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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

versión impresa ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.61 no.172 Bogotá jul./dic. 2019  Epub 19-Ene-2021

https://doi.org/10.21500/01201468.4462 

Filosofía

La crisis del humanismo: una revisión y rehabilitación de los supuestos del humanismo cristiano ante los desafíos del antihumanismo contemporáneo *

The crisis of humanism: a revision and reconstruction of the foundations of Christian humanism, facing the challenges of contemporary antihumanism

Ricardo Marcelino Rivas Garcíaa  **
http://orcid.org/0000-0002-8311-2803

aUniversidad Pontificia de México; México; México.


Resumen

Después de los excesos y de las contradicciones a las que condujeron los diferentes humanismos que caracterizaron a la Modernidad, tanto ilustrada como tardía, el pensamiento contemporáneo ha caído en un pesimismo, hasta cierto punto justificado, respecto a las potencialidades emancipadoras y humanizadoras de la racionalidad autónoma y crítica que caracterizó a esa época. El pesimismo actual reniega del ser humano como valor y como ideal, también con cierta razón, abriendo el camino a una era antihumanista y posthumana. Desde el punto de vista de la tradición cristiana se pretende recuperar el humanismo; no puede decirse que sea un nuevo humanismo pero sí uno originario. Lo que entenderemos aquí por humanismo cristiano es el resultado de la confluencia entre esas dos tradiciones que configuran el rostro de occidente, (Israel y Atenas). Este debe ser un humanismo autocrítico, mesurado y autolimitado, que bajo el concepto de creaturalidad -y la contingencia que de él se deriva- pretende revalorar al hombre en el marco más general de su finitud y de su necesaria conformidad con la ley natural; de esta manera se busca recuperar ambas raíces y pilares que han definido a la cultura occidental.

Palabras clave: Crisis del humanismo; Dignidad humana; Ley natural; Humanismo cristiano; antihumanismo

Abstract

After the excesses and contradictions that led to the different humanisms that characterized modernity, both illustrated and delayed, contemporary thought has fallen into a pessimism, to some extent justified, regarding the emancipating and humanizing potentialities of rationality autonomous and critical that characterized that era. Current pessimism denies the human being as a value and as an ideal, also with a certain reason, opening the way to an antihumanist and post-human era. From the point of view of the Christian tradition it is intended to recover humanism; it can’t be said to be a new humanism but an originary one. What we understand here for Christian humanism is the result of the confluence between those two traditions that make up the face of the West, (Israel and Athens). This must be a self-critical, measured and self-limited humanism, which under the concept of creaturality - and the contingency that derives from it- aims to revalue man in the more general framework of his finitude and his necessary conformity with natural law; in this way they seek to recover both roots and pillars that have defined Western culture.

Keywords: Crisis of humanism; Human Dignity; Natural Law; Christian Humanism; Antihumanism

1. El Humanismo moderno y sus raíces

La historia de las diferentes culturas viene tejida por distintos hilos, unos de signo positivo y otros de signo negativo. No hay historia de algún grupo humano que se haya construido unilineal y progresivamente. En ellas encontramos tendencias positivas y negativas que se entrecruzan. Como describió Erich Fromm, el ser humano, -que a final de cuentas es quien con su acción configura la cultura y a su vez es moldeado por ella-, bien puede considerarse como un ser paradójico por ciertas contradicciones inherentes a su naturaleza, razón por la cual todo aquello que sea tocado por él quedará marcado con ese sello. Esa es la raíz de la ambivalencia de toda cultura.

En la historia de Occidente, de manera paradigmática, hemos podido testimoniar sucesivos logros emancipatorios y humanos junto a diversas formas de alienación y barbarie. No obstante, aunque la ambigüedad ha marcado esta cultura, es en Occidente donde encontramos una pronunciada tradición humanista, reforzada y tematizada por un pensamiento crítico, antropocéntrico, emancipatorio. Razones suficientes se tienen para identificar al humanismo no solo como un movimiento cultural e intelectual sino como un rasgo que ha definido las expectativas de sentido en esta cultura. Si el humanismo es un fenómeno occidental, es difícil no considerar que las raíces de nuestra tradición humanista vengan de atrás, siendo esas mismas a las cuales se deban los rasgos configuradores del perfil espiritual, moral, social y político de nuestra cultura: nos referimos aquí a la herencia judía y la herencia griega -Israel y Atenas-1, las cuales lograrán sintetizarse en el antropocentrismo cristiano2. La tradición hebrea nos hereda el profetismo bíblico que pone de manifiesto su talante humanista en el compromiso por la justicia y en la consecuente denuncia de la idolatría -recordemos que desde el punto de vista de la tradición profética que leemos en el Antiguo Testamento toda idolatría es encubridora de pecado e injusticia, por lo que no solo atenta contra Dios, sino que implica la profanación del hombre-. El núcleo ético del riguroso monoteísmo judío lo podemos encontrar en ese aporte profético.

Por otra parte, en la herencia helenística ese primer movimiento humanista e ilustrado de occidente se ubica en la filosofía griega, condensado magistralmente en la figura de Sócrates (y más tarde en el estoicismo), que pone el germen de la pregunta reflexiva por el hombre y del principio de autonomía de una razón que dará como fruto la formulación de una «ética humanista», centrada en el ser humano como valor.

En medio de ambas tradiciones se halla el cristianismo, que preparará el terreno para que se alimenten mutuamente, de forma que la tensión entre estas se resuelva en una fecunda complementación a partir de los elementos humanistas que comparten, ubicados en torno a la primacía de una ética -ya no soteriológica sino emancipatoria-, al servicio del hombre, tal cual se ha desarrollado y ampliado desde la Edad Moderna. En ese proceso es decisivo el vector más rico del cristianismo, el de su vertiente antropocéntrica y humanista, el cual incluso sirve de base para el posterior proceso de secularización, el que se produce tras el giro antropológico del Renacimiento, y que servirá de plataforma para el despegue del humanismo moderno3. En la confluencia de estas tradiciones se hace evidente un marcado énfasis antropocéntrico que atravesará nuestra cultura -a pesar de los episodios oscuros de inhumanidad- hasta llegar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Redondeando la tesis de las raíces del humanismo, encontramos por una parte pasajes de la Escritura en los que la centralidad del ser humano es hasta «desconcertante»4, también en los que Dios pide al hombre misericordia y no sacrificios ni holocaustos, con lo que se observa la superioridad del ser humano por encima del culto y de la ley5; por eso, para dicho culto ese Dios exige un corazón contrito6. Además, en la misma escritura se fincan como preceptos indisolubles tanto el amor a Dios como el amor al prójimo. Por otra parte, en la segunda tradición, como lo testimonian los filósofos desde Heráclito hasta el periodo helenístico, se tiene la idea generalizada de que la actividad del pensamiento no tiene como objetivo sino la eudaimonia o la eutimia, es decir, que todas las actividades del hombre que se deriven de su naturaleza racional están encaminadas a alcanzar la felicidad o la vida buena y esto se refleje en la polis, según el modelo del orden del cosmos.

Sin embargo, vale decir, ambas raíces antropocéntricas se entendían de modo acotado, es decir, hay visos de humanismo pero acotado o limitado, lo cual se puede notar en el antropocentrismo hebreo, especialmente en la exigencia moral de armonizar el valor y la dignidad del hombre con la voluntad de Dios, pues aquel fue creado a «imagen y semejanza» de su autor. Mientras que en el segundo caso, el antropocentrismo helénico tendrá como límite la ordenación del microcosmos humano con el orden de la physis y del macrocosmos, como se expresa en un par de fragmentos de Heráclito «1. Los hombres no han llegado al conocimiento de este logos que ha existido desde siempre, ni antes de haber oído hablar de él ni tampoco después. Pues, viniendo todas las cosas a la existencia según este logos, los hombres parecen gentes inexpertas (…) 2. Por ello es necesario seguir lo que es común, pues lo común es lo que une. Pero, aunque el logos es común, la mayoría viven como si cada cual tuviera una inteligencia particular»7. En resumen, las raíces que se encuentran tanto en Israel como en Atenas pueden considerarse humanistas pero subordinadas, relativas o no radicales, porque su antropocentrismo está fundado en algo mayor: Dios o el cosmos, respectivamente.

Empero, los historiadores de sesgo ilustrado coinciden en admitir que el humanismo, en tanto periodo histórico que preludiará a la Modernidad, fue el resultado de la decadencia de la escolástica medieval. El humanismo renacentista originalmente se presentó como una perspectiva que vuelve al hombre hacia la antigüedad clásica y hacia lo terreno, es decir, lo retorna al naturalismo8. Esta postura se sitúa en contra de la visión celestial y escatológica con la que se visualizaba y concebía el mundo en la Edad Media. Eran humanistas aquellos que se dedicaban, en oposición a los studia ecclesiasticis, al cultivo de los studia humanitatis, que incluía, junto a las siete artes liberales, el estudio de historia, poesía, literatura y filosofía moral a partir de la recuperación de los clásicos, con el objetivo de revalorizar el hombre y su dignidad gracias a la penetración directa, real y vivificante de la cultura grecorromana.

Sin embargo, el movimiento humanista del siglo XIV no debe entenderse como una ruptura radical con la tradición medieval. Si bien es verdad que pueden ser identificadas diferencias entre la cosmovisión medieval y el Renacimiento, también lo es el hecho de que durante la Edad Media se conservó el bagaje cultural y literario de la antigüedad por obra de los monjes y se transmitió, en la medida de las posibilidades propias de la época, en la labor de las Escuelas y Universidades. En este sentido, el humanismo inherente en el Renacimiento y en sus antecedentes inmediatos deberá entenderse más como un proceso que mantiene cierta continuidad, amén de los elementos que marcan una ruptura con la tradición medieval9.

Es común a todos los humanistas un redescubrimiento de lo que es el hombre y sus sentimientos, pasiones, fuerza intelectual y sentimiento estético. Todas estas características son exaltadas y puestas en un primer plano de reflexión. De entre ellas podríamos destacar el hecho de que los pensadores de esta época pugnan por permitir un libre ejercicio de la individual autonomía del juicio, rompiendo aparentemente con uno de los principales baluartes del pensamiento cristiano de la época medieval10.

Uno de los principios estructurales de la filosofía cristiana lo constituye el libre albedrío del hombre, puesto que sin él no existe la posibilidad de enjuiciamiento de los actos humanos. En el siglo XV se volvió a poner sobre la palestra el tema espinoso del libre albedrío del hombre, alcanzando una amplísima repercusión entre los humanistas europeos. Inicia la disputa Lorenzo de Valla en su De libero arbitrio11.

Por otra parte, el quehacer ético y político adquiere un valor primario pues es considerado, no desde la observancia de una metafísica trascendente al hombre, sino humanamente fundada, la condición para autodeterminarse individual y colectivamente. Este cambio de énfasis de los tradicionales principios metafísicos y trascendentes de lo humano hacia «iuxta sua propia principia» de las cosas distingue la concepción antropológica de los primeros humanistas. Lo humano se define por su propia naturaleza y no por referencia a las bestias o a los ángeles, como lo podemos observar en la terminología de Pico della Mirandola:

Pero, finalmente, me parece haber comprendido por qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno, por lo tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte que le ha tocado en el orden universal, no solo envidiable para las bestias, sino para los astros y los espíritus ultramundanos. / Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquél a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre que así fue construido, obra de naturaleza indefinida12.

Lo anterior conduce a un replanteamiento del principio de autoridad, aplicable tanto en el plano de conocimiento como, desde luego, al plano del mismo quehacer político, lo cual lleva a una revisión de los fundamentos del poder y de la autoridad civil y política, así como a un paulatino descrédito de la autoridad eclesiástica en materia de asuntos profanos o mundanos. Si una característica es el rescate de la autodeterminación humana a través del libre albedrío, esto necesariamente debería desembocar en una nueva manera de comprender la actividad política y las relaciones sociales. Por tal motivo es que la refutación de los absolutismos en el terreno político supone otra nota característica del movimiento humanista. Ante esto, se propone una configuración de una ciudad construida, querida y programada únicamente por el hombre, reformulando la idea original que la polis tenía en la antigüedad. Con todo ello, el hombre es considerado como faber suae ipsius fortunae (constructor de su propia suerte), con lo que se abona al proceso de secularización que traspasará a Europa, en el que poco a poco el ser humano irá buscando en la razón su fundamento, dando el paso así hacia el racionalismo moderno.

Estas características del humanismo renacentista que produjeron esta exaltación de las manifestaciones netamente humanas están en la antesala de la Modernidad en el que se manifiesta una clara tendencia hacia una concepción naturalista de la realidad, en cuyo centro se encuentra el hombre y sus propias facultades. Desde este punto de vista, y desde entonces, se ha entendido al humanismo como un movimiento cultural en la incipiente cultura moderna en el que hay un interés especial por lo humano en cuanto tal, que contrasta con el interés prevalente por el cosmos o la physis en la antigüedad y por lo divino en el medievo inmediatamente anterior.

Desde entonces el humanismo será también una actitud intelectual que se generalizará en toda la Modernidad y que hará del ser humano el centro de su consideración, exaltando su dignidad ontológica y axiológica por encima del resto de la realidad intramundana. Esta atmósfera y esta actitud contribuyeron a un proceso de radicalización del antropocentrismo que hará eclosión en los siglos XVII y XVIII. Dicho proceso, fue al mismo tiempo causa y resultado de la emancipación respecto a la dependencia de la naturaleza y de lo divino. Precisamente la Modernidad hará del hombre el centro y la clave de comprensión y legitimación de todo: la naturaleza, concebida como objeto de investigación y dominio; la sociedad, fruto de voluntades libres por medio del contrato social; y el mismo Dios, sometido a los dictados de la razón humana y obligado a justificarse ante su tribunal inapelable. Si el το ὄν, el ser, era para los antiguos griegos physis, naturaleza; y para los cristianos medievales el Ipsum Esse Subsistens, es decir, Dios; para los modernos el ser será ante todo el ser humano, comprendido como individuo, y cuya especificidad está en la conciencia (racional y libre). En los albores de esta misma época René Descartes definió como primera e incontrovertible evidencia el ego-cogito, por lo que el ser será concebido como el yo pensante para los modernos. Kant, a su vez, ya en la madurez de este revolucionario periodo histórico, resumirá el sentido entero del filosofar en la pregunta por el hombre. Para el filósofo de Königsberg, las grandes interrogantes de la filosofía -¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué me corresponde esperar?- se resumen en la pregunta: ¿qué es el hombre?

Es evidente que ese antropocentrismo dinamizará poderosamente la Edad Moderna, pues centrada en la afirmación de la autoconciencia, se irá forjando poco a poco como un formidable proyecto de emancipación que tendrá como meta la conquista de la plena autonomía humana y la consecuente felicidad terrena. ¿De qué pretende emanciparse el hombre moderno? De las sujeciones de la naturaleza, de la religión y de la sociedad. El individuo humano ya no se verá a sí mismo como mera parte de la naturaleza, sino que se elevará por encima de ella gracias a su razón, que descubre las leyes naturales y, gracias a su libertad, escapará también de la necesidad natural e instintiva. Sin negar siempre y necesariamente a Dios -sobre todo en los dos primeros siglos de la Modernidad-, el hombre aspirará a desligarse de la tutela de la religión, que ya no ha de legitimar su pensamiento y su acción, sino limitarse a su esfera y a quedar resguardada en la vida privada de los individuos. Por fin, el hombre moderno ya no se sentirá miembro de un orden social superior y anterior a él que le marque su lugar social por naturaleza o por voluntad divina, sino que verá a la sociedad como realidad segunda y derivada, fruto de un cálculo racional y de una decisión entre voluntades libres.

2. La crisis del humanismo y el fracaso de los ideales moderno-ilustrados

Desde la década de los años cuarenta del siglo pasado, los miembros de la Escuela de Frankfurt habían denunciado la contradicción en la que incurrió la Modernidad, que, después de proclamar la emancipación del género humano a través del uso de la razón crítica, esta última se absolutizó a tal grado que terminó dogmatizándose. La razón moderna que prometió esos célebres ideales de «libertad, igualdad y fraternidad», en su tarea desmitificadora, sometió a crítica y a juicio todos los ámbitos de la realidad humana; sin embargo, ella misma no se suscribió a dicho proceso judicial, no se ilustró a sí misma y terminó reducida a nuevo ídolo, nueva superstición, dogma o mito13. En ese sentido, la racionalidad moderna devino irracional. Y, aunque se haya convertido en un lugar común, los grandes acontecimientos del siglo XX refutaron categóricamente las expectativas del proyecto moderno y mostraron el rostro deshumanizante y de barbarie que ocultaba esa razón «irracional» moderna14. Todo ello contribuyó para que se experimentara un desencanto -como decepción- respecto a la idealización del hombre moderno y sus expectativas de sentido humano e histórico se vinieron abajo.

Las promesas humanistas de la Modernidad no se cumplieron: la emancipación progresiva de la razón y de la libertad, la emancipación progresiva del trabajo a partir de la revolución industrial, la del enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, la promesa de redención de las criaturas por medio de la conversión de las almas a través del relato crístico del amor mártir, de la caridad y la solidaridad, -dicho sea de paso, estas promesas secularizadas equivalen a los ideales ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad-, la promesa de la reducción de la brecha entre desarrollo científico técnico y progreso moral y humano, etcétera; ninguna de esas promesas se cumplió y no solo eso sino que los problemas que pretendían resolver se agudizaron por completo. Más aun, la dirección que tomó la sociedad moderna en su evolución fue la del fracaso, decadencia, muerte de las ideologías, muerte de Dios y muerte del hombre, muerte del humanismo. Increíblemente lo que se podría advertir como un horizonte de optimismo y confianza desembocó en desolación y desesperanza, perplejidad y desencanto, apatía e indiferencia15. Esto fue vaticinado por Friedrich Nietzsche en sus escritos póstumos:

Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo. Tal historia ya puede ser relatada hoy, porque la necesidad misma está actuando aquí. Tal futuro ya habla a través de un centenar de signos, tal destino se anuncia por todas partes; para esa música del futuro ya están afinados todos los oídos. Toda nuestra cultura (…) se mueve desde hace ya largo tiempo (…) como hacia una catástrofe: inquieta, violenta, precipitada16.

El siglo XX contribuyó, como ninguna otra época, a hacer patente el agotamiento del proyecto humanista y moderno. Por un lado, las críticas y, por otro, la imposibilidad de triunfar sobre los excesos de la Modernidad en el capitalismo tardío, llevaron a concebir un quiebre de esta época. De dicho quiebre se consideró responsable a la filosofía del sujeto y de la conciencia, características de la Modernidad, cuyas consecuencias se pueden medir hasta Auschwitz y más allá. A partir de la evidente crisis y agotamiento de este proyecto emancipador, comenzó a plantearse la idea de una época antihumanista o post humanista, a la que haremos referencia líneas abajo.

Sin embargo, el núcleo del fracaso antes mencionado lo encontramos en el dictum nietzscheano: «Gott ist tot17. Más que una confesión de ateísmo, esta sentencia es el diagnóstico de una época que implica varias otras muertes: la muerte de un sujeto que se autodefine como criatura, efecto o analogía de un principio que lo trasciende desde el comienzo; la muerte de la metafísica, entendida como perspectiva que establece la distinción categórica entre conocimiento verdadero y falso, entre lo esencial y lo aparente, entre el sujeto y el mundo, y entre pensamiento y fenómeno; la muerte del principio que garantiza la certeza y la posibilidad de la unidad interna en el sujeto, llámese ese principio razón o conciencia; la muerte de la teleología en la historia (es decir, de la historia como marcha ascendente hacia un orden superior) y, con ello, la muerte del principio que permite derivar hacia el futuro la promesa de una redención individual en un reencuentro universal. «El mayor acontecimiento reciente -que “Dios ha muerto”, que la creencia en el Dios cristiano ha caído en descrédito- empieza desde ahora a extender su sombra sobre Europa. (…) Nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más dudoso, más extraño, “más viejo”»18.

En el siglo XX, el filósofo francés Michel Foucault dará continuidad a las implicaciones que en torno al sujeto moderno tuvo la muerte de Dios, lo cual abonará de manera definitiva al rechazo del humanismo que permeará gran parte del pensamiento del último tercio del siglo XX. Nos dice Foucault:

El hombre, la idea de hombre, ha funcionado en el siglo XIX, un poco como había funcionado la idea de Dios en los siglos precedentes. Se había creído, y se creía aún en el siglo pasado, que al hombre le sería insoportable la idea de que Dios no existía («Si Dios no existiera, todo estaría perdido», se repetía), es decir, que espantaba la idea de una humanidad funcionando sin Dios, y por ello surgió el convencimiento de que convenía mantener la idea de Dios para que la humanidad continuara funcionando. Ahora usted me dice: quizás sea necesario que la idea de humanidad exista, aunque solamente sea un mito, para que la humanidad funcione. Quizás sí y quizás no. Igual que sucedió con la idea de Dios19.

Esta provocadora cita evidencia las consecuencias del nihilismo moderno que mata a Dios y que, al dejar un panorama desolador para el hombre, parece encaminar a este hacia su propia disolución: «la muerte de Dios significa el fin de la creencia en fundamentos y valores últimos porque tal creencia respondía a la necesidad de seguridad propia de una humanidad aún “primitiva”»20. De esta manera, el trágico anuncio de la muerte de Dios sería solo la certificación de la muerte de su asesino21. Nos dirá el mismo Michel Foucault:

La muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios, colocando así su lenguaje, su pensamiento, su risa, en el espacio de Dios y cuya existencia implica la libertad y la decisión de este asesinato? Así el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está abocado él mismo a morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan ya el Océano futuro, el hombre va a desaparecer. Más que la muerte de Dios -o más bien, en el surco de esta muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella-, lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno de las máscaras22.

Junto a esta disolución del humanismo (antihumanismo) conviene incluir una perspectiva que se sitúa entre el futurismo y la distopía (promovida inicialmente desde la ciencia-ficción) que ha tenido mucho éxito tanto en la literatura como en el cine y, por supuesto, en la filosofía. Nos referimos al posthumanismo o transhumanismo, la cual se presenta como respuesta a la crisis y agotamiento del humanismo. La obra del filósofo alemán Peter Sløterdijk, titulada Normas para el parque humano. Respuesta a la «Carta sobre el humanismo» de Heidegger23, ha sido considerada como el detonante de esta perspectiva, desde el punto de vista de las ideas24. En dicha obra su autor parece defender y apoyar la manipulación genética de la descendencia como el camino para mejorar al ser humano, debido a que los instrumentos de la educación y el humanismo como ideal civilizatorio (el cultivo de las «letras» y las «artes»), no han dado los resultados esperados, tal y como los acontecimientos históricos más recientes lo han puesto en evidencia. La conclusión es categórica: la cultura humanista ha fracasado y el potencial barbárico de la civilización está creciendo más cada día.

En términos generales el Posthumanismo es un concepto ambiguo, usado de manera plural en la primera década del siglo XXI y es resultado de metamorfosis filosóficas, tecnológicas e históricas. Para el posthumanismo, la técnica es un medio para conseguir un mayor control sobre el mundo natural, sobre nuestros cuerpos y para la misma evolución, garantizando mayores opciones para nuestra vida y permitiéndonos diseñar nuestros cuerpos, nuestro mundo y la dirección del desarrollo de la especie. El citado Sløterdijk ha sido señalado como uno de los máximos promotores de esta corriente, que ve en la técnica una herramienta de liberación y de progreso, capaz de transformar la estructura más íntima del ser humano y hacerle cualitativamente mejor de lo que ha sido hasta el presente.

Como hemos señalado, el posthumanismo pone en tela de juicio el valor de la cultura y de la educación para cambiar la faz del ser humano -que Sløterdijk ve como «domesticación»- y sugiere que a través de las técnicas aplicadas a la vida sería posible vencer barreras y superar límites que el viejo humanismo no permitía ni siquiera contemplar. Sin embargo, los riesgos de esta perspectiva apuntan a la consideración del ser humano ya no como sacra res, según lo expresaba bellamente Séneca25, sino como un objeto moldeable, que puede programarse y diseñarse para conseguir fines nobles, pero posthumanos. El provocativo pensador se refiere directamente a la crianza de seres humanos y al diseño de sus estructuras genéticas. Esta es la idea que sugiere sutilmente en su conocido ensayo, que suscitó un intenso debate en Alemania y una dura polémica intelectual con Jürgen Habermas26.

3. La rehabilitación del humanismo cristiano

El antihumanismo y el posthumanismo constituyen eslabones de una misma cadena que tiene como objetivo disolver el humanismo tradicional y la idea de hombre que está latente en él, como síntesis entre materia y espíritu, ser finito y contingente, y por ello circunscrito en coordenadas espacio-tiempo, aunque llamado a la trascendencia (eternidad). La emergencia de estas visiones no es nada marginal y el replanteamiento del humanismo en clave cristiana que queremos reconstruir debe tener a tales ideologías como interlocutores válidos.

Empleamos la idea de «rehabilitación» no porque se proponga algo novedoso, sino por la necesidad de recuperar y rearmar las piezas que la misma Modernidad desmontó respecto a la concepción antropológica que ahí se fraguó. Esta rehabilitación que proponemos tomará en cuenta cuatro conceptos clave, que nos permitirán ensamblar una adecuada visión de lo humano, a saber: 1) la suprema dignidad de la persona humana; 2) la universalidad e igualdad de tal dignidad; 3) la finitud y contingencia, así como la interdependencia que emanan del concepto bíblico de creación y, 4) una vuelta hacia la noción de ley natural.

El humanismo moderno obligó a revisar los supuestos heredados de la tradición cristiana, principalmente los fundamentos metafísicos y teológicos que se encuentran en la revelación y en la interpretación de los teólogos y escritores eclesiásticos, para formularlos en términos estrictamente profanos. Estos cuatro conceptos que se expondrán a continuación -que bien pueden servir de categorías de análisis de la realidad actual -estaban presentes de manera implícita antes de la crisis del humanismo, sin embargo, hoy son recuperados y explicitados, más como un pensamiento contracultural en un horizonte secularizado en el que dicha tradición tiene algo que decir, o más bien recordar y recuperar.

3.1. La dignidad de la persona humana

En cuanto a la suprema dignidad de la persona, no es este el lugar para hacer una fundamentación metafísica de la persona, pero sí podemos brevemente seguir los pasos que en la historia del pensamiento se han dado en esa dirección. La mayoría de los filósofos de influencia cristiana que se han dedicado al tema han partido de la célebre definición de Boecio: «individua susbstantia rationalis naturae»27. Respecto a la definición actualizada de persona no hay mucho qué agregar. Ramón Lucas Lucas expresa que la persona humana es un sujeto individual racional y disecciona estos términos conceptualizándolos así: Sujeto: alguien que pertenece a sí mismo, que existe en sí y por sí y no en relación o con dependencia de otro. Individuo: que posee una unidad interna en sí misma y es diferente de otros, cada persona es única e irrepetible. Racional: no es un acto que la persona hace, sino un modo de ser; indica todas las capacidades superiores del hombre (inteligencia, amor, sentimientos, moralidad, religiosidad)28. El hecho es que la persona, por su estructura ontológica, y como lo ponen de manifiesto sus funciones o actividades espirituales, tiene valor y dignidad absolutos y, por tanto, es fin en sí misma; esto hace que posea una inviolabilidad y derechos- deberes fundamentales.

Lo anterior se reconoce al caer en la cuenta de que en el universo creado no hay ente más complejo y misterioso como el ser humano. Además, en tanto que todas sus actividades y operaciones tienen como último término la realización de sus propias potencialidades, el propio perfeccionamiento -o la autodegradación, como puede darse el caso-, la persona, y solo la persona, es considerada un fin en sí misma y nunca sólo un medio, mero instrumento u objeto.

Evidentemente, esta concepción parte de la premisa bíblica de la «imago Dei»29, en la que el ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios y cuya vocación es parecerse cada vez más a su creador. Tomás de Aquino, en varios pasajes de la Summa Theologiae fundamenta el valor del ser humano por su referencia a la imago Dei30. Así, por ejemplo, se observa: «Como quiera que se dice que el hombre es a imagen de Dios por su naturaleza intelectual, lo es sobre todo en cuanto que la naturaleza intelectual puede imitarle del modo más perfecto posible (…)»31. Y en el artículo 5o. de la misma quaestio, señalará: «En el hombre se da la imagen de Dios en cuanto a la naturaleza divina y en cuanto a la trinidad de personas, pues en el mismo Dios hay una naturaleza en tres Personas»32. Con estos ejemplos, particularmente lo señalado en el artículo referido, la dignidad del hombre, como receptor de la imagen de Dios, se eleva al máximo, porque aproxima al hombre a la vida del conocimiento y amor interpersonal e infinito de Dios en su Unidad y Trinidad. En este sentido, R. Lucas afirmará que el ser humano se parece más a Dios que a los seres del mundo; aunque sea un ser en el mundo (Heidegger) trasciende el mundo33.

En lo que se refiere a la concepción de la dignidad humana en el pensamiento moderno, no podemos obviar como antecedente el famoso Discurso sobre la dignidad humana pronunciado por uno de los más importantes humanistas del Renacimiento, Pico Della Mirandola, quien pone en boca de Dios la grandeza del hombre para que de acuerdo a su libertad pueda él mismo ser su propio artífice, o autoconstructor, lo cual indirectamente nos remite al Salmo 8, aunque éste enfatiza que la imagen y semejanza para con Dios radica en el señorío sobre la creación, lo cual hace referencia a una idea de excelencia y superioridad que porta consigo el ser humano, al menos en el plano de lo creado34. En el Discurso, por su parte, se puede inferir que ser persona, es decir, ser humano, es darse a sí mismo su propia determinación. Esta tesis será la piedra de toque en la que se sostendrá el valor absoluto e incondicionado de la persona durante la Modernidad. Así lo expone Della Mirandola:

No te he dado, oh Adán, un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa específica, para que de acuerdo con tus deseos y tu opinión obtengas y conserves el lugar, el aspecto y las prerrogativas que prefieras. La limitada naturaleza de los astros se haya contenida dentro de las leyes prescritas por mí. Tu determinarás tu naturaleza sin verte constreñido por ninguna barrera, según tu arbitrio, a cuya potestad te he entregado. Te coloqué en el medio del mundo, para que desde allí, pudieses elegir mejor todo lo que hay en él. No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que elijas. Podrás degenerar en aquellas cosas inferiores, que son las irracionales; podrás, de acuerdo con tu voluntad, regenerarte en las cosas superiores, que son divinas.35

El ser humano es valioso, según el humanista italiano, porque se tiene que hacer cargo de sí mismo. El sentido de excelencia que lleva consigo la dignidad humana radica en la capacidad de autodeterminarse que solo corresponde a este particular ser. Como si hubiera una clara línea de continuidad, la idea de absoluto, como incondicionado o indisponible, que acompaña a la de dignidad humana será expresada con todas sus letras en la Modernidad por Kant. El filósofo de Königsberg, al preguntarse por la ley moral universal que debe guiar la actuación humana, propone como axioma y requisito fundamental de todo obrar moral el siguiente: «obra solo según la máxima a través de la cual puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal»36. La idea anterior es reforzada cuando al indagar por el fundamento de tal imperativo categórico, éste lo hace radicar en la consideración del hombre como fin en sí mismo y nunca como medio de la acción de otro. «En el supuesto de que hubiese algo cuya existencia en sí misma tuviese un valor absoluto, que como fin en sí mismo pudiese ser un fundamento de determinadas leyes, entonces en eso, y solo en eso únicamente, residiría el fundamento de un posible imperativo categórico, esto es, de una ley práctica»37. ¿Qué es eso que tiene un valor absoluto y que es el fundamento de las leyes morales? La persona. Por eso reafirmará Kant de modo más contundente esta idea al señalar en líneas siguientes: «Pues bien, yo digo; el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para el uso a discreción de esta o aquella voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus acciones, tanto en las dirigidas a sí mismo como también en las dirigidas a otros seres racionales, siempre a la vez como fin»38. De ahí que la conclusión de todo fundamento de la moralidad sea la siguiente: «El imperativo práctico será por lo tanto este: obra de tal modo que uses [trates] a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio»39.

En los autores antes mencionados es evidente el valor incondicional que tiene la persona, por lo que se considera poseedora de una dignidad indisponible. De la mano de las ideas anteriores y abonando al humanismo desde la defensa de la dignidad de la persona, los conceptos expuestos por los autores permiten argumentar en favor de esta tesis partiendo de la misma riqueza y complejidad ontológica, de su valor entitativo, más allá de sus orígenes divinos, con tal de lograr mayor capacidad de interlocución a la del discurso religioso o teológico. Esto último no significa negar su condición de criatura, lo cual retomaremos líneas abajo. Pero consideramos en este momento enfatizar el valor que se deriva de su estructura ontológica y existencial, ya que esto nos obliga a no pasar por alto la diferencia entre la persona y los animales, así como la diferencia entre la persona y el artefacto técnico.

Más allá de los intentos de nivelar y de confundir, de homologar y de deconstruir las jerarquías, resulta esencial articular un discurso racional a favor de la riqueza de la persona y justificar su valor ontológico, ético y jurídico especial40. En esta tarea, no basta con identificar las propiedades de los mamíferos superiores que más se asemejan al ser humano y establecer puentes y analogías, sino observar cuál es la esencia del «fenómeno humano», sus propiedades más íntimas y cómo aquéllas explican el despliegue del espíritu que ha desembocado -además de los aspectos negativos que se pueden constatar y prever- en el desarrollo científico, cultural, religioso, tecnológico, estético… de la especie humana en el mundo41. El ser humano -y de allí también la afirmación de su valor incondicionado- es la síntesis de todo el universo, es un universo completo y es un universo aparte42; es un microcosmos.

En oposición a los planteamientos posthumanistas, transhumanistas y antihumanistas, el humanismo cristiano tiene que afincarse en este principio inconmutable. Como dirá M. Beuchot, la dignidad de la persona da al ser humano el derecho fundamental de realizar su finalidad, su destino. Es el derecho de alcanzar su propia esencia43. Ahora bien, alcanzar la propia esencia significa que el ser humano tiene derecho a perfeccionar su propio ser en los diferentes ámbitos y dimensiones que lo constituyen: intelectual, volitivo, corporal, etcétera44. Esta teleología es algo privativo de nuestra especie, es un rasgo de nuestra naturaleza humana, y se puede considerar como uno de los derechos fundamentales y la base para otros más. Cuando decimos que la persona tiene derecho a realizar su finalidad, a configurar su sentido, quiere decir que el ser humano tiene derecho a trazar sus propias metas y dirigirse a ellas para alcanzarlas; eso, en resumidas cuentas, es en lo que consiste tener dignidad y ser fin en sí mismo, según lo señalado por Kant.

3.2. Universalidad y comunidad en igual dignidad

Dado que la dignidad humana es común a «todos y cada uno de los miembros de la familia humana», esto significa que la dignidad es la misma en todas las personas y en razón de ella formamos una koinonía. Respecto a la universalidad de la dignidad humana, lúcidamente expresaba la filósofa judía y monja carmelita, Edith Stein: «para el cristiano no hay extranjeros». Precisamente desde el cristianismo primitivo se ha asumido esa concepción, como san Pablo lo expresa: «En efecto, todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús»45. La igual dignidad entre los seres humanos, más allá de sus diferencias patentes de raza, cultura, género, edad o cualesquiera que sean, constituye una tesis fundamental del humanismo cristiano que le sitúa en el lado opuesto al clasismo, al racismo o gremialismo. La historia reciente nos ha enseñado cuáles son las consecuencias de aquellas ideologías que abren una zanja entre los seres humanos, esas que levantan un muro para dividir entre los que se consideran persona y los que no alcanzan tal condición.

Esta tesis de la universalidad e igualdad, que está expresada desde el primer considerando de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), ha sido fuertemente cuestionada desde hace algunos años por los hechos históricos -pasados y recientes- de xenofobia, racismo, discriminación, segregación. Pero este no es un defecto del principio de universalidad sino en su lectura y aplicación real. Paradójicamente, para algunos, esa igualdad (o al menos «equidad») que no se reconoce en todas las personas sí que debe extenderse también a los artefactos o a los grandes simios (o a los bonobos), pues observan en ellos rasgos muy similares a la humana conditio. Mientras que seres que forman parte de la especie humana, por ejemplo, los seres humanos no-nacidos, los migrantes, los pobres, los discapacitados, etc., se les niega dicha igualdad46.

Desde el humanismo cristiano, y más allá de él, se ha afirmado que todo ser humano, por el mero hecho de serlo, tiene una dignidad inherente que emana de su ser y que tiene que ser respetada más allá de sus expresiones culturales, sociales, sexuales y físicas, como hemos apuntado en el apartado anterior. Si este ser es vulnerable, por causa de su desarrollo incipiente o de una enfermedad que mutile sus capacidades inherentes, debe ser más respetado y amado que cualquier otro, puesto que necesita de la atención de los otros para poder sobrevivir a la dureza de la existencia. En este sentido, la vulnerabilidad física, psicológica, social, económica o espiritual no es un pretexto para descartar -como señala el papa Francisco- el valor de un ser humano, sino un motivo para tener más cuidado de él.

La fundamentación de tal universalidad e igualdad no resulta nada fácil, puesto que lo que se vislumbra a priori entre los seres humanos, como apuntamos, son grandes desemejanzas. Sin embargo, más allá de las apariencias, existe una extraña raíz común, un sistema de necesidades y de posibilidades persistentes, una naturaleza humana que se expresa, analógicamente, en los distintos individuos. Solo se puede argumentar racionalmente a favor de tal igualdad y universalidad si se buscan estos rasgos comunes (universales) que trascienden las apariencias. Ello exige recuperar para el siglo XXI la metafísica, como aquel discurso que va más allá de lo que se manifiesta a los sentidos externos, tal y como en el siguiente apartado se intenta mostrar su pertinencia, pues de los supuestos metafísicos se desprenden enormes implicaciones éticas.

3.3. Finitud: contingencia e interdependencia47

La tercera idea que ponemos en la base para la recuperación del humanismo cristiano es la interdependencia de todos los seres que configuran el cosmos y su contingencia ontológica. Esta tesis emana del concepto judeocristiano de creatio, el cual hace derivar una noción de «comunidad en la finitud», en la que todo está interrelacionado. Desde concepciones no religiosas, esta tesis de la interrelación es comúnmente aceptada. Desde la astrofísica hasta la ecología, se concibe el universo como un entorno donde todo afecta a todo. De igual modo, es posible concebir la insuficiencia ontológica como una impronta universal: nada subsiste por sí mismo, al menos nada de lo finito y creado. La tesis última ha sido clásicamente formulada en la vía possibile et necesarium de Tomás de Aquino, que se resume del siguiente modo: «todo cuanto es, podría no haber existido nunca. Todo cuanto es, dejará de ser. Es, por lo tanto, contingente»48.

De tal afirmación se deriva una idea clara: el ser humano no se ha dado a sí mismo la existencia, ni tampoco él ha traído a la existencia a los otros seres. El ser humano existe pero pudo no haber existido nunca. Esta contingencia tiene enromes consecuencias éticas. Significa en primer lugar que el mundo no le pertenece, como no le pertenece la vida de ningún ser humano, ni siquiera la propia. La existencia es don y, como tal, debe ser cuidada y amada. Esta idea exige respeto y atención hacia toda forma de vida y cuidado por su ser, especialmente la vida humana. El humanismo cristiano no es antropocéntrico, en el sentido en que sí lo era el humanismo moderno -esto es, autosuficiente, soberbio y narcisista-, sino que supone una comunidad en la finitud con todo lo creado y al mismo tiempo una radical dependencia ontológica respecto a su creador. Sí es antropocéntrico en cuanto que pone en el centro al ser humano y su dignidad, sin perder de vista el hecho irrefutable de su insuficiencia existencial -muy a pesar de las pretensiones del posthumanismo o del transhumanismo-, lo cual le compromete esencialmente a vincularse con otros.

Además, esta idea incluye otra: todo cuanto hay es interdependiente, lo que significa que una pequeña alteración en una parte afecta al Todo. La interdependencia se contrapone directamente a la idea de autosuficiencia. El ser humano depende de otros, del entorno, del agua, del aire, en definitiva, del equilibrio ecológico del mundo. Ciertamente se ha vuelto, erróneamente, extremadamente dependiente de sus propias producciones y artefactos. Del mismo modo, las otras especies dependen también del círculo de la vida y de la acción humana. Si todo es interdependiente, la acción no puede percibirse de modo egocéntrico, porque tiene siempre efectos para otros, ya sea a corto o a largo plazo. Esta idea de interdependencia exige responsabilidad49.

Sin embargo, de la idea de interdependencia y de igualdad no se deriva la uniformidad, pues todos los seres son contingentes e interdependientes, pero cada uno tiene su naturaleza, sus propiedades, su complejidad y su riqueza inherente. El ser humano, precisamente, porque puede llegar a ser consciente de su presencia en el mundo, y tiene en sus manos la tarea de hacerse cargo de ello, tiene un grado de responsabilidad mayor a la hora de gestionar su libertad ante sí mismo, ante los demás y ante el mundo. En definitiva, reconocer nuestra condición de criaturas supone, al tiempo, un acto de humildad, un acto de reverencia ante el absoluto y un acto de responsabilidad solidaria ante el prójimo y ante el resto de la creación.

3.4. El retorno a la ley natural50

En cuanto a la cuarta idea para actualizar una propuesta humanista en clave cristiana, conviene recordar lo siguiente: la Declaración universal de los derechos humanos, anteriormente referida, es ciertamente un logro civilizatorio considerable de la época moderna en el intento de fundamentar una visión humanista, capaz de comprometer a la humanidad entera en los momentos de zozobra que siguieron a las dos guerras mundiales. Desagraciadamente, a nadie escapa el hecho de que los resultados obtenidos no corresponden con las expectativas e intenciones originales. Como señala Adela Cortina, «nuestras realizaciones no están al nivel de nuestras declaraciones»51. Los intentos de una ética de validez universal sin un fundamento sólido, quedan a merced de la siempre frágil «buena voluntad de las personas».

Si es admisible la idea de un humanismo cristiano, este se destaca por ser un humanismo autolimitado, modesto en cuanto a sus pretensiones y, sin embargo, fuerte en cuanto al horizonte desde el cual se sostiene; como hemos apuntado al inicio de este apartado, ese fundamento no puede ser sino la dignidad humana. Y en este sentido es pertinente recuperar la llamada ley natural que permite dar consistencia ontológica y ética a la dignidad de la persona humana. Si bien es cierto que el concepto de ley natural hoy en día no goza de buena recepción entre filósofos y juristas, especialmente porque no se considera que sobre el concepto de naturaleza se pueda fundar alguna norma de comportamiento, también es cierto que el pensamiento iusnaturalista que viene de la tradición judeocristiana tuvo una gran influencia en el desarrollo de la perspectiva ética y de algunos conceptos que hoy en día son acogidos como patrimonio del pensamiento humano.

El concepto de ley natural continúa siendo la base de la perspectiva ética que orienta el pensamiento cristiano52. Para el mundo académico su vinculación a una tradición religiosa es motivo suficiente para desautorizarlo, sin embargo, a pesar de ese estigma, la ética cristiana y el pensamiento iusnaturalista que subyace a ella sigue teniendo influencia en millones de personas, a pesar de encontrarnos en un mundo secularizado, razón por la cual permite suponer que continúa siendo de gran interés para la filosofía moral, política y jurídica53.

En cuanto al carácter problemático de la noción de la ley natural, esta ha sido ampliamente cuestionada en la filosofía moderna y contemporánea. Ello se debe precisamente a que, según como se asumió en el cristianismo, independientemente de sus procedencias, esta ley se funda en la existencia de una naturaleza humana, cuestión que se encuentra implícita en los anteriores conceptos expuestos en este apartado (dignidad, universalidad, finitud). El existencialismo y el estructuralismo, desde diferentes supuestos, negaban la existencia de una naturaleza o esencia, ya que desde el punto de vista del primero, el ser humano se iba haciendo a sí mismo a partir de sus elecciones; mientras que para el segundo, el ser humano termina siendo el resultado de sus estructuras inconscientes y de condicionamientos externos, lo que pone en duda el papel de la conciencia y de la libertad humana no solamente como elementos para la configuración de sí, sino como rasgos «esenciales».

Por otra parte, el «naturalismo» filosófico -aunque no podemos referirnos a él como una corriente uniforme y homogénea- en términos generales sostiene la reductibilidad de la naturaleza, incluida la humana, a meros procesos causales físicos, sin referencia alguna a teleologismos o intencionalidades extrínsecas. El evolucionismo y el nihilismo de corte nietzscheano formarían parte de ese naturalismo. Las diferentes concepciones en la época posmoderna son partidarias del relativismo y del contextualismo que es posible encontrar como rasgo generalizado en las filosofías contemporáneas. Es evidente que tales posturas filosóficas representan un enorme reto para los intentos de rehabilitación de las nociones de ley natural y naturaleza humana.

Erich Fromm, desde su propia tradición filosófica y psicológica, lanzó una propuesta de rehabilitar una noción de naturaleza humana, pues está convencido, como él mismo señala, de que «las fuentes de las normas para una conducta ética han de encontrarse en la propia naturaleza del hombre [ya que] las normas morales se basan en las cualidades inherentes al hombre»54. Para Fromm la complejidad del ser humano ha sido simplificada demasiado por los saberes científico-tecnológicos, al grado que ha provocado en el hombre el desconocimiento de sí mismo; por ello considera necesario reivindicar el conocimiento del hombre, como «ciencia del hombre»55. Tal conocimiento ha de ser el conocimiento crítico de la completa realidad humana, cuya explicación tendrá en cuenta la condición subjetiva propia del hombre, la comprensión de lo que él ha dicho y dice acerca de sí mismo, de sus intenciones, de sus deseos, de sus anhelos, del sentido de sí mismo y su propia existencia56. La posibilidad de dicha ciencia descansa, pues, sobre la existencia misma del hombre: «el concepto de una ciencia del hombre descansa sobre la premisa de que su objeto, el hombre, existe y de que hay una naturaleza humana que caracteriza a la especie humana»57. No deja de ser un punto problemático de la cuestión, debido a la dificultad de definir satisfactoriamente la naturaleza humana, pues muchas corrientes de la filosofía contemporánea arguyen que se trata de una construcción teórica y, sin embargo, conducen a una simplificación reduccionista del mismo ser humano58.

Suscribiendo la propuesta de Fromm, pero volviendo a la tradición cristiana, consideramos pertinente señalar que, desde su sentido tradicional, la noción de naturaleza nos remite no a un determinismo metafísico, sino al carácter dinámico que se deriva del particular modo de ser de cada ente. El término physis deriva del verbo phyein que se refiere a lo que es generado, que nace y crece, lo cual hace sentido con la expresión latina nasciture, que se refiere también a lo que nace y se despliega; en suma, a la naturaleza. En sentido filosófico, la naturaleza es la esencia considerada como principio de operación del ente. Particularmente en el ser humano, ese principio de operaciones es abierto, dinámico, no sujeto a la necesidad sino que, asentado en un núcleo común a todos los seres humanos, en el que se incluye también contingencia y posibilidad, creatividad, socialidad, corporalidad; es decir, todo aquello que deriva del ejercicio de la inteligencia, de la voluntad libre y de los apetitos sensibles de los seres humanos.

Ahora bien, ¿qué sería la ley natural? Es la propia naturaleza del hombre59 en cuanto sirve de principio de orientación de sus actividades conscientes y libres y las dirige a su fin último. «Este es el concepto de la ley natural, la cual siendo acción de un legislador, está de un modo formal y propio, como en sí misma, en el legislado. (…) Así, pues, llamamos ley natural a la misma esencia del hombre»60. Ella, al tiempo que pone las bases para una ética normativa, expresa la plena libertad al afrontar la cuestión de cómo se deben realizar, garantizar y promover los derechos humanos. El humanismo cristiano admite que solo contemplando la naturaleza es posible verificar la presencia de un orden que la razón puede descubrir y la voluntad capta como norma de vida. Una ley no escrita y sin embargo impresa en la naturaleza humana, de la que emanan exigencias morales de valor universal que superan las diferencias de raza, pertenencia, límites de espacio y tiempo, para erigirse como principio de juicio y obligatoriedad moral y jurídica que la conciencia percibe como forma de libertad para la plena realización de sí en el respeto a la dignidad de la persona y de toda persona61.

La ley natural no es una invención del cristianismo, como sostienen quienes quieren liquidar ese concepto o quienes quieren únicamente circunscribirla al ámbito de la fe personal de los creyentes y buscan limitar su obligatoriedad para las demás personas62. La doctrina de la ley y el derecho natural tiene en la cultura occidental antiquísima raigambre, hunde sus raíces en la tradición griega, desde Heráclito hasta el estoicismo tardío, y es el eje de toda su filosofía ética y jurídica, y si algunos pensadores antiguos y modernos la han desconocido y le han negado validez, ello no puede explicarse sino por la famosa sentencia de Cicerón, de que no hay ningún error que no haya tenido un hombre talentoso para sostenerlo. Desde esta consideración, la noción de ley natural precede a cualquier religión, pues remite a una categoría originaria. En el mismo sentido, el humanismo no es propiedad de una postura filosófica como tampoco de religión alguna. Lo humano del humanismo no es una pertenencia sino una realidad que recorre épocas, religiones y filosofías. Donde hay un ser humano habrá humanismo. No puede prescindirse de él ni arrogarse sus insignias. Es claro que los diversos movimientos culturales le han ido dando forma, le han conformado al aquí y ahora existencial en el que se está anclado. El humanismo no se vuelve posesión sino una tarea, no es un galardón sino un deber, que en este caso el pensamiento cristiano ha asumido históricamente63.

Precisamente, en ese mismo tenor, la ley natural no es privilegio de una tradición religiosa, sino que detrás de esa expresión se esconde la maduración de la razón humana en diferentes épocas históricas, en su intento por saber captar la realidad y dar una respuesta inteligente y permanente a los interrogantes que ella misma plantea. Cicerón definió la ley natural en los siguientes términos:

Existe una ley verdadera; es la recta razón, conforme a la naturaleza, universal, constante y eterna, la cual con sus mandatos, indica el deber y, con sus prohibiciones, nos aparta del mal. Ella no manda y prohíbe nada en vano aun cuando no disuade a los malvados. Esta ley no puede ser modificada ni se le puede quitar parte alguna, tampoco es posible abolirla totalmente; ni a través del Senado o del pueblo nos podemos librar de ella ni es necesario buscar a quien la explique o la interprete. Y no habrá una ley en Roma, y una en Atenas, una ahora y otra después; sino una sola ley eterna e inmutable gobernará a todos los pueblos de todos los tiempos, y un solo Dios será como la guía y el señor de todos: él, precisamente que ha concebido, redactado y promulgado esta ley; que el hombre no puede desobedecer sin huir de sí mismo y sin renegar su naturaleza humana y sin, por lo mismo, incurrir en una gravísima pena aun cuando pudiera escaparse de los castigos ordinarios64.

Lo que dice el filósofo romano se encuentra ya en el filósofo griego y también en Israel bajo la expresión de «ley de Dios». En la concepción bíblica el derecho no se limita a la ley promulgada por una autoridad. Es concebido como un orden que Dios mismo ha puesto en la creación y ha establecido para su pueblo para que aprenda a encontrar su voluntad y a ponerla en práctica como premisa y condición para su felicidad. En la Escritura el tema del derecho se asocia frecuentemente con la justicia. La relación pone de manifiesto el primado de la conciencia que se siente siempre comprometida en la búsqueda de la justicia mediante la aplicación de un derecho que no puede ser únicamente aquel codificado, sino que debe captar el sentido profundo de la voluntad del creador. Por ese motivo, la concepción bíblica aporta una originalidad a la concepción griega y romana, a saber: la justicia no consiste únicamente en respetar una norma, aunque fuera la más perfecta que se pueda formular, y no se concluye en garantizar la igualdad entre todos los sujetos. La justicia, que se conjuga con el derecho, tiene que ser capaz de hacer aflorar la verdadera necesidad de toda persona de encontrar su lugar y desarrollar el papel que le corresponde en la comunidad.

Más allá de prejuicios o visiones ideológicas, nos encontramos en todas partes con la misma idea de fondo: existe una ley, tiene que existir una ley, que no tiene al hombre por autor. Esta ley le es dada para que pueda dirigir sus actos de modo que busque siempre el bien, para ser feliz, y evitar el mal para no incurrir en la pena65. Lo que los griegos llamaban «justo por naturaleza», se transforma en los romanos en ius naturale, y en el pueblo escogido en mišpat Yhwh.

En épocas diversas y en diferentes lugares surge, a pesar de todo, una idea fundamental y compartida; existe un contenido ético que el hombre reconoce por sí mismo, inmediatamente, casi de modo instintivo e intuitivo, como una norma que debe obedecer para poder vivir conforme a lo que es y que se refleja en aquel espacio inmenso y diversificado que es la naturaleza. Para decirlo con una expresión sintética de Tomás de Aquino, «la ley natural es la participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios»66. Esta definición tomasiana logra describir el sentido profundo de la ley natural como el ejercicio que todo ser humano realiza de la propia razón y de la libertad, las cuales reconocen lo que es conforme, coherente y conveniente para que la persona alcance la plena realización de sí misma: ese es el ideal humanista por excelencia.

La ley natural, como fue concebida en la antigüedad, tenía su propio espacio vital porque se colocaba en una lectura metafísica y religiosa del mundo; hoy las diversas formas de secularización han modificado nuestra actitud hacia el mundo y, por consiguiente, la misma ley natural ha sufrido una comprensible, aunque injustificada marginación. En el pensamiento cristiano el humanismo es categórico y determinante, pero la obediencia a la ley natural permite mantener siempre la reverencia tanto al orden natural de las cosas como al creador de ese orden y, específicamente, una reverencia y sacralidad hacia el ser humano que participa de ese mismo orden; sin embargo lo hace no mecánicamente sino a través de su libre y consciente decisión personal.

Epílogo

Para cerrar este escrito, y al mismo tiempo dejar abierto el tema aquí discutido, nos planteamos las siguientes cuestiones: ¿hay algo común a toda la humanidad, valores, normas válidas siempre para todos, más allá de la relatividad de las épocas y culturas, tradiciones y creencias? Aún más, ¿es posible un discernimiento para poder descubrir o redescubrir estos valores y realizarlos? Los esfuerzos existentes en el mundo contemporáneo hacia la justicia, la paz, la tutela de la creación, la dignidad humana y los derechos universales serán vanos, a pesar de todas nuestras buenas intenciones, si no están basados en un fundamento de valor que vaya más allá de la siempre frágil buena voluntad humana.

Un verdadero humanismo, entonces, tiene necesidad de volver a proponer, de manera convincente y creativa, una metafísica centrada en el valor fundamental de la ley natural inscrita en la naturaleza humana como una contribución que la razón universal ha sabido aportar a la historia de la humanidad; contribución que no excluye sino que asume los aportes originales y profundos de la tradición cristiana, pues en esta se hace patente una visión integral del ser humano, en cuanto a las dimensiones que componen la unidad indisoluble de la persona, su dignidad absoluta, así como en cuanto a la doble impronta que nos define en esencia: finitud y trascendencia. Finitud por nuestra condición de criatura; y trascendencia en un sentido acotado y humilde, pues el reconocimiento de la propia limitación y fugacidad de la existencia, nos abre a un horizonte de sentido pleno que, más que ser el resultado de nuestros continuos esfuerzos, tiene que ser tenida como un don.

Un humanismo cristiano, desde nuestro punto de vista, es un humanismo crítico, ilustrado y autolimitado, pero no pesimista sino esperanzador, en cuanto que la trascendencia a la que se aspira es una que se trasciende a sí misma, pues pertenece a otro orden67.

Si la crisis del humanismo debe ser superada, lo será no desde una visión cosmocéntrica, teocéntrica, tecnocéntrica o mercadocéntrica, o desde una ideología alienante. El humanismo se ha desvirtuado en la medida en que se ha identificado con alguna de las producciones humanas y estas se han fetichizado. La crisis del humanismo deberá superarse en pos de la ética, de la supervivencia de la especie y del cuidado de nuestra casa común, siempre y cuando se asuma una posición sobre la persona humana y su dignidad en sus justas y proporcionadas dimensiones. En esa tarea no se puede negar el aporte de la tradición cristiana y su concepción del ser humano, y dicho aporte debe seguir manteniéndose en la actualidad, en estos tiempos de riesgo e incertidumbre.

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1 Jürgen Habermas, «Israel o Atenas: ¿A quién pertenece la razón anamnética? Johann Baptist Metz y la unidad en la pluralidad multicultural». En Jürgen Habermas, Fragmentos filosófico-teológicos (Madrid: Trotta, 1999), 89-100. Véase, Jürgen Habermas, Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad (Madrid: Trotta, 2001).

2Véase, José Antonio Pérez Tapias, Claves humanistas para una educación democrática (Madrid: Anaya, 1996), 185-216.

3Véase, José Antonio Pérez Tapias, Claves humanistas para una educación democrática, 190-191.

4Génesis 1, 26; 1, 28; Salmo 8, 4-9.

5Oseas 6,6-7; Mateo 9,10-13; Mateo 12,1-8.

6Salmo 58, 18-19.

7Fragmentos de Diels Kranz no. 22, citados en G. S. Kirk, j. E. Raven y M. Schofield, Los filósofos presocráticos, vol. 1. (Madrid: Gredos, 1981).

8«Anime belle et di virtute amiche / Terrano il mondo: poi vedrem lui farsi / aureo tutto et pien de l’opre antiche». Francesco Petrarca, Soneto CXXXVII. Véase: Miguel Ángel Granada, «¿Qué es el Renacimiento? Algunas consideraciones entre el concepto y el periodo», Cuadernos sobre Vico 4, (1994), 123-148.

9A este respecto puede revisarse el capítulo dedicado a las relaciones entre el pasado escolástico medieval inmediato y el pensamiento renacentista en la obra de Paul Oskar Kristeller, El pensamiento renacentista y sus fuentes (México: FCE, 1982).

10Sin embargo, esta afirmación debe ser tomada con cuidado. Aunque es verdad que en la Edad Media existe una norma negativa del pensamiento humano, el dogma o el artículo de la fe, debe tenerse en cuenta también que una de las características que distingue a ese periodo es «la gran libertad espiritual». La existencia durante el medioevo de los concilios y los sínodos ejemplificaría esta libertad latente. Ante la heterodoxia existente la sociedad medieval reacciona más de manera racional. Cf. Etienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval (Madrid: Rialp, 2004). La inquisición, que fue fundada en 1184 surge en realidad como una respuesta a la herejía de los cátaros, quienes amenazaban con la fuerza de las armas. Ello explicaría los métodos propios que se han hecho famosos por parte del Tribunal del Santo Oficio. Pero es un hecho que no se trata de la primera herejía a la que se enfrentó la ortodoxia cristiana. Los anteriores movimientos disidentes no necesitaron más fuerza que la de la razón para ser sofocados, porque en sí mismos eran movimientos intelectuales que no habían buscado en la violencia física su afirmación, por lo que su combate se reducía a disputas dialécticas. Pero cuando entra en juego la estabilidad del statu quo, la respuesta no se hizo esperar en los mismos términos en que se plantea la amenaza.

11 José Luis Canet, «Humanismo cristiano. Trasfondo de las primitivas comedias». En Relación entre los teatros español e italiano. Siglos XVI al XX, Actas del simposio internacional celebrado en Valencia (21-25 de noviembre de 2005) (Valencia: Universidad de Valencia, 2007), 24.

12 Giovanni Pico Della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre (Medellín: Editorial π, 2006), 4.

13 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración (Madrid: Trotta, 2016), 59-68.

14 Ricardo Marcelino Rivas García, Ensayos críticos sobre la posmodernidad. Crisis del sentido de la vida y la historia (México: Universidad Intercontinental, 2013), 24.

15Ricardo Marcelino Rivas García, Ensayos críticos sobre la posmodernidad. Crisis del sentido de la vida y la historia, 42.

16 Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder (Madrid: Edaf, 2006), 31.

17«Dios está muerto»: Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia (Madrid: Alianza, 1988) § 125. Cabe mencionar que fue Hegel quien primero tematizó esta noción en la Fenomenología del espíritu (México: FCE, 1966) 433ss; pero en un sentido distinto. Nietzsche la menciona previamente sin desarrollar, al inicio del tercer libro (§ 108: «Neue Kämpfe») de La gaya ciencia. Será con el parágrafo intitulado: «Der tolle Mensch» («El hombre frenético» -o «el Loco»-), en el § 125 donde comienza la exposición más estremecedora de su significado.

18F. Nietzsche, La gaya ciencia, § 343.

19 Michel Foucault, Conversaciones con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan (Barcelona: Anagrama, 1969), 90.

20 Gianni Vattimo, «La crisis de la subjetividad de Nietzsche a Heidegger», en Ética de la interpretación (Barcelona: Paidós, 1991), 135-136. En este sentido Martin Heidegger había considerado al humanismo como sinónimo de metafísica, porque solo sobre la base de una teoría general del ser, sería posible construir una concepción del hombre: «lo particular y propio de toda metafísica se revela en el hecho de que es “humanista”». Martin Heidegger, «Carta sobre el humanismo», en Hitos (Madrid: Alianza, 2001), 265. Consecuentemente, Heidegger interpreta la crisis del humanismo como el aspecto primordial de la crisis de la metafísica, porque considera que la «antropología» es la «metafísica» del hombre.

21Véase, Gianni Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna (Barcelona: Gedisa, 1987), 147-148; E. Fernández Armendáriz, «La globalización del nihilismo europeo», en E. Gasson Lara, comp., Encuentros con Nietzsche (Chihuahua: Universidad Autónoma de Chihuahua, 2002), 36-37.

22 Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas (México: Siglo XXI, 2005), 373-374.

23 Peter Sløterdijk, Normas para el parque humano (Madrid: Siruela, 2008). Sobre el posthumanismo, véase Francis Fukuyama, Our Posthuman Future: Consequences of the Biotechnology Revolution (London: Profile Books, 2003); J. Ballesteros y E. Fernández Ruiz-Gálvez, Biotecnología y posthumanismo (Pamplona: Aranzadi, 2007); A. Cortina y M. A. Serra, coords., Análisis: singularidad tecnológica (Barcelona: Fragmenta Editorial, 2015).

24Por lo que se refiere al punto de vista de la ciencia y de la tecnología aplicada al mejoramiento humano, los trabajos de Raymond Kurzweil pueden considerarse paradigmáticos. Véase R. Kurzweil, La era de las máquinas espirituales (Barcelona: Planeta, 1999) [ed. orig. The Age of Spiritual Machines (1998)]; R. Kurzweil y T. Grossman, Fantastic Voyage: Live Long Enough to Live Forever, («Un viaje fantástico: vivir lo suficiente para vivir para siempre») (New York: Plume, 2004); R. Kurzweil, La Singularidad está cerca. Cuando los humanos transcendamos la biología (Berlín: Lola Books, 2012) [ed. orig. The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology, (2006)]; R. Kurzweil, Cómo crear una mente (Berlín: Lola Books, 2013) [ed. orig. How to Create a Mind: The Secret of Human Thought Revealed (Viking Press, 2012)]. También pueden incluirse en esta literatura transhumanista los bestsellers del historiador judío Yuval Noah Harari, Sapiens. De animales a dioses (México: Debate, 2018) y Homo Deus. Breve historia del mañana (México: Debate, 2018).

25«Homo, sacra res homini»: Séneca, Cartas morales a Lucilio, Epístola XCV (Barcelona: Orbis, 1984) vol. 2, 97.

26Véase Jürgen Habermas, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal? (Barcelona: Paidós, 2002).

27 Boecio, De duabus naturis et una persona Christi adversus Eutychen et Nestorium liber, 3 (París: Migne, 1847, tomo 64), 1343. Antes de este teólogo y jurista romano, son significativas las aportaciones de los Padres Conciliares de Nicea (325), Éfeso (431) y Calcedonia (450), como de los Padres Capadocios, que aluden a la distinción entre ousía e hypóstasis, para explicar el misterio trinitario. Para la Edad Media fue la definición de Boecio que sirvió de base para las posteriores discusiones trinitarias, cristológicas y antropológicas. Ricardo de Saint Victor (ca. 1110-1173), en su tratado De Trinitate, define: «persona est rationalis naturae individua existentia […] Hoc itaque commune est omni substantiae humanae, angelicae, divinae»: («La persona es una existencia individual de naturaleza racional y se dice comúnmente de la substancia humana, angélica y divina»). R. de Saint Victor, De Trinitate, Liber IV, XXIII, en Patrologiae. Cursus completus, 196, París: Migne, 1847), 946. Tomás de Aquino asume y desglosa la definición boeciana (Suma Theologiae I q 29, a 1-3; Expositio super librum Boethii De Trinitate. [edición de A. García Marques y J. A. Fernandez], (Pamplona: Eunsa, 1986).

28Véase Ramón Lucas Lucas, Horizonte vertical. Sentido y significado de la persona humana (Madrid: BAC, 2008); Ramón Lucas Lucas, El hombre espíritu encarnado. Compendio de filosofía del hombre (Salamanca: Sígueme, 2003).

29Génesis 1, 26. Véase Salmo 8.

30Desde la quaestio 29 de la prima pars aborda el tema de la persona explicando la definición de Boecio y enfatizando el hecho de la subsistencia y la incomunicabilidad. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 29, a.1.

31 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-I, q. 93, a.4. c.

32Tomás de Aquino, Summa Theologiae, q. 93, a. 5. c.

33Ramón Lucas Lucas, Horizonte vertical. Sentido y significado de la persona humana, XIII.

34Véase Salmo 8: «(4) Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas, que fijaste tú, (5) ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán (ben adam) para que de él te cuides? (6) Apenas inferior a un dios (‘elohîm) le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor; (7) le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies».

35Giovanni Pico Della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre, 5.

36 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Barcelona: Alianza, 2012) [4:402], 94.

37Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, [4:428] 137.

38Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, [4:428] 137.

39Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, [4:429] 139.

40 Francesc Torralba, «Un humanismo cristiano para el siglo XXI», en F. J. Sancho F. coord., Edith Stein: Antropología y dignidad de la persona humana (Ávila: CITES, 2009), 13-27.

41Quienes argumentan en contra del humanismo tendrían que mantener dos tesis que nos dejarían atrapados en una doble paradoja: la primera sería una tesis evaluativa, que en coherencia nos pone frente a un dilema; esta tesis sostendría que los seres no humanos (animales, máquinas) tienen valor intrínseco independiente del uso que otros hagan de ellos, pero ¿cuántos o quiénes de los que sostienen una idea semejante estarían dispuestos a ser instrumentalizados, o a ser reducidos a objetos, o a ser tratados como cualquier otro ser de la naturaleza, o a servir a una máquina o a otro animal, o a ser un mero eslabón en la cadena alimenticia? La segunda tesis podemos llamarla «psico-comportamental», y afirmaría que los que creen en la primera tesis tienen un mejor comportamiento ambiental (tratarían mejor a robots o animales) y por tanto serían «mejores seres humanos», que los que no lo creen y no se comportarán de ese modo. Ambas tesis del no˗antropocentrismo presuponen al hombre, por lo que se puede incurrir en una circularidad o una paradoja. Entonces, no se trata de renunciar al ser humano, no se trata de devaluarlo. Según nuestra postura, y de la mano de lo que nos dice el Papa Francisco, hace falta convertir a las personas hacia la fe en el valor intrínseco de la naturaleza no humana que no sea antihumana. Cf., Francisco, Laudato si (Roma: Editrice Vaticana, 2015), n. 216 ss.

42Véase, «En el firme terreno de la dignidad», en Carlos Llano Cifuentes, Viaje al centro del Hombre (Madrid: Rialp, 2003), 11-23.

43 Mauricio Beuchot, Filosofía y derechos humanos (México: Siglo XXI, 1993), 60.

44Ahora bien, como ningún ser humano puede perfeccionarse desde que se está gestando en el vientre materno a sí mismo, tiene derecho a que otras personas (sus padres, sus tutores) le vayan dando bienes que lo irán perfeccionando paulatinamente: derecho, en primer lugar, a que viva, a que se eduque, etc., hasta que llegue a la edad en que pueda valerse por sí mismo. Llegada esa edad, la persona sigue teniendo derechos que le permiten, ahora, vivir por sí mismo, dignamente. Véase E. Aguayo, Pensamiento e investigaciones filosóficas de Mauricio Beuchot (México: Universidad Iberoamericana, 1996), 72.

45Gálatas 13, 26-28; Colosenses 3, 11.

46A este respecto tiene mucho sentido la expresión de P. Serna: «no hay acto más fuerte de disposición sobre un ser humano que establecer si lo es o no». Véase «El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo de fin de siglo», en C. I. Massini y P. Serna, El derecho a la vida (Pamplona: Eunsa, 1998), 23-79. Desde otros supuestos teóricos pero con relación al tema de la desigualdad, Adela Cortina acuñó el término «aporofobia» para referirse al sentimiento de rechazo no solo al extraño sino principalmente al pobre, el desigual y excluido por antonomasia. Véase A. Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia (Barcelona: Paidós, 2017).

47Véase Agustín de Hipona, Enarrationes in psalmos, 134, 4; Tomás de Aquino, Contra Gentiles I, cap. XV, núm. 4; Suma Theologiae I, q2, a3.

48«Si hay un tiempo en que un ser no existió y después existió, éste fue sacado por alguien del no ser al ser. No se sacó a sí mismo, porque lo que no existe no puede obrar. Si, en cambio, fue sacado por otro, éste es primero que él. Pero hemos demostrado que Dios es la causa primera. No ha comenzado, por tanto, a ser ni ha dejado de ser, porque lo que siempre existió tiene virtud para existir siempre. Es, pues, eterno. Vemos en el mundo ciertas cosas que pueden ser y no ser; por ejemplo, seres generables y corruptibles. Ahora bien, todo lo que puede ser tiene una causa; porque como de suyo está dispuesto igualmente a una y otra cosa, “ser o no ser”, es necesario que, si existe, sea por la acción de una causa. Aristóteles ha probado que en las causas no se puede proceder indefinidamente. Ha de admitirse, pues, un ser necesario. Por otra parte, todo ser necesario o tiene causa de su necesidad fuera o es necesario por sí mismo. Y no se ha de proceder indefinidamente en la serie de seres necesarios que tienen la causa de su necesidad fuera de sí mismos. Hemos de admitir, entonces, un ser primero necesario, y necesario por sí. Tal es Dios, causa primera, como ya se ha dicho. Dios es, por lo tanto, eterno, por ser eterno todo ser necesario de por sí». Tomás de Aquino, Contra Gentiles I, cap. XV, núm. 4. Véase Ricardo Marcelino Rivas García, Dios y la religión como problemas filosóficos (México: Universidad Intercontinental, 2016), 41-45.

49Como señala C. Llano: «El hombre no está hecho para conservar el universo. El universo está hecho para que el hombre pueda habitarlo; por eso el hombre tiene que cuidarlo, porque es su hábitat, donde vive». Carlos Llano Cifuentes, Viaje al centro del Hombre, 6.

50Un análisis y una exposición detallada de la teoría clásica tomista sobre la ley natural se encuentra en M. Losada Sierra, «Origen y desarrollo del iusnaturalismo en Tomás de Aquino». Revista de Relaciones Internacionales, Estrategia y Seguridad 2, Vol. 4 (2009): 109-125. Véase Rino Fisichella; «Posmodernidad y Humanismo Cristiano», Cuestiones Teológicas 89, Vol. 38 (2011): 121-133.

51 Adela Cortina, Ética de la Razón Cordial (Oviedo: Nobel, 2009), 48.

52Véase A. Tonello, «Ley Natural», en F. Fernández Labastida y J. A. Mercado, eds., Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, consultada en julio 30, 2018, http://www.philosophica.info/voces/ley_natural/Ley_natural.html.

53Véase Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural (Roma: Editrice Vaticana, 2009).

54 Erich Fromm, Ética y psicoanálisis (México: FCE, 2010), 19.

55 Erich Fromm, La revolución de la esperanza: hacia una tecnología humanizada (México: FCE, 1985), 106.

56La propuesta de Fromm acerca de una ciencia del hombre pretende ser lo más integral posible, como él mismo lo expresa: «debiera llamarse (…) “ciencia del hombre”, una disciplina que trabajaría con los datos de la historia, la sociología, la psicología, la teología, la mitología, la fisiología, la economía y el arte, en cuanto fuesen relevantes para comprender al hombre». Erich Fromm, La revolución de la esperanza: hacia una tecnología humanizada, 64.

57Erich Fromm, Ética y psicoanálisis, 33.

58Véase de Erich Fromm, El corazón del hombre: su potencia para el bien y para el mal (México: FCE, 1995), 134-135; Anatomía de la destructividad humana (México: Siglo XXI, 1983), 223- 224; Ética y psicoanálisis, 35-36; La revolución de la esperanza, 64-66. Asimismo véase también: J. A. Pérez Tapias, Filosofía y crítica de la cultura (Madrid: Trotta, 2000), 172-179.

59Siguiendo el documento de la Comisión Teológica Internacional, podemos suscribir la siguiente conceptualización: «la naturaleza humana se define por todo un conjunto de dinamismos profundos, de tendencias, de orientaciones dentro de las cuales surge la libertad. La libertad supone que la voluntad humana sea “puesta en tensión” por el deseo natural del bien y del fin último. El libre arbitrio se ejercita entonces en la elección de los objetos finitos que permiten alcanzar este fin. En relación a estos bienes, que ejercen sobre ella un atractivo que no es determinante, la persona conserva el dominio de su elección en razón de su apertura congénita hacia el Bien absoluto. La libertad no es, pues, un absoluto autocreador de sí mismo, sino una propiedad eminente de todo sujeto humano». Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural, no. 77.

60 J. J. Ugarte G., «La ley natural», Revista Chilena de Derecho 5-6, Vol. 6 (1979): 473-489.

61R. Fisichella, «Posmodernidad y Humanismo Cristiano», 130. Recordemos que la principal objeción al recurso a la ley natural para fundar la ética ha sido la llamada «falacia naturalista», aducida por Edward Moore, quien descalifica con ese término la relación entre juicios de hecho o descriptivos y juicios de valor, la relación entre lo ontológico o metafísico y lo ético. La objeción que sostiene que de juicios descriptivos no se pueden derivar juicios prescriptivos o normativos o de valor es analizada e intenta ser respondida por el filósofo argentino Enrique Dussel en su escrito «Algunas reflexiones sobre la “falacia naturalista” (¿Pueden tener contenidos normativos implícitos cierto tipo de juicios empíricos?)», Diánoia 46 (2001): 65-80. Dussel sostiene que existen juicios descriptivos relativos a la vida humana que tienen un implícito contenido normativo, porque estos juicios de hecho implican la autoconciencia y responsabilidad de los sujetos, como se puede observar en el caso del juez, cuando «basado en hechos», puede juzgar un acto concreto como si se hubiera obrado «con responsabilidad» o «plena conciencia» (meritoria o culpable), derivado de lo que debería y no debería ser o hacerse. Hay entonces para Dussel en la premisa empírica o descriptiva un contenido al mismo tiempo ético, normativo. A final de cuentas, es en esto en donde cobra sentido todo el sistema de derecho civil y penal (71- 78). Dussel realiza esta justificación como parte de su propuesta de una ética material, que se basa en juicios de existencia. Al margen de la propuesta dusseliana, para hacer frente a la objeción de la «falacia naturalista», se debe entender que no se trata de que las regularidades naturales, como meros hechos, determinen los preceptos de la ley natural, sino más bien que el hombre como ser unitario y complejo se halla situado en un dinamismo inevitable hacia un bien que lo trasciende, y que incluye ciertos bienes de manera necesaria. Es así que por su inteligencia y su voluntad se hace capaz de formular ciertas normas como necesariamente vinculantes. Ello se da, no obstante, de una manera general, dado que la ley natural no establece el detalle circunstanciado de las obras que hay que realizar, sino los bienes que se han de promover y las virtudes que han de perfeccionar las diferentes potencias humanas, trazando así el espacio de la libertad. Como asegura Tonello: «la ley natural se constituye en la inteligencia y la voluntad humanas de acuerdo al proceso natural de su funcionamiento. Lo cual provee a la libertad su situación auténticamente humana, que no es absoluta, sino relativa a ciertos bienes esenciales que el hombre no puede dejar de reconocer como obligatorios». Amadeo Tonello, «Ley Natural», en Fernández Labastida, F. y Mercado, J. A. eds., Philosophica: Enciclopedia filosófica on line.

62«el cristianismo no tiene el monopolio de la ley natural. En efecto, basada en la razón común a todos los hombres, la ley natural es el fundamento de la colaboración entre todos los hombres de buena voluntad, sean cuales fueran sus convicciones religiosas». Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural, no. 9.

63G. L. Herrera Gil y D. Pérez Valencia, «El humanismo ante el reto del diálogo fe y razón en la sociedad postsecular», Cuestiones Teológicas 93, Vol. 40 (2013): 75-95.

64 Cicerón, La República (Madrid: Akal, 1989) III, 22, 33.

65Esta ley ha sido conceptualizada como el «principio de la sindéresis» o el «primer principio de la razón práctica» por la tradición jurídica católica, remitiéndose a lo enunciado por Tomás de Aquino: «bonum est faciendum, malum vitandum» («el bien ha de hacerse y el mal evitarse»), Suma Theologiae I-II, q. 94, a2.

66Tomás de Aquino, Suma Theologiae I-II, q. 91, a2.

67En otros espacios se ha esbozado por la vía negativa la propuesta de una antropología y una ética humanistas (aunque suene redundante), partiendo no de un ideal positivo de humanidad, sino desde lo que no es o no debe ser el ser humano, y teniendo como horizonte las críticas vertidas por el pensamiento nietzscheano y foucaulteano, sin pasar por alto las experiencias inhumanas que forman parte también de nuestra misma condición. De cualquier manera, este humanismo negativo contiene implícitamente ciertos supuestos positivos o afirmativos ontológicos, antropológicos y éticos, fuera de los cuales sería imposible cualquier denuncia crítica sobre lo que es y lo que no debe ser. Véase Ricardo Marcelino Rivas García, «De la muerte del hombre a los trazos de un humanismo en clave “negativa”, una mirada entre Foucault y Adorno», En-claves del Pensamiento 24, Vol. XII (2018): 106-135.

*Una versión preliminar de este trabajo se presentó en el «Congreso Interinstitucional sobre Monoteísmo y Humanismo», Universidad Hebraica de México y Universidad Anáhuac México (noviembre 10-11, 2016).

**Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, profesor en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad Pontificia de México, profesor investigador en la Universidad Intercontinental, México. ORCID: 0000-0002-8311-2803. Contacto: recaredus.33@gmail.com

Para citar este artículo: Rivas García, Ricardo Marcelino. «La crisis del humanismo: una revisión y rehabilitación de los supuestos del humanismo cristiano ante los desafíos del antihumanismo contemporáneo». Franciscanum 172, Vol. LXI (2019): 1-27.

Recibido: 31 de Agosto de 2018; Aprobado: 20 de Enero de 2019

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