El destino del Cristianismo desde sus comienzos fue haber tenido a la filosofía griega a la vez como aliada y como enemiga1
Introducción
Las relaciones entre la fe bíblica y la filosofía han sido objeto de muy variadas y complejas interpretaciones a todo lo largo de la historia tanto del judaísmo como del cristianismo. Ya el pensador judío Filón de Alejandría (siglo I) se había propuesto conciliar el pensamiento griego con la doctrina de las Escrituras, mientras que, entre los cristianos, los llamados apologetas griegos (siglos II y III) dividieron sus opiniones; algunos, como el mártir Justino o Atenágoras, utilizaron la filosofía para defender su fe, pero otros, como Tertuliano, mostraron una clara desconfianza ante la misma.
Este último, en particular, llamó necedad, y eligió a los necios del mundo para confusión de esa misma filosofía»2. Y pocas líneas más adelante señala que, mientras unas provienen del platonismo, del estoicismo o del epicureísmo, otras tienen por padres a Zenón de Elea y a Heráclito; y exclama: «¡Mísero Aristóteles! Él fue quien les enseñó la dialéctica, ese arte de construir y destruir, versátil para conjeturar, fuerte en la argumentación, productor de controversias, molesto para sí mismo, que se retracta de todo y en realidad no trata de nada»3. Y es entonces cuando enuncia su bien conocida pregunta: «¿Qué tiene entonces que ver Atenas con Jerusalén, la Academia con la Iglesia, los herejes con los cristianos? Porque nuestra institución proviene del pórtico de Salomón, quien enseñó que había que buscar al Señor en la sencillez del corazón»4.
Sin embargo, con el desarrollo de la reflexión teológica elaborada por los grandes Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos (siglos IV a VI), lo que se buscó fue un aprovechamiento de los avances logrados por el ejercicio de la razón en la filosofía griega, ya no solo para defender, sino para tratar de comprender el sentido de las doctrinas reveladas. Bien puede decirse que la máxima que orientó las reflexiones de estos primeros pensadores cristianos fue aquella atribuida a Anselmo de Canterbury (1033-1109), considerado el iniciador de la llamada «filosofía escolástica»: fides quaerens intellectum (la fe en búsqueda de intelección). Ahora bien, con la difusión del cristianismo y la elaboración, a lo largo del Medioevo, de una teología como «ciencia» con carácter propio5, fue esta última la que vino a desempeñar la tarea que había buscado cumplir la filosofía griega, a saber, la de ofrecer a sus cultivadores una «forma de vida» o unos «ejercicios espirituales», para emplear la fórmula de Pierre Hadot6. Al haber sido relevada de su función de servir de orientadora de la conducta humana, ya que la religión cristiana había asumido dicha tarea, la filosofía encontró su lugar en la Facultad de Artes, donde que se adquirían los fundamentos para las Facultades superiores, a saber, las de Teología, Jurisprudencia y Medicina. Con ello la filosofía pasó de ser «sierva de la sabiduría», como la había considerado Filón de Alejandría, a convertirse en «sierva de la teología» (ancilla theologiae), como será llamada por los escolásticos7.
Ahora bien, como lo hace notar el Pontífice Juan Pablo II (con la influencia de Joseph Ratzinger) en la Encíclica Fides et Ratio, aunque «el título no fue aplicado para indicar una sumisión servil o un papel puramente funcional de la filosofía con relación a la teología, [...] la expresión (es) hoy difícilmente utilizable debido a los principios de autonomía»8, a los que se había hecho referencia anteriormente. Porque, con la Modernidad, la razón vino a reivindicar una autonomía que terminó por descartar la revelación divina como fundamento de sus desarrollos conceptuales. O, para ser más precisos, podemos decir que con la Ilustración se abrieron dos caminos: uno que rechazaba la revelación como fundamento para el conocimiento, y otro que buscó reducir las doctrinas reveladas a las estrictas exigencias de la razón; ello, sin descartar algunas posiciones intermedias. Pero ambos compartían la idea de mantenerse «dentro de los límites de la mera razón», para utilizar la expresión kantiana.9
En el siglo XIX, esa crítica de la Ilustración a la religión se vio reforzada, como lo ha señalado Enrique Romerales, «por el marxismo, el positivismo, Nietzsche y, en otro sentido, pero muy especialmente, por Darwin»10; a lo que se añadirá, en el siglo XX, la influencia de Sigmund Freud. De modo que, «bajo la influencia de todas estas poderosas figuras o corrientes, la filosofía del siglo XX había de ser mayoritariamente atea o, más bien, agnóstica»11. Sin embargo, hacia mediados del siglo XX, en primer término dentro del ámbito anglosajón marcado por la filosofía analítica, y luego también dentro de la así llamada «filosofía continental», el tema de la religión comenzó a recuperar la atención de los académicos.
En este contexto se dieron a conocer en Francia figuras como las de Emmanuel Levinas (1905-1995), Michel Henry (1922-2002), Jean-Luc Marion (1946) y Jean-Louis Chrétien (1952), quienes tomaron como objeto de sus análisis fenomenológicos elementos que procedían de la revelación bíblica, y dieron pie para que Dominique Janicaud acuñara, en 1990, el término crítico de «giro teológico de la fenomenología francesa», con el cual se proponía criticarles a estos pensadores el haber puesto la filosofía al servicio de sus creencias y tergiversar con ello el verdadero sentido del método fenomenológico12.
Cabría preguntar, entonces, si una figura como la del fenomenólogo y hermeneuta francés Paul Ricoeur (1913-2005) podría ser catalogada entre los miembros de ese «giro teológico», tal como lo ha propuesto el filósofo francés Emmanuel Falque13. Porque Ricoeur mismo evitó siempre mezclar en sus reflexiones filosóficas elementos que no pudieran ser sustentados a la luz de la mera razón; aunque, como creyente, no dudara en elaborar cuidadosos ensayos de hermenéutica bíblica14. Para responder esta pregunta, nada mejor que examinar la interpretación del pensamiento de Ricoeur que nos ofrece la filósofa argentina María Belén Tell en su libro publicado recientemente por la Universidad de Salamanca, cuyo título reza: Tras las huellas del testimonio. Estudio filosófico sobre los silenciosos alcances de la antropología hermenéutica de Paul Ricoeur15. Sin embargo, debo dejar en claro que mi propósito no consiste en evaluar la fidelidad o la corrección de dicha interpretación con respecto al pensamiento del fenomenólogo francés; fidelidad que, en aras de la discusión, doy por sentada. Mi interés se orienta a examinar la propuesta misma que nos presenta la autora del estudio, quien dice haber encontrado en la obra de Ricoeur una antropología que da pie a una nueva forma de comprender las relaciones entre fe bíblica y filosofía. Por ello el artículo constará de dos partes: en la primera se esboza, en sus líneas más generales, la interpretación elaborada por Tell, así como la nueva forma de concebir las relaciones entre fe bíblica y filosofía, y en la segunda expondré mi apreciación sobre esa novedosa propuesta.
1. La interpretación de María Belén Tell
No es una tarea fácil resumir en unas pocas líneas el contenido de este denso libro, porque ha sido elaborado por la autora como una verdadera filigrana conceptual, en la que nos deja ver no solamente su amplio conocimiento de la compleja y rica obra del fenomenólogo francés, sino también un manejo muy cuidadoso de sus conceptos y de la articulación entre los mismos. Al elaborar un resumen, se corre el peligro no solamente de desvirtuar su contenido, sino de echar a perder su verdadero propósito. De ahí que, al intentar hacerlo, debo confesar que me embarga la impresión de comportarme, como dice del adagio, «a la manera de un elefante en una cristalería». Sin embargo, cuento en esta ocasión con una invaluable ayuda para la presentación de la obra, a saber, con la reseña del libro realizada por Patricio Merino, que ha sido publicada en la edición de diciembre de 2015 en la revista Ideas y Valores16. Esta reseña me habrá de servir entonces como verdadero hilo conductor para la elaboración del presente resumen.
Y lo primero será enfatizar en los «tres rasgos más relevantes» -como los denomina Merino17- que caracterizan el escrito. En primer lugar, se trata de realizar un cuidadoso análisis de la relación que cabe establecer, en la obra de Paul Ricoeur, entre fe bíblica y filosofía; problemática que se desenvuelve en el entre de las dos dimensiones de su antropología hermenéutica, a saber, la dimensión filosófica y la dimensión bíblica. En segundo lugar, la autora reconoce que el propio dinamismo de la antropología del filósofo francés -y como ámbito privilegiado de encuentro entre razón, reflexión, religiosidad y fe- la lectura de los textos se va viendo orientada hacia la necesidad de reformular, en una renovada expresión, el recorrido mismo del pensamiento ricoeuriano, para llegar de ese modo a esbozar de manera final y decisiva una expresión inédita tanto en su sentido mismo, como en sus alcances. Y el tercer rasgo relevante consiste en la posibilidad de redefinir esa hermenéutica antropológica en cuanto a su significación, lo que le permite a la autora postularla «sagazmente», dice Merino, como un puente posible entre filosofía y fe bíblica, y abrir así la posibilidad de una antropología de la paz18.
Aclaremos esto un poco más. El libro busca situar la nueva relación entre fe bíblica y filosofía en un «lugar» intermedio entre la visión antropológica derivada de una hermenéutica filosófica y esa misma visión en tanto que proviene de la palabra bíblica, y lograr de ese modo que ambas se complementen y se enriquezcan mutuamente hasta conformar una verdadera unidad; la cual, sin embargo, debe mantenerse respetuosa de la diversidad innegable entre ambas antropologías. La autora considera, además, que los textos de Ricoeur permiten detectar un progresivo avance que va de la hermenéutica filosófica al encuentro de la bíblica; pero tal progreso debe ser leído entre líneas, ya que el filósofo francés se rehusó expresamente a establecer, desde la filosofía, cualquier nexo directo con la teología. De esa forma, Tell considera posible elaborar una nueva antropología que, a la manera de un «puente», permita transitar pacíficamente del campo de la antropología filosófica al de la revelación bíblica, o del campo de la filosofía al de la teología, pero respetando siempre sus respectivas autonomías. Lo que esta nueva antropología nos permite comprender, dice Merino, es que «la exégesis bíblica le dona generosamente a la actividad filosófica, y sin perder su autonomía ni autenticidad, una serie de vocablos y expresiones que dan curso a un nuevo tipo de "pensar"; uno que se gesta en el cruce, en la amistad entre filosofía y fe bíblica respectivamente»19.
Cabe notar que Merino, como teólogo, contempla el proceso desde su perspectiva, y lo ve como una donación y enriquecimiento por parte de la exégesis bíblica al quehacer de la filosofía. La autora, en cambio, que busca realizar una reflexión estrictamente filosófica, considera que de esa manera la hermenéutica filosófica logra abrirse, en el pensamiento de Ricoeur, a un más allá de ella misma, a una «supra-filosofía» que viene a enriquecer la antropología, al buscar comprender la conciencia humana en una triple relación: en primer lugar en su relación consigo misma, luego en su relación con las otras conciencias y finalmente con el Otro en mayúscula, es decir, abierta a la escucha de la voz que proviene de la revelación cristiana.
Para cumplir con ese propósito, el texto lleva a cabo su tarea en seis pasos o capítulos. En el primero se establece el marco teórico y se perfila el tema, al precisar el estado de la cuestión, justificar la problemática y describirla. La autora es consciente de que «el problema a investigar no ha sido trabajado sistemáticamente por el propio autor, y pareciera, a veces, perderse en medio de su vasta, densa y compleja obra»20. Los dos capítulos siguientes buscan mostrar -dice Merino- «que la palabra humana no constituye ni la última ni la primera palabra»21, y para ello comienza por examinar los análisis ricoeurianos en torno a la voluntad. Sin detenerse, sin embargo, en el tópico del pecado, la autora resalta las profundas ambivalencias que caracterizan a la acción humana, para examinar luego, en el tercer capítulo, la tensión que existe entre la identidad personal y su apertura hacia el otro, en la denominada «identidad narrativa»:
La identidad humana radica en este ser capaz de responsabilidad, en mantenerse en una palabra o en un acto, en tanto que el otro puede contar con el sí-mismo, y este ser responsable de aquel. El carácter y el poder mantenerse éticamente frente a otro como corresponsable definen el núcleo central de la existencia humana en cuanto que identidad narrativa.22
Se hace ver con ello el carácter radicalmente relacional del sí-mismo como «ipseidad», y diferente, por consiguiente, de la «mismidad». Porque, mientras que la mismidad hace referencia al carácter, es decir, a la sedimentación que proviene de la cultura y de las instancias valorativas; la ipseidad, en cambio, señala la permanencia del sí mismo frente a las variaciones que se derivan de su otredad. Salen a relucir entonces conceptos tan cruciales para el análisis del sí-mismo como los de «atestación», «economía del don», «gracia», «origen y sentido de la conminación», entre otros; conceptos que son analizados de manera minuciosa por la autora, pero en los cuales no considero necesario detenerme. Baste señalar que en esos análisis, a mi parecer, se encuentran algunos de los mejores pasajes de la obra.
Mirado en su conjunto, el libro se despliega en dos grandes etapas, la primera de las cuales corresponde a los tres primeros capítulos, mientras que la segunda abarca los dos capítulos finales. En la primera se establece el marco conceptual, se examinan las estructuras fundamentales de la persona y se perfila lo que la autora considera «el problema central de la antropología ricoeuriana, a saber: la identidad personal-narrativa»23; en pocas palabras, se trata de comprender el modo de permanencia del sujeto agente como aescritor y lector de su propia vida»24. En la segunda etapa se toma como base lo alcanzado en la etapa anterior, para examinar esa identidad personal a la luz de dos expresiones cuyo análisis constituye «la propuesta fundamental de esta obra», como lo hace notar en el Prólogo Francisco Javier Herrero. En primer lugar la expresión «Heme aquí», de origen bíblico, que permite des-encubrir la identidad narrativa del sí-mismo como «ser capaz de responsabilidad, de mantenerse en una palabra o en un acto, en tanto el otro puede contar con el sí-mismo y este ser responsable de aquel»25. Y, en segundo lugar, la expresión «¡Tú, ámame!», tomada del filósofo judío Franz Rosenzweig, cuyo análisis deja entrever un acercamiento entre la razón y la fe; acercamiento que configura la base del capítulo final, donde la autora nos presenta su novedosa e interesante propuesta de conectar las dos antropologías, la filosófica y la bíblica.
De esa manera, en el capítulo cuarto, que Merino considera «medular» porque en él se lleva a cabo el análisis de la conciencia como «órgano en relación», se pone de manifiesto la continuidad que cabe establecer entre la hermenéutica filosófica y la hermenéutica bíblica, otorgándole así una verdadera unidad a la obra de Ricoeur; unidad que él mismo no supo o no quiso desarrollar debido a su intención de mantener el carácter metodológicamente «agnóstico» de su filosofar. Sin embargo, es en el capítulo quinto donde encontramos «la clave de comprensión» -según las propias palabras de la autora- que nos permite visualizar la hondura del problema que va del vínculo entre filosofía y fe, hasta la dialéctica entre amor y justicia respectivamente. Tal como lo da a entender el título del capítulo, en él se analizan los «acercamientos entre la razón y la fe», lo que da pie, como bien puntualiza Merino, a una «dialéctica entre una lógica racional propiamente dicha, y otra sobreabundante y amorosa, en la que cada una no se des-configura en absoluto de su propia identidad»26.
Como puede verse, la obra de María Belén Tell presenta una muy rica y compleja variedad de análisis conceptuales, de precisiones metodológicas y de argumentaciones que no pueden ser recogidas en este resumen. Por eso, a manera de visión panorámica, me voy a permitir retomar un denso párrafo que ofrece lo que bien podemos considerar una mirada retrospectiva sobre el camino recorrido, y que nos indica claramente esa pretendida necesidad de avanzar desde la filosofía propiamente tal hacia una forma de «supra-filosofía», como la llama la autora:
En suma, el itinerario antropológico-filosófico del soi-même [sí-mismo] arribó a una orilla en la cual la respuesta conceptual estricta no es suficiente, dado que las nociones de don y de gracia no son precisamente conceptos filosóficos puros. Así mismo, la certeza última de existir queda situada en una «receptividad originaria relacional» que se debe acoger y escuchar. La atestación en cuanto afirmación, por tanto, se convierte en espera, en recepción y escucha de la voz [...] En este sentido, la afirmación ontológica del ser humano no se reduce a la atestación de sí, sino que queda expectante y oyente de la relación con esa voz que le adviene27.
Tell se propone perfilar de esa manera la insuficiencia de la visión filosófica y, por consiguiente, la necesidad que tendría la misma de avanzar hacia una «supra-filosofía» para poder comprender a cabalidad la constitución propia del ser humano tal como esta es traída a la luz por una hermenéutica bíblica adobada con elementos fenomenológicos. La razón de esa «necesidad» proviene de que «la respuesta conceptual» no se muestra suficiente para la comprensión antropológica, ya que las nociones de «don» y de «gracia» «no son precisamente conceptos filosóficos», nos dice la autora, es decir, señalan de esa manera su proveniencia bíblica, de modo que, si bien es cierto que permiten enriquecer la comprensión filosófica del ser humano, lo hacen apuntando más allá, o al menos abren la posibilidad de apuntar más allá, para que puedan develar todo su sentido. De ahí que la autora nos diga que «el centro de su cometido» resida «en develar y vincular las fuentes supra-filosóficas [...] en cuanto claves para comprender renovadamente la antropología hermenéutica de Paul Ricoeur, y así poner en evidencia sus silenciosos alcances»28. La riqueza del método desarrollado por Ricoeur, asociado a la agudeza de las lecturas de María Belén Tell, permiten así detectar «puertas abiertas», o tal vez «rendijas», podríamos decir, que la reflexión filosófica no está en condiciones de poder clausurar, y que, en y desde la misma razón, se abren a horizontes situados más allá de ella misma.
Al haber llegado hasta aquí, el capítulo sexto viene a ser como una especie de colofón, donde se exponen «las claves para una renovada formulación de la antropología hermenéutica ricoeuriana»29. La autora, nos dice Merino, nos ofrece, «con harta perspicacia y cautela, aquella novedad sigilosa perseguida en la antropología filosófica ricoeuriana»30, a saber, la nueva forma de comprender las relaciones entre fe bíblica y filosofía. Utilizando un término complejo, cuyos elementos han sido analizados de manera pormenorizada a lo largo de la obra, Tell nos explica que se trata de una «antropología hermenéutica-existencial fundamental relacional»31; antropología que, según ella, permite una comprensión novedosa de las relaciones entre fe bíblica y filosofía.
Ahora bien, lo interesante de la propuesta consiste en que se presenta como una reflexión filosófica que, a la vez que mantiene el rigor y la autonomía de la disciplina, se muestra dispuesta a dialogar -nos dice Merino- con «las inspiraciones, las mociones y los horizontes que puedan venir de otras fuentes. Y, en este caso, de la palabra originaria que tanto para el judaísmo como para el cristianismo ha dado y sigue dando tantos frutos y tantas luces»32.
Tal como se ha indicado en un comienzo, en este artículo no me he propuesto evaluar si la interpretación del pensamiento ricoeuriano que nos ofrece Tell es fiel al pensamiento del fenomenólogo francés, ni tampoco si la propuesta de completar su visión con esa manera de comprender su antropología hermenéutica, que abre un puente nuevo para conectar razón y fe, resulta compatible o no con su forma de pensar. Es claro que en esa fidelidad y en esa compatibilidad con el pensamiento de Ricoeur viene a consistir la verdadera originalidad del libro, al ofrecer una forma novedosa de leer la obra ricoeuriana, y de entender, en particular, su antropología fenomenológico-hermenéutica. Pero realizar la evaluación de tal análisis hermenéutico desde la obra misma de Ricoeur sería una tarea diferente a la que me he propuesto aquí. Como espero poder desarrollarlo en la segunda parte, mi intención es muy otra, a saber, evaluar el sentido que cabe atribuirle a esa nueva forma de concebir las relaciones entre fe bíblica y filosofía, y hacerlo desde una perspectiva estrictamente filosófica como la que dice la autora que asume en su escrito.
2. Evaluación de la propuesta
Ante todo es importante señalar que la interpretación del pensamiento de Ricoeur que nos ofrece el libro -interpretación que, en beneficio del análisis, tengo que suponer acertada- vendría a responder de manera afirmativa la pregunta que nos hicimos anteriormente, a saber, si el pensamiento del fenomenólogo y hermeneuta francés permitía catalogarlo entre los miembros del llamado «giro teológico de la fenomenología»; de modo que esta catalogación sería correcta a pesar de la cautela que tuvo Ricoeur para no introducir en sus reflexiones filosóficas elementos provenientes de la revelación bíblica.
La idea básica que orienta a esa corriente de pensamiento es que el filósofo, sobre todo mediante la reflexión fenomenológica combinada con la hermenéutica, puede tomar a su cargo elementos fundamentales de la revelación cristiana para ser elaborados filosóficamente, de tal manera que esa misma reflexión se vea con ello enriquecida. La lectura del libro de María Belén Tell me lleva a entender que uno de sus propósitos centrales consiste precisamente en mostrar cómo, en el pensamiento de Ricoeur, incluso en contra de su expresa voluntad, se pueden descubrir elementos que, al mostrar la insuficiencia de los conceptos filosóficos, se abren o pueden abrirse para ser fecundados por la revelación bíblica. Es lícito pensar que un cristiano creyente como él pueda haber dejado indicios de que los conceptos de su antropología filosófica no lograban expresar toda la riqueza de la antropología bíblica, y esto daría pie para orientarlos en dirección a esa «meta-filosofía» de la que nos habla María Belén Tell.
Considero que la idea en sí misma no es nueva, aunque su forma de aplicación en este caso concreto se muestre realmente novedosa. Porque, ya en sus estudios sobre El espíritu de la filosofía medieval, Étienne Gilson33 había mostrado, a mi parecer con muy buen criterio, que si bien es cierto que la teología cristiana no puede ser comprendida sin el aporte conceptual y metodológico de la filosofía griega, tampoco se puede negar que esa misma filosofía se vio muy fecundada, tanto en sus temas como en sus métodos, gracias a los aportes de la reflexión teológica en su esfuerzo por comprender y profundizar el mensaje bíblico. Es cierto que el término de «filosofía cristiana», empleado ya en la antigüedad, dio pie a enconadas controversias, como la que tuvo lugar en el seno de la Sociedad Francesa de Filosofía, en el año 1931, entre Émile Bréhier y Léon Brunschvicg, por una parte, y Étienne Gilson y Jacques Maritain, por la otra; y que el término como tal ha terminado por perder vigencia. A mi parecer, sin embargo, la idea central de la propuesta de Gilson, de que la filosofía antigua se vio enriquecida tanto en sus conceptos como en sus métodos con los aportes provenientes de la teología, sigue siendo válida34. De modo que la lectura «entre líneas» de la antropología de Paul Ricoeur, que nos presenta Tell, puede ser entendida como una demostración más del enriquecimiento que llega a tener la reflexión filosófica cuando acepta ser fecundada por los aportes conceptuales que provienen de la fe cristiana; lo que vendría a confirmar una vez más la idea que tuvo Gilson acerca de la existencia de una «filosofía cristiana».
El problema de esta forma de entender ese enriquecimiento es que tiende a difuminar los claros límites que, desde la perspectiva de la filosofía, deben trazarse con respecto a la fe; porque dichos límites no pueden apreciarse de igual manera cuando se los considera desde la perspectiva del filósofo, que cuando son examinados desde el punto de vista del teólogo o del creyente. De modo que, cuando la autora nos dice que, «sin darse cuenta y en orden a su nuevo método y proyecto, Ricoeur fue instaurando un puente entre la filosofía y la fe, constituyendo una antropología hermenéutica-existencial fundamental relacional, atravesada por una particularidad novedosa»35 así como cuando Emmanuel Falque, desde la perspectiva del «giro teológico», nos invita a «pasar el Rubicón»36, es decir, a atrevernos, desde la filosofía, a franquear la frontera entre la razón y la fe, tales propuestas deben ser evaluadas con particular atención. Porque no es lo mismo cruzar dicho puente o atravesar la frontera si la acción es considerada desde la perspectiva del creyente, que si se la examina desde la perspectiva del no-creyente, o del filósofo metodológicamente a-teo.
En efecto, mirada con los ojos del creyente, la idea de integrar las dos antropologías, la filosófica y la bíblica, cumple muy bien la tarea de confirmarle su convicción de que aceptar las doctrinas de la revelación cristiana significa para él un enriquecimiento significativo en lo que respecta a la comprensión integral del ser humano. Gracias a esas doctrinas, el creyente está en condiciones de ver al hombre como un ser abierto a una verdadera trascendencia tanto horizontal (hacia los otros) como vertical (hacia el Otro, es decir, hacia Dios), atento a la escucha de una Palabra que lo convoca, y capaz de recibir una gracia que se le ofrece como un don. Porque la revelación bíblica significa, para el creyente, una ampliación muy significativa de sus conocimientos, sustentada precisamente en un acto de confianza en la Palabra de aquel que en ella se revela.
Por otra parte, desde la perspectiva filosófica no se puede considerar esa visión antropológica cristiana como inaceptable, aunque ello no signifique que, a la luz de la mera razón, tenga que ser aceptada; porque el hecho de que esa visión antropológica se presente enriquecida, no significa para el filósofo que sea por ello más verdadera, ya que su fundamento no se halla en la razón sino en la fe. En otras palabras, ante la antropología bíblica, el filósofo no puede más que callar; pero el teólogo, por su parte, no puede pretender que, con la idea de esa mayor riqueza conceptual, tenga en sus manos un argumento para convencer al filósofo de aceptarla.
Sin embargo, es cierto que, además de confirmar al creyente en su fe al permitirle comprender la riqueza inherente a la antropología bíblica, el teólogo está en todo su derecho de dar a conocer al no creyente esos aportes, en un ejercicio que yo calificaría de «apologética de la seducción»; con la condición, eso sí, de que tomemos el término «seducir», no en el sentido negativo de «persuadir a alguien con argucias o halagos para algo, frecuentemente malo», como reza su primera acepción en el Diccionario de la Lengua Española, sino en su sentido positivo de «embargar o cautivar el ánimo de alguien». De esa manera el teólogo, convertido en el nuevo apologeta cristiano, estaría buscando dar a conocer las ventajas cognoscitivas que ofrece la fe, al mostrar cómo, gracias a los aportes de la hermenéutica bíblica, la comprensión que podemos tener del ser humano se muestra significativamente más profunda y enriquecedora.
Con todo, mirada con los ojos del filósofo, la idea de integrar las dos antropologías, la filosófica y la bíblica, de establecer un «puente» entre ellas o de cruzar la frontera que las divide, se presenta de manera muy diferente. Porque, al no tomar como punto de partida la fe en los contenidos de la revelación bíblica, el filósofo puede muy bien considerar que el ejercicio conceptual de seducción que se está llevando a cabo, más que enriquecer su visión antropológica, lo que está en realidad es introduciendo en ella, de manera un tanto subrepticia, elementos conceptuales que la razón humana no está en condiciones de aceptar. Con ello, lejos de enriquecer la antropología filosófica, lo que se logra es «contaminarla». El filósofo que tiene como guía la «mera razón», tiene todo el derecho a considerar tales «riquezas» como «cantos de sirena», es decir, como elementos seductores para llevarlo a aceptar lo que su razón no está en condiciones de fundamentar.
Por consiguiente, si entendemos la interpretación del pensamiento ricoeuriano que nos ofrece María Belén Tell en el sentido de una «apologética de la seducción», ello da pie para dos importantes observaciones en lo que respecta a su evaluación. La primera tiene un carácter estratégico, y se refiere a la manera de presentar dicha apologética ante los ojos del filósofo metodológica o efectivamente a-teo; la segunda, en cambio, apunta directamente a la relación entre fe bíblica y filosofía.
En primer lugar, es importante tener en cuenta que una «apologética de la seducción» conlleva de manera inevitable un riesgo que es inherente al proceso seductor como tal; riesgo que se debe a que la seducción tiene, en su ejecución, unos límites que el seductor no puede determinar a priori, ya que provienen de la persona a quien se pretende seducir, y cuya transgresión produce el efecto contrario al pretendido, es decir, el rechazo. La seducción es en realidad un acto complejo en el que entran en juego no solamente las capacidades del seductor, sino que está radicalmente condicionado por las características de aquel a quien se pretende seducir; características que el seductor deberá tener muy en cuenta si pretende que su accionar tenga éxito, pero que no puede conocer a priori. De no tenerlas en cuenta, la operación se verá condenada al fracaso.
Ante la invitación del creyente para abrir la mente a las ofertas cognoscitivas de la revelación, el no creyente, o el simple filósofo metodológicamente a-teo, puede muy bien considerar que, bajo la apariencia de una reflexión filosófica se está tratando de introducir, sin la debida justificación, convicciones religiosas cuyo fundamento no puede ser otro que la fe. Y esta actitud desconfiada por parte del filósofo no puede ser considerada por el apologeta como un mero prejuicio. Ya la tradición cristiana lo había comprendido muy bien, porque sabía y tenía muy en cuenta que las doctrinas estrictamente reveladas, es decir, aquellas a las que no tiene acceso la razón humana por sus propias fuerzas, no pueden ser fundamentadas racionalmente. Ello no significa, por supuesto, que sean por ello irracionales; tales doctrinas deben ser consideradas más bien como a-racionales, es decir, como inalcanzables por la mera razón.
Por eso, si alguien examina la situación desde una perspectiva estrictamente filosófica, la pretensión de impulsarlo a «pasar el límite» o «atravesar el puente» puede muy bien resentirse como una propuesta inaceptable. De ahí que la teología haya sido considerada como un esfuerzo del creyente para esclarecer sus creencias, y no como un instrumento para convencer a los no creyentes o a los filósofos de la verdad de la revelación. Fides quaerens intellectum, vimos que decía Anselmo de Canterbury y, en Cur Deus homo, encontramos la sabia sentencia que el santo pone en labios de su interlocutor Boso, pero que corresponde a su propia manera de comprender la situación:
Así como el orden correcto exige que creamos las profundidades de la fe cristiana antes de que nos atrevamos a discutirlas con la razón; así también me parce negligencia que, después de que hemos sido confirmados en la fe, no nos preocupemos por entender lo que creemos37.
De acuerdo con esta conocida sentencia, el orden correcto para elaborar una teología exige comenzar por creer, para proceder luego a reflexionar sobre los contenidos de dicha fe. Para ello es necesario que el creyente busque apoyo en los conceptos y en los métodos elaborados por los filósofos, pero examinando si tales conceptos y tales métodos se muestran adecuados para la tarea que se propone realizar. Amonestación que solo tiene validez para los creyentes, pero no cabe extenderla a los filósofos, quienes toman como fundamento de sus reflexiones la evidencia natural y la capacidad de la razón natural.
De ahí la necesidad de una segunda observación, que viene a servir de sustento a la primera, y cuya formulación clara podemos encontrarla precisamente en los escritos de un gran teólogo medieval, a saber, el franciscano Juan Duns Escoto. Al reflexionar como teólogo, se pregunta «si es necesario revelar sobrenaturalmente al hombre en el estado actual una doctrina especial inaccesible a la luz natural de la inteligencia»38 y, para responder, comienza por señalar que, en el sentir de los filósofos, «el hombre, en el estado actual, no ha menester ningún conocimiento sobrenatural; antes, por el contrario, puede adquirir, en virtud de las causas naturales, todos los conocimientos que le son necesarios»39; y para sustentar su opinión acuden los filósofos a las razones de Aristóteles.
Así, luego de presentar «la opinión de los filósofos» y exponer en forma detallada los argumentos que aducen al respecto, procede a desaprobarla; para lo cual, dice, «se arguye de tres maneras», que desarrolla por extenso, presentando cada una de ellas y las respectivas objeciones que se les pueden hacer. Pero lo que aquí nos interesa es la «Advertencia» que hace el franciscano antes de proceder a desarrollar su argumentación; porque en ella podemos leer lo siguiente:
Has de notar que nada sobrenatural se puede demostrar por la razón natural como inherente al hombre viandante (homo viator), ni como requerimiento necesario para su perfección; ni tampoco, cuando lo tiene, puede conocer que le es inherente. Por consiguiente, es imposible utilizar aquí la razón natural en contra de Aristóteles: si se argumenta a partir de lo que se cree, no es razón en contra del filósofo, porque no concede la premisa creída. De ahí que las razones que se elaboran aquí en su contra tienen una segunda premisa creída o probada a partir de algo creído; y así no son más que persuasiones teológicas que van de lo que se cree a los que se cree40.
El teólogo franciscano comienza por dejar muy en claro que no considera posible demostrar que en el ser humano haya algo que tenga carácter sobrenatural, ni tampoco que algo de esa índole le resulte necesario para su perfeccionamiento. En otras palabras, para la razón natural, es decir, para el filósofo que piensa únicamente como filósofo, el ser humano es por completo un ser natural y no tiene necesidad alguna de algo más para su perfeccionamiento. Incluso, señala Duns Escoto, si el ser humano tuviera en sí algo sobrenatural, la razón humana no podría saber de ello. De modo que con tales premisas la conclusión viene a ser contundente: en contra de Aristóteles, es decir, en contra del filósofo no es posible utilizar la mera razón natural para refutar su manera de pensar.
Habiendo llegado hasta ahí, el texto saca una segunda conclusión no menos clara, esta vez dirigida a las razones que se podrían esgrimir en una controversia de ese género: tales razones no pasarían de ser meras persuasiones theologicae, en otras palabras, convicciones del creyente que, aunque son muy respetables, no tienen valor argumental alguno. Lo cual se debe a que la articulación argumentativa parte de algo que se cree, y la conclusión, por consiguiente, termina en algo del mismo carácter, es decir, en una doctrina de fe. Pretender que una conclusión así tenga carácter filosófico viene a constituir una falacia argumentativa.
Ahora bien, no contento con la tesis y su argumento, el texto pasa a refrendar lo dicho, al señalar que un argumento que se fundamenta en algo que se cree no resulta aceptable en filosofía porque falla en al menos una de sus premisas. Ante un argumento de esa índole el filósofo puede muy bien responder como se hacía en las disputas escolásticas para desvirtuar un argumento: nego consequens et consequentiam, es decir, niego la conclusión y también el nexo entre las premisas.
De modo que si la primera observación a una «apologética de la seducción» apuntaba a señalar el peligro que conlleva el procedimiento seductor debido a la posibilidad de suscitar en el seducido una reacción de rechazo, la segunda observación recoge la advertencia del teólogo franciscano y ofrece la razón para ese peligro: el filósofo no puede aceptar conclusiones cuyas premisas contienen elementos sobrenaturales, es decir, doctrinas que provienen de la fe bíblica. Vemos entonces que si la advertencia de Duns Escoto es válida para el teólogo que pretende refutar al filósofo, lo es igualmente cuando trata de convencerlo para que atraviese el «puente» o para que cruce la línea que distingue la filosofía de la fe bíblica.
Sin embargo, ello no es óbice para que el creyente, que acepta el valor de verdad de las doctrinas reveladas, reciba con beneplácito los argumentos que le ofrece el teólogo, y que le hacen ver cómo su comprensión del ser humano se ve ensanchada y enriquecida con los aporte de las doctrinas procedentes de la Biblia. Y tampoco se le puede negar al apologeta cristiano que dé a conocer sus reflexiones antropológicas al no creyente, para invitarlo a dar el paso que lo lleve a creer en tales doctrinas.
Entonces, ¿cómo evaluar el «puente» que María Belén Tell considera haber encontrado en la antropología de Ricoeur y por el cual sería posible transitar pacíficamente de la filosofía a la fe bíblica, así como la invitación que hace Emmanuel Falque para franquear el límite que se interpone entre ellas? En primer término, desde la perspectiva del creyente, la propuesta resulta muy prometedora, porque le ofrece la oportunidad de evaluar en toda su riqueza los aportes de la revelación bíblica para una mejor comprensión del ser humano. No puede negarse que la visión que ofrece la antropología bíblica no solamente no niega la visión que se obtiene desde la mera razón, sino que la amplía y enriquece de manera significativa.
Pero, desde la perspectiva del filósofo las cosas se muestran muy diferentes. Es cierto que esa ampliación podría moverlo a interesarse por la misma y a valorar sus beneficios, es decir, a dejarse «seducir» por la oferta que le hace la teología. Pero no tiene por qué ser así. Él puede muy bien rechazar dicha oferta y considerarla una transgresión inaceptable de los límites que establece el adecuado ejercicio de la razón, y el teólogo no podrá reprochárselo. Porque hemos visto que los argumentos que el teólogo puede esgrimir en su favor no pasan de ser «persuasiones teológicas que van de lo que se cree a lo que se cree»41.
De ahí que mi propuesta de lectura, que no vale únicamente para la interpretación que ha elaborado María Belén Tell de la antropología de Paul Ricoeur, sino también para buena parte del llamado «giro teológico de la fenomenología», es que entendamos esa novedosa «apologética de la seducción» tal como ha sido considerada tradicionalmente toda verdadera apologética, es decir, como una rama de la teología. Es cierto que no cabría identificarla sin más con la llamada teología natural, por razones obvias; pero resulta claro que ella pretende jugar un papel semejante, a saber, servir al creyente como una forma de «preámbulos de la fe» (praeambula fidei), que le ayuden además a confirmarlo en su creencia, así como ofrecerle al no-creyente motivos para apreciar los beneficios que conlleva esa misma fe. Al considerarla como una rama de la teología y no pretender hacerla pasar como filosofía, se evita el peligro de verla rechazada por los filósofos; peligro que explica, a mi parecer, el hecho de que el mismo Paul Ricoeur se hubiera preocupado por no introducir en sus reflexiones filosóficas elementos provenientes de la revelación bíblica. Preocupación que ha llevado a que María Belén Tell califique la filosofía ricoeuriana como «pretendidamente agnóstica»42, cuando el agnosticismo metodológico debe ser considerado como un justificado procedimiento para elaborar una sana reflexión filosófica aceptable para los no creyentes.
De modo que si para el creyente la propuesta de «pasar el Rubicón», a la que lo invita Falque, o de atravesar el «puente», que propone Tell en su interpretación de Ricoeur, puede resultar muy atractiva, ya que en realidad está recorriendo el camino que va de la fe a la razón y no a la inversa; no ocurre lo mismo con el filósofo al que se invita a recorrer el camino en dirección contraria, es decir, a pasar de la razón a la fe; porque, en este segundo caso, puede parecerle que se trata de «cantos de sirena» a los que no puede condescender sin ser infiel a sus compromisos con la razón natural. En realidad, el único puente para pasar de la filosofía a la teología o a la antropología bíblica es la fe.
Por otra parte, si Duns Escoto le advierte al teólogo que debe ser humilde en la formulación de sus argumentos porque los mismos no pueden ser considerados más que como meras «persuasiones teológicas», ello es no es óbice para que, por su parte, el teólogo, o el creyente, no deba aceptar que el filósofo pretenda saber más de lo que su razón le permite conocer. Hablando con propiedad, no se trata de entablar un conflicto entre la teología y la filosofía, sino de diferenciar con claridad las tareas y funciones del filósofo y del teólogo. Y esa fue, como bien lo ha señalado Etienne Gilson en su estudio sobre el pensamiento de Juan Duns Escoto, la intención del teólogo franciscano. Porque la teología puede considerarse desde dos puntos de vista diferentes: uno que la mira con los ojos de Tomás de Aquino y pone la atención en su forma, de modo que la considera como la ciencia que toma como fundamento de sus reflexiones las verdades procedentes de la fe bíblica; y otro que la considera con respecto a su contenido, de modo que se llamará teología toda reflexión que tenga como objeto a Dios, ya sea que tal reflexión se lleve a cabo a la luz de mera razón o a la luz de la revelación. En esta segunda perspectiva, que es la de Duns Escoto, lo que debe diferenciarse ante todo son las funciones de los teólogos y de los filósofos, ya que, más que de una cuestión doctrinal, se trata de una diferencia de actitudes: «Duns Escoto -dice Gilson- piensa menos en términos de "filosofía" y "teología", que en términos de "filósofos" y "teólogos"»43.
De ahí su aguda observación, con la cual doy fin a mis reflexiones, y que espero sirva para aclarar mejor mi punto de vista:
Un cristiano que especula sobre el universo, aun cuando utilice la filosofía, ya no lo hace como filósofo, sino como teólogo. Por ello, por otra parte, Duns Escoto controla tan de cerca a Avicena cuando este se jacta de demostrar como filósofo conclusiones inaccesibles a la filosofía como tal. Para Averroes, todo lo que se mezcla de teología en la filosofía se queda en retórica; para Duns Escoto, lo que Avicena había mezclado en la suya podría en ocasiones ser verdadero, pero él abusaba y corría el riesgo de abusar de los otros haciéndola pasar por filosofía. Un verdadero teólogo no tolera que un filósofo pretenda haber descubierto por sí solo lo que siempre hubiera ignorado si no lo hubiera aprendido de la religión44.