Introducción
Un día llegó una señora, ingeniera de sistemas, en una Toyota muy bonita. Parecía de estrato seis. Cuando la vi, me pregunté: «¿Será que ella ya sabe?». La hice pasar. Ella venía con el esposo. Le dije: «Siéntese: ¿Cuál es su nombre?» «Pilar», me respondió. Nos pusimos a hablar. Le pregunté: «¿Sabe a qué viene?». Dijo: «Sí. A que me diga cómo salieron mis exámenes». «¿Qué exámenes se hizo?», repliqué. Entonces, ella me respondió: «A mí me hicieron primero un Elisa y ahorita un Western Blot y quiero saber qué pasó». Le respondí que habían salido positivos. Luego le pregunté qué sabía del tema, pero ella estaba totalmente bloqueada. Me dijo: «Pero si yo solo tengo relaciones con mi esposo. ¿Qué va a decir él de mí? ¡Dios mío! Eso fue cuando me hicieron una transfusión hace no sé cuántos años y yo de ahí en adelante...». Esa señora estaba totalmente bloqueada y solo pensaba qué le iba a decir el esposo. Mientras tanto el esposo estaba en la sala de espera. Entonces le dije: «Primero, cálmese. Yo sé que es difícil recibir este baldado de agua fría y qué pena ser yo la portadora de esta noticia. Usted está infectada con el virus y las vías de trasmisión son tales y tales. Por vía vertical (de madre a hijo), no pudo ser porque usted es una persona adulta. Entonces, fue por vía sanguínea o por contacto sexual». Ella dice: «¿Por relaciones sexuales? Yo le juro que yo estoy solo con mi esposo». Entonces le pregunté: «¿Utiliza preservativo?». Ella respondió: «Pero, para qué si es mi esposo». Le dije: «Pero, usted ¿cómo sabe si él no tuvo por ahí una noche de copas, una noche loca? -y no lo estoy acusando- o de pronto, pues no sé...». Entonces, dijo: «No creo. Ahora, cómo le voy a decir a él, cómo le voy a decir a mis hijos». Le pregunté: «¿Cuántos años tienen sus hijos?». «Mi hija está terminando medicina y tiene 21 años. Mi hijo tiene 19 años». Yo le dije: «Ellos ya son grandes y eso es una decisión suya. Si quiere les puede decir o no». Entonces, ella dice: «Pero, a mi esposo me toca decirle porque está afuera, en la sala». Llamamos al esposo y cuando él entra, venía totalmente pálido. Yo creo que él ya sabía. sí. Se sentó ahí y me dijo: «Entonces, ¿qué tiene ella?». Yo le dije: «¿Usted sabe qué examen se hizo?» Dijo: «Sí. Es que ella ha venido muy enferma desde hace no sé cuánto tiempo porque se hizo una trasfusión. eso es». Y le dije: «Ella salió positiva en el Western Blot». Ella lloraba y le decía: «Yo te soy fiel, te lo juro, te lo juro». Le dije: «Cálmese señora, tiene que mirar si el señor también es positivo». Él dijo: «Si yo soy positivo es porque ella me lo pegó». Entonces, les dije: «Ubíquense ustedes en una realidad. Ella está enferma en este momento. Mírele las defensas cómo las tiene». Ese señor estaba furioso y no hacía sino acusarla, hasta cuando yo le pregunté: «Señor, disculpe, ¿usted qué tan fiel es? Y perdone que lo cuestione». Él respondió: «Yo sí soy fiel». Le dije: «Bueno, le dejo la inquietud. Ahora le recomiendo que se haga el examen. Pero a la señora no me la maltrate. Apóyela. Y le vamos a hacer seguimiento». Y comenzamos a hacerle seguimiento. El señor se hizo el examen y se supo que estaba en una fase más avanzada. Estaba en fase sida. Entonces, teniendo en cuenta el tiempo de la señora, se dedujo que fue el esposo el que la había infectado. Semanas después ella me dijo: «Mire que ese hijueputa me confesó que fue él. Me contó de un viaje que hizo con la secretaria. Después de su aventura se enteró que ella también estaba infectada y se lo quedó bien calladito.»1.
El drama de este relato revela elementos importantes en nuestro intento de comprender lo que sucede alrededor de la salud sexual y reproductiva: sentimientos como el miedo, la ansiedad, la vergüenza y la indignación, actitudes como el silencio, el cinismo y la sumisión, y relaciones marcadas por el poder, la culpabilización, la injusticia y la estigmatización, entre otros. Ahora bien, si «la teología es sobre el hombre como infinito y trascendente que se construye como tal desde su dimensión terrena y transitoria»2, aquella realidad humana es una preocupación de la teología puesto que esta trata de una antropología profundamente integral que considera las situaciones sociales e históricas, y las grandezas y miserias del devenir humano. Además, de acuerdo con Horkheimer3, la teología es la esperanza de que lo inhumano, que caracteriza al mundo, no prevalezca para siempre, de que la injusticia no tenga la última palabra y, por eso, posee un carácter transformador. En otras palabras, hacer teología sobre algo tan humano como la sexualidad tiene, entre otros propósitos, hacer que el mundo sea mejor4.
Lo anterior nos hace caer en la cuenta que lo que ocurre alrededor de la salvaguarda de los derechos sexuales y reproductivos, junto con la experiencia de las personas que viven y conviven con VIH, se convierte en un lugar teológico porque la historia es la esfera en donde acontece la revelación. «Dios se muestra en la historia a través de hechos y palabras»5. Como la revelación de Dios no se da alejada de la realidad, sino que se realiza en el tiempo y en la historia concreta de hombres y mujeres, sus vicisitudes pueden verse, analizarse y juzgarse con los medios propios de la razón y a la luz de la fe. Ahora bien, si la sexualidad es un lugar teológico habrá que tener presente una de las características señaladas por Ellacuría6 para que lo sea: es un lugar en donde Dios se revela, pero también en donde Él llama a la conversión a través de la praxis de liberación, no solo de las personas y comunidades implicadas, sino también la del teólogo. No obstante, el mártir jesuita nos previene de caer en lecturas de fe que conduzcan a moralismos ingenuos, fundamentalismos mesiánicos o politicismos. Para el caso de los derechos humanos y, específicamente, de los derechos sexuales, hemos de asumir un «realismo creyente» que:
Supone y representa una actitud equilibrada, que tiene en cuenta tanto lo positivo del aporte evangélico para la propia acción política como los límites de ese aporte, precisamente por la relatividad específica y la autonomía de los dos ámbitos; tiene también en cuenta tanto lo positivo de la acción política para la realización del reino de Dios como los límites que le son propios7.
De esta manera estamos liberando el asunto que nos convoca del cautiverio de lo privado. Si bien, la intimidad es algo propio del ejercicio de la sexualidad, los derechos sexuales son un asunto público y, si la teología tiene algo que decir al respecto, lo mejor es que sea desde una teología pública8.
Bajo este horizonte, nuestro propósito es hacer una lectura teológica del derecho a la salud sexual dentro del marco específico de los derechos sexuales y, a su vez, el gran marco de los derechos humanos a partir de los datos recabados bajo el método de la Investigación Acción Participativa (IAP)9. En el primer apartado explicitaremos una noción del derecho a la salud sexual y su relación con los derechos sexuales y los derechos humanos. En el segundo apartado realizaremos un acercamiento teológico a la salud sexual como un problema de poder sobre el cuerpo femenino. Y, en el último apartado, como aporte teológico, expondremos algunas actitudes y acciones que podrían salvaguardar el derecho a la salud sexual. Nuestra exposición está inspirada y acompañada por las voces de las mujeres participantes de la investigación «Aproximación teológica a la sexualidad, la salud reproductiva y los derechos humanos desde la investigación acción participativa. Lectura contextual de 2 Samuel 13, 1-22» llevada a cabo con un grupo de personas que vive y convive con VIH a las cuales les debemos todo nuestro respeto y agradecimiento.
1. El derecho a la salud sexual desde la perspectiva de los derechos sexuales y los derechos humanos
«Yo creo que una de las cosas positivas de tener VIH es que uno se encuentra con los derechos que le son vulnerados: el de la salud, el de la aceptación social, el de vivir en una comunidad que me rechaza, el de asumir este estado de enfermedad (.) Yo creo que el ejercicio en nuestro grupo es, básicamente, edificarnos como personas y entender que esto es una comunidad en la que se luchan los derechos»10.
La Organización Mundial de la Salud11 concibe la salud sexual como un estado de bienestar físico, emocional, mental y social relacionado con la sexualidad. No es solamente la ausencia de enfermedad. Además, la salud sexual requiere una aproximación positiva y respetuosa a la sexualidad y a las relaciones sexuales, así como la posibilidad de tener experiencias sexuales placenteras y seguras, libres de coerción, discriminación y violencia. Para que se alcance y mantenga la salud sexual, los derechos sexuales de todas las personas deben ser respetados, protegidos y cumplidos.
Ahora bien, la sexualidad es un asunto plenamente humano12. La sexualidad es una dimensión constitutiva de todo varón y de toda mujer y, sin la cual, no alcanzarían su propia realización. En este orden de ideas, «ningún ser humano tiene sexualidad, como si se tratara de algo que la persona se quita o se pone a voluntad. Cada uno de nosotros es sexuado, en el sentido que la concepción integradora de la sexualidad se identifica con la persona misma. Lo expresado nos lleva a afirmar que la sexualidad en nuestra especie es una manera de existencia»13. En consecuencia, la sexualidad permea las otras dimensiones humanas: corporal, psíquica, socioafectiva, comunicativa y espiritual, por nombrar las más recurrentes. Por eso, tratar de comprenderla desde una mirada meramente biológica sería caer en un reduccionismo e, igualmente, si se hiciera desde un enfoque espiritualizante.
Si la sexualidad está en la médula de lo antropológico y, de otra parte, si la preocupación de la teología es el ser humano que Dios está creando, haciéndolo trascender, aquella no podría escapar a su reflexión. No obstante, habría dos posibles actitudes14: una privada, que la defiende como un asunto muy personal e íntimo, que la enlaza rápidamente con virtudes como la castidad y la pureza, y otra la cual hemos llamado «pública» precisamente por ser un asunto que desborda propiamente lo individual relacionándose con los ámbitos social, político, cultural y religioso, y la convierte en un problema de justicia social. Como ya lo dijimos, nuestra apuesta se inscribe en esta actitud. Aquí radica ya una conversión (teológica y eclesial): poner entre paréntesis el mandato ideológico de considerar la sexualidad como un asunto privado15. En otras palabras, queremos hacer de la sexualidad -y todo su universo- un objeto de la teología pública ciertamente por sus implicaciones en la vida de las comunidades (creyentes y no creyentes) y las sociedades, y por su incidencia en las políticas públicas16.
Entonces, una comprensión acertada de la salud sexual como una cuestión pública nos permite entender su estrecha relación con los derechos sexuales y en consecuencia con los derechos humanos. ¿No es esta la proclama de la mujer que vive con VIH con la cual iniciamos este apartado? En este sentido, la política nacional colombiana en salud sexual y reproductiva parte de la premisa de que los derechos sexuales son derechos humanos, premisa esgrimida en 1994 en la Cuarta Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de El Cairo y reafirmada en la Plataforma de acción de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Beijing en 1995, el Congreso de la Asociación Mundial de Sexología sobre los Derechos Sexuales realizado en Valencia (España) en 1997 y la Asamblea General de la Asociación Mundial de Sexología de 1999 durante el Congreso Mundial de Sexología en Hong Kong. Al respecto vale la pena recordar la manera como los derechos sexuales están tutelados por los derechos humanos:
Una lectura atenta de los derechos nos permite caer en cuenta de al menos dos cosas: la primera, los derechos sexuales y reproductivos tienen a la mujer como «receptor privilegiado» -aunque algunos defiendan que no solo a la mujer-. La segunda, algunos derechos resultan «inaceptables» para la moral cristiana como aquellos relativos al uso de métodos de anticoncepción y al aborto, lo que explicaría cierta sospecha y resistencia de la Iglesia (y la teología) para su abordaje18. Sin embargo, ambas tienen relación con la tensión existente entre la equidad de género y el androcentrismo cultural presentes en la sociedad actual, pero también en la Iglesia. Vale la pena detenernos en esto brevemente.
Al respecto, Alayza y Crisóstomo19 señalan que la noción, discusión y adopción de derechos han tenido lugar en aquellos contextos en donde las mujeres, especialmente, comenzaron a empoderarse, a ser tratadas con respeto y a vivir equitativamente. Por el contrario, afirma Laya: (2007): 174.
El no reconocimiento a la violación de los derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos de las mujeres es una práctica androcéntrica ejercida a través de la violencia visible (física y sexual) y/o por medio de la violencia invisible (cultural, social, política y legal). Históricamente la sociedad ha negado hasta hoy la condición de sujeto activo a la mujer, confiriéndole la pasividad como rasgo típicamente femenino. Sin embargo, la pasividad absoluta es ausencia de vida. Y en la cotidianidad las mujeres son sujetos históricos activos que experimentan variadas y complejas vivencias a lo largo de su existir desde la niñez hasta la ancianidad. Desde su visión de género perciben el mundo con una óptica complementaria (que no excluyente) a la del hombre, con una perspectiva propia; ambas formas de percibir la realidad, si se actúa en un plano de igualdad y solidaridad, contribuyen a enriquecer a los seres humanos en el compartir de la existencia y re-humanizar la sociedad. Conceptualizar al hombre como superior y activo en menoscabo de la mujer imprime un sello androcéntrico que conduce a la discriminación, a las más diversas formas de violencia contra la mujer y a la violación de sus derechos humanos, económicos, sociales, culturales, civiles y políticos20.
Aunque la cita de Laya nos pone de frente al androcentrismo21, asunto que abordaremos más adelante, resulta oportuno detenernos en la primera parte para recordar que algunas formas actuales de cristianismo se encarnan en prácticas a favor de los derechos humanos. Su génesis nos hace caer en la cuenta que nacieron de una sensibilidad ante las necesidades humanas y el clamor de los menos favorecidos. En nuestra América somos conocedores de organizaciones promotoras de derechos humanos que se inspiran en el pensamiento cristiano, en la doctrina social de la Iglesia y en una opción genuina por la justicia trascendiendo el ámbito eclesial. Esto nos permite comprender por qué un sector de la teología latinoamericana se entiende como reflexión sobre la praxis histórica total y no solo sobre la praxis eclesial; e, igualmente, por qué su opción por los empobrecidos conlleva una asunción de los derechos humanos: «Los derechos humanos deben ser primariamente derechos de los oprimidos, pues los opresores no pueden tener derecho alguno, en tanto que opresores, y a lo sumo tendrán el derecho a que se les saque de su opresión. Solo haciendo justicia a los pueblos y a las clases oprimidas se propiciará su auténtico bien común y los derechos humanos serán realmente universales»22.
No obstante, esta asunción quedaría a medio camino si no fuera llevada al interior de la iglesia para alcanzar un mayor grado de coherencia. Esta es la denuncia que hacen algunos teólogos:
Hoy consideramos necesaria una reforma radical de la Iglesia, conforme al movimiento de Jesús y como respuesta a los desafíos de nuestro tiempo. Dicha reforma requiere la práctica de la democracia, el reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos, entre ellos los derechos sexuales y reproductivos, así como el gobierno sinodal, vigente durante los primeros diez siglos del cristianismo, con la participación del laicado, que es la base de la Iglesia, para así superar la "incoherencia vaticana", que consiste en defender los derechos humanos y la democracia en la sociedad y no aplicarlos en su seno23.
Antes de avanzar en la lectura teológica del derecho a la salud sexual, queda claro que esta resultaría frágil si se olvida su inscripción dentro de los derechos sexuales y reproductivos y la relación directa de estos con los derechos humanos. Hacer teología de los derechos humanos implica una opción por los empobrecidos y excluidos y, en consecuencia, tiene una dimensión política y una connotación pública.
2. Salud sexual y reproductiva: un problema de poder sobre el cuerpo (femenino).
Nuestra sexualidad siempre va a estar en función de nuestro marido, de la procreación, porque para eso estamos. Nosotras no tenemos derecho a nada y mucho menos a decidir sobre lo que queremos. Hoy vemos que hay un movimiento para tener una vida sexual placentera, plena y saludable, pero ha sido peleando (...) Entonces, mi cuerpo está todavía en una guerra hasta que al fin alguien acepte que es mi cuerpo, que es mi vida (.) es como un derecho con el que nací solo por el hecho de ser humano (...) Las mujeres que vivimos con VIH hasta la reproducción nos la quitan. El médico, cuando se entera que la señora está embarazada, le reclama: ¡cómo es usted de irresponsable!, ¿¡qué le pasa!?24
Estas palabras, expresadas por una de las mujeres que vive con VIH cuando dialogábamos en torno a la historia de Tamar (2Sm 13,1-22), resultan reveladoras dentro de nuestro cometido: no es posible hacer una teología de la salud sexual sin reconocer el cuerpo y los juegos de poder que se ciernen sobre él. Durante siglos ha habido una negación y deprivación del cuerpo femenino: «Mi cuerpo ha sido para trabajar y darte placer (...) mi vagina se ha abierto cuando tú has querido (...) pero, yo necesito mi cuerpo para vivir»25, reclama la filósofa feminista Annie LeClerc quien probablemente no ha sido leída por las mujeres del grupo que vive con VIH pero con quien coinciden plenamente: «El cuerpo de la mujer siempre ha sido manejado por el hombre. Sí, en términos de objeto sexual; pero, en otras instancias, también está para que lave, planche, cocine y este en función de la casa»26. Para completar, se hace evidente la permanencia del dualismo espíritu-cuerpo que conlleva una subordinación de lo material que entre otras implicaciones conduce a un control del cuerpo femenino27 y la condena de sus manifestaciones28.
El problema de la posesión del cuerpo no resulta nuevo si pen samos en la historia de Israel y su posible legado en nuestra propia historia:
Toda la historia de Israel, como la del resto de los pueblos, dará fe de la estrecha relación entre el deseo y posesión; entre violencia y sexo, contra las mujeres. Algunos autores, colocados en la lógica del patriarcado, indican que la belleza de las mujeres azuza el deseo de posesión violenta por parte de los varones (...). Son los mismos varones los que han elevado a categoría de poder algo tan gratuito y fortuito como la belleza de algunas mujeres [como Sara, Rebeca, Raquel]. Ellas son presentadas por el narrador como amenaza para la estabilidad de la familia de los patriarcas, mientras que estos son exculpados suscitando la simpatía, la complicidad o la disculpa comprensiva del lector. Por el contrario, el narrador inducirá al lector a juzgar duramente los rasgos de personaje de las mujeres que, entre sus inconvenientes, cuentan con la belleza que altera a los varones y les lleva a prendarse o encapricharse de ellas29.
Estas palabras de Mercedes Navarro nos remiten nuevamente al problema del androcentrismo, ya como patriarcalismo o ya como kyriarcalismo, presentes ayer y hoy. La biblista española, en su comentario al capítulo cuarto del Génesis, encuentra que de él se deduce que, tanto mujeres como hombres contribuyen a la vida y la historia, pero de diferente modo: ellas dando a luz hijos varones en su inmensa mayoría; ellos ocupándose de la civilización. El patriarcado piensa a las mujeres como generadoras de vida, y a los varones como hacedores de cultura30. No obstante, la «bondad» de esta idea, derivada en protección, también se transforma en dominio, sumisión y dependencia expresados, por ejemplo, en el abuso sexual en la vida de pareja. Al respecto, una de las mujeres participantes dijo: «Ahora muchas mujeres aceptan que sus parejas abusen sexualmente de ellas porque, si las sacan de su casa o se van, no tienen a dónde ir»31. Igualmente, otra forma de expresión es la culpabilización de la mujer por lo que recibe del hombre:
Entonces, si a usted la violaron fue porque usted se lo buscó. ¿Quién la mandó a estar por ahí a esas horas? ¿quién la manda a vestirse así? ¿usted qué estaba haciendo? ¿qué era lo que estaba diciendo para que le pegaran? La idea es culpabilizar a la mujer por su violación o por la violencia sufrida sea sexual o física. Si el hombre golpea a su esposa es porque ella se lo buscó. Ella tuvo que haber hecho algo (.) algo tuvo que hacer para que el hombre reaccionara así32.
Basta tener un nivel mínimo de sensatez para darse cuenta que algo no anda bien en la mente de los varones sometedores ni en la mente de las mujeres sometidas. La víctima no puede ser señalada por el victimario como la causa de sus acciones y, sin embargo, ocu rre no solo en la vida de pareja sino también en las microsociedades y en las instituciones. En este juego de señalamientos, sospechas y pseudosolidaridades ocurre la revictimización de la mujer:
Entonces, cómo pensar en un trato diferente hacia las víctimas de violencia sexual. Que no sea meramente de peritaje, sino que sea realmente humano. El que yo tenga que ir a una uri [Unidad de Reacción Inmediata] y tener que explicarle al vigilante que me violaron para que me deje entrar; y, luego, a la señorita de la recepción, y a otras más. eso me parece totalmente inhumano, revictimizante, humillante. Pero así funciona. Si yo no le explico al vigilante que voy a poner una denuncia de mi violación, no me deja pasar. Eso no debería suceder33.
Una mirada aguda al problema también nos permite evidenciar un problema de justicia y equidad como bien lo ha denunciado Montoya: «La inequidad en el acceso a los servicios de salud hace que muchas niñas y mujeres no puedan obtener la atención que requieren para cuidar y recuperar su salud sexual»34. Las actitudes y aptitudes del personal de salud no favorecen una relación empática. Las mujeres víctimas de violencia sexual, cuando no encuentran atención y cuidado en las instituciones de salud, son re-victimizadas al caer en un ciclo de agresión.
Con todo, la sumisión que le debe la mujer al hombre debería ser señalada como patológica y, de otra parte, las acciones de dominio bien podrían ser demandadas por su ilegalidad, pero esto no ocurre, precisamente, porque resultan más fuertes las creencias culturales acerca de lo que debe ser y hacer la mujer:
Una mujer tiene que aceptar que su esposo llegue borracho y la abuse sexualmente. Se calla porque es él el que está respondiendo por la familia. Entonces, me pega, me viola, me abusa sexualmente, incluso, delante de los hijos y, sencillamente, yo me quedo porque a mí me enseñaron que tengo que conservar mi hogar. Tengo que mantener mi título de «señora» y, como dependo tanto y él es el proveedor, pues, yo me quedo callada35.
Este fragmento, de un relato las mujeres que viven con VIH y las narrativas bíblicas a las cuales se ha hecho alusión (Gn 4,1-26; 2Sm 13,1-22), nos revelan una constante: los problemas sexo-afectivos están ligados a las relaciones de poder entre los géneros36. De alguna manera u otra, en no pocos casos, los roles que juegan hombres y mujeres se han naturalizado gracias a unas creencias culturales que guardan una estrecha relación con creencias religiosas37. ¿Podría la teología ayudar en la deconstrucción de dichas creencias y en la liberación de los sujetos que han sido victimizados a lo largo de la historia? Claro que sí. No obstante, tal tarea «comienza por casa».
Así como la teología de la liberación, ante la teoría de la dependencia, se planteó la tarea de repensar las formulaciones teológicas y las prácticas cristianas anudadas a estructuras económicas de dominación38, esa misma teología -y toda teología-está llamada a revisar aquellas otras formulaciones y prácticas que de forma explícita o soterrada cultivan cualquier tipo de sometimiento y poder de género39 como, por ejemplo, mujeres creyentes adultas que demandan «naturalmente» apoyo y orientación de sus pastores para tomar decisiones relacionadas con su sexualidad40; o mujeres altamente formadas que quieren servirle a su comunidad y se conforman con la asignación que les hacen sus pastores para prestar oficios varios; o mujeres que, atadas a una visión moralista, imploran perdón por haber obtenido placer en el ejercicio de su sexo-genitalidad.
En este sentido, viene bien recordar el intento de la teología crítica feminista por adoptar una lógica dadora de vida, basada en los principios de equidad, desarrollo pleno de la dignidad humana para cada persona, verdadera autonomía y autodeterminación, desarrollo integral, satisfacción universal de necesidades básicas, verdadera participación política, social y eclesial e integridad ecológica. Según Vivas41, su quehacer teológico busca la construcción de nuevos paradigmas sociales e intelectuales que permitan interpretar, explicar y actuar sobre todos los aspectos relacionados con las experiencias de mujeres: sociedad y sexualidad, poder y autodeterminación, salud y derechos reproductivos, estética y política, autonomía intelectual, placer y descanso, visiones utópicas, fe religiosa y espiritualidad común.
3. Prospectiva: la salvaguarda del derecho a la salud sexual en clave teológica
Para mí, mi cuerpo es sagrado, mi sexualidad es sagrada. El día que yo quiero, quiero; y, el día que no quiero, no quiero y punto42.
Así pasa ahora. Seguimos la lucha por la sexualidad pero siempre estamos sometidos por lo político y lo social, por lo que los demás piensan. Por eso hay que seguir en esa lucha (...) no podemos amedrentarnos (...). Hasta ahora uno empieza a entender que tiene derecho, no solo a que su cuerpo sea suyo, sino a vivir su sexualidad en lo privado y también en lo público43.
La complejidad del problema de la salud sexual nos conduce, igualmente, a una «solución» compleja en la cual la teología tiene un aporte por hacer. A nuestro modo de ver, los datos recabados en la investigación nos permiten vislumbrar algunas líneas de reflexión y de acción relacionadas específicamente con el cuerpo, la educación sexual, la autonomía y la liberación-salvación del ser humano.
Una teología del derecho a la salud sexual requiere articularse con una antropología teológica que le apueste a una visión integral e integradora del ser humano. Superando cualquier tipo de fragmentación o dualismo, tal teología ha de recuperar la valía del cuerpo y su lugar en proceso de realización humana. Hoy por hoy no resulta adecuado ni convincente cualquier destello maniqueo en la manera de concebir el cuerpo. Antes bien, estamos llamados a reconocer toda su potencialidad salvífica. «El cuerpo en el hogar del sentido religioso porque es el a priori de la experiencia humana»44, ha señalado con lucidez la teóloga Jane Barter. El cuerpo es posibilidad de contacto, conexión y comunicación: estar-con-el-otro.
En este sentido, vale la pena recordar que el cuerpo tiene un poder creativo y salvífico. Sí creativo, confirma la idea bíblica de que el ser humano participa de la naturaleza de Dios al ser cocreador. Al hacer cosas nuevas, al comunicar la vida y al recrear lo existente está siendo consecuente con aquella vocación divina. Sí salvífico, la vivencia de su cuerpo, su sexualidad y su afectividad lo salvan de cualquier asomo de individualismo y soledad porque lo conectan con los otros permitiendo «cruzar sus vidas pero también la propia»45. Una experiencia en este sentido -piénsese por un momento en el amor de pareja, la paternidad o el duelo afectivo- deja una marca, es transformadora. Incluso, aquí hemos de considerar aquellas experiencias dramáticas que han sido reportadas por las mujeres que viven con VIH: violación, abuso, infidelidad, estigmatización, rechazo, entre otras. Después de ello el ser humano ya no es el mismo. Con todo, la pregunta que permanece es sobre la manera como Dios se revela y salva en los cuerpos rotos de las mujeres46.
Por eso, el cuerpo es más que un conjunto organizado de células que funciona armónicamente para facilitar la bios; también es con dición posibilitadora de la zoe, vida en plenitud. La corporalidad es una dimensión gracias al cuerpo, pero también por su relación con las dimensiones psíquica y espiritual. Sin aquella, pero también sin estas, no es posible la realización del ser humano. Por esta misma razón la sexualidad no es solo una cuestión biológica ni reproductiva. La sexualidad es placer, comunicación y sentido. Cualquier intento de reducción o cosificación tiene un efecto nefasto en la vida misma.
Como lo anterior no se logra intuitivamente, se requieren pro cesos serios de formación de la sexualidad. Una de las participantes en la investigación lo dice con sus palabras:
Las mujeres no disfrutan su sexualidad porque no tienen conocimiento. Primero, la palabra «sexualidad»: ¿qué tanto me permite como mujer y hasta dónde puedo llegar? Las mujeres no conocen a qué tienen derecho y muchas terminan sometidas o no les interesa. Se cohíben de disfrutar por falta de conocimiento. Una mujer que tenga conocimiento no quiere decir que se convierta en la prostituta de la esquina. Si tiene su esposo, su pareja, podrá disfrutar más y habrá más diálogo47.
La voz de esta mujer nos revela un beneficio doble de la educación sexual: una vivencia sana de la sexualidad por parte del sujeto y una conciencia de los límites propios y del otro48. No es por nada que nuestro continente tenga unas cifras preocupantes respecto de la prevalencia de violencia sexual, embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual. Esta realidad refleja, en último término, la necesidad de formar en la sexualidad y la afectividad. ¿Podrá haber un aporte en este sentido por parte de la teología? Por supuesto.
Para lograrlo, un primer paso, como bien señala el teólogo asiático Lee49, ha de ser la visibilización y naturalización del tema en su reflexión -pero no solo desde la perspectiva moral en la cual extrañamente la teología se siente bastante cómoda-. La sexualidad no puede ser un tema soslayado o al cual se llega por accidente. Antes bien, bien podría ser un núcleo de los estudios teológicos ya que allí residen claves para entender problemas como la asimetría de sexos y los roles de género, la homofobia y el machismo, los mitos, tabúes y purismos sexuales, entre otros:
Cuando yo me casé, yo era muy china. Tenía como 14 o 15 años y no sabía qué era una relación sexual. Meses después, [alguien me dice] «que usted está embarazada». Yo lloraba muchísimo porque yo pensaba que tenía que tener muchas relaciones sexuales para ir haciendo las manitas, los deditos, etc. [risas]. ¡En serio! (...) Yo le decía al médico: «Qué tal que me salga incompleto» y el médico me miraba como diciendo «Esta china pendeja qué». Cuando mi hijo mayor nació yo le contaba los deditos. Lo miraba para ver que estuviera completo. Yo venía de un colegio de monjas directamente. En mi época todo era un tabú. Nunca le enseñaban a uno. Cuando a mí me llegó el periodo fue algo terrible. Pensé que me había reventado jugando baloncesto50.
Igualmente, la educación sexual acrecienta la capacidad de tomar decisiones afectivas y sexuales -aunque otros, como algunos sectores conservadores de la Iglesia, quieran regular la autonomía del sujeto-. Este es un asunto serio y dramático en algunos contextos. Al respecto, la teóloga Sallie Cuffie51 ha promovido el empoderamiento de las mujeres negras creyentes para hacerlas responsables de las decisiones que conciernen a su cuerpo y su sexualidad porque descubrió el vigor opresivo que tienen los imperativos morales de la Iglesia de derecha. Tal vez, en nuestro contexto no tengan la misma fuerza pero no podríamos negar su influjo.
Con respecto a lo anterior, estamos de acuerdo con Cuffie52 en que, primero, la Iglesia debe tener una nueva actitud frente a la vida sexual de las mujeres; segundo, la Iglesia no debe asignarle una carga moralista de pureza sexual a las mujeres, mientras los hombres no tienen problema al ejercer su libertad sexual; tercero, se requiere des mitificar las posiciones dogmáticas tradicionales que defienden las enseñanzas de la Iglesia; cuarto, acompañar a las mujeres y promover una educación sexual como respuesta a los embarazos prematuros o la infección por VIH; y quinto, suscitar un diálogo honesto que permita el autoagenciamiento y la toma de decisiones. Resulta interesante resaltar que esta múltiple intención no es nueva. Hace más de treinta años Kasper53 denunciaba la discrepancia entre el Magisterio de la Iglesia y las convicciones sobre la sexualidad y el matrimonio según las cuales viven muchos creyentes. Esta discrepancia también se da entre el Magisterio y los pastores54. Hoy, más que nunca, se necesita una nueva actitud eclesial y otra manera de proceder para que las enseñanzas de la Iglesia sean acogidas adecuadamente y sean más creíbles. Romo55, en este sentido, habla de la «veridicción» de la enseñanza eclesial, propósito en el cual debe estrecharse la brecha entre la moral formulada y la moral vivida, gracias al cambio en el punto de partida. En este caso, la reflexión no se hace desde una metodología substancialista, dogmática e inductivista, sino desde el mundo y lo que allí acontece como lugar teológico. En este orden de ideas, lo malo no sería lo que va contra natura, sino lo que va contra la realización del ser humano.
Con todo, el ejercicio de la sexualidad y la afectividad no puede reñir con el de la autonomía, como bien lo afirmó una de las mujeres participantes: «Yo sí creo que la sexualidad está directamente relacionada con ese ejercicio de la autonomía porque si yo soy feliz sexualmente, pues, soy feliz en todo y me siento segura»56. Lo que es complementado por otra mujer, quien insiste en el sometimiento del varón amparado por el vínculo de pareja:
Pues en mi caso, mi cuerpo es mío y yo mando en él, cierto, y decido en qué momento yo también quiero. Pero hay personas que sí son obligadas y manipuladas (.) El marido le dice: «Es que si usted no está conmigo, entonces, usted me está obligando a conseguir otra persona». Entonces, es una forma de manipular. Es una forma de hacer sentir a la persona culpable, o sea, el hombre hace sentir a su esposa culpable por la situación57.
Aunque estas palabras también nos remiten al fenómeno del poder y el machismo, asunto sobre el cual nos detuvimos arriba, queremos hacer hincapié en el que nos ocupa en este momento: La autonomía en el ejercicio de la sexualidad se concreta en los principios de beneficencia, no maleficencia y justicia58. En otras palabras, una decisión o acción moral será reprobable cuando no sea beneficiosa para la persona. La no maleficencia y la justicia establecen los límites de la autonomía: «por maleficentes o por injustas, consideramos inmorales todas aquellas conductas que agreden y escandalizan a personas determinadas, sobre todo si son menores de edad o incapaces. La violación, la agresión sexual, el acoso sexual, el exhibicionismo y la provocación sexual, etc., son conductas moralmente negativas precisamente por eso»59. En consecuencia, la manipulación y culpabilización que ejerce el varón sobre la mujer pero también la sumisión por parte de la mujer resultan reprobables y niegan su capacidad de tomar decisiones libres y responsables.
Aquí vemos otra tarea por hacer: enseñar a discernir. Ya no se trata de dictar prohibiciones y normas de estricto cumplimiento para que el sujeto creyente tenga una sexualidad saludable, sino de propiciar momentos y recursos para que este aprenda a discernir lo que le resulta más conveniente en orden a su realización y en coherencia con el Evangelio. Cuando se aprende a discernir, la persona resalta la riqueza de los valores cristianos: la vida, la dignidad, el amor de pareja, la paternidad-maternidad y la filiación, la fidelidad, entre otros.
Hasta aquí pudiera quedar la sensación de haber olvidado en algunos momentos al sujeto (mujeres que viven y conviven con el VIH) y el objeto de nuestra reflexión (la salud sexual como derecho). Pues, no ha sido así. Antes bien, ambos nos han dado la oportunidad de ver el marco y otros elementos con los cuales guardan estrecha relación. Por eso, vale la pena preguntarse por su carácter teleológico. ¿Todo esto para qué? Sin temor a caer en un simplismo, esto tiene sentido si apunta a la liberación-salvación de estas mujeres y, con ellas, de todo ser humano.
Al reflexionar sobre la salud sexual -que no se contrapone con la salvación- se procura el reinado de Dios que no es otra cosa que la superación de las situaciones que alienan al ser humano e impiden su interacción con la creación, como el dolor, el hambre, la injusticia, la división y el odio. Ellacuría consideraba que «el jalón utópico del reino lleva a la transformación de la historia, en especial de la historia de opresión, con lo cual el reino deja de ser una meta transhistórica para convertirse en un principio histórico de efectividad real»60, en consecuencia, el reinado de Dios es la construcción de una humanidad en la cual los que viven «situaciones de muerte» vuelven a disfrutar una vida en abundancia (Mt 11,4-5). El reinado de Dios va de la mano con la liberación integral del ser humano y su salvación, pero tal liberación no puede hacerse al margen de procesos de desarrollo y de cambios políticos, culturales, sociales y religiosos más o menos revolucionarios.
A manera de conclusión
Aunque este escrito no ha sido elaborado desde una perspectiva feminista, consideramos que hemos visibilizado dos elementos que le son propios: lo femenino descubierto a partir del cuerpo de la mujer y lo femenino descubierto en contextos de opresión61. A través de sus voces, las mujeres han dicho de sí mismas, han redescubierto que, a pesar de las experiencias de negatividad vividas, sus cuerpos son memoria y territorio, potencia para la comunicación, el placer y la vida. Igualmente, darse cuenta del poder ejercido por parte de lo masculino (el varón, las instituciones, la ley) ha sido un paso en su proceso de liberación.
Gracias a la IAP, evidenciamos un cambio de primer nivel entre los actores de la investigación, tanto de las mujeres participantes como de los investigadores. Un indicador de dicho cambio ha sido la mutua implicación en torno al problema. Hubo una toma de conciencia de la situación y de sus elementos concomitantes, pero también de aquellos cursos de acción que podrían transformarla. Creemos que se evidenció una vez más la potencia de la IAP al hacer que las mujeres se dieran cuenta que son personas con derechos y, por tanto, pueden hacerse ver y oír por los otros.
También el método permitió que las mujeres contaran sus historias sexuales, sus historias de cuerpos concretos y la violencia que han tenido que soportar y, de esta manera, imaginar otro mundo posible. La teología podría hacer suyas las palabras de la socióloga Matilde Moros:
Tantos que hemos visto trabajar desde la urgencia, desde la impaciencia, desde la búsqueda de otro mundo, han demostrado cierta manera de ver el cosmos, que en nuestros estudios sociológicos ahora sabemos que no es cosa nueva, ni inventada por los liberacionistas, es cuestión de forma de vida, de organización social a nivel de mujeres, de grupos de comunidades fuera de la dominación, sobreviviendo puramente desde el amor. O sea, si es la vida digna lo que se busca, hemos de mirar cómo es que desde los más despreciados hemos visto ejemplos de lucha no para el poder, sino para la liberación62.
Los elementos expuestos son expresión de las voces de las mujeres y, también, del aporte de teólogos y teólogas que se han detenido a reflexionar sobre la sexualidad humana, los derechos humanos, y los derechos sexuales y reproductivos. Sus contribuciones nos permitieron hacer una aproximación teológica al derecho de la salud sexual evidenciando la complejidad del problema. Queremos que su visibilización sea consecuente con lo afirmado y, por tanto, produzca una línea de trabajo que está por hacerse: la teología de los derechos sexuales y reproductivos.