican, porque ambas brotan de un exceso que el hombre anhela pero que no puede construir con su solo esfuerzo. Esto supone una apertura a la novedad, un abrirse a la realidad tal como es, un abandonar esquemas preconcebidos para atreverse a mirar con ojos nuevos lo que acontece. Supone un abandonar lo propio para descubrir lo ajeno, una actitud de entrega para abrirse a lo que se nos da. Así lo asegura un gran teólogo del siglo XX:
Uno de los grandes avances de nuestro siglo ha sido superar el comportamiento dominativo, que la ciencia y la filosofía heredaron del siglo xix, obligando a la realidad a encajar en esquemas preconcebidos. Hemos aprendido a dejar que las cosas se muestren, aparezcan, estén ante nosotros, sean sin más. La fenomenología llevó adelante una lucha tenaz, contra toda actitud kantiana que fuerza las cosas a decirse y darse en las categorías que el sujeto les impone. Un idealismo cerrado al mundo dio paso a un realismo abierto al mundo; a la sospecha frente a los sentidos, por falsificadores y deformadores de la realidad, siguió la confianza ante el mundo visto, oído, tocado, olido, gustado26.
El sentido humaniza porque se inserta en la dinámica de la totalidad de lo humano, no solo en su dimensión cognoscitiva. El sentido integra, re-forma y trans-forma, dotando de configuraciones verdaderas a la vida que se abre a su oferta de gracia.
La teología puede ayudar a encontrar esos lugares donde el sentido refulge, esos acontecimientos existenciales que hacen que el sentido aparezca, esas situaciones vitales donde el sentido se inserta, esas experiencias espirituales donde el sentido se afianza. Descubrir esos lugares es tarea esencial, porque solo quien se sabe destinado no se sentirá confinado, y solo quien se sabe tensado hacia el sentido no se sentirá atado por el sinsentido. La teología, ese «cielo de don»27, ejercitada con alegría y desinterés, con respiro y resuello, puede ser el espacio vital en el cual, sin las presiones de las cuestiones cotidianas, podamos pensar y vivir las cuestiones últimas de la vida encarnadas en el hoy de la historia y metidas en la raíz de la existencia. El senti do se dona a nosotros cuando estamos abiertos a su revelación, a su entrada abrupta e inesperada, sin cálculos previos y sin causa, como una gratuidad pura y limpia, que en la alegre entrega de lo no-debido, brilla sin ocaso iluminando todo a su alrededor. Revelación brusca, in-prevista, in-debida, in-esperada, in-calculable, in-merecida, in -conmensurable, in-abarcable, in-finita... Y, sin embargo, revelación anhelada, soñada, deseada, intuida, vislumbrada...
4. La teología: pasión por el mundo
La teología es pasión por el mundo, porque el mundo es su escenario y su posibilidad, su lugar y su frontera, su plataforma de lanzamiento y su sangre vital.
La teología habla del mundo porque habla de todo: todo el arco de lo real entra dentro de su aspiración y de su pasión, porque todo ha sido hecho por las manos de aquel amor incondicional que tiene el nombre de «Padre».
El mundo que significa el universo entero: todo lo que nos rodea, lo que vemos y lo que no vemos, lo alcanzable y lo inalcanzable, mi lugar, mi país, el mundo entero, el cosmos infinito. Pensar desde la teología estas cuestiones resulta de un interés inaudito: «¿Cuándo miro el cielo, obra de tus manos: ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?», pregunta el salmista, admirado (Sal. 8, 5). Descubrir nuestro lugar en el cosmos es una apasionante aventura. ¿Estamos solos? ¿Merecemos la pena? ¿Hay alguien que nos deletrea?28 ¿Cuál es nuestro lugar en el cosmos?
La teología se despliega como pasión por el mundo, casa de todos, espacio vital, escenario de los trabajos y los días, anfiteatro del amor y la fidelidad, bambalinas de la ingratitud y el sufrimiento. Lugar de encuentros y desencuentros, de amistades y traiciones, de posibilidades y de límites. El mundo es relación con la naturaleza, lugar privilegiado de encuentro y de revelación, lugar de escucha y de asombro. Pasar de una actitud de dominio a una actitud de receptividad y admiración, de respeto y agradecimiento es una cuestión que la teología puede y debe proponer en un mundo de ecología y de re-descubrimiento del mundo como un lugar amigable, aunque a veces sea lugar de tragedias y de cataclismos29. Lugar de realidades y de metáforas, de densidades y de referencias. ¿Cómo no recordar aquella entrañable escena de una admirable película: Il postino? Cuando el poeta en el exilio recibe la correspondencia de manos de un cartero que es un vecino que mira la vida con ojos límpidos, quiere explicarle, trabajosamente, lo que es una metáfora, material con el que el poeta trabaja diariamente. El cartero piensa, hondo, y contemplando el mar que rodea la isla le dice al poeta: «Entonces, esto es una metáfora». ¡Bella compresión para la cual no hacen falta libros ni saberes académicos, sino capacidad de asombro y de contemplación!
Dar un paseo por una alameda conversando mansamente con un amigo, recorrer un campo a traviesa, bucear en los confines del mar, contemplar un amanecer en el océano inmenso, sentir el aire fresco del atardecer sobre el rostro, mirar con asombro cómo el viento hace bailar el trigo en el diciembre de nuestras pampas, descubrir cómo la brisa de otoño provoca una danza asombrada en las hojas casi secas de un sauce, dejarse llevar por el caprichoso vuelo de unos pájaros, levantar la vista ante el asombro de unas montañas que se yerguen, altivas, hacia el cielo, pueden ser tantas experiencias de la trascendencia que se abre en la inmanencia de lo cotidiano. El cosmos, el mundo, es lugar de nuestra morada y, entonces, lugar de la salvación30.
Un cosmos bello. Pero a veces un cosmos hostil. ¿Cómo comprender los cataclismos cósmicos? ¿Cómo integrar en esta mirada los tsunamis, los terremotos, los vendavales, todos con su carga de fealdad y de muerte, de asombro aterrado y de incomprensión vital? El cosmos se revela, entonces, como lugar de búsqueda y como aguijón de la inteligencia, como interrogante y como signo de algo que está más allá y se muestra como irracional.
Es el eterno problema del mal y del sufrimiento, piedra de toque de la teología, ante el cual todo intento de explicación queda corto, por desmesurado. Pero lugar que hay que atravesar también, porque es parte de las dimensiones de lo humano, de las dimensiones de la creación que es tal no solo por la belleza sino también por la fealdad31.
Cosmos donde también habita el otro, el ajeno, el distinto. Cosmos, entonces, que se revela como espacio de integración y de diálogo, de escucha y de receptividad, de humildad y de aceptación. El otro que es distinto de mí tanto como yo soy distinto del otro. Distinciones y lejanías que encuentran espacio en un cosmos que nos acoge a todos, como «Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos, caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 45), porque en la gran casa hay lugar para todos. Pensar el cosmos como casa, hogar, morada, es una fiesta para el pensamiento y para la acción. La teología puede abrir espacios de encuentro para estos diálogos y pensamientos, donde todos pueden decir su palabra, porque se trata del ámbito vital de todos.
En esta gran casa se manifiestan desigualdades, pobrezas, miserias extremas, marginalidades, horrores humanos. Pensar el cosmos y el mundo como casa significa hacerle un lugar a los que han tenido menos fortuna, menos oportunidades. ¿Cómo vivir tranquilos y en paz cuando miles de personas mueren de hambre, de frío, por falta de agua potable, por las guerras, por discriminaciones raciales y religiosas, por falta de medicamentos, por no tener una casa? Pensar en el mundo como la casa de todos nos apremia para crear las condiciones para que de verdad lo sea, no solo en un discurso y en un deseo que se regodea en sí mismo, sino en una esperanza que obra en la dirección de aquello que espera32. Por eso la pasión por el mundo incluye dentro de sí la pasión para erradicar las condiciones injustas de vida, la pasión de mostrar un horizonte común para todos, la pasión por mejorar la existencia de miles de humanos que viven como si no lo fueran33. Asumir la pasión por el mundo significa asumir la pasión por nuestro mundo, nuestro lugar y nuestro entorno, que no es mejor ni peor que cualquier otro, sino el escenario donde nuestra vida se desarrolla y se hace posible y deseable, asumiendo creativa y eficazmente los desafíos que la historia nos pone delante. Es tener el coraje y la capacidad de creer que todo puede cambiar y que yo mismo puedo ser parte de un cambio que a la vez que necesario es gracia y regalo, porque es inmersión en la densidad de la historia, inmersión que hace que la vida resulte un don y una tarea singulares y personales.
La pasión por el cosmos incluye también la posibilidad y la necesidad del diálogo con quienes también se ocupan de él: las ciencias, por ejemplo. La teología despliega sus saberes en diálogo fecundo con otras disciplinas a las que escucha con respeto y cercanía, porque sabe que ningún discurso único puede agotar la complejidad y la trama de lo real. Por eso la teología se sienta a la mesa del diálogo con la física, la ingeniería, la biología, la medicina, las artes, la literatura, la filosofía, la psicología, la sociología, compartiendo la pasión por el lugar que a todos nos da cobijo. Pasión que se articula como diálogo, diálogo que se trabaja en el respeto, respeto que brota de una humildad que el teólogo conoce de sobra, porque esa humildad es el humus donde ha crecido el Dios en el que cree. Diálogo que es posible desde la convicción de que en el desarrollo de la propia profesión y del propio saber se articula la humanidad del hombre, y que allí, en esa humanidad, se puede vivir la vida con sentido. Diálogo que es posible también porque los otros saberes dicen del hombre y del cosmos verdades que pueden descubrir porque miran a ese hombre y a ese cosmos desde laderas distintas, que dan cuenta de la complejidad de lo que nos rodea. En la fecunda tarea de redescubrimiento del mundo con la compleja red que lo teje, los saberes del hombre se reconocen autoimplicados, porque solamente en una compleja red de diversos saberes y lenguajes, de aproximaciones distintas y, a veces, antagónicas de lo real, se puede avanzar en una sabiduría que sea más grande que una mera descripción, más amplia que un conocimiento técnico, más polifacética que unas razones causales, más poliédrica que una única referencia a un principio último. Entretejer los distintos saberes del hombre sobre el mundo es tarea compleja y bella a la vez, urgente y necesaria, respuesta responsable y apasionante aventura que estamos invitados a realizar en la universidad. Quizás volver a hacer una narración conjunta del hombre y su lugar en el mundo en un relato que incluya todas las dimensiones que lo constituyen pueda ser una aventura que conjugue los saberes que quieren dar cuenta y razones del mundo y del cosmos que queremos reencantar. Que la universidad sea un espacio abierto a la gestación de lenguajes narrativos puede ser una puerta abierta a esta conjunción de saberes que buscamos articular.
La teología es pasión por el mundo, porque es pasión por aquel lugar que el Dios Creador pensó desde toda la eternidad como el escenario de nuestra realización y la de nuestros prójimos, compar tiendo el teatro del mundo como lugar de salvación34.
5. La teología: pasión por el hombre
El camino nos ha llevado hasta las puertas del hombre, porque «es de nosotros de lo que se trata»35. El lenguaje, la vida, el sentido, el mundo, encuentran su clave de aplicación en el hombre, en mí. Un hombre que es pensado desde arriba, desde sus posibilidades y no solo desde su ser fáctico, que lo encierra en una chatura sin trascendencia, que lo petrifica en una dureza malsana o que lo coagula en un estancamiento mortal. Un hombre que, abierto a un plus, se descubre como una conquista a la vez que como un don, como un trabajo a realizar a la vez que una recepción que agradecer. Hay en el hombre un plus que lo habita, un deseo de infinito que lo llama, un abismo de plenitud que lo invita. La teología es pasión por un hombre que se piensa desde el mayor horizonte posible, aquel que tensa la vida hacia aquello que el hombre desea ser, aunque no pueda lograrlo por sí mismo. Un hombre pensado desde una antropología de destino, y no solo un hombre descripto en su facticidad pura y dura. Es ese descubrimiento de un plus el que otorga el aire para vivir con sosiego, el agua para refrescarse de las fatigas cotidianas, la tierra donde enraizar las propias pasiones, el cielo hacia el cual estirar las ramas y los frutos de los días. ¿Es el hombre un manojo de instintos? ¿Es el hombre una pasión inútil? ¿Es el hombre el lobo del hombre? ¿Es el hombre un animal que nace, crece, se reproduce y muere? ¿Es el hombre una broma trágica? ¿O es el hombre un ser de eternidad que se realiza en la historia porque asumiendo un anhelo que le troquela los días se entrega con pasión para encontrar el sentido que lo habita y de ese modo hacer de su existencia una bella-aventura jugando y danzando en el escenario del mundo delante de unos ojos que, enternecidos de amor entrañable, le revelan su destino y su hondura?
La teología nos muestra a un hombre herido y fuerte, amante y pensante, ser de deseos y de límites, de aguante y de entrega, de tierra y de cielo. Un hombre que integra dimensiones que a primera vista parecen contrapuestas pero que, vistas desde un punto más alto, se revelan como admirables posibilidades de realización. Un hombre que sabe, y por eso indaga en los misterios que lo rodean, porque en saber se le va la vida. Un hombre que siente, y por eso se sumerge en el amor dado y recibido, porque experimenta que en amar y ser amado se le va la vida. Un hombre que desea, y por eso vive inquieto, tensado, porque anhela ser más de lo que en ese momento puede. Un hombre que imagina, y por eso inventa mundos imaginables, se sumerge en los imaginarios del sentido, porque sospecha que esas ficciones que crea le dicen tanto o más que la historia en su facticidad y las crónicas en su fría enumeración. Un hombre que se experimenta libre, y por eso escapa de todos los cepos que cualquier idolatría o ideología le imponen, porque anhela descubrir las alas de una libertad que, lejos de encerrarlo en una vulgar autonomía disecante36, lo invita a vivir la propia vida como un regalo, atándose libremente a los otros hombres por amor. Ese hombre complejo, polifacético, poliédrico, caleidoscópico, es el que la teología descubre, porque mira a ese hombre desde una ladera distante y cercana, abismal y celestial, integrando las dimensiones complejas en un todo que se revela como más real, más verdadero, que le hace justicia.
Ese descubrimiento de la propia humanidad hace posible descubrir la humanidad del prójimo. Y descubrir la humanidad del prójimo nos hace redescubrir la propia humanidad. Divino círculo de interpretación, que lejos de clausurarnos en un repetitivo pleonasmo o en una espiral sin luz, nos abre a lo más verdadero de nos-otros mismos y de los-otros mismos. Un descubrimiento que revela también las opacidades de la propia vida y de la vida de los demás, opacidades que también construyen la complejidad de nuestra identidad. Dios creó la luz y también las tinieblas (cf. Gen 1). Esas zonas oscuras de la existencia persisten como preguntas sin respuesta, como deseos no realizados, como anhelos no cumplidos, como amores no correspondidos, como injusticias no reparadas. Aprender a integrar las propias zonas de oscuridad y las penumbras de los demás es sabiduría de la vida, aceptación de los límites, posibilidad de felicidad y camino de eternidad. La teología, ciencia del hombre, experta en humanidad, nos enseña a no clausurar al hombre en ninguna estrechez, sino a abrirlo al horizonte de máxima en el cual fue pensado, soñado, deseado, buscado.
La teología, en fin, pone al hombre en el borde de la locura, una locura que invierte los tópicos que reducen al hombre a una chatura inaceptable, y lo ubican en una dimensión más verdadera, más bella, más buena37. «El hombre supera infinitamente al propio hombre», asegura Pascal38.
En esta pasión por el hombre, la teología cristiana se interesa también por otras teologías, por otros discursos que, desde otras laderas, quieren también descubrir al hombre horizontes de sentido. Por eso la teología desea un profundo diálogo con las otras confesiones cristianas, con otras religiones no cristianas y aún con aquellos que optan por la no creencia en algo trascendente. En el concierto sinfónico de la verdad, ningún instrumento puede sonar solo, sino que en la afinación de su propio instrumento cada discurso religioso quiere hacer oír su voz integrando a las restantes para que la audición merezca la pena. Sinfonía que no significa disolver la propia especificidad en un todo homogéneo donde nadie es nadie, sino que pretende integrar los diversos matices de la verdad en la inmensa sinfonía de las búsquedas que el hombre ha ensayado durante los milenios de su existencia. ¿Cómo no escuchar las milenarias búsquedas que el hombre en el espesor de la historia y aún en su pre-historia, y a lo ancho de todo el mundo, ha ejercitado porque se sabe venido de otra tierra, habitado por algo que lo desborda, llamado por un secreto deseo que lo impulsa, destinado a una patria que anhela aunque no conozca?39.
Desde nuestra fe cristiana queremos tender puentes que unan orillas separadas. Y eso desde una convicción antropológica y no solo religiosa. Esta intuición nos pone a las puertas de la otra gran pasión de la teología.
6. La teología: pasión por el Dios de Jesucristo
Si la teología es discurso de Dios, habrá que preguntarse, en fin, lo siguiente: ¿En qué Dios creemos? Porque de eso dependerá la validez de la teología que hagamos. Si creemos en un Dios extraño y ajeno al hombre, la teología que pensemos será de ese talante. Si creemos en un Dios apático y desentrañado, así serán nuestras palabras sobre Dios. Si creemos en un Dios justiciero, celoso de sus prerrogativas, nuestros decires serán de ese tenor. Si creemos en un Dios que se apasiona y padece por el hombre, entonces nuestras palabras habrán de ser transfiguradas por esa pasión de Dios40. Creemos en «un Dios que es pasión por el hombre»41. La teología es pasión por un Dios que es pasión por el hombre. Y esa pasión se escribe con la vida, las palabras, la acción y la pasión de Jesucristo, Dios-con-nosotros, Dios-hecho-hombre, hijo de Dios y de una mujer de nuestra raza, en cuya sangre se une todo lo nuestro y todo lo de Dios, y cuya carne es toda nuestra y toda de Dios. Un Dios que no considera su ser como una propiedad inexpugnable, sino como un don desde el cual darse por amor al amado42. Un Dios que a veces parece jugar a las escondidas con el hombre, porque le gusta ser descubierto en los escondites de la existencia43. Un Dios que quiere habitar en la tierra, aunque su morada también sea el cielo44. Un Dios al que se le estremecen las entrañas cuando comparte la vida con el hombre, su criatura predilecta.
Descubrir el rostro de Dios es la aventura de todo creyente45. Es un deseo que, de diversos modos, se inscribe en el fondo de toda persona. Ese deseo se articula como pasión en Moisés, quien ve el rostro de Dios (cf. Ex 34, 29-35), aunque no del todo, porque nadie puede agotar el misterio condensado en el Rostro (cf. Ex 33, 18-23). Rostro que se expresa en una mirada («míranos con amor de Padre», dice la oración colecta de la Misa del v domingo de Pascua), mirada que, lejos de coagular el rostro de quien es mirado, lo funda en una existencia nueva. Mirada de padre que se hace mirada de madre, enternecida con su hijo a quien da de mamar46. Mirada que lejos de petrificar a quien contempla, lo articula en nuevas dimensiones de su ser (cf. la conmovedora e inagotable parábola del Hijo pródigo, Lc 15, 11-32: «el padre lo vio y se conmovió», y así le dio una vida nueva).
Rostro del Padre que se dibuja con los rasgos de Jesús de Nazaret («quien me ve a mí, ve al Padre», dice Jesús en Jn 14, 9). Y entonces, rostro de Jesús que toma los rasgos de un pueblo concreto, rostro de judío universal, rostro de hermano que se preocupa y se ocupa de sus hermanos (así ocurre en la bella parábola del Buen Samaritano: cf. Lc 10, 29-37). Rostro de Jesús que cura, sana, salva, libera, acompaña, se enternece, se enoja frente a las injusticias y la opresión, se juega la vida por aquellos que ama. Rostro de Jesús que nos invita a la extraordinaria bella-aventura de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12), sus ocho locuras, porque ha entrevisto en su propia existencia un horizonte de máxima que no puede guardarse para sí mismo sino que tiene que compartir y proponer a sus amigos. Rostro de Jesús que exige con la exigencia del amor, porque sabe que el amor es cosa seria y que quien ama va hasta el fondo de las posibilidades, exigiendo -porque ama- que la vida se juegue y se entregue por aquello que de verdad vale la pena (cf. Lc 6, 24-26)47.
Rostro de Cristo, en fin, que se hace rostro del hermano, porque «el hombre es el rostro humano de Dios»48. Por eso toda experiencia del amor es descubrimiento de un rostro que nos remite más allá de sí mismo, porque ese rostro se revela entonces como transparencia de un plus que lo habita y lo hace ser:
El hombre no osa mirar sin temblar un rostro, pues este está ahí antes que nada para ser mirado por Dios. Mirar un rostro humano es como querer controlar a Dios (...). Únicamente en la atmósfera del amor puede un semblante humano conservarse tal como Dios lo creó, como su imagen. Si no está rodeado de amor, el rostro humano se coagula y el hombre que lo observa tiene entonces ante sí, en lugar del verdadero rostro, su materia solamente, lo que está sin vida, y todo lo que él enuncia a propósito de ese rostro es falso49.
Rostro que revela su verdad en la atmósfera del amor, porque solo quien ama descubre la verdad del otro, pudiendo bucearlo en los abismos más profundos porque quien es mirado se sabe recogido en un espacio que se revela, entonces, como sagrado, como lugar de epifanías.
Rostro humano, rostro de Cristo, rostro de Dios. Porque Dios se ha hecho, en Cristo, hombre. Ese divino intercambio que nos funda en el ser, brota del amor de un Dios al que no poseemos como una presa sino que nos «posee» como un amante. Un Dios que ha querido hacer brotar la vida de la locura de la cruz50, porque solo quien da la vida puede recuperarla para siempre, viviendo desde dentro la experiencia de una pascua que nos enraíza en la verdad más honda del hombre, porque es la verdad más honda de Dios. De ese Dios del cielo que, por serlo, se entraña en el centro de mi ser, buscándome por fuera porque me cautiva por dentro, y seduciéndome desde dentro porque me llama desde fuera51. Porque Dios no es el extraño de mi ser sino el que se entraña en mi existencia para darle vida. Dios es el que se adentra en la muerte para vencerla desde dentro, fundando de este modo una Vida que se desborda en los infinitos espacios de la resurrección. Dios es el que penetrando el mundo desde su ápice, lo hace espacio de encuentro, de don, de gracia y de plenitud. Dios, en Cristo, es lo más alto porque es lo más bajo, lo más hondo porque es lo más elevado, lo más humano porque es lo más divino. Dios es siempre más grande, porque siempre es más pequeño. La teología es pasión de un Dios que se apasiona de amor por el hombre, su amado52.
7. La teología: pasión por la verdad
«Yo soy la Verdad» (Jn 14,6). Esta pretensión soberana de Jesucristo nos pone tras las huellas de fondo que nos conducirán en este apartado: la teología es pasión por una verdad encarnada cuya figura es un Alguien al que llamamos Jesucristo.
En nuestro occidente contemporáneo ha prevalecido por diversas causas una concepción de verdad que no coincide con la percepción de los autores bíblicos sino que ha quedado más ligada a la filosofía griega. En efecto, verdad, para los occidentales contemporáneos, significa adecuación con la cosa significada por las afirmaciones o, sin más, la lógica de la proposición misma. Desde esta concepción verdad se ha desplazado hacia lo exacto o lo verificable.
Para apasionarnos por la verdad y poder padecer por ella volvamos los ojos hacia el significado que las Sagradas Escrituras nos transmiten. En el Nuevo Testamento el grupo de palabras que derivan de verdad aparecen 183 veces: la cantidad nos da una pista de su importancia para los escritores sagrados. La verdad es una Persona, un Alguien que tiene rostro, nombre, historia y destino. Se trata de Jesucristo que se manifiesta históricamente a un pueblo y a la humanidad entera. Él, la Verdad en carne, invita a conocer la verdad (Jn 8, 31) y a hacer la verdad (Jn 3, 21; 1Jn 1, 6).
En primer lugar, conocer la verdad significa tener una experiencia de la verdad en carne propia, ya que el verbo conocer en el Nuevo Testamento significa tener experiencia personal y carnal de aquello que se conoce: designa una relación donde el que conoce y lo conocido conviven y yacen en el mismo espacio de vincularidad. Solo conoce quien se ha atrevido a hacer la experiencia de aquello o de aquel a quien quiere conocer. Conocer la verdad significa, entonces, haberla experimentado en la propia carne. Resulta significativo que en Jn 1, 17 se diga: «El amor y la verdad se hicieron realidad en Jesucristo». Amor y verdad son dos realidades físicas, no ideales en el sentido platónico, por ejemplo. El verbo que usa el evangelio para decir se hicieron es el mismo que antes había usado para decir que «el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). Significativa recurrencia que marca claramente la historicidad, densidad y corporalidad de la verdad y del amor.
En segundo lugar, hacer la verdad significa que esa verdad que se ha experimentado pide por su lógica y dinamismo interno, ser hecha (el verbo que usa el evangelista es póiesis, que en griego emparienta con poesía, un quehacer artístico). La verdad puede ser hecha solamente por quienes la han conocido, aunque ese hacer no es desde la nada (como hace Dios) sino desde la carne, desde la creación (como hace el poeta). Por eso quien hace la verdad está dando testimonio de ella, testimonio que involucra la vida aun cuando esta pueda correr riesgos (en griego se dice martyrion). Conocer y hacer la verdad son dos caras de la misma moneda: la de aquel que ha sido sorprendido por un acontecer personal que le ha revelado una dimensión nueva de la existencia y lo ha puesto en camino de un descubrimiento que le ha troquelado la propia vida en una dimensión insospechada53.
Verdad en griego se dice aletehia que, etimológicamente, significa quitar el velo que cubre, des-cubrir lo oculto. La verdad se abre y se revela a quien no se cierra a ella. Designa, ante todo, a Dios como acontecer en la historia. Las dimensiones de tiempo e historia en el ámbito de la verdad en el Nuevo Testamento son decisivas: no se trata de abstracciones del pensamiento sino de descubrir a un Dios que se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Esta dimensión histórica implica una relación viva y dinámica con quien es la Verdad encarnada: es en el vínculo con esta Persona donde acontece con significatividad y efectividad esa Verdad que libera. Solo quien conoce la Verdad es libre, y solo es libre quien conoce la Verdad hecha carne. Por eso Verdad y Libertad se coimplican y coextienden. La verdad es el descubrimiento de la realidad divina en un acontecimiento histórico que tiene nombre personal: Jesucristo, el Señor de la Historia: «El hombre aparece humano cuando se asombra y se estremece»54.
Decir que la teología es pasión por la verdad significa, entre otras cosas, afirmar que la teología tiene en su centro a un Alguien, no a unas proposiciones abstractas; a un Rostro, no a una afirmación aséptica; a una Persona, no a unas verificaciones con criterios externos a los del vínculo que supone las realidades personales: «solo en la relación somos reales»55. Verdad de Dios, verdad de Cristo, verdad del Espíritu, verdad del Evangelio: son expresiones del Nuevo Testamento que nos ponen en la dinámica trinitaria, cristológica, pneumatológica y eclesial de la Verdad como libertad para el hombre que se deja encontrar por ella56. La verdad es sinfónica, es decir, suena con acordes conjuntos57. La teología debe decir la verdad, debe ser verdadera: no puede ser mentirosa, no puede ser no fiable. Esta dimensión cognoscitiva de la teología no puede ser dejada de lado, so pena de deslizarse hacia los lodos del delirio, la fantasía o las opiniones. Pero ante todo la teología debe ser pasión por la verdad porque refleja en su quehacer una figura que la excede: la de Aquel por quien es, se mueve y existe (cf. He 17, 28).
La teología: una aventura apasionante
«Hacer teología es una manera de pensar la vida» dice, con razón, un teólogo del siglo xx58. Se trata, en esta aventura a la que invitamos, de la vida, y no solo de la teología. La vida se piensa en serio cuando se está dispuesto a ponerse en juego y quien se pone en juego está dispuesto a «poner el cuerpo»59. Quien pone el cuerpo padece, porque ha decidido vivir en una pasión que lo funda. La teología es saber existencial, saber con sabor, porque solo sabe el que ha gustado aquello que dice saber. La teología es saber de la experiencia, de aquello que se ha vivido desde dentro, allí donde la vida se hace sentido. Estudiar teología puede ser, por esto, una apasionante aventura. Depende de cada uno, en gran medida, como casi todas las grandes cosas de la vida. Y como todo lo que vale la pena, supone la decisión de salir a la intemperie, de animarse a lo desconocido, de dejar las certezas inconmovibles para atreverse a encarar otro horizonte, de vivir en la reciprocidad de los vínculos que se nos ofrecen como don y que por eso fundan el amor. Una aventura que consiste en un ponerse en camino, caminar con los otros, dirigir los pasos hacia un horizonte que nos sale al encuentro, mientras se sostienen aquellas preguntas que, motivándonos, nos alientan a avanzar confiados en lo que se espera. Propongo, para terminar, leer y gustar este relato de una gran aventura, la de ellos, la mía, la nuestra, la de todos:
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras les explicó lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan (Lc 24, 13-35).
¡Buena y bella aventura!